Está en la página 1de 109

PEDRO LAIN ENTRALGO

LA UNIVERSIDAD
EN LA
VIDA ESPANOLA

baladre
BALADRE
1
COLECCION GOBERNALLE

TEORIA DEL SURESTE


de Eugenio Martínez Pastor

2
COLECCION ALMENDRO

15 POEMAS EH SI, AUTORRETRATO


Y SALUDO AL HOMBRE BUEHO
de Agustín Meseguer

3
COLECCION GOBERNALLE

CARTAS EUROPEAS
de Gabriel Elorriaga

4
COLECCION TORRECIEGA

LO QUE SE COMENTA Y AUMENTA


de José Zarco Avellaneda

5
COLECCION ALMENDRO
PRÓLOGO

de Javier Martínez Pastor

6
COLECCION ALMENDRO

POEMAS DE AMS1ERDAM
de José Antonio Nováis

7
COLECCION TORRECIEGA

UNIVERSAL CARIAGENA
de Ernesto GiménezCaballero

8
COLECCION ALMENDRO

FUMANDO LOS MAS...


de Rafael Lorente

9
COLECCION GOBERNALLE

LA UNIVERSIDAD EN LA
VIDA ESPAÑOLA
de Pedro Laín Entralgo
baladre
COLECCION
GOBERNALLE

3
PEDRO LAIN ENTRALGO

LA UNIVERSIDAD
EM LA
VIDA ESPANOLA

BALADRE
19 5 8
NÚMERO 9
BALADRE
9
COLECCIÓN
GOBERNALLE
AL
CUIDADO
DE
EUGENIO MARTÍNEZ PASTOR

DIBUJOS
DE

ALONSO LUZZY
ÍNDICt

PÁGINAS

Nota previa . 9
POLIPTICO UNIVERSITARIO. 11
I.-L11 Universidad , 13
11. -Los profesores 17
111.-Los profesores 21
IV,-Lo� alumnos. 25
V.-Los alumnos. 29
VI.-La Sociedad. 33
VII.-EI Estado 37
LA UNIVERSIDAD COMO EMPRESA ESPAJi:JOLA 41
Examen de conciencia . 43
Estrategia de la empresa universitaria , 49
LA UNIVERSIDAD EN LA VIDA ESPAJSlOLA 51
UN A�O DE GESTIÓN RECTORAL 7l
REFLEXIONES SOBRE LA DISTINCIÓN . 87
EN TORNO AL HEROISMO . 96
NOTA PREVIA
V grupo de jóvenes de buena voluntad—hom­
bres de buenos deseos hay muchos; de buena
voluntad, no tantos—ha querido reunir en un pe­
queño volumen algunas de las palabras escritas o
pronunciadas por mí en torno a los problemas de
la Universidad española. Con ellas no pretendí otra
cosa que descubrir o recordar Mediterráneos, tarea
más bien estúpida cuando la índole del empeño es
intelectual o artística, pero siempre discreta cuan­
do uno persigue metas de carácter moral. ¿Acaso
no es moral, tanto como intelectual, el problema
de nuestra Universidad? ¿No concierne, muy en
primer término, a los hábitos estimativos y operati­
vos de nuestra sociedad, tan ajenos por lo general a
los verdaderos fines de la institución universitaria?
Este manojillo de escritos sólo aspira y sólo puede
aspirar al cumplimiento de aquella humilde función
memorativa: la función de recordar que el Medite­
rráneo moral de la Universidad española sigue ahí,
en espera de navegación que pueda hacer de él un
mare nostrum.
P. L E.
Madrid, enero de 1958.
POLIPTICO UNIVERSITARIO
I

LA UNIVERSIDAD

Menudean desde hace cinco lustros los escritos consagrados


a la misión y reforma de la Universidad. Citaré tres, por la
condición egregia de sus autores: los ensayos de Scheler («Uni­
versität und Volkshochschule», 1926) y de Ortega («Misión de
la Universidad», 1930) y el «Discurso rectoral» de Heidegger
(1933). Matizada por los diversos hábitos nacionales, la Univer­
sidad había alcanzado una figura relativamente fija y, por de­
cirlo así, canónica en la segunda mitad del siglo XIX. Nadie
hubiese creído hacia 1900 que ese esquema se hallaba meneste­
roso de revisión. Pronto, sin embargo, una serie de instancias
heterogéneas y coincidentes—cambios en la estructura del sa­
ber, alteraciones sociales y políticas pertinentes a la enseñan­
za, paulatino auge de la investigación científica y de la docen­
cia superior extrauniversitaria—demostraron a las inteligen­
cias más sensibles la necesidad de plantearse de raíz el proble­
ma de la Universidad. De ahí las reflexiones mencionadas y
tantas otras más.
La cuestión sigue en pie. Todos los países cultos—al menos
los europeos—tienen planteado un «Problema universitario».
La diversidad de los aspectos que éste pueda ofrecer, no exclu­
ye, parece, la existencia de importantes coincidencias, comen­
zando por la verdaderamente fundamental: la común actuali­
dad del problema mismo. No con el ingente propósito de resol­
verlo, sino con el más modesto de apuntar concisa y lealmente
sus principales peculiaridades y la vía de su posible solución—
tal como las veo vo, «postremus ínter pares»—, pintaré este vo­
landero políptico, cuyo cuerpo central debe contener necesaria­
mente la figura de la Universidad.
14

Partamos de un concepto preciso. ¿Qué es la Universidad


idealmente considerada? Es, por lo pronto, una institución, una
obra humana. Y puesto que las obras de los hombres deben ser
definidas, ante todo, por su causa final, tratemos de reducir a
sinopsis el sistema de los fines que la Universidad ha de cum­
plir. Es el tema de la «misión de la Universidad», sucesiva­
mente tratado por Scheler y Ortega. Sumando sus dictámenes
y añadiendo a ellos lo que mi propia minerva me sugiere, pien­
so que la misión de la institución universitaria exige el cabal
cumplimiento de cinco distintos fines:
1. ° Uno histórico en sentido estricto o tradicional: la con­
servación y la transmisión de los saberes que hemos recibido,
en cuanto hombres pertenecientes a una tradición intelectual.
La Universidad tiene el deber estricto de que sigan perviviendo
Platón y Aristóteles, Santo Tomás y Descartes, Gfalileo y Har-
vey, Linneo y Kant. Responde de ello ante lo que el idealismo
alemán llamaba «tribunal del mundo»; o, más en cristiano,
ante Dios.
2. ° Otro docente o frofesional: la enseñanza de las discipli­
nas científicas que exigen la vida y el buen orden de la socie­
dad en que la, Universidad existe. Los abogados, los médicos,
los profesores, etcétera, deben salir con suficiencia técnica de
las aulas universitarias.
3. ° Otro formativo, dando a esta palabra su sentido más
plenariamente humano. Los hombres que dejan la Universidad,
deben ser algo más que técnicos y sabedores; deben ser perso­
nas cabales en todos los órdenes de la existencia personal: el
religioso, el político y social, el estético. Es obvio que también
en el intelectual.
4. ° Otro de investigación: la Universidad debe acrecentar,
poco o mucho, según la capacidad de sus miembros, el caudal
de verdades y técnicas que los hombres poseen. Decía Schleier-
macher hace ciento cuarenta años que en las instituciones con­
sagradas al saber debe haber tres niveles: la Escuela, la Uni­
versidad y la Academia. La Escuela enseña lo que ya se sabe;
15

la Academia es un cuerpo en que todos los miembros se hallan


—o deben hallarse—incrementando personalmente el saber. Si­
tuada entre una y otra, la Universidad—«postescuela» y «pre­
academia», decía Schleiermacher—debe suscitar, con la prác­
tica de la investigación, la posibilidad de que ésta exista y
perviva. No creo que haya cambiado desde entonces la verdad
de tal sentencia.
5.° Otro, en fin, perfectivo. La perfección no atañe ahora
a la grey discente «stricto sensu», sino a la sociedad en torno.
Dos son, creo, los modos como puede y debe ser ejercitada esta
función perfectiva: la colaboración en la enseñanza de los gru­
pos sociales que no son educados en la Universidad—es lo que
se ha llamado «movimiento de extensión universitaria», inau­
gurado por Ludo Hartmann en Austria—y la suscitación de «mi­
tos intelectuales» en el sentido soreliano del primer vocablo.
Un punto de explicación acerca de la última frase. Llama­
ba Sorel «mito» a toda idea capaz de producir entusiasmo co­
lectivo. Esa idea podría ser política, estética, lúdica, militar.
Mas también,—¿por qué no?—intelectual. Pensemos, por ejem­
plo, en la «teoría de la relatividad». Además de ser una doctri­
na física más o menos próxima a la verdadera realidad del uni­
verso, esa teoría ha sido, sorelianamente, un mito intelectual,
algo que ha permitido a las gentes hablar con curiosidad y en­
tusiasmo. Pues bien; además de transmitir, enseñar, formar e
investigar, la Universidad debe contribuir a la creación de al­
guna «ilusión intelectual» en la sociedad periuniversitaria. Pues­
to que el «snobismo» es socialmente inevitable—y hasta con­
veniente, en cierto modo—, la «Universitas litterarum» se halla
obligada a tener parte en el regimiento o en el corregimiento
de su flanco intelectual. Claro que sin mengua de algo impor­
tante: el «decoro académico».
Transmisión del saber, docencia, investigación, formación
humana, incitación: he ahí los fines de la institución universi­
taria. Pero ésta, ¿cómo se halla, en verdad, constituida? ¿Sólo
por maestros, alumnos, edificios y ordenanzas? De ningún mo­
do. Al total cumplimiento de su misión colaboran, más o menos
16

directa e intensamente, cuatro estamentos: un cuerpo docente


o profesoral; un cuerpo discente o escolar; un cuerpo circunvi-
viente, social; un cuerpo regente, el Estado. ¿Cómo participan
hoy en el desempeño de esas cinco funciones los diversos órga­
nos o estamentos de la actividad universitaria? Las cuatro res­
puestas darán su figura a las dos alas de este sencillo políptico
universitario. Dios me ayude al acierto.
II

LOS PROFESORES

Siempre me ha divertido y hecho pensar la breve esquela,


solemne e irónica a un tiempo, con que Federico Nietzsche co­
municó a Erwin Rohde su ascenso a la dignidad profesoral. En
los años de gimnasio en Pforta, sus amigos llamaban a Nietz­
sche, con filológica broma, «Onos» («Asno»). El cual escribió
así a Rohde: «Querido amigo: Ha ocurrido el salto a lo inevi­
table: hoy... ha entrado el infrascrito Onos en el estamento del
sacro profesorado. ¡Vivan la libre Suiza, Ricardo Wagner y
nuestra amistad!» Descartada la ironía en el'delicioso texto
nietzscheano, ¿puede valer su letra como una definición? ¿For­
man los profesores, en verdad, un estamento, «ein Stand»?
Desde que existen Universidades, va para ochocientos años,
la docencia en ellas ha sido, salvo excepciones, la meta de una
vocación. El profesor ha querido serlo por dos últimas razones:
porque conoció la fruición de contemplar por dentro una disci­
plina intelectual (Mecánica celeste, Filosofía, Genética o Dere­
cho romano) y porque pensó que el comunicar esa fruición a los
demás le sería grato y honroso. Esto ha sido siempre lo decisi­
vo; la ventaja material—si no es en los casos en que la docen­
cia comporta una actividad profesional exterior a la Universi­
dad—nunca pasó de ser incentivo de orden secundario.
Pero un hombre con vocación científica, un pobre hombre al
que divierte escribir ecuaciones diferenciales o descifrar docu­
mentos antiguos, tiende por necesidad, en cuanto puede, a su­
mergirse en el tema a que Dios y su educación le llevan: suele
y debe ser, por tanto, un ente absorto, metido en sí mismo y en
2
18

su intelectual espelunca. No es frecuente su habilidad en acti­


vidades negociosas; y si peca socialmente, sus pecados son an­
tes la mordacidad y «invidia académica» que la codicia. De ahí
que no pueda existir con fuerza social un estamento de profeso­
res universitarios, a diferencia de lo que acontece cuando son
móviles decisivos el lucro y la pertenencia a un grupo profesio­
nal dotado de «espíritu de cuerpo». De ahí, por otra parte, la
indefensión social del docente universitario, porque en la socie­
dad sólo opera con eficacia quien actúa «en grupo». Cuando la
sociedad no se interesa espontáneamente por la institución uni­
versitaria, el profesor puede tener vigencia dentro de ella en
cuanto médico, abogado, turiferario o santón, no en virtud de su
pura condición académica. Con otras palabras: en los órdenes
social y económico de su existencia, el docente universitario
necesita ser «cuidado». El no tiene fuerza ni habilidad para
cuidarse: pertenece—con el escritor y el artista-—a las que
D'Ors suele llamar «jerarquías inermes».
Hay sociedades cuyo interés por la Universidad es muy es­
caso: tal, por ejemplo, la española. Hay épocas en que la ur­
gencia de la vida cotidiana destituye de importancia social a la
especulación científica: tal, a todas luces, la que Europa atra­
viesa. Me contaba un ilustre jurista italiano, profesor en Pisa,
que durante un viaje en autobús desde su ciudad a Roma habló
largamente con el conductor: éste ganaba casi doble que él. No
es extraño. Ese hombre servía con su trabajo a los intereses in­
mediatos y urgentes de la sociedad y actuaba dentro de ella
«en grupo». Otro tanto ocurre en la misma Norteamérica, aun
cuando allí, necesario es decirlo, el ejercicio de la docencia
universitaria garantiza con relativa holgura el mínimo vital fa­
miliar.
Admitamos ahora que se aúnan la instancia social y la ins­
tancia histórica en la depreciación de la docencia universitaria.
Mientras otros, más hábiles y solidarios, se adaptan o prospe­
ran, ¿cuál será la situación del «profesor puro», indefenso e in­
ofensivo en la general colisión de intereses, apto sólo para
aprender y enseñar Literatura griega, Cálculo diferencial o
19

Histología? La respuesta viene dada por tres palabras: atonía,


polipragmasia y evasión.
Las formas de expresión de la atonía pueden ser múltiples,
según la singularidad vocacional del docente. En muchos afec­
ta a las actividades del magisterio más finas y, por tanto, más
próximas a la aparente superfluidad social. Me refiero, sobre
todo, a la investigación y a eso que he llamado regimiento del
«snobismo» intelectual. ¿Cómo, de dónde extraer el largo y an­
cho tiempo que exige la conquista de una mínima verdad en las
islas de la Historia o de la Naturaleza? En otros, más investi­
gadores que docentes, el detrimento toca al ejercicio de la en­
señanza; rutinario muchas veces y no difícilmente eludióle. En
algunos, por fin, atañe la lesión a la constante empresa de estar
en forma: aprendizaje de idiomas y técnicas, contacto alertado
y puntual con cuanto se hace en el universo mundo relativa­
mente a la propia disciplina.
Llamo polipragmasia, como es obvio, a la ejecución de mu­
chas cosas. Decían los griegos «prágmata» a lo que nosotros so­
lemos decir «asuntos», según la feliz versión de Zubiri. Pues
bien; es polipragmático el hombre que por gusto o por necesi­
dad tiene «muchos asuntos». Si el docente universitario es un
hombre que por vocación y por conveniencia social no debe te­
ner más que un solo asunto—múltiple en sí mismo, como vi­
mos—, ¿se advierte el peligro que para el cabal cumplimiento
de su función late en esa circunstancial, pero inevitable poli­
pragmasia de su existencia actual?
Por otra parte, la evasión. No pocos, muy bien dotados pa­
ra la vida intelectual y docente, desertan de la carrera univer­
sitaria apenas la han iniciado y escogen para siempre una prác­
tica profesional más lucrativa y brillante. Otros, conseguida ya
la cátedra e iniciada la eminencia en ella, hallan fuera de la
Universidad o allende la frontera mayor holgura para el ejerci­
cio de su vocación. En torno a la Universidad y dentro de ella
van quedando, a la postre, aquellos en quienes la llamada de la
vocación es «desesperadamente auténtica», según la frase de
Ortega, y los que consiguen armonizar con la docencia el culti­
20

vo de una profesión extrauniversitaria, casi siempre absorbente.


