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NO ES LO MISMO SER LOCA QUE LOCO

- No te preocupes, no vas a sentir nada- Me dijeron esos hombres con voz


tranquilizadora, cuando apenas tenía noción de lo que me estaba sucediendo.

Llevo aquí encerrada más de 3 días. No sé hasta cuándo voy a estar, ni tampoco sé
si a estas alturas me importa mucho, con todo lo que he tenido que pasar el último
tiempo. Lo único que tengo claro es que no sé por qué estoy aquí. Me dijeron que
iba a dejar de ser un peligro para la sociedad, me dijeron que los fármacos ya no
me estaban haciendo efecto. Necesito estar con mis hijos.

Mi nombre es Julia, tengo 43 años. Estoy escribiendo esto a raíz del enorme
sentimiento de soledad que me rodea, debido a que los especialistas determinaron
que lo mejor era que me mantuvieran encerrada durante unos días, ante lo que mi
marido estuvo de acuerdo. El encierro solo ha resultado ser un punto más para
añadir al listado de elementos que se suman ante la profunda tristeza que siento.
Lo único que me libera un poco es escribir, día y noche, para olvidar la realidad en
la que me encuentro, la cual me cuesta, me cuesta muchísimo entender si lo que
estoy viviendo es real o meramente fantasía.

No siempre fui una mujer melancólica. No fue hasta hace poco que intenté
quitarme la vida con un frasco de pastillas, que las personas comenzaron a tomar
decisiones por mí, quitándome mi autonomía. Mi marido decidió que ya no era
capaz de cuidarme a mí misma, por consecuente, mucho menos me iba a
corresponder acercarme a mis hijos. No sé en qué punto decidí no seguir viviendo.
Nada aparte de mis hijos es motivo para seguir viva. Me estoy deteriorando por
dentro, como si tuviese un tumor maligno que se apodera de mis energías, entre
estas cuatro paredes blancas, que han sido mi única compañía.
Yo me casé con Roberto hace 17 años. Tuvimos a nuestro primer hijo, Pedro, hace
15 años. Y después vino Diego, hace un poco menos de 10 años. Mi matrimonio
era lo que yo asumía normal. Cuando nos casamos, todo pintaba para bien. Nos
compramos una casa en verde en un condominio nuevo de casitas lindas y
modernas en San Bernardo. La casa tenía un pequeño jardín, donde yo podría
entretenerme y cuidar mis plantas. Los niños podrían jugar con otros niños. En el
vecindario, eran puras familias jóvenes, entonces se prestaba para que
conviviéramos harto. Nos gustaba hacer asados e invitarlos a todos a compartir,
sobretodo porque los niños se entretenían harto jugando entre ellos. Roberto me
adoraba, y yo creía que él era la fuerza que necesitaba para salir adelante siempre.
Era mi compañero, y en quien yo confiaba plenamente. Como yo no me sentía
siempre segura, dejaba que las decisiones las tomara él cuando había que
enfrentarse a algún problema. Yo no era buena para tomar alcohol, y si bien yo no
disfrutaba de sus borracheras de vez en cuando, al comienzo quizás no me daba
cuenta de que Roberto tenía un problema. Se curaba cuando se juntaba con sus
amigos a ver fútbol o hacer un asado en la casa, pero yo trataba de no poner
mayores conflictos sobre la mesa, no me gustan las peleas, y así son los hombres,
pensaba. Al fin y al cabo, él traía el billete gordo a la mesa, por tanto, yo mejor me
quedaba calladita, y lo atendía cuando llegara del trabajo cansado, cómo no, lo
mínimo era dejarlo tomarse una cerveza, o incluso una piscola tranquilo. En ese
momento, no quería hacer conflicto de nada, y me sentía tranquila con él a mi
lado.
Era joven, Roberto trabajaba bastante pero me hacía feliz, nos acompañábamos
mucho. Yo trabajaba todo el día en la oficina donde él era supervisor de
construcción, como secretaria de quien era prácticamente su jefe. Y al mismo
tiempo, su gran amigo del colegio, que había tenido que valerse de muy buenos
contactos para llegar a su situación laboral actual. Cuando terminaba mi trabajo
ordenando presupuestos y haciendo fichas para Mauricio, jefe de ambos en la
constructora, iba de vuelta a mi casa a cuidar a mis hijos, quienes pasaban una
gran parte del día acompañados de sus amigos del barrio, pero poco con un adulto
cerca, hecho que me preocupaba. A veces mi hermana tenía que traerlos del
colegio, y a medida que Pedro fue creciendo, se fue haciendo más cargo de Diego.
Los fines de semana estábamos todos juntos. Lo pasábamos bien, cuando llegaba
el verano usábamos la manguera para capear un poco el calor, no dejábamos de
usar la parrila, y aprovechábamos que era época de Sandías. El verano del año
2009 fue cuando creo que dejé de disfrutar esas cosas.

