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El concepto de moral

“Mira, hoy pongo ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Elige la vida y vivirán y tu descendencia,
amando al Señor tu Dios, escuchando su voz y uniéndote a él, pues él es tu vida y el que garantiza tu
permanencia en la tierra que el Señor juró dar a tus antepasados, a Abrahán, Isaac y Jacob” (Dt. 30, 15.
19b-20).
Actualmente es difícil abordar el concepto de moral. A veces nos suena a un conjunto de normas más o
menos externas que son necesario cumplir, como las leyes de un país. Además tendemos a aferrarnos a
ellas como elementos de seguridad o a relativizarlas como, en ocasiones, hacemos con las leyes sociales.
Muchas veces en esta confusión se manifiesta, nuestra dificultad para integrar la fe y la vida. Nos cuesta
vincular la moral al conjunto de nuestro ser cristiano y a nuestra experiencia de Dios, y, por eso,
tendemos a juzgar y valorar las “normas morales” en sí mismas, sin buscar sus raíces profundas.
Sin embargo, la moral cristiana es la concreción cotidiana de nuestra experiencia de fe. Es decir, la
forma de manifestar, en lo que hacemos o dejamos de hacer, nuestra experiencia de Jesús como
salvador. Por tanto, en nuestro comportamiento moral nos jugamos la coherencia fe-vida.
Asumir la moral desde esta perspectiva implica profundizar en los fundamentos de la vida moral
cristiana. Creemos en un Dios que tiene una propuesta de vida y de plenitud para el ser humano y que lo
ha hecho libre y responsable. La experiencia moral supone esta libertad y responsabilidad. Por ello, toda
la vida del ser humano tiene una dimensión moral ineludible, que tiene que ver con lo bueno y lo malo,
lo justo y lo injusto.
Dios tiene una propuesta para la persona
“Mira, hoy pongo ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia” (Dt. 30,15) Dios ha creado al hombre y le
propone un proyecto de vida, felicidad y plenitud. Para Dios no es indiferente lo que la persona haga con
la vida que Él le ha regalado: junto con la vida, le ha regalado un proyecto, una propuesta de vida.
Ese proyecto de Dios para el hombre se nos revela plenamente en la persona de Jesús. Jesús es el
proyecto de Dios para el hombre y para la humanidad. En su vida, en su palabra, en sus actitudes, en su
historia y su entrega encontramos la realización plena del proyecto de Dios para cada uno de nosotros.
Eso es lo que Dios nos propone: que “seamos como Jesús”, porque Él es la realización plena de la
persona.
Así, nuestra conciencia y nuestra concepción de la moral parte de la certeza de que Dios tiene un
proyecto que se nos ha manifestado en Jesús y cuya concreción en la vida de cada uno de nosotros
hemos de descubrir y discernir en nuestra vida cotidiana. Una propuesta y un proyecto para la
humanidad en el que estamos llamados a participar.
La persona es libre “Elige la vida, y vivirás” (Dt 30, 19b). El proyecto de Dios para la persona incluye la
libertad pues Dios lo creó a su imagen y semejanza, como sujeto capaz de elección, como ser libre y
capaz de autonomía. Sin libertad, no tendríamos la posibilidad de “ser malos” pero tampoco la
posibilidad de “ser buenos”.
La persona se ve enfrentada diariamente a la necesidad de tomar decisiones y aunque las opciones seas
pocas, estas siempre existen. La libertad radica en esta capacidad inherente al ser humano, que también
cosiste en no decidir, lo que derivará en consecuencias distintas.
El mal en el mundo es una problemática teológica de no fácil solución y desearíamos que no lo hubiera.
Pero Dios no quiere un mundo de esclavos sino un mundo de hijos y hermanos libres, y está en nosotros
la posibilidad de adherir o rechazar el proyecto de Dios. Somos hijos de Dios y, al igual que nuestros
hijos, podemos optar libremente por abandonar la casa paterna. Porque Dios es un Padre bueno que
vincula a sus hijos en el amor.
1.3 La persona es responsable de su vida
“Y creó Dios a los seres humanos a su imagen, a imagen de Dios los creó; varón y mujer los creó. Y los
bendijo Dios diciéndoles: Crezcan y multiplíquense; llenen la tierra y sométanla; dominen sobre los
peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven por la tierra” (Gen 1, 27 -28).
La otra cara de la libertad es la responsabilidad. Si la persona es libre de elegir, también es responsable
de lo que elige, de lo que elige, de lo que hace con su vida y con todos los bienes que le fueron
confiados. Dios confía en la persona: le entrega el mundo y lo deja en sus manos. Pero también le ofrece
la guía y la orientación que necesita para que lo logre.
La libertad hace a la persona un sujeto responsable, que debe responder de sus opciones. Esta libertad y
responsabilidad lo hace un sujeto moral que puede elegir hacia la vida o hacia la muerte.
La persona responsable de su propia vida y también de la de los demás. Dios no nos ha puesto en el
mundo solo, sino en relación, y su proyecto se orienta hacia la construcción de un mundo de fraternidad,
a imagen del mismo Dios que es relación y comunidad de amor. El proyecto de Dios se realiza en las
relaciones entre los seres humanos, y de éstos con la creación. La acogida o rechazo de este proyecto
para por ejercer nuestra responsabilidad con los demás. Las consecuencias que tiene nuestros actos, y
cómo estos se orientan a la construcción de un mundo de hijos y hermanos, es la referencia fundamental
para discernir cómo estamos ejerciendo nuestra libertad y nuestra responsabilidad. La moral cristina
nunca puede ser una moral individualista.
En este módulo queremos profundizar, partiendo de esta perspectiva, en los criterios y herramientas que
pueden ayudarnos a comprender con mayor profundidad la moral cristiana para asumirla con mayor
libertad y responsabilidad en nuestra vida cotidiana.
1.4 Conclusión
Buscando una definición más precisa, podríamos decir que la Moral es la ciencia que trata de las
acciones humanas en orden a su bondad o malicia. “la ciencia de lo que el hombre debe ser en función
de lo que ya es”. Esta definición nos señala lo siguiente:
A) El aspecto científico de la moral. Es un estudio sistemático, que cuenta con sus fuentes y principios
propios, su metodología y sus conclusiones.
B) El aspecto tensional propio de la moral, como comportamiento responsable o como disciplina. Es una
tensión que apunta a la meta dinámica del ser hombre en el mundo y ser hombre con los hombres. La
bondad ética brota del ser del hombre y tiende a realizarse en ese mismo hombre.
C) El carácter personal de toda moral. Toda reflexión ética estudia el proceso por el que el ser humano
tiende a evitar la maldad y realizar la bondad en la concretes espacio-temporal en que se halla y se
mueve: el proyecto de hombre que lo ha de conducir a la felicidad, a la identidad consigo mismo.
Para los cristianos la moral implica un don y una tarea. Se nos presente el ideal, el deber ser y el camino
para conseguirlo: seguir a Jesucristo. En el Evangelio de San Mateo, el joven que pregunta a Jesús:
“Maestro ¿qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?, plantea “una pregunta de pleno
significado para la vida”. La pregunta clave en moral es: ¿Qué tengo que hacer como cristiano? La
moral es para liberar, no para condenar: me libero DE… PARA… PARA SEGUIR a JESÚS, PARA
participar en un proyecto de vida, INSPIRADO Y FORTALECIDO POR DIOS, POR EL ESPÍRITU
DE DIOS.
La Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino (s. XIII) marcó por muchos siglos a toda la teología y
también a la moral. Todavía hoy se sigue haciendo referencia a ella. Santo Tomás fue el primero en
elaborar una teología moral sistemática recurriendo a la racionalidad aristotélica. Pone la reflexión sobre
los actos humanos en el contexto de la moralidad general.
Después de referirse al tema de la felicidad, que abre el Tratado y describe el fin de la vida moral, Santo
Tomas añade la exposición, amplia y sistemática, de los actos humanos5 y delos otros temas relacionaos
con ellos como son la moralidad, pasiones, hábitos, virtudes, dones y frutos el Espíritu,
bienaventuranzas, los vicios y los pecados, la ley, la gracia y el mérito. En la parte 2-2 de la Suma
Teológica estudia la moral específica sobre el esquema de las virtudes teologales y cardinales.

2.1 Los actos morales


En el hombre hay dos series de operaciones, de acuerdo a la manera como han sido realizadas:
Las “acciones humanas”, que tienen su raíz en el centro mismo de la persona que recibe el valor moral,
lo percibe en forma lúcida y decide libremente en consecuencia; y,
Las “acciones del hombre”, más biológicas o instintivas, sustraídas a la responsabilidad personal ya que
se realizan sin la advertencia y sin la necesaria libertad y por tanto no son objeto directo de la reflexión
moral.
La “acción humana” incluye elementos esenciales para serlo:
a) En primer lugar el conocimiento, tanto de la acción en sí misma como de su realización con los
valores morales que están en juego. Ese conocimiento o advertencia, puede estar presente en varios
grados de intensidad. No basta cualquier conocimiento para que haya un acto humano, pero puede
decirse que, en general, es necesario y suficiente con que el sujeto tenga advertencia del acto que va a
realizar y de su conveniencia o inconveniencia: así el sujeto puede ser dueño de ese acto.
b) En segundo lugar, la voluntad. El acto voluntario puede dirigirse a una realidad o a una acción
querida en sí misma (voluntario directo) o bien a una realidad en cuanto vincula a un valor pretendido y
buscado (voluntario in causa o indirecto).
c) En tercer lugar, la libertad. Para que haya un acto verdaderamente humano se requiere prestar
atención a la decisión libre y la misma realización no coaccionada de la acción propuesta.
Los actos humanos se califican como buenos o malos en razón de su referencia al fin último, que es,
como se ha dicho, la felicidad.
Ayudada por un diálogo con la filosofía personalista, la Teología Moral comprende que, en la base de la
acción humana se encuentra concretamente la motivación subjetiva, es decir aquel “conjunto de factores
internos a la persona que da energía y dirección a su comportamiento; es el dinamismo de la persona
proyectado hacia un valor futuro. El motivo se encuentra ante todo en las necesidades tanto fisiológicas
(experimentadas de modo cíclico por períodos: ej. El hambre) como no fisiológicas (que admiten sólo
satisfacción parcial: ej. Curiosidad, afirmación de sí). El motivo selecciona entre las conductas posibles
las que se demuestran más eficientes para el propio fin; mantienen la propia actividad hasta que el
motivo quede satisfecho. La motivación conduce una acción a su fin, haciéndola apropiada respecto a él,
persistente e indagadora.
Dando todavía un paso más, habría que considerar este análisis del actuar humano a la luz de la
revelación cristiana. La Teología Moral ha de dialogar con el análisis psicológico, pero ha de remitirse
continuamente a la novedad de la vida redimida por Jesucristo.
El conocimiento propio de los actos humanos se completa así con el discernimiento que es obra del
Espíritu de Dios (CF. 1Cor 8,3). Ya no se trata de un mero conocimiento teórico, sino de una relación de
familiaridad y sintonía con el objeto conocido, una relación de amor a los valores éticos que realizan a la
persona amada por Dios. (cf. Ez 20, 10-20; Os 13, 4; Miq 6,5). Conocer la voluntad de Dios (cf. Hech
22, 14; Rom 2,18) o conocer el juicio de Dios (cf. Rom 1,32) es más que un saber teórico (cf. Jn 7 49).
Para Pablo, conocer a Dios implica alabarlo (cf. Rom. 1,21) y prestar obediencia a Cristo (Cf. 2Cor
10,5).
La voluntad, por su parte, es sanada por la gracia y pos sus dones. Y la operación libre es dictada por “la
ley perfecta de la libertad” (Sant 1,25; 2,12), una libertad para la cual nos ha liberado Cristo (cf. Gál 5,1)
y que está íntimamente orientada a la caridad.
2.2 La actitud moral