En suma la atonía, la polipragmasia y la evasión constitu­
yen los riesgos que amenazan al «estamento del sacro profeso­
rado»—mucho menos «sacro» hoy que en tiempos de Nietz-
sche—cuando la instancia social y la instancia histórica se
aúnan en la obra de subestimar la valía de su función. Pero es­
to, ¿es un bien o un mal? Si la vida es, primariamente, acción,
¿no será bueno disminuir el número y la importancia de los
cavilosos? Y si es un mal, aunque la vida se defina como acción,
¿cuál puede ser su remedio? Es forzoso indagarlo.
III
LOS PROFESORES

Acomodemos a nuestra situación el trillado esquema plató­


nico. Fin ideal de la «civitas terrena» es la justicia, entendida
como virtud cardinal cristiana. A lograrla deben conspirar, ca­
da uno con su respectiva virtud, los tres brazos de la sociedad
civil: el de los doctos o sabedores (sabios, sacerdotes, políti­
cos), el de los defensores (soldados, funcionarios) y el de los
operarios (labradores y artesanos). Cualquiera que sea nuestro
juicio sobre la respectiva jerarquía y la mutua relación dinámi­
ca de esos tres «estados», algo parece claro: que el buen orden
de la ciudad exige cierta proporción entre ellos, y, en conse­
cuencia, que su desproporción excesiva pone desorden—íntimo,
al comienzo; visible, luego—en la entraña de la sociedad civil.
Consideremos la proporción del ingrediente intelectual en la
vida de los pueblos. ¿Cuál será su relativa cuantía? No cabe
responder de un modo preciso y general; esa cuantía debe ser
distinta en cada situación histórica y, dentro de ella, en cada
pueblo. Lo cual equivale a decir que sólo ateniéndose a esas
dos coordenadas es posible advertii' si el vicio de la proporción
es por exceso o por defecto.
Un amigo mío llegó en 1929 a una ciudad universitaria de
Alemania para seguir los cursos de tal profesoi' ilustre. En el
trance de concertar su pupilaje, le pregunta la maritornes: «Y
usted, señor doctor, ¿sobre qué especula?» Cuando la sociedad
heril, parte no aventajada del tercer estamento platónico, se
inmiscuye tan resuelta e irresponsablemente en la faena inte­
lectual del primero, el orden íntimo de la «polis» se halla alte­
rado, no hay duda, por una falsa exaltación de las funciones
especulativas. Otro ejemplo. Hace un par de años nos contaba
22

Gabriel Marcel que una buena señora de París comentaba así


cierto cambio favorable, pero trivial, en su particular biografía:
«Desde entonces me siento mucho mas existenciada.» Testimo­
nio claro de que en esa sociedad está operando abusivamente
la vida literaria sobre la vida cotidiana.
Bajo especie de pasión especulativa, en Alemania; baje es­
pecie de vida literaria, en Francia, la actividad intelectiva ha
logrado en ambos casos desmesurada vigencia social. ¿No ca­
bría interpretar desde tal atalaya buena parte de la historia
contemporánea de esos dos admirables países? El hombre de la
calle vino a «usar las ideas sin entenderlas», para decirlo con
la punzante expresión de Zubiri. Más aún: ha llegado a hablar
de las ideas sin usarlas. Lo cual puede tener, en verdad, un
sentido histórico favorable; pero sólo como es favorable, en el
orden de la existencia biológica, pasar el sarampión en la ma­
durez.
No es éste el caso de España, sino el contrario. Cabe pensar
ciertamente que el bien de España consiste en exportar misio­
neros, poesía lírica, pintura negra y danzaderas de Cádiz, y,
en consecuencia, en importar teorías físicas, hallazgos filológi­
cos y artefactos industriales. No estaba muy lejos de tal sentir
el «Que inventen ellos», del más objetable Unamuno; sí lo está,
y con toda resolución, mi propio sentir. Creo que España no
será lo que debe ser—y lo que es más grave: lo que puede ser—
mientras no invente el modo de exportar, a la vez que misione­
ros, poesía lírica, pintura negra y zapateado, teología oportuna,
especulación metafísica, fisiología decorosa y física nuclear.
¿Cómo es posible este deseable connubio entre la inteligen­
cia y el arrebato? ¿Se trata de una mera adición de técnicas in­
telectuales y operativas o de una verdadera reforma en el vi­
vir, de un simple aprendizaje o de una «conversio morum»? Tal
vez de las dos cosas. Grave tema, que aquí no puedo sino enun­
ciar. Parece cosa incuestionable, sin embargo, que la consecu­
ción del equilibrio óptimo exige incrementar la intensidad y la
extensión de nuestra vida universitaria. Examinemos por sepa­
rado esos dos menesteres.
23

Incremento en ía intensidad. Es necesario que nosotros, los


profesores universitarios, mejoremos la calidad y el rendimien­
to de nuestra producción científica; es necesario que, supuesta
la colaboración de los restantes órganos de la vida académica
—alumnos, sociedad, Estado—, enseñemos más y mejor. Incre­
mento, por otra parte, en la extensión; es necesario que sin
mengua de la calidad y sin hipertrofia o superfetación de los
establecimientos docentes, haya en la vida intelectual de Es­
paña más matemáticos, más filólogos, más fisiólogos, más pen­
sadores sobre el ser del hombre; es necesario, en fin, que la pe­
netración de la Universidad en nuestra vida social sea más
amplia y vivaz. Dos polos parece tener la distensión histórica
de la eminencia y aún de la existencia española: en uno, pre­
ponderante, habitan y operan Antonia Mercó y San Pedro de
Alcántara; en otro, mas débil, Cajal y Suárez. Para que el equi­
librio entre los dos otorgue a España su máxima eficacia en el
siglo, es urgente hacer más intensa y extensa la Universidad
española.
La empresa requiere, como todas las humanas, supuestos
mínimos, proyectos idóneos y operaciones eficaces. La victoria
de Lepanto requirió barcos, plan de batalla y acciones esforza­
das. He aquí, a mi pobre entender, I03 supuestos de todo posi­
ble incremento en la intensidad y en la extensión de nuestra
vida universitaria:
1. ° Creación de condiciones de subsistencia que garanticen
mínimamente la plena dedicación de una gran parte de los pro­
fesores, incluidos los de jerarquía subordinada (encargados, ad­
juntos), el ejercicio de las cinco principales actividades del
magisterio universitario: transmisión del saber, docencia profe­
sional, investigación, formación humana, incitación a la vida
intelectual.
2. ° Ampliación, en cada Universidad, de su respectiva bi­
blioteca-partiéndola, si es necesario, en locales múltiples—,
de modo que en ella se reciba «todo» lo importante de cuanto
en el mundo se publica, relativamente a cada una de las disci­
plinas universitarias,
24

3. ° Mejoría paulatina de los laboratorios y las clínicas,


hasta hacerlos mínimamente capaces de cumplir con plenitud
su función. Sin lujo y sin dispendio, pero con suficiencia. No se
me objete, por Dios, que Cl. Bernard y Cajal trabajaron en so­
tabancos; sería tanto como pensar en la posible guerra futura
recordando que Viriato vencía con arcos y hondas.
4. ° Exigencia—delicada, constante, eficaz—por parte de
los alumnos, la sociedad y el Estado. Hay que dar más al pro­
fesor; hay que exigir más de él.
Todo ello, ¿para qué? ¿Acaso para enseñar al alumno cuan­
to el profesor sabe y aprende? En modo alguno. Pero esta es
otra canción, y nada fácil de tañer. Veamos, en efecto, lo que
a los alumnos toca.
IV

LOS ALUMNOS

He aquí el comienzo de un posible catecismo para uso de es­


tudiantes universitarios: P. «Decidme, mozo, ¿sois estudiante?»
—R. «Sí, por voluntad de mi padre y mía.»—P. «¿Qué cosa es
ser estudiante?»—R. «Haber aceptado la obligación de estu­
diar.»—P. «¿Y qué cosa es estudiar, en vuestro caso?»—R. «Ha­
cer lo necesario para ser en este tiempo persona cabal, hombre
culto y médico (o abogado, o juez, o profesor, o farmacéutico)
suficiente.»—«Et sic de caeteris.»
Ser estudiante es, en efecto, trabajar idóneamente para al­
canzar plena liombreidad, cultura adecuada a verdad, lugar y
tiempo, y suficiencia profesional en una disciplina universita­
ria. Pero, ¿cómo se hallan dispuestos los estudiantes de hoy
respecto al logro de esos tres últimos objetivos? ¿Acaso como
hace veinticinco años, como hace quince? Por lo que a España
toca—en cada país tiene sus peculiaridades la situación espiri­
tual y social del estudiante universitario—, pienso que es nece­
sario distinguir los cuatro siguientes grupos:
1. ° El de aquellos para quienes la suficiencia profesional,
único fin a que aspiran, consiste, sobre todo, en la mera pose­
sión del título correspondiente. Constituyen éstos, creo, la frac­
ción más numerosa.
2. ° El de quienes se proponen conseguir con cierta seriedad,
pero de modo casi exclusivo, verdadera calificación profesional.
No pretenden ser—recuérdense las fecundas distinciones de Or­
tega— «hombres cultos» ni «hombres de ciencia»; ni siquiera,
apurando las cosas, jurisperitos o médicos, sino notarios, regis­
tradores o tocólogos. En importancia numérica va este grupo a
la zaga del anterior.
3
26

3. ° El más exiguo de los que, aparte la suficiencia profesio­


nal, buscan la posesión de alguna cultura de la inteligencia.
Mas no para formarse en ella, sino para utilizarla como recurso
dialéctico al servicio de un modo de ser hombre aprendido y
cultivado fuera de la Universidad.
4. ° Él de los muy pocos que se disponen animosamente a
ser, a la vez que profesionales decorosos, hombres de ciencia—
esto es, investigadores—y personas de espíritu cultivado según
lo que nuestro tiempo pide.
¿Puede juzgarse satisfactoria tal disposición de los estudian­
tes frente a los fines de su condición estudiantil? Yo creo que
no. Sería preferible, no hay duda, que su totalidad se distribuye­
se en cuatro grupos distintos:
l.° Los que en la Universidad buscasen, más que un diplo­
ma, educación profesional suficiente y cierta formación intelec­
tual y humana adecuada a la verdad, al tiempo y al lugar. Pa­
ra el buen orden del país, este grupo debiera ser siempre el
más numeroso. 2.° Los que—con vistas al futuro ejercicio del
mando social—aspirasen a perfeccionar en la Universidad la
formación intelectual y humana exigida por la situación real
del país. La Universidad y la sociedad en torno serían, en' tal
caso, remos concordes de una misma navegación. 3.° Los aspi­
rantes a verdaderos hombres de ciencia; grupo no muy copioso,
mas no tan exiguo como hoy. 4.° Los poquísimos que—por
aquello de «oportet haereses esse»—dieran continuidad a la
vieja tradición goliardesca.
Es verdad; esto sería muy preferible. Pero si lo real dista
de lo deseado, no pongamos sobre la cabeza del estudiante la
integridad de la culpa, ni siquiera la mayor fracción de su peso.
Cuando un mozo ingresa en la Universidad, su alma expresa
juvenilmente, salvo muy contadas excepciones, lo que la socie­
dad a que pertenece está siendo en dos de sus instituciones fun­
damentales: la familia y la segunda enseñanza. Preguntémo­
nos: la familia española media, nuestros centros de enseñanza
secundaria, ¿suelen ocuparse en promover y cultivar vocacio­
27

nes civiles altas, nobles, limpias, en las almas adolescentes?


