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Carolyn Nordstrom y Antonius C. G. M.

Robben, Trabajo de
Campo Bajo Fuego, Estudios Contemporáneos de violencia y
sobrevivencia. Universidad de California. Berkley. Pp. 303.
Carolyn Nordstrom y Antonius C. G. M. Robben, Introducción.

Antropología y etnografía de la violencia en los conflictos sociopolíticos.

Mientras escribíamos esta introducción nos preguntábamos con qué estado


mental sería leído este libro ¿Qué guerras hablarían a través de sus palabras?,
¿Qué imágenes proveerían de un trasfondo visual a los capítulos presentados
aquí? Conforme procedíamos a editar las contribuciones, no podíamos evitar
pensar y hablar sobre la guerra en los Balcanes. El término “limpieza étnica” nos
hizo recordar otras épocas y otras guerras, y nos hizo comprender que el lugar
bien puede ser distinto y el sufrimiento único, pero que la vida cotidiana en estado
de guerra es en cualquier lugar y tiempo muy confusa y llena de angustia. Este
logro es tan obvio que llega a parecer banal, sin embargo, ¿por qué es éste
perpetuo caos de la guerra y de la incomprensibilidad de la violencia para sus
víctimas tan rara vez señalado en las obras académvbc icas? ¿Por qué
encontramos tantos estudios intrincados sobre la guerra y tan pocos sobre el
sufrimiento humano? Permítanos comparar dos citas que fueron escritas con
medio siglo de distancia:

“Escribo desde un cobertizo, son las cinco y media de la tarde, se pueden oír
los disparos y la explosión de proyectiles de mortero. Mi padre y Asim están
durmiendo y mi abuela está jugando a las cartas. Que idílico, ¿verdad? Ya
estamos pasando nuestro quinto mes de ésta forma. Terrible. No sé en donde
empezar… Es tan difícil escribir esto. Hay tanto, y estoy tan confundido. De
vez en cuando tengo una crisis, cómo todos los demás. Tengo miedo, estoy
deprimido. Todo es tan desesperanzador. No sé si puedas entender esto.
Probablemente no. Al principio tampoco entendíamos nada. Cuando nos
bombardearon resultó ser nada a comparación de todo lo que pasaría
después.”

“Son extrañas las formas de vivir en el gueto, donde abundan las sorpresas de
todo tipo. Nada es lógicamente predecible, y la gente usualmente se rompe el
cerebro sobre una u otra serie de eventos que parecían completamente claros
pero que cambiaron al último momento… ¿Cuál es el factor determinante
aquí? ¿Qué influye ésta situación? ¿Por qué las predicciones sobre alguna
mejoría terminan usualmente con las cosas poniéndose peor y viceversa? Comentario [E1]: p. 1
Estas son preguntas que perturban a la población entera y para las cuáles no
hallamos respuestas; ¡quizá no encontremos esas respuestas ni aún después
de que la guerra haya terminado! ¡Podría ser un capricho, o podría ser la
necesidad!”
La primera cita es de una carta escrita el 14 de agosto de 1992 por una mujer de
Sarajevo y que fue enviada a su hermano exiliado en Holanda (reimpresa en De
Volkskrant, el 10 de septiembre de 1992). La segunda cita fue escrita el 30 de
agosto de 1942, y viene de la mano de un cronista oficial de Lódz ghetto
(Dobroszucki 1984:245.246). Comenzamos con éstas historias europeas para
enfatizar que la violencia no está en otro lado –en un país tercermundista, en un
campo de batalla distante, o en un centro de interrogación secreto- sino que es un
hecho inescapable de la vida para todo país, nación y persona, sean o no tocadas
personalmente por la violencia directa.

Historias como estas son muy comunes: pudimos fácilmente haber mostrado otras
historias similares de Somalia, Guatemala, Sri Lanka, Estados Unidos,
Mozambique, Irlanda, España y China. El IIEPE1, un centro de investigación y
documentación de conflictos en Suecia, ha identificado 32 guerras mayores en
1992 (mayor define conflictos que han producido más de mil muertes por año). Si
consideráramos los conflictos con menos de mil muertes anuales la cifra
ascendería a 150. Y si extendiéramos nuestra definición de acuerdo con
sensibilidades antropológicas más amplias para incluir conflictos que oprimen la
vida de muchas personas –revueltas, guerra entre pandillas, genocidio tribal y
prácticas de guerra aterrorizantes como la violación y la tortura- entonces
encontraríamos que el número de personas directamente afectadas por la
violencia alcanzaría hasta cientos de millones.

Las citas anteriores tienen otra significación que es de importancia central a éste
volumen: evocan experiencias cotidianas de violencia en sus múltiples
manifestaciones, en un rango que abarca desde la guerra hasta la protesta
popular, desde la violación hasta las respuestas de la gente a los rumores sobre la
violencia, desde los discursos morales que conciernen al conflicto hasta las
tragedias causadas por la brutalidad. Queremos concentrarnos en la dimensión
experiencial del conflicto, en las maneras en las que la gente vive sus vidas en
contiendas manchadas por la violencia ineludible. Creemos que la violencia es una
dimensión de la existencia de la gente y no algo externo a la sociedad y a la
cultura que “le pasa” a la gente.

Para poder explicar esto, hemos vuelto una vez más al ejemplo de los Balcanes.
Mientras un plan de paz tras otro es rechazado, y mientras una tregua tras otra es
violada, entre muchas personas y entre muchos políticos europeos y
estadounidenses se esparce la idea de que simplemente no hay solución a la
guerra porque los combatientes “se han vuelto locos”, “actúan como bárbaros” o
“se comportan bajo sus instintos más básicos”. La guerra ya no pertenece al

1
SIPRI por sus siglas en inglés, es el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo.
ámbito del conflicto político; se ha regresado a un nivel de inhumanidad que se
encuentra fuera de la vida social normal, a un mundo irreal donde los soldados
disfrutan el asesinato y dónde la violación es una estrategia militar. Comentario [E2]: p. 2

Aunque estas percepciones son comunes, pensamos que representan una


interpretación equivoca peligrosa. Para mucha gente alrededor de todo el mundo
la violencia es una realidad demasiado humana. Esto incluye a las víctimas de la
violencia pero también a los perpetradores que son atrapados en conflictos
espirales que sus propias acciones han puesto en marcha pero que ya no pueden
controlar. Para entender su difícil condición y para intentar comenzar a forjar
soluciones, debemos confrontar la violencia de frente, localizarla con honestidad
en el centro de las vidas y culturas de la gente que la sufre, precisamente dónde
ellos mismos la encuentran. La violencia puede no ser funcional, y ciertamente no
es tolerable, pero no se encuentra fuera del ámbito de la sociedad humana, o de lo
que la define como humana. Como este libro muestra, la violencia no es gozable,
excepto quizá por algunos cuántos cuyas motivaciones son patológicas. Tampoco
es un retorno al comportamiento “proto” o “precultural”. Como la creatividad y el
altruismo, la violencia se construye culturalmente. Y como con todos los productos
culturales, la violencia es esencialmente potencial, es un producto que da forma y
contenido a personas específicas en un contexto de historias particulares. Poco
puede ser dicho sobre la forma concreta de la violencia o del contenido de la
existencia humana que perseguimos fuera de las restricciones de la sociedad y la
cultura. La guerra es, como dijo Margaret Mead (1964), “sólo una invención”.