Mauricio en la oficina siempre intentaba propasarse conmigo, pero yo, por miedo,
y pensando que no era tan grave, dejaba pasar sus chistes con la mirada gacha,
incapaz de decirle nada. A veces, cuando me daba una orden, me acariciaba la
pierna, o me decía que ese día me veía “más rica”. Como siempre lo vi muy junto
con su mujer, nunca pensé que lo dijera en serio, si no que quizás sentía una
confianza más grande conmigo que yo hacia él. Con el tiempo fui omitiendo
mentalmente cada vez que me decía algo, porque no quería tener problemas con
Roberto. Mi marido ya estaba bebiendo mucho, habiendo engorado bastante. Se
ponía cada vez más agresivo conmigo cuando le decía que parara, que ya no
quedaba nadie en la casa, que todos se habían ido del asado para hacerse cargo de
las cosas de sus casas, alimentar a sus hijos, dejarles lista la ropa para el colegio en
un día domingo.
Solía quedarse bebiendo solo cuando todos ya se habían retirado. Cantaba fuerte
en voz alta, y cuando me acercaba a decirle que yo y los niños queríamos dormir,
me gritaba los peores insultos que recibí jamás. Yo siempre supe que él era un
buen hombre, pero el alcohol le estaba haciendo daño. Me trataba mal, el resto de
los días me hacía sentir fea, me maltrataba porque no quería tener sexo con él. A
veces roncaba tan fuerte que no me dejaba pegar un ojo en toda la noche, por lo
que yo decidí irme de la pieza, hecho que lo enojó. Me dijo que era su mujer y que
tenía que estar con él, que él no roncaba y no estaba tomando tanto. Entre
Roberto, ser madre, y Mauricio en el trabajo, ya estaba un poco harta y decaída.
Mauricio ya estaba comenzando a abusar de mi buena voluntad, cuando le quitaba
su mano de encima de mi rodilla me decía que actuaba como histérica, que me
calmara, que si Roberto me estaba satisfaciendo. Hice todos los esfuerzos por
hacer caso omiso de lo que estaba sucediendo, y enfocarme en ser una buena
madre y una empleada eficiente. Pero ya estaba cansada, incluso había comenzado
a botar grandes cantidades de pelo que caía de mi cabeza, no dormía, me sentía
estresada, y el panorama de mi matrimonio se veía cada vez peor.

Todos los fines de semana era una pelea distinta, porque Roberto se había
alcoholizado hasta altas horas, a veces no llegaba a la casa, y yo, entre el trabajo y
los niños, estaba agotada, por lo que empecé a recibir tratamiento psicológico. La
psicóloga me cobró una cifra no menor, para escucharme en silencio sin decir
nada, y decirme que lo que yo necesitaba era tratamiento psiquiátrico, porque
estaba muy decaída y no iba a lograr funcionar así. Que tenía que volver a la
normalidad, y para eso este psiquiatra me iba a ayudar.