¿Acaso no tiende todo a que el joven vea en su futura profesión
antes al boticario que al bioquímico, y al registrador antes que
al jurista, y más al módico asalariado que al terapeuta o al pa­
tólogo?
Alguien objetará, con alguna razón, que gran parte de la so­
ciedad vive oprimida por el torcedor de la economía. Pero esa
opresión la sentimos los padres, no los garzones de catorce
años. No nos impide, por tanto, encender en el hondón de su
alma la lumbre, tal vez el fuego de una clara vocación civil,
religiosa o castrense.
Vivimos una crisis de vocaciones. Son pocos los que hacen
algo movidos por la atracción de aquello que hacen; - casi todos
piensan antes en lo que obtendrán—lucro o eminencia—como
fruto de su propia acción. Esto es grave, y a todos, padres y
educadores, nos llega nuestra congrua responsabilidad. A los
educadores preuniversitarios, la de suscitar en los adolescentes
limpias actitudes vocacionales; a los educadores universitarios,
la de confirmar, exaltar, satisfacer o acaso mudar la primera
llamada de la vocación, el primer amor a ser algo sólo por lo
que se va a ser. Porque, y esto nos atañe sólo a. nosotros, los
responsables de hacer de la Universidad verdadera «alma wa­
ter», ¿acaso somos siempre capaces de contentar la voca­
ción profesional o intelectual de los pocos que en verdad la
poseen?
Pero no es meramente vocacional el problema del alumna­
do universitario, es también, si se me admite el neologismo,
«escitivo», tocante a lo que el alumno debe saber. ¿Qué debe
aprender un estudiante universitario, qué se le debe enseñar?
¿Acaso no se le enseña, a veces, más de lo que se debiera, o
menos, o en no debida forma?
Para responder a estas interrogaciones, tan graves, tan ur­
gentes, me atengo a la valiente y luminosa meditación de Or­
tega en 1930. Remito, pues, a su «Misión de la Universidad» y
recomiendo con instancia una atenta lectura de los capítulos
«Principio de la economía en la enseñanza» y «Lo que la Uni­
28

versidad tiene que ser primero». En algo discrepo, sin embar­


go, del común maestro: creo que su «Facultad de Cultura» es,
como tal Facultad, inviable; pienso además que esa posible
Facultad no resolvería de modo idóneo el problema tan certe­
ramente denunciado y expuesto por su inventor. ¿Qué cabe ha­
cer, entonces, para que la enseñanza universitaria cumpla «a
la altura de los tiempos» su fundamental misión?
V

LOS ALUMNOS

Repitamos la grave interrogación: ¿qué debe aprender el es­


tudiante universitario, qué se le debe enseñar? Contestaré sin
más preámbulo, tomando el toro por los cuernos. Trataré de ha­
cerlo con abierta lealtad y «sin faltar a nadie», como diría un
héroe de Arniches. Y me atendré, en primer término, a las en­
señanzas enderezadas hacia la formación profesional y científi­
ca. ¿Qué debe aprender el estudiante, qué se le debe enseñar?
La respuesta se ordena en cinco puntos:
I. Cada Facultad universitaria debe enseñar, ante todo,
cuanto en los órdenes científicos y técnicos exija el normal ejer­
cicio de las profesiones a ella correspondientes. La enseñanza
tiene que estar primariamente orientada, usemos la jerga estu­
diantil y doméstica, por las «salidas» de las varias Facultades.
La cual supone: 1.“, que la Universidad no siga ajena a lo que
sus alumnos pueden hacer más tarde en el seno de la sociedad
circunstante, y 2.°, que la enseñanza de cada disciplina sea
«sobria, inmediata y eficaz», según la fórmula de Ortega. En
aprender todo esto debiera consumir el alumno las cuatro quin­
tas partes de su actividad discente. De ahí las dos principales
obligaciones del profesor: enseñar dentro del aula conforme a
tales principios y ofrecer a sus discípulos libros de estudio a la
vez breves, claros y suficientes.
II. El profesor universitario debe suscitar vocaciones cien­
tíficas y confirmar las que a su jurisdicción puedan llegar. ¿Có­
mo? En primer lugar, con su ejemplo: el magisterio de su pro­
pia vocación; en segundo, con su diálogo: no es buen profesor
el que no conversa amistosamente con todos o algunos de sus
discípulos; en tercero, haciendo una vez por semana—no se
30

atribuya pedantería a mis palabras—una «lección magistral»,


engarzada, si es posible, en un curso monográfico; quiero decir:
una lección que haga «oír y ver« el verdadero «estado actual»
de la materia en ella tratada, en la cual, por tanto, llegue el
profesor hasta los «problemas» que el saber respectivo ofrece a
la mente humana en el momento de exponerlo. Sólo descu­
briendo problemas puede llegarse a sentir una vocación intelec­
tual genuina.
III. Además de suscitar y confirmar las vocaciones científi­
cas, la Universidad debe cultivarlas; esto es, iniciar a alguncs
de sus alumnos—pocos, desde luego; pero no tan pocos como
ahora—en las tareas de la investigación. Cada cátedra univer­
sitaria debe tener junto a sí un seminario, un laboratorio o una
clínica, en los cuales se haga ciencia. Poca o mucha, según la
capacidad del profesor y los recursos externos con que cuente,
pero siempre auténtica y original.
IV. La Universidad debe dar a sus alumnos una cultura in­
telectual suficiente. Acerca de lo que debiera ser esa «cultura
intelectual», remito de nuevo al mencionado ensayo de Ortega.
El problema—arduo problema—consiste en el modo de ense­
ñarla. Creo, por mi parte, que un imperativo de economía 5’ efi­
cacia obliga a distinguir en cada estudiante su condición de
alumno de tal Facultad y su condición de alumno universitario
«in genere».
En tanto alumno de una Facultad determinada, el estudian­
te podría recibir una parte de esa general cultura de la inteli­
gencia, según dos modos complementarios: l.°, una orientación
en las «lecciones normales» y en las «lecciones magistrales» de
cada disciplina que hiciese percibir su integración en la pleni­
tud del «orbis intellectualis» correspondiente al tiempo en que
se existe; 2.°, la instauración de una disciplina nueva y obliga­
toria en cada una de las Facultades, y muy especialmente en
las más alejadas, por su carácter técnico y profesional, del tron­
co común del saber: Derecho, Medicina, Farmacia, Matemática,
Ciencia de la Naturaleza. Elijamos como ejemplo la Facultad
de Medicina. La disciplina «integradora» que propongo—Medí-
31

ciña general» podría ser su nombre—enseñaría al estudiante lo


que la Medicina es como profesión, como ciencia y como arte,
lo que representa en la sociedad actual, lo que debe ser un buen
médico en sus diversos modos de serlo; la situación del saber
médico en el orbe de los actuales saberes humanos, lo que la en­
fermedad y la curación son y deben ser para el médico, para el
enfermo y para la sociedad. «Mutatis mutandis», apliqúese este
ejemplo a las restantes Facultades.
V. Consideremos, por fin, la formación «cultural» del alum­
no universitario «in genere», sea cualquiera la Facultad a que
pertenezca. ¿Cómo enseñarle sin agobio, con relativa sencillez,
el sistema de ideas—Física, Biología, Historia, Sociología, Filo­
sofía—desde las cuales debe vivir, en cuanto hombre de su tiem­
po y su lugar? Creo sinceramente que esta ineludible tarea sólo
puede ser cumplida de un modo aproximado y precario. A tal
cumplimiento podría acercarse asintóticamente la Universidad
mediante los siguientes recursos: l.° La organización de series
de conferencias para oyentes de todas las Facultades, al modo
de lo que ha solido hacerse en Alemania. Recuerdo ahora el
éxito que alcanzaron las del teólogo Rademacher, en Bonn;
las de Romano Guardini, en Berlín, o, muy recientemente, las
del físico Von Weizsaecker, en Gotinga. 2.° La publicación de
libros—libritos, más bien—en que de manera concisa y clara­
mente inteligible fuera expuesto lo que todo estudiante univer­
sitario debe saber en orden a su «cultura general». 3.° La cons­
tante incitación a que esos libros fuesen leídos. 4.° Una mejora
idónea de la Segunda Enseñanza. 5.° La oportuna colaboración
de los Colegios Mayores—cuya vida intelectual debiera ser or­
gánicamente regida desde la Universidad—y de las Asociacio­
nes estudiantiles.
Con todo lo cual llegamos a la cuestión' decisiva. Nuestra
Universidad cuida—no discutamos ahora con qué eficacia—de
la formación religiosa, política y física del estudiante. Este, por
otro lado, debe servir a la Patria en la Milicia Universitaria.
Todo ello ha de ser añadido al no escaso trabajo que ineludible­
mente exigen la educación profesional y cultural, según el es­
32

quema' precedente u otro mejor. Pregunto yo: ¿No deberemos


plantearnos otra vez, de acuerdo con la experiencia adquiri­
da—aquí y fuera de aquí—, el problema de la formación del es­
tudiante universitario? ¿Cuáles son las posibilidades del estu­
diante medio? ¿Hasta dónde llega lo que puede hacer con ver­
dadera eficacia y con auténtico beneficio de su formación? ¿Es
posible conseguir que la sociedad española mire con seriedad y
ambición la vida universitaria de sus hijos? Pero este tema
de la relación entre la sociedad y la Universidad merece capí­
tulo aparte.
VI

LA SOCIEDAD

Conviene siempre que los pies se apoyen en verdades de Pe­


rogrullo y qne los ojos traten de ver y entender verdades a don­
de Perogrullo no alcanza. Así, ahora. Emulando a mi infalible
homónimo, diré que la institución universitaria vive dentro de
una sociedad; que esa sociedad la creó por decisión y obra de
sus estamentos rectores: Iglesia, realeza, burguesía o Estado,
según el tiempo y el lugar de la creación, y que esa sociedad-
munífica unas veces, mezquina otras—la sigue haciendo vivir.
Es preciso, sin embargo—y en esto no sé si me acompaña Pero-
grullo—, discernir los modos viciosos de la relación entre la
Universidad y la sociedad materna y nutridora.
Creo que tales vicios son, fundamentales, dos: el aislamien­
to y la excesiva subordinación. Malo es que la Universidad- in­
tente aislarse de la comunidad humana a que pertenece y pro­
clame servir sólo a la «ciencia por la ciencia»; no menos malo,
que la sociedad, voluntariamente desligada de la Universidad,
su órgano intelectivo, se entregue a un desoforado pragmatismo
vital. Malo es, por otra parte, que la Universidad trate de su­
bordinar la sociedad a la ciencia, como si el destino histórico
fuese en sí mismo científicamente calculable: eso pretendieron,
en Sicilia, Platón y Arnaldó de Vilanova, dos redomados «inte­
lectuales»; igualmente malo, que la sociedad, contraponiendo
obtusamente «vida» a «pensamiento», quiera convertir a la Uni­
versidad en una pedestre y plurimembre escuela de formación
prefesional.
Ni aislamiento ni subordinación. Buen camino es sólo la
coordinación entre la sociedad y la institución universitaria. O,
mejor aún, su mutua conjugación, su instalación bajo un mismo
34
yugo ideal, para trazar un mismo surco: el destino histórico de
los hombres en que una y otra tienen su última realidad. La
Universidad debe pensar, shakespearianamente, que entre el
cielo y la tierra no todo puede ser sometido a la ciencia del
hombre; la sociedad, en cambio, debe creer que la aparente
«inutilidad» de la ciencia pura es una de las más altas formas
de la nobleza humana; y las dos, Universidad y sociedad, que
no hay educación preferible a la fundada sobre el continuo acce­
so a la verdad y sobre la voluntaria servidumbre a su imperio.
Esa deseable conjugación exige comercio, mutua entrega
de bienes. Veamos sinópticamente los que debe comunicar a la
otra cada una de las partes de esta amistosa simbiosis. Imagi­
nad uno de los pueblos integrantes de la llamada «civilización
occidental». Si ese pueblo está, como suele decirse, «en forma»,
¿qué es lo que sus Universidades ofrecen a la sociedad circun-
viviente? A mi juicio, tres bienes distintos:
1. ° Iluminación. Puesto que la Universidad transmite el sa­
ber intelectual del género humano y muestra cuál es su situa­
ción en cada momento, la sociedad recibe de ella la «luz» que
el hombre ha obtenido acerca del mundo y de sí mismo. Queda,
por lo tanto, ilustrada, «iluminada».
2. ° Adiestramiento. El cual consiste, por lo pronto, en lo­
grar destreza para la aplicación de ese saber al ejercicio de la
vida individual y colectiva. Los varios modos de tal aplicación
son las diversas profesiones universitarias.
3. ° Entusiasmo intelectual. Entiéndase la palabra entu­
siasmo de manera a la vez genuina y módica. Gfenuina, porque
también la afición a la verdad es un transporte divino: «enthou-
siasmós». Módica, porque ese transporte no tiene su forma pro­
pia en la orgía, a la manera de los entusiasmos dionisiacos,
sino en el diálogo y en la «soledad sonora».
A cambio de estos bienes, ¿cuáles debe entregar la comuni­
dad social a la Universidad, luego de haberla creado? Dicen
los buenos teólogos que la conservación del universo es una
«creación continua». Pues bien: para que la perduración del
35

instituto universitario sea, analógicamente, una continuada


creación, ¿qué debe recibir éste de la sociedad en cuyo seno exis­
te? Sólo por no romper la simetría, reduciré a otros tres los do­
nes de ese acto conservador y creativo:
1. ° Almas. Año tras año, a través de las ventanillas donde
se abonan los derechos de matrícula, la sociedad pone dentro
del recinto universitario varios millares de almas juveniles.
¿Cuántas? ¿Cuáles? Este es el problema.
No tengo a la vista cifras estadísticas relativas a España.
Creo, sin embargo, que el número de los estudiantes universi­
tarios es bastante superior al que piden las necesidades profe­
sionales del país y consienten las posibilidades técnicas de la
enseñanza. Tampoco parece idónea la selección. No quiero llo­
rar sensiblera y demagógicamente por los «genios perdidos».
Pero, ¿acaso no cabe incrementar en calidad y número el acce­
so de los humildes a la enseñanza universitaria? Puesto que ha­
blamos de la sociedad, ¿no es posible preguntar a los Sindica­
tos—con ánimo de incitación, no de requisitoria—por la cuantía
de su servicio a este deber social?
2. ° Dinero. La sociedad debe sostener sus instituciones uni­
versitarias, y tal sostenimiento requiere, ante todo, dinero. Ese
dinero puede y debe llegar a la Universidad a través de dos
vías; el correspondiente capítulo en los presupuestos del Estado
y la aportación directa. Dejemos al margen, en espera de su
ocasión, todo lo relativo a la primera vía, y examinemos lo que
la segunda debe ser y efectivamente es.
En tres formas puede gastar la sociedad su dinero si quiere
mejorar el rendimiento de sus Universidades: becas de ense­
ñanza y de perfeccionamiento, fundaciones universitarias (un
ejemplo próximo: la Fundación «Valdeci.lla»- en la Universidad
de Madrid) y ayuda a la investigación. La inteligente largueza
con que la sociedad norteamericana cumple este deber, tanto
más noble cuanto menos imperado, es bien conocida por todos.
Así, por su parte, la inglesa. En cuanto a la alemana, me limi­
to a copiar, a título de ejemplo, un párrafo del «Einstein», de
36

Ph. Frank: «...Guillermo II fundó la Kaiser Wilhelm Gesell­


schaft, a la cual habían de pertenecer los más ricos industriales,
comerciantes y banqueros de Alemania, unidos en el común
propósito de sostener institutos de investigación. Sus miembros
recibían el título de «senadores» y tenían derecho a usar un
brillante uniforme. A veces eran invitados a comer por el Em­
perador, y siempre la invitación les costaba grandes sumas.
Durante la conversación en tales comidas, Guillermo II solía
hablar, en efecto, del dinero que hacía falta para tales o cuales
investigaciones». En la Kaiser Wilhelm Gesellschaft, fundación
parauniversitaria, trabajaron, por ejemplo, Einstein, Planck y
Nernst, tres máximas estrellas de la Física contemporánea.
3.° Asistencia cordial. No sólo de pan vive el hombre; no
sólo de dinero la Universidad. Tanto como el dinero de la socie­
dad circunstante, la Universidad necesita su asistencia cordial:
interés por lo que en los edificios universitarios pasa, participa­
ción en determinados actos de la vida académica, verdadera
estimación de lo que la Universidad dice si, obediente al impe­
rativo de no aislarse, se resuelve a operar «universitariamente»
en la vida social.
Tal debe ser, visto en muy apretada sinopsis, el trueque de
bienes entre la institución universitaria y la sociedad en torno.
Gracias a él puede adquirir pleno sentido la preposición «de»
cuando se dice Universidad «de» Madrid, «de» París o «de» Ox­
ford. Pero la sociedad española, ¿hace algo para que la Univer­
sidad sea «suya»? ¿Tiene algún sentido decir que son «de» Ma­
drid, «de» Barcelona o «de» Valencia las Universidades «en»
Madrid, Barcelona o Valencia situadas? ¿Qué pide, qué ofrece a
su Universidad la sociedad española? ¿Cuáles son los actos, los
sucesos y los problemas de la vida universitaria que interesan
al español medio? Procure el lector contestar por su cüenta. Yo,
amigos, prefiero no alterar hoy el equilibrio de mis humores.
VII