En el último tiempo, a partir de la sociología y de la psicología, ha comenzado a utilizarse la categoría


de la actitud, como sustituyendo a la categoría clásica de los hábitos.
La actitud moral no debe ser confundida con la intención, como sucede a veces. Se la puede entender
como “el conjunto de disposiciones adquiridas que nos llevan a reaccionar positiva o negativamente ante
los valores éticos”. En cuanto a la moral cristiana, esta descripción se ha de complementar con una
reflexión sobre sus motivaciones de gracia, sus referencias a la realidad y su aspiración tendencial hacia
la perfección, pedida por Jesús a los suyos.
La actitud moral comprende todo el mundo cognoscitivo y el volitivo, el ámbito de los sentimientos
humanos y el campo operativo de la persona. Se puede decir que la ética tradicional ya estudiaba de
algún modo las actitudes morales, sobre todo al dedicar su atención a los hábitos y a las virtudes
cardinales desde la Ética a Nicómaco de Aristóteles. Pero, en la práctica, la moral tradicional concedía
una enorme importancia a los actos, al menos en cuanto a espacio de tratamiento y de atención.
2.2 Fuentes de la moralidad

Se denominan así los diferentes elementos de la acción humana, que se han de medirse por la norma
ética y que determinan la moralidad de la acción. Santo Tomás de Aquino las redujo a tres: el objeto de
la acción misma, el fin que con ella se persigue y las circunstancias que la sitúan en un lugar y en un
momento concreto.
Una acción humana será buena cuando los tres elementos lo sean. Y será mala cuando al menos uno de
ellos choque contra los valores éticos que reflejan las normas de la moralidad.
a) El objeto del acto moral es la primera y fundamental fuente de moralidad. Si el objeto es malo, el
acto será siempre malo, aunque las circunstancias y el fin sean buenos; “nunca está permitido hacer el
mal para obtener un bien”; el fin, con el objeto, determina la sustancia del acto moral. El fin es la
intención subjetiva que pretende el agente con la acción.
b) El fin del acto moral es el objeto al que el agente ordena sus actos, es decir lo que se propone
conseguir. Este fin, junto con el objeto, determina la sustancia del acto moral. El fin es la intención
subjetiva que pretende el agente con la acción.
c) Las circunstancias del acto moral son aquellos aspectos accidentales del objeto o de la intención del
agente, que afectan de algún modo a la bondad de la acción, pero sin cambiar su sustancia. Por ejemplo,
el cariño con que se da una limosna. Si el acto es bueno o malo por su objeto y fin, las circunstancias
acrecientan o disminuyen accidentalmente su bondad o maldad.
2.4 Actos intrínsecamente malos

El acto moralmente bueno supone a la vez la bondad del objeto, del fin y de las circunstancias. Una
finalidad mala corrompe la acción, aunque su objeto sea bueno. Así, rezar, ayudar, a alguien o dar
limosna, siendo actos buenos en sí mismos, no tienen validez si el fin de la acción es para ser visto por
los hombres”. Ninguna finalidad buena justifica un acto malo.
El objeto de la elección puede por sí solo viciar el conjunto de todo el acto. Comportamientos concretos
como el adulterio, calumnia, homicidio, siempre son error porque su elección comporta un desorden de
los valores éticos objetivos.
Es un error juzgar la moralidad de los actos humanos considerando sólo la intención subjetiva que los
inspira o las circunstancias que son su marco. Hay actos que, por sí y en sí mismos, independientemente
del fin del que actúa o de la intención, son gravemente ilícitos por razón de su objeto. Otra cosa es que
las circunstancias modifiquen, cuantitativa o cualitativamente, la responsabilidad personal del agente.
No está permitido hacer un mal para obtener un bien10. La encíclica Veritatis Splendor llama la atención
contra un hipotético proporcionalismo, consecuencialismo o teleologismo que no tuviera
suficientemente en cuenta la maldad intrínseca de determinados actos humanos, que estarían prohibidos
“siempre y sin excepción”. La encíclica recuerda con insistencia que existen “actos que, en la tradición
moral de la Iglesia, han sido denominados “intrínsecamente malos” (intrínseca malum); lo son siempre y
en sí mismos, es decir, por razón de su objeto, independientemente de las intenciones del agente y de las
circunstancias que acompañan a la acción”. La conclusión que extrae a encíclica es la siguiente:
“Hay que rechazar la tesis, característica de las teorías teleológicas y proporcionalistas, según su especie
–su objeto- la elección deliberada de algunos comportamientos o actos determinados prescindiendo de la
intención por la que la elección es hecha o de la totalidad de las consecuencias previsibles de aquel acto
para todas las personas interesadas”.

3. Fundamentación Bíblica de la Moral Cristiana


Es importante confrontar la palabra de Dios en la Biblia, con la Palabra de Dios en la vida, porque Dios
sigue hablando en la historia de hoy. Sin embargo, no se pueden soslayar las tentaciones y dificultades
existentes para unir Sagrada Escritura y Teología Moral.
a) Olvido de la Sagrada Escritura (S.E.) al exponer el discurso moral (cf. Ba 4, 1-4; Am 8, 11-12).
b) Al reflexionar: la escucha apunta a la conversión de las costumbres. No aplicar a la praxis.
c) Instrumentalizar la Palabra de Dios: cf. Jer 28; Ez 2.5; 33, 1-9. (usar la S.E. a la conveniencia personal
para demostrar tesis previstas).
d) Literalidad en el uso de la S.E que se vuelve contra la misma Escritura.
e) Detener el mensaje bíblico olvidando su historicidad y dinamismo, (por ejemplo la evolución que
significa la ley de Lamec, Gen 4, con la ley del Talión, Ex 21, 25 y la del Amor de Jesucristo, Mt 18,
22).
f) Desvincular la Palabra de su sentido más hondo (cf. Am 5, 21- sacrificios; Mt 23, 13-22).
Pero tampoco se pueden desconocer los aportes de la Sagrada Escritura:
a) La experiencia religiosa de un pueblo que le da un sentido distinto al mundo, una cosmovisión
diferente: motivación trascendental que le da la especificidad a la ética cristiana.
b) Diversos planteamientos metodológicamente fundamentales. En primer lugar, la Moral es don,
expresión de la gratuidad de Dios. Pero también implica una tarea, con carácter responsorial: precede el
indicativo al imperativo= primero el don, luego la tarea.
c) Nos ofrece una pedagogía específica determinada (teología de los Hechos de la Biblia). Ejemplo de
crecimiento ético, de valoración, de modelos, etc.
3.1 Moral del Antiguo Testamento
Podemos descubrir tres perspectivas respecto a la moral en el Antiguo Testamento: la moral de la ley, la
moral de los profetas y la ley moral de los sapienciales. Desarrollaremos brevemente cada una de ellas,
ya que cada una añade algunos matices a nuestra comprensión de la moral.
Moral de la ley
Señalaremos algunas características propias de la moral que se expresa en la ley del Antiguo
Testamento.
Se trata de una moral profundamente religiosa Una moral que parte de la experiencia de Dios que elige a
su pueblo, al que Yahveh “dicta” sus leyes. No es una moral mítica o mágica.
Es bipolar con Dios (vertical) Con los hermanos (horizontal).
Después de la alianza, las normas del pueblo son asumidas como entendidas a partir de esa experiencia
fundamental el “ be’rit” Yahveh. Amar al ser humano es entendible como una expresión del amor de
Dios.
Una moral abierta a la cultura
Sus normas son eco de códigos mesopotámicos, asirios o hititas. La Ley de Dios no suplanta que asume
los hallazgos y los lenguajes de los hombres. Los valores éticos fundamentales se expresan en formulas
normativas comunes en el Medio Oriente.
La ley muestra su carácter histórico. Se presenta como un proceso que se adapta a los tiempos y
necesidades de su pueblo. Por ejemplo, comparar Dt 15, 1-11 con Ex 23, 10- 11, en lo referido a las
deudas; Dt 15, 12-18 con Ex 21, 2-11 en cuanto al trato que ha de darse a los esclavos. El Deuteronomio
añade una mayor preocupación por los pobres y los débiles. La ley es un código vivo, siempre
reformulado.
Una moral de la alianza (BE’RIT)
Los códigos de la alianza tomados de los hititas tenían seis pasos:

La alianza es gratuita, es un misterio de elección.


