En una nota explicativa de la clásica obra “El Capital” de Carlos Marx,
palabras más, palabras menos, se resume la lógica y razón de ser del sistema de vida que por más de cinco siglos ha dominado al mundo: "...Si el dinero nace con manchas naturales de sangre en un carrillo, el capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies a la cabeza […] El capital tiene horror a la ausencia de ganancia o a la ganancia demasiado pequeña [...] Conforme aumenta la ganancia, el capital se envalentona. Asegúresele un 10 por ciento y acudirá donde sea; un 20 por ciento, y se sentirá ya animado; un 50 por ciento, positivamente temerario; al 100 por ciento, es capaz de saltar por encima de todas las leyes humanas; el 300 por ciento, y no hay crimen al que no se arriesgue aunque arrostre el patíbulo”.
La historia ha probado de mil formas la certeza de aquella lapidaria
conclusión. Y aunque siempre es penoso y antipático medir el padecimiento humano solamente con números, la cantidad de asesinados, mutilados, afectados emocionalmente, la pobreza creada y los valores materiales destruidos, son el más contundente testimonio que descubre los verdaderos intereses económicos y políticos que en el pasado guiaron y aun guían la actuación de todo el liderazgo de los gobiernos del mundo. Sabemos que las guerras no fueron ni serán jamás una ley de la naturaleza y menos una solución racional de los problemas planetarios (grandes o pequeños). Y a pesar de esa verdad axiomática, guerrearon los esclavistas para volver esclavos a millones de seres humanos y apropiarse de tierras. Se lidiaron los señores feudales para obtener extensos predios y robarle el plus trabajo a los campesinos y siervos. Autores bien informados aseguran que las pérdidas humanas ocasionadas por las confrontaciones bélicas en el siglo XVII acabaron con 3 millones de vidas, en el XVIII con 5,2 y en el XIX con 5,5.
Durante la primera guerra mundial de 1914-1918, la humanidad debió
asumir las querellas irreconciliables que surgieron entre los Estados capitalistas más desarrollados, cada cual buscando alcanzar la supremacía planetaria. Su saldo fue aterrador: 10 millones de muertos, 20 millones de inválidos y 338 millones de dólares en valores destruidos. Cuando al fin volvió la paz a la que obligó el agotamiento y la destrucción, la situación geopolítica en todo el orbe había cambiado radicalmente y la vida de los seres humanos también.
Sin embargo, los propósitos de quienes promovieron ese holocausto
universal, siguieron vigentes, no desaparecieron, y los liderazgos surgidos en casi todas partes del planeta asumieron igualmente la protección de los intereses del gran capital. Obviamente, como la lógica de ese modelo de vida descansa en las inevitables disputas por el empeño de unos en lograr ventajas sobre los otros, éstas no tardaron nuevamente en aflorar. Y en la medida que el mundo se transformaba en una “Aldea Global”, el reparto de sus inmensos espacios territoriales, de sus riquezas y recursos naturales se iban convirtiendo nuevamente en especie de botín de guerra de los grandes monopolios, cada uno aspirando hacerse únicos propietarios, amos y señores de continentes enteros.
Así transcurrió la historia posbélica de la primera mitad del siglo
pasado, condimentada con la tremenda depresión económica de 1929 y la cual, aunque significó una difícil situación universal y produjo nuevos enfoques de la teoría económica liberal, no cambió ni detuvo la acumulación de capital en favor de muy pocos grupos así como tampoco la inevitable y encarnizada rivalidad política, comercial, financiera y bancaria entre quienes estaban convencidos que en el planeta ya no había espacios, ni riquezas, ni recursos naturales suficientes para compartirlos de forma equitativa.