Pocos días después llegué a su consulta, que quedaba en el Hospital Sótero del Río.
Tomé la micro cuando salí de la oficina, ese día había pedido permiso para
retirarme más temprano. Estaba nerviosa, debido a que tenía que volver pronto a
hacerme cargo de los niños, y a esas horas de la tarde el tráfico es bastante pesado
en la Zona Sur de la capital. Entré al edificio azul con celeste que se erguía ante mí,
pero lo observé de forma diferente. Si bien había estado por algún accidente de
mis hijos, hoy en día los motivos que me traían eran diferentes. Mi vida se
derrumbaba y necesitaba atención, intuyendo que ahora iba a visitar con mayor
frecuencia el establecimiento. Pero no fue así. Caminé por los pasillos buscando la
consulta del doctor Juan Zaldívar, especialista en salud mental, hasta que di con
una amplia sala de espera, donde mencionaron mi nombre y logré entrar a la
consulta. El lugar donde atendía el doctor tenía un aspecto un tanto tétrico, no
había nada que adornara las frías paredes, no tenía aspecto de tratar con
humanos, sobre todo, seres humanos con problemas. La luz del escritorio
tintineaba constantemente, me sentía incapaz de mirarla, amenazaba con
apagarse, lo cual despertaba un poco de desesperación en mí. Yo había ido porque
necesitaba ser escuchada por lo que le estaba pasando a mi marido, un hombre
amoroso que hoy en día estaba convertido en un ogro, y buscar alternativas para
sobrellevarlo, o por último, tratarlo a él. Pero no, ahora figuraba ahí, en esa
consulta, nerviosa por recibir un diagnóstico. Yo dejé de fumar cigarros el 2005,
pero ahí ya llevaba una cajetilla en apenas 2 días. La ansiedad me estaba matando.
No hay forma de sentirse acogido en lugares así, con un doctor que apenas entré
me miró de arriba hacia abajo, con un aire de reproche y examinación. Me senté a
darle el mismo resumen de mi vida que le hice a la psicóloga, ante lo cual, el
doctor, de la misma forma que su colega, me miró pacientemente sin emitir
sonido. La consulta fue breve. Me dijo que padecía de una depresión severa, y que
todo iba a estar bien con la receta que me había dado. Que inmediatamente fuera
a la farmacia a comprar los ansiolíticos y anti depresivos que me había recetado. El
ansiolítico me lo tenía que tomar dos veces al día, y los anti depresivos solo una.
Confié en su criterio y esperé a que las cosas resultaran mejor para mí.

Los días que siguieron a ese suceso fueron bastante planos. Roberto se
emborrachó una o dos veces, y yo dejé de sentir angustia y echarme a llorar cada
vez que me insultaba. Comencé a aceptar lentamente mi destino, entendiendo que
no había mucho que pudiera hacer para mejorar mi situación. No estaba en
condiciones económicas de separarme, y tampoco quería hacerle eso a los niños.
Una tarde llegué a la casa y Roberto no había ido a ninguna construcción, estaba
sentado solo afuera, bebiéndose una botella de pisco con coca cola. Cuando fui a
quitársela, me comenzó a gritar que lo dejara tranquilo, que era una bruja y que no
lo dejaba hacer nada, por lo que por primera vez me enojé de vuelta y le dije que
era un conchasumadre, y que me tenía aburrida. Él se levantó y me agarró por los
hombros, sacudiéndome y golpeándome continuamente. Primero, me daba
cachetadas, y cuando intenté escaparme de sus golpes, me empujó y me dejó en el
piso. Estaba frenético y furioso, me golpeó las costillas y las piernas hasta que se
aburrió y me dejó ahí botada. Los días que siguieron fue como si nada hubiese
pasado. Me quedaba ahí, inmóvil, cuando estábamos los dos dentro de la casa.
Esperaba que el hecho pasara inadvertido con los niños, al menos hasta que
supiera qué hacer.

Tras la consulta con el psiquiatra, me comencé a cuestionar de el hecho de que el


problema fuera yo. Quizás mi marido se había aburrido de tener una mujer tan
tradicional a su lado, y yo no era lo suficientemente inteligente ni hermosa para
satisfacerlo. Tampoco es que Roberto fuera la gran cosa, pero sentía que nunca me
habían querido como me quería él, ni que con ninguna otra persona podría darle la
vida que deseaba para mis hijos. Podía ser que estuviera deprimida hace tiempo, y
no me hubiese dado cuenta, lo que quizás detonaba en Roberto un profundo
aburrimiento hacia mi persona y la vida que compartía conmigo, lo que lo hizo caer
en la bebida.

Las pastillas me calmaban la ansiedad, pero comencé a sentir temblores que de a


poco se fueron acentuando en mi mano derecha. De a poco, mis ojos se hundieron
profundamente en dos grandes cuencas, y mi cara se veía más arrugada. Los días
pasaban y yo no sentía ni felicidad ni tristeza, no sentía nada, solo aceptaba mi
suerte. Era una madre en piloto automático, cumplía con mis deberes, pero no me
sentía conmovida por nada de lo que le pasaba a mis hijos. Si me traían un dibujo,
o me contaban alguno de sus logros en el colegio, fingía mis emociones, pero la
verdad, me sentía ausente y perdida. Suprimí los golpes de Roberto, como un
hecho aislado y puntual que no debería afectarme. Todo por mis niños.

