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La vida con el narco

Relatos de vidas silenciadas

Thelma Mata
La vida con el narco
Relatos de vidas silenciadas

Thelma Mata
Para mi abuelo,
por apoyarme,
leerme
y amarme.

Gracias totales.
La vida con el narco.
Relatos de vidas silenciadas
Thelma Mata

Primera edición julio 2022 (versión electrónica).

Esta obra forma parte del Programa de Política de Drogas (PPD).

Las opiniones y datos contenidos en este documento son de la exclusiva


responsabilidad de sus autores y no representan el punto de vista del
CIDE como institución.

Laura Atuesta, Coordinadora del Programa de Política de Drogas


Marcela Pomar, Coordinadora Ejecutiva

D.R. © Programa de Política de Drogas


© Thelma Alejandra Mata Hernández

ISBN en trámite.

Ilustraciones y diseño: Andrés Nájera.


Cuidado editorial: Marcela Pomar.

Prohibida la reproducción total o parcial sin previa autorización de los


autores.

La autora agradece la confianza otorgada por la Dra. Laura Atuesta,


directora del Programa de Política de Drogas, el ingenio de la Mtra.
Marcela Pomar, coordinadora ejecutiva, y el tiempo y la constancia de la
Lic. Isabel Jiménez, de la Licenciatura en Políticas Públicas del CIDE.
Y, por encima de todo, la autora agradece infinitamente el préstamo de
aquellas historias que hoy pueden ser escuchadas.
Índice

Prólogo 7
Introducción 10
Lo hubiera mandado pal´norte 11
Tacos de lechón 14
La tortillería 18
La niña de la ambulancia 22
Los taxistas 25
El contenedor de basura 29
Le agradezco a Dios 33
Los panteones 36
Militares por la calle 40
Los refugiados 43
Don Javier 46
Intruso en mis sueños 50
Guiñapo de todo y nada 55
Doctora juguetes 59
Era su princesa 63
Mi hijo 67
El rancho y Roco 70
Prólogo

“E n algo andaban”. Con esa frase se lava uno las manos.


Se lava las manos el gobierno, que así de fácil trans-
fiere la responsabilidad de la violencia sufrida a las víctimas
y las responsabiliza. Nos lavamos de culpa quienes, desde
la sociedad, hemos tolerado la obcecación gubernamental
de insistir en una guerra que hincha presupuestos milita-
res y burocráticos, pero adelgaza nuestra tranquilidad.
“En algo andaban”. Con esa frase –tan corta, tan car-
gada– hacemos posible la negación: la negación de que es
nuestro gobierno –tanto como quienes delinquen– quien
ha engendrado esta violencia y quien la sostiene, primero,
prohibiendo absurdamente un mercado que no va a su-
primir jamás y entregándoselo a la delincuencia; milita-
rizando nuestras calles, carreteras y colonias; y, segundo,
encubriendo, por acción u omisión, los cientos de miles de
asesinatos, desapariciones y probablemente millones ya de
delitos cometidos en el contexto de su guerra.
La negación, también, de que cualquiera de nosotros
–en nuestras casas, calles o trabajos– podemos ser la si-
guiente víctima. Si “en algo andaban”, entonces nosotros
nos alejamos de ese destino al no andar en algo. Tan fácil.
Nuestra negación posibilita que la violencia instrumental

7
al negocio ilícito se infiltre en nuestra cotidianidad y dé
licencia a la violencia como una forma de comunicación o
convivencia, a veces, como un fin en sí mismo.
El Programa de Política de Drogas se fundó como respues-
ta al silencio de la academia cuando el país llevaba ya varios
años embarcado en una guerra en que el gobierno ofrecía
narrativas tan simples y poderosas como “en algo andaban”
o “iban armados hasta los dientes”, pero en que no ofrecía
información, resultados o explicaciones. La academia –salvo
algunos esfuerzos individuales y aislados– hacía caso omiso
de la permanencia de la guerra y esperaba pacientemente
a que pasara de largo. O simplemente daban por bueno el
diagnóstico del gobierno y dejaban la estrategia de guerra
inalterada. Nos dimos entonces a la tarea de recabar datos,
ofrecer estadísticas, cuantificar la catástrofe y mostrarla con
la esperanza de así generar la presión de cambiarla.
A casi diez años de iniciar el esfuerzo, es mucho lo que
se ha construido y poco lo que se ha logrado. Hoy tenemos
más información, más estudios, más datos y una idea más
clara de cuán catastrófica ha sido la prohibición militari-
zada de las drogas. Hoy tenemos algunos fallos judiciales
y algunas reformas legislativas que se pueden considerar
avances. Pero la narrativa básica y la solución propuesta
por el gobierno sigue siendo la misma: “en algo andaban” y
“militaricemos más”… y más, y más…
En algo hemos fallado y creo que mucho tiene que ver
con nuestro lenguaje. Usar estadísticas y datos aleja la vio-
lencia tanto como la frase “en algo andaban”. Los números
abstraen, esa es su función. Pero la violencia es sobre todo
concreta, opera en los cuerpos y en las emociones. Se ejer-
ce a través de y hacia las personas. Eso es crucial rescatarlo
y subrayarlo.
El trabajo que tienes en tus manos es a la vez riguroso y
asequible; una lectura que invita a la vez que una investi-
gación que aterra. Es el producto de una inclinación sóli-

8
da por la investigación académica, atemperada y mejorada
por una sensibilidad humana por lo que hay de cotidiano y
familiar, de concreto y complejo, detrás de las cifras que se
apilan en los estudios académicos. Es un trabajo familiar
porque nos presenta familias y nos muestra vidas cotidia-
nas con las que nos podemos identificar...
En algo andaban las personas cuya voz aquí escucha-
mos: sí… andaban en sus vidas diarias, amando, trabajan-
do, caminando y fueron por ello víctimas de esta guerra.
Nos recuerda que en algo andamos todos cuando, de una y
mil formas, la violencia nos toca –de cerca o de lejos– y nos
cambia. En lo cotidiano y en lo aterrador. La prosa es preci-
sa y pulcra; se despliega con una cadencia que invita a leer.
Pero sobre todo, el ejercicio es importante, importantísi-
mo. Pone imágenes y emociones, vivencias y aspiraciones;
pone el miedo y el dolor en el centro de la discusión.
Sea cual sea tu postura ante esta guerra; sea cual sea tu
involucramiento en detenerla; sea cual sea tu actitud ante
lo que ocurre, éste es un texto que tienes que leer, porque es
un trabajo que nos ofrece una voz colectiva, que nos trenza
con las víctimas que aquí se expresan y así abona a lo que la
trillada frase “recomponer el tejido social” alude: que todos
estamos conectados y que la violencia nos recorre a todas y a
todos, de distintas formas, en distintos grados, pero siempre
en nuestros cuerpos y en nuestras emociones, en nuestras
relaciones y en nuestras actividades cotidianas.
La guerra no nos es ajena y no la vivimos aislados. Estas
voces nos lo recuerdan. Quizá escuchando la voz colecti-
va podamos empezar a asumir la responsabilidad colectiva
y, algún día, movilizar la acción colectiva para detener la
guerra que nos tocó sufrir y que –más nos vale– nos toque
acabar.

Alejandro Madrazo Lajous


Julio, 2022

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Introducción

L as historias aquí contadas nacen de la realidad


mexicana, una realidad azotada por la violen-
cia y el narcotráfico. Esta recolección de relatos bus-
ca dar voz a las víctimas de este fenómeno, ya que des-
de la narrativa podemos entender las consecuencias
de la violencia criminal y cómo ésta ha afectado a la so-
ciedad mexicana de manera abrupta.
Los relatos nacen de múltiples conversaciones con
personas que han vivido de cerca la violencia relaciona-
da con el crimen organizado. En estos relatos se cuentan
historias, preocupaciones y cómo es la vida desde que la
violencia se instaló en el día a día en las distintas comu-
nidades y ciudades del país. Las personas que inspiraron
estas historias son hombres y mujeres que fueron víctimas
de violencia. Estas historias se narran de tal manera que
tratan de apegarse lo más posible a la realidad, siempre
protegiendo las identidades de las víctimas y sus familias.

10
Lo hubiera mandado pal´norte
E fraín salía todos los días a las ocho de la noche y yo no
entendía el motivo. En ese entonces él tenía 19 años,
yo sólo pensaba que andaba con sus compañeros, con los
amiguillos de la preparatoria o noviando. Estaba muy equi-
vocado. Debí darme cuenta de que las cosas no son tan
fáciles, no por ahora. Cuando yo tenía su edad no pasaban
esas cosas. Todo era más sano. Únicamente salíamos al jar-
dín a dar la vuelta. El que andaba medio perdido jugaba a
las cartas o al dominó. Se la pasaban en los gallos o, de a
tiro, se la pasaban en los billares tomando.
La mayoría de los chavos éramos sanos en ese entonces.
Yo me la pasaba de la preparatoria a la casa y de ahí a ju-
gar al béisbol. Ayudaba a mi apá los fines de semana en el
rancho, sobre todo para alimentar a los animales y llevarlos
al rastro para tener la carne lista para la semana en la car-
nicería. Todo era más sano. Pero es lo mismo que a mí me
decía mi apá cuando yo quería salir. El problema es que
cuando yo era joven no era el mismo pueblo que es ahora.
Como repito, ahora todo es distinto. Si nomás me hu-
biera dado cuenta de que mi hijo andaba en malos pasos lo
hubiera mandado pal´norte con mi hermana. Si tan sólo
lo hubiera hecho no estaría velando a mi hijo. Y nomás no

12
Lo hubiera mandado pal´norte

puedo llorar. Tardamos mucho en darnos cuenta de que


andaba metido con los cabrones esos. Cuando le pregunté
en qué chingaderas andaba, me dijo que en nada. Y yo ya
no le cuestioné más. Sólo le dije que se cuidara. Su amá no
ha dejado de llorar. Se la pasa rezando el rosario y haciendo
café. Sus hermanas llegan a estar con ella, pero nada la
despierta. Desde que nos enteramos de que nuestro hijo
estaba muerto a mi mujer se le fue el alma del cuerpo.
El día que pasó lo que pasó, salió de la casa como siem-
pre lo hacía desde que se graduó de la preparatoria. Me
ayudaba a mí en la carnicería por la mañana, y para cuan-
do llegaba la tarde no soltaba el celular hasta que daban
las 8 y de ahí se iba quién sabe pa´ donde. Todo parecía
normal, hasta que esa noche no regresó. La gente viene
aquí a dar el mentado pésame y murmuran, como si no los
escuchara, que mi hijo era un halconcillo. Si sabían tanto,
por qué no me advirtieron en lo que andaba... A la gente
nomás le importa el chisme, no cuidar a los otros.
Un halconcillo, a eso se reduce mi hijo. No piensan en
el niño que le encantaba la charrería y escuchar su música,
no piensan en lo que le duele a mi señora ya no tenerlo.
No entiendo por qué lo hizo porque nunca me confió nada,
dinero no le faltaba, ojalá me hubiera dado cuenta. De ha-
ber sabido, lo hubiera mandado pal´norte y no lo estaría
velando.