EL ESTADO

A la manera escolástica, distingamos tres casos. Cuando la


sociedad cumple sus deberes universitarios con largueza y bue­
na fe, la intervención del Estado en tal materia puede ser mí­
nima. Así, por ejemplo, en los Estados Unidos. Cuando, por la
razón que sea, se hace insuficiente la aportación de la sociedad,
crece por fuerza la intervención rectora del Estado. Cuentan
que eso viene sucediendo en la Inglaterra actual. Cuando la so­
ciedad, en fin, es negligente respecto a la institución universi­
taria, o cuando sus tenues conatos de actividad pueden turbar
el buen orden de la comunidad nacional, la intervención del
Estado tiene que ser preponderante, casi exclusiva. Este tercer
caso es, a mi juicio, el de España.
No se trata, entiéndase bien, de un derecho del Estado, sino
de un estricto y grave deber suyo. El cual deber genérico se
expande en cuatro obligaciones particulares, que conviene es­
tudiar por separado:
I. Deber de ordenación y vigilancia. Es inexcusable la in­
tervención ordenadora del Estado en todo lo concerniente al
bien común, ya impidiendo lo que pueda dañarle, ya fomentan­
do lo que le favorezca. He aquí las tres principales materias a
que debe afectar la actividad rectora imperativa del Estado:
1.a La expedición de títulos profesionales. Nadie sino el Es­
tado puede conceder licencia para el ejercicio profesional en la
sociedad por él regida. Al menos, en lo tocante a las profesio­
nes universitarias. Imagínese lo que sería una sociedad proclive
a la picardía, dentro de la cual fuese relativamente libre la
concesión de la «venia exercendi» a los estudiantes de Medicina
o Derecho.
38

2. a La suficiencia de la enseñanza profesional y de la for­


mación humana de los estudiantes. El Estado debe exigir que
una y otra, enseñanza y formación, alcancen en las Universi­
dades un mínimo suficiente.
3. a La recta selección de los docentes universitarios. Ello
en dos sentidos: establecimiento de un nivel mínimo en la for­
mación del elegido (saber actual, dotes pedagógicas, técnicas
de trabajo, idiomas, etc.) y cuidado exquisito de que la selec­
ción recaiga siempre sobre el mejor. Cuando Letamendi se pre­
sentó en Madrid ante sus alumnos de Patología General, elogió
a Calleja, decano entonces de la Facultad de Medicina, con es­
tas ejemplares palabras: «Por tal de proporcionar a la juventud
un buen maestro, no vacilaría en apoyar con su influjo al mayor
enemigo de su propia persona». En verdad, no cabe entender
de otra manera el servicio al bien común, y es deber riguroso
del Estado que así sea entendido.
II. Deber de incitación. El Estado debe estimular la aten­
ción de la sociedad hacia la institución universitaria. Imagine­
mos un país con más Universidades de las que su conveniencia
exige. Tal es el caso de España. (Alemania, con casi 80 millo­
nes de habitantes, tenía, en 1938, 23 Universidades; para 26
millones de españoles tiene España 12, y una de ellas, con dos
Facultades de Medicina). Si el Estado no puede negar el dere­
cho de la sociedad a fundar centros de enseñanza superior y de
investigación, ¿no es cierto, por otra parte, que debe incitar a que
ese posible esfuerzo se aplique a mejorar las Universidades ya
existentes? Supuesta en ambas partes la buena voluntad, ¿poi­
qué no ha de ser posible la armonía entre el interés general y
.la intención del aspirante a fundador?

III. Deber de suplencia. Cuando la Sociedad no subviene a


las necesidades económicas de la Universidad (instalaciones,
retribución de los docentes, becas, etcétera), el Estado debe
atenderlas por sí mismo. ¿En qué medida? La respuesta será
siempre consecuencia de dos ineludibles premisas:
39

1. a Un juicio acerca de lo que la Universidad significa y


vale en la vida de la comunidad nacional. O, mejor, acerca de
lo que la Universidad «debe» significar y valer, en la hipótesis
de que cumpla íntegramente su misión. Ei Estado no debe con­
formarse con una Universidad peor de lo que esa Universidad
puede llegar a ser.
2. a Una idea de lo que el país en cuestión puede y debe
ser en la historia de la humanidad; en el gran teatro del mun­
do, como diría Calderón. Esto es obvio. No pueden gastar en la
Universidad igual porción de su presupuesto un pueblo con vo­
cación meramente vegetativa y otro con cierto designio rector,
sea espiritual o técnica su deseada rectoría.
IV. Un deber de coordinación. Acaso llegue a suceder
que la sociedad se desviva por sus Universidades; nada cuesta
imaginar que la iniciativa social es vigorosa, múltiple, bullen-
te. En tal caso, es misión del Estado la recta coordinación de
los impulsos particulares. Pero hablar aquí de tal posibilidad es
como ocuparse en codificar la actividad mercantil de los habi­
tantes de Marte.
Con lo cual, paciente lector, ha quedado conclusa la pintu­
ra de mi sencillo políptico universitario. Su cuerpo central con­
siste en una idea de la Universidad. A sus dos flancos, un so­
mero estudio de lo que en la Universidad son y deben ser profe­
sores y alumnos. A uno y otro extremo, la sumaria exposición de
los deberes universitarios de la sociedad y el Estado. Otro hu­
biera podido decir más hondas y finas cosas; yo—«postremus ín­
ter pares», ya lo advertí—creo haber señalado las esenciales.
Ahí queda el tema, sin embargo, para más agudos tratadistas
o más graves pensadores.
Dentro de la Universidad y en torno a ella vivimos profeso­
res, alumnos, hombres de la sociedad y hombres del Estado.
¿Conseguiremos entre todos que nuestras Universidades elabo­
ren, como en mejores días, «algo sustantivo y humano», para
usar una vez más las palabras de Menéndez Pelayo? La res­
puesta definitiva se halla velada por los cendales del futuro.
40

Tengo, no obstante, una íntima incertidumbre. Creo que todos


cuantos en España somos capaces de enseñar una disciplina in­
telectual no tenemos, frente a ese grave empeño, sino una mis­
ma actitud. Todos decimos, muy sencillamente: «Aquí es­
tamos».
LA UNIVERSIDAD
COMO EMPRESA ESPAÑOLA*

* Estos dos artículos fueron publicados en la revista «Alcalá» el año 1952. A


ellos había de seguir otro, titulado «Táctica de la empresa universitaria> y consagra­
do a estudiar sumariamente los problemas concretos de la actual Universidad espa­
ñola y su posible solución. Razones de diversa índole dejaron la serie incompleta.
No importa mucho: cualquier lector inteligente podrá deducir de lo que aquí se dice
lo que en aquelnonnato artículo se hubiera podido decir.
4
EXAMEN DE CONCIENCIA

Comencemos, como es debido, por un sumario examen de


nuestra conciencia universitaria. He aquí el resultado ineludi­
ble: la actual Universidad española no nos gusta. Quien diga
otra cosa no es sincero; o lo que casi es peor, no sabe lo que
debe ser la Universidad. No nos gusta a los universitarios; no
gusta a los pocos españoles para quienes la Universidad es ob­
jeto de algún cuidado espiritual. Pero, ¿es posible en España
una Universidad verdaderamente satisfactoria? No plantearse
de frente este radical problema equivale—apuremos el símil
botánico—a residir perpetuamente en las ramas. Veamos, pues,
los supuestos principales de una institución universitaria digna
de su nombre.
II

Es el primero el amor intelectual a las realidades creadas:


la naturaleza, el hombre, las acciones y las obras humanas. Una
sociedad donde no exista verdadero interés por saber lo que son
y han sido las cosas—una roca, un contrato, el movimiento de
un infusorio—construirá, a lo sumo, simulacros de Universidad,
no Universidades propiamente dichas. Ciencia y docencia son
los dos objetos fundamentales de la institución universitaria, y
los dos parecen imposibles sin la existencia de ese amor inte­
lectual a la realidad. «Los cielos—cantaba el Salmista—publi­
can la gloria de Dios y el firmamento anuncia las obras de sus
manos». Quien ante el universo se limite a esa actitud de cán­
tico—quien no se afane por saber y por enseñar cómo es ese fir­
mamento que manifiesta la gloria de Dios—, jamás podrá ser,
en el rigor de los términos, universitario.
44

III

Segundo supuesto: la capacidad de entrega al cumplimiento


de una obra intelectual. No basta amar intelectualmente la rea­
lidad; es también preciso que ese amor sea eficaz, que nos con­
duzca a empeñarnos con humildad en saber todo lo que los de­
más hombres han hecho cuando por él han sido movidos, en
hacer algo por cuenta propia, aunque sea poco, en servicio su­
yo, y en comunicar puntualmente a los menesterosos de conoci­
miento el resultado de ese doble empeño. Aquel modesto Doctor
Tulp que Rembrandt inmortalizó—un hombre volcado hacia la
realidad, investigador de ella y celoso por mostrar sin divinis-
mo alguno el fruto de su pesquisa—constituye un buen ejemplo
de la actitud universitaria frente al saber.

IV

La prontitud a la cooperación es el tercero de los supuestos


de la Universidad. La institución universitaria nació tanto del
afán de saber y aprender como de un espíritu de comunidad so­
cial: no olvidemos que el término Universitas fué originariamen­
te empleado para designar, más que el establecimiento docente
en sí mismo o Studium generale, la corporación de los escolares
o de los escolares y maestros. El hombre radicalmente insolida­
rio—por jabalí o por tenor, según una tipología de Ortega fa­
mosa en España hace veinte años(,)—puede ser genial, mas no
tiene en la Universidad su lugar propio. ¿Es imaginable siquie­
ra un tenor docente?

Examinemos la actual disposición de los españoles en orden


a los tres mencionados supuestos de la vida universitaria. ¿Exis-

(i) El jabalí puede ser solidario y cooperante cuando actúa como punta de van­
guardia en un ataque contra lo caduco y lo injusto. Ese es, creo, el jabalinismo que
en estas mismas páginas proponía el animoso Sánchez Ferlosio.
45

te entre nosotros., a modo de hábito social, el amor intelectual


a la realidad creada? Es evidente que no; o, cuando menos, no
en proporción y en forma universitariamente satisfactorias. Los
españoles mejores han solido ver el universo como simple esce­
nario de una creída salvación ultraterrena o de una soñada sal­
vación histórica; y la masa de los españoles medianos y peores
tiende a considerar la realidad como mero estímulo de una frui­
ción ocasional e inmediata. De ahí el escaso interés de la so­
ciedad española por la ciencia y por la institución en que se la
cultiva y enseña. Véanse, citados al azar, algunos hechos que
prueban mi aserto: l.° La enorme dificultad y aún la imposibi­
lidad de consagrarse en España—hablo, ya se entiende, de una
consagración exclusiva—a la docencia y a la investigación
científica. La retribución del oficio profesoral es mezquina en
el caso del profesor titular, e irrisoria en el caso del profesor
adjunto. 2.° La mayor atención hacia el Colegio Mayor (sede de
la formación ética) que hacia la Cátedra, .la Biblioteca y el Se­
minario (lugares de la formación intelectual) entre quienes aho­
ra sienten algún interés por la Universidad. 3.° El escaso cui­
dado por las vocaciones intelectuales y por el quehacer cientí­
fico en nuestras organizaciones industriales y políticas. 4.° El
evidente recelo de no pocos españoles tradicionales—recelo
sincero o táctico, según tenga su origen en un mal entendido
sistema de creencias o en un inequívoco afán de monopolio-
ante quienes dicen querer vivir como «puros hombres de cien­
cia». 5.° La prodigalidad con que se arbitran cientos de millo­
nes para las llamadas «Universidades laborales», y la estrechez
con que deben administrar su pobre peculio las Universidades
stricto se77.SU) más científicas y menos futuras que aquéllas. G.°
La ausencia de suplementos consagrados a la ciencia en nues­
tras publicaciones periódicas, tan atentas por lo general al de­
porte, al teatro, a la mod;i femenina, y aun a la caza y la pes­
ca. 7.° La facilidad con que se importan carísimos futbolistas
de ultrapuertos, y la indiferencia con que se ha perdido, desde
1940, la oportunidad de traer a España unos cuantos hombres
de ciencia de verdadera calidad. Algo se ha hecho en tal sen­
46

tido, es cierto, mas no todo lo que ha podido y debido hacerse.


8.° El gran número de automóviles de lujo que pagan su aran­
cel en nuestras aduanas, y el exiguo número de libros científi­
cos que llegan a nuestras bibliotecas públicas y privadas. Bas­
ta, creo, lo expuesto, para decir aquí, con muy íntima pena:
quod erat demonstrandum.
VI

Si frente al primero de los tres mencionados supuestos sue­


le pecar la sociedad española, tan tibia en amor rerum intellec-
tualis, el pecado contra los dos restantes pesa, en muy buena
parte, sobre los hombres más directamente vinculados a la Uni­
versidad; esto es, sobre los profesores. Admitamos, y ya es
admitir, que dentro de todos ellos vive y florece esa pasión in­
telectual por la realidad presente o pretérita en que el oficio
universitario tiene su primer fundamento. ¿Cuántos son, sin em­
bargo, los que—egregia o humildemente, según la medida de
sus propias fuerzas—procuran hacerla eficaz? Con otras pala­
bras: ¿cuántos son los profesores universitarios que rinden en
obra docente y en obra investigadora todo lo que su talento les
permitiría rendir? Debo confesar que la respuesta a esas inte­
rrogaciones me parece harto insatisfactoria. Es verdad que el
trabajo intelectual no suele ser entre nosotros cordial y ’ econó­
micamente bien estimado (2) ; es también cierto que el profesor
debe dispersar lastimosamente sus actividades personales, si
quiere subsistir con decoro. Pero ello no alcanza a justificar del
todo nuestra indudable deficiencia. Varias veces he citado una
ejemplar serie de nombres, integrada por los de Cajal, Menén­
dez Pelayo, Hinojosa, Ribera, Ferrán, Olóriz, Pí y Súñer, Turró,
Menéndez Pidal, Gómez Moreno, Achúcarro, Asín Palacios, Río-
Hortega, Tello, Cabrera y algunos más. Trátase de varones na­
cidos entre 1850 y 1880. Pues bien: me pregunto si entre los es­
pañoles nacidos en los treinta años subsiguientes—1880-1910—

(2) Hay meritísimas excepciones: con muy vivo gozo lo consigno. Mas no pa­
san de ser las excepciones que acreditan la regla.
47

pueden ser citados otros quince tan severa y cotidianamente


consagrados a la edificación de una obra científica personal.
Cuidado: no hablo de talento, ni de rigor intelectual, ni de sa­
ber, ni de brillantez, y menos de ejemplaridad política, sino de
entrega humilde y resuelta a la doble tarea de hacer la ciencia
que uno pueda y de enseñarla día a día. ¿No habremos de con­
cluir, entonces, que la sed de lucro, relieve social y conforta­
ción, tan viva y espoleante entre todos los españoles desde hace
varios lustros, ha prendido también en las almas de nuestros
mejores hombres de ciencia, con detrimento de su entrega al
oficio científico y universitario y, en definitiva, de su obra más
propia? ¿No estamos asistiendo, por otra parte, al deliberado
empeño de algunos por identificar el «poder universitario»—o la
pretensión de ese poder—con el «espíritu universitario»? ¿No
son tantas veces confundidos el «hablar de la Universidad» y
el «hacer por la Universidad»? Que cada lector procure buscar
por sí mismo las tres respuestas.