Cuando Israel sufre el exilio babilónico no se mantienen la monarquía, el sacerdocio y el profetismo. Por
eso, lo único que permanece como especificidad del pueblo de Israel y que le da su identidad como tal es
la “Torah”, la ley.
9 3.1.2 Moral de los profetas
La moral de los profetas parte de unos determinados presupuestos que orientan sus énfasis:
La santidad de Dios (Cf. Os 11,9; Is 6.3; Jer 50, 29) Dios es distinto, irreductible a los deseos de los
hombres. Los profetas tienen conciencia de la grandeza, de la majestad, de la santidad de Dios. Su
experiencia religiosa los coloca ente el Santo, toralmente diverso de los hombres, cuya gloria llena la
tierra toda. Esta conciencia de la grandeza de Dios está acompañada en los profetas de la conciencia de
la bondad misericordiosa de Dios (Hesed). Dios “Hesed”: Dueño (Cf. Is 5), Pastor (cf. Ez 34), Padre (cf.
Os 11) y Esposo (Cf. Ez 16 y 23).
El pecado: En los profetas hay una fuerte conciencia de pecado frente a la santidad de Dios. Para ellos,
el pecado separa al hombre de Dios (cf. Is 59,2), del Dios del a justicia (Amós), del Dios del amor
(Oseas), del Dios de la santidad (Isaías). Al considerar al hombre en relación con sus hermanos, se
puede decir que el pecado quiebra sus vínculos sociales y comunitarios (cf. Jer 13, 23).
La interiorización de la alianza: La moral de los profetas insiste en la necesidad de una interiorización de
la alianza. No es suficiente apoyarse en el culto ofrecido en el templo o en la ley escrita. Dios busca
mayor sinceridad y ofrece una alianza nueva y eterna.
A) La iniciativa del perdón viene de Dios (cf. Jer 1,34)
B) Respuesta personal (v. 29)
C) Interiorización de la ética (v. 33)
El esfuerzo de interiorización de algunos, chocará con el vació ritualismo del pueblo. Los que buscan a
Dios con corazón sincero, serán los “siervos de Yahveh”, los “anawin”.
3.1.3 Moral de los sapienciales
Hay diferencia entre los judíos que viven en Palestina y los que viven en la diáspora. En los libros
sapienciales, hay dos características que llaman la atención: su secularidad y su carácter profundamente
humanista. Los sapienciales tratan de resolver las preguntas que sobre la vida diaria se hace un hombre
que vive en la diáspora. La moral de los sapienciales nace de la experiencia.
Se pueden descubrir dos raíces imprescindibles en la base de su razonamiento moral: una dimensión
teologal de la existencia y otra antropológica.
La sabiduría de Israel nos presenta un Dios que es Señor de la Historia y Salvador del hombre de su
mundo (cf. Job, Ecle, Sab) pese a los obstáculos como el límite humano, el pecado y sus consecuencias.
Por otro lado, existe la dimensión antropológica. Saben de la debilidad y de la dignidad del hombre, y de
la posibilidad de salvación por ser imagen de Dios. En el mundo de la diáspora el criterio moral
fundamental es la elección de aquella conducta que realiza automáticamente al ser humano. “¿Qué saca
e hombre de toda la fatiga con que se afana bajo el sol?” (Ecl 1,3). Es una moral de la felicidad: Eclo 14,
20-15,10; Sab 7, 8-12, que nace de la búsqueda de la sabiduría. Una moral de la búsqueda de la
perfección: Sa 4, 8-9.
Una moral abierta a la cultura La moral de los sapienciales es una ética de la experiencia enraizada en
una cultura ajena: la griega en el libro de la Sabiduría y la babilónica en el libro de Job. Esta reflexión
aunque sigue una línea de fidelidad a la tradición de Israel, intenta un proceso lógico y racional.
También podría estar dirigida a los no hebreos. Se abre a la universalidad: a un cierto ecumenismo ético
basado en una nueva antropología que tiene más en cuenta la creación y el cosmos.
Una moral en la historia: retribución por la conducta Los esquemas éticos están más basados en la
racionalidad y la experiencia cultural que en el oráculo de Yahveh o los imperativos de la Torah. En los
libros sapienciales entra en crisis el antiguo concepto de retribución: consideraba que el hombre bueno
es recompensado por Dios en este mundo con bines materiales que se pueden disfrutar. Ésta no es una
afirmación evidente, y por eso se impone un nuevo planteamiento. Así, la sabiduría bíblica, pese a estar
en medio de una cultura que le es extraña, da un paso que la vincula a su propia tradición de origen: en
la dinámica del recuerdo y la promesa se abre a la historia de la salvación.
El libro de Job apela la fe en un Dios incomprensible, pero fiel a sí mismo. Eclesiástico reúne tanto la
creación como la historia en un diseño de la historia salvífica. En el Eclesiastés se confrontan los valores
morales habituales con la experiencia crítica de la muerte. El libro de la Sabiduría considera necios, no
sabios, a los que piensan que la vida termina con la muerte. En los llamados Salmos místicos, se
confiesa la fe en una vida ultraterrena, salvada y glorificada por Dios (cf. 16,10; 49,16; 73, 24).
Los libros sapienciales vislumbran la posibilidad de una retribución que, partiendo del encuentro
personal con Dios, da al proceder moral dimensiones insospechadas.
Por todo lo ya visto, se comprenderá que es absolutamente imposible para un cristiano ignorar la fuerza
e importancia que tienen las orientaciones y las enseñanzas morales del Antiguo Testamento.
3.2. Moral del Nuevo Testamento
Como resultado de la deportación a Babilonia e pueblo israelita ve que todo lo que constituía su
identidad se derrumba: no existe la monarquía ni el rey, el culto y el templo están destruidos, los
profetas no los oyen. Sólo la ley permanece como el núcleo que les da identidad. Es así como, con
frecuencia, prevalece la letra sobre el espíritu que la inspiró. Es una ley a la que le falta espiritualidad.
11 3.2.1 exigencias morales de Jesús
Jesús es un profeta, EL PROFETA, que anuncia un mensaje religioso. El heraldo del EVANGELIO. ES
en esa buena Noticia en la que se fundamenta sus exigencias morales:
Exigencia de totalidad e interioridad.
La obediencia moral se entiende a partir de la nueva imagen de Dios que presenta a Jesús.
De cara al reino de Dios que se acerca se requiere obediencia de la forma más apremiante.
La obediencia se define como seguimiento de Jesús.
En adelante será posible la obediencia en cuento vida en el espíritu.
Exigencia de totalidad e interioridad
Es necesario llegar a la interioridad, más allá de las formas y las normas externas. Jesús asume y cumple
las exigencias éticas del Antiguo Testamento: cada sábado acude a la sinagoga (cf. Mc 1,21), celebra la
Pascua de acuerdo a lo establecido (Cf. Mc. 14, 12), incluso lleva en su manto las franjas habituales (cf.
Mc 6, 56). Pero es incasable en demostrar que es necesario ahondar en el sentido de la ley. Afirma que
no ha venido a destruirla (cf. Mt 5, 17), pero recuerda que las prescripciones de la ley se ordenan al
reconocimiento del señorío de Dios y a la realización del hombre.
Jesús se enfrenta a una interpretación de la ley basada en la superficialidad y el legalismo. Critica la
moral farisaica:
a) Por creer que el hombre puede ser justo por sus solas fuerzas, olvidando la gratuidad de la salvación
y la bondad que se encuentra sólo en Dios.
b) Por haber dado mayor importancia a la acción exterior que a la disposición interior.
c) Por haber sobre valorado la trascendencia moral de los actos de culto.
d) Por haber convertido el cumplimiento de la Ley en motivo de orgullo.
Frente a esto contrapone que no sólo hay que evitar el homicidio, sino también el rencor (Cf. Mt 5, 21,
11-27); no basta evitar el adulterio, sino aprender a dominar los deseos del corazón (Cf. Mt 5, 27-30).
De la misma manera, no basta devolver el bien al bienhechor, sino que también se debe amar a los
enemigos (cf. MT 5, 43-58).
Nueva imagen de Dios
Nadie puede pedir tanto a cambio de nada. La radical disyuntiva entre el creador y lo creado supone una
conciencia profundamente religiosa. DIOS ES ÚNICO. Se entrega total y gratuitamente en su amor a los
hombres. DIOS ES PADRE que ama y cuida a sus criaturas (cf. Mt 6, 25-34). Ante un Dios que es Padre
y ama desde la absoluta gratuidad al que no puede “merecer” su amor, la exigencia ética fundamental se
apoya en la imitación de Dios. Sólo así se puede sustentar el “sed perfectos como es perfecto vuestro
Padre celestial” (Mt 5,48). Vivir la perfección de Dios: amor en la pura gratuidad.
Cercanía del reino de Dios
Toda la predicación de Jesús, su experiencia y exigencia, se resumen en el mensaje que nos transmite
San Marcos: “El tiempo se ha cumplido y el Reino está cerca; convertíos y creed en la Buena Noticia”
(Mc 1, 15). Ha llegado el tiempo del cumplimiento de las promesas y de la hora de la visita de Dios. Es
hora de vigilar; el momento de ponerse en la buena con el adversario (cf. Mt 5, 25-26), de desprenderse
de todo para adquirir la perla y el tesoro (cf. Mt 13, 45-46).
Se acerca el reinado y la soberanía de Dios (cf. Lc 16,16). El reino de Dios no es solamente una realidad
escatológica, la intervención salvadora, la síntesis de todos los bienes salvíficos, el concepto central de
la beatitud.
Las parábolas del reino deben interpretarse tanto en sentido escatológico como mesiánico, indicando que
ya está presente, en la persona de Jesús y su obra (cf Mc 4, 11; 13,28-29; Lc 17,20) y continúa
creciendo. En las parábolas se hace presente una moralización del mensaje. Al lado de la buena semilla,
que es acogida, coexiste la cizaña de los que rehusan la palabra de Dios. Jesús identifica la apertura al
reino (cf. Mc 10, 13-16; Lc 18, 15-17; Mt 19, 13-15) con la acogida a su propia persona (cf. Mc 9, 37;
Mt 18,15; Lc 9,48).
La actitud que posibilita la entrada en Él es la conversión, que se implica el hacerse como niños,
recibiendo el reino de Dios como un don absolutamente gratuito, distinto es el caso de los que se tienen
por “justos” (cf. Lc 18, 9-14)
El seguimiento de Jesús
Jesús llama a algunos discípulos y ellos le siguen (Cf. Mt 4, 22). Después este seguimiento se convertirá
en exigencia ética (Cf. Mt 10,38): deben asumir en su vida la aceptación de los valores e ideales de vida
de Jesús, su estilo de servicio (cf. Mc 10,45).
Este seguimiento no se reduce a gestos superficiales sino que conduce hasta la entrega salvadora. A
Jesús no lo eligen, como en las escuelas rabínicas: Él elige a sus discípulos. La condición de discípulo de
un rabino es transitoria, mientras que para el discípulo de Jesús está marcada por un destino que se
realiza en la comunión de vida y de muerte con su Maestro.
No es extraño que el tema del seguimiento de Cristo, ocupe un lugar tan central en la encíclica Veritatis
Splendor, para la cual: “seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana: como
el pueblo de Israel seguía a Dios, que lo guiaba por el desierto hacia la tierra prometida (cf. Ex 13,21),
así el discípulo debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo Padre (cf. Jn 6,44).
La vida en el Espíritu
Jesús actúa toda su vida bajo la acción del Espíritu (cf. LC 3,22; 10, 21; 4, 1.14-18), por lo tanto
también lo recibirán los que siguiendo su ejemplo han aprendido a invocar al Padre (cf. Lc11,13). La
vida de sus discípulos se verá enriquecida, si es que lo piden, por el don y la presencia del Espíritu
Santo, quien les enseñará todo lo que deban decir.
La teología joánica enfatizará que los hombres que nacen de lo alto y aspiran a ver el reino de Dios son
precisamente los que aceptan ser arrastrados por el soplo del Espíritu (Cf, Jn 3-38). Santo Tomás
afirmará siglos más tarde que la ley nueva es la gracia misma del Espíritu Santo, otorgada al creyente
por medio de la fe en Cristo.
En los evangelios se nos demuestran que para el cristiano la pregunta por la bondad ética no se da por
satisfecha con respuestas abstractas. La bondad es alguien, no algo. Ser bueno es seguir a Jesús, el
Maestro y el Señor glorificado. La ética evangélica es una ética personal, vivida por el sujeto que la
predica. Jesús es el predicador moral, un hombre de su tiempo pero que trasciende la historia.
Jesús es el ideal y el prototipo que nos “revela” el rostro de Dios y el verdadero rostro del hombre. La
ética evangélica es plenamente humanizadora. Los ideales de Jesús son exigentes y normativos por ser
profundamente humanos.
3.2.2 La moral en San Pablo
El encuentro con Jesús provocó un profundo cambio en quienes le conocieron. Este cambio se produjo a
la luz del misterio pascual. Es quien les acompaña en el camino a Emaùs, les enseña las Escrituras y les
parte el pan y hace que sus corazones se sientan inflamados (Cf Lc 24, 32 -35).
Ese acontecimiento único será expresado de una y mil formas. Jesús es el Señor. Vive entre los suyos.
Jesús es para ellos el prototipo del hombre, el “proyecto” de hombre que Dios nos ha desvelado en los
últimos tiempos. “ser bueno” significa seguir los caminos de Jesús, el Señor. “ser buenos” significa, para
los cristiano, “ser del Señor”.
Una moral personal: El encuentro con Jesús, camino de Damasco, cambió radicalmente a Pablo. A Partir
de ese momento, Pablo tiene clara conciencia que en él vive Cristo (Cf. Gàl 2, 20-21) toda su vida es
Cristo; su vivir es Cristo (cf. Flp 1, 21).
Pablo considera la vida cristiana, desde el bautismo hasta la gloria, como una unión progresiva con
Cristo Señor. En Cristo, los creyentes han sido salvados, de modo que la salvación es una mera
revelación con Dios por Cristo en el Espíritu. En Cristo, el Padre ha querido ya reconciliarlos (cf. 2Cor
5,18; Col 1,20; Ef 2,16) esa vinculación a Cristo se convierte en fuente del ser cristiano y del actuar
cristiano.
Pero, además, su moral se puede calificar de personal en otro sentido. Pablo, que tiene clara conciencia
de haber sido llamado a anunciar la Buena Nueva a los “gentiles” (no 14 judíos” del mundo helenístico
(crf. Gàl 1, 15) y es consciente de que en Dios no hay acepción de personas (cf. Gal 2.6), se esforzará
por sacar los conclusiones del Evangelio para judíos y griegos, circuncisos e incircuncisos (cf Gàl 6 15;
1 Cor 5,17; Rom 2, 25-29), esclavos o libres, hombres o mujeres (cf Gàl 3,28).
Una moral de la libertad: Pablo repite constantemente que Cristo ha “redimido”, “recomprado” y
rescatado al hombre de los poderes del mal para devolverlo a Dios (cf. Rom 6, 15-23) al redescubrir en
Cristo el sentido de la alianza con Dios, el cristiano queda liberado del yugo de la ley que lo esclavizaba:
de la fuerza que lo ataba y condenaba (cf Gàl 5,1).
En el interior del cristiano, el Espíritu clama “abbà, Padre”, de forma que no se esclavo, sino hijo y viva
con la libertad alegre y confiada que brota de la conciencia de la filiación (cf. Gàl 4,7; Rom 8,14-17). El
cristiano es llamado e impulsado a una libertad que nunca puede confundirse con la depravación del
libertino. No ha sido liberado para vivir según la carne, es decir, en una dimensión ajena a las
orientaciones del Espíritu, sino para poder entregarse a sus hermanos.
Una moral vivida en el Espíritu: Gracias al favor divino, el cristiano, según Pablo, ha sido liberado de la
ley del pecado y de la muerte (cf. Rom 5, 12) por una nueva ley: la del espíritu que da la vida en Cristo
Jesús (cf. Rom 8,2) con Cristo, nuevo Adán, comienza para el hombre un mundo nuevo y una nueva
creación, un nuevo modo de vivir la existencia.
De ahí la continua contraposición entre vivir en la carne y vivir en el espíritu. Vivir en la carne significa
un modo de existencia no guiado por el espíritu que guió a Jesús. Para Pablo, “los que viven según la
carne desean lo carnal” y “no pueden agradar a Dios”. Pero en los creyentes habita el Espíritu, que los
llama a vivir en otra dimensión, suscita tendencias de vida y de paz, y les confiere la pertenencia a Cristo
(cf. Rom 8,12-13).
El Espíritu recibido trae consigo la existencia de una vida moral renovada: “Así que, hermanos míos, no
somos deudores de la carne para vivir según la carne, pues, si vivís según la carne moriréis. Pero si con
el Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis”. (Rom 8,2) constituye por una parte el anuncio de
la novedad de la vida en Cristo, pero también la afirmación de la posibilidad del comportamiento moral
gracias a la fuerza del Espíritu de Dios.
Una moral de las virtudes teologales
Pero la moral paulina no es una invitación puramente negativa a “hacer morir las obras del cuerpo”, es
decir, el pecado, sino que orienta constantemente a vivir unas actitudes nuevas.
La novedad de la moral cristiana, enraizada en la normatividad de Cristo, se concreta en un rasgo
fundamental: vivir de la fe (cfr. Rom 1, 16-17). La fe funda y unifica a las comunidades (cf. Rom 10, 9-
10). Ya no son las palabras de la ley las que salvan, sino esta fe que lleva a alcanzar el fin que la ley se
proponía: la santidad y “justicia” del hombre (cf. Rom 1, 17; 3, 27-31; Gál 2,16).
La esperanza en Jesús que ha de venir se ha convertido, junto con el abandono de los ídolos, en signo de
la conversión a la fe cristiana (cf. 1 Tes 5, 1-11). La esperanza es objeto de la oración (cf. Rom 15, 4-
13).
La caridad es considerada el primero de los “carismas” o dones del Espíritu para la edificación de la
comunidad (cf. 1 Cor 13, 1-7). La caridad así caracterizada por Pablo puede ser considerada como el
resumen de la ley de Dios (Cf Rom 13, 8-10, Gál 5,14; Flp 2, 2-3; Ef 1, 15) y da el verdadero sentido
moral a la vida del creyente (cf. Flp 1, 9-11).
Una moral entre dos tiempos
Pablo no olvida que el cristiano vive en entre el “ya” y “el todavía no”, en la tensión del que ya sido
liberado, pero todavía no ha alcanzado la plenitud de su interna libertad, la moral paulina oscila entre el
indicativo de la salvación ya anunciada y el imperativo del esfuerzo moral para realizarla en la vida. El
cristiano se sabe todavía situado en este mundo de pecado. La moral paulina también está marcada por la
conciencia del lento esfuerzo y la necesaria ascesis de los itinerantes (cf. Cor 6, 9; 15, 33; Gál 6,7).
Pablo describe la moralidad de la vida cristina según el esquema de las virtudes comunes en el mundo
griego de su época, aunque con una referencia absolutamente nueva a Jesucristo.
3.2.3 La moral en san Juan.
El evangelio según San Juan se abre con un acorde que, tras confesar la encarnación del Verbo,
contrapone la ley dada por medio de Moisés con la gracia y la verdad que nos han llegado por Jesucristo
(cf. Jn 1, 17).
Las exigencias éticas del nuevo nacimiento del agua y del Espíritu ( CF. Jn 3,5), de la nueva vida
vinculada a la fe en Cristo( cf. Jn 3, 16), son descritas como un caminar entre la luz y en la verdad (cf. Jn
3,29,21).
Una moral del mandamiento: La moral de Juan parece centrada en la observancia no de la ley, sino del
mandamiento dado por Jesús a la comunidad creyente: Jn 14, 21-24: 1Jn 3, 22-24. El amor, pedido ya
por la ley de Moisés, se convierte ahora, de modo singular y especifico, en el “mandamiento” del Señor.
Al comparar los pasajes citados 1Jn 2, 5-7 se descubre que el mandamiento es presentado en estrecho
paralelismo con la palabra de Jesús el Señor, que es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14,6). Y así
también coloca Juan la exigencia de caminar en la verdad (Cf. 2 Jn 4) y caminar conforme al
mandamiento, que equivalen a vivir en el amor (cf. 2 Jn 6).
El mandamiento recibido del Padre: El cristiano sabe que las palabras de Jesús son germen de vida
eterna (cf. Jn 6,63- 68). Jesús también ha recibido del Padre un mandamiento: “Yo no he hablado por mi
cuenta sino que el Padre que me ha enviado, me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, y yo é que
su mandato es vida eterna” (Jn 12, 49-50). La obediencia al mandato es vida eterna” (Jn 12, 49-50). La
obediencia al mandato de hablar viene ratificada por una obediencia aún más radical: la que acepta
“voluntariamente” la orden del Padre de entregar su vida como el siervo de Yahvéh (Cf. Jn 10,17-18).
En Jn 14, 31 Jesús proclama: “El mundo ha de saber que amo al Padre y que obro según el Padre me ha
ordenado”. La orden es la de entregar su vida. Pero permite a Jesús decir: “Si guardáis mis
mandamientos, permaneceréis en mi amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y
permanezco en su amor” (Jn 15,10).
La exigencia del amor no es una imposición arrojada sobre los hombros del creyente. Jesús hace saber
que ama al Padre y actúa como el Padre le ha ordenado (cf. Jn 14,31). Eso no le hace ser menos hombre.
Ese es su camino, el sentido de su venida. (Cf. Jm 6,38). Esa es la vida que es Él (Cf. Jn 14,6). Una vida
que no puede producir frutos si no vive en unión con el Señor, como los sarmientos con la vid. Los
discípulos saben que deben estar unidos con Cristo permaneciendo en él.
El mandamiento de esta unión con Cristo es el gran motivo en que se fundamente el esfuerzo moral de la
perseverancia en la verdad recibida (Cf. Ijn 2, 24; 4,15), así como la obediencia a los mandamientos (Cf.
Jn 14,23) que se concreta en la imitación del ejemplo de Cristo (cf. 1 Jn 2, 4-6; Jn 13, 14-15).
El mandamiento recibido de Jesús: Jesús habla con frecuencia de sus propios mandamientos: “si me
amáis, guardareis mis mandamientos” (Jn 14,15). “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi
amor, como yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor (2 8Jn 15,10). Les
deja a sus discípulos un mandamiento particularmente “suyo”: “éste es el mandamiento mío: que os
améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15,12; 13,34-35).
Pero no basta amar al hermano, es necesario amarlo como el Señor ha amado a los suyos (cf. Jn 13,34),
es decir, hasta la entrega de la vida (cf. Jn 15, 2 -13). Hasta ahí llega el conocimiento y la identificación
con el Maestro: “en esto hemos conocido lo que es amor: en que él dio su vida por nosotros. También
nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1Jn 3, 16). El mandamiento peculiar de Jesús es el del
amor fraternal (cf. Jn 15, 12-17). Toda la moral joánica se fundamenta en este mandamiento del amor. El
mandamiento del amor no tiene sentido si se desvincula de la entrega amorosa que es la fe (cf. 1 Jn 3,
22-23).
Conclusiones
La moral bíblica es una moral religiosa, es decir, brota del llamado de Dios expresado en la Sagrada
Escritura y espera una respuesta de la persona a quien va dirigido ese llamado. Ahora bien, como la
persona es libre, puede responder positivamente y estará obrando bien (conforme lo que Dios quiere); de
lo contrario obrará mal. Es lo que permite explicar la etimología de la palabra “religión” que significa
volver a ligar, volver a unir llamado con respuesta.
Consecuentemente es una moral que brota de un indicativo (o hecho de la salvación) y culmina en un
imperativo (o exigencia normativa). En efecto, Dios toma la iniciativa. Eso es lo que llamamos
indicativo o “hecho de salvación” y que da pie para exigir el imperativo o norma moral. En el Nuevo
Testamento ocurre algo parecido pero con la acción redentora de Jesucristo que nos libra de pecado.
En la Sagrada Escritura hay momentos “fuertes” o importantes de contenido moral: en el Antiguo
Testamento es el Decálogo (los diez mandamientos) y en el Nuevo Testamento está la moral del sermón
del Monte y la novedad del mandamiento del amor.
Para un cristiano, la moral bíblica del Antiguo Testamento debe ser mirada desde la perspectiva de
Nuevo Testamento. Esto permite entender un proceso de progresiva cercanía de Dios hacia nosotros en
que el primer momento es el de la mayor lejanía: el momento del Sinaí en que parece que lo más
importante es temer a Dios. Luego Dios continúa acercándose y viene el momento de los profetas donde
nos muestra un Dios más próximo a nosotros. Por eso nos invitan a imitar a Dios en sus virtudes (ser
justos, misericordiosos y fieles como lo es Dios). Finalmente Dios se ha acercado tanto a nosotros que se
ha hecho hombre (la encarnación del Hijo de Dios).