13
Tacos de lechón
E n época de feria las cosas son más movidas, es la ma-
nera en la que yo me aliviano. La taquería pues sí da,
pero no siempre. A veces va bien y otras no tanto, pero en
tiempos de feria todo se compone. A las personas les gusta
venir a gastar su dinero en los juegos para los niños, en los
palenques y en los antros.
A mí me va bien durante ese mes, los tacos se venden
bien y son conocidos. El lechón se acaba rápido y se an-
toja mucho cuando sales del palenque. Por eso nosotros
cerramos tarde, alrededor de las cuatro de la mañana.
Como somos el único puesto abierto, vendemos más y a
los borrachos siempre les da hambre cuando terminan de
tomar.
Ese día todo comenzó normal, llegué a mi turno a las
nueve de la noche. En épocas de feria duermo de día y tra-
bajo de noche. En ese entonces vivía con mi tía. Ya no está
aquí, pero siempre fue buena conmigo. En fin, ese día salí
de la casa y me dirigí a las instalaciones de la feria. Tomaba
cualquiera de las rutas que pasaban por la avenida princi-
pal. Generalmente era la ruta 4. Me bajé en las instalacio-
nes, compré una cajetilla de cigarros y seguí caminando
hacia el puesto.

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La vida con el narco. Relatos de vidas silenciadas

La taquería se encontraba justo detrás de los puestos


de chunches y trastes. Ya estaba don Alfredo, el dueño. El
día avanzó normal, no fue nuestro mejor día, pero sí hubo
bastante venta. Los mejores días son los jueves, sábados y
domingos. Ese día era lunes, por lo menos hubo venta. Co-
menzaron a pasar las horas hasta que aproximadamente a
las dos de la mañana llegaron cuatro camionetas grandes,
con los vidrios polarizados. Sentí miedo y curiosidad cuan-
do se estacionaron frente al puesto.
Don Alfredo me dijo que los atendiera mientras él se
resguardó detrás de la parrilla. Caminé hacia las camio-
netas, un hombre que estaba de copiloto me encargó 50
órdenes con todo. No sabía si tenía la carne suficiente para
50 órdenes, pero no me atreví a decirles que no. Anoté la
orden. Llegué con don Alfredo a comentarle, me dijo que
no se las ajustaba de lechón, pero que si los querían surti-
dos se los preparaba.

–Patrón, ya no hay suficiente lechón, ¿se los pongo surti-


dos?
–Sí, no hay problema.

Las órdenes salieron rapidísimo. Yo me encargué de po-


ner bolsas de salsa, limones, chiles, todo lo necesario. No
quería que regresaran porque olvidé algo. Cuando estuvo
todo listo les llevé las órdenes a la ventanilla. Mientras bus-
caban el dinero para pagar vi que tenían unas pistolas, de
las grandes, sobre sus piernas.

–No esté de mirón, ¿qué? ¿Le gusta la fusca?


–No, señor, yo no vi nada.

Después de decirle eso, me pagó. Me dio puros billetes


de a 500 y me dijo que me quedara uno de propina. Des-
pués de eso, sólo se fueron. Fue muy extraño, estábamos a
mediados de feria para ese día y desde entonces llegaban

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Tacos de lechón

al puesto dos o tres veces por semana. El número de órde-


nes variaba, algunas veces surtidas, otras de puro lechón.
Siempre me dejaban 500 pesos de propina.
Una de las mañanas siguientes a esos días, le conté a
mi tía que tenía unos clientes muy amables, también le
confesé que me daba curiosidad, que de seguro se hacía un
montón de lana. Mi tía me dijo que no me metiera en eso
porque no podría salir, y si salía sería con los pies por de-
lante. Me resonó mucho lo último. Siguieron pasando los
días de feria, mis clientes fueron una vez más y se repitió
la misma dinámica. Fue todo ese año. En la siguiente feria
ya no estaban mis clientes ni sus buenas propinas. No sé
qué les habrá pasado o si siguen vivos, la vida del narco es
muy rápida.

17
La tortillería
C onocí a Mariana mientras trabajábamos en la misma
escuela, ella era maestra, recién acababa de egresar
y estaba haciendo su servicio. Yo ya tenía mucho que ha-
bía pasado por eso, ahora era la psicóloga de la escuela y
ayudaba a los niños con discapacidad para que pudieran
aprender a leer y escribir. Me gustaba mi trabajo y mi amiga
Mariana me hacía el día más ligero.
Mi día era monótono y simple, trabajar en la mañana,
recoger a mi niño de 10 años de la primaria, llevarlo a cla-
ses de fútbol, regresar a la casa y pasar ahí la tarde. Era
sencillo y tranquilo, los fines de semana los pasaba con
mi familia en casa de mi mamá. Debo admitir que todo
comenzó a ser un poco más interesante cuando Mariana
llegó a mi vida, era muy agradable, su familia era de una
comunidad y la habían mandado a estudiar a la capital. Lo
aprovechó y ahora tenía su trabajito y andaba en busca de
su plaza. Mariana me hacía los días más interesantes, en-
tre bromas y chismes. Siempre nos poníamos de acuerdo
para ir al supermercado o para hacer algunas de las activi-
dades diarias.
Mariana tenía una hermana menor, un par de años so-
lamente, y eran muy distintas. Ella ya tenía dos niñas de

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La vida con el narco. Relatos de vidas silenciadas

cuatro y dos años, y en ese momento andaba en la capital


con un nuevo novio. A Mariana le daba mucho pendien-
te su hermana, pero estaba tranquila de que sus sobrinas
estuvieran con sus papás en el rancho. Uno de esos días
que nos poníamos de acuerdo para ir al súper, mi hijo me
acompañó. Ya eran vacaciones de invierno y yo lo traía
conmigo para todos lados.
Ese día Mariana recibió una llamada, estaba angustia-
da, no podía ni llorar, sólo quería llegar a donde la habían
citado. Yo la llevé. Fue en el centro de la ciudad, en una de
las tortillerías. No entendía muy bien qué estaba pasando,
pues no me lo dijo porque estaba el niño. Yo manejé lo más
rápido que pude, sabía que era algo realmente grave cuan-
do dejó de hablar y sus ojos se llenaron de lágrimas.
Llegamos y fue ahí donde lo vimos, frente a la tortille-
ría estaba el cuerpo de su hermana tirado en el suelo con
dos impactos de bala. Mi hijo lo vio. No pude evitarlo, yo
también estaba congelada, había visto muertos antes, sobre
todo en funerales de familiares, pero esto es distinto, en el
suelo estaba la hermana de Mariana, delgada y pequeña,
en medio de un charco de sangre. A pesar de que tenía
24 años podría pasar por una muchacha de 18. Mariana
me sorprendió. Se hizo cargo de todo, desde tramitar la
entrega del cuerpo hasta avisarle a sus familiares. Yo no
hice mucho, no podía dejar de temblar, el miedo se notaba
en mi cara. No pude articular palabra para ayudarla en el
proceso. Me quedé petrificada.
Mariana no tenía mucho contacto con su hermana, ella
andaba en “malos pasos”, metida con un narco de bajo ni-
vel, a él lo habían matado dos días antes. Nadie sabe por
qué o, por lo menos, Mariana no tiene idea de la razón por
la que asesinaron a su hermana. Ella le aconsejó muchas
veces que se alejara de él, pero nunca la escuchó. Dejó a
dos niñas que ahora las seguirán criando sus abuelos. Aun-
que la tragedia me preocupó, me dolía más lo que había
observado mi hijo. Lo que él vio es algo que nadie debe de

20
La tortillería

ver. Por unos días lo platicaba mucho, yo le pedía que no lo


hiciera, no era algo agradable. Él no podía dejar de hacerlo
a pesar de los regaños. Describía cómo había sucedido todo
y cómo habíamos encontrado a la hermana de Mariana.
Después de eso hubo días en los que sólo estaba silencioso,
como si nada hubiera pasado, pero sus ojos decían otra
cosa. Al final parece que todo se olvidó. Total, es una muer-
ta más a la lista. Únicamente que para mí no lo era, y para
mi hijo tampoco.
El ver ese día el cuerpo de la hermana de Mariana cam-
bió la vida de todos. La vida de ella terminó, pero la de
Mariana, la de mi hijo y la mía seguían, sin mencionar a
sus hijas y a su familia. Ella se esfumó y nosotros nos que-
damos con el hueco en el estómago, ya nada era igual que
antes, ya no había chismes ni pláticas con Mariana. El tra-
bajo era pesado y se sentía cómo la tristeza rondaba entre
nosotras.