VII

La vocación intelectual y la vocación artística imponen a


quienes de veras las poseen cierta insolidaridad social; el tópi­
co que hace al sabio «distraído» y al artista «bohemio» tiene en
ello su último fundamento. No menor vigencia tópica goza la
atribución de un engallado individualismo a los hijos de Celti­
beria. Con lo cual, poniendo tópico sobre tópico, vendrá a con­
cluirse que la insolidaridad de los universitarios españoles debe
ostentar doble, y acaso cuádruple dimensión. Pero los tópicos
suelen tener razón en su apariencia y sinrazón en su entraña;
por eso pudieron hacerse verdades o seudoverdades para el vul­
go. Ni el sabio es siempre distraído, ni el español insolidario.
¿Pueden ser llamados insolidarios los hombres que han creado
la fides celtibérica, la Orden de Predicadores, el Ejército regular
y la Compañía de Jesús? El secreto consiste, a mi juicio, en que
la solidaridad del español suele despertarse en las situaciones
«frente a», y propende mucho más a tomar forma de «grupo ho­
48

mogéneo» que figura de «institución nacional». No es difícil


imaginar el resultado en cuanto atañe a la institución universi­
taria, plural y no homogénea por su misma esencia: o el profe­
sor se convierte en out-sider, o siente con mucha mayor fuerza
el imperativo de la adscripción a un «grupo» determinado, el
suyo, que la administrativa y tenue llamada de la Facultad y la
Universidad, las dos unidades institucionales a que como pro­
fesor pertenece. Busque el lector ejemplos idóneos en su propio
contorno.

VIII

Volvamos ahora a nuestra interrogación inicial. Si en la so­


ciedad española es tan escaso el amor intelectual a la realidad;
si en nosotros los universitarios, flaquea, en virtud de tales o
cuales razones, la entrega al quehacer docente y científico; si
tantas veces prevalece en las Universidades españolas el interés
por el grupo sobre el interés por la Facultad, ¿será posible en
España una Universidad medianamente satisfactoria? ¿Será po­
sible, por añadidura, una Universidad cuyos hombres sepan ejer­
citar, frente al firmamento que publica la gloria de Dios, el de­
ber universitario de la pesquisa y el deber humano del cántico?
Permítaseme conservar en la respuesta el sesgo condicional de
la pregunta. Si los mejores entre los mozos de veinticinco ma­
yos, mes de exámenes, se resuelven a alistarse para esta Gue­
rra de Treinta Años y a combatir cotidianamente en ella; es de­
cir, si se deciden a sucedemos siendo mejores y más fuertes que
nosotros, los hombres que ya miramos el brío intacto de esa
edad con plomo de lustros en el ala, me atreveré a creer y a de­
cir que sí, que en España es posible y esperable una Universidad
digna de ese levantado nombre.
ESTRATEGIA DE LA EMPRESA UNIVERSITARIA

Comenzai’é repitiendo la interrogación que daba término a


mi artículo precedente: si en la sociedad española son tan dé­
biles los tres supuestos principales de la institución universi­
taria—amor intelectual a la realidad, capacidad de entrega a
la vocación científica y docente, prontitud a la cooperación so­
cial—, ¿será posible en España una Universidad de veras sa­
tisfactoria? Más amplia y radicalmente: ¿es posible entre noso­
tros un desarrollo vigoroso de la ciencia secular?
Tres han solido ser las respuestas a tales preguntas: l.° Un
cultivo de la ciencia capaz de dar frutos abundantes y valiosos
no es posible en España. Las distintas versiones de esta acti­
tud negativa fueron muy bien expuestas por Cajal en Reglas y
consejos para la investigación biológica. 2.a La ciencia es posible
en España, pero a condición de desarraigar del hombre espa­
ñol los hábitos históricos que más parecen caracterizarle. Así
han solido pensar los grupos más extremados y operantes de la
derecha y la izquierda españolas, aquéllos oponiéndose a esa
presunta desespañolización y, por lo tanto, a la posibilidad de un
clima intelectual «científico», estos otros rompiendo o intentando
romper violentamente la continuidad psicológica de la historia
española; y a su manera, no otra solió ser la actitud espiritual
del Unamuno ulterior a los ensayos que él tituló En torno al cas­
ticismo. 3.a Existiría la posibilidad de un tertium quid: sin dejar
de ser fiel a lo más esencial de sí misma, España puede hacer
ciencia secular y moderna mediante la adquisición de hábitos
históricos nuevos por parte de un grupo de españoles más o me­
nos extenso. Trataríase, en suma, de la obra de una minoría
universitaria inasequible al desaliento. Esta parece ser la acti­
50

tud más razonable, después de la tarea científica cumplida en­


tre nosotros a partir de Cajal, Menéndez Pelayo, Hinojosa, To-
rroja,. San Martín y Julián Ribera.

II

Supuesto lo anterior, ¿cuál debe ser, si ha de llegar a buen


éxito, la operación concreta de esa minoría universitaria inase­
quible al desaliento? Creo que-el sentido general de tal opera­
ción de conquista—su estrategia, en la acepción más técnica
del vocablo—puede ser reducido a cuatro deberes principales:
l.° Aunar de modo convincente y eficaz la intelectualidad y la
españolía, la dedicación a la vida intelectual y la cordial afec­
ción a España. Si alguien me preguntase por el modo de ese
delicado connubio, respondería enunciando unos pocos y senci­
llos mandamientos: el hombre de ciencia debe conocer y esti­
mar la ineludible relación de su propia obra con el bien común
del país; debe, por otra parte, estimar positivamente la coope­
ración que los restantes estamentos nacionales prestan a ese
mismo fin; debe, en fin, mirar sin desvío, con operante amor,
la vida consuetudinaria de su pueblo: «amar cuanto ella pueda
tener de hospitalaria». 2.° Enlazar sinceramente la dedicación
a la ciencia y ePespíritu social: que la justicia social tenga en
el intelectual su más insobornable defensor. Hubo en el socia­
lismo—aquí y fuera de aquí—muy relevantes profesores univer­
sitarios; debiera haberlos en las filas de toda organización se­
ria y auténticamente consagrada a procurar el ascenso de los
humildes al pleno’disfrute de los bienes de este mundo. 3.° Ha­
cer verdadera ciencia y demostrar fehacientemente a los de­
más que la verdadera ciencia concede a quien la posee nobleza
humana, poder, opción a una mayor seguridad vital y gozo real
del espíritu. 4.° Dar interno rigor y efectividad genuina a la
vida universitaria. Mientras la primera obligación deljuniversi-
tario no sea la que le ata a la Universidad, toda ambición suya
será vana.
Esos mandamientos pueden encerrarse en uno, consistente
51

en la ruptura de un fuerte círculo vicioso. El universitario espa­


ñol no acaba de entregarse plenamente a su oficio porque nues­
tra sociedad no le atiende de modo satisfactorio; y la sociedad
española contesta sotto voce—no con entera verdad, porque las
raíces de sufdesvío son, ya lo vimos, mucho más hondas—que
no atiende con suficiencia al universitario porque éste no se en­
trega por entero a la Universidad. ¿Cómo romper ese innegable
círculo vicioso de nuestra dialéctica nacional? El párrafo ante­
rior contiene mi respuesta.

III

El porvenir de la Universidad española depende en primer


término de los universitarios. Sin una minoría de profesores re­
suelta a consagrarse abnegadamente a su vocación y a su ofi­
cio, haciendo valer una y otro en el seno de nuestra sociedad,
no podría ser quebrado el dañoso círculo en que' se mueven el
incumplimiento de unos y el desvío de los otros. Pero sería ex­
cesivo no pedir alguna contribución simultánea a las clases al­
tas y a las clases medias de la sociedad española.
Llamo clases altas a las integradas por los hombres que tie­
nen en su mano el poder y el dinero. No parece injusto decir
que el poderoso no llega a serlo con legitimidad plena si no
cuenta de un modo real con la inteligencia y con los hombres
que más específicamente la ejercitan y sirven; y que el adinera­
do, a su vez, no posee con íntegro derecho su riqueza si no ayu­
da con ella a que la historia de su país sea”cada vez más rica
en belleza y en verdad. Sin un constante'apoyo en la inteligen­
cia, la acción—sea política o económica, de mando y obedien­
cia o de lucro y gasto—, es, como’ya se dijo a todos los españo­
les, pura barbarie.
No creo menos urgente e imperativo el deber'Jde nuestras
clases medias para con la Universidad. Al hombre dejjla clase
media no hayjque pedirle otro dinero que el pertinente a las ta­
sas académicas, tan exiguas en nuestro país. Cabe exigir de él,
eso sí, una mudanza radical en su triste actitud frente a la do­
52

cencia universitaria. Mientras la primera obligación del univer­


sitario no sea la que le ata a la Universidadad, he dicho poco
más arriba, toda fambición suya será vana. Homólogamente:
mientras el padre de familia español siga viendo en el profesor
riguroso un enemigo de su hijo y suyo, todo proyecto por levan­
tar nuestra Universidad será baldío.
Hasta aquí la estrategia de la empresa universitaria. Quede
para otro día lo tocante a la táctica de tal empresa: el conjunto
de reglas y acciones a que debe ajustarse la ejecución definitiva
de los planes que la estrategia trazó.
LA UNIVERSIDAD
EN LA VIDA ESPAÑOLA*

* Discurso pronunciado en el Paraninfo de la Universidad de Madrid, en la


solemne ceremonia de apertura del año académico 1951-1952.
LA UNIVERSIDAD
EN LA VIDA ESPAÑOLA

Un deplorable, mas no irremisible encogimiento de la vida


social de nuestra Universidad, ha reducido a los actos de aper­
tura de curso la comunicación directa entre ella y el mundo por
el cual y en el cual existe. Hoy, en efecto, nos reunimos bajo
un mismo techo, siquiera sea parcial y representativamente, los
cuatro estamentos que integramos la institución universitaria:
los maestros, los alumnos, la sociedad y el Estado. ¿Cómo, en­
tonces, no asir por los cabellos esta fugaz ocasión, para discutir,
con un adarme de sinceridad y unas onzas de buen deseo, el
problema de nuestras mutuas relaciones?
Quiero ser en ello—desde ahora lo proclamo—muy sencillo
y concreto. Nadie tema que descienda otra vez a la zona de los
principios o ascienda a la zona de las utopías, para exponer de
nuevo la misión, la situación histórica y la contextura ideal de
institución universitaria. Quien pretenda algo de esto, tome a
Newman, Scheler, Jaspers y Ortega, y ellos le colmarán las me­
didas. No. Mi empeño es mucho más inmediato y modesto; o,
si queréis, mucho más atenido a la urgente realidad. Hablo, co­
mo es obvio, en la Universidad de Madrid; y no un día cual­
quiera de nuestro siglo, sino el día 8 de octubre de 1951. Insta­
lado en esta exigua zona del espacio y del tiempo, ¿qué puedo,
qué debo decir de la situación de la Universidad en el seno de
la sociedad española?
Hace poco más de ciento cincuenta años compuso Immanuel
Kant un ensayo de excepcional importancia en la historia de la
meditación sobre la enseñanza universitaria. Su título, muchos
lo sabéis, reza así: La contienda de las Facultades. Esa «contien­
da» gra la que por entonces sostenían, de modo más o menos
tácito, las cuatro ramas originarias y tradicionales de la Uni­
56

versidad; a saber: las Facultades teológica, jurídica, médica y


filosófica. No es del caso recordar cómo en el escrito de Kant
contendió la Facultad de Filosofía con las tres restantes. Mi
propósito al mencionar este incisivo divertimento kantiano—si es
que en la vida del pensador de Königsberg pudo haber diverti­
miento alguno—no era otro que utilizar su esquema formal, trans­
poniéndolo a la humilde materia de nuestro actual menester.
Porque en esta mi primera aventura piiblica rectoral voy a ejer­
citarme mostrando, sin hurtar mi propio cuerpo, cómo se reali­
zan y cómo contienden entre sí las principales actitudes típicas
de los españoles frente a la función social de la Universidad.
Cuatro son, creo, los actuales modos hispánicos dé ver y
entender la actividad docente del profesorado universitario.
Para los más, la Universidad es una institución al servicio de
la formación profesional del alumno; para otros, muy pocos, la
Universidad debe servir, ante todo, a la creación científica y a
la formación de hombres cultos; algunos, movidos por un noble
celo religioso, piensan que el fin supremo de la enseñanza uni­
versitaria, como el de toda enseñanza, es la salvación de las
almas, la formación de hombres buenos; quiénes, en fin, conci­
ben a la Universidad como un instrumento de educación inte­
lectual y técnica al servicio de los fines del Estado. Os invito,
amigos, a examinar sumariamente la razón y la sinrazón de ca­
da una de estas parciales opiniones.
I. La Universidad, institución al servicio de la formación pro­
fesional del alumno. He aquí una elemental e incuestionable ver­
dad. ¿Cómo no ha de ser ese uno de los principales fines de la
enseñanza universitaria? ¿Cómo imaginar hoy una Universidad
que no se esfuerce por formar buenos médicos, buenos abogados,
buenos profesores de latín y, más o menos directamente, bue­
nos ingenieros?
Pero tan perogrullesca verdad debe quedar inmediatamente
matizada por dos observaciones esenciales. La primera atañe a
la. relación entre la práctica y la teoría, entre la profesión y el
puro saber. Ya Aristóteles enseñó que la theoría es la forma su­
prema de praxis. Tan verdadera es la sentencia aristotélica,
57