En Marzo del año 2010 hicimos otro asado en la casa, porque Roberto dijo que
llevábamos mucho tiempo sin hacer vida social. Entonces invitamos a Mauricio y su
señora Carola, para que vinieran con sus hijos y jugaran con los nuestros. Con
Mauricio yo mantenía la misma relación estrictamente laboral, siempre distante,
haciendo caso omiso de sus improperios durante la hora del trabajo, los que nunca
le había contado a Roberto, y que menos le iba a contar bajo las condiciones en las
que estábamos. La tarde comenzó a avanzar, y bebimos más de la cuenta ese día.
Yo tomando la dosis de pastillas que tomaba, claramente fui la que más rápido se
comentó a sentir mareada, y una profunda angustia comenzó a inundar mi ser.
Intenté hacer como que no pasaba nada, y que lo estaba pasando bien con mis
amigos y mi marido, viendo como los niños jugaban. En algún momento sentí que
ya estaba lo suficientemente mareada, y subí al living a descansar un rato. Roberto
estaba abajo con nuestros invitados, y me mandó un mensaje diciendo que iría a
dejar a Carola y a los niños a su casa, así que que atendiera a Mauricio.

Roberto se demoró muchísimo porque pasó al supermercado a comprar más, lo


que le dio el tiempo a un muy borracho Mauricio de acercarse a mí por todos los
medios posibles.

- Oye, Julia, ahora que el Tito no está podríamos aprovechar de ponernos al día- Me
dijo con un tono insinuador Mauricio.
- ¿Cuéntame, qué necesitas, te puedo ayudar en algo con la pega? Le contesté,
intentando que no se notara el miedo en mi voz.
- Pero ven po, ponte más cerca, si yo no muerdo-

Le hice caso. No sé por qué, de miedo, le hice caso. Quizás porque era mi jefe. Me
senté a su lado, y no tardó mucho rato en intentar darme un beso. Yo le contesté
que no quería besarlo, que es casado y yo también, y que esperaba que no me
perjudicara en el trabajo. Ante eso mostró una faceta que yo nunca había visto de
él.
- Mira weona, si no me dai un beso ahora yo dejo la cagá con tu Tito, yo sé que vo
querí conmigo pero todavía no te dai cuenta. Déjame tocarte un ratito, o te quedai
sin pega. Eso es lo que querís? Como vai a mantener a tus hijos con el borracho de
tu marido? Dame un beso no más. Roberto está todo cagao, conmigo lo pasai
mejor-
Me dijo Mauricio, con la cara roja y los ojos desorbitados. Parecía como si
estuviera drogado. Yo no supe qué hacer. Me quedé helada. Ya había vivido hace
poco los golpes de Roberto, como para ahora tener que enfrentarme a Mauricio.
Esa fue la primera vez que abusó sexualmente de mí. Dejé que hiciera lo que
quisiera conmigo, yo ya no estaba ahí, estaba solo mi cuerpo. Mauricio, frenético,
hacía que cada vez que me tocaba me doliera. Unas lágrimas cayeron de mis ojos,
pero casi automáticamente, porque en ese momento yo no pensaba nada. Solo
quería que todo se acabara.

No sé si es necesario que explique cómo se desenvolvió mi vida tras esos hechos.


