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La Hierba Mala

Desde la terraza veo a Elisa cortar ortigas en el panteón. Es mi hermana menor aunque no

lo parezca. No ha vuelto a dormir bien desde la muerte de la abuela, se le han sumido los

ojos por la falta de sueño, se piel ahora es ceniza y su cabello blanco.

El día que encontró a la abuela muerta salió corriendo y gritando al jardín. Pensé en dejar

que se desahogara, que gritara y se pasara las manos por la cabeza todo lo que quisiera,

pero en lugar de irse acallando gritaba cada vez más fuerte y comenzó a arrojar puños de

cabello que se arrancaba. Tuve que llamar al doctor para que le recetara un sedante. Desde

ese día no habla.

Adoptó costumbres raras. Así haya pasado la noche en vela, a las cinco de la mañana sale a

recoger ortigas al panteón y pasa los días tejiéndolas. Muchas veces le pedí que no saliera a

esa hora, quería pensar que podía razonar con ella pero no dejó de hacerlo. Opté por

cambiar las chapas y candados de la casa y esconderle las llaves. Yo me sentía más

tranquilo sabiendo que Elisa estaba segura, sin embargo ella se veía más inquieta, sus

manos temblaban y noté que se estaba arrancando el cabello de la nuca. Entonces me

resigné y dejé que fuera a cortar ortigas al panteón. Me limito a vigilarla desde la terraza

hasta que salga el sol. Sigue muda e insomne, además de tener las manos arruinadas por la

hierba mala, pero por lo menos no se hace daño a propósito.

Elisa teje compulsivamente las ortigas. Se van secando y sus tejidos se quiebran. Las

muchachas barren la hojarasca de su cuarto y ella suspira con cierta desilusión. Esto es cada

tantos días. Se ha vuelto hábil con su tejido y cada vez alcanza a tejer pedazos más grandes

antes de que se marchiten las ortigas. La dejo hacerlo si eso le da paz.


Siempre vuelvo a lo mismo. Mientras Elisa camina entre las lápidas pienso en mis

hermanos, en los años antes de mi accidente.

Yo no recuerdo a mi mamá. Murió cuando mi hermana todavía era una bebé de brazos. Fue

un cáncer muy rápido. Álvaro, el mayor, tenía seis años. Él sí se acuerda un poco de esa

época. Santiago no habla de ello. Su único comentario sobre esta parte de nuestras vidas es

que desearía que la abuela nunca se hubiera mudado a la casa.

La mamá de mi papá todos los días nos recordaba que era una injusticia que después de

haber sido madre tuviera que volver a criar, que entendía por qué Dios manda a los hijos

cuando uno es joven. Llegó a atreverse a decir frente a nosotros que mi mamá era una

egoísta por no haber luchado más fuerte contra el cáncer. Sin que entendiera por qué, de

niño, sus comentarios me hacían sentir culpable. Mis hermanos y yo agachábamos la

cabeza cuando nos lo decía. A Santiago le lagrimeaban los ojos.

La abuela era especialmente dura con Elisa. Decía que era idéntica a mi mamá y no era un

cumplido. “¡Eres igual que tu madre, una consentida holgazana! ¡Seguro esperas tener su

misma suerte y casarte con un hombre que te mantenga y te gastes todo su dinero en

salones de belleza! ¡Pues no, señorita! ¡Usted va a aprender! ¡Como que me llamo María de

Lourdes González y Gorostiaga!” Le gritaba mientras la golpeaba con un cuaderno de la

escuela. Seguido recibía reportes porque no hacía los trabajos en clase.

Álvaro era el que se apiadaba de ella en ese aspecto. No podía interponerse entre ella y la

abuela pero creía que podía evitar futuras tundas si le ayudaba todos los días con la tarea. Él

siempre fue el primero del cuadro de honor, el abanderado, el primer lugar en la

“Olimpiada de Matemáticas” a nivel estatal, tercero nacional... Aunque para él era fácil,
tenía mucha paciencia para Elisa. Álvaro se dio cuenta que mi hermana volteaba las letras y

los números. Le dijo a la abuela pero ella sólo rodó los ojos, lo tomó como un pretexto para

ser floja. A la fecha estoy seguro de que si Elisa llegó hasta la prepa fue gracias a Álvaro.