Además, estas citas expresan la confusión de las culturas y las comunidades en


crisis y de cómo la vida tiene que ser reinventada cada vez nuevamente bajo
circunstancias siempre cambiantes. Las guerras son emblemáticas por los
extremos a los que llevan a la desorientación existencial humana. Tal violencia
que amenaza de muerte demuestra la parálisis así como la creatividad con la que
la gente lucha contra su dureza, una dureza para la que pocos están preparados.
Incluso los soldados, quienes han sido entrenados para manejar los riesgos y las
incertidumbres de la acción en el campo de batalla y que han sido preparados
para llevar a cabo peligrosas y complejas tareas bajo fuego enemigo, no pueden
confiarse de las rutinas del ejercicio y el mando. La cotidianidad de la guerra es un
río interminable de preocupaciones sobre la próxima comida, la próxima acción y
el próximo ataque. Esta inmediatez de la acción caracteriza no sólo a la guerra
sino a cualquier forma de violencia. Hay pocas prescripciones sociales sobre cómo
protegerse y sobrevivir a situaciones violentas.

El énfasis en cómo la gente se aferra a la vida bajo el asedio, en la experiencia, la


práctica y la violencia cotidiana, señala las condiciones del trabajo de campo. La
intensidad emocional de las personas y los eventos estudiados, los riesgos
políticos que rodean una investigación sobre violencia y las circunstancias fortuitas
bajo las que el trabajo de campo se conduce se entrelazan con el trabajo de
campo y la etnografía. Estas tensiones abren su camino a través de toda la
tentativa antropológica, coloreando las vidas y las perspectivas de los
investigadores y de aquellos a quienes estudian por igual. Esta introducción
entonces se concentra en las tres principales preocupaciones de este libro: las
experiencias cotidianas de las personas que son víctimas y perpetradores de la Comentario [E3]: p. 3

violencia; las relaciones entre los etnógrafos y la gente estudiada, incluyendo los
distintos problemas de investigación y las experiencias de campo que han
estudiado situaciones de violencia; y los asuntos teoréticos que emergen de
estudiar temas que implican peligro personal. Estas cuestiones introductorias
trabajan la noción implícita en todos los capítulos de este libro: que la ontología de
la violencia –la experiencia concreta de la violencia- y la epistemología de la
violencia –las formas de conocer y reflexionar la violencia- no están separadas. La
experiencia y la interpretación son inseparables de los perpetradores, las víctimas
y los etnógrafos por igual. La antropología en este nivel involucra varias
responsabilidades para la seguridad del etnógrafo, de sus informantes y para las
teorías que ayudan a forjar actitudes que hacen frente a la realidad de la violencia,
tanto expresada como experimentada.

La etnografía de la violencia.

Aproximaciones a la violencia sociopolítica pueden ser realizadas de muchas


maneras. En algún nivel, sin embargo, para poder discutir la violencia, una debe ir
a dónde la violencia ocurre, investigarla como tiene lugar. Este volumen busca
remarcar esa idea, localizando la etnografía y al etnógrafo en el contexto de la
violencia.

Etnografías de primera mano sobre violencia no nos proveen con explicaciones


irrefutables de lo que han visto. Como Michael Taussig (1987) ha señalado, la
violencia es resbalosa; escapa de definiciones fáciles y penetra en los aspectos
más fundamentales de la vida de las personas. La violencia es formativa; da forma
a la percepción de la gente sobre quiénes son y en contra de qué luchan a través
del tiempo y el espacio en una dinámica continua que forja y afecta identidades.
(Feldman 1991). La complejidad de la violencia se extiende a los etnógrafos como
a sus teorías. La comprensión de la violencia debería experimentar un proceso de
cambio y reconsideración en el curso del trabajo de campo y de la escritura de la
investigación porque no es sólo irreal sino peligroso ir a campo con explicaciones
predeterminadas de la violencia así como sería peligroso también ir a “encontrar
verdades” para apoyar nuestras teorías. Por esta razón, no pretendemos brindar
ninguna teoría. Una aproximación dinámica a conflictos violentos haría frente a
definiciones esencialistas y singulares y a la reificación de la violencia. Como Allen
Feldman (1991) ha notado, la teoría surge de la experiencia. El peligro yace en
crear definiciones de violencia que parezcan muy pulidas y terminadas, pues la
realidad nunca será así.

La mayoría de los capítulos en éste libro no han sido elaborados para sacar
conclusiones definitivas, pero sus argumentos son desarrollados procesualmente.
Como las vidas que describen, los capítulos retratan una creciente comprensión
de los conflictos violentos que procede como un círculo hermenéutico donde las Comentario [E4]: p. 4

perspectivas fragmentarias y conjuntas toman giros. Esta comprensión es


construida como la mayoría de las muchas historias que los etnógrafos escuchan
de las víctimas y de los perpetradores así como sus propias experiencias escritas
en los diarios de campo.

Investigar y escribir sobre violencia nunca será una tarea simple. El sujeto está
cargado de conjeturas, suposiciones y contradicciones. Como el poder, la
violencia es esencialmente disputada: todos saben que existe, pero nadie coincide
en qué realmente constituye al fenómeno. Intereses, historias personales,
lealtades ideológicas, propaganda y la escasez de información de primera mano
aseguran que muchas “definiciones” de violencia sean ficciones poderosas y
“verdades a medias” negociadas.

La violencia es también un fenómeno de capas intrincadas. Cada participante,


cada testigo de la violencia, tiene su propia perspectiva. Estos testimonios pueden
variar dramáticamente. Existe la realidad política: las doctrinas, acciones y las
maquinaciones de detrás de escenas de los agentes del poder. Existe la realidad
militar: las estrategias, las tácticas y las lealtades de los comandantes; la
camaradería, las acciones y los informes de los soldados. Existe la realidad
intelectual, forjada en cafeterías y en los pasillos de la academia, así como el
mundo periodístico del chisme y los esbozos del frente. También existe una
realidad psicológica: el miedo, la ansiedad y la regresión y la represión hacia los
refugiados y los prisioneros de guerra. Y luego está la realidad de la vida en los
frentes: las historias y las acciones de la gente tan dispares como son los
perpetradores y las bajas, adversarios y traficantes de armas, mercenarios y
doctores, criminales y trabajadores humanitarios.

La etnografía puede ser conducida por cualquiera de esos niveles de la guerra.


Pero para los autores de éste libro, la realidad más opresora es la de la violencia
sociopolítica representada en el centro de las poblaciones civiles, los procesos
sociales y la vida cultural. Es tanto el no combatiente como el combatiente, las
esferas de lo cotidiano y lo mundano y también las esferas no tan mundanas de la
vida lo que constituyen el campo social de las expresiones de violencia, los
objetivos del terror, los templetes en los que las disputas por el poder son libradas,
así como las fuentes de la resistencia y los arquitectos de nuevos ordenes y
desordenes sociales. Al ir pelando las capas de las muchas realidades que
impugnan en esta interrogante de qué es la violencia es cuando encontramos que
incluso los más horroríficos actos de agresión no son ejemplares aislados de una
“cosa” llamada violencia sino que arrojan ondas que van reconfigurando vidas de
las formas más dramáticas, afectando constructos de identidad en el presente, las
esperanzas y las potencialidades en el futuro e incluso las interpretaciones del
pasado.

Nuestra aseveración de que la violencia es una dimensión de la vida no implica


que la tomemos como algo funcional. A diferencia de René Girard (1977), cuya
perspectiva propone a la violencia como una contención sobre la existencia
humana -que reconocemos valiosa- nosotros no argumentamos que la violencia
sirva como una válvula de escape para las tensiones intrasocietales. La violencia
no es funcional. Las formas particulares de violencia, tales como las que ejercen
las instituciones judiciales y disciplinares e incluso ciertos movimientos Comentario [E5]: p. 5

revolucionarios, pueden servir para canalizar la violencia, pero otras instancias de Comentario [E6]: la palabra es
“redress”
violencia pueden elevar los niveles de disrupción.