que siempre el mejor instrumento para una buena práctica es


la posesión intelectual de una buena teoría. Toda la mecánica
práctica ulterior al siglo XVII no Hubiera sido posible sin la
obra teorética de Galilco: y el ingeniero que en los años venide­
ros maneje con fines industriales la energía atómica, tendrá su
razón de ser en la aventura puramente intelectual a que Alber­
to Einstein se entregó, sin pensar en posibles aplicaciones inge­
níenles, durante los dos primeros decenios de nuestro siglo.
La segunda de estas dos observaciones concierne al peligro­
so modo ibérico de entender la «práctica». «La gente española
—escribió Menéndez Pelayo—propende a la acción y se distin­
gue por la tendencia a las artes de la vida». Más drástica fué la
visión unamuniana de nuestro presunto «practicismo»: «La in­
mensa mayoría de los españoles, aun de los que podríamos lla­
mar cultos—decía Unamuno en 1902—, maldito si creen en la
eficacia del maestro...; les carga la ciencia, y están convenci­
dos de que los brutos e ignorantes son más felices que los inte­
lectuales y cultos; fáltales fe en la cultura...». Xavier Zubiri
diría que los españoles tendemos a confundir, en el orden de la
actividad intelectual y operativa, lo urgente y lo importante;,
porque, en efecto, hay cosas urgentes de importancia mínima,
y cosas importantes que apenas urgen al común de los hombres.
Unase a esta tendencia practicista y antiteórica la nunca ex­
tinguida y siempre difusa propensión de los iberos al picarismo,
y se tendrá la desdichada concepción a que tantas veces ha
conducido entre nosotros esa actitud meramente «profesionalis-
ta» frente a la docencia universitaria. Expresémosla con un ru­
do y significativo epígrafe comercial: la Universidad, expende­
duría de títulos profesionales. Observad cómo el título académi­
co es para muchos de estos picaros universitarios una suerte de
patente de corso en la alta mar de nuestra vida social. La ver­
sión apicarada de uno de los rasgos más salientes de la idiosin­
crasia nacional, nuestra voluntad de individual autosuficiencia,
se hace patente en la actitud de no pocos españoles frente a la
posesión del título académico. «Dadme el título, como sea, lo
más pronto posible, que ya me las arreglaré yo», vienen a decir a
5
58

las puertas de nuestras aulas. A veces, fuerza es confesarlo, no


se las arreglan mal, incluso técnicamente, estos semipícaros ti­
tulados. Pero, ¿es esto lo mejor, es esto lo deseable? Conteste
cada cual en el seno de su propia conciencia.
II.-La Universidad, institución al servicio de la creación■ científi­
ca y de la formación de «hombres cultos». Salgamos al paso de los
objetantes apresurados afirmando la infrecuencia de este modo
de entender la Universidad, y más entre nosotros. La acción
conjunta de una serie de razones temperamentales, geográficas,
sociológicas e históricas, cuyo análisis pormenorizado no puedo
emprender aquí y ahora, ha hecho muy raro en España el tipo del
investigador puro, del hombre íntegra y habitualmente consa­
grado a la conquista de nuevas verdades científicas. De ahí la
necesidad española de cultivarlo, y hasta de mimarlo, aunque,
por usar la sólita expresión de los filisteos, «enseñe mal». Tal
necesidad no está sólo abonada por razones genéricamente hu­
manas, tocantes a la excelencia de la actividad de conquista y
fruición de la verdad, cualquiera que sea el género de ésta, mas
también por razones estrictamente universitarias.
Hay, en efecto, dos modos principales de enseñar: el didas­
càlico y el entitativo. Con aquél, el maestro transmite a sus
discípulos lo que él aprendió; con éste, les educa intelectual-
mente mostrándoles lo que él es, su condición de hombre voca-
do al descubrimiento y a la posesión de la verdad. Dicen que
Cajal no enseñaba bien. Si tal aserto se hace con un sentido
didascàlico, tal vez sea verdadero. Pero no es preciso ser hom­
bre de ciencia ni historiador zahori para advertir que Cajal
ha enseñado más histología y ha suscitado más vocaciones
científicas que cualquier otro español de su tiempo. Por Dios,
no olvidemos, en nombre del magisterio didascàlico, por bri­
llante y seductor que éste sea, la egregia función universita­
ria del profesor que sólo sabe vivir dentro de su particular espe­
lunca intelectual. Nos falta aún mucho trecho para que entre
nosotros sean posibles y deseables los investigadores no docen­
tes ni universitarios. Si por azar se diese alguno, no vacilemos
en cultivar y sustentar su vocación; mas tampoco en situarle
59

dentro de la Universidad, aunque «enseñe mal». Rodeado por


las sonrisas necias de quienes no le comprenden y por las son­
risas discretas y amistosas de quienes le comprenden, el «sabio
distraído» cumple y cumplirá siempre una excelsa función uni­
versitaria. Sólo cuando el número de estos seres aparte haya
crecido desmesuradamente—tal fué el caso en la Alemania gui-
llermina y weimariana—, sólo entonces podrá pensarse en el
establecimiento del «investigador puro» como grupo social
exento.
III. La Universidad, institución al servicio de la salvación de
las almas y de la formación de «hombres buenos». No serían mu­
chos, en verdad, los que para definir la enseñanza universita­
ria utilizasen de manera expresa y escueta la fórmula prece­
dente. Pero quienes se hallan habituados a considerar con ojos
desnudos y mente despierta la realidad española, saben bien
que esas palabras ponen de manifiesto una de nuestras más fre­
cuentes actitudes en orden a la educación, cualquiera que sea
el grado de ésta. Recuérdense los dos últimos versos de una co­
nocidísima copla piadosa
—aquél que se salva, sabe,
y el que no, no sabe nada—,

y se tendrá una prueba más que suficiente de lo que ahora


afirmo.
Debo decir, frente a esta difusa opinión, algo análogo a lo
que he dicho hablando de la concepción meramente profesiona-
lista de la Universidad. ¿Cómo no aceptarla de buen grado, si
uno es cristiano? ¿Es acaso posible imaginar una educación uni­
versitaria desligada de la formación de hombres buenos? Mi
modesto saber escolástico me trae a las mientes una tesis de la
ética más tradicional: Finís ultimas materialis humanae naturae,
séu beatitudo obiectiva hominis, non in bonis creátis, sed in solo Deo
consistit. La Universidad, institución al servicio de los hombres
que en ella se educan, no puede ser ajena a esa tajante pres­
cripción moral.
60

Mas también este aserto debe ser cuidadosamente matizado,


desde el punto de vista de la vida universitaria española, por
dos observaciones esenciales. Refiérese la primera al modo de
hallarse situado el hombre frente a la consecución de ese «últi­
mo fin». Dos modos parecen ser cardinales para el cristiano: el
menosprecio y la oblación del mundo. Los dos tienen cristiana
justificación, por contradictorios que parezcan. Simeón Estilita,
aislado en su ascético monolito, no excluye, antes exige, la
existencia de Francisco de Asís, cantor de su humana, afección
al frate Solé, y de Rogerio Bacon, cristianamente curioso por co­
nocer lo que en sí mismos son el Sol y la Tierra, criaturas de
Dios. Dentro de una visión cristiana de la vida, el laboratorio
no debe ser menos importante que la Tebaida. Lo cual equivale
a decir que la Universidad ha de formal' «hombres buenos« cu­
ya «bondad» consista, ante todo, en amar intelectual y operati­
vamente la creación y en ofrecer a los demás hombres—y, en
último término, a Dios—, el resultado de ese amor. Amor tenet
et amplectitur, decía San Agustín; el amor sostiene y abraza.
Aplicado a la creación, ese podría ser el lema de la institución
universitaria.
Da pábulo- a la segunda nota una disposición espiritual, har­
to frecuente entre españoles, frente al ser de la creación visi­
ble. Suele haber en nosotros—a juzgar por lo que han sido y son
nuestras obras—una peculiar tensión entre el apego inmediato
a las cosas y la consideración trascendente y ascética de ellas;
o, si se quiere, entre un apetito de posesión y fruición directas,
no elaboradas, y la esperanza de una posesión y una fruición
espirituales y eternas. Por un lado, la entrega sensorial e ins­
tintiva a la realidad visible: el barresiano y garcilorquiano im­
perativo du sang, de la volupté et de la mort; por otro, esa extre­
mada trasposición de la curiosidad intelectual hacia el trasmun­
do, que revelan las liras incomparables de la Oda a Felipe Ruiz.
¿Cuándo será que pueda
libre de esta prisión, volar al cielo,
Felipe, y en la rueda
que huye más del suelo
contemplar la verdad pura, sin duelo?
m1

Si la Universidad ha de existir entre nosotros con autentici­


dad y vigor, necesariamente hemos de romper, mediante las
armas de una voluntad y una educación perseverantes, esa ha­
bitual tensión dilemática de nuestra actitud frente al mundo vi­
sible; y mucho más sus formas viciosas o degradadas. ¿Es posi­
ble, acaso, una formación genuinamente universitaria, cuando
los mejores hombres en torno a la Universidad se 'empeñan en
decir y creer, antisocráticamente, que la «ciencia» no cuenta
respecto a la «bondad», y que la bondad es lo único que impor­
ta al final de la jornada? ¿Acaso el que sabe definir la compun­
ción, además de sentirla, no es mejor que quien sólo la siente,
porque su inteligencia no es capaz de pasar allende el oscuro
sentimiento? La producción sistemática de «buenos chicos», el
fomento de un «buenchiquismó» semisapiente y gregario—sit
venia verbis—, ¿puede, debe ser, por ventura, la meta ideal de
esta menesterosa madre que tópicamente llamamos alma mater?
IV. La Universidad, institución al servicio de los fines del Es­
tado. Así parece que debe ser, y más cuando—como en España
acontece—sostiene económicamente el Estado todas las Univer­
sidades y casi todo en cada Universidad. Si el Estado es la for­
ma suprema de la convivencia civil, no se ve cómo la Univer­
sidad puede dejar de servir a sus fines.
Pero esto, ¿no constitúye un peligro para la médula misma
de una institución, como la universitaria, cuyos dos objetivos
principales son la formación para la vida humana—esto es, pa­
ra la vida del hombre en cuanto hombre—y la conquista de la
verdad? Los alegatos de Kant en defensa de la Facultad filosó­
fica, cuyo objeto es conocer y enseñar la verdad que ella misma
conquista, frente a la preeminencia de la Facultad jurídica, cu­
yo fin es conocer y enseñar la ley que ella no hizo, ¿han perdi­
do, acaso, todo su acerado vigor?
Que aquél peligro existe demuéstralo con evidencia el curso
de la historia contemporánea. Todos cuantos nos hemos educa­
do intelectualmente en el amor a la grande y admirable cien­
cia de Alemania recordaremos siempre nuestra íntima amargura
cuando fué publicado, y oficialmente aplaudido, un libro que,
62

por oposición a una presunta Física no alemana, llevaba el tí­


tulo de Deutsche PhysiJc, «Física alemana»; y a todos nos duele
en nuestra propia carne la falsa pintura que de la verdad de
nuestra historia ha solido hacerse, bajo el imperio de tal o cual
pasión política, en más de una Universidad de aquende y allen­
de el Atlántico. Sí; ese peligro existe cuando el Estado y la na­
ción se constituyen como facciones, y no como arquetipos de hu­
manidad. Pero el riesgo de la excesiva politización del recinto
•universitario se hace mínimo cuando—como en España sucede
—se aúnan para conjurarlo la tendencia de los individuos, los
ideales del Estado y hasta el lema de la propia Universidad. El
individuo español tiende, con fuerza a veces excesiva, hacia la
afirmación de su propia autonomía personal; nuestro Estado co­
menzó a constituirse proclamando que el fin terreno de todos
los actos individuales, incluidos los actos políticos, es «el desti­
no total y armonioso de la humanidad y de la creación»: el es­
pañol no puede ni quiere olvidar su genérica condición de hom­
bre y la humana condición de todos sus semejantes; y las
empresas de la actual Universidad complutense se hallan tra­
dicionalmente presididas por el mote Libertas perfundet omnia
hice. No porque la omnímoda libertad haga nacer por sí misma
la luz—líbreme Dios de caer en tal beatería libertaria—, sino
porque aquello que en nosotros es verdaderamente ilurainable y
luminoso, el ejercicio de la inteligencia, requiere de modo cons­
titutivo el beneficio de la libertad. In dubiis libertas, enseñó San
Agustín, y a ese principio se acoge el lema complutense y ma­
drileño.
V. Las cuatro .posturas hasta ahora mencionadas no ago­
tan la diversa actitud de los españoles frente a la Universidad.
Junto a ellas debe ser consignada otra, enormemente difusa,
consistente en ser ciego para la institución universitaria, o en
vivir como si ésta no existiera, o en juzgarla según una vaga y
caprichosa noticia de ella. Proceden así tres estamentos de la
vida social española, típicamente representados por el campe­
sino, el artesano y el señorito. Imaginad a cualquiera de los mi­
les de hombres que tras una yunta de rucios o de bueyes, bas-
63
tante más próximos a la consunción que a la lozanía, aran el es­
quilmado suelo de España, y decidme cuál es su idea de la Uni­
versidad. Pensad luego si los más de nuestros artesanos saben
ver en la institución universitaria otra cosa que un conjunto de
más afortunados mozos estudiantes. Recordad, por fin, el tipo del
señorito—menos frecuente ahora que antaño, porque la vida es
ardua y acuciante, pero en modo alguno inextinto—, y esforzáos
un momento por adivinar la incierta representación de la Uni­
versidad que en su cerebro late. Más de uno he conocido yo, en
cuyos labios los profesores universitarios no pasábamos de ser­
ial vez tuvieran razón, después de todo —desvalidos «maes-
trillos».
Pero en la culpa de ese desconocimiento y ese malconoci-
miento, ¿no tiene la Universidad su parte congrua? ¿Ha hecho
ella algo por penetrar en la cabeza y en el corazón de esos
hombres? Nuestra línea de contacto con la sociedad que nos ro­
dea, ¿suele tener aberturas distintas de las vehtanillas admi­
nistrativas en que se hace la inscripción de la matrícula y se
retira el título profesional? En el momento de pronunciar nues­
tra requisitoria contra la ceguera, la sorda hostilidad y la pe­
nosa frivolidad que tantas veces nos rodean, conviene no olvi­
dar el examen de conciencia que inician estas tres últimas in­
terrogaciones.
* * *