A Álvaro le interrumpíeron la infancia, sus deseos de niño travieso, su actitud de hermano

mayor latoso. Creció muy rápido, cada vez eran menos las veces que juagaba con nosotros

o que nos molestaba, poco a poco iba cargando con preocupaciones que debieron ser de

nuestro papá o de la abuela.

No me acuerdo la última vez que jugó con nosotros en serio, pero recuerdo de algunos de

nuestros ruegos para que se uniera a nosotros: “Ándale, ¡y jugamos fútbol!”, “O mejor tu

escoge lo que tú quieras...”, “Tú pones la reglas...” Sólo repetía: “No. Mejor yo los veo

desde acá”. Lo más parecido que hacía a jugar era origami. Nosotros le pedíamos diferentes

animales y él buscaba cómo hacerlos en un libro. Elisa le pedía cisnes, siempre cisnes.

La abuela teatralmente lamentaba la seriedad prematura de Álvaro. No era que le importara

la infancia perdida sino que le parecía que su nieto era un niño raro, sombrío. Y de nuevo,

la culpable era Elisa. “Si no se hubiera tenido que preocupar por la escuela y todo lo que no

aprende Elisa por lenta sería un niño más normal”. Lo comentaba con las muchachas del

aseo a una distancia que aseguraba que mi hermana la alcanzaba a escuchar.

Cuando Álvaro se fue a México a estudiar, Elisa se aguantó el llanto. Pero cuando

empezaron las clases lloraba sobre las ecuaciones de segundo grado. La abuela la acusó de

interesada. A mí me daba pena, realmente en esos momentos en particular sufría sin la

protección de Álvaro. Sus calificaciones bajaron considerablemente. En los veranos en

lugar de descansar él veía que Elisa estudiara para sus exámenes extraordinarios. La abuela
también le reprochaba eso. Interrumpía sus sesiones de estudio, “Ya déjala, ella tiene que

saber, ni modo que en esto se vayan tus vacaciones”. Álvaro le decía que sí a todo pero

cuando dejaba el cuarto seguía con las lecciones de Elisa. Ella se ruborizaba afligida.

Yo nunca le tuve tanta paciencia. De niña venía a mi cuarto cargando un libro de cuentos

infantiles. “Bruno, Brunito, ¿por favor me lees un cuentito?” me decía. Ella tardó mucho en

poder leer sola. No me gustaban las historias de princesas que me pedía repetir una y otra

vez. Si aceptaba era a cambio de algo, de que me dejara escoger qué ver en la tele más

tarde, que bajara a la cocina por algo que se me antojaba o que me pagara cinco pesos.

Después ni con sobornos aceptaba, le decía que fuera con Álvaro, que él le enseñara a leer.

La pobre se quedaba suspirando y hojeando el libro.

Ella y yo sí peléabamos, casi siempre por tonterías. Una vez peleamos porque ella creía que

los patos de un estanque eran cisnes y yo insistía en corregirla. Llegamos a las manotadas y

Álvaro tuvo que separarnos. Ya llorando, berreaba: “¿Y qué te cuesta imaginar que son

cisnes?”.

Tampoco era que no nos lleváramos para nada. También jugábamos mucho.

Cuando me rompí el brazo estábamos los tres jugando en el patio. Estaban haciendo

arreglos en la casa y justo ahí habían dejado unas puertas nuevas de herrería y vidrio para la

sala. Las puertas estaban mal recargadas en la pared. Elisa y yo estábamos a un lado de

ellas. Pasó una ráfaga de viento y las vi tambalear. Empujé a mi hermana para que no le

cayeran encima pero yo no me alcancé a quitar del todo.