4. La ley moral
La ley, según Santo Tomás es “la ordenación de la razón dirigida para el bien común y promulgada por
quien tiene a su cargo la comunidad”. Brota de la razón e incluye en sí el concepto de norma, pero
además remite a la voluntad competente, que manifiesta e impone la norma como obligatoria. Como
ordenación racional y como tendencia a un fin, es también expresión de una voluntad libre.
En la Teología Moral el término ley dice relación a la mediación objetiva de la moralidad.
La ley moral
La ley moral es obra de la Sabiduría divina. Se la puede definir, en el sentido bíblico, como una
instrucción paternal, una pedagogía de Dios. Prescribe al hombre los caminos, las reglas de conducta
que llevan a la bienaventuranza prometida; proscribe los caminos del mal que apartan de Dios y de su
amor. Es, a la vez, firme en sus preceptos y amable en sus promesas.
La ley es una regla de conducta proclamada por la autoridad competente para el bien común. La ley
moral supone el orden racional establecido entre las criaturas, para su bien y con miras a su fin, por el
poder, la sabiduría y la bondad del Creador. Toda ley tiene en la ley eterna su verdad primera y última.
Es declarada y establecida por la razón como participación en la providencia del Dios vivo, Creador y
Redentor de todos.
“El hombre es el único entre todos los seres animados que puede gloriarse de haber sido digno de recibir
de Dios una ley: Animal dotado de razón, capaz de comprender y de discernir, regular su conducta
disponiendo de su libertad y de su razón, en la sumisión al que le ha entregado todo”.
Sus expresiones son diversas y todas están coordinadas entre sí: la ley eterna, fuente en Dios de todas las
leyes; la ley natural; la ley revelada, que comprende la ley antigua y la ley la ley nueva o evangélica; las
leyes civiles y eclesiásticas.
Tiene en Cristo su plenitud y su unidad. Jesucristo es en persona el camino de la perfección. Es el fin de
la ley, porque sólo Él enseña y da la justicia de Dios: “Porque el fin de la Ley es Cristo para justificación
de todo creyente” (Rom 10,4).
La ley moral natural
El hombre participa de la sabiduría y la bondad del Creador que le confiere el domino de sus actos y la
capacidad de gobernarse con miras a la verdad y al bien. La ley natural expresa el sentido moral original
que permite al hombre discernir mediante la razón lo que son el bien y el mal, la verdad y la mentira.
La ley “divina y natural”, muestra al hombre el camino que debe seguir para practicar el bien y alcanzar
su fin. Contiene los preceptos primeros y esenciales que rigen la vida moral. Tiene por raíz la aspiración
y la sumisión a Dios, fuente y juez de todo bien, así como el sentido del prójimo como igual a sí mismo.
Está expuesta, en sus principales preceptos, en el Decálogo. Esta ley se llama natural no por referencia a
la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la proclama pertenece propiamente a la
naturaleza humana.
Presente en el corazón de todo hombre y establecida por la razón es universal en sus preceptos, y su
autoridad se extiende a todos los hombres. Expresa la dignidad de la persona y determina la base de sus
derechos y deberes fundamentales.
Su aplicación varía mucho: puede exigir una reflexión adaptada a la multiplicidad de las condiciones de
vida según los lugares, las épocas y las circunstancias. Sin embargo, en la diversidad de culturas, ella
permanece como una norma que une entre sí a los hombres, y les impone, por encima de la diferencias
inevitables, principios comunes.
Es inmutable y permanece a través de las variaciones de la historia; subsiste bajo el flujo de ideas y
costumbres, y sostiene su progreso. Las normas que la expresan permanecen sustancialmente valederas.
Incluso cuando llega a renegar de sus principios, se la puede destruir ni arrancar del corazón del hombre.
Resurge siempre en la vida de individuos y sociedades.
Obra maravillosa del Creador, proporciona los fundamentos sólidos sobre los que el hombre puede
construir el edificio de las normas morales que guían sus decisiones. Establece también la base moral
indispensable para le edificación de la comunidad de los hombres. Finalmente, proporciona la base
necesaria a la ley civil que se adhiere a ella, bien mediante una reflexión que extrae la conclusión de sus
principios, bien mediante adiciones de naturaleza positiva u jurídica.
Los preceptos de la ley natural no son percibidos por todos de una manera clara e inmediata. En la
situación actual, la gracia y la revelación son necesarias al hombre pecador para que las verdades
religiosas y morales puedan ser conocidas “de todos y sin dificultad, con una firme certeza y sin mezcla
de error”. La ley natural proporciona a la ley revelada y a la gracia un cimiento preparado por Dios y
armonizado con la obra del Espíritu.
4.3 La ley antigua
Dios, nuestro Creador y Redentor, eligió a Israel como su pueblo y le reveló su ley, preparando así la
venida de Cristo. La ley de Moisés contiene muchas verdades naturalmente accesibles a la razón. Éstas
están declaradas y autentificadas en el marco de la Alianza de la Salvación.
La ley antigua es el primer estado de la ley revelada. Sus prescripciones morales están resumidas en los
Diez mandamientos. Los preceptos del Decálogo establecen los fundamentos de la vocación del hombre,
formando a imagen de Dios. Prohíben lo que contrario al amor de Dios y del prójimo, y prescriben lo
que le es esencial. El Decálogo es una luz ofrecida a la conciencia de todo hombre para manifestarle la
llamada y los caminos de Dios, y para protegerlo contra el mal.
“La importancia que tiene el Decálogo para la moral es enorme. En primer lugar, para los judíos resume
lo más importante que tienen que cumplir para ser fieles a la Alianza con Dios. Los cristianos también
van a considerar central el Decálogo y será parte de la enseñanza de la moral hasta el día de hoy, unida,
a la moral que se desprende del Sermón de la Monte. El Decálogo es una base moral para toda la
humanidad. En efecto, sus exigencias tiene que ver con elementos fundamentales de la moral natural de
todos los hombres y también puede ser vistas como una base ética para la Declaración Universal de los
Derechos Humanos.
Según la tradición cristiana, la ley santa (Rom 7,12), espiritual (Rom 7,14) y buena (Rom 7,16) es
todavía imperfecta. Como un pedagogo (Gál 3, 24), muestra lo que es preciso hacer, pero no da de suyo
la fuerza, la gracia del Espíritu para cumplirlo. A causa del pecado, que ella no puede quitar, no deja de
ser una ley de servidumbre. Según San Pablo, tiene por función principal denunciar y manifestar el
pecado, que forma una “ley de concupiscencia” (Rom 7), en el corazón del hombre. No obstante,
constituye la primera etapa en el camino del reino. Prepara y dispone al pueblo elegido y a cada cristiano
a la conversión y a la fe en el Dios Salvador. Proporciona una enseñanza que subsiste para siempre,
como la Palabra de Dios.
La ley antigua es una preparación para el Evangelio. “La ley es profecía y pedagogía de las realidades
venideras”. Profetiza y presagia la obra de la liberación del pecado que se realizará con Cristo;
suministra al Nuevo Testamento las imágenes, los “tipos”, los símbolos para expresar la vida mediante
el Espíritu. La ley se completa según la enseñanza de los libros sapienciales y de los profetas, que la
orienta hacia la nueva Alianza y el reino de los cielos.
4.4 La ley nueva o ley evangélica
La ley nueva o la ley evangélica es la perfección de la ley divina, natural y revelada. Es obra de Cristo y
se expresa particularmente en el Sermón de la Montaña. Es también obra del Espíritu Santo, y por Él
viene a ser la ley interior de caridad (cf Heb 8,8-10; Jer 31,31-34).
Es la gracia del Espíritu Santo dada a los fieles mediante la fe en Cristo, actúa por la caridad, utiliza el
Sermón del Señor para enseñarnos lo que hay que hacer y los sacramentos para comunicarnos la gracia
de realizarlo.
“Da cumplimiento” (Mt 5, 17-19), purifica, supera y lleva a su perfección la ley antigua. En las
Bienaventuranzas da cumplimiento a las promesas divinas elevándolas y ordenándolas al Reino de los
cielos. Se dirige a los que están dispuestos a acoger con fe esta esperanza nueva: los pobres, los
humildes, los afligidos, los limpios de corazón, los perseguidos a causa de Cristo, trazando así los
caminos sorprendentes del reino.
Lleva a plenitud los mandamientos de la ley. El Sermón del Monte, lejos de abolir a devaluar las
prescripciones morales de la ley antigua, extrae de ella su virtualidad oculta y hacer surgir de ella nuevas
exigencias: revela toda su verdad divina y humana. No añade preceptos exteriores nuevos, pero llega a
reformar la raíz de los actos, el corazón donde el hombre elige entre lo puro y lo impuro (cf. Mt 15, 18-
19), donde se forman la fe, la esperanza y la caridad, y con ellas las otras virtudes. El evangelio conduce
así la ley a su plenitud mediante la imitación de la perfección del Padre Celestial (cf. Mt 5, 44), mediante
el perdón de los enemigos y la oración por los perseguidores, según el modelo de la generosidad divina.
La moral del sermón del Monte es un punto central de la moral cristiana. Es la propuesta o programa de
conducta moral que Jesús propone a todos los que creen que Él es el Hijo de Dios.
Las frases que resumen el mensaje del Sermón del Monte se encuentren en San Mateo 5, 20 donde se
expresa: “ Y les digo que si vuestra conducta no es mejor que la de los maestros de la ley y de los
fariseos, no entrarán en el reino de los Cielos” y en Mateo 6, 33: “Busquen primero el reino de Dios y su
justicia y lo demás se os dará por añadidura” son citas que resumen todo el sentido del SM porque la
primera plantea el cambiar de conducta (no vivir igual que los fariseos) y la segunda plantea las
prioridades: para el seguidor de Cristo está primero la causa del Evangelio (los valores del reino) y luego
vienen las preocupaciones de este mundo.
4.5 La “Novedad” del mandamiento del amor
Siempre se ha dicho que Jesús enseñó el mandamiento del amor. Eso es cierto pero ya este mandamiento
se conocía en el Antiguo Testamento. Por tanto, la novedad no está en haber enseñado por primera vez
este mandamiento sino en el modo, la profundidad y la extensión con que lo enseñó:
a) La unión inseparable que Jesús plantea entre el amor a Dios y el amor al prójimo. En el AT
parecía que era posible separar ambos tipos de amor. Para Jesús son dos aspectos de un mismo
mandamiento: la manera de expresar concretamente el amor a Dios para por el amor al prójimo (“quien
dice amar a Dios y no ama al prójimo es un mentiroso” expresa san Juan).
b) La primacía (o la mayor importancia) que Jesús otorga al amor (a Dios y al prójimo) por sobre
todos los otros mandamientos. Jesús resume todas las exigencias éticas en el mandamiento del amor (a
Dios y al prójimo). Por eso los 10 mandamientos pueden reducirse a vivir el amor: el amor a la vida (no
matar), el amor a la verdad (no mentir) el amor al compromiso serio (no cometer actos impuros), el amor
al bien ajeno (no robar), etc.
c) Jesús enseña el amor al prójimo con tres novedades que nunca antes se habían planteado: 1.
Extensión máxima de amor al prójimo: amar hasta el enemigo; 2. Amar como Jesús nos ha amado
(en el AT se decía “ama a tu prójimo como a ti mismo”. Jesús cambia el criterio y dice “amen como Yo
los he amado”… es decir con un amor que puede llegar a dar la vida). 3. Perdonar sin medida.

