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Introducción
Después de las grandes conmociones que experimentó Europa entre
1789 y 1815 nada podía volver a ser lo mismo. La experiencia de la
revolución y la guerra había calado tan hondo y la había compartido tanta
gente, aunque de forma desigual, que no era fácil que se olvidara. Pero
no todo el mundo quería olvidar. En realidad, antes incluso de morir,
Napoleón se convirtió en una leyenda que aún tenía la capacidad de
conmover a los hombres.
Había revolucionarios y liberales en la mayoría de países de la Europa
pos-napoleónica. Ambos grupos creían que la labor emprendida en 1789
debía continuar. Los primeros solían ser profesionales en sus opiniones
y desinhibidos en sus métodos, mientras que los segundos intentaban
conservar las conquistas positivas para la libertad humana resultantes
de 1789, evitando al mismo tiempo los "excesos revolucionarios". No
confiaban en las conspiraciones, sino en el "constitucionalismo".
Realidades y sueños
Así pues, los nacionalistas no eran los únicos que soñaban entre 1815
y 1830. Robert Owen, que había estado presente en el congreso de Viena
para intentar conseguir apoyos para sus ideas cooperativistas, creía que
se acercaba una "crisis" –nombre de un periódico británico de clase
obrera de principios de la década de 1830– de proporciones apocalípticas
que provocaría el renacimiento del mundo. Richard Cobden, fundador en
1839 de la Anti-Corn Law League ("Liga contra la ley de cereales")
británica, una organización muy eficaz, dedicada a conseguir a través de
la presión extraparlamentaria la derogación de la ley del grano
proteccionista vigente en Gran Bretaña, aprovechó al máximo en sus
campañas la introducción del sello de correos de un penique (1840),
además de toda clase de reuniones, hasta en mercadillos. Cobden soñaba
con un nuevo orden internacional basado en el librecambio universal.
Para los hombres así y sus devotos seguidores, los Estados (con sus
aristocracias) y las naciones (con sus ejércitos) que iban desarrollándose
eran menos importantes que los principios. "Que los gobiernos tengan el
menor trato posible unos con otros –escribió Cobden– y que los pueblos
tengan unos con otros el mayor trato posible." Entonces y a lo largo de la
década de 1840, influyeron en el curso de la política una serie de cambios
estructurales de gran alcance: el desarrollo urbano, la industrialización,
y, sobre todo, los nuevos sistemas de comunicación. La "era del
ferrocarril" empezó con la inauguración de una línea entre Manchester y
Liverpool en 1830 (a la que asistió Wellington), y en 1838, año en que
Rusia tendió su primera línea férrea, en Gran Bretaña ya había 750
kilómetros de vía en funcionamiento. Los ferrocarriles fueron desde el
principio símbolos de movimiento (y velocidad), estimulando la
imaginación aún más que el vapor que impulsaba a las locomotoras. Pero
eran mucho más que símbolos: redujeron los costes de transporte,
abrieron mercados y generaron una demanda de carbón y acero sin
precedentes. El tren transportaba al mismo tiempo mercancías e ideas, y
poco después de su introducción apareció el telégrafo, un invento que
pronto se asoció con el tren. Los países pequeños podían beneficiarse del
ferrocarril tanto como los grandes. A mediados de la década de 1830,
Bélgica le llevaba la delantera a Gran Bretaña en el desarrollo de una
"política ferroviaria", y la línea de Bruselas a Malinas transportó a más
pasajeros en su primer año que todos los ferrocarriles de Gran Bretaña
juntos.