Ni gritar del dolor pude.


Santiago entró a buscar a Álvaro. Con la fuerza de los dos lograron quitarme la puerta de

encima. “Tienes que ir a que te vea un doctor. Le tenemos que decir a la abuela” dijo

Álvaro. Teníamos miedo de que nos regañara y castigara a todos. Pero después de que le

explicamos todo sólo se fue contra Elisa. “¡Mira lo que provocas! ¿Cómo voy a creer que

no viste que estaban ahí las puertas? ¡Vete de aquí! ¡A tu cuarto!”.

Me enyesaron desde el hombro hasta la muñeca. Elisa fue la primera en firmarlo: “Lo

siento. TQM”. Nunca me pareció que hubiera sido su culpa pero durante el tiempo que

tardé en sanar la abuela no se cansó de recordarle que ella me había hecho eso. Ninguno de

nosotros teníamos la madurez de intervenir en esta discusión, ni siquiera Álvaro. Tampoco

podríamos hacer mucho por Santiago.

Santiago idolatraba a Elisa. La dibujaba, le decía que era la más hermosa, le hacía coronas

de flores, jugaban con muñecas y a que eran princesas los dos. Elisa dejaba que usara sus

vestidos y sus perfumes. Álvaro y yo sabíamos cómo jugaban ellos dos pero nunca lo

hablamos ni le dijimos a papá o a la abuela. Esa vez, fue sólo mala suerte, la peor suerte.

Así como Elisa era la menos favorita de la abuela, era la debilidad de papá. Había

organizado todo en su trabajo para tener tiempo para el recital de ballet de mi hermana.

Llegó de sorpresa directamente al cuarto de Elisa. Santiago estaba metido en el vestuario de

cisne de Elisa. Daba piruetas parado de puntitas y sus mejillas y hombros resplandecían por

la loción con brillos que Elisa le había puesto.

“¡Santiago!” gritó mi papá desde el marco de la puerta y lo detuvo en seco. A tirones lo

sacó del tutú y así como estaba en calzones lo agarró a cinturonazos. La abuela jaloneó a

Elisa de la oreja. De nuevo, era su culpa que Santiago se vistiera y actuara así.
Álvaro y yo escuchamos todo esto desde el estudio. Nos mirábamos como si a los que

estuvieran agarrando a golpes fuera a nosotros. Álvaro en un punto frunció los ojos como si

sintiera la hebilla del cinturón en su espalda.

Si pudiera tocar el tema le preguntaría si él también escuchó a la abuela decir la palabra

“pervertir”. A veces creo que lo imaginé. Elisa ni siquiera sabría que querría decir eso en

aquel entonces.

Vimos a Santiago irse a su cuarto cojeando con la espalda ardida. “¡Y no te quiero oír llorar

como una niña!” gritó papá.

La abuela alistó a Elisa para irnos y en todo ese rato no paró de regañarla. Dejamos a

Santiago en su cuarto y nos fuimos en silencio a ver “El Lago de los Cisnes”. Elisa por

momentos recordaba sonreír en el escenario pero en general la distinguíamos de las demás

niñas porque parecía que podría tirarse al suelo y ponerse a berrear en cualquier momento.

Desde entonces saturaron a Santiago con deportes. Siempre tenía que estar en el equipo de

algo, que ir a entrenar hasta cinco veces por semana. Elisa siguió con el ballet y Santiago

tenía que fingir ser el menos interesado en ir a verla bailar. Pero como papá, no se perdía

sus presentaciones.