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La niña de la ambulancia
E ra alrededor de la una de la madrugada cuando me so-
licitaron que acompañara a los paramédicos en la am-
bulancia rumbo a uno de los municipios colindantes con la
capital del estado. Yo no suelo estar en ese tipo de servicios.
Esa semana tenía que estar en el hospital en el turno de
la noche porque me tocaba estar en piso cuidando a los
enfermos, ayudándoles en lo que necesitaran. Pero la jefa
de enfermería me mandó llamar para pedirme que fuera
a atender una llamada de emergencia. Al parecer necesi-
taban una enfermera de manera urgente y no había nadie
más disponible.
Del hospital hasta nuestro destino hicimos alrededor de
40 minutos. Todo era muy raro, la carretera lucía distinta
en la madrugada. Era como si la noche susurrara melanco-
lía y a la vez parecía más tranquila que en un día cualquie-
ra. Llegamos al domicilio donde recogimos al paciente, era
una niña de la edad de mi hija, 16 años. Estaba su mamá
con ella, no dejaba de tomarle la mano. La niña tenía dos
heridas de bala, una en el costado izquierdo y otra en el
hombro derecho.
La madre trataba de consolar a su hija, pero ella no res-
pondía. Le decía que todo iba a estar bien, que se iban a

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La vida con el narco. Relatos de vidas silenciadas

esconder de esos cabrones. Yo sólo miré a la mujer. Tenía


cuatro celulares en el cinturón y otro en la mano. Sabía que
esto no estaba bien. La niña comenzó a moverse después
de unos minutos y a tratar de hablar, le dijo angustiada a
su mamá que las iban a encontrar. No quise preguntar si-
quiera qué había sucedido o a quién le tenían tanto miedo.
Ya en la ambulancia, la mujer me pidió la sudadera de
la niña que estaba en el asiento detrás de mí. Cuando la
levanté, de ella cayeron unas bolsitas de plástico pequeñas,
dentro había un polvo blanco. Sólo las volví a colocar en la
sudadera de la niña y se la di a la madre. La señora tomó de
la sudadera las bolsas y sin cuidado las guardó en su pan-
talón. Ahí entendí todo. Ya no se sabe quién está metido y
quién no en el narco. Antes era raro saber que alguna mujer
estaba dentro de ese negocio, ahora parece que eso cambió.
Llegamos rápido al hospital, cuando entregamos a la
niña al área de urgencias yo traté de olvidar lo que acababa
de suceder. Solamente pensaba en dejarlas en el hospital.
Pero ¿qué tal si querían venir a rematarla y balaceaban la
ambulancia o se metían al hospital? Yo no les debo nada
y aun así siempre les he tenido miedo a los narcos. Ahora
ellas que los conocen de cerca, seguro les deben de tener
un miedo que no me puedo imaginar.
Mi compañero y yo nos dirigimos nuevamente a nuestra
base, bajé de la ambulancia. La jefa de enfermeras me pre-
guntó qué había pasado. Una niña que balacearon, respondí.
Se me hizo tan raro decirlo y tan común escucharlo por todos
lados. Una joven más a la que le sucedían estas cosas o que
se las buscaba. Ya no se sabe ni se atreve uno a decir nada.
Pasaron los días y nos enteramos por las noticias que ha-
bían encontrado dos cuerpos tirados en la carretera. Eran
la niña y su madre. No sé qué pasó después de que las de-
jamos en urgencias, pero ahora ya no están vivas ni se sabe
nada de manera oficial, sólo lo que se murmura. Dicen
que los cuerpos quedaron muy violentados, que fue di-
fícil reconocerlos. Ya ni respeto le tienen a los muertos.

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Los taxistas
M i abuelo ha estado a mi lado desde que tengo memo-
ria. Lo recuerdo bien, su rostro es el mismo desde
hace 20 años, moreno, con bigote cano y ojos pequeños.
Siempre lleva gorra y camisa a cuadros, pantalones de
mezclilla y botines. Mi abuelo es un hombre alto y fuerte,
aunque ahora para él caminar es cansado. Mi abuelo era
profesor de joven y cuando se jubiló rentó una concesión
para poder manejar un taxi.
Él siempre me dice que soy muy preguntona, que le
pregunto de todo, desde por qué tiene el nombre que tie-
ne hasta por qué come lo que come. Pero la respuesta a
por qué decidió trabajar en el taxi fue sencilla. Se jubiló
joven y todavía tenía ganas de trabajar, aunque ahora ya
no creo que sus razones hubieran sido tan simples. Casi
tiene los mismos años sobre el taxi que los que yo tengo
existiendo.
A mí me da miedo que trabaje en el taxi. Con el pasar
de los años fue adquiriendo otras concesiones, quería se-
guir trabajando y ayudar a otros a que también trabajaran.
Son muchas cosas las que se tienen que hacer cuando te
dedicas a los taxis, no sólo es saber manejar y cobrar. Mi
abuelo siendo profe aprendió a hacer todo lo que hace un

26
Los taxistas

mecánico, el cambio de aceite, las bujías y todas esas cosas


que trató de enseñarme a mí cuando aprendí a conducir.
La realidad es que a mí me aterra que trabaje en el taxi
de noche. Siempre matan taxistas, suena crudo, pero es
que con ellos ya no se sabe si estaban metidos en el narco o
si tuvieron la mala suerte de subir al pasajero equivocado.
En uno de esos días en los que mi abuelo llegó a la casa
para comer, andaba preocupado. Mi mamá le preguntó si
le había pasado algo. Al principio no quiso responder para
no asustarla, pero en su rostro se notaba que estaba pasan-
do algo grave. Cuando mi mamá insistió en saber lo que
ocurría, a mi abuelo no le quedó más remedio que contarle
que había estado toda la mañana tratando de que le de-
volvieran uno de sus taxis. Temprano había recibido una
llamada por parte de la policía, avisándole que tenía que
reconocer el cuerpo de uno de sus choferes y que el coche
no se lo iban a entregar porque era parte de la evidencia.
Mi mamá le preguntó qué era lo que había pasado con
el chófer, pero no supo qué decir, al parecer subió un pa-
sajero que le pidió que lo llevara a un lugar donde decían
que se vendían drogas. Al final nadie sabe qué pasó. Sólo
que, al iniciar la investigación, las autoridades descubrie-
ron que el taxi era de mi abuelo porque la concesión estaba
a su nombre y por eso lo contactaron.
Mi abuelo se veía triste, pero tranquilo. Mi hermana le
pidió que dejara de trabajar porque le podría pasar lo mis-
mo o algo peor. A lo que él sonrió de una manera hueca.
Siempre han matado taxistas, mija, sólo queda encomen-
darse a Dios y cuidarse. Fue ahí cuando le pregunté:

–¿Y por qué los matan?


–¿Cómo qué por qué los matan? Los matan porque los
matan. Nadie sabe.

Después me volteó a ver y con la desesperación en


su mirada, me dijo: “¿Por qué siempre me preguntas co-

27
La vida con el narco. Relatos de vidas silenciadas

sas que no sé cómo responderte?”. Me quedé helada, mi


abuelo es una enciclopedia, siempre tiene una respues-
ta para todo y hasta entonces nunca me había contes-
tado con otra pregunta. En ese momento me di cuenta
de que realmente sentía miedo por lo que había pasado,
aunque no lo demostrara, y quisiera seguir siendo el hom-
bre fuerte de gorra y camisa a cuadros. Tenía miedo.
Después de eso mi abuelo dejó de trabajar en las
noches. Aun en época de feria, prefería darle los tur-
nos a alguien más para que él no tuviera que salir. Co-
locó una calcomanía en la parte trasera del automó-
vil, era un listón negro con el nombre del chofer al que
asesinaron, supongo que es su manera de honrarlo.
Mi abuelo siempre nos advierte si sucede algo mientras
está en el taxi. Cuando sabe que hubo una balacera nos
avisa para que tomemos otra ruta en caso de tener que
salir o para que mejor nos quedemos en casa. Todas nos
preocupamos por él cuando anda trabajando porque tene-
mos miedo de que se encuentre en el lugar incorrecto en
el momento equivocado.

28
El contenedor de basura
L os fines de semana regreso a Zacatecas a ver a mi fa-
milia. Traté de encontrar trabajo allá cuando me gra-
dué de Ingeniería en Sistemas, pero sólo lo encontré en
Aguascalientes. Era lo más cercano, las demás opciones
eran en Ciudad de México o Guadalajara. Decidí irme a
Aguascalientes para poder ver a mi familia y a mi novia
más seguido.
Vivir en Aguascalientes es pesado. Toda la semana tra-
bajo y los viernes, saliendo por la tarde, viajo a Zacatecas.
Ese fin de semana estaba muy feliz por ver a todos. Mi
familia vive cerca del Parque Mayor, uno de los pocos lu-
gares con áreas verdes de la capital. Realmente nos gusta
porque ofrece a los visitantes varias formas de disfrutar,
desde la sombra de sus frondosos árboles hasta el pequeño
zoológico que permite a los niños conocer de cerca a algu-
nos animales salvajes y hasta un lago. Es un espacio muy
familiar en el que también te puedes encontrar personas
de cualquier edad haciendo ejercicio.
Ese viernes llegué en la noche, cansado y abrumado
por el trabajo de la semana. Me gusta llegar a casa, cenar
tamales o café con canela y convivir con mis padres, mi
hermana y su hijo. Me apresuré a descansar, mi hermana

30
El contenedor de basura

me avisó que al día siguiente iría a caminar temprano al


parque, por si quería unirme a ella. Le contesté que sí. Me
agrada la idea de poder salir a caminar y sentir el aire frío
de las mañanas.
Al día siguiente salimos temprano, alrededor de las 8
de la mañana. Nos abrigamos bien, llevamos llaves, audí-
fonos y celular. Todo lo necesario para tener una caminata
tranquila. La casa de mis padres se encuentra aproximada-
mente a unos cinco minutos caminando hasta el parque.
Mi hermana y yo cruzamos calles y avanzamos un par de
cuadras.
Me llamó la atención que en uno de los contenedores de
basura que se encuentra en la esquina de la cuadra había
bolsas alrededor. O por lo menos eso me pareció. Recuerdo
que pensé en lo ingratos que son los vecinos, ¿cómo aun
teniendo un lugar para poner la basura deciden tirarla al
suelo? Seguimos avanzando y llegamos al parque a ejerci-
tarnos un poco.
La mañana avanzó rápido. Mi hermana y yo dimos alrede-
dor de seis vueltas al parque cuando decidimos que era mo-
mento de ir a desayunar. Volvimos por el mismo camino por el
que habíamos salido de la casa. Para nuestra sorpresa, al lle-
gar al punto donde estaba el contenedor había varias patrullas
y estaba acordonada la zona. No sabíamos qué había pasado,
así que decidimos avanzar rápidamente. En lo personal, ver
policías me causa angustia, ellos nunca traen nada bueno,
llegan porque pasó algo malo o porque va a pasar.
Seguimos avanzando en silencio hasta llegar a casa de
mis padres a desayunar. Mi mamá había preparado huevos
estrellados y mi sobrino ya había comenzado a comer. De
repente mi mamá soltó la pregunta: –¿Vieron los cuerpos
que encontraron en la mañana? Mi hermana me volteó a
ver, helada.
Las bolsas de basura que estaban afuera del contenedor
no tenían desechos, tenían los cuerpos de dos personas.
Nosotros pasamos justo a centímetros de ellos antes de si-

31
La vida con el narco. Relatos de vidas silenciadas

quiera saber qué eran. Yo juzgué a los vecinos por no re-


coger su basura cuando dentro de esas bolsas estaban los
cuerpos mutilados de personas que probablemente habían
dejado hijos huérfanos, o ¿serían muchachos de mi edad?
¿Era acaso un narco o alguien que estuvo en el lugar equi-
vocado? ¿Algún secuestrado?
Se terminó el fin de semana y yo regresé a Aguascalien-
tes para volver a mi trabajo el lunes. La semana pasó lenta,
aún más lenta de lo normal. Volvió a ser viernes, de nuevo
viajé a casa de mis padres. Todo pintaba con la normalidad
de siempre, esa que asfixia. No puedo creer que apenas la
semana pasada encontraron dos cuerpos mutilados y nadie
hizo nada, nadie reclamó, nadie se indignó, ninguna auto-
ridad lo resolvió. Yo tampoco hice nada, ni mi familia. El
fin de semana se desarrolló normal, como si nada nunca
hubiera pasado y nada fuera a pasar.