Para facilitar y aumentar el volumen del transporte de mercancías,
Prusia, en vez de Austria, tomó la iniciativa con la creación de un
Zollverein ("unión aduanera") que pronto se convertiría en motivo de
preocupación para Metternich, que veía en ella "un Estado dentro del
Estado", pero que sabía que las industrias austríacas no estaban lo
bastante desarrolladas como para participar en él. El Zollverein fue
aumentando de tamaño, y envergadura, hasta que en 1834 abarcaba 18
estados del centro y el sur de Alemania con 23 millones de habitantes y
una superficie total de 275.000 kilómetros cuadrados. Para Prusia, las
ventajas políticas eran mínimas, pero las económicas para los prusianos
fueron sustanciales. Al eliminar las barreras aduaneras internas, el
Zollverein amplió el mercado alemán, y al amparar a sus miembros con
las tarifas prusianas de 1818 limitó la importación de productos
elaborados del resto de Europa, con un arancel del 10 por 100 ad
valorem. Del temor a la competencia económica alemana a través del
Zollverein se hizo eco el Parlamento británico a finales de la década de
1830, y mientras que el primer administrador del Zollverein fue un
admirador prusiano de Adam Smith, las acusadas tendencias
proteccionistas dominantes en Prusia aparecen reflejadas en El sistema
nacional de economía política de Friedrich List (1844). List había estado
exiliado en Norteamérica, donde las ideas librecambistas británicas
nunca gozaron de la aprobación general.
Norteamérica incidió de distintos modos en la historia europea entre
1815 y 1848, pero sobre todo porque era también un símbolo de libertad
de movimientos, un lugar de verdad adonde iban personas de verdad; sin
embargo, eran las personas, y no los gobiernos, quienes determinaban
los flujos migratorios intercontinentales, a veces motivadas por el miedo
a sus gobiernos. Y todos los años, para encontrar una nueva esperanza
en una tierra nueva, un sinnúmero de gentes cruzaba los océanos, cada
vez con mayor frecuencia en barcos de vapor, y a menudo pasando
grandes penalidades. El número de emigrantes sólo británicos subió de
57.000 en 1830 a 90.000 en 1840 y 280.000 en 1850. A los emigrantes
les atraía algo más que los sueños: la dura realidad de la vida cotidiana
en Europa en las décadas de 1830 y 1840 hizo que muchos de sus
habitantes más emprendedores intentasen mejorar su situación, una
mejora que, desde luego, era más que un sueño. "Ahora, padre –escribía
un emigrante inglés a su familia después de haber llegado a Australia–,
me parece que esta es la Tierra Prometida."
Puede que la realidad más dura de Europa fuese la de la gran
hambruna que afectó a Irlanda y gran parte de Europa del Este a
mediados de la década de 1840. La pérdida de la cosecha de papas en
1845 y en los años siguientes provocó la generalización del hambre, y
sólo en Irlanda murieron más de 20.000 personas, aunque muchos más
emigraron a los Estados Unidos. Cerca de 1,5 millones ya habían
abandonado la isla antes del principio de la Gran Hambruna, un siniestro
fenómeno de resonancias malthusianas que el gobierno de Londres no
supo cómo resolver, y a cuyo término Irlanda había perdido un tercio de
sus habitantes. Pronto hubo más irlandeses en las ciudades de
Norteamérica que en cualquier ciudad de la propia Irlanda, una
circunstancia que tendría consecuencias a largo plazo, tanto en el ámbito
de la realidad como en el de la leyenda.
No todas las realidades eran tan impactantes como las del desarrollo
urbano, la migración y el hambre; sin embargo, los años que van de 1830
a 1848 fueron años en los que se habló tanto de la realidad –la dura
realidad– como de los sueños. La necesidad de recopilar estadísticas, un
término que la Enciclopedia Británica de 1797 había descrito como "de
introducción reciente" y originario de Alemania, se hizo evidente en todas
partes, sobre todo, tal vez, en Gran Bretaña y Francia, tanto estadísticas
oficiales como los voluminosos blue books británicos ("libros azules",
informes de comisiones de investigación) como estadísticas extraoficiales
recogidas por investigadores sociales o asociaciones de voluntarios. No
sólo eran estadísticas de población –que siguió aumentando en Europa a
pesar de la emigración, y llegó a superar los 260 millones en 1848, 75
millones más que en 1800–, sino también de producción industrial,
importaciones y exportaciones, salud pública y alfabetización, sin olvidar
la delincuencia. La palabra "clase" solía utilizarse también en un contexto
no económico, sino de moral. La idea de la existencia de unas "clases
peligrosas", sobre todo en las grandes ciudades, estaba extendida por
toda Europa, al igual que la de la existencia de una "clase criminal" con
características propias, un concepto que más adelante sería matizado.