5. La conciencia moral
“En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la
que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándole
siempre a amar y hacer el bien y a evitar el mal… el hombre tiene una ley inscrita por Dios en su
corazón… la conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios,
cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” Gadudium et Spes, 16.
5.1 El dictamen de la conciencia
Presente en el corazón de la persona, la conciencia moral (cf. Rom 2, 14-16) le ordena, en el momento
oportuno, practicar el bien y evitar el mal. Juzga también las opciones concretas aprobando las que son
buenas y denunciando las que son malas (cf. Rm 1,32). Atestigua la autoridad de la verdad con
referencia al bien supremo por el cual la persona humana se siente atraída y cuyos mandamientos acoge.
El hombre prudente, cuando escucha la conciencia moral, puede oír a Dios que le habla.
La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de
un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está
obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto. Mediante el dictamen de su conciencia el
hombre percibe y reconoce las prescripciones de la ley divina.
Es preciso que cada uno preste atención a sí mismo para oír y seguir la voz de su conciencia. Esta
exigencia de interioridad es tanto más necesaria cuanto que la vida nos impulsa con frecuencia a
prescindir de toda reflexión, examen o interiorización.
La dignidad de la persona humana implica y exige la rectitud de la conciencia moral. La conciencia
moral comprende la percepción de los principios de la moralidad (“sindéresis”), su aplicación a las
circunstancias concretas mediante un discernimiento práctico de las razones y de los bienes, y en
definitiva el juicio formado sobre los actos concretos que se van a realizar o se han realizado. La verdad
sobre el bien moral, declarada en la ley de la razón, es reconocida práctica y concretamente por el
dictamen prudente de la conciencia. Se llama prudente al hombre que elige conforme a este dictamen o
juicio.
La conciencia hace posible asumir la responsabilidad de los actos realizados. Si el hombre comete el
mal, el justo juicio de la conciencia puede ser en él testigo de la verdad universal del bien, al mismo
tiempo que de la malicia de su elección concreta. El veredicto del dictamen de conciencia constituye una
garantía de esperanza y de misericordia. Al hacer patente la falta cometida recuerda el perdón que se ha
de pedir, el bien que se ha de practicar todavía y la virtud que se ha de cultivar sin cesar con la gracia de
Dios: “Tranquilizaremos nuestra conciencia ante él, en caso que nos condene nuestra conciencia, pues
Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo” (Jn 3,19-20).
El hombre tiene el derecho de actuar en conciencia y en libertad a fin de tomar personalmente las
decisiones morales: “no debe ser obligado a actuar contra su conciencia. Ni se le debe impedir que actúe
según su conciencia, sobre todo en materia religiosa”.
5.2 La formación de la conciencia
Hay que formar la conciencia y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es recta y veraz.
Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero y querido por la sabiduría del Creador.
Es indispensable para las personas sometidas a influencias negativas y tentados por el pecado.
Es una tarea de toda la vida. Desde los primeros años despierta al niño al conocimiento y a la práctica de
la ley interior reconocida por la conciencia moral. Una educación prudente enseña la virtud; preserva o
sana del miedo, del egoísmo y del orgullo, de los insanos sentimientos de culpabilidad y de los
movimientos de complacencia, nacidos de la debilidad y de las faltas humanas. Garantiza la libertad y
engendra la paz del corazón.
En ella, la Palabra de Dios es la luz de nuestro caminar; es preciso que la asimilemos en la fe y la
oración, y la pongamos en práctica. Es preciso, también, que examinemos nuestra conciencia atendiendo
a la cruz del Señor. Estamos asistidos por los dones del Espíritu Santo, ayudados por el testimonio o los
consejos de otros y guiados por la enseñanza autorizada de la Iglesia.
5.3 Decidir en conciencia
Ante la necesidad de decidir moralmente, la conciencia puede formular un juicio recto de acuerdo con la
razón y con la ley divina, o al contrario un juicio erróneo que se aleja de ellas. El hombre se ve a veces
enfrentado a situaciones que hacen el juicio moral menos seguro, y la decisión difícil. Pero debe buscar
siempre lo que es justo y bueno y discernir la voluntad de Dios expresada en la ley divina.
Para esto, el hombre se esfuerza por interpretar los datos de la experiencia y los signos de los tiempos
gracias a la virtud de la prudencia, los consejos de las personas entendidas y la ayuda del Espíritu Santo
y de sus dones.
En todos los casos son aplicables algunas reglas:
Nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien.
La “regla de oro”: “Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros” (Mt
7,12; LC 6,31; Tb 4,15). La caridad debe actuar siempre con respeto hacia el prójimo y hacia su
conciencia: “pecando así contra vuestros hermanos, hiriendo su conciencia…, pecáis contra Cristo”
(1Cor 8,12). “ lo bueno es… no hacer lo que sea para tu hermano ocasión de caída, tropiezo o debilidad”
(Rm 14,21).
5.4 El juicio erróneo
La persona humana debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. Si obrase deliberadamente
contra éste último, se condenaría a sí mismo. Pero sucede que la conciencia moral puede estar afectada
por la ignorancia y puede formar juicios erróneos sobre actos proyectados o ya cometidos. Esta
ignorancia puede con frecuencia ser imputada a la responsabilidad personal. Así sucede “cuando el
hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la
conciencia se queda casi ciega”. En estos casos, la persona es culpable del mal que comete.
El desconocimiento de Cristo y de su Evangelio, los malos ejemplos recibidos de otros, la servidumbre
de las pasiones, la pretensión de una mal entendida autonomía de la conciencia, el rechazo de la
autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y de caridad pueden conducir a
desviaciones del juicio en la conducta moral.
Si por el contrario, la ignorancia es invencible, o el juicio erróneo sin responsabilidad del sujeto moral,
el mal cometido por la persona no puede ser imputado. Pero no deja de ser un mal, una privación, un
desorden. Por tanto, es preciso trabajar por corregir la conciencia moral de sus errores.
La conciencia buena y pura es iluminada por la fe verdadera. Porque la caridad procede al mismo tiempo
“de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera” (1Tm 1,5; 3,9; 2Tm 1,3; 1P 3,21;
HCH 24,16).
La conciencia buena y pura es iluminada por la fe verdadera. Porque la caridad procede al mismo tiempo
“de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera” (1Tm 1,5; 3,9; 2 Tm 1,3; 1P 3,21;
Hch 24,16).
“Cuanto mayor es el predominio de la conciencia recta, tanto más las personas y los grupos se apartan
del arbitrio ciego y se esfuerzan por adaptarse a las normas objetivas de moralidad”.