32
Le agradezco a Dios
M ija, siento una tristeza tan grande que no me cabe en
el pecho. Simplemente no entiendo por qué me lo
quitaron. Su tío no hacía mucho por su familia, pero era
un hombre bueno. Siempre están los rumores de qué era
o qué consumía. Lo que sí le digo es que era borracho, de
ahí en fuera, nunca supe más.
Le agradezco a Dios porque mi madre ya no vio esto. Es
la única vez que le doy gracias a Dios de que haya fallecido
hace unos meses, porque de haber visto que mataron a su
hijo, se habría muerto otra vez y ahora por tener el corazón
partido porque nadie sabe realmente qué paso, o quiénes
lo mataron.
Entraron al local, lo sabemos por las cámaras. Todo que-
dó grabado, mija, todo, su prima fue la que vio el video,
yo no pude con tanto. Se ve cómo llegan dos hombres y
le dicen algo, pero antes de que mi hermano reaccionara
ya le habían dado dos tiros. Los desgraciados se acercaron
para rematarlo.
Eran las nueve de la noche y no llegaba a su casa. Los ve-
cinos que escucharon los disparos llamaron a la policía,
decían que le había dado un infarto a un señor en la calle.
Nunca dijeron que lo habían baleado. La ambulancia llegó

34
Le agradezco a Dios

sólo para pedir por la radio que enviaran a los peritos. Ahí
fue cuando nos hablaron a todos para avisarnos que habían
asesinado a mi hermano. A mí me tocó llamarle a toda la
familia para avisarles, a los de aquí y a los que están en
Estados Unidos.
Ay, mija, no sabe cuánto le doy gracias a Dios de que
me lo dejaran ahí, que no se lo llevaran. ¿Se imagina qué
hubiera hecho yo sin encontrar a mi hermano o a su cuer-
po? No hubiéramos sabido si estaba vivo o muerto o, peor
aún, dónde lo hubieran tirado. Le agradezco a Dios porque
me lo dejaron ahí, mínimo para poder velarlo y enterrarlo
como Dios manda.
Sí, no crea, mija, me da miedo que quieran hacer algo
más. Que vengan aquí mientras rezamos el novenario. Ya
quiero que se acaben los rosarios, ya para dejar este pen-
diente. Me da miedo de que quieran venir a terminar lo
que empezaron. Y ni denuncia o pedir una patrulla porque
no se sabe de qué lado juegan los policías. Imagínese que
por denunciar o decir algo pase otra cosa, con tanto so-
brino que tenemos, no quiero que nos terminen matando
o secuestrando a alguno por andar de hocicones. Mejor
así, quedarnos callados, tratar de que se quite la tristeza y
seguir adelante. Si sucediera algo más no correríamos con
tanta suerte.

35
Los panteones
L os panteones cuentan la historia de mi pueblo, la histo-
ria de las familias que habitan el pueblo y la historia del
mismo pueblo. Cuando cruzaba las rejillas del panteón, me
inundaba un sentimiento de tristeza y a la vez de curiosi-
dad. De niña me interesaba leer las lápidas de las tumbas
de las personas que yacen ahí. Niños que murieron a los
pocos días de haber nacido, sobre todo a principios del siglo
XX, u hombres que murieron después de trabajar toda su
vida en el campo o en Estados Unidos.
La historia del pueblo es interesante. A mi tío Alejandro
le encanta contarme cómo era el pasado, sobre todo, por-
que vive de recordarlo. Era un pueblo próspero por todo
lo que sembraban y porque llegó la cervecera a poner su
planta principal en el pueblo. Mucha gente llegó con la
cervecera, pero, según mi tío, no la gente más derecha.
En el pueblo había dos tipos de personas: las que tra-
bajaban comerciando, manteniendo sus ranchos y sem-
brando, y los otros que viajaban al norte y regresaban en
vacaciones con suficientes dólares para fincar y ayudar a
sus familias. Era un pueblo próspero, tan próspero que
llamó la atención de la delincuencia organizada. Según
mi tío, entre ellos, los delincuentes, y las familias del

37
La vida con el narco. Relatos de vidas silenciadas

sur que vinieron para trabajar en la cervecera, el pueblo


empezó a decaer.
Como decía, los panteones cuentan la historia del pue-
blo. Y los tres panteones no son la excepción. Oficialmente
es un sólo panteón municipal, pero, coloquialmente, éste
se divide en tres. El panteón viejo es el más antiguo y el
más pequeño. Es desorganizado y muchas de las tumbas
están en muy malas condiciones, y es que ya casi no sobre-
vive ningún descendiente de las familias de las personas
que están enterradas ahí.
Después está el panteón de “en medio”. Éste se formó
porque ya no había espacio en el panteón viejo. Es grande
y ya está todo ocupado. Es pintoresco a diferencia del an-
terior que se caracteriza por tétrico. Después está el pan-
teón nuevo, es el mejor organizado, un terreno realmente
grande y plano que se prevé dé abasto para los posibles
fallecimientos de la comunidad en un futuro.
Mi abuela era una mujer realmente hermosa, su cabello
era corto y cano, tenía los ojos amielados y artritis en las
manos. Cuando falleció todo fue muy triste, de eso hace ya
cuatro años. Mi abuela estaba enferma desde hace mucho
tiempo y contaba que lo que hizo con su primer aguinaldo
fue comprar su pedazo en el panteón, a un lado del de su
papá. Ese pedazo se quedó en el panteón viejo. Cuando mi
abuela falleció su pedazo ya no estaba disponible, jamás
pensó que tardaría tanto en ocuparlo.
Ni el panteón viejo ni el panteón de en medio tenían
lugares disponibles. A mi abuela le tocó ser de las primeras
en estrenar el panteón nuevo. Cuando nos despedimos de
ella, mi abuela era la quinta en alojarse en el nuevo pan-
teón. Desde ahí se pueden ver clarito el cielo y, a lo lejos,
la cervecera. Es ordenado y tiene bien delimitados los es-
pacios. De cierta manera, a pesar de la naturaleza de un
panteón, es un lugar agradable.
Hace poco volví a visitar el panteón y ha cambiado de-
masiado desde que nos despedimos de mi abuela. Han pa-

38
Los panteones

sado cuatro años desde entonces y el nuevo panteón ahora


está lleno, más de lo normal. En ese momento me volvió a
entrar la curiosidad. Comencé a anotar los datos de alrede-
dor de 70 lápidas que estaban después de la de mi abuela.
Para mi sorpresa, la mayoría eran jóvenes de entre 18 y 30
años. Raras eran aquellas lápidas que honraban a personas
mayores de 50 años.
El pueblo se está quedando sin jóvenes, ésta es una
generación perdida. La gran mayoría de los fallecidos son
hombres y algunas otras mujeres. En las tumbas se ve que
los familiares dejan cerveza y botanas, cajetillas de cigarri-
llos e imágenes de santos y vírgenes. Al pasar por ahí no
sientes la tranquilidad de estar en un lugar de descanso.
Sientes miedo, sabes por qué murieron o, mejor dicho, qué
los mató. Muchos de los jóvenes, en lugar de estar dando
la vuelta en la plaza, ahora están enterrados en el panteón.

39
Militares por la calle
S ofía me pidió que la llevara por un certificado médico
para inscribirse en la universidad. A mí me gusta ma-
nejar, sobre todo cuando ella me acompaña. Es una buena
copiloto, pone excelente música y cuenta buenos chistes.
Además, me advierte de vez en cuando si es que hay algún
tope o si alguno de los semáforos cambia de color.
Entramos al centro de la ciudad, es un lugar lindo y
agradable. Siempre me ha gustado el centro, más por la
mañana. Recuerdo cuando era niña y desayunábamos un
par de domingos al mes en un pequeño restaurante a un
costado de la catedral. Ese día, yo estaba concentrada en
encontrar la dirección para recoger el certificado. Estacio-
namos el carro unas calles arriba y decidimos bajar cami-
nando para recoger el documento. Sofía se veía contenta,
también disfrutaba del centro por la mañana, fue un buen
momento para estar juntas. Tomamos los papeles y cami-
namos de regreso al automóvil.
Me quedé helada cuando vimos que comenzaron a pa-
sar cuatro camionetas militares frente a nosotras. Sentí
miedo y comencé a ponerme nerviosa. Lo único que pensé
es que algo malo había pasado o estaba a punto de pasar.
Le pedí a mi hermana que se diera prisa, la tomé de la

41
La vida con el narco. Relatos de vidas silenciadas

mano y caminamos rápido hasta el automóvil. Estaba ner-


viosa, sentía la piel helada y el corazón como si fuera a
salirse de mi pecho.
No había quién me cuidara, no estaban mis padres y ni
siquiera estaba yo sola. Estaba preocupada por proteger a
mi hermana. Ella es una joven de 19 años, menuda y de
tez blanca, ahora aún más pálida por el susto. Salí lo más
rápido que pude del centro y entré al bulevar. Nunca había
manejado tan rápido y tan nerviosa. Pensé que ya había de-
jado el peligro atrás cuando, a mitad del trayecto, el tráfico
se paró por completo.
No sabía qué hacer, estaba una camioneta atravesada
del otro lado del bulevar. Todo estaba parado, mi mamá
llamaba para saber a qué hora llegaríamos. No contesté, no
tenía idea de qué hacer y recordé haber estado en una oca-
sión anterior en la misma situación, pero en el asiento de
mi hermana. Le pedí que recorriera el asiento para atrás y
se agachara. Pensé que, si algo sucedía, por lo menos ella
estaría un poco más protegida.
Tenía tanto miedo de perderla, de que no llegáramos a
casa. Todo ese terror pasó por mi cabeza en segundos. Co-
menzó a avanzar un poco el tráfico, manejé como nunca
se debe hacer para tomar una de las laterales, alejarme del
bulevar y tratar de llegar a casa. Mi hermana estaba asusta-
da y comenzó a llorar, veía mi miedo y preocupación.
Llegamos a la casa, nunca sabré qué pasó en ese mo-
mento o qué pudo haber pasado de habernos quedado
ahí. Estacioné el auto frente a la cochera. Mi hermana y
yo nos quedamos calladas un par de minutos, hasta que
me abrazó. Pasan tantas cosas todos los días en mi ciudad,
balaceras en todos lados, colgados y cobijados. No puedes
salir un lunes por la mañana al centro de la ciudad con la
seguridad de regresar a casa al final del día.