Preferimos referirnos a la violencia como una manifestación construida social y


culturalmente de una dimensión deconstructiva de la existencia humana. Entonces
no existe una mejor forma de violencia. Su manifestación es tan flexible como
transformativa así como las personas y las culturas que la materializan, la
emplean, la sufren y la desafían. La violencia no es una acción, una emoción, un
proceso, una respuesta, un estado o un camino. Puede manifestarse a sí misma
como respuestas, motivaciones, acciones y así sucesivamente, pero los intentos
de reducir la violencia a un punto fundamental o a un concepto son
contraproducentes porque esencializan una dimensión de la existencia humana y
llevan a presentar a las manifestaciones culturales de la violencia como si fueran
naturales y universales. La violencia no es reductible a un principio fundamental
del comportamiento humano, a una base estructural y universal de la sociedad o a
procesos cognitivos o biológicos generales; aunque no negamos que la gente
usualmente construye sus propias explicaciones generales de la violencia para
brindar un marco de referencia para sus turbulentas vidas. Estos marcos culturales
de comprensión son un objeto legítimo para el estudio etnográfico –aunque los
intereses académicos de este libro sean otros- pero esos modelos locales no
deben ser confundidos por explicaciones teóricas o universales de la violencia.
Queremos mantener esas malinterpretaciones esencialistas de la violencia bajo
observación, permaneciendo más cerca de la experiencia de la violencia, y
concentrarnos en sus manifestaciones empíricas.
Esta concentración en lo empírico y lo experimental nos aleja de una atención
exclusiva a las devastadoras consecuencias de la violencia y nos guía a una
aproximación más inclusiva al conflicto y la supervivencia. Es cuando intentamos
dar un contenido empírico a la violencia como un problema de la existencia
humana que notamos las limitaciones de una muy restringida preocupación en la
muerte, el sufrimiento, el poder, el infligir daño, la fuerza y la constricción. La
mayor parte del tiempo la gente está atendiendo a las tareas rutinarias de su vida,
a comer, vestir, bañarse, trabajar y conversar. Concebir la violencia como una
dimensión de la vida en vez de verla como el dominio de la muerte obliga a los
investigadores a estudiar la violencia en la inmediatez de su manifestación. La
guerra, la rebelión, la resistencia, la violación, la tortura y el desafío, así como la
paz, la victoria, el humor, el aburrimiento y la ingenuidad tendrán que ser
entendidas juntas a través de su expresión en la cotidianidad si es que vamos a
tomar en serio el problema de la construcción humana de la existencia. Una
conceptualización muy estrecha de la violencia nos prevendría de notar que lo que
está en juego no es simplemente la destrucción sino también la reconstrucción, no
sólo la muerte sino también la supervivencia.

Las consecuencias políticas y económicas de la guerra, el impacto duradero en el


futuro de la gente y la extensión de la muerte, la destrucción y el sufrimiento son
tan convincentes que se muestran importantes a la atención académica y popular.
Sin embargo, las vidas de aquellos que sufren bajo la violencia o que son
inmersos en la guerra no están definidas exclusivamente en los términos de la
política global, económica, social o militar sino también en las acciones pequeñas, Comentario [E7]: p. 6

usualmente creativas, de la cotidianidad. Es por ello que All Quieto in the Western
Front de Erich Maria Remarque -un retrato sensible de la vida en las trincheras y
de su legado emocional para los sobrevivientes- es un referente tan intrigante de
la Primera Guerra Mundial:

“Estamos unas cinco millas atrás del frente. Ayer fuimos relevados y ahora
nuestros estómagos están llenos de carne y de judías blancas. Estamos
satisfechos y en paz. Cada hombre tiene otra ración para la tarde; y, lo que es
más, hay una doble ración de salchichas y pan. Eso pone a un hombre en
buen estado.” (Remarque 1958:7)

Estas experiencias no están restringidas a las trincheras y a los campos de


batalla. El miedo de una mujer que, estando bajo la amenaza de un pseudo
escuadrón de adolescentes armados por los señores de la guerra locales, tiene
que recorrer las calles de Mogadishu con su ración diaria de agua; la angustia de
un campesino de Camboya de que pueda pisar una mina de tierra en su camino
al arrozal; o la preocupación de una familia en Guatemala de que su hijo, quien es
miembro activo de un sindicato, pueda desaparecer después de una incursión
contrainsurgente en su casa, son situaciones que conducen a realidades de la
guerra muy distintas a las resoluciones de las Naciones Unidas de Somalia y
Camboya o al reporte anual de violaciones a derechos humanos publicado por
Amnistía Internacional o “Americas Watch.”

Tratando con estos asuntos, debemos admitir que lo que cuenta en una sociedad
como un nivel tolerable de violencia puede ser condenado en otra como algo
excesivo. Ulia Kristeva (1993), Barbara Johnson (1992) y Wayne C. Booth (1993)
como investigadores, han abordado una pregunta que ha mortificado a Amnistía
Internacional desde su comienzo: ¿Cómo puede alguien determinar qué son los
derechos humanos y qué no, y cómo pueden ser universalizados, cuando de
hecho no hemos siquiera determinado cuáles son las premisas fundamentales del
ser, la identidad, la existencia, la sociedad y la cultura?

El trabajo de Michel Foucault, en particular “Vigilar y Castigar” (1977) abrió nuevos


terrenos para los científicos sociales al mostrar que la violencia podía estar
incrustada en estructuras sociales y materiales que habían sido obviadas por la
sociedad occidental como normales, naturales, justas, humanas, razonables e
incluso iluminadas. La educación disciplinar de criminales en un edificante régimen
de prisión era considerada un avance civilizatorio sobre la tortura barbárica y la
venganza de tiempos más tempranos. Foucault demuestra que la perfidia del
sistema de prisión revela el enmascaramiento de la violencia bajo una retórica
“iluminada”. La noción de hegemonía de Antonio Gramsci (1971) también ha
tenido un impacto mayor en nuestra comprensión sobre la presencia de la
violencia en sociedades complejas. La violencia, la fuerza y el poder están
sublimados en instituciones sociales y en concepciones culturales de jerarquía que
reflejan la ideología de las clases dominantes y que han sido dadas por hecho por
las clases subordinadas. El concepto de habitus de Pierre Bourdieu (1977, 1984)
puede servir a un propósito similar para explicar cómo las estructuras de violencia Comentario [E8]: p. 7

pueden reproducirse en la sociedad. Una sociedad pudo haber interiorizado el


habitus de la violencia –por ejemplo, sistemas de segregación racial y
discriminación de género- que estructura la interacción social de formas
coercitivas, que, de vuelta, reproducen divisiones culturales en las que esas
mismas prácticas enérgicas se basan. Nos gustaría agregar a Elias Canetti (1966),
cuyo concepto de “el poder de la orden” (sting of command) demuestra que la
interacción social en toda sociedad, independientemente de su tamaño o
complejidad, implica prácticas de coerción que son experimentadas como
naturales pero que sin embargo son opresivas y por ello evocan resentimiento y
resistencia. Comandos, órdenes, instrucciones, direcciones y procedimientos que
se extienden sobre nuestras vidas desde la infancia hasta la vida adulta. La
irritación que deja “el poder de la orden” se acumula en niveles intolerables, de
acuerdo con Canetti, hasta que finalmente es arrojada por medio de una catarsis
que evoca sentimientos de igualdad y que temporalmente neutraliza la
subordinación sufrida.