Entonces hicieron su aparición las causas que condujeron a la segunda
guerra mundial, cada quien convencido que al finalizar la contienda, o se ganaba o se perdía todo. De esta forma, la guerra se convirtió en un gran negocio. La horrenda destrucción ocasionó la pérdida de 54 millones de vidas, 90 millones de heridos, 29 millones de inválidos y más de 4.000 millones de dólares en valores destruidos. Las corporaciones alemanas y norteamericanas que fabricaron la mayor parte de los armamentos utilizados en los campos de batalla, contabilizaron sus ganancias en cifras descomunales. Las primeras obtuvieron 70 mil millones de marcos y las segundas 123 mil millones de dólares, amén de lo que lograron las de otros países que igualmente se dedicaron al mismo negocio.
Cuando el conflicto llegó a su término, la realidad geopolítica mundial
había cambiado completamente. De ella surgieron dos grandes bloques: el socialismo y el capitalismo. El primero fue conformado por la URSS y naciones de Europa Oriental; mientras que el otro, que agrupaba a Estados de Europa Occidental y algunos de Asia, estuvo liderado por los EEUU. La rivalidad entre ambos dio origen a la llamada guerra fría.
En los decenios que siguieron a la posguerra, muchos fueron los
entrompes bélicos que se produjeron entre ambos, aunque todos estuvieron localizados en contextos regionales de distintos continentes (Sudeste Asiático, Medio Oriente, Mozambique, Guinea y el Congo en África, Centro América, Colombia en América del Sur y Cuba en el Caribe, entre otros). La ONU (organismo nacido después de la guerra) se convirtió en escenario para los debates entre las llamadas grandes potencias y sus respectivos aliados. Surgieron asimismo las instancias continentales como la OEA, el CARICON, por sólo citar dos de ellas. Allí los países signatarios o rivalizaban o se acordaban según fueran sus proyectos políticos. Y tal cual sucedía en todos lados, casi siempre el signo transversal de sus debates replicaba la confrontación Este-Oeste, es decir, ponía en el tapete los objetivos políticos de los actores de la llamada guerra fría. La carrera armamentista fue una característica epocal sobresaliente y la ciencia y la técnica se convirtieron en las reinas de la vida y la muerte. Uno y otro sistema (capitalismo y socialismo) emplearon miles de millones de dólares para producir inventos, provocar la muerte y lograr supremacía, y aunque hubo programas que se consagraron a superar enfermedades con la producción de fármacos, cuando éstos salieron al mercado sus precios eran tan elevados que las inversiones realizadas para su producción regresaban a sus financistas con extraordinarias ganancias.
Talentos inventivos y brillantes se emplearon para producir durante la
segunda mitad del siglo XX la bomba de balines CBU 46 y la bomba piña, caracterizadas por los expertos como especie de “perdigones para la caza de hombres”; el proyectil dum-dum, cuyo uso fue prohibido en la Convención de la Haya por su efecto altamente mortal; el Shrike AGM-45A, que al explotar se convierte en miles de fragmentos de metralla metálica letales; la bomba naranja lisa BLU-25B, que fue hecha para la mutilación del enemigo impactado; la bomba naranja acanalada BLU-24AA, que al explotar despide 500 partículas que salen con tal velocidad que corta el tejido del cuerpo humano; la bomba de flechas que incrusta en la carne diminutos dardos que van penetrando profundamente en el cuerpo, desgarrando el tejido y provocando un insoportable dolor hasta causar la muerte; la bomba de napalm, la térmica y la de fósforo que desarrollan temperaturas de combustión de 800 a 3.500 grados que queman a quienes quedan en el radio de su acción y a los sobrevivientes los desfiguras con monstruosas cicatrices; la cortadora de margaritas BLU-82-B, que pesa 7 toneladas y tiene el efecto detonante de una pequeña bomba atómica y destruye toda clase de vida en el radio de 1 kilometro; la bomba atómica que quema como si fuera el fuego o calor del propio centro del sol y provoca la mega muerte, aunque ahora existen armas de destrucción masiva frente a las cuales las mencionadas son meros juguetes. Hoy se sabe que tanto ayer como en el presente, la ciencia ha sido también un arma usada para alcanzar el dominio global.