Tal es, muy sucintamente examinado, el análisis espectral


de la compleja e insatisfactoria actitud de los españoles frente
a la Universidad. En modo alguno pretendo negar la parcial va­
lidez de cada una de esas posturas unilaterales, y mucho menos
la posibilidad de reunir armónicamente lo que de válido o de
valioso haya en ellas. «El mundo moderno es un tropel de ideas
cristianas que se han vuelto locas», suele decirse, copiando
a Chesterton. Digamos otro tanto de esa tácita y exangüe con­
tienda de posturas e imposturas ante la desplacentera realidad
de nuestras universidades.
64

En tal caso, ¿será posible reducir el tropel a orgánica ar­


quitectura, y la locura a sanidad mental? Si yo no creyese que
esto es posible, no os hablaría desde aquí, ni sería éste mi in­
dumento. Si no supiese que tal empresa es difícil y espinosa,
nc sentiría esta desazonadora pesadumbre que yo y otros me­
jores que yo sentimos en lo más íntimo de nuestras almas. lie
aquí los seis caminos que veo enderezarse hacia el logro de esa
posibilidad y, en consecuencia, los seis principales propósitos
de mi incipiente Rectorado:
1° El progresivo robustecimiento de la unidad zmiversitaria.
Más de una vez he dicho que las universidades españolas pueden
ser clasificadas, a este respecto, en tres grandes grupos. Hay
algunas en las cuales perdura la radical unidad de la institu­
ción: la Universidad es todavía un cuerpo uno y diverso. Otras
no pasan de ser un mosaico de Facultades que todavía no han
perdido su unidad propia. Algunas, en fin, quedan en ser poco
más que un mosaico de cátedras, laxamente trabadas entre sí
por el vínculo de unos cuantos papeles administrativos. Temo
mucho que la Universidad de Madrid sea la más próxima a
ese extremo grado de disolución. La cosa no es de ahora. Es­
cribía Cajal en 1894, a su vuelta de un viaje científico a Lon­
dres, Oxford y Cambridge: «Impresionóme también penosamen­
te el ver a nuestros estudiantes aislados, sin espíritu corporati­
vo, desperdigados en ruines, insalubres y sórdidas casas de
huéspedes, y entregados a una libertad muy parecida al aban­
dono; y a los profesores mismos, encastillados en sus cátedras
como lechuzas en campanario, desconociéndose entre sí y aje­
nos por completo a los nobles anhelos de una colaboración or­
gánica, como si no formaran parte de un mismo cuerpo ni cons­
piraran a un mismo fin». Por lo que hace a la vida de los estu­
diantes, el juicio del gran histólogo no podría ser hoy el mismo.
Un buen número de colegios mayores y una organización sindi­
cal estudiantil le obligarían a dar otro sesgo a sus palabras.
Pero en lo relativo a los profesores, ¿sería muy distinta la sen­
tencia? Conteste cada cual por sí mismo. Y conste que no hablo
porque añore el encelado y compacto «espíritu de cuerpo» de
65

otros servidores de la cosa pública. A mí me bastaría con que


los profesores y los alumnos de la Universidad formásemos, sin
miras clasistas o reivindicatorías, sólo con los ojos puestos en
el cumplimiento de nuestra específica función, un «cuerpo espi­
ritual», si vale esa aparente contradicción—por lo demás, tan
radicalmente humana—entre el sustantivo «cuerpo» y el adje­
tivo que ahora lo califica.
2. ° £7« eficaz cuidado de la formación profesional y una cons­
tante exigencia respecto a la validez social de la formación dada en
el recinto universitario. Nadie siente este doble imperativo tan
vivamente como el profesor, y nadie deplora tanto como él la
forzada insuficiencia de su propia enseñanza. Hace bien poco
oía a un excelente catedrático de esta Universidad ponderar
con amargura la distancia entre el aprendizaje práctico que él
quisiera ofrecer y el que se ve obligado a dar. ¿Permite otra co­
sa, sin embargo, la dotación de nuestras enseñanzas prácticas?
¿Han solido comparar los españoles el importe mensual de cual­
quier aprendizaje extraacadémico—un idioma, una habilidad
física cualquiera—con la cuantía anual de las tasas que la Uni­
versidad percibe por enseñar las más nobles y provechosas
profesiones?
3. ° El ofrecimiento de una formación teorética mínima, funda-
mentadora e incitadora de una modesta vida intelectual, a todos los
esludiantes universitarios o, cuando menos, a la mejor parte de ellos.
No creo que a nadie satisfaga nuestra eficacia en la formación
de hombres viva y actualmente cultos.
4. ° La atenta revisión, en busca de resultados verdaderamente
satisfactorios, de cuanto se viene haciendo para conseguir una cabal
formad,ón cristiana, española y estética del estudiante universitario.
5. ° Un constante esfuerzo para mejorar el rendimiento de esta
Universidad—laboratorios, seminarios—en orden a la investigación
científica. <¿Por qué la investigación—decía en Salamanca, ha­
ce cuarenta y ocho horas, el Ministro de Educación Nacional—
no va a estar más estrechamente vinculada a las tareas uni­
66
versitaria?... Yo pido y espero que el Consejo Superior de In­
vestigaciones Científicas se una y entronque cada vez más a
la obra de todas y cada una de las Universidades españolas.»
Eso pido yo ahora, en representación de la Universidad de Ma­
drid. No desconozco la ayuda prestada por el Consejo Superior
de Investigaciones Científicas a los universitarios de toda Es­
paña; yo mismo—para no recurrir, como dirían Trueba y Una-
muno, sino al hombre que tengo más a mano—he sido beneficia­
rio de ella. Conste, pues, mi gratitud. Pero, considerada la em­
presa en su conjunto, ¿no puede hacerse algo más, bastante
más?

6.° Una apelación constante e instante a la sociedad y al Esta­


do en favor de la enseñanza y la formación universitarias. Con la
dignidad que el oficio académico exige y con la humildad que
el menester académico impone, me dispongo desde ahora a so­
licitar insistentemente de muchos—más, claro está, de los que
más pueden—su asistencia cordial y económica a la vida do­
cente y científica de nuestra Universidad.
He declarado paladinamente, algunas de las metas que va a
perseguir mi personal actuación en este Rectorado. Permitidme
mayor reserva en cuanto a los medios con los cuales esas metas
pueden ser alcanzadas. Debo decir, sin embargo, que ya han
comenzado a ser objeto de elaboración paulatina por parte de
la Junta de Gobierno de esta Universidad. Si Dios nos da exis­
tencia física y, por añadidura, existencia académica, dentro de
un año expondré ante vosotros lo que en el común empeño ha­
yamos conseguido. ¿Por qué la parte noticiosa de estos actos de
apertura de curso ha de quedar reducida a la rutinaria enume­
ración de los- catedráticos que se fueron y de los que han ilega­
do? ¿Acaso la Universidad no puede y debe tener en su vida
anual otras novedades que las pertinentes ál elenco nominal de
sus profesores?
En su Idea de una Universidad copia el Cardenal Newmen un
fragmento del ensayo de Macaulay sobre la filosofía de Bacon.
Háblase en él de un terapeuta antiguo que «se ponía diligente­
67
mente a trabajar, entonando con rostro alegre una canción pia­
dosa». Y la descripción prosigue así: «Marchaba cantando por
las praderas, tan gozosamente, que quienes le vieran desde le­
jos le tomarían por un joven entregado a recoger flores para su
amada, sin pensar que se trataba de un médico a buscai’ hierbas
medicinales para sus enfermos». Aceptemos esta ingenua y ro­
mántica metáfora floral, completémosla con una versión recí­
proca de su contenido, y tendremos la imagen de la Universidad
perfecta. Porque la Universidad no deja de recoger verdades
cuando cumple sus funciones titiles, ni cesa de servir provecho­
samente al bien común cuando, debatiéndose con lo desconoci­
do, conquista para todos los hombres un nuevo saber verdadero.
Por esa Universidad me siento llamado, y hacia ella os convo­
co hoy.
UN AÑO DE GESTIÓN
RECTORAL*

* Discurso pronunciado en el Paraninfo de la Universidad de Madrid, en la


solemne ceremonia de apertura del año académico 1952-1953.
UN AÑO DE GESTION RECTORAL

Hace ahora un año—año veloz, fulmíneo, visto desde su ca­


bo postrero—comparecía yo ante vosotros para hacer un rá­
pido diagnóstico de lo que la Universidad representa en la vi­
da española y para exponer, muy genéricamente, las líneas
principales de mi posible acción como rector de esta enorme y
dispersa Universidad complutense. «Si Dios nos da existencia
física y, por añadidura, existencia académica—decía enton­
ces—, dentro de un año expondré ante vosotros lo que mis com­
pañeros de la Junta de Gobierno y yo hayamos conseguido en el
común empeño». Puesto que Dios me ha dado esa doble existen­
cia, aquí estoy, dispuesto a cumplir lo que por mi parte prome­
tí. Vengo con mucha mayor pesadumbre en el ánimo que en las
manos; siento mucho más el grave peso de lo que no puedo ofre­
ceros que el peso harto ligero de lo que os ofrezco. Pero ésta no
es hora de compunción, por muy sincera y hondamente' que uno
la sienta, sino de sencilla y escueta exposición. Vayamos, pues,
a ella. Seis caminos posibles y complementarios veía yo ante
mi incipiente y azorante rectorado: l.° El progresivo robuste­
cimiento de la unidad universitaria. Hay en España Universi­
dades—pocas, es verdad—en las cuales perdura la antigua, ra­
dical unidad de la institución. Otras no pasan de ser un mosaico
de Facultades que todavía no han perdido su unidad propia.
Algunas, en ñn, y en cabeza la de Madrid, quedan en ser poco
más que un mosaico de cátedras, laxamente trabadas entre sí
por el vínculo de unos cuantos papeles administrativos. De ahí
el carácter imperativo del epígrafe que antes usé: progresivo
robustecimiento de la unidad universitaria. 2.° Un eficaz cui­
dado de la formación profesional y una constante exigencia res­
pecto a la validez social de la enseñanza dada en el recinto uni­
72

versitario. 3.° El ofrecimiento de cierta formación teorética,


fnndamentadora e incitadora de una modesta vida intelectual,
a todos los estudiantes universitarios o, cuando menos, a la me­
jor parte de ellos. 4.° La atenta revisión, en busca de resulta­
dos verdaderamente satisfactorios, de cuanto hasta ahora se ha
venido haciendo para conseguir una educación cristiana, espa­
ñola y estética del estudiante universitario. 5.° Un continuo
esfuerzo para mejorar el rendimiento de esta Universidad en
orden a la investigación científica. 6.° Una apelación constan­
te e instante a la sociedad y al Estado en favor de la enseñanza
y la formación universitarias.
A la entrada de esos seis caminos se alzaba y sigue alzán­
dose el sabio lema antiguo Rhodus, hic salta. ¡Qué contraste,
Señor, entre lo que tan deseable y accesible parece, sea llano
o abrupto el acceso, y lo que mi propia entidad y nuestra común
circunstancia han permitido lograr en un año! Mas ya he dicho
que ésta no era ocasión de elegía ni de ditirambo, sino de so­
brio y humilde relato. He aquí, pues, los términos de nuestro
módico avance en la vía de cada una de esas seis principales
exigencias:

I. Robustecimiento de la unidad universitaria.—Han conspi­


rado a tal fin, durante el pasado curso, la celebración de actos
de homenajes a varias figuras egregias de esta Universidad y la
resurrección de nuestra Revista.
En e3te mismo paraninfo, y a través de las voces más idó­
neas, la Universidad de Madrid dijo a varios de sus más emi­
nentes maestros—Menéndez Pidal, Casares Gil, Gómez Moreno,
Gascón y Marín, Hernández Pacheco, Cardenal—la honda gra­
titud con que recuerdan su ejemplo y su enseñanza. Un acto de
pleitesía universitaria al señero magisterio científico y humano
de Ramón y Cajal, en el cual los profesores Tello y Sanz Ibáñez
dieron expresión adecuada al común sentir, sirvió de remate a
esa serie de solemnidades académicas. Entre tanto, y también
al servicio inmediato de tan quebrantada unidad universitaria,
ha vuelto a nueva vida la Revista de la Universidad de Madrid.
73

Dos bien compuestos números se hallan ya ofreciendo saber a


los ojos lectores.
No quiero pecar de iluso ni de pánfllo. No puedo, en conse­
cuencia, estimar en mucho lo alcanzado. La existencia de un
espíritu universitario vivo y genuino entre todos nosotros, ¿no
habría triplicado el número de los profesores y alumnos que
asistieron—valga este solo ejemplo—a la conmemoración cen­
tenaria de don Santiago Ramón y Cajal? Pero ni la cuantía de
lo hasta ahora conseguido, ni mi particular juicio acerca de
ella, deben eximirme de proseguir este curso en el empeño. El
cual no habrá llegado a su término hasta que el «claustro ge­
neral», institución meramente nominal desde hace tantos años,
tenga entre nosotros vida académica cortés y fecunda.
II. Cuidado de la formación profesional del estudiante y de la
validez de ésta en el seno de la sociedad.—Mencionaré, en primer
término, lo que concierne a la Universidad como un todo, y ex­
pondré luego cuanto a cada una de las Facultades atañe.
Entra de lleno en el primero de esos dos capítulos la Escuela
de Estadística, enteramente nueva en la historia de la vida do­
cente española. La dirige el catedrático don Sixto Ríos, depen­
de inmediatamente del Rectorado y se halla gobernada por un
Patronato, al que pertenecen eminentes personalidades. La Es­
cuela de Estadística—cuyo fin no es dar títulos profesionales,
sino diplomas de capacidad—va a comenzar sus enseñanzas en
este mes de octubre.
Facultad de Filosofía y Letras.—Uno de los problemas funda­
mentales de esta Facultad es el desvalimiento en que se encuen­
tra el titulado en ella cuando quiere hacer valer social y econó­
micamente el diploma que como tal le acredita. Basta pensar
en la penuria de la retribución que suele alcanzar el hombre
condenado a la docencia por horas en cualquier centro privado
de enseñanza. Claro es que este problema, de índole estricta­
mente laboral, rebasa con amplitud el ámbito universitario:
pero la Universidad—yo en este caso—se siente obligada a le­
vantar su voz en defensa de quienes acaban de ser sus discípu­
6
74