Cuando observamos violencia sociopolítica y sus relaciones con el poder en sus


formas dinámicas –en sus manifestaciones y no en el marco institucional- nos
damos cuenta de que los puntos focales se multiplican y de que el centro es un
nexo en cambio constante. Entonces la violencia no es simplemente sobre poder,
como es tácitamente asumido en muchos estudios. En vez de ello preferimos
incluir al poder entre un imbricado concepto de existencia humana. “La experiencia
vivida”, escribe Michael Jackson (1989:2), “desborda los límites de cualquier
concepto, o de cualquier sociedad.” No podemos fijar la violencia a un solo
dominio o a cualquier locus de poder. Esta indeterminación confunde la política
tradicional y la teoría militar que postulan a las élites políticas y las instituciones,
los comandantes militares y las organizaciones, como el locus definitivo del poder
y del conflicto. Esto permite a los perpetradores y a las víctimas de la violencia
emerger –ya sea para encontrarse a sí mismos en un campo de batalla designado
o en las calles de alguna ciudad- como los actores centrales en el drama de la
violencia y sus resoluciones. Los estudios tradicionales usualmente reducen a la
masa de bajas civiles precisamente a eso, a “masas” que fueron víctimas de algo
que pueden no comprender y que no pueden controlar, mientras retratan a los
dueños del poder como instigadores omnipotentes. Aquí nos preocupa percibir a
las poblaciones expuestas a la violencia como indefensas, como masas
indiferenciadas así como estereotipar a los perpetradores ya sea como héroes de
la resistencia o como brutales traficantes de poder. Tampoco queremos
confinarnos en una dicotomía distorsionada de víctima versus perpetrador como si
uno fuera, por definición, pasivo y el otro activo. En este libro, encontramos que
los frentes de batalla son mucho más volátiles e incipientes, con la violencia
siendo construida, negociada, reconfigurada y resuelta mientras los perpetradores
y las víctimas tratan de definir y controlar el mundo en el que se encuentran,
porque en medio de la violencia la gente concibe definiciones morales sobre las
implicaciones de sus acciones, se levanta en la cara de la brutalidad y desarrolla
formas de resistencia a lo que ellos perciben como una opresión insufrible. Comentario [E9]: p. 8

Como demuestran los teóricos citados arriba, la violencia no es algo ajeno a la


existencia humana –lo que no significa que sea justa- y no ocurre sólo en el
ámbito de la muerte. La violencia es una dimensión de la vida. Aplicar ecuaciones
de racionalidad o irracionalidad o adjudicar significación o insignificancia a eventos
violentos no es el punto porque sería basarse en la suposición de que la violencia
debería ser entendida en términos de su función u objetivo. La violencia puede ser
ejecutada con precisión lógica, lo que no la hace razonable, y está impregnada de
significación, aunque suele ser emocionalmente insensible. No buscamos la causa
o la función sino la comprensión y la reflexión. Permítasenos invocar a Remarque
(1958:5) una vez más citando el apologético prefacio de su novela.

“Este libro no pretende ser ni una acusación ni una confesión, y mucho menos
una aventura, pues la muerte no es una aventura para aquellos que están
cara a cara con ella. Tratará simplemente de hablar de una generación de
hombres que, aunque hayan logrado escapar de su seno, fueron destruidos
por la guerra.”

Remarque quería que su novela hablara sobre las prácticas de la guerra en las
trincheras y de las desilusiones de sus sobrevivientes. La novela no fue un éxito
porque los historiadores contemporáneos “no encontraron explicaciones de la
guerra que correspondieran con las horrendas realidades, de la verdadera
experiencia de la guerra” (Eksteins 1989:291).

Queremos ser cuidadosos, sin embargo, de no reducir las consideraciones de la


violencia a las perspectivas del frente masculinas, occidentales y europeas (Enloe
1983, 1989). Queremos prevenir no sólo en contra de la falacia de reducir los
conflictos a guerras, tropas y agresiones masculinas sino también contra teorías
que han tomado esta perspectiva como su base. Tan importantes como las
contribuciones de Foucault a los estudios del poder y la violencia, son las críticas
feministas al poder y a la epistemología occidental hechas por autoras como
Nancy Hartsock (1990) que brindan contra-hegemonía académica. Helene Cixous
(1993:35) dijo en su Oxford Amnesty Lecture sobre la cuestión de los derechos
humanos:

“¿De qué no puedes hablar? ¿Qué está prohibido en el dolor de la


muerte? Publicar estadísticas sobre los cincuenta años de Premio
Nobel está permitido. Puedes decir que ha habido 510 hombres y 24
mujeres entre los ganadores. Pero no puedes usar la palabra misoginia
al respecto, ni ninguna otra.”

Expresar la pregunta sobre los ganadores del Nobel en un estudio de violencia


sociopolítica no es tan tangencial como puede parecer. Como han mostrado tanto
Foucault como Hartsock, las estructuras de poder se reproducen por medio del
proyecto sociopolítico y así es como el poder se sostiene. Queremos despojar a la
gente de la noción de que la violencia está separada de las dinámicas sociales y
culturales que dan forma a nuestras vidas. Esto quizá está mejor demostrado por
la discusión de Cynthia Enloe (1993) sobre las relaciones personales durante la Comentario [E10]: p. 9

guerra, el desarrollo económico desigual que priva de derechos al trabajo


femenino, la violación, el asalto, la prostitución y la representación política, todo
producto de la militarización de la vida en un contexto global. Secuestrar esto
dentro de las discretas arenas de los asuntos analíticos es provocar violencia
conceptual. Este es un punto que hemos puntualizado conscientemente al reunir
los ensayos para éste volumen: ¿Cómo podemos, teniendo buenas intenciones, a
nivel experiencial, separar la violación de Cathy Winkler en Georgia de las que
María Olujic documenta en Croacia, desasociándolas como tragedias individuales
versus la guerra colectiva?

Estas horrendas y contradictorias realidades que caracterizan la guerra en


particular y la violencia en general –realidades que son prosaicas y caóticas, poco
aventureras e incomprensibles; realidades que acontecen a hombres y a mujeres,
a jóvenes y a viejos por igual- son encontradas en las contribuciones a este libro.
Nuestro énfasis a la cotidianidad de la violencia no pretende sugerir que las
situaciones de conflictos violentos son rutinarias u obvias. A diferencia del castigo,
la coerción e incluso del poder que pueden volverse predecibles cuando están
insertos en estructuras de dominación, la violencia agrega a ello un grado de
incertidumbre no ordinario porque es practicada a nivel experiencial. La
incertidumbre de la violencia está invariablemente relacionada con la invocación
del miedo, el terror y la confusión así como de la resistencia, la supervivencia, la
esperanza y la creatividad.

Estas cualidades del sin razón y la ausencia de orden de la violencia necesitan


más atención académica porque han caído a través de las redes de los análisis
institucionales de la guerra. Lo que ha permanecido del caos de la guerra es la
estructura coherente y racional de la muerte manifestada en expresiones tales
como “una máquina de guerra”. “hacer el trabajo”, “una operación quirúrgica” y
“una orden es una orden”. Un efecto no intencional pero dañino es que estos
análisis tienden a racionalizar y domesticar, si no es que a justificar, el uso de la
violencia. La ecuación de la guerra con la racionalidad de la estrategia militar y un
ejército de hombres con una “máquina de guerra” la vuelven un fenómeno
teleológico.

En vez de racionalizar la violencia, este libro trata de dar voz a las contradicciones
enigmáticas de las vidas perturbadas por la violencia –enigmáticas especialmente
para los racionalistas, funcionalistas y pragmatistas- a saber, las contradicciones
de una existencia simultanea de alegría y sufrimiento, de miedo y esperanza, de
indeterminación y costumbre, de creatividad y disciplina, de sin sentido y
mediocridad.

Narración y autenticidad.

¿Qué legitimidad tienen los antropólogos para hablar por otros, en particular, para
hablar por las víctimas de la violencia? Aquí reside el punto, sometido a discusión,
del más importante significado de la expresión “lo absurdo de la guerra”.2 Absurdo
literalmente significa insufrible así como ensordecedor. Lo absurdo de la guerra es
que aquellas personas cuyos destinos están siendo decididos son rara vez
escuchadas porque tienen poca voz en los eventos que determinan sus vidas. Son Comentario [E11]: p. 10

los mudos perjudicados de la guerra. Justo como los antropólogos han dado a
muchas culturas una imagen, y en las últimas décadas incluso una historia, es que
los colaboradores de este libro queremos hacer audible la voz de las víctimas y de
los perpetradores.