A veces creo que a Santiago envidiaba a Elisa. Pese a las actividades varoniles que le

impusieron seguía jugando mucho con ella. Sin importar cuánto crecieran Santiago le

seguía llamando: “la más hermosa” y siguió dibujando casi compulsivamente retratos de

Elisa. Aunque estuviera en lo correcto y Santiago le envidiara algo creo que siempre fue

más fuerte lo mucho que se amaban. Si tan sólo ese hubiera sido el caso con papá.
Era verano y Santiago había conseguido un trabajo temporal por las vacaciones en la

notaría de un amigo de papá. Tuvo la misma mala suerte de entonces: papá llegó de

improviso a la ciudad y decidió hacerle una visita a Santiago. Le dijeron que había salido

por un cigarro. Papá salió a la parte de atrás del edificio y lo encontró besándose con un

pasante.

Se armó fuerte el problema porque papá se quiso agarrar a golpes con los dos y tuvieron

que llamar a la policía para separarlos. No detuvieron a nadie. En la versión oficial el

pasante se estaba peleando con Santiago y papá entró a ayudarle.

Esa tarde llegamos a casa y vimos a papá en la sala haciendo unas llamadas importantes.

Tan importantes que no quiso ser interrumpido ni para recibir un beso de su Elisa.

Arriba, Santiago lloraba en su cama. Elisa se sentó a su lado y sobó su espalda para

consolarlo. “Déjenme solo...” murmuró. Era inusual que no quisiera la compañía de mi

hermana pero ella le dio espacio espacio.

Dejamos su habitación con la puerta cerrada. Afuera nos esperaba la abuela moviendo la

cabeza de lado a lado. Moría por contarnos lo que había pasado. “El deporte no lo

enderezó. Ahora tu papá va a tener que gastar en un internado en Estados Unidos que le

quite lo degenerado. Todo porque lo hacías travestirse, Elisa”. Mi hermana no le contestó

nada. Sólo se fue a su cuarto. Me fui con ella. Le insistí que nada tenía que ver una cosa

con la otra, que Santiago era como era y que nada iba a cambiarlo. Pero Elisa seguía

pensando en aquella vez del tutú y decía que tal vez si ella nunca le hubiera prestado sus

cosas ni la abuela ni papá se hubieran dado cuenta, quizás Santiago se los hubiera podido

ocultar mejor... No hubo manera de hacerla sanar esa culpa.


Cuando viene de visita Santiago, Elisa no emite ni un gemido, pero se le escurren las

lágrimas. Sostiene la cara de su hermano en las manos y llora. Santiago le sonríe, le asegura

que está bien, que lo bueno de irse fue que se volvió piloto aviador y que realmente le gusta

volar. No importa lo que diga, Elisa acaricia su mejilla y llora. Lo sabe mutilado. Quizás de

peor manera que yo. Creo que aunque tuviera amores en cada ciudad a la que visita no sería

feliz. Santiago es apegado, le gusta echar raíces y esa vida en el aire no lo deja ni estar

cerca de nosotros.

Después de que mandaron lejos a Santiago, Elisa se quedó sola con la abuela. Álvaro y yo

estudiábamos en México y sólo pasábamos parte de las vacaciones en casa. Antes Santiago

era el que cursaba derecho y vivía en casa, porque papá así lo había impuesto. Pero ahora

sus mandatos lo llevaban lejos. ¿Cuántas veces al día le recordaría la abuela a Elisa que eso

era su culpa?

Álvaro y yo hablábamos seguido con ella y no se quejaba de la abuela pero nos contaba

todas las cosas que hacía para ocupar su tiempo y estar fuera de casa. No conseguía que la

admitieran en ninguna universidad, ni pública ni privada, ni en México, ni en Puebla, ni en

Guadalajara ni ahí mismo. No daba los puntajes. Entonces había buscado un trabajo

adecuado para su escolaridad. Se volvió mesera de un restaurante italiano. Comenzó a

tomar un curso de corte y confección y a hacerles vestidos a sus amigas por encargo. A los

tres nos divertía saber que esto seguro ofendía profundamente a la abuela, ¡una nieta de

González y Gorostiaga de costurera y mesera! ¡Qué escándalo!