los. El apoyo moral que el curso pasado procuré prestar a los


grupos de alumnos que con tal motivo se me acercaron debe
quedar públicamente reiterado hoy.
Lo que sí nos compete a los universitarios, y a título de es­
tricto deber, es la capacitación de nuestros licenciados para
cumplir en su orden las exigencias actuales o posibles de la vi­
da en torno. A ello se refieren dos proyectos, concienzudamente
elaborados por la Facultad de Filosofía y Letras y presentados a
la aprobación de nuestro Ministerio: la Escuela para la forma­
ción de lectores de español en centros extranjeros, y el Instituto
de Psicología, al cual iría aneja una Escuela para la formación
de psicólogos y psicotécnicos. Hállase en curso de elaboración
otro proyecto, relativo a la ampliación de los estudios de filolo­
gía moderna y más o menos afín al que de modo tan brillante
ha anunciado la fraterna Universidad de Salamanca.
Facultad de Ciencias.—En lo que a ella se refiere, la novedad
más voluminosa y visible—sobrecogedora casi a fuerza de vo­
lumen—es la iniciación de un nuevo plan de estudios, tocante
a las licenciaturas en Ciencias, Medicina y Farmacia. Grave es
la responsabilidad de nuestra Facultad de Ciencias, sobre la
cual va a recaer la mayor parte de esa carga. Que mi expresión
es todo menos hiperbólica lo demuestra un solo dato cuantitati­
vo: el número de los alumnos que van a cursar la Física, la
Química y la Biología generales rebasará seguramente la cifra
de 2.000. Piénsese, en consecuencia, en los problemas didácti­
cos de toda índole (personal docente, locales, enseñanza prácti­
ca, tarea de calificación y selección) que va a ser preciso resol­
ver. Pero yo no dudo de que esta Facultad, tan celosa para el
cumplimiento de sus deberes académicos, saldrá con honra del
empeño que el Estado ha puesto en ella.
Otro de los problemas importantes que la Facultad de Cien­
cias tiene sobre sí es el concerniente a la preparación técnica e
industrial de sus licenciados. No poco se ha hecho ya con el
doctorado en Química industrial; pero al lado de lo que España
necesita, eso es bien poca cosa. De ahí la oportunidad con que
la Facultad viene planeando la ampliación de tales actividades.
75
Ellas y la definitiva puesta al dia de la enseñanza de la Física
—empresa iniciada ya, pero todavía muy necesitada de esfuer­
zos—son, tal vez, los campos que con más ahinco habrá que
cultivar en los meses inmediatos.
No puedo eludir una cuestión grave y enojosa: las prácticas
de los alumnos en las disciplinas experimentales. Su insuficien­
cia es evidente. El deber que el Estado tiene de subvenir con
mayores consignaciones a esa importante necesidad, no lo es
menos. Pero, ¿es justo que las cantidades a tal fin abonadas por
los alumnos sigan siendo tan exiguas como hasta ahora? Por
fuerza habrá que plantearse con toda seriedad esta última inte­
rrogación a lo largo del curso que hoy comienza.
Facultad de Derecho.—Tres novedades destacan netamente
sobre las restantes, en cuanto a la Facultad de Derecho se re­
fiere:
1. a Un avance considerable en la normalización de la plan­
tilla de catedráticos de la Facultad. Dos nuevas dotaciones,
destinadas al desdoblamiento de las cátedras de Derecho Roma­
no y Derecho Mercantil, permitirán mejorar la enseñanza de
esas dos disciplinas, ya tan prestigiosamente atendidas hoy por
sus respectivos titulares. Por otra parte, y ya dentro del ámbito
propio de la Facultad, se ha rectificado con beneficio la planti­
lla de los profesores adjuntos y se ha incrementado la remune­
ración de los ayudantes de clases prácticas.
2. a La reinstalación y la vuelta a la actividad de dos mag­
níficos seminarios: el General o de Ureña y el «Adolfo González
Posada», de Derecho Público.
3. a La preparación de cursos de formación práctica. La Fa­
cultad de Derecho ha solicitado y obtenido del Ministerio de
Educación Nacional un importante crédito con destino a la or­
ganización de enseñanzas que permitan al alumno un contacto
vivo y personal con todos los aspectos de la práctica jurídica.
Apenas es necesario destacar la trascendencia de este próximo
suceso, cualitativamente nuevo en la historia de nuestras Fa­
cultades de Derecho.
76
Facultad de Medicina.—En relación con la exigencia que aho­
ra nos ocupa, debo señalar:
1. ° Una mejoría considerable en el rendimiento del Hospi­
tal de San Carlos. Aparte lo tocante al orden administrativo, he
aquí los puntos a que principalmente se refiere esa mejoría:
a) El hospital ha estado abierto—por vez primera—duran­
te todo el verano, con la totalidad de los enfermos en los meses
de junio y julio, y con la tercera parte en los de agosto y sep­
tiembre.
b) Han sido edificadas policlínicas generales nuevas, muy
decorosas, en las antiguas salas de disección.
c) Las viejas policlínicas de especialidades, oscuras, hú­
medas e infectas, han sido substituidas por otras notablemente
mejores.
d) Se ha inaugurado un servicio de cirugía de urgencia,
inexistente hasta ahora.
e) Han sido instalados algunos equipos centrales de diag­
nóstico, tratamiento e investigación, utilizables por todas las
cátedras (entre ellos, un espléndido «Politón», para radiogra­
fías en serie, y un electroencefalógrafo).
f) Se ha establecido un nuevo servicio clínico, el de Psi­
quiatría.
2. ° Debo también mencionar las prometedoras conversa­
ciones entre la Facultad de Medicina y el Seguro Obligatorio de
Enfermedad, en busca de un acuerdo que permita avanzar mu­
cho más rápidamente en la construcción del Hospital Clínico de
la Ciudad Universitaria, y los estudios del Decano en torno a la
formación de especialistas dentro del ámbito de la Facultad.
Mié otras ésta no se preocupó de sí misma con suficiente efica­
cia, la enseñanza de las especialidades, suceso ineludible por
el complejo y progresivo avance técnico de la Medicina, fué
surgiendo al margen de la Universidad: basta pensar, a título de
ejemplo, en las Escuelas de Sanidad y de Fisiología. Puesto
que ese avance continúa, ¿por qué no adelantarse a los posibles
77
hechos consumados, organizando en la Facultad de Medicina
las Escuelas de especialización que poco a poco vayan pare­
ciendo necesarias? Más aún: ¿por qué no intentar ganar algo del
tiempo perdido, procurando que las Escuelas ya existentes es­
tablezcan con la Universidad una conexión orgánica cada vez
más estrecha?
3.° Aludiré, en fin, a una necesidad cada día más visible:
el establecimiento de repetitorios dentro de la Facultad, capa­
ces de reemplazar con garantía y orden académico mejores los
que de modo inexorable surgen cuando los cursos son tan copio­
sos como en las disciplinas preclínicas son los nuestros.
Facultad de Farmacia.—Son especialmente dignos de men­
ción los cursos de perfeccionamiento profesional organizados
por la Facultad y el ofrecimiento de clases de idiomas a los es­
tudiantes de Farmacia.
Facultad de Ciencias Políticas y Económicas.—Van a ser ins­
taurados, a partir de este curso, doctorados de especialización
conexos con diversas instituciones del Estado y de la sociedad,
y se halla en estudio desde hace meses la integración de los Al­
tos Estudios Mercantiles en el seno de esta Facultad. lía sido
objeto de muy viva preocupación por parte de su Decano el pro­
blema de las «salidas» profesionales de los licenciados en Cien­
cias Políticas y Económicas.
Facultad de Fefennana.—Merecen ser consignados los di­
versos cursillos de perfeccionamiento científico y profesio­
nal que esta Facultad, en colaboración con otras entidades
oficiales, ha ofrecido a sus alumnos y a los veterinarios deseo­
sos de aumentar su saber. Y aunque ello no sea incumbencia
universitaria, hay que señalar el esfuerzo del Decano de la Fa­
cultad de Veterinaria, en cuanto Director de Ganadería, por or­
denar más equitativamente la asistencia veterinaria rural.
III. Formación intelectual básica y general del estudiante uni­
versitario y del alumno de otros centros de enseñanza superior.—
Además de procurar la existencia de profesionales especializa­
78
dos, ¿qué hace la Universidad—me preguntaba yo el año pasa­
do—para formar hombres viva y actualmente cultos?
Como respondiendo a esta pregunta, pocas semanas más tar­
de se presentaba ante mis ojos la ya fundada y para mí desco­
nocida Aula de Cultura. No creo que haya necesidad de ex­
plicar en qué consiste. Subrayaré sí su origen estrictamente es­
tudiantil y el carácter incitador que para su nacimiento tuvie­
ron las luminosas palabras de Ortega en Misión de la. Universi­
dad. Pese a la ayuda que desde el Rectorado he procurado pres­
tar a Aula de Cultura durante el curso que ahora concluye, la
empresa se halla todavía en período germinal. En este año
académico y en los sucesivos, ¿lograremos realizar, bajo forma
institucional nueva—esto es, no como Facultad propiamente di­
cha—la «Facultad de Cultura» de que Ortega habló? A ello
tienden las seis enseñanzas que Aula de Cultura va a dar en los
meses próximos: Teología, Filosofía, Física, Biología, Antropo­
logía y Sociología.
Al mismo fin conspiró un curso para alumnos de todos las
Facultades, organizado por la Universidad: «El sentido cristia­
no de nuestro tiempo», a cargo del doctor don Raimundo Pani-
ker. Y hacia igual meta se ha de mover, en el seno de la Facul­
tad de Filosofía y Letras, la cátedra de Música «Manuel de
Falla», inteligente y generosamente fundada por el Ministerio
de Educación Nacional.
IV. Mejora de lo que viene haciéndose en orden a la formación
religiosa y política del estudiante.—-Pocas veces habrán hallado
ocasión tan oportuna como ésta los tan repetidos versos en que
don Francisco de Quevedo adoctrinó sobre el «sentir lo que se
dice» y el «decir lo que se siente». Un examen de lo pertinente
a esta cuestión, emprendido, es cierto, con cristiana libertad,
mas también con intención cristiana y perfectiva—y, por su­
puesto, sin el menor riesgo de escándalo—, determinó hace me­
ses la publicación de un documento donde la inoportunidad y la
destemplanza tuvieron sede propicia. No he de volver sobre
un tema que sólo íntimo dolor produce; dolor, no irritación. Pe­
19

ro los hechos—que, como suelen decir los ingleses, son «cosas


tercas»—siguen ahí, esperando la acción conjunta de nuestra
voluntad de visión y vuestra voluntad de perfección. ¿Será éste
el curso académico en que ese doble deseo, el de ver y el de
mejorar, comience a quedar satisfecho, en lo que a esta cuarta
exigencia se refiere? Dios lo quiera, y nosotros con El.-
V. Incremento ele nuestra labor de investigación cientifica.—¿Me­
rece el nombre de universitaria una cátedra junto a la cual un
seminario, un laboratorio o una clínica no hagan, poca o mucha,
cimera o humilde, alguna ciencia original? Mas, para que este
elemental imperativo pueda se cumplido, deben confluir dos re­
quisitos: la buena disposición de los hombres—sin ella jamás
habrá un investigador verdadero—y la oportuna posesión de
medios idóneos y suficientes. Demos por existente la buena dis­
posición de no pocos hombres en el claustro universitario, y
atengámonos tan sólo al problema de los medios.
No será preciso que me esfuerce mucho para convenceros .de
la enorme penuria de la Universidad en todos los órdenes de su
existencia, y más en tocante a la investigación cientifica. Un
solo dato: cuando yo me hice cargo del rectorado, el presupues­
to para el sostenimiento de las ocho bibliotecas universitarias
(una por Facultad y otra central) era de 75.000 pesetas anuales.
Aunque esa cifra haya crecido algo este último curso, y afinque
las Facultades procuren añadir a ellas algunas pesetas más,
procedentes de sus recursos propios, es evidente que nuestras
necesidades de libros y revistas sólo pueden quedar atendidas
en una fracción muy modesta. Imagínese, pues, lo que podría
decirse en lo relativo al material científico.
Quiere todo esto decir que mientras el Estado no cambie de
modo notable su actitud presupuestaria frente a la Universidad,
sólo a dos expedientes podrá recurrirse para que la investiga­
ción prospere en nuestros laboratorios y seminarios: la conexión
orgánica entre la Universidad y el Consejo Superior de Investi­
gaciones Científicas y la ayuda de la iniciativa privada.
A los dos hemos procurado acudir durante el pasado curso.
80
El decano de la Facultad de Farmacia ha elaborado un proyec­
to—pendiente hoy dé aprobación en el Consejo Ejecutivo del
C. S. I. C.—destinado a coordinar, sin mengua de la respectiva
autonomía y con beneficio mutuo de una y otra parte, las cáte­
dras de esa Facultad y los institutos homólogos del Consejo. Si
tal proyecto llega a término feliz, dispondremos de una exce­
lente «planta piloto» para toda la obra ulterior. La apelación a
la iniciativa privada ha partido de la Facultad de Medicina. Su
decano logró obtener de la casa Chas. Pfizer un importante do­
nativo para trabajos de investigación clínica, y ha emprendido
conversaciones con otras importantes entidades industriales
químicofarmacéuticas, también interesadas en fomentar el pro­
greso de la ciencia. Es de justicia destacar a este respecto la
fundación «Marquesa de Pelayo», creada por la munificencia de
quien ahora lleva ese título, para favorecer el trabajo científico
de los médicos jóvenes a él vocados.
VI. Incremento de las relaciones entre la Universidad y la so­
ciedad.—Anuncié el año pasado mi propósito de llamar de modo
constante e instante a los hombres más representativos de
nuestra sociedad, para interesarles en la obra de la Universidad
de Madrid. Así lo hice, y debo decir que el resultado no ha po­
dido ser más satisfactorio. La cordial asistencia de no pocas
personas de singular relieve en la vida española ha permitido
constituir la «Asociación de Amigos de la Universidad de Ma­
drid», que en este curso académico va a entrar en plena activi­
dad. Debo señalar, con muy hondo y cordial agradecimiento, el
nombre de quienes con mayor largueza lian contribuido a la
iniciación de tan prometedora empresa: el marqués de Pelayo,
D. Pablo Garnica, D. Antonio Pastor, el marqués de Aledo,
D. Juan Liado, secretario del Banco Urquijo, D. Alejandro Fer­
nández Araoz, D. José Fernández Rodríguez, el marqués de Ca-
sa-Pizarro y el marqués de Deleitosa.
Hacia ese mismo fin—una mejor y más estrecha relación
mutua entre la Universidad y la sociedad—conspiran la «Cáte­
dra de Madrid», la Cátedra «Juan Boscán» y la Fundación Hun­
tington. La primera, fundada en esta Universidad por el muni­
81
cipio de nuestra villa, merced a la amable diligencia del te­
niente de alcalde, D. Tomás G-istau, permitirá que desde este
mismo curso contribuyan todas nuestras Facultades al mejor
conocimiento de cuantos problemas afectan a la ciudad que las
alberga. La Fundación Huntington ha sido sacada de su añoso
letargo por el decano de la Facultad de Filosofía y Letras, y
pronto hará honor a la noble generosidad de