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COVID-19: ¿Tercera guerra mundial?

Luis Oswaldo Dovale Prado


Historiador-Profesor jubilado UNEFM

En una nota explicativa de la clásica obra “El Capital” de Carlos Marx,


palabras más, palabras menos, se resume la lógica y razón de ser del sistema
de vida que por más de cinco siglos ha dominado al mundo: "...Si el dinero
nace con manchas naturales de sangre en un carrillo, el capital viene al
mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies a la
cabeza […] El capital tiene horror a la ausencia de ganancia o a la ganancia
demasiado pequeña [...] Conforme aumenta la ganancia, el capital se
envalentona. Asegúresele un 10 por ciento y acudirá donde sea; un 20 por
ciento, y se sentirá ya animado; un 50 por ciento, positivamente temerario; al
100 por ciento, es capaz de saltar por encima de todas las leyes humanas; el
300 por ciento, y no hay crimen al que no se arriesgue aunque arrostre el
patíbulo”.

La historia ha probado de mil formas la certeza de aquella lapidaria


conclusión. Y aunque siempre es penoso y antipático medir el padecimiento
humano solamente con números, la cantidad de asesinados, mutilados,
afectados emocionalmente, la pobreza creada y los valores materiales
destruidos, son el más contundente testimonio que descubre los verdaderos
intereses económicos y políticos que en el pasado guiaron y aun guían la
actuación de todo el liderazgo de los gobiernos del mundo.
Sabemos que las guerras no fueron ni serán jamás una ley de la
naturaleza y menos una solución racional de los problemas planetarios
(grandes o pequeños). Y a pesar de esa verdad axiomática, guerrearon los
esclavistas para volver esclavos a millones de seres humanos y apropiarse de
tierras. Se lidiaron los señores feudales para obtener extensos predios y
robarle el plus trabajo a los campesinos y siervos. Autores bien informados
aseguran que las pérdidas humanas ocasionadas por las confrontaciones
bélicas en el siglo XVII acabaron con 3 millones de vidas, en el XVIII con 5,2 y
en el XIX con 5,5.

Durante la primera guerra mundial de 1914-1918, la humanidad debió


asumir las querellas irreconciliables que surgieron entre los Estados
capitalistas más desarrollados, cada cual buscando alcanzar la supremacía
planetaria. Su saldo fue aterrador: 10 millones de muertos, 20 millones de
inválidos y 338 millones de dólares en valores destruidos. Cuando al fin volvió
la paz a la que obligó el agotamiento y la destrucción, la situación geopolítica
en todo el orbe había cambiado radicalmente y la vida de los seres humanos
también.

Sin embargo, los propósitos de quienes promovieron ese holocausto


universal, siguieron vigentes, no desaparecieron, y los liderazgos surgidos en
casi todas partes del planeta asumieron igualmente la protección de los
intereses del gran capital. Obviamente, como la lógica de ese modelo de vida
descansa en las inevitables disputas por el empeño de unos en lograr
ventajas sobre los otros, éstas no tardaron nuevamente en aflorar. Y en la
medida que el mundo se transformaba en una “Aldea Global”, el reparto de
sus inmensos espacios territoriales, de sus riquezas y recursos naturales se
iban convirtiendo nuevamente en especie de botín de guerra de los grandes
monopolios, cada uno aspirando hacerse únicos propietarios, amos y señores
de continentes enteros.

Así transcurrió la historia posbélica de la primera mitad del siglo


pasado, condimentada con la tremenda depresión económica de 1929 y la
cual, aunque significó una difícil situación universal y produjo nuevos
enfoques de la teoría económica liberal, no cambió ni detuvo la acumulación
de capital en favor de muy pocos grupos así como tampoco la inevitable y
encarnizada rivalidad política, comercial, financiera y bancaria entre quienes
estaban convencidos que en el planeta ya no había espacios, ni riquezas, ni
recursos naturales suficientes para compartirlos de forma equitativa.