Un verano sólo yo regresé a casa. Álvaro ya trabajaba en el área de finanzas de una

compañía en México y todavía no tenía derecho a vacaciones. Santiago no tenía permiso de

dejar el internado y aunque lo tuviera, ni papá ni la abuela lo querían de regreso todavía.


Elisa estaba feliz de verme y lamentaba tener que seguir trabajando en lugar de pasar más

tiempo conmigo. Se levantaba temprano, se alistaba y se sentaba a coser, a las nueve salía

para sus clases ya uniformada de mesera, de ahí se iba al restaurante y no llegaba a casa

hasta como la media noche, a veces más tarde. Me enorgullecía verla tan dedicada, tan

responsable de sí misma a pesar de las críticas de la abuela. Rodaba los ojos cuando Elisa

se despedía de nosotros antes de irse, “Si no hubiera sido tan burra para la escuela no

estaría en esta situación”, me decía, asegurándose de que mi hermana alcanzara a oírla. A

veces le decía directamente: “A ver si hoy decides ser una señorita decente y llegas a buena

hora.” Luego la inspeccionaba de arriba abajo y le jalaba la falda, “Tápate las piernas”,

decía. Elisa era incapaz de contestarle.

En las llamadas era tan feliz de hablar con Álvaro y conmigo que no notaba lo mucho que

la abuela la hería. Ese verano noté que a Elisa la mantenía cuerda todo lo que trabajaba.

Esos momentos antes de que se retirara a su jornada diaria cuando la abuela soltaba sus

dosis de veneno le hundían los ojos, la veía calcular su respiración y sostener una sonrisa

dura que estaba al filo de un grito bestial. Por eso nunca le sugerí que pidiera un día libre

para estar conmigo en casa, hubiera sido como asfixiarla.

Ella pidió una noche libre sin decirme y la usó para otra persona.

Me despertó una llamada suya a la una de la mañana. Llorando me pedía que fuera por ella

a una dirección. No me negué. Le pedí que tuviera paciencia y se tranquilizara.

Me imaginé que se había ido a alguna fiesta y había peleado con una amiga, cualquier

tontería. Tuve que revisar varias veces la dirección que me había dicho para asegurarme
que estaba en el lugar correcto, era un barrio feo, repleto de traileros y moteles. Ella estaba

alejada de ellos, parada en una esquina oscura temblando.

Elisa se subió al coche y llorando contó que recién había cortado con su novio. Lo había

conocido en el restaurante, era un hombre mayor que ella y la trataba bien, salían cada tanto

después de que acaba su turno. Había tenido que acabar con la relación porque él era

casado y apenas se venía a enterar. Esa mañana la había visto como una mujer adulta y

ahora volvía a ser mi hermana chiquita, manipulable e ingenua. “Me gustaba imaginar que

se iba a casar conmigo y que yo iba a ser mamá y ama de casa y que ya no iba a tener que

trabajar nunca. Como dice la abuela, soy una interesada y una floja”.

En el semáforo me detuve, le puse la mano en la rodilla y la mire sonriendo. Quería decirle

que estaba bien si quería ser mamá y ama de casa, quería decirle que buscara un novio de

su edad, que no pasaba nada... Pero entonces nos embistió un camión de carga vacío. El

chofer se había quedado dormido.

Desperté dos días después en el hospital sin mi brazo izquierdo. A Elisa sólo tenía golpes y

raspones fuertes pero estaba entera y estaba agradecido por eso. Aunque ella no podía

verme a los ojos. La abuela le había sacado todos los detalles de por qué estábamos fuera en

la madrugada y no dejaba de culparla por lo que había pasado. Álvaro había dejado su

trabajo para venir a cuidar a Elisa y a mí. La abuela hacía responsable a Elisa de mi brazo y

del retorno de Álvaro.