Seguí trabajando con Mauricio hasta que no fui capaz de contener mi pena y le
conté a Roberto, siempre con la mayor calma posible. Lo más insólito de todo es
que Roberto creyó que lo estaba inventando, que las minas son locas, que me lo
había cagado. Dejó de golpearme y de hablarme, diciendo que había que hacer
algo conmigo, que Mauricio era nuestro jefe y nos iban a quitar la casa. Esos días
me los pasé yendo al trabajo, volviendo a darle comida a mis hijos, y llorando en
silencio. Con el pasar del tiempo, dejé de lado todo lo que me hacía feliz, el jardín
estaba infestado de plagas y las plantas apenas se sostenían, amarillas. Dejé de
escuchar a mis hijos. Dejé de sentir alegría. Odiaba profundamente a mi marido, y
a mi jefe. Pero no podía hacer nada por expresar esa rabia. Dejé incluso de ir a
trabajar, porque cuando veía a Mauricio era presa del terror y del pánico.
Comencé a inventar historias en mi cabeza, y a hablarle de ellas a Roberto. Le dije
que pronto me iba a ir a la playa con mi hermana (que no tenía) y que nos íbamos
a bien lejos, todo estaría bien. Yo siempre sentí que todo iba a estar bien, mientras
me fuera de ese lugar. A veces me levantaba en la noche y gritaba el nombre de
Mauricio, pidiendo que se alejara. Me empezó a costar cada vez más formular
frases, y conversar con el resto, por lo que decidí dejar de ir a trabajar. En la oficina
todos me miraban raro y cuchicheaban a mis espaldas. Corría el rumor de que yo
buscaba un ascenso, y que por eso estaba más cercana a Mauricio. Dejé de
conversar con cualquier persona, encerrándome en mí misma, el único espacio
que consideraba seguro. Una mañana me desperté y, con la escasa percepción de
realidad que me quedaba, me di cuenta que mi vida iba a ser por siempre así, con
o sin Mauricio o Roberto, no iba a estar bien sin las pastillas que me había dado el
doctor, y ya llevaba varios meses sin disfrutar realmente de nada. Además, se
cumplía un año que llevaba tomando los remedios. Sentía que me había
convertido en un ser carente de emocionalidad. Daba igual si estaba viva o estaba
muerta. Por eso decidí tomarme 9 pastillas seguidas, con una de las botellas que
Roberto había dejado en la cocina a medio tomar. Pensé en la pena que me daba
dejar a mis hijos con su padre, pero sabía que iban a estar mejor sin mí, mi
situación no daba para más.

Me encontraron intoxicada, al parecer, y Roberto me llevó al hospital, diciendo


que mi situación ya era terminal y que estaba loca de remate, que cómo hacía una
cosa así. En el hospital me trataron y me hicieron un lavado de estómago, para
evitar que los químicos siguieran acabando con mi vida.

Ese día mi marido fue quien decidió dejarme internada, diciendo que ya no me
acordaba ni de que era madre, que estaba neurótica, mitómana y depresiva.

Desde aquí estoy escribiendo esto. Llevo seis meses internada, porque me
diagnosticaron una depresión severa e indicios de esquizofrenia, debido a que
supuestamente presentaba ideas delirantes. Cada mañana es igual, me levanto y
recorro los pasillos del hospital, infestados de personas que siento que no
deberían estar acá. Los pasillos son un intento de blanco y las paredes se caen a
pedazos. Yo nunca puse mucha resistencia para ser medicada, hasta hace algunos
días. Me di cuenta que a los enfermos que están en una situación peor que la mía,
viviendo en una realidad paralela, personas que no pueden formular frases, se les
maltrata constantemente. Quiero denunciar esas prácticas que se viven al interior
del psiquiátrico. Los enfermeros los golpean y los tratan como animales. Yo no me
resistí por miedo a recibir el mismo trato. Pasamos todo el día encerrados, sin
ninguna mayor entretención que realizar la misma rutina todos los días. Comer,
hablar y pintar. La enfermera viene a visitarme todos los días para cerciorarse de
que me den la dosis adecuada, la cual a estas alturas parece ser muy alta, porque
mi vista se convirtió en un obstáculo para mí. Veo mal, quizás se debe al efecto de
las pastillas, y ya no siento. Ya no siento pena ni angustia. No me gustaría volver a
ver a Roberto ni a Mauricio, pero debo salir de aquí por mis hijos. Siento que al fin
me estoy comportando como todos esperan para lograrlo. Mientras más dócil sea,
y menos objeciones ponga, mayores son mis posibilidades de salir de aquí. El
purgatorio es poco comparado con este lugar. Cada uno de nosotros está
encerrado en su infinita soledad, castigado y aislado porque probablemente
cometieron una falta en algún sentido con el mundo, y fueron encasillados como
locos. Nadie se preocupa de los locos, por eso nos encierran, para que no
causemos un desorden dentro del status quo. Si gritas o te resistes más de lo
normal te llevan a una sala que dicen que es para los que se portan mal, pero en
realidad, está diseñada únicamente para mantenerte encerrado, aislado, solo, y sin
conversar con nadie en los últimos días. ¿Por qué estoy escribiendo esto tan
lúcidamente? Porque logré evadir que me siguieran embutiendo pastillas en el
cuerpo durante la última semana. No sospechan de mí, porque acato todas las
órdenes al pie de la letra. Los psiquiatras aún parecen advertir signos fuertes de
depresión en mi sistema, por lo que consideran que debo seguir ahí hasta que se
acaben los indicios suicidas dentro de mi personalidad. Yo pregunté cómo sabían
eso, si estaba confirmado por alguna razón química o biológica, ante lo que se
quedaron en silencio. Mis ojos se detuvieron en el costado derecho de la bata del
doctor, que tenía un parche de la farmacia Cruz Verde, con la cual el instituto en el
que estaba internada tenía un convenio. Me quedé callada nuevamente. Comencé
a entender cómo funcionaba el negocio dentro del hospital.