6. Los valores
El valor es una realidad compleja. Se define como aquello que es (o hace a un objeto) apetecible,
amable, digno de aprobación, de admiración…; lo que provoca sentimientos, juicios o actitudes de
estima y recomendación; lo que es útil para un fin determinado. El valor dice relación a la persona
humana en cuanto hace referencia a su condición de ser indigente (deseos, aspiraciones, necesidades): la
experiencia humana de la exigencia de satisfacer un número de necesidades (biológicas, psicológicas,
sociales, espirituales).
La limitación característica del ser humano y su carencia radical le vuelven menesteroso y necesitado en
todos los niveles de su personalidad. Toda realidad que satisface esas exigencias o aspiraciones se hace
valiosa; es decir, constituye un valor hacia el que se experimenta una inclinación natural y espontánea.
El valor viene a llenar una ausencia, a satisfacer una necesidad, a ofrecer precisamente lo que falta.
El valor designa lo que dice perfección o bien; por tanto lo apreciable, lo preferible, lo deseable, el
objeto de una anticipación o de una espera normativa. A la vez, a nivel objetivo, dice relación a aquella
cualidad intrínseca del objeto que suscita la admiración, la estima, el respeto, el afecto, la búsqueda y la
complacencia.
Todos los valores dicen relación dicen relación a la persona humana en cuanto constituyen un bien para
ella. Sin embargo, el valor ético tiene un talante totalizante, y que no promociona una sola dimensión
sino la totalidad de la existencia en cuanto interpela a la libertad del sujeto como responsable de su
proyecto de vida. Así, a título de ejemplo, una persona inteligente siendo la inteligencia un valor) no es
necesariamente una persona honrada (el valor moral que abarca todas las dimensiones de la vida
relacionada con la honradez). Sólo el valor moral otorga el adjetivo de bondad o maldad a la persona.
Si el valor ético dice relación a la auténtica realización de la persona humana, como un llamado
correspondiente a su propia dignidad, ¿cuál es el referente fundante? Depende de cuál es el valor
supremo dentro de un pensamiento ético desde el cual se organiza la jerarquización de los valores éticos
dentro de su sistema moral particular.
En la Teología Moral se han presentado distinto referentes fundantes: la caridad, el reino de Dios, la
imitación de Cristo, el cuerpo místico de Cristo, el seguimiento de Cristo.
Desde la realidad latinoamericana se puede presentar otra formulación: el valor supremo de la ética
cristina en cuanto cristiana es la persona de Jesús el Cristo, y en cuanto ética es la caridad que se expresa
en el respeto por la dignidad de cada y toda persona humana (bioética), la opción por el amor (moral de
la sexualidad) y la exigencia de la solidaridad (moral social) teniendo al pobre como referente de
autenticidad práxica.
6.2 Valor y juicio moral
El juicio moral se pronuncia sobre la presencia o la ausencia de un valor ético en una situación o un
comportamiento concreto. La integración de distintos juicios, a partir de su estructura racional aplicada
al mayor número posible de situaciones, permite la formulación de principios para orientar el
comportamiento humano responsable.
Los principios morales han de ser entendido como directores de valor, mediante las cuales la experiencia
ética archivada ayudada, y no anula, la decisión original e irrepetible del individuo en la situación
concreta.
Los principios éticos orientan al sujeto en las situaciones conflictivas porque asumen la realidad
concreta en cuanto consideran las consecuencias de una acción, identificando en ella la presencia de un
valor que puede entrar en conflicto con otro.
En la reflexión moral, tradicionalmente se distinguen cuatro principios y cuatro distinciones.
Principios
a) El principio de doble efecto, supone un contexto en que una acción determinada provoca
simultáneamente dos consecuencias: una positiva y la otra negativa. Se establecen cuatro condiciones:
debe ser una acción buena en sí misma, o al menos, indiferente; la honestidad del fin; la independencia
del efecto bueno del malo; y una razón proporcionalmente grave.
b) El principio de totalidad asume la relación existente entre la parte y el todo, privilegiando el
significado más completo que posee el todo con respecto a la parte. El valor de la totalidad tienen una
preferencia cuando entra en conflicto con el valor de una parte.
c) El principio del bien posible o del mal menor presume una colisión de deberes o de conflicto de
valores, ya que la observación de una norma llevaría a consecuencias aún más graves, comprometiendo
valores de igual o mayor jerarquía (como por ejemplo en el caso de la legítima defensa). En el horizonte
de lo ideal (una tensión inherente a lo ético) no se puede desconocer lo real (la posibilidad concreta) en
una situación conflictiva.
d) El principio de la epiqueya tiene un talante ético jurídico dado que presupone una situación donde la
perspectiva moral no coincide con la jurídica vigente. Se trata de una situación concreta no prevista ni
previsible por el legislador, justamente para poder ser fiel al espíritu del legislador contenido en la ley
promulgada. En este caso hay una interpretación, por parte del sujeto agente, de la voluntad del
legislador o del espíritu de la ley, para hacerla coincidir con la perspectiva dentro del cual se ha
formulado la ley misma. El recurso a la epiqueya supone equilibrio, madurez y rectitud.
Distinciones
a) Voluntario-Involuntario: se emplea principalmente en el contexto del principio de doble efecto,
subrayando la voluntad de realizar el efecto positivo mientras tan sólo se tolera el efecto negativo. Esta
distinción dice relación a la actitud.
b) Directo-Indirecto: el efecto negativo debe seguir sólo indirectamente de la realización del acto de
doble efecto, pero no pude ser su fin directo que sólo puede identificarse con el efecto positivo. Este
criterio hace referencia al acto.
c) Activo-Pasivo: básicamente esta distinción sólo difiere de la anterior por la terminología y el ámbito
en el cual se aplica habitualmente (la licitud ética de dejar morir con dignidad se llamaba eutanasia
pasiva y la condena ética se dirige a una intervención activa o directa encaminada a abreviar la vida).
d) Inocente-Culpable: cuando se juzgaba lícito realizar una acción que tuviese como consecuencia
involuntaria (no deseada) e indirecta la muerte de un inocente (interrupción del embarazo en el caso de
un útero afectado por un tumor).
Si el valor es un bien ético (la justicia), el principio es una explicación direccional del valor que
posibilita su consecución (entonces, la justicia implica la perspectiva y la causa de los pobres).