42
Los refugiados
C omencé a involucrarme cuando me di cuenta de
la gravedad de la situación. No fue una familia,
fueron decenas de ellas las que llegaron a refugiar-
se a mi ciudad. Venían huyendo del narco. Eso que ves
que pasa en las películas, estaba pasando en mi cuadra.
Me comencé a involucrar cuando me di cuenta de que
no tenían en qué caerse muertos, yo no podía recibirlos. El
presidente municipal, según esto, ayudó dándoles espacio
para quedarse en uno de los gimnasios del municipio, otros
fueron recibidos por sus familias aquí en el pueblo y otros
tantos estaban tratando de juntar unos pesos para rentar
una casona donde cupieran las más de 20 familias que no
tenían en donde dormir.
Me comencé a involucrar cuando todo el pueblo lo hizo,
comida no faltaba, siempre había alguien que se ofrecía a
llevarles de comer. Siempre pensamos que lo que les hace
falta a las personas en situación vulnerable es la comida,
pero son muchísimas las carencias. Todo faltaba, desde
con qué pagar la renta, hasta el desodorante y los pañales
para los niños que también huyeron con sus padres.
Me comencé a involucrar cuando me di cuenta que de-
jaron todo atrás, desde sus animales y ranchos hasta sus

44
Los refugiados

camas, todo lo dejaron. Sólo un par de horas tuvieron para


huir de su comunidad, meter todo en bolsas de plástico y
cajas para salir corriendo con sus hijos y gallinas.
Me comencé a involucrar cuando vi llorar a doña Jacin-
ta, triste por no estar en su casa, por no poder hacer sus
tortillas, por no poder regar sus plantas. Me comencé a in-
volucrar cuando don Raúl me pidió ayuda para vender sus
borregas, necesitaba dinero para irse de ahí junto con su
señora y sus tres hijos. Querían irse a Estados Unidos, por
allá tiene una hermana que los puede recibir, necesitaba
dinero para el viaje y para el pollero.
Me comencé a involucrar cuando todos querían vender
su ganado, no tanto por el dinero, sino porque no podían via-
jar con los animales ni alimentarlos. Tenían miedo de que el
narco los secuestrara y no volvieran a ver a sus familias. Justo
después de que salieron de su tierra, llegó el Ejército. Los
refugiados no entendían porqué antes no recibieron ayuda
de las autoridades, tanto tiempo que la solicitaron y la ayuda
nunca llegó. Ahora, si regresaban, habría represalias.
Me comencé a involucrar cuando los otros rancheros
querían comprarles la borrega a 20 pesos el kilo en lugar de
a cuarenta. A pesar de lo que estaban pasando, aun así, se
querían aprovechar de ellos y de su patrimonio. ¡Chingada
madre!, como seres humanos somos tan individuales, tan
cabrones.
Me comencé a involucrar cuando me di cuenta de cómo
la realidad era tan abrupta. Entraba a donde se encontra-
ban los refugiados y podía vivir su realidad. Salía a la calle
y todo seguía con normalidad. Las personas comprando,
emborrachándose, comiendo. Todo seguía y seguirá con la
normalidad e indiferencia habitual. Mientras unos lo pier-
den todo, otros los miran y no hacen nada, no se involu-
cran. Y me incluyo. Yo trataba de ayudarlos en lo poco que
podía. Pero llegaba a casa con mis hijos y todo seguía con
normalidad. Mientras que otros lo habían perdido todo, yo
no había perdido nada (hasta ahora).

45
Don Javier
D esde que tengo memoria siempre han estado don Ja-
vier y su taller mecánico en la esquina de mi casa. Lo
conozco desde que era niño y siempre me había llamado la
atención el tipo de vehículos que él repara. Trocas grandes
y lujosas que se las llevaban a cada rato para hacerles el
servicio. No es normal tener una troca tan linda y tratar-
la con tan poco cariño. Mi apá dice que don Javier anda
metido en cosas raras, por lo menos ayudando a los tipos
malos, como les dice mi mamá. Pero para mí, don Javier
es el mismo señor delgado y alto de siempre, amargado y
callado. Él es el tipo de hombre que no busca problemas.
La vida aquí siempre ha sido extraña, se escucha hablar
por todos lados de muertos y balaceras, por lo menos una
vez a la semana. Es algo a lo que ya estoy acostumbrado y
también a que cada vez sean menos los amigos y compañe-
ros de mi salón de la prepa. Se van porque sus papás tienen
dinero y se los llevan a otra ciudad, o porque los mataron o
desaparecieron. Aunque si desapareces, prácticamente ya
estás muerto.
Uno de los tantos días en los que iban a recogerme Saúl
y Manuel para ir a jugar fútbol en la tarde, llegaron en cua-
trimoto. El papá de Saúl se la había regalado por su cum-

47
La vida con el narco. Relatos de vidas silenciadas

pleaños y andaba de volado con ella por todos lados. Me


mandaron un mensaje de que ya estaban afuera, esperán-
dome. No tardé ni cinco minutos en salir. Cuando llegué
había tres hombres armados, con pinta de yo no sé qué. No
sé por qué dicen que se reconoce fácil a los narcos. Yo los
veo como personas normales, nomás con fuscas.
Les estaban apuntando, les gritaban que quiénes eran,
que quién los había mandado. Yo agarré valentía y corrí
rápidamente para explicarles que íbamos al fútbol, que no
era nada. Fue un error. Me tomaron a mí también y me
apuntaron con la fusca. No podía dejar de llorar. Fue en-
tonces que salió don Javier.

– Hey, ese chiquillo yo lo conozco, no es de nadie.


– Son halcones, ¿qué andan checando por acá?
– No son nada, son dos chamacos pendejos que vinieron a
recoger al muchacho.

Lo miraron directamente a los ojos y en un acto de pie-
dad me dijeron que me fuera con el mecánico. Don Javier
les gritó que Saúl y Manuel no eran halcones para que los
dejaran ir. Lamentablemente no sirvieron de nada ni los
gritos ni los lamentos. Esos hombres se llevaron a mis ami-
gos. Los subieron a empujones a una de sus trocas. Don
Javier me dijo que no los volvería a ver, y que no llamara a
la policía porque ni eso sirve. Son de los mismos.
Fui corriendo para tratar de avisarle a sus familias lo
que había pasado, pero nada se pudo hacer realmente.
Esas cuatro horas que no supe nada de mis amigos sólo
pensaba en qué podría haberles pasado, maldecía a la cua-
trimoto y a la esquina en donde se pararon.
Dieron las diez de la noche cuando Saúl y Manuel to-
caron a la puerta de mi casa. Estaban vivos y enteros. Sólo
golpearon un poco a Manuel, a Saúl no le hicieron nada
porque se quedó callado y dijo que sí a todo. Tenían prohi-
bido volver a pararse en esa esquina con la moto y sin ella,

48
Don Javier

también a estar cerca del taller. Los dejaron vivos y al final


les creyeron que sólo eran un par de chamacos que iban a
jugar fútbol.
No volví a jugar en las canchas y pasó un buen rato para
volver a ver otra vez a Saúl y a Manuel. De ser mis mejo-
res amigos se convirtieron solamente en mis compañeros
de clase. Todos terminamos muy asustados ese día. A don
Javier jamás le agradecí lo que hizo por mí, no sé si estaría
vivo si no hubiera sido por su ayuda. Gracias a él, mis pa-
pás no tuvieron que publicar mi cara en todos lados para
encontrarme o encontrar abandonado mi cuerpo sin vida.
Sólo pienso en eso, en lo que hubiera pasado si don Javier
no hubiera salido de su taller para dar la cara por mí.

49
Intruso en mis sueños
T e voy a pedir que seas discreto. No me gustaría con-
tarte esto porque no es algo que quiera que alguien
más imagine en su cabeza. Tengo mucho soñando con esa
imagen y hasta miedo me da, mijo.
Cuando abrí la tienda pensé que sería buena idea,
desde que estaba chavo había querido un negocio para
poder vivir. Pero me puse a estudiar y después agarré
chamba de electricista cuando me fui para la capital. Me
casé, tuve a sus primos y el resto de la historia ya se la
sabe. Bueno, menos ésta. Cuando junté un poco de di-
nerito, decidí poner mi changarro. Siempre me gustaron
los caballos y sabía bien cómo cuidarlos. En el rancho de
mi apá no había caballos propios, pero mis abuelos y mis
tíos sí tenían. Los ocupaban para arrear el ganado y dar
la vuelta los domingos por el jardín.
Así que yo puse mi tiendita, aunque la verdad no esta-
ba tan chiquita. Estaba sobre todo dedicada a los caballos,
a su cuidado, las sillas de montar, las monturas, los suple-
mentos y todas esas cosas. Me estaba yendo bien, mijo,
venían de varias comunidades aquí a la cabecera muni-
cipal para comprar, pues, lo que ocuparan sus animales.
Todo iba bien, comencé a fincar un segundo piso en la

51
La vida con el narco. Relatos de vidas silenciadas

casa y saqué una troca seminueva. Tampoco crea que


del año, pero eso les bastó a estos cabrones para empezar
a chingar.
Primero llegaron muy sutilmente dos pelados, venían
cada jueves que disque a preguntar por la mercancía y por
las monturas que según ellos iban a necesitar. Después un
día llegaron a la tienda el viernes ya para cerrar. Entraron
los dos cabrones y se quedaron otros dos en la puerta del
local. Venían armados y todo así, como en las películas.
Me dijeron que el patrón solicitaba mi aportación, que
el pago de la plaza y protección era de 15 mil pesos. Les
dije que no estaba interesado porque no podía pagarlo. Con
trabajo podía sacar, ya pagando la renta del lugar, 17 mil
pesos para vivir, para la casa, para las cosas que se necesite
en la familia, pues.
El más chaparro y barrigón me dijo:

–Mire Don, no es opcional y necesita pagarlo si quiere pro-


tección.
–Mire, con todo respeto, yo no puedo pagarlo, si pudiera
negociarlo podría hacer el esfuerzo, pero pues no puedo.
–Mire, nosotros vemos como va la tienda, aquí entra varo y
si quiere estar tranquilo va a poder pagarlo. Si no, se dará
cuenta de porqué necesita protección.
–Oiga, pero por qué viene a mi tienda, si la conoce sabe que
nomás no da lo que me pide, mire apenas voy empezando.
–Don, todos aquí están pagando y el que deja de pagar deja
de trabajar, así se la pongo. Ya sabrá usted si se arriesga. La
aportación se recoge el primer viernes de cada mes. Ahí
le encargamos, no creo que quiera dejar de andar con sus
caballitos.