Entonces hicieron su aparición las causas que condujeron a la segunda


guerra mundial, cada quien convencido que al finalizar la contienda, o se
ganaba o se perdía todo. De esta forma, la guerra se convirtió en un gran
negocio. La horrenda destrucción ocasionó la pérdida de 54 millones de
vidas, 90 millones de heridos, 29 millones de inválidos y más de 4.000
millones de dólares en valores destruidos. Las corporaciones alemanas y
norteamericanas que fabricaron la mayor parte de los armamentos utilizados
en los campos de batalla, contabilizaron sus ganancias en cifras
descomunales. Las primeras obtuvieron 70 mil millones de marcos y las
segundas 123 mil millones de dólares, amén de lo que lograron las de otros
países que igualmente se dedicaron al mismo negocio.

Cuando el conflicto llegó a su término, la realidad geopolítica mundial


había cambiado completamente. De ella surgieron dos grandes bloques: el
socialismo y el capitalismo. El primero fue conformado por la URSS y
naciones de Europa Oriental; mientras que el otro, que agrupaba a Estados
de Europa Occidental y algunos de Asia, estuvo liderado por los EEUU. La
rivalidad entre ambos dio origen a la llamada guerra fría.

En los decenios que siguieron a la posguerra, muchos fueron los


entrompes bélicos que se produjeron entre ambos, aunque todos estuvieron
localizados en contextos regionales de distintos continentes (Sudeste
Asiático, Medio Oriente, Mozambique, Guinea y el Congo en África, Centro
América, Colombia en América del Sur y Cuba en el Caribe, entre otros). La
ONU (organismo nacido después de la guerra) se convirtió en escenario para
los debates entre las llamadas grandes potencias y sus respectivos aliados.
Surgieron asimismo las instancias continentales como la OEA, el CARICON,
por sólo citar dos de ellas. Allí los países signatarios o rivalizaban o se
acordaban según fueran sus proyectos políticos. Y tal cual sucedía en todos
lados, casi siempre el signo transversal de sus debates replicaba la
confrontación Este-Oeste, es decir, ponía en el tapete los objetivos políticos
de los actores de la llamada guerra fría. La carrera armamentista fue una
característica epocal sobresaliente y la ciencia y la técnica se convirtieron en
las reinas de la vida y la muerte.
Uno y otro sistema (capitalismo y socialismo) emplearon miles de
millones de dólares para producir inventos, provocar la muerte y lograr
supremacía, y aunque hubo programas que se consagraron a superar
enfermedades con la producción de fármacos, cuando éstos salieron al
mercado sus precios eran tan elevados que las inversiones realizadas para su
producción regresaban a sus financistas con extraordinarias ganancias.

Talentos inventivos y brillantes se emplearon para producir durante la


segunda mitad del siglo XX la bomba de balines CBU 46 y la bomba piña,
caracterizadas por los expertos como especie de “perdigones para la caza de
hombres”; el proyectil dum-dum, cuyo uso fue prohibido en la Convención de
la Haya por su efecto altamente mortal; el Shrike AGM-45A, que al explotar
se convierte en miles de fragmentos de metralla metálica letales; la bomba
naranja lisa BLU-25B, que fue hecha para la mutilación del enemigo
impactado; la bomba naranja acanalada BLU-24AA, que al explotar despide
500 partículas que salen con tal velocidad que corta el tejido del cuerpo
humano; la bomba de flechas que incrusta en la carne diminutos dardos que
van penetrando profundamente en el cuerpo, desgarrando el tejido y
provocando un insoportable dolor hasta causar la muerte; la bomba de
napalm, la térmica y la de fósforo que desarrollan temperaturas de
combustión de 800 a 3.500 grados que queman a quienes quedan en el radio
de su acción y a los sobrevivientes los desfiguras con monstruosas cicatrices;
la cortadora de margaritas BLU-82-B, que pesa 7 toneladas y tiene el efecto
detonante de una pequeña bomba atómica y destruye toda clase de vida en
el radio de 1 kilometro; la bomba atómica que quema como si fuera el fuego
o calor del propio centro del sol y provoca la mega muerte, aunque ahora
existen armas de destrucción masiva frente a las cuales las mencionadas son
meros juguetes. Hoy se sabe que tanto ayer como en el presente, la ciencia
ha sido también un arma usada para alcanzar el dominio global.