7. La respuesta moral negativa: el pecado


El objeto de la Teología Moral no es el pecado sino la llamada a la perfección que nos ha sido dirigida
por Jesucristo. Pero la Moral no puede desentenderse de los pecados del mundo. El Catecismo de la
Iglesia Católica así el pecado:
“El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para
con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del
hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como “una palabra, un acto o un deseo
contrarios a la ley eterna” (S. Agustín, Faust 22,27: S. Tomás de A., S. Th. 1-2, 71,6)” Catecismo de la
Iglesia Católica. 1989.
7.1. Ejes de comprensión
En la historia de la reflexión teológica, la realidad del pecado ha sido comprendida fundamentalmente en
torno a tres ejes: el pecado como ofensa a Dios, como alejamiento a Dios y como violación de la ley de
Dios.
7.1.1 El pecado como ofensa a Dios
El pecado como ofensa a Dios es un tema de origen bíblico. En la encíclica Humani Generis (12 de
Agosto de 1950), Pio XII se refiere al pecado “en cuanto es ofensa de Dios”. Esta definición de pecado
no puede entenderse en un sentido antropomórfico, ya que lo humano y lo divino no están en el mismo
nivel (si lo fueran no tendría sentido distinguirlos y hablar de lo trascendente). Más bien, en el contexto
de la oposición entre pecado y caridad, y sin excluir la posibilidad de comportamientos que implican
explícitamente un rechazo de Dios, “mucho más frecuentemente la ofensa se concreta en un
comportamiento nocivo para el prójimo y en el mal que el hombre se hace a sí mismo”. Porque el
hombre es una criatura de Dios, hecha a su imagen y semejanza (Gén 1,26; Sab 2,23). El amor a Dios, la
observancia a su ley, se manifiesta en el amor al prójimo. (1 Jn 4,20-21).
7.1.2 El pecado como alejamiento de Dios
El pecado como alejamiento (“aversio”) de Dios y conversión (“conversio”) a las criaturas. Esta
definición se reitera, aunque de distintas maneras, en los criterios de San Agustín: “Todos los pecados
incluyen este elemento de apartarse de los divino y de lo verdaderamente permanente y se convierte a lo
cambiante e incierto” (San Agustín, De libero arbitrio, 1, c. 6:PL 32,1240). Esta conceptualización del
pecado complementa la perspectiva teocéntrica (oposición a Dios y deformación a su obra) y la
antropológica (una deformación humana en su realidad personal, social y cósmica). “Al negarse con
frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin
último, y también toda su ordenación tanto por lo que toca a su persona como a las relaciones con los
demás y con el resto de la creación”.
7.1.3 El pecado como violación de la ley de Dios
El pecado como violación de la ley de Dios es la definición dada por San Agustín. No se trata de una
interpretación juridicista (una exterior transgresión de normas o infracción de preceptos) sino personal
de la ley. El pecado consiste en la desobediencia, es decir, un rechazo a Dios que entrega la ley. La
auténtica ley es participación de la ley de Dios que Él ha impreso en la persona humana. Ya que la ley se
entiende como instancia que estructura el ser humano en sí mismo, orientando y estimulando su
desarrollo, la violación de la ley es oponerse a la orientación fundamental de la persona.
7.2 La realidad de pecado implica
*** Una decisión libre. Tradicionalmente se ha establecido que para hablar de pecado se requiere no
sólo que lo que se elige sea malo (la materia), sino también que se le reconozca como tal (advertencia) y
que haya adhesión a ello por una decisión propia (consenso). En esta perspectiva se distingue en la
actualidad, a nivel de la responsabilidad personal, entre el desorden y el pecado. El desorden dice
relación a un comportamiento incorrecto que contradice el bien y el valor; el pecado denota un
comportamiento incorrecto del cual se es consciente y a pesar de ello se pone en práctica.
*** Contra Dios. La persona proclama su autonomía frente a Dios, negando su condición de criatura. El
pecado contradice la relación entre Dios y la humanidad establecida en y por Jesús, el Cristo. Así,
“como gesto contra Cristo, el pecado revela su poder inconcebible: es capaz de herir a Dios, porque Dios
al hacerse hombre en Cristo, se ha vuelto vulnerable; el hombre ha podido herirle y hasta matarlo. En la
cruz aparece de una manera suprema la vulnerabilidad de Dios”38. El amor divino por sus criaturas es
tan grande que Dios Padre asume la vulnerabilidad en la cruz del Hijo (cf. 2 Cor 5,20-21; Gál 1,3-4).
*** Contra la misma persona. Al no aceptar su condición real de criatura, la persona no llega a una
auténtica compresión de sí misma como tampoco se encamina a su plena realización, porque entra en
una situación de mentira existencial. “Esta es la naturaleza profunda del pecado: el hombre se desgaja de
la verdad poniendo su voluntad por encima de ésta. Queriéndose liberar de Dios y ser él mismo un dios,
se extravía y se destruye. Se autoaliena”.
*** Contra la comunidad humana. La persona que no reconoce sus propios límites (ya que el pecado
es la reivindicación de la autonomía absoluta) tampoco los reconocerá delante de los demás40. En las
narraciones bíblicas, la ruptura con Dios conduce a la ruptura entre las personas: en el primer pecado la
ruptura de Adán y Eva con Yahveh produjo la ruptura en la pareja (cf. Gén 3,12) y más adelante el
homicidio entre hermanos (cf. Gén 4,2-16). Por tanto “el hombre pecador, habiendo hecho de sí su
propio centro, busca afirmarse y satisfacer su anhelo de infinito sirviéndose de las cosas: riquezas, poder
y placeres, despreciando a los demás hombres a los que despoja injustamente y trata como objetos o
instrumentos. De este modo, contribuye por su parte a la creación de estructuras de explotación y de
servidumbre que, por otra parte, pretende denunciar”.
En la Pasión, la misericordia de Cristo vence al pecado. En ella es donde se manifiesta mejor su
violencia y su multiplicidad: incredulidad, rechazo y burlas por parte de los jefes del pueblo, debilidad
de Pilato y crueldad de los soldados, traición de Judas tan dura a Jesús, negaciones de Pedro y abandono
de sus discípulos. Sin embargo, en la hora misma de las tinieblas y del príncipe de este mundo (cf. Jn
14,30), el sacrificio de Cristo se convierte secretamente en la fuente de la que brotará inagotable el
perdón de nuestros pecados.
7.3 La gravedad del pecado: pecado mortal y venial
El Catecismo de la Iglesia Católica expresa:
N° 1854 Conviene valorar los pecados según su gravedad. La distinción entre pecado mortal y venial,
perceptible ya en la Escritura (Jn 5,16-17) se ha impuesto en la Tradición de la Iglesia. La experiencia de
los hombres la corroboran.
N° 1855 El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la
ley de Dios; aparta al hombre de Dios que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien
inferior. El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofenda y la hiere.
N° 1856 El pecado mortal que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita una nueva
iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el
marco del sacramento de la reconciliación.
N° 1857 para que un pecado sea mortal se requiere tres condiciones: “Es pecado mortal lo que tiene por
objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y pleno consentimiento”
(Reconciliatio et penitentia, 17).