Las estadísticas sobre salud fueron de especial importancia, porque
mediante el análisis comparativo de los índices de mortalidad (las
diferencias en los índices entre distintas regiones de un país o incluso
entre las distintas partes de la misma ciudad) los analistas motivados por
finalidades de tipo social llegaron a la conclusión fundamental de que
sería posible eliminar algunas diferencias locales y regionales con el
seguimiento de la política social adecuada. En el caso no sólo de las
enfermedades endémicas, como el tifus, relacionadas con la pobreza, sino
también de las enfermedades epidémicas, sobre todo el cólera, que
afectaban a gente de todas clases (incluido uno de los primeros ministros
de Luis Felipe), los analistas invitaban enardecidos a desafiar al destino
modificando deliberadamente las posibilidades de vida o muerte de la
gente, realizando mejoras en el suministro de agua y el sistema de
alcantarillado público.
De entre los investigadores sociales de las décadas de 1830 y 1840,
pocos eran socialistas. De hecho, a Edwin Chadwick, el último secretario
de Bentham, la gente lo asociaba no sólo con las reformas en la salud
pública (la primera ley británica de salud pública fue aprobada en 1848),
sino con la introducción de una nueva y polémica ley de pobres en 1834
que también se basaba en los postulados de Bentham. Las discusiones
acerca de cómo tratar a los pobres tuvieron lugar paralelamente en otros
países, y a menudo fueron violentas. Ya habían sido habituales en el siglo
XVIII. Así pues, la ley británica de 1834 fue un hito europeo. Con la
abolición de toda beneficencia de puertas afuera y obligando a los pobres
a inscribirse en "talleres", que no eran instituciones nuevas, pero que se
introdujeron en todas partes, se ahorraba dinero, y la asistencia a los
pobres, que antes se asociaba con la caridad, se sistematizaba. Se
procuraba que la situación de los residentes en los talleres fuese peor que
la de los empleados en las peores formas alternativas de trabajo. No es
de extrañar que los pobres comparasen los talleres con Bastillas, y su
situación con la de los esclavos negros.
La oposición a la ley de pobres de 1834 en Gran Bretaña tuvo un papel
clave en el desencadenamiento del gran movimiento de protesta del
cartismo, el primer movimiento específicamente obrero y a gran escala
que se produjo en Europa, como reconocieron Marx y Engels. Otro
elemento de la protesta creciente era la exigencia de reformas en las
fábricas, sobre todo la limitación de la jornada laboral de mujeres y niños,
que seguían siendo una parte importante de la mano de obra de las
fábricas, en particular en la industria textil (la liebre entre las tortugas
de la carrera industrial). Una parte importante de la reforma de las
fábricas se consiguió en 1847, un año después de la derogación de las
leyes de cereales, pese a que algunos de los responsables de esa
derogación se opusieron a la reforma con el argumento de que la
ampliación de las competencias de los inspectores de las fábricas
constituía una intromisión del gobierno en la industria. Este cambio de
bando político era toda una novedad, como lo era el interés de la
aristocracia por las condiciones de vida de los pobres de las ciudades,
manifestado en Inglaterra, por ejemplo, por el séptimo conde de
Shaftesbury, un reformador protestante que pertenecía al partido
conservador. En Prusia había fuertes tendencias paternalistas, y en 1839
fue aprobada una ley de fábricas (aunque no se aplicase por entero) que
prohibía emplear a los niños menores de nueve años y limitaba la jornada
laboral de los niños de entre nueve y dieciséis años.
