El patriotismo en la Edad Moderna (siglos XVI-XVIII):
el patriotismo «antiguo» o no nacionalista[editar]
Según Xavier Torres, «el patriotismo de la Europa moderna —que él denomina patriotismo «antiguo» o no nacionalista—4 tenía que ver más bien con la res publica, su estructura constitucional, y los privilegios o las libertades corporativas de la misma antes que con cualquier género de etnicismo o reivindicación política de ciertos rasgos ―o agravios― de índole cultural. (…) El auge del patriotismo en la Europa moderna resulta mucho más inteligible en términos de oposición política antes que como un precoz despertar étnico».5. Así por ejemplo, según este mismo historiador, la razón de ser del patriotismo catalán del los siglos XVI y XVII «no estribaba en una lengua o una cultura distintivas, ni mucho menos en la reivindicación de cualquier género de concordancia entre el estado y la nación, a la manera del nacionalismo contemporáneo; sino en la defensa de unos privilegios o derechos colectivos, forzosamente estamentales o desigualmente adjudicados, pero que fijaban, a su vez, el estatuto, por no decir el lugar, de la provincia catalana en el seno de aquella Monarquía hispánica o 'multiprovincial' de la Casa de Austria».6 En principio este patriotismo «antiguo» era equivalente a dinasticismo, entendido este, en palabras de Xavier Torres, «como un sentimiento de lealtad, adhesión e incluso devoción (en la acepción sacra del término) a un monarca y a su (muy a menudo) augusta dinastía». «En cualquier caso ―continua diciendo Xavier Torres― el dinasticismo fue siempre un vínculo de lealtad personal; una manifestación de la fidelidad, si no afición, hacia la persona real o imperial».7 Esa lealtad y devoción no se circunscribía a los miembros de la realeza sino que se extendía «a todo un complejo político que abrazaba inextricablemente personas, objetos, símbolos o mitos, y poderes». Así por ejemplo «en la Europa moderna ser austríaco significaba más que nada pertenecer a la Casa de Austria; una forma, pues, de lealtad dinástica antes que una adscripción territorial o nacional».8 La lealtad dinástica era esencial especialmente en las monarquías compuestas como la Monarquía Hispánica, pues no existía «otro nexo político común entre las diferentes provincias». Así pues, «la lealtad a un mismo rey (y con frecuencia a una misma religión, que por lo general encarnaba asimismo el monarca) era, en efecto, el único lazo susceptible de mantener unidas las distintas partes del conjunto».9 El dinasticismo (con la identificación entre rey y patria) no era exclusivo de las élites sino que se extendía por todas las capas de la sociedad, especialmente en las ciudades. Así se refleja, por ejemplo, en las memorias de Miquel Parets, un artesano de Barcelona de comienzos del siglo XVII, en las que escribió que Felipe IV y su hermano el cardenal-infante Fernando eran el «sol y resplandor de la inextinguible… Cathòlica, Cesàrea, Imperial, Real y sempre Augusta Casa de Austria», para escribir más adelante que todos los habitantes de Barcelona (y él a la cabeza) estaban dispuestos a servir al rey hasta dar sus propias vidas por la patria.10 En el Sermó de Sant Jordi del año 1639 se decía: «Todas tus saetas, ò Cataluña fidelísima, darán en los coraçones de los enemigos de tu Rey… Para tu Rey son las empresas gloriosas, para tu Rey son los riesgos de tantas vidas, para tu Rey son los acrecentamientos de Su Corona, para que seas, como siempre, tenida de tu Rey por el Principado más fiel, y más leal de toda su Monarquía…».11 Ya en plena revuelta de Cataluña un partidario de Felipe IV escribía: el príncipe «no sólo es tutor, cabeça, pastor y esposo de la patria, sino una misma cosa con ella». Otro decía: «en las Monarquías y Reinos, el buen vasallo no nace en su patria, sino en el corazón de su Rey y a él ha de ir todo su amor». Un tercero afirmaba: «en las provincias leales los términos [de] Rey y Patria han de ser unívocos».12 Pero cuando se producía un conflicto con el monarca, «el patriotismo podía llegar a convertirse en un auténtico lenguaje de oposición política, socavando o desplazando el dinasticismo más robusto y sedimentado inclusive».13 Eso fue lo que sucedió en Cataluña, por ejemplo. «En cuestión de unos pocos meses, el lenguaje político de la revuelta catalana se desplazó gradualmente desde las nociones de “defensa natural” o “defensa de la vida” ―así como de las fórmulas que enfatizaban la "defensa de las constitucions" y los contratos “inmemoriales”― al vocabulario patriótico o de la “defensa de la patria”».14 «En la Cataluña moderna ser o devenir catalán significaba, ante todo, vivir bajo la jurisdicción de unas leyes de ámbito catalán, así como gozar de las mismas, por supuesto. Tal como se enfatizaba en las correspondientes solicitudes coetáneas de naturalizaciones catalanas, si algunos extranjeros querían ser considerados catalanes, ello era a fin de poder “disfrutar” de “todos aquellos privilegios y gracias de que se alegran aquellos que son catalanes naturales”; o bien, a fin de compartir aquellas “prerrogativas, privilegios e inmunidades que muchos catalanes gozan”. La verdadera diferencia, pues, entre los catalanes y los habitantes de cualesquiera otros países y provincias de la Monarquía Hispánica no era, después de todo, la lengua o cualquier rasgo “protonacionalista”; ni siquiera un supuestamente distintivo “humor” [carácter] catalán. La identidad catalana de la época moderna tenía su anclaje más firme en el derecho vigente en el Principado ―las leyes o constitucions― antes que en las peculiaridades étnicas de la “nación”».15 Así, el verdadero «patriota» catalán (aunque el término más usado durante la sublevación de 1640 fue el de «patricio») era el que estaba dispuesto a morir en defensa de las leyes o ‘’constitucions’’ catalanas.16
Aparición y evolución del término «patriota» en sentido
político[editar] La palabra «patriota» fue utilizada por primera vez en sentido político —más allá del sentido originario de paisano, del mismo país— por los rebeldes corsos en su levantamiento iniciado en 1729 contra la República de Génova —«patriota» sería aquel que ama tanto a su país que está dispuesto a morir por él—. Su nuevo uso fue difundido en Europa y en América por los ilustrados. Uno de los propagadores del nuevo sentido del término fue el escocés James Boswell quien en 1768 publicó un libro de su viaje a Córcega en el que hablaba del líder corso Pasquale Paoli, Il babbu di a patria ('el padre de la patria'). Por esas mismas fechas los colonos norteamericanos contrarios a la Corona británica y partidarios de la independencia se autodefinieron como «patriotas» (patriots), con lo que el término para ellos como para los corsos fue sinónimo de separatista. Después se llamaron a sí mismos «patriotas» los revolucionarios franceses de 1789.17