Después de la segunda guerra mundial, las grandes potencias, con


presupuestos millonarios, establecieron laboratorios de primera línea en
donde incorporaron científicos altamente calificados y personal
especializado para desarrollar programas capaces de originar pestes e
incrementar la toxina que da origen al botulismo, de la que es suficiente un
kilogramo para matar a la población del planeta. Todavía hoy se mantienen
esos centros científicos dedicados a la invención de armas químicas,
bacteriológicas, biológicas y microbiológicas capaces de eliminar a millones
de seres humanos. Igualmente se siguen desarrollando armas atómicas,
ideando cañones láser y rayos mortales para destruir a ejércitos completos.
En lugar de investigar en bien de la vida, en todos esos lugares se dedican a
confeccionar formas de matar, por lo que no es descabellado lo que dijera
alguien en una ocasión de que “…el liderazgo de esos países, ayer y hoy, han
convertido a la ciencia, en la prostituta de la guerra”.

Todavía no se ha vencido el cáncer, el sida, el ébola y muchas otras


enfermedades, no se tiene dominio de todas las fuerzas de la naturaleza, no
se ha descubierto suficientemente el mundo microbiológico, ni el cosmos
(aunque ya está en marcha el proyecto ideado para explorarlo y conquistarlo
con fines económicos y militares), ni se ha asegurado la alimentación para la
población del planeta, pero en cambio cientos de científicos son puestos al
servicio de la destrucción y del fin de todo cuanto vive. Y aunque en los años
ochenta la llamada guerra fría bajó el telón y se creyeron saldadas las tirrias,
los presupuestos militares y la producción de todo tipo de armas
increíblemente destructivas, se han incrementado de forma exponencial.

Según el Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo,


en informe del 2018, el gasto armamentista mundial alcanzó la astronómica
cifra de 1,8 billones de dólares que representó el 2,1% del PIB universal.
Solamente en el año 2019, EEUU invirtió 685.000 millones de dólares, la
China 181.000 millones y le siguieron en ese orden Arabia Saudí, Rusia, India,
Reino Unido, Francia, Japón, Alemania y otros. Hoy el mundo se encuentra
en medio de una tirantez terrible, especie de segunda guerra fría, entre el
capital euroasiático (China, Rusia, Irán, Corea del Norte e India) y el
occidental (EEUU, Canadá, Europa y al que se suman Japón y Corea del Sur).
El resto de países se ubican en uno u otro contexto, según se muevan los
intereses ideológicos y geopolíticos del liderazgo que los gobierna.

En consecuencias, no es disparatado sostener que actualmente todo el


planeta está inmerso en la tercera guerra mundial, sólo que hoy esa lucha no
transcurre con las mismas armas convencionales que se emplearon en el
pasado, sino con una que ha resultado terriblemente letal para la vida
humana, devastadora para la economía global y sin determinación exacta y
creíble acerca de cuál ha sido su origen o cómo y cuándo terminará (el virus
del COVID-19), pese a que el liderazgo Chino, en donde apareció el mal,
ofrece todo tipo de explicaciones que no terminan de convencer al mundo. Y
es que como dice Hegel: “Cuando la intención camina más aprisa que la
razón, siempre hay argumento para justificar hasta lo falso”.

Por eso, en medio de tantos despropósitos, la comprensión de la


presente coyuntura nacional e internacional se vuelve compleja y difícil. Al
terminar esta guerra, evidentemente que la vida cambiará por completo. La
realidad económica será totalmente diferente y el control geopolítico del
poder mundial lo ejercerán las naciones que logren sobrevivir en mejores
condiciones y con mayores ventajas a la presente crisis universal
desencadenada con la actual pandemia en la esfera de los presupuestos, la
producción, el empleo, el salario, los precios, los servicios de salud,
educación, seguridad, alimentación y en la conducta social en general. Se
trata, pues, de un momento histórico crucial y decisivo para la sobrevivencia
de la especie y el que podamos superarlo dependerá de que los liderazgos
mundiales sean capaces de trascender la vieja concepción que por siglos ha
dominado sus conciencias y les ha impuesto actuar, como decía el viejo
Carlos Marx: “revalorizando el mundo del lucro y de las cosas y
desvalorizando el mundo de lo humano”.

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