Cuando volví a casa Elisa era un susurro. Hablaba sólo lo necesario. La abuela la había

hecho dejar su trabajo y sus clases después de que se enteró de la “indecencia” que había

cometido con un hombre casado. Igual Elisa se mantenía ocupada. Boleaba los zapatos de
Álvaro, le cosía los botones a sus camisas, le combinaba los trajes y las corbatas, le tenía

listo el desayuno... Él había empezado a ayudar a papá en sus negocios locales, quería estar

cerca de mí y de Elisa. Ella mantenía la cabeza agachada cerca de él. A mí, evitaba verme

de frente. Me traía las tres comidas a la cama, me dejaba una toalla recién salida de la

secadora para después de bañarme, preguntaba por mis heridas a la enfermera que venía

diariamente a limpiarlas, me acomodaba las almohadas y me acercaba libros y revistas para

cuando me cansara de la televisión. Lo hacía porque nos amaba, y yo sabía que no le

pesaba hacer nada de esto pero también estaba seguro de que si la abuela no la culpara por

lo que había pasado podría mirarnos, hablarnos como siempre lo había hecho.

Cumplí con todas las recomendaciones del doctor y estuve mejor. Quería empezarme a

acostumbrar a estar sin mi brazo, hacer todo lo que antes hacía sin él. Comencé a tomar los

alimentos junto con la abuela y Elisa en el comedor. Era incómodo. Elisa seguía sin

poderme ver y quería seguirme ayudando como cuando estaba en cama, mientras que la

abuela resoplaba y rodaba los ojos.

“Sí prefiero estar manco a muerto, Elisa”. Le dije una noche mientras le ponía salsa a mis

molletes. Le quité la cuchara de la mano y yo mismo me la serví. Elisa me sonrió y suspiro

al borde del llanto. Pensé que sería el primer paso para que volviera a ser mi hermana pero

la abuela nos interrumpió, “Déjala, cree que con ser tu sirvienta remendará haberte lisiado.

Tu mamá no debió de haberla tenido en primer lugar, cuatro niños es un exceso. Seguro su

embarazo le provocó el cáncer”.

Elisa no me dejó hablar. Hizo lo que nunca antes en diecinueve años de vida.
“¡Sí, abuela! ¡Sí! ¡Yo le podrí los ovarios a mi madre! ¡Para embarazarse de mí se consagró

a Satanás y yo soy su hija! ¡Todo desde el principio lo he hecho a propósito! ¡Soy una bruja

satánica que degeneró a su hermano vistiéndolo de niña para que le gustara coger con

hombres! ¡Ofrecí el brazo de Bruno como un tributo al mismo diablo! ¡Me da gusto que

todo haya salido como yo quería! ¡Até a Álvaro a esta casa porque no quiero verlo feliz!

¡Soy tan perra bruja que deseo que mañana no amanezcas y verás que no vas a amanecer!

¡Te vas a ahogar mientras duermes y te va a doler y vas a sufrir!”

En su momento no pude evitar reírme. La abuela se quedó pálida. Elisa se fue a su cuarto

sin cenar. Mientras comíamos a veces se me escapaba una risa que la abuela intentaba

aplacar con desaprobación.

Cuando llegó Álvaro le conté lo que había pasado y a él también le pareció lo mejor que

había hecho Elisa en toda su vida. Nos fuimos a dormir esperanzados de que Elisa volviera

a ser ella misma después de esto, o mejor que no volviera a dejar que la abuela la hiciera

sentir menos jamás.

Pero la abuela amaneció muerta. Se ahogó dormida. Cuando no bajó a desayunar fue Elisa

a buscarla a su cuarto, pensaba que tendría que pedirle una disculpa, y la encontró tal y

como le había dicho la noche anterior.

Entonces perdimos a Elisa.

Desde el funeral de la abuela dejó de hablar. Comenzó desvelarse, a deambular por la casa

en lugar de dormir. Luego le dio por reverenciarse frente a Álvaro. Ya no le importaba

cepillarse el cabello, bañarse, vestir ropa de moda... Yo comencé a ocuparme de su aseo y a

raíz de eso se refugiaba mucho en mí. Después vino la recolección de ortigas en la


madrugada. Para papá, dejó de ser la niña de sus ojos. Me pedía que no la dejara que nadie

la viera. Se avergonzaba de ella. Y con Álvaro al frente de sus negocios locales comenzó a

aceptar más viajes al extranjero, ya no quería estar en casa.