Sentí una enorme impotencia por todos los locos marginados y maltratados. Sentí
ganas de huir muy lejos, por el tiempo que estuve ahí, quizás innecesariamente. De
haber tenido la compañía adecuada, ahora que lo pienso, quizás no me hubiese
sentido tan abandonada. Estaba sola, sin las herramientas para enfrentar mis
problemas, preocupada más por mis hijos y por mantener el ritmo de mi vida
normal, como todo el resto de las mujeres que me son cercanas. Quizás cuantas de
las personas que compartían un piso en el psiquiátrico habían sido víctimas del
abandono, y simplemente, en vez de ser guiados para resolver sus problemas,
fueron mayoritariamente aislados y medicados con el fin de calmarlos.

Es más fácil dejar a las personas a su suerte que acompañarlas. Lo único que quiero
es a alguien que me escuche y me comprenda, y me de las herramientas para salir
adelante. No más medicamentos, necesito que alguien me escuche de verdad.
Estoy desesperada.

Julia fue dada de alta, y unas semanas después de volver a su casa con Roberto,
intentó suicidarse nuevamente. Ante eso, volvió a ser internada en un psiquiátrico
donde trabajaba yo. Mi nombre es Manuel y fui técnico asistente del psiquiátrico.
Mi trabajo era asistir a los pacientes durante la terapia de electroshock, donde
tuve que observar varias veces la terapia que se le dio a Julia. Sin incurrir en
mayores detalles, puedo dar testimonio de que ella era una persona tranquila, y
que tampoco entendí bien por qué se le había decidido dar esa terapia. Solo sé
recién ahora que una enfermera encontró sus escritos, los cuales tengo ahora en
mi poder, se los dio al médico de cabecera que estaba a cargo del psiquiátrico en
ese momento. Después de eso, comenzaron a tratarla con terapia de electroshock,
con el fin de que olvidara sus traumas, y cambiara su forma de vivir sus emociones.
Induciendo su cerebro a altas descargas eléctricas, se supone que funcionaría de la
manera correcta. Quizás volvería a ser normal. Yo en ese momento no estaba al
tanto de las desgracias que puede producir en una persona un control mental
externo de ese tipo, induciendo un cerebro ante voltajes muy altos. Julia empezó a
perder la memoria, y a dejar de reconocer a sus hijos cuando iban a visitarla. Fui
testigo de cómo fue perdiéndole el sabor y el sentido a la vida. Lo lamento, porque
le quedaba mucho por delante. Intuyo que su terapia fue más un castigo, porque
estaba descubriendo muchas cosas, y quizás sus pensamientos resultaron
amenazantes para los doctores, a quienes nadie le puede llevar la contra.
Llevaba 6 sesiones cuando dejé de verla. Escuché, un tiempo después, que había
logrado su cometido de suicidarse. Sentí, de cierta forma, un poco de paz por ella.
Su persona estaba vulnerada y deteriorada, y me di cuenta que la “ayuda” de los
doctores no era efectiva.

Julia nunca más volvió a escribir. Yo, después de un tiempo, decidí apoyar un
movimiento que ayuda y acompaña a las personas con problemas. He visto
mejoras reales. No quiero que nadie siga pasando por lo que pasó Julia. Creo que
la historia de Julia es precisamente cómo se vulneran vidas en los psiquiátricos.
Además, con lo que vi, doy fe de que no es lo mismo ser loca que loco.

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