“Escribir la violencia”, sin embargo, nunca será un asunto tan honesto. Gayatri
Spivak (1988) reta a los antropólogos occidentales a cuestionar sus motivos para
estudiar a personas no occidentales, la posición de su (des) escritura en las
relaciones de poder cuando tratan de “hablar” por aquellos entre quienes han
trabajado, así como los efectos de su trabajo. Para Spivak, la investigación y la
representación están irreductiblemente entretejidas con la política y el poder. El
antropólogo que proclama “dar voz” a aquellos con menos posibilidad de hablar,
advierte Spitvak, están usualmente comprometidos con discursos casi
poscoloniales que han vuelto a estar de moda gracias al mundo posmoderno (ver
también Trinh 1989). Para Spivak, los antropólogos occidentales son sospechosos
por el simple hecho de ser antropólogos occidentales, como también es
sospechosa su habilidad de dar voz a otros. Amenos que asuman una seria
autocrítica –no sólo como antropólogos sino como occidentales, como productos
históricos y como vínculos de una red de privilegio- e incorporen ese análisis a sus
presentaciones y a sus publicaciones -Spivak exhorta-, su sinceridad y sus
habilidades son de dudar.

Spivak tiene un punto. Uno sólo necesita leer The Invention of Africa (1988) de V.
Y. Mudimbe para poder comprender la embarazosa extensión con la que resuena
la empresa colonial entre los textos antropológicos. Quizá más desestabilizante es
el reconocimiento de que esto no se restringe a las justificaciones de superioridad
del Atlántico Norte. La escarpada fuerza de la aculturación occidental encubre las
creencias destructivas que cargan -y que imponen a aquellos que estudian- los
antropólogos occidentales, incluso algunos declarados igualitaristas. Partimos a
campo con la carga de nuestra propia cultura, apoyándonos e impulsándonos por
nuestras suposiciones occidentales que rara vez cuestionamos, escudados en el
resplandor de la compleja diversidad cultural por un lente de creencias culturales
cuidadosamente construidas que determinan, tanto como clarifican, lo que vemos.
Cuando pretendemos hablar por otros, llevamos la empresa occidental a las bocas
de otras personas. No importa nuestra dedicación, no podemos escapar del
legado de nuestra cultura.

2
“Absurdity of war”.
Yet Taussig (1987) y Nancy Scheper-Hughes (1992) comparten el mismo punto
cuando retan a los antropólogos a hablar en contra de las injusticias que
encuentran. Hacer cualquier otra cosa es equivalente a condonarlas. Si nuestra
posición nos otorga privilegios, estos pueden ser empleados para ayudar a
aquellos con menos. Para estudiosos como Taussig y Sheper-Hughes, esto no es
una opción sino un deber.

Hemos alcanzado un estado de desarrollo teorético en el que no podemos seguir


arrojando contradicciones incómodas. El mundo no es gobernado por el sueño Comentario [A12]: p. 11

positivista o la coherencia racional; nuestras teorías y prácticas de investigación


tampoco deben serlo. Compartimos la aprehensión de Spivak hacia el tenebroso
velo de la academia, manchado de asuntos de poder y autoridad que usualmente
se obscurecen detrás del hábito cultural y la retórica intelectual. También
compartimos la convicción de Taussig de que no sólo podemos sino debemos
escribir en contra de la represión y la injusticia, y dudamos que una pueda o deba
suplantar a la otra. Igual de inevitable es la contradicción de que el privilegio se
aplique para su propio beneficio reproduciéndose a sí mismo incluso a expensas
de otros, mientras al mismo tiempo será usado para protestar contra las
desigualdades e injurias causadas por la búsqueda de la ganancia. No
pretendemos resolver estas contradicciones. Tampoco pretendemos acallar a
Spivac con una dosis más liberal de Taussig o viceversa. Este dilema es parte y
parcela de la antropología como tradición de investigación que media entre
culturas y jerarquías.

Igualmente pertinente es la cuestión del estilo etnográfico que se refiere a


cualquier tipo de violencia, sea por medio de reportes de testigos, fotografías o
poemas. Se puede contar a los muertos y medir la destrucción de la propiedad
pero las víctimas nunca pueden transmitirnos su dolor y su sufrimiento de otra
forma que no sea la distorsión de la palabra, la imagen o el sonido. Cualquier
interpretación de las contradictorias realidades de la violencia impone orden y
razón en lo que ha sido experimentado caóticamente. “En vista de que la violencia
es “resuelta” en la narrativa, el evento violento parece también perder su
particularidad –su realidad-3 una vez que es escrito” (Young 1988:15). Aunado a
su realidad, pierde su parte absurda e incomprensible; paradójicamente, las
cualidades mismas que nos gustaría transmitir.

La transformación de eventos violentos en explicaciones narrativas arroja el


problema de su veracidad o autenticidad. Dado que una distorsión al mediar entre
el evento y el texto es inevitable, existe una diferencia entre las explicaciones
contemporáneas y las explicaciones posteriores. La diferencia yace en el

3
El término es “facthood”.
momento y la voz del texto. “Si el testimonio literario de los memoristas es
evidencia de otra cosa lo es del acto mismo de escribir. Esto es, incluso si la
narrativa no puede documentar eventos o constituir veracidades, sí puede
documentar la actualidad del escritor y del texto.” (ibid., 37). Una explicación
contemporánea es más auténtica que una posterior simplemente porque fue
escrita en el tiempo del evento sin la claridad de la retrospectiva. Sin embargo, no
puede reclamar mayor veracidad o comprensión que las expresiones
documentales, ficticias, poéticas o cinematográficas. El grado de autenticidad dice
poco sobre el verdadero valor del discurso. Las verdades son siempre históricas y
no pueden congelarse en el tiempo o ser atrapadas por modos discursivos
particulares. Las cuestiones y problemas que aborda un narrador son restringidos
por el contexto histórico en el que son emprendidos (ver Gadamer 1985). Richard
Rorty (1986:3), citado por Jackson (1989:182), observa, “Permítanos aceptar
entonces que hay una realidad ahistórica, absoluta e infinita sea fuera o dentro de
nosotros que podamos alcanzar adoptando un estilo discursivo particular. El Comentario [A13]: p. 12

mundo está allá afuera, eso es seguro, y en el fondo de nosotros también, pero no
la verdad.” La verdad y la comprensión son entonces formas condicionadas y
situadas, incluso aunque la comprensión histórica pueda profundizarse con el
paso del tiempo y el estudio de nuevas instancias de violencia.

A pesar de la historicidad del conocimiento y de la paradoja de que la narración


infunda a los eventos violentos con un orden, un significado y una racionalidad que
no tienen, siempre hay maneras de reducir el grado de distorsión. Entre más cerca
permanezcamos a las permanencias del flujo de la vida -a su progresión
usualmente errática- mayor entendimiento podremos evocar entre los lectores
sobre la existencia cotidiana de la gente bajo asedio. La recopilación de
conocimiento local sobre los eventos por medio de la experiencia directa –también
llamada observación participante- o al menos por medio de hablar con los
protagonistas mismos en vez de trabajar con fuentes de segunda mano ha sido
uno de los sellos de la antropología (ver Barnett y Njama 1966; Edgerton 1990;
Feldman 1991; Kapferer 1988; Lan 1985; Lavie 1990; Manz 1988; Nordstrom y
Martin 1992; Ranger 1985; Sluka 1989; Tambiah 186; Taussid 1987; Zulaika
1988). Aquí, la antropología puede hacer una contribución importante al estudio de
la guerra y la violencia. Sin embargo, antes de que los antropólogos sean capaces
de iniciar un diálogo serio con otras disciplinas en áreas hasta el momento
reservadas para las ciencias históricas y políticas, será importante clarificar cómo
el trabajo de campo, la descripción y la comprensión están interrelacionadas sin
igual en la investigación antropológica.