Después de la segunda guerra mundial, las grandes potencias, con
presupuestos millonarios, establecieron laboratorios de primera línea en donde incorporaron científicos altamente calificados y personal especializado para desarrollar programas capaces de originar pestes e incrementar la toxina que da origen al botulismo, de la que es suficiente un kilogramo para matar a la población del planeta. Todavía hoy se mantienen esos centros científicos dedicados a la invención de armas químicas, bacteriológicas, biológicas y microbiológicas capaces de eliminar a millones de seres humanos. Igualmente se siguen desarrollando armas atómicas, ideando cañones láser y rayos mortales para destruir a ejércitos completos. En lugar de investigar en bien de la vida, en todos esos lugares se dedican a confeccionar formas de matar, por lo que no es descabellado lo que dijera alguien en una ocasión de que “…el liderazgo de esos países, ayer y hoy, han convertido a la ciencia, en la prostituta de la guerra”.
Todavía no se ha vencido el cáncer, el sida, el ébola y muchas otras
enfermedades, no se tiene dominio de todas las fuerzas de la naturaleza, no se ha descubierto suficientemente el mundo microbiológico, ni el cosmos (aunque ya está en marcha el proyecto ideado para explorarlo y conquistarlo con fines económicos y militares), ni se ha asegurado la alimentación para la población del planeta, pero en cambio cientos de científicos son puestos al servicio de la destrucción y del fin de todo cuanto vive. Y aunque en los años ochenta la llamada guerra fría bajó el telón y se creyeron saldadas las tirrias, los presupuestos militares y la producción de todo tipo de armas increíblemente destructivas, se han incrementado de forma exponencial.
Según el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo,
en informe del 2018, el gasto armamentista mundial alcanzó la astronómica cifra de 1,8 billones de dólares que representó el 2,1% del PIB universal. Solamente en el año 2019, EEUU invirtió 685.000 millones de dólares, la China 181.000 millones y le siguieron en ese orden Arabia Saudí, Rusia, India, Reino Unido, Francia, Japón, Alemania y otros. Hoy el mundo se encuentra en medio de una tirantez terrible, especie de segunda guerra fría, entre el capital euroasiático (China, Rusia, Irán, Corea del Norte e India) y el occidental (EEUU, Canadá, Europa y al que se suman Japón y Corea del Sur). El resto de países se ubican en uno u otro contexto, según se muevan los intereses ideológicos y geopolíticos del liderazgo que los gobierna.
En consecuencias, no es disparatado sostener que actualmente todo el
planeta está inmerso en la tercera guerra mundial, sólo que hoy esa lucha no transcurre con las mismas armas convencionales que se emplearon en el pasado, sino con una que ha resultado terriblemente letal para la vida humana, devastadora para la economía global y sin determinación exacta y creíble acerca de cuál ha sido su origen o cómo y cuándo terminará (el virus del COVID-19), pese a que el liderazgo Chino, en donde apareció el mal, ofrece todo tipo de explicaciones que no terminan de convencer al mundo. Y es que como dice Hegel: “Cuando la intención camina más aprisa que la razón, siempre hay argumento para justificar hasta lo falso”.
Por eso, en medio de tantos despropósitos, la comprensión de la
presente coyuntura nacional e internacional se vuelve compleja y difícil. Al terminar esta guerra, evidentemente que la vida cambiará por completo. La realidad económica será totalmente diferente y el control geopolítico del poder mundial lo ejercerán las naciones que logren sobrevivir en mejores condiciones y con mayores ventajas a la presente crisis universal desencadenada con la actual pandemia en la esfera de los presupuestos, la producción, el empleo, el salario, los precios, los servicios de salud, educación, seguridad, alimentación y en la conducta social en general. Se trata, pues, de un momento histórico crucial y decisivo para la sobrevivencia de la especie y el que podamos superarlo dependerá de que los liderazgos mundiales sean capaces de trascender la vieja concepción que por siglos ha dominado sus conciencias y les ha impuesto actuar, como decía el viejo Carlos Marx: “revalorizando el mundo del lucro y de las cosas y desvalorizando el mundo de lo humano”.