8.1 La conversión en la Sagrada Escritura


La Sagrada Escritura no se entendería si se niega la experiencia del pecado como rechazo del pueblo de
Israel y de los seres humanos al ofrecimiento del amor de Dios. La Escritura prácticamente se abre con
una gran iniciativa de amor que es la Creación y con una gran negativa de parte de la primera pareja
humana que desconfía de Dios y desea hacer su propia vida.
Pero si la Escritura nos habla del pecado es para hablarnos del amor de Dios que nos vuelve a invitar una
y otra vez a volver a Él que es misericordioso, lento a la ira y rico en piedad. Ya desde el pecado en el
paraíso, lento a la ira y rico en piedad. Ya desde el pecado en el paraíso, junto con el anuncio del castigo
está el anuncio de la derrota de Satanás (cf. Gen 3, 1-5), y una y otra vez los profetas denuncian el
pecado del pueblo y lo llaman a volver a su amor. Este volver a aceptar el amor de Dios y volver a
caminar por sus caminos es la conversión.
La conversión siempre nace por una iniciativa de Dios que nos envía mensajeros, que nos invita y nos
mueve. Juan el Bautista proclama en el desierto: “conviértanse porque el reino de Dios está cerca”. Él
llama a transformar las actitudes que son incompatibles con la llegada del reino y a expresar esta
transformación del corazón en obras nuevas como el hacer justicia, compartir la ropa, etc. (cf. Lc 3, 7-
18).
Las palabras con que Jesús inicia su predicación coinciden con las de Juan: “El tiempo se ha cumplido y
el reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en la Buena Noticia” (Mc 1, 14-15). Jesús nos llama a
no estar más centrados en nosotros mismos y en nuestros propios proyectos y abrirnos a amor de Dios,
creyendo y confiando en Él. Nos llama a cambiar la orientación profunda de nuestra vida y no sólo,
aunque eso también, a dejar de hacer obrar malas.
8.2 La conversión como opción fundamental
La conversión en su profundidad es optar fundamentalmente por Cristo y por su Evangelio de manera
que orientemos radicalmente nuestra vida y energía a su servicio. Por lo tanto, es algo más que
arrepentirse de una falta concreta para quedar limpios. Es orientar el corazón en el sentido de Dios, de su
reino, de los valores morales.
Esta conversión, entendida como opción fundamental positiva, exige la trasformación de nuestras
actitudes personales frente al mundo, las personas, las cosas. Y de estas actitudes nuevas deberán surgir
actos nuevos.
La conversión significa dejar que obre el Espíritu de Cristo, que desde dentro transforme nuestras
actitudes y que produzca en nosotros los frutos enumerados por Pablo en Gálatas 5, 22-24. Será tarea de
toda la vida el que esta opción fundamental conquiste todas las dimensiones de nuestra personalidad y
para eso es indispensable oír una y otra vez la Palabra de Dios que nos invita a la conversión.
La conversión implica, por lo tanto, el abandonar una opción fundamental de centramiento en nosotros
mismos y de cerrazón a Dios y al hermano, para asumir la opción de vivir abiertos a Dios, al Evangelio
y al amor hacia los hermanos.
8.3 La conversión como gracia y su expresión sacramental
La iglesia ha sido constante en afirmar que nosotros no podemos establecer una relación con Dios ni
salir de una opción fundamental negativa por nuestras propias fuerzas, sino que necesitamos la gracia y
benevolencia de Dios. La iniciativa siempre viene de Dios, a nosotros nos corresponde el responder o no
a ese ofrecimiento. El catecismo de la Iglesia Católica nos dice: “La primera obra de la gracia del
Espíritu Santo es la conversión, que obra la justificación según el anuncio de Jesús al comienzo del
Evangelio… Movido por la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así el
perdón y la justicia de lo alto”46.
La conversión se expresa fundamentalmente en el sacramento del bautismo. El adulto que lo recibe está
poniendo los gestos que significan la aceptación de la gracia de Dios en su vida. En la confesión de fe,
que ocupa un lugar importante en la celebración del bautismo, él expresa su disposición a renunciar al
pecado, al demonio, a sus obras y a cambiar de vida orientándola en el sentido del amor a Dios y al
hermano.
Otra forma de expresar sacramentalmente la conversión es a través del sacramento de la reconciliación
por el cual el ya bautizado que ha abandonado su opción por Dios, pide perdón en la Iglesia por el daño
causado a sí mismo o a los demás, y al hacerlo, pide perdón a Dios mismo. “El pecado mortal, que ataca
en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y
una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la
reconciliación”47.
Por último, la participación en la Cena del Señor, es también un camino para expresar nuestra
conversión continua. En ella nos unimos a la opción profunda, a la vida, la muerta y la resurrección de
Jesús y por lo tanto debemos dejar que sus actitudes, expresadas en las palabras y en los gestos, nos
interpelen y nos impregnen.
8.4 La dimensión social de nuestra conversión
La conversión significa aceptar plenamente a Cristo y su Evangelio como criterio de nuestra vida y
acoger al Espíritu como la fuerza transformadora de nuestras vidas. Pero desde la encarnación, todo lo
que hacemos al hermano se lo hacemos a Cristo y no podemos decir que amamos a Dios a quien no
vemos si no amamos al hermano a quien vemos (cf. Jn 4, 30). Por eso nuestra conversión debe
expresarse en la transformación de nuestras actitudes frente al mundo, las cosas, nosotros mismos y
nuestra sociedad.
“La conversión conduce a la comunión fraterna, porque ayuda a comprender que Cristo es la cabeza de
la Iglesia, su Cuerpo místico; mueve a la solidaridad, porque nos hace conscientes de que lo que
hacemos a los demás, especialmente a los más necesitados, se lo hacemos a Cristo. La conversión
favorece, por tanto, una vida nueva, en la que no haya separación entre la fe y las obras en la respuesta
cotidiana a la universal llamada a la santidad. Superar la división entre fe y vida es indispensable para
que se pueda hablar seriamente de conversión. En efecto, cuando existe esta división, el cristianismo es
sólo nominal. Para ser verdadero discípulo del Señor, el creyente ha de ser testigo de la propia fe, pues
<el testigo no da sólo testimonio con las palabras, sino con su vida>”.
El catecismo de la Iglesia Católica, hablando de la conversión y de la sociedad afirma que “Es preciso
entonces apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de su
conversión interior para obtener cambios sociales que estén realmente a su servicio. La prioridad
reconocida a la conversión del corazón no elimina en modo alguno, sino, al contrario, impone la
obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen el pecado, las
mejoras convenientes para que aquéllas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan el bien en
lugar de oponerse a él”. La conversión, por lo tanto debe expresarse en un deseo de transformar las
estructuras y las pautas culturales en factores de humanización de manera que la opción fundamental
positiva alcance lo que Pablo VI llamó la “evangelización de la cultura”, es decir, un cambio de los
modos de pensar, de obra y de valorar que no sea puramente decorativo, sino que toque el centro mismo
de una cultura, y por lo tanto a cada uno de los que están inmerso en ella.
8.5 Conversión y virtud
“Todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea
virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta” (Flp 4, 8).
La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos
buenos, sino dar lo mejor de sí misma. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa
tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas.
Las virtudes humanas son actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del
entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra
conducta según la razón y la fe. Proporcionan facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente
buena. El hombre virtuoso es el que practica libremente el bien.
Las virtudes morales se adquieren mediante las fuerzas humanas. Son los frutos y los gérmenes de los
actos moralmente buenos. Disponen todas las potencias del ser humano para armonizarse con el amor
divino.
“Cuatro virtudes desempeñan un papel fundamental. Por eso se las llama ‘cardinales’ (del latín
“cardine”, que significa efe de la puerta); todas las demás se agrupan en torno a ellas”52. Son la
prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
“La prudencia es la virtud que dispone a la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro
verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo… es la regla recta de la acción, escribe santo
Tomas (s.th. 2-2,47,2)… Es quien guía directamente el juicio de conciencia… Gracias a esta virtud
aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien
que debemos hacer y el mal que debemos evitar”.
“La justicia es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo
que les es debido, la justicia para con Dios es llamada la virtud de la religión. Para con los hombres, la
justicia dispone respetar los derechos de cada uno y establecer en las relaciones humanas la armonía que
promueve la equidad respecto a las personas y al bien común”.
“La fortaleza es la virtud moral que asegura, en las dificultades, la firmeza y la constancia en la
búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la
vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de enfrentar a
las pruebas y a las persecuciones”.
“La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el
uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos
en los límites de la honestidad”56. Las virtudes teologales son la fe, la esperanza y la caridad, y se
refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad.
Tiene como origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino.
“Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristina informan y vivifican
todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de
obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu
Santo en las facultades del ser humano”.

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