Experiencias de campo
Muchos etnógrafos que estudian la violencia han experimentado una ofuscación
en su primer encuentro con ella. Parece no existir un terreno más alto desde el
cual observar al mundo de la violencia con relativo desapego. La mayoría de los
autores de éste libro han pasado por éste proceso, un proceso que puede ser
malinterpretado como un shock cultural. Pero este shock puede sentirse tanto en
nuestro propio círculo social familiar como en otra cultura. Es una desorientación
sobre los límites entre la vida y la muerte, que parecen erráticos en vez de
separados. Es la conciencia paradójica de que las vidas humanas pueden ser
constituidas tanto alrededor de su destrucción como de su reconstrucción y de que
la violencia se convierte en la práctica de negar la razón de existencia de otros y
de acentuar la sobrevivencia de uno mismo. Esta confrontación del sentido del ser
propio del etnógrafo con las vidas construidas en terrenos peligrosos es la que
provoca la ofuscación y el sentido de alienación que experimenta la mayoría de
nosotros.

El shock existencial es un fenómeno muy personal que depende de la


especificidad del contexto de la investigación. Las manifestaciones de violencia a
la que muchos etnógrafos estadounidenses están acostumbrados usualmente ya
ni siquiera alcanzan los noticieros; tan comunes son los asaltos callejeros, las Comentario [A14]: p. 14

violaciones, los abusos a menores y la amenaza que podrían ser impactantes para
los etnógrafos de otras sociedades.

El shock existencial no ocurre sólo al enfrentar los traumas de campo. Es una


experiencia igual de poderosa encontrarse con lo creativo y lo esperanzador en
medio de condiciones de violencia. Muchos autores en este volumen han
observado la importancia de la imaginación y de la celebración en situaciones
traumáticas. Las tragedias de la violencia pueden ser contrabalanceadas por las
soluciones remarcables que la gente misma crea, usualmente mientras enfrenta la
violencia.

Los capítulos en este volumen han sido arreglados a lo largo de un continuum


temporal de rasgos que se refieren con profundidad a las realidades de estudiar
temas peligrosos en lugares peligrosos. Cada autor ha seleccionado un término o
una frase que une críticamente tres preocupaciones: la realidad opresora que
enfrenta la gente que vive bajo la violencia; las experiencias de los antropólogos
mientras trabajan con éstas personas en circunstancias difíciles; y las
implicaciones que esto tiene para la teoría responsable. Tomada como un todo,
esta colección de términos ilustra muchos rasgos centrales de lo que uno
probablemente puede enfrentar al experimentar y estudiar la violencia
sociopolítica. Esperamos, conforme aumentan los estudios de ésta naturaleza,
que surjan más términos y una mayor comprensión del shock existencial y las
respuestas creativas.
Hemos organizado la secuencia de los capítulos para seguir la trayectoria de un
verdadero encuentro con campo, comenzando con la confrontación inicial del
investigador con eventos violentos, pasando a las complejidades del trabajo de
campo y terminando con el retorno de campo con notas terminadas en mano, o
regresando a campo para segundas aproximaciones. Esperamos que este libro
pueda ayudar a los etnógrafos de la violencia y del conflicto sociopolítico a
reconocer estos problemas existenciales, a resolverlos y usarlos a su favor. Una
crisis de trabajo de campo, tan personal como política y teorética, puede
profundizar en la comprensión de los etnógrafos, de la gente con la que se
asocian y de la violencia que estudian. También esperamos que este libro se lleve
algunas de las ansiedades de hacer trabajo de campo para estudios de violencia y
que anime a los antropólogos a realizar más proyectos de investigación sobre este
tema.

Comenzamos con un capítulo de Ted Swedenburg quien está involucrado


considerablemente de forma autobiográfica con la gente entre quienes se conduce
en el trabajo de campo. ¿Cuándo se convierte la empatía en identificación?
¿Cuándo es que las vidas personales y los intereses profesionales se funden en el
trabajo de campo etnográfico? La relación especial de Swedenburg con el pueblo
palestino provoca dudas sobre su propia identidad, que se enreda y se entrelaza
con sus preguntas de investigación. Sus años de estudiante en la Universidad
Americana de Beirut durante los 70´s le brindaron amigos palestinos con los que
compartió momentos de privación que le dejaron profundas huellas emocionales.
Su investigación sobre la Intifada del Banco Occidental lo llevó a la exégesis auto- Comentario [A15]: p. 14

reflexiva, tan bien capturada en la doble expresión prisioners of love, de las


reflexiones de Jean Genet en sus años con el pueblo palestino a principios de los
70´s. Tanto Genet como Swedenburg experimentaron un sentido de
engrandecimiento al atestiguar un peligroso mundo de fervor revolucionario
mientras probaban los amargos frutos de la resistencia y la represalia. Sin
embargo, también compartieron un infranqueable desapego cultural al movimiento
político con el que nunca se lograron identificar completamente. Aun así,
simpatizaron con amigos que fueron torturados y asesinados, aborrecieron los
campos de refugiados consumidos y compartieron el humor y el espíritu de la
gente condenada a vivir en ellos. Swedenburg se encuentra a sí mismo vagando
progresivamente fuera del violento conflicto de Medio Oriente y adentrándose en
las casa de los palestinos desposeídos con sus risas y sus generosidades. Este
pasaje también marca un retorno a los recuerdos de su infancia sobre el pueblo
palestino y la impresión indeleble que hoy continúan dejándole.

Uno de los problemas más comunes y complicados del trabajo de campo en


violencia es cómo manejar los rumores. Todo etnógrafo se topa con una buena
cantidad de chismes, calumnias, patrañas, rumores e incluso con asesinatos
ficticios de personajes, pero adquieren una importancia poco común en
situaciones de violencia en las que el acceso a tal información puede hacer la
diferencia entre la vida y la muerte, entre estar a salvo y estar en peligro. Los
rumores usualmente son la única fuente de información etnográfica disponible por
los antropólogos bajo circunstancias que cambian rápidamente. Los noticieros no
son capaces de reportar satisfactoriamente en el torbellino de eventos y el riesgo
de muerte evita que el etnógrafo recolecte la mayoría del dato en campo de
manera personal. Anna Simons describe el ominoso estallido de violencia
callejera en Mogadishu durante el 14 de julio de 1989. ¿Fue éste el primer
incidente del que se convertiría en el conflicto más devastador de la historia
somalí? ¿Puede la violencia resultante de la guerra civil ser rastreada hasta hoy?
La retrospectiva tiende a reducir las dinámicas contradictorias de la violencia a
caminos lineales de desarrollo históricos y a descartar las explicaciones
contemporáneas como inconsistentes o mal informadas. Sin embargo, Simons
muestra que la incongruencia y la confusión son el material mismo con los que la
historia es escrita. Ella describe los conflictivos rumores que zumbaban alrededor
de la capital y las redes sociales que se movían para reunirlos y verificarlos. ¿Pero
cómo cernir el hecho de la ficción? ¿La verdad de la desinformación? ¿Qué
rumores habían sido inventados y cuáles correspondían a eventos reales? Estas
preguntas se hacen indispensables para los etnógrafos de la violencia que tienen
que decidir al momento a dónde dirigir su limitado tiempo y la atención de la
investigación. El rumor, como muestra Simons, proveyó a la gente en Somalia de
perspectiva durante una situación insostenible. Infundió confusión política con un
interminable flujo de teorías aparentemente creíbles pero inmediatamente
desacreditadas. Estos rumores -suplantados, descartados, y casi olvidados al
momento de su aparición- resultaron ser la carne del trabajo de campo,
importantes por su coherencia histórica narrativa construida en retrospectiva y que Comentario [A16]: p. 15

por ende merecen tanta atención etnográfica como los eventos que han
prevalecido en la memoria colectiva.

Hemos hablado repetidamente sobre la incertidumbre de los eventos violentos.