Álvaro y yo nos hemos acostumbrado a cuidarla. Si la abuela viviera también le reprocharía

esto sin importar qué tan alejada esté Elisa de la realidad. Tal vez en su mente la sigue

atormentando.

Santiago vendrá de visita. Es una casualidad que sea justo en el aniversario luctuoso de la

abuela. Si hubiera sido por él hubiera venido todas las Navidades y en nuestros

cumpleaños, pero ha tenido que trabajar en esas fechas, sólo viene cuando puede, un día,

dos cuando mucho, no es que le interese rendir homenaje a la abuela.

Papá por su parte ha venido cada año. Vamos a misa, dejamos flores en la tumba y él se

queda un rato a solas contemplando la lápida. Dejamos a Elisa en casa con una enfermera,

papá no tolera convivir con ella.

Ya viene entrando Elisa a casa. Sube a su cuarto con las ortigas que ha arrancado. En su

expresión perdida creo verla sonriente. En el transcurso del día la siento distinta, tal vez

feliz, casi reconozco en su rostro su pasado candor.

Estamos acabando de cenar cuando llega papá. Nos saluda a Álvaro y amí pero a Elisa la

ignora, pero ella lo mira entrecerrando los ojos con dulzura. Es un gesto nuevo. Nadie más

lo nota.

Más tarde la acompaño en su rutina de cada noche. Usualmente tengo que insistirle varias

veces antes de que acceda a bañarse y tengo que asegurarme de que se enjabone bien,

prefiere quedarse tejiendo, pero esta vez no demora y tararea feliz en la regadera. Por su
propia voluntad saca del cajón un camisón blanco y se viste con cierta vanidad que le creía

completamente perdida.

“¡Bruno!”, Santiago entra y me abraza, también a él lo siento con una dicha inusual. Voltea

a ver a Elisa. “La más hermosa...”, le dice. Ella extiende los brazos, las mangas de su

pijama cuelgan como alas. Se abrazan. Esta vez no llora. Santiago acaricia su cabeza.

Después él se ofrece a cepillarle el pelo. Él la haropa en la cama y ella no intenta volver al

sillón a tejer, veo que el cesto está a tope de ortigas ya trenzadas, quizás sea eso lo que la

tiene contenta.

Me voy a dormir tranquilo. No quiero guardar esperanzas de que Elisa mejorará pero me

doy el gusto de disfrutar los días buenos.

Despierto a las cinco de la mañan y voy al balcón a vigilar a Elisa. Ya está andando entre

las lápidas. Esta vez no la veo recoger nada, no se detiene, anda a pasos decididos. Sobre el

camisón trae una capa tejida de ortigas. Llega a la tumba de la abuela y le tira encima

hierba seca sobre la lápida. Me hace gracia su ofrenda tan apropiada. Luego echa algo

líquido y sobre las hierbas y sobre ella misma. Se para sobre la tumba y enciende un cerillo.

Corro adentro y llamo a Álvaro. Él de inmediato llama a los bomberos y a una ambulancia.

Papá se queda pasmado en el pasillo. Santiago carga garrafones de agua al carro y

arrancamos al panteón.

Intentamos apagar el incendio pero el fuego ha crecido demasiado. Usó aceite de cocina

quemado y ahora también el pasto seco de alrededor se ha prendido. Me aturden las

carcajadas adoloridas de Elisa. En medio del caos la miro: arde la bruja sobre la hierba
mala, con los brazos alzados al cielo la consumen las llamas que se alzan como cisnes que

emprenden el vuelo. Antes de que el humo la asfixie grita: “¡Son libres!”.

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