La política que se centraba en la mejora de las ciudades, en la
intervención social en las fábricas y en las medidas con que abordar el
problema de la pobreza –muy grave en todos los países, ya fueran
industriales o no– era "política social", y para mucha gente sin derecho a
votar en las elecciones, así como para algunos que sí tenían ese derecho,
esta era la única clase de política que contaba. Era una política compleja,
sin nada de simple. Los cartistas británicos, que redactaron su
documento fundamental, la Carta, en 1838, empezaron con la realidad –
la realidad de un derecho de voto restringido y de la terrible "situación de
Inglaterra"–, pero también tenían sus sueños: el sueño de convertir el
Parlamento británico en un parlamento del pueblo basado en un sistema
electoral de sufragio universal masculino, elecciones anuales y sin que se
exigiese a los parlamentarios tener un mínimo de propiedades. Cuando
se cumplieran sus Seis Puntos, todo el mundo tendría un bife de carne
sobre la mesa.
Cuando los cartistas empezaron su agitación durante una grave
depresión económica, la más grave desde el comienzo de la revolución
industrial, la primera reforma parlamentaria importante ya se había
llevado a cabo en Gran Bretaña. Esta circunstancia proporcionó a los
cartistas uno de sus argumentos principales: que se limitaban a pedirle
al Parlamento que concediese a la clase obrera lo que ya habían
concedido los whigs a la clase media gracias a la ley de reforma de 1832.
Pero ni los whigs ni sir Robert Peel, un "conservador" sensible y sensato,
hijo de un rico fabricante de algodón, que aceptó la ley y ganó las
elecciones generales con el nuevo sistema de sufragio en 1841,
simpatizaban en lo más mínimo con las reivindicaciones de los cartistas.
Así pues, los cartistas no tuvieron más remedio que organizarse y
manifestarse.
Los cartistas consiguieron demostrar la fuerza de la presencia de la
nueva clase obrera en la vida británica –lo que despertó los temores de
algunos–, pero nunca o casi nunca amenazaron con una revolución.
Muchos de ellos creían en la consigna "pacíficamente si podemos, por la
fuerza si debemos", pero la fuerza física organizada apenas tenía cabida
en la ideología cartista; como tampoco se produjo –hasta 1848, cuando
ya era demasiado tarde– una verdadera confluencia entre los cartistas y
los irlandeses descontentos, que protestaban contra la ley de unión con
Gran Bretaña de 1800. El hecho de que el líder cartista más popular,
Feargus O’Connor fuese irlandés no era garantía de una alianza, ya que
O’Connor desconfiaba tanto de Daniel O’Connell, el líder irlandés en el
Parlamento, como el propio O’Connell desconfiaba de él.
Mientras tanto, de 1841 a 1846, Peel puso en práctica un programa
de importantes reformas –entre ellas, reformas fiscales, el reforzamiento
del sistema bancario y en 1846 la derogación de las leyes de cereales–
que colocaron los cimientos de la seguridad y la prosperidad de la Gran
Bretaña de mediados del siglo XIX. No obstante, la política de Peel dividió
al partido conservador, uno de los primeros partidos parlamentarios que
contó con bases organizadas en las circunscripciones electorales. Un
amplio sector del partido, incluida la hidalguía rural, se volvió contra él,
empujado por la brillante retórica de Benjamin Disraeli, un joven político
aún por consagrar, para quien ser judío (aunque converso) sólo era una
pequeña dificultad. Así pues, en la política británica de la década de 1840
una ruptura política tuvo más importancia que cualquier alianza social.
Lo ocurrido en 1846 tuvo consecuencias políticas a largo plazo de gran
importancia. Los whigs, un partido mayoritariamente aristocrático con
una minoría de disidentes protestantes, políticos radicales, irlandeses,
antiguos seguidores de Canning como Palmerston y, tras la muerte de
Peel en 1850, seguidores de Peel, dominaron la política británica durante
más de un cuarto de siglo; sin embargo, la victoria de los whigs no fue
total, porque durante esta etapa central del período Victoriano se
produciría una transformación paulatina de los partidos políticos
británicos que empezó en las bases y culminó con la aparición de un
nuevo tipo de partido liberal, que encabezaría un antiguo seguidor de
Peel, el principal adversario de Disraeli, William Gladstone.