Esta incertidumbre se presenta igualmente al antropólogo que repentinamente se
ve envuelto en una situación de violencia para la cuál él o ella no estaba
preparada. ¿Qué estrategia de investigación debe ser elegida? Algunos intentan
continuar con sus proyectos originales como si nada hubiese cambiado. Otros
prefieren marcharse hacia áreas más seguras o incluso deciden abandonar campo
y regresar a casa. Mientras a otros les gustaría estudiar la nueva situación pero
dudan en hacerlo porque sienten que no tienen suficiente preparación en el tema
de la violencia. El siguiente caso cuenta cómo un etnógrafo resolvió éste dilema.
Varios estudiosos occidentales que trabajaban en Beijing se irritaron cuando las
protestas de la Plaza Tian´anmen en mayo de 1989 les impidieron visitar los
archivos y avanzar en sus proyectos de investigación. Sin embargo, Frank Pieke
se dio cuenta de que el Movimiento Democrático de China tenía importancia
histórica y que rogaba por ser estudiado. Él decidió incorporarse a este desarrollo
político accidental durante su investigación sobre las políticas de reforma
económica de los 70´s. Pieke previene a los antropólogos de enfrascarse en la
ejecución de un plan de investigación predeterminado o de volver a iniciar todo
desde el principio cuando se encuentren en situaciones inesperadas. La
antropología accidental no trata de emergencias sino que se inclina por la
comprensión de contingencias en un contexto social y cultural más amplio. De una
forma muy similar a la del pueblo chino, Pieke trata de comprender las cosas a
través de un diálogo continuo que se extiende hasta eventos anteriores que
adquieren un nuevo significado en el presente. Recorriendo las calles de la Plaza
Tianánmen, observa las manifestaciones estudiantiles y pregunta a sus
informantes sobre las protestas. Se da cuenta de que ese involucramiento no
ocurre sin riesgos cuando se le pide que actúe como escudo humano para
proteger a los estudiantes contra las balas de las fuerzas represivas. La
contribución de Pieke demuestra la versatilidad y el potencial creativo del trabajo
de campo antropológico y de los inesperados dilemas éticos que pueden surgir
cuando nuestros informantes acuden a nosotros en busca de ayuda y compasión.

¿Cómo es afectado el trabajo de campo cuando la gente no sólo pide a los


etnógrafos su compasión sino también su colaboración e incluso su complicidad?
¿Qué ocurre con la dialéctica de la empatía y el desapego cuando las víctimas y
los perpetradores de la violencia se inmersan en las políticas de la verdad o tratan
de hacer que el etnógrafo acepte su versión de los hechos como si fuera la versión
correcta? Antonius Robben encuentra estos problemas en su investigación dentro
de la disputada reconstrucción histórica de la guerra sucia argentina como la
cuentan sus principales protagonistas y supervivientes. Por los altos riesgos
políticos y emocionales de éste conflicto violento, estrategias de persuasión y
encubrimiento le son aplicadas por generales, obispos, políticos, ex comandantes
de guerrilla y líderes de derechos humanos4. Robben usa el término “seducción
etnográfica” para describir estas estrategias. El brinda una mirada franca y
probatoria a la cuestión de cómo la retórica sofisticada de los militares argentinos Comentario [A17]: p. 16

afectó su sensibilidad crítica y cómo los angustiados testimonios de sus víctimas lo


envolvieron en el silencio y la tristeza. La seducción etnográfica deshabilitó su
mirada etnográfica mientras sus interlocutores trataban de alejarlo de una
comprensión más profunda de los difíciles años setenta hacia una superficie de
razón y emociones. Arrastrado entre justificaciones racionales de la guerra y

4
¿debe ser una traducción literal? Dice “human rights leaders”.
apelaciones a los derechos humanos, confundido entre la compasión por las
víctimas y un sincero intento de entender a los victimarios, Robben lentamente
empieza a aprehender las analogías dentro entre la seducción provocada por los
arquitectos de la represión y las prácticas de la guerra sucia de desaparecer,
engañar y aterrorizar al pueblo argentino. Esta conciencia le permitió exponer la
transparencia dictatorial del poder, reconocer la perfidia de su dominación y
simpatizar más profundamente con las víctimas de la represión.

Si la seducción manipula a los etnógrafos, entonces el miedo y la intimidación


podrían paralizarlos. La mayoría de los autores de éste libro han pasado por
momentos atemorizantes, pero Linda Green ha analizado explícitamente al miedo
en un contexto personal y político. La cultura del miedo que ha reinado en
Guatemala desde los años sesenta ha penetrado en el tejido social por medio de
la desconfianza en las amistades y los lazos familiares. El miedo ha entrado a la
memoria social y las prácticas sociales. El silencio y el secreto son las
concomitantes que el etnógrafo enfrenta cuando quiere realizar trabajo de campo
en un país que sigue bajo control autoritario, donde las unidades de
contrainsurgencia tienen mano libre y los escuadrones de la muerte intimidan y
asesinan ciudadanos y extranjeros por igual. Green hace un bosquejo de la calma
sobrecogedora y el visceral desasosiego de la vida cotidiana bajo la represión. La
cultura del terror subterráneo en el pueblo de Chicaj se funde con las rutinas del
trabajo de campo mientras Green es llamada por el comandante militar que
controla el área. Al subir uno de los cerros que rodean el valle hacia la colina
donde yace la guarnición que vigila el pueblo desde arriba, ella camina los pasos y
revive algunos de los miedos que tantas mujeres antes de ella han enfrentado en
la inocencia de que ella, y sus desaparecidos esposos e hijos, “no han hecho nada
malo”. Compartir su experiencia con las viudas de Guatemala le enseña sobre la
importancia del silencio como estrategia de supervivencia así como su importancia
al utilizarse como una herramienta represiva. Encontrarse con el miedo de esa
forma no significa sucumbir ante el estado de normalidad y rutinización con el que
se conduce a la gente a nada más que mantener su ambigüedad en la memoria y
el desafío.

No sólo el caos sino también la creatividad acompañan a la guerra y a la violencia.


Muchos de nosotros nos hemos sentido incapaces de responder cuando se nos
pregunta por la razón y el sentido de las situaciones violentas. Las explicaciones
racionales de los perpetradores contrastan agudamente con las dolorosas
realidades de las víctimas. Carolyn Nordstrom describe cómo ha luchado y
continúa luchando con el sinsentido de la violencia infringida a la población de Comentario [A18]: p. 17

Mozambique por la guerra de Renamo5. La violencia excesiva ataca

5
Renamo: Resistencia Nacional Mozambiqueña
deliberadamente al sentido familiar y comunitario de la gente, sacudiendo los
cimientos de su existencia cultural y humana. Los antropólogos mismos, como
aquellos entre quienes trabajan, no pueden sustraerse del impacto de atestiguar la
tragedia pero deben luchar con las implicaciones de trabajar en un contexto en el
que la violencia orilla hacia las dramáticas respuestas a preguntas nucleares sobre
la naturaleza humana y la cultura. Ella aclara que las reflexiones intelectuales para
explicar los eventos violentos y su retrato en una narrativa coherente imponen un
orden y un razonamiento que desdibuja el caos que la guerra sucia pretende
producir. Nordstrom eventualmente abandona esta fútil búsqueda de explicaciones
por que la guerra juega a “la destrucción conceptual” con las herramientas
analíticas y las categorías desarrolladas en la calma y la tranquilidad de nuestros
cómodos cubículos. Ella rechaza las racionalizaciones apologéticas de la guerra
en un movimiento radical al golpear la “razón” como es aplicada a la guerra. En
vez de ello, pone atención al significado, a la creatividad y a la imaginación como
estrategias de supervivencia y reconstrucción entre la gente de Mozambique. En
vez de racionalizar su ofuscación o de rendirse a las inevitables distorsiones y
constricciones de la narrativa racional, se concentra en la poesía del discurso
cultural de las víctimas de la guerra quienes crean sus palabras con los nuevos
fragmentos de sus quebrados hogares y vidas.

