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Kadish

Por: Fanny Díaz


Pronto vendrán a buscarme. Me he estado preparando semanas para
este momento. Hace tanto que sueño con alejarme de mi casa por un
rato, sentir el aire libre, estirarme hasta que el cuerpo se rebele. Quizás
me lo permitan, solo por esta vez. Quizás me toque un agente
compasivo. Quizás…
Ponerse la ropa de protección puede tomar horas cuando tienes que
hacerlo solo, y al regreso hay que desinfectar cada pieza, bañarse,
recordar dónde has tocado, reportarse. Salir de casa es una aventura
que hace mucho ya casi nadie intenta. Solo los muchachos circulan sin
miedo, dueños del mundo.
Cuentan que los más viejos y los enfermos de antes –“preexistentes”,
los llaman– han muerto. Las ciudades están en manos de los más
jóvenes, inmunes a la enfermedad, por ahora; sin futuro. La gente
entre 30 y 45 es en su mayoría resistente al virus, aunque no inmune;
es solo cosa de tiempo que los toque. Los demás hemos sobrevivido;
los fuertes, en todo caso. El Estado nos ha protegido hasta ahora, pero
ha llegado el momento de tomar decisiones. Los mayores de 50 hemos
sido elegidos para probar la vacuna. Aquellos que no puedan crear
anticuerpos morirán en el intento. Nos llaman “voluntarios”.
Técnicamente lo somos, no tenía sentido negarnos. Apenas la liga
antivacunas ha seguido luchando, no sé con qué esperanza.
El ministro dice que es nuestra responsabilidad con los que vendrán,
con nuestros nietos. No tengo hijos, ni mucho menos nietos, pensé,
pero el ministro conoce la respuesta. No es un asunto biológico;
abuelo es un concepto.
Después de esto quedará un mundo de fuertes. Un mundo perfecto en
el que Darwin y Malthus habrían dado cualquier cosa por vivir.
Un agente me acompañará a la sesión y luego me devolverá a casa. El
muchacho que viene a buscarme, al que he llamado agente por pura
costumbre, me aclara que ellos no son agentes sino acompañantes.
Cada joven recibió un número de personas a las que custodiar. Les
dieron cierta libertad para escoger. Cada acompañante deberá ser
responsable de su grupo de voluntarios como lo sería de su familia.
Todos somos familia, somos uno, dice el ministro.
La ciudad luce lúgubre. La luz me pega en los ojos y entiendo que mis
sueños de estar afuera son inútiles. Solo se ven los grupos
antivacunas. Las manifestaciones nunca han sido suspendidas. Somos
un país democrático.
Uno podría creer que un mundo en el que los menores de 30 estén a
cargo de todo sería un mundo feliz. La idea me hace recordar un
episodio de Star Trek en el que el capitán Kirk llega a un planeta
habitado por niños. Los adultos habían muerto a causa de un virus.
Mientras vamos hacia el laboratorio necesito hacer preguntas, despejar
dudas. Después de todo, quizás esta sea la última vez que hable con un
ser humano.
He escuchado de cadáveres dejados en la calle en países remotos. No
en el nuestro, claro. Por alguna razón siempre parece que las cosas
terribles suceden en otros lugares. Ese pensamiento reconforta.
Los voluntarios somos la última esperanza. Eso dicen las noticias. Eso
dicen los muchachos. Por eso cada uno de ellos debe ser responsable.
Abuelo es un concepto, dicen, una y otra vez. Morirán muchos, pero
esta vez estamos preparados.
–¿Nos tirarán en fosas comunes? –pregunto.
–¿Qué clase de monstruos crees que somos? Todos recibirán una
sepultura decente. En esta tierra hay espacio para todos. ¿Qué te da
miedo? Quiero saberlo para hacer bien mi trabajo.
–Nunca nadie ha podido experimentar su propia muerte, leí por ahí.
Una sola cosa me molesta de la muerte: que no haya nadie que diga
kadish por mí. ¿Dirán kadish por nosotros?
–No entiendo, ¿qué importa si ya estuvieses muerta?
–Me preguntaste por un miedo y te respondo. No sé por qué, lo único
que siempre me ha molestado de no haber tenido hijos es que no haya
nadie que diga kadish por mí.
–Te escogí porque naciste el mismo día que mi madre. Estaba muy
pequeño cuando murió, en un atentado terrorista. Nunca pude decir
kadish por ella. Te prometo que lo diré por ti. Pero no te preocupes, sé
que sobrevivirás. Quiero creer que ella hubiera sobrevivido.
–No me importa mucho la vida, a decir verdad. Siempre pensé que
moriría joven. Por eso nunca quise tener hijos. Todos estos años han
sido lo que podríamos llamar un bonus track.
Reímos con la imagen.
–¿Tienes hijos?
–No, no tengo. Mi novia y yo hemos planeado tener uno cuando todo
esto pase.
–¿Pasará?
–Sí, claro… esto también pasará.
Entonces, efectivamente, todavía no sería abuela. La sensación de
oportunidad me anima.
Al llegar al laboratorio todo está dispuesto para que cada voluntario
vaya a su lugar lo más rápidamente posible y regrese a su casa sin
tener contacto con nadie más, excepto con el acompañante. Todo es
silencio. Todo está dicho. O casi todo.
Me pregunto en qué pensaría Sócrates momentos antes de tomar la
cicuta, si pensó en algo. Siento las gotas correr por el cuerpo o lo
imagino. Lo mismo da. No duele, claro. El Estado también se ha
ocupado de eso. Creo que tengo que decir nuestra última oración para
sentir que todavía soy yo. “No hay que rezar nada –dice la enfermera
cuando me ve moviendo los labios–. Por lo menos no ahora. Sabremos
el resultado en dos semanas”.
He escuchado que la muerte es rápida y casi indolora. Falta el aire y
en pocas horas todo acaba. Muchos morirán, pero ahora no nos tomará
desprevenidos, han dicho. El acompañante y un equipo vendrán a casa
y nos llevarán al lugar dispuesto para ello. No hay nada que temer.
Después de todo, ya estaremos muertos. ¿Qué más da? El Estado se
ocupará de cada detalle.
Cierro los ojos. Ahora solo queda esperar. Que venga si quiere venir.
Ya no importa nada. El hijo que nunca tuve dirá kadish por mí.

Tomado con fines pedagógicos de:

Diaz, F. (2020) Kadish. Cinco cuentos en tiempos de pandemia. Sitio web de: Prodavinci.
https://prodavinci.com/cinco-cuentos-en-tiempos-de-pandemia/

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