Se me fue el corazón a las tripas, y las tripas a los pies.


Ni cómo hacerle, el primer mes traté de juntar todo, lo
logré, pero dejé el gasto de la casa pelado. Frijoles y huevo
era lo que comíamos, ya no más vueltas al cine ni comi-

52
Intruso en mis sueños

das fuera los domingos. Todo lo tenía que guardar. Nomás


pienso tener que pagar la renta y la protección obligatoria
de estos cabrones. Pasaron los meses y dejé de fincar para
ajustar lo que me pedía el patrón.
No le miento, fueron cinco meses así. Era complejo.
Uno de esos viernes en la tarde llegaron y se los ajusté.
Les dejé 10 mil pesos. Ya no podía de verdad. Ya no podía
con las deudas, dejé de comprar mercancía para la tienda
y pues bajó la calidad del negocio. Todo estaba mal, estos
cabrones me estaban sangrando todo lo que con esfuerzo
estaba tratando de levantar. Mi señora me apoyaba, estaba
muy asustada, me decía que cerrara la tienda, que me vol-
viera a dedicar a ser electricista.
El local estaba en la calle principal y yo nomás veía
como cada vez había menos clientes y los tenderos le bata-
llaban más. Uno de los locales que se veía más perjudicado
era el de la taquería de don Manuel. Él atendía junto con
su señora y sus tres hijos, ya grandes los pelados. El más
chico yo creo que tendría unos 23 años a lo mucho, eran
más grandes que mis muchachos.
Ese viernes no se fueron tranquilos, tomaron el dinero
y se fueron. A uno de los muchachos de don Manuel se lo
llevaron, que estaba desaparecido se decía, la gente siem-
pre habla como le digo. Siempre dicen que se fue con los
amigos, que anda de borracho. Se lo llevaron y no pedían
rescate ni nada. Ya tenía tres días que cerraron la taquería.
Ahora sí, mijo, lo que le voy a contar ya usted sabrá qué
hace con eso. A mí esa imagen nomás no se me sale de la
cabeza y no quisiera dañarle la mente como se me dañó a
mí. Pero si quiere que le termine la historia se la termino.
Era lunes antes del siguiente pago. Llegó en una moto
un cabrón y aventó dentro de la tienda una bolsa negra de
camiseta. Yo la recogí, ni modo de dejarla ahí. Abrí la bolsa
de camiseta y era la cabeza del muchacho más chico de
don Manuel, el de la taquería. Entendí el mensaje. El que
no paga, deja de trabajar y eso era una advertencia. Solté

53
La vida con el narco. Relatos de vidas silenciadas

la bolsa contra el suelo, y no sabe cómo me arrepiento de


haber hecho eso, solté la cabeza del pobre muchacho como
si fuera basura. Esos cabrones no tienen madre, no respe-
tan nada.
Llegó la policía y los peritos, y todo ese desmadre que
según ellos hacen. Según esto para poder encontrar a los
culpables. Pura madre, no hacen nada, y muy seguramen-
te no es culpa de los policías de calle, pues, al final son
nuestros vecinos. Es este sistema que está podrido y jodido.
Yo le puedo decir que me impactó enormemente que la
cabeza no estaba recién mochada, pues. Ya tenía tiempo y
eso fue lo que más me impactó, ver el verdusco de la piel,
la sangre coagulada en el cuello y todo eso que le digo que
no me deja dormir. No han encontrado el cuerpo, y sólo sé
que incineraron la cabeza del muchacho.
Le hice caso a mi esposa y nos fuimos con una prima
unos días a la capital. Mi señora y mis hijos se fueron con
mi suegra y mis cuñadas. Yo después me vine para el norte.
Como mis papás me trajeron de muchacho me dieron la re-
sidencia y ahora voy y vengo. Aquí ando trabajando de elec-
tricista con otros migrantes. Los gringos no nos quieren a
nosotros, pero sí al trabajo que hacemos. Como ocupamos
los dólares, trabajamos como burros y más barato que los
gringos. Yo en especial salgo a la seis de la mañana de la
casa y llego a las nueve de la noche. Tengo que mandarle
dinero a mi familia y ahorrar para traerlos para acá lo más
rápido que pueda. Así están las cosas, mijo. Le digo que yo
trato de olvidar eso, el daño no es lo que me robaron, ni
dejar mi tienda y a mi familia. Lo peor que me quedó es
que se me cuela entre los sueños la cara de ese muchacho,
lo verdoso de su piel y lo pálido de sus labios.

54
Guiñapo de todo y nada
H abía pasado tanto desde que no experimentaba este
tipo de sensación en mi cuerpo. Esas ganas tremen-
das de correr y a la vez no poder mover un dedo. Me sen-
tía petrificado, tenía miedo. Supongo que siempre lo he
tenido, pero no lo había enfrentado, por lo menos, no de
la manera en la que lo hice. ¿Qué se hace cuando te arre-
batan al amor de tu vida y por buscarlo puedes perder a tus
hijos? ¿Qué se hace en ese momento, cuando se te vuelve
cenizas el corazón y no tienes ni siquiera un cuerpo que
enterrar? Son los gritos ahogados los que escucho en la
noche. Son mis gritos llenos de desesperación, no sé dónde
está él. Sólo se lo llevaron y me temo que no lo volveré a
ver, tal vez nunca vuelva siquiera a ver su cuerpo.
Me quema la piel pensar en todo lo que se hubiera evi-
tado de haber dejado las cosas como estaban, si tan sólo no
hubiéramos escuchado esos ruidos en el patio. Aquí estaría
mi esposo junto con mis hijos. Pero ahora sólo me queda
el miedo de que algo peor suceda, eso y los moretones que
me dejaron en los brazos cuando me dijeron: “No le mueva,
porque deja a sus hijos huérfanos”.
Soy madre, soy mujer, soy esposa y soy un guiñapo de
todo y nada. Ya no sé qué hacer, no tengo idea de a quién

56
Guiñapo de todo y nada

preguntar y también tengo miedo de preguntarle a la per-


sona incorrecta. Es que ya no se sabe qué pasará o qué
pasó. Pasan uno, dos, tres, diez días y Manuel no aparece.
Las noches son las que pesan, no puedo dejar de pensar
en todo lo que sucedió, comienzo con la preocupación de
no saber dónde está o si sigue vivo. Si lo mataron o si habrá
sufrido mucho, si habrán tenido compasión de él. La vida
es tan injusta, ¡Dios mío!
La última vez que lo vi, lo subieron a esa camioneta
de vidrios polarizados a punta de pistola junto con otro
hombre que se coló a nuestro patio al amanecer. Se esta-
ba escondiendo, huyendo de algo. Nosotros escuchamos el
ruido de los tanques de gas en la madrugada y Manuel se
levantó a ver qué había pasado, tomó el bate de baseball,
quería tener algo para defenderse. Cuando entró al patio
venían dos hombres detrás del intruso, primero lo estaban
persiguiendo a punta de pistola. Al final pensaron que mi
marido estaba ayudando a esconderlo, y se los llevaron a
los dos. Mis hijos no dejaban de llorar al escuchar los gri-
tos. No supe en qué momento ya tenía la punta de la pisto-
la en la cabeza. En ese momento sólo pensaba en que todo
era una equivocación y, a la vez, sabía que sería la última
vez que lo vería.
Simplemente no puedo recordar la última vez que lo
besé. Muy posiblemente no lo hice antes de dormir, porque
con el tiempo y las preocupaciones del día a día el amor se
enfría. Yo lo perdí, me lo arrebataron, le quitaron un padre
a mis hijos y un hijo a mi suegra. A mí me quitaron a mi
mejor amigo.
Sé que mi familia se preocupa por mí, porque parezco
deprimida y desalineada. Les digo que es por no dormir, si
supieran que el corazón lo tengo hecho añicos. Sólo quería
encontrar su cuerpo, era todo lo que quería. Sólo necesita-
ba que me dijeran que no lo torturaron para poder dormir
unas cuantas horas por la noche. Pero estaba tan equivoca-
da, verlo no me trajo paz, sólo una profunda tristeza.

57
La vida con el narco. Relatos de vidas silenciadas

Un viernes por la mañana me llamaron, lo habían en-


contrado. Pasaron 12 días desde que se lo llevaron. Nunca
lo buscaron, la policía nunca hizo nada, al final son de los
mismos. Lo único que hicieron bien fue amenazarme con
dejar a mis hijos también sin madre. Esa fue la única ma-
nera en que lo dejé de buscar, no podía dejar a mi niña y a
su hermano sin mamá. Lo dejaron tirado en una terracería
cerca de la carretera. Me dijeron que por la descomposi-
ción del cadáver lo habían asesinado rápido. Había unos
cuantos signos de tortura y sus manos estaban desechas.
¡Dios mío, las manos que tantas veces me acariciaron el
rostro quedaron hechas añicos! Todo lo que tocan, lo ha-
cen cenizas. No hay fin para esto, nunca terminará, no hay
manera, simplemente queda aprender a vivir con el dolor.
Mis hijos no pudieron despedirse de su padre. En cuanto
reconocí el cuerpo lo sepultamos. Le rezamos los rosarios
a una fotografía con una pequeña urna y una veladora, no
más, no menos.
Es tan triste seguir así, pero ni soy la primera ni la úl-
tima. No te mentiré, no vivo llorando por los rincones, de
noche lo recuerdo más que en el día. La vida sigue cuando
sale el sol, pero de noche todo se detiene, es como si se
estancara la vida, yo me quedé estancada con él. Han pasa-
do cuatro años desde que se lo llevaron. Y desde entonces
todo cambió, voy al mercado y veo cómo me señalan o
murmuran. Me ven como la viuda de un narco más. Mi
marido no era ni narco ni delincuente, sólo era un hombre
que no quería que robaran a su familia.