Cathy Winkler es una etnógrafa que tuvo que escoger entre los pedazos rotos de
su propia vida. Las antropólogas no son inmunes a la violencia que parece
endémica a la sociedad humana. Hay antropólogos y antropólogas que han sido
asesinadas, en casa y en campo. Han sido robadas, asaltadas y violadas. Sin
embargo muy pocas vuelven las tragedias de su vida personal en material de
investigación e incluso aún menos usan su entrenamiento antropológico
conscientemente durante una violación. Winkler describe cómo fue abusada
repetidamente por un violador para convertirse en la víctima, la superviviente, la
testigo, la investigadora y la estudiosa de su propia agresión. Etnógrafa y
etnografía colapsan en un hoyo totalitario en el que objetiva y subjetivamente son
cubiertas con ambigüedad. El objeto de investigación se convierte en sujeto y el
sujeto sobrevive al comportarse como un objeto. La contribución de Winkler logra
transmitir la confusión, la irracionalidad y la ofuscación de una violación en
particular, y de los conflictos violentos así como de la investigación sobre violencia
en general. La incongruencia del comportamiento y el discurso que Winkler
observa y experimenta en el violador también pueden encontrarse en otras
situaciones violentas. La persona atacada es situada en un mundo desordenado
de ambigüedad e incongruencia. El shock existencial resultante –experimentado
por muchos etnógrafos de la violencia, pero en un sentido más amplio por el
etnógrafo que se convierte en una víctima-sobreviviente- es experimentado como
la deconstrucción, destrucción, transformación, traumatización y finalmente, el
asesinato de la identidad misma.

Este libro pretende terminar con los capítulos de Maria Olujic y Joseba Zulaika,
quienes vuelven a sus países de origen como intelectuales exiliadas en los
Estados Unidos. Su lucha con el conflicto entre la violencia que destruye a sus Comentario [A19]: p. 18

compatriotas y los bellos recuerdos de la infancia. Olujic escribe sobre su


perturbadora partida de California para la república en guerra de Croacia. Describe
la partida hacia el campo que es al mismo tiempo un regreso a casa. Olujic vuelve
después de una ausencia de dos décadas a una tierra natal que ya no
corresponde con los recuerdos de su niñez. La ironía de que su madre le
comprara una máscara antigases epitomiza la ambigüedad del retorno a una tierra
natal que no puede ofrecerle ninguna seguridad física o emocional. Su capítulo es
más que una descripción de su vida en Sarajevo. Filtrarse entre sus líneas es una
continua desesperanza ante la violencia en los Balcanes mientras ella explota sus
habilidades etnográficas para mantener su balance. Al asistir a rituales que hacen
frente a tales condiciones, como celebraciones, bailes públicos, lecturas de
poesía, teatro y conciertos de música ella misma aprende a contrarrestar la
situación. Hablando tanto por sí misma como por todos los autores de éste libro,
ella enfatiza los dilemas éticos de la etnografía de la violencia y de los conflictos
sociopolíticos al recordarnos sus consecuencias. Deberíamos ser cuidadosos,
señala Olujic, al pedir a las víctimas de la violencia que cuenten sus historias
cuando son incapaces de revivir sus traumas. Puede que le demos voz a las
víctimas de la violencia pero nunca podremos restaurar sus vidas.

La atención hacia las responsabilidades éticas de los antropólogos eleva la


pregunta de dónde termina la investigación y dónde empieza el involucramiento
personal. Zulaika inicia una investigación etnográfica de la violencia de Euzkadi Ta
Azkatasuna (ETA) en su nativa tierra Vasca, pero para él es también una
búsqueda autobiográfica la que lo lleva cara a cara con el dilema ético de ser tanto
un intelectual privilegiado desde una perspectiva externa así como un miembro
del vecindario cultural. Sus amigos de la infancia del pueblo de Itziar se han
convertido en miembros prominentes de la ETA y Zulaika se pregunta cómo él, al
igual que el resto de la comunidad, puede reconciliar las imágenes conflictivas de
los activistas políticos como héroes y terroristas, en un drama tan repleto de ironía
y farsa como de orgullo y coraje. Sin embargo, su ambivalencia no es provocada
simplemente por la irregular frontera entre la simpatía y la repulsión sino también
por la pregunta de cómo puede un etnógrafo brindar un foro abierto a y entrar en
un diálogo con las guerrillas “terroristas”. El diálogo se trata de mostrar una cara
en reconocimiento de la existencia y la humanidad de cada uno, violando el más
grande tabú para los especialistas del terrorismo: dar una cara y una voz al
“terrorista”. El dilema se complica cuando su comunidad le pide reportar los
hallazgos realizados en su trabajo de campo. Viendo a la comunidad como un
todo, él lidia con su falta de habilidad para encontrar un terreno moral más alto
desde el cuál explicar y juzgar la violencia de la ETA. La violencia que creció
dentro de la sociedad vasca es narrada en formas conflictivas de complicidad que
solo pueden surgir a través de un diálogo con los hijos terroristas de la comunidad
demonizados y tildados y de una responsabilidad consciente y compartida de su
violencia política y personal. de forma consciente.

Los capítulos en éste volumen son discutidos por Allen Feldman, cuyo trabajo Comentario [A20]: p. 19

sobre prisioneros políticos en Irlanda del Norte mueve el piso y le convierten en un


apto crítico. Nos resistimos a la tentación de incorporar –y domesticar- sus astutas
observaciones en ésta introducción pero le daremos al lector la palabra final.
Habiendo leído sobre los problemas de trabajo de campo epistemológicos,
metodológicos y teoréticos bajo circunstancias peligrosas, este mismo lector
podría aún quedar con algunas preguntas importantes sobre cómo protegerse en
situaciones de violencia. Hemos por ello incluido una sección especial sobre la
práctica de la etnografía de la violencia y los conflictos socioculturales.
Comenzamos con unas cuantas letras desde el campo por la antropóloga Myrna
Mack como un tributo a todos los antropólogos que han sido asesinados durante
una investigación. Mack murió en 1990 a manos de soldados guatemaltecos en el
centro de la Ciudad de Guatemala mientras salía de su oficina rumbo a su casa.
Su crimen: trabajar para hacer visibles las historias de los guatemaltecos bajo la
represión política. Las letras del prefacio son elaboradas por Elizabeth Oglesby,
quien trabajó con Mack durante cinco años en Guatemala antes de su asesinato.
La historia de Mack es una crónica tanto de la tragedia como de la comunidad que
rodea a los intelectuales que trabajan sobre temas de violencia sociopolítica. La
indignación de los intelectuales alrededor del globo y el valiente trabajo realizado
por su propia familia y amigos sirvió para llevar a juicio de asesinato a cinco
soldados guatemaltecos.

Ricardo Falla, antropólogo y sacerdote, también ha dedicado su vida a asistir y


documentar las vidas de los mayas que viven bajo el régimen político de
Guatemala. A riesgo considerable, Falla ha pasado más de media década viviendo
con los mayas en las “Comunidades de Población en Resistencia”. En una
entrevista con Beatriz Manz –notable por su trabajo sobre la violencia contra
poblaciones civiles guatemaltecas- Falla une la moralidad y la practicidad de lo
que podría llamarse más acertadamente una pasión de vida que una etnografía.

En las conclusiones nos movemos a las especificidades del día a día que hacen
posible una investigación en lugares peligrosos. Jeffrey Sluka brinda una
sugerencia práctica de cómo mejorar la seguridad personal. Sus recomendaciones
están basadas en su propia investigación extensiva sobre el Ejército Republicano
Irlandés6 y el Ejército Irlandés de Liberación Nacional7 en un proyecto católico
habitacional en Belfast, Irlanda del Norte.

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