58
Doctora juguetes
D entro del hospital son muchas las cosas que uno ve
y siente. Desde que era niña quise ser doctora, me
gustaba ayudar a los demás y soy buena estudiante. O por
lo menos eso me decía mi mamá. Ya he crecido, ahora vivo
sola, en otro estado y trabajo en un hospital como pediatra.
Siempre me gustó el trato con los niños, particularmente
la ternura que ellos aportan y pienso que debemos apren-
der de la forma en que, a pesar de todo, siempre buscan
aliviarse para seguir jugando.
Muchas veces la rutina te consume, la vida de los médi-
cos es así, turnos largos y cansados, comidas mal hechas y
malpasadas, noches sin dormir y más. Pero a mí eso nunca
me ha importado. Me gusta cuando los niños me dicen:
“Gracias, doctora juguetes”. Estar en el área de pediatría
es realmente lindo. Hasta que llegó un momento en el que
me di cuenta de la realidad de la Medicina. No puedes
negarle atención a nadie, aun cuando te dé miedo ayudar.
Sé que suena extraño que un doctor no quiera atender
a un paciente. Pero esa era la primera vez que tuve miedo.
A veces los pacientes y sus familiares olvidan que somos se-
res humanos que sienten de todo. Y esa vez yo sentí miedo.
Llegó a media tarde un joven de 16 años, lo habían tirado

60
Doctora juguetes

en la puerta del hospital. Inmediatamente lo llevaron a mi


área por ser menor de edad. El joven presentaba tres im-
pactos de bala, dos en los costados y uno en el estómago.
Siendo sincera no creí que fuera a sobrevivir. Es realmente
difícil suponer que eso puede pasar. Más como lo dejaron.
Lo aventaron peor que si fuera una bolsa de basura. Desde
ahí me dio miedo. ¿Quién deja así a alguien que quiere o,
peor, quién los estaba cazando para dejarlo ahí tirado de
manera tan apresurada?
El joven se salvó, fueron un par de cirugías y más de
un mes en cuidados intensivos. Reconexiones entre los in-
testinos, el sanar una fractura en el hombro izquierdo. La
verdad es que sólo estaba ahí su mamá, supongo que no
tenían a nadie más. La mamá llegó un par de días después
de que lo tiraron. Dijo que tenía una semana sin saber de
él y que había estado buscándolo. Al parecer son de una
comunidad de las afueras de la capital.
Me daba miedo dejarlo con los otros niños, no sabía de
lo que ese joven era capaz. Muchas veces pedí su cambio
al área de adultos, pero no hubo respuesta. Era menor de
edad y le correspondía al área de pediatría atenderlo. Lo
que no sabían los administrativos era lo que yo veía en su
mirada. Me hacía sentir como si ese joven hubiera vivido
100 años más que yo. A su rostro le faltaba luz, supongo
que la luz se pierde cuando ya se ha visto demasiado, de-
masiado de lo que nadie debería de ver. Al final no importa
si los ayudamos o no, no es como que cambie su vida. Ese
tipo de muchachos desde bien chicos ya andan metidos
con el narco y así siguen hasta que los matan o los desapa-
recen. Da tristeza, dejaron de ser niños para convertirse en
asesinos o en cadáveres.
Ya no supe nada más desde que lo dimos de alta. Su ma-
dre y él salieron del hospital. La señora me comentó que
irían a su casa en la comunidad. Desde ese momento no
supe más, tampoco me involucré. Ya no quería saber más
del tema, por el momento yo estaba feliz de que se hubiera

61
La vida con el narco. Relatos de vidas silenciadas

salvado, pero lo que realmente me daba paz era saber que


ese hombre disfrazado de niño ya no traería problemas ni
al área de pediatría ni a mis pacientes.

62
Era su princesa
M i mamá me lo prohibió tantas, tantas veces… pero
una es necia y nomás no entiende. Ay, pero yo estaba
tan enamorada de él. Comenzamos a vernos desde la se-
cundaria. Él era dos años mayor que yo. Me conquistó re-
bonito, me hizo sentir la niña más bonita, me acompañaba
a mi casa, me llevaba la mochila y me ayudaba a hacer las
tareas. A veces me daba dinero para mis copias o para la
cooperativa. Mi mamá no tenía mucho dinero para darme,
apenas podía con el gasto de la casa.
Lo que a mí me interesaba era verlo, estar con él. A
veces viajábamos a la capital, está a unos 40 minutos de
mi municipio. Y ahí paseábamos, íbamos al cine, caminá-
bamos por el centro. Todo era lindo, pues era un noviazgo
entre dos muchachos. Cuando entró a la preparatoria todo
cambió demasiado rápido. Dejamos de vernos tan seguido
porque sus papás lo mandaron a estudiar a la capital. Su
familia tenía dinero, por lo menos para poder mantenerlo
fuera del pueblo. Después de eso nos veíamos los fines de
semana. Me seguía diciendo que me quería y yo a él. Me
hubiera encantado que fuera mi chambelán en mis XV
años, claro, si los hubiera tenido. Mi mamá siempre esta-
ba endeudada con la tanda y yo pues ni soñar con uno de

64
Era su princesa

esos vestidos de princesa, pero él me hacía sentir como


su princesa. A su lado me sentía segura y amada. A pesar
de todo, nunca me dejó de querer, por lo menos eso me
gusta pensar. Con el pasar de los meses se fue alejando,
comenzó a tomar demasiado. Estando solo, sin supervi-
sión y con dinero se dio vuelo, y después se comenzó a
drogar. Primero con marihuana, luego con coca y después
con cristal. Esto fue paulatino, no fue de un día para otro,
supongo que por eso fue fácil aceptarlo. Siempre era un
“no pasa nada”, “es para relajarme”, “sólo son los fines
de semana”. Siempre había una justificación y yo era lo
suficientemente tonta e inmadura para no ver lo que real-
mente sucedería.
Todo mundo conocía su fama y cuando cumplí 18 mi
mamá me prohibió verlo de manera definitiva, para ese
momento yo ya había perdido al hombre que conocí. De-
jamos un rato de vernos, pero después seguimos con la
relación. Era un ir y venir, estar y no estar. Cuando nos
veíamos se notaba el esfuerzo que trataba de hacer para
estar sobrio ese par de horas, aunque no podía, la mayoría
del tiempo estaba borracho o crudo. No me gustaba estar
con él sexualmente, añoraba al hombre que creía amar y
despreciaba su olor a borracho. Aún así, me escapaba de
mis clases de educadora para poder verlo en uno de los
moteles del municipio de al lado.
Recuerdo muy bien ese viernes, yo salía temprano de
clases y habíamos quedado en vernos, pero él nunca llegó.
Recuerdo estar esperando en la parada donde nos queda-
mos de ver. Estuve ahí casi dos horas y él nunca llegó.
Fueron tantas las llamadas y los mensajes que él no con-
testó, por eso me molesté y decidí irme. No tuve noticias
de él en el resto del día hasta el sábado. Fui a la tienda por
unas cosas para el desayuno y fue ahí cuando la vecina
me preguntó si aún tenía algo con él. Le contesté que no.
Ya no debía tener algo con él, me lastimaba esa relación.

65
La vida con el narco. Relatos de vidas silenciadas

–Ay, mija, mire disculpe ser yo quien se lo diga, pero al pa-


recer usted no tiene idea de lo que pasó.
–Doña Maricela, ¿pues qué pasa?, me está asustando.
–Mire, mija, pues es que ayer en la noche encontraron su
cuerpo, lo tiraron por la presa. Ya ve que dicen que era
adicto a meterse chingaderas, su mamá me dijo que por
eso lo dejó usted.
–Disculpe, doña Maricela, pero no le estoy entendiendo.
¿Está muerto?
–Sí, mija, le dieron un plomazo en la cabeza. Por ahí dicen
que no pagó lo que debía.

Salí de la tienda, no podía creer lo que había sucedido.


No lo hablo con nadie porque nadie supo que yo lo veía a
escondidas. No es que tenga miedo de que me regañen o
me llamen la atención. No quiero que me tengan lástima
o que quede marcada por él para siempre. Supongo que
ya lo estoy, pero no quiero que cuando la gente me mire,
piensen en él. Me marcó lo que pasó. Él, en su momento,
lo fue todo para mí. Sólo espero que con el tiempo me deje
de doler. No sé qué me duele más: su ausencia o que murió
siendo un hombre desconocido para su familia y para mí.

66
Mi hijo
L o que más deseaba Isabel en este mundo era quedar
embarazada y que pudiéramos tener un hijo. Conocí
a Isa saliendo de la universidad. Nos enamoramos y nos
casamos. Duramos siete años sin poder tener hijos. Fueron
exámenes, médicos, visitas a especialistas y dos tratamien-
tos que no dieron resultados. Adoptar a un bebé en México
es difícil. La adopción es un proceso largo y desgastante.
Isabel quería un hijo y yo hice lo que tenía que hacer para
solucionar nuestro matrimonio y su tristeza.
Hice muchas cosas para encontrar a alguien que me
“regalara” a un niño, hasta que la señora que nos apoya
con la limpieza en la oficina me comentó que su sobrina
estaba embarazada, una muchachita de 17 años que no
quería tener un hijo, o que no podía. Ella era prostituta, en
un momento eso me saltó mucho, pensé que tal vez el bebé
podría estar enfermo o que no había recibido la atención
necesaria. Le comenté a mi esposa y emocionada me dijo
que debíamos contactarnos con ella.
La citamos en un café, no hablaré de su vestimenta ni
de la pinta que tenía, supongo que su vida es difícil. Nos
dijo que no abortó porque podía sacarle provecho, estaba
en sus planes vender al bebé, nos enteramos de que era un
varón y que sí había recibido atención gracias al Hospital

68
Mi hijo

de la Mujer y a las citas que le daban en el seguro popular.


Isabel le preguntó cuánto dinero quería. Nos pidió 60 mil
pesos, así de barato se vende la vida en este país. Acepta-
mos y le dimos atención médica privada los últimos dos
meses de su embarazo.
Una noche llegó a la casa buscándonos, se sentía angus-
tiada y sólo pensó en acudir a nosotros. Yo no sabía que el
crimen organizado también se diversifica, como los mejo-
res emprendedores, no le apuestan todo a un solo negocio.
Parece que la mota ya no es suficiente. La madre bioló-
gica de mi hijo les pertenecía y ésta le debía a un peque-
ño grupo criminal del estado. La niña consumía cristal y
trabajaba como prostituta para estar al corriente con sus
cuotas. Obligan a trabajar a las niñas, las vuelven adictas
y les cobran por trabajar en lo que ellos las obligaron. Por
eso quería vender a su hijo, para saldar su deuda y escapar.
Ese día llegó asustada a la casa, la habían amenazado
y golpeado. Nos dijo llorando que habían puesto el cañón
de la pistola en su vientre y eso asustó increíblemente a
Isabel. Mi esposa ya estaba ilusionada con el bebé, nuestro
hijo. Sabía lo que tenía que hacer, pagar la deuda de la niña
para que no corrieran riesgo. La deuda era de 200 mil pe-
sos. Lo hice, no me quedaba de otra. Fui al establecimiento
con la niña y lo pagamos, me moría de miedo. Nunca había
visto a hombres armados y el administrador del prostíbulo
me parecía totalmente desagradable.
Cuando fue el parto, el niño nació sano, gracias a Dios.
Mi esposa lo tomó en sus brazos y desde ese momento fue
nuestro hijo. Pero la niña nos jugó mal porque no es nues-
tro hijo en el papel, aunque sí le pagamos los 60 mil pesos
que habíamos acordado. Después de eso no volvimos a sa-
ber de ella. Nunca le interesó su hijo, lo veía como una
herramienta para salir de la vida que tenía. La realidad es
que compré un niño, aunque me gusta más pensar que le
di una mejor vida a mi hijo y a su mamá biológica. Mi espo-
sa es feliz y yo estoy tranquilo, endeudado, pero tranquilo.

69
El rancho y Roco
D esde que tengo memoria, siempre hemos sido mi
mamá y yo. Digo esto porque así me he sentido desde
niña. En casa estaban mi papá y mi mamá, aunque ellos
nunca se han llevado bien. En la casa siempre eran puros
pleitos. Mi mamá era la que más gritaba, supongo que por
eso se fue mi hermana mayor de la casa. Se casó a los 19
años y, hasta eso, con un buen hombre, tuvo suerte, no
muchas la tienen.
Los últimos dos años fueron muy complejos, cuando mi
padre murió nos hicimos más cercanos a mis abuelos ma-
ternos. Ellos eran felices en el rancho. Lo tenían bien arre-
gladito, muchos árboles frutales y la casa donde dormían
mis abuelos era cómoda, calientita. Olía a guisos y a leche.
Pudieron fincar y arreglar así de bonito porque mis tíos
les mandaban dinero del norte. Pero al final nada de eso
te llevas cuando falleces y eso les sucedió a mis abuelos.
Fallecieron con meses de diferencia y ahora sí, mi mamá
y yo nos habíamos quedado solas. Fue complejo porque mi
mamá trabajaba en la presidencia y yo estaba terminando
mi último año de universidad.
Pasábamos los días en nuestra casa dentro del pueblo
y las noches manejábamos hasta el rancho que quedaba

71
La vida con el narco. Relatos de vidas silenciadas

retirado, a 20 minutos de nuestra casa. Pasábamos la vía


del tren y después una pequeña comunidad para llegar al
rancho. A mí me gustaba ir solamente porque ahí siempre
estaba mi perro Roco. Mi mami lo tenía muy mimado, era
el perro más apachado del pueblo, todos los días comía car-
ne y menudencias con arroz. Roco era feliz, pero yo odiaba
ir al rancho. Es pesado hacerse cargo de una propiedad
grande y más si solo éramos dos personas. Mis tíos están en
el norte y no tienen motivo para venir. No se hacen cargo
de la tierra, pero sí quieren su pedazo. En fin, supongo que
la familia es así.
Una de esas noches en las que mi mamá y yo íbamos
rumbo al rancho, una camioneta estaba esperándonos en
la vía del tren. Cuando la pasamos nos dimos cuenta de
que comenzó a seguirnos, después de eso apagaron las lu-
ces. Reconocimos la camioneta, era de los malos. Lo sabe-
mos porque se dan sus rondines por las calles y el jardín.
Se creen dueños de todo. Mi mamá se dio cuenta y apagó
las luces. Sé que ya nos tenían checadas, dos mujeres solas
manejando al rancho a las 10 de la noche por el mismo ca-
mino de todos los días. Éramos vulnerables y lo seguimos
siendo.
A pesar de que apagamos las luces aún nos seguían. Mi
mama aceleró, tenía miedo, yo también. Son los momentos
en los que no piensas mucho, sólo tratas de entender qué
es lo que está pasando. Me dijo, “abre la reja en chinga
mientras meto la camioneta, cierras la reja y te metes en
el corral. No prendas la luz de la casa, te metes al corral”.
Sólo asentí. Tenía miedo, ahí me di cuenta de que era algo
serio.
Mi mamá manejó como nunca, sin faros y con miedo.
Me bajé lo más rápido que pude. Abrí la reja y el candado
se me resbalaba de las manos, tenía miedo. Se escuchaba
como la grava del camino se deslizaba a los lados por la
camioneta que nos seguía. Iban llegando. Mi mamá metió
la camioneta detrás del corral donde no se viera. Cerré la

72
El rancho y Roco

reja y corrí, mi mamá llegó unos segundos después. Man-


tuvimos el silencio.
Llegó la camioneta, la estacionaron frente a la reja con
los faros encendidos para ver. Podía ver desde las cochi-
neras del corral a Roco, antes era callejero y ahora era mi
perro, cuidaba el rancho, un perro grande, con el pelaje
color mostaza. Estaba ansioso y no dejaba de ladrar, nos
estaba defendiendo. Escuchamos mi mamá y yo lo que de-
cían esos dos hombres cuando bajaron de la camioneta.

–Pinches viejas se nos pelaron, ¿viste para dónde jalaron?


–Te dije que te dieras más prisa, un disparo a la vieja y te
hubieras llevado a la muchacha, si bien que te la quieres
chingar, no te hagas.
–No digas pendejadas, cabrón. No le voy a disparar a la
señora, es amiga de mi mamá. Las he visto platicar ahí en
la presidencia.
–Tú y tu suegra, ya te quedaste sin la muchacha por pen-
dejo.
–Me gusta esa chava desde la secundaria, pero la cabrona
no me peló.

Roco seguía ladrando, supe quién era por su voz y el


comentario que hizo. ¿Cómo alguien que me conocía a mí
y a mi familia quería hacerme daño? El perro ladraba cada
vez más y más fuerte, se estrellaba contra la reja, buscaba
morderlos o alejarlos. Mi mamá no soltaba mi brazo, me
encajaba las uñas, ella también tenía miedo. Las dos los
escuchamos y no lo podíamos creer. No sabía qué hacer,
ni ella ni yo lo sabíamos. Fue la primera vez que vi a mi
madre en blanco. No era la mujer fuerte y mitotera que yo
conocía, era como cualquier otra que hubiese visto. Roco
no dejaba de ladrar cada vez más y más fuerte.

–Mata a ese pinche perro, chingada madre.

73
La vida con el narco. Relatos de vidas silenciadas

–No lo voy a matar.

Se escuchó el disparo, Roco cayó al suelo. Se escuchó


el silencio. Mi mamá me tapó la boca con la mano. Sólo
comenzaron a rodar las lágrimas.

–Cabrón, te dije que no.


–Ya vamos, pinche perro, me tenía harto y hay que llegar
con el patrón. No se hizo lo de tu morra.
–Pues ni pedo, ni estaba tan buena.

Se fueron, nos dimos cuenta cuando comenzaron a


difuminarse las luces. Estuvimos en silencio otra media
hora. Ni mi mamá ni yo mencionamos una palabra. Cuan-
do de repente mi mamá tomó su celular, le habló a un ami-
go, le dijo que nos habían querido robar y que si podían
llegar al rancho.
Llegaron y salimos de las cochineras, mandaron a una
patrulla y estuvo toda la noche vigilando la puerta del ran-
cho. Mi mamá les explicó todo, pero yo sólo pensaba en
Roco, estaba muy asustada para llorar. Lo enterramos a la
mañana siguiente. Mi mamá y yo no hablamos mucho del
tema, aunque me sigue doliendo. La verdad es que los días
no cambiaron, sólo que ahora tomamos distintas rutas para
llegar al rancho. Los amigos de mi mamá nos escoltaron
un par de veces y después de una semana se olvidaron de
nosotras. Nunca volvimos a tener otro tipo de susto como
ese, la vida sigue como si no estuviéramos en peligro, sólo
que ahora nos acostumbramos a vivir así.

74
Las historias aquí contadas nacen de la realidad mexicana,
una realidad azotada por la violencia y el narcotráfico. Esta
colección de relatos busca dar voz a las víctimas de este fe-
nómeno, ya que desde la narrativa es posible entender las
consecuencias de la violencia criminal y cómo ésta ha afec-
tado a la sociedad mexicana de manera abrupta. Los relatos
nacen de múltiples conversaciones con personas que han
vivido de cerca la violencia relacionada con el crimen orga-
nizado. Se cuentan historias, preocupaciones y percepcio-
nes de cómo es la vida desde que la violencia se instaló en
el día a día en las distintas comunidades y ciudades del país.
Las personas que inspiraron estas historias son hombres y
mujeres que fueron víctimas de violencia. Sus historias se
narran de tal manera que tratan de apegarse lo más posible
a la realidad, siempre protegiendo las identidades de las víc-
timas y sus familias.

El Programa de Política de Drogas (PPD) constituye uno de los pri-


meros espacios académicos en México que analizan el fenómeno
de las sustancias ilícitas, la política de las drogas y sus consecuen-
cias a partir de las ciencias sociales. El PPD es un espacio acadé-
mico permanente que tiene el propósito de generar, de manera
sistemática, investigación original orientada a estudiar el fenóme-
no de las drogas y de las políticas de drogas actuales en América
Latina desde una perspectiva interdisciplinaria, con el fin de con-
tribuir a su mejor diseño mediante la elaboración de propuestas
viables y evaluables, para mejorar los resultados y consecuencias
de dichas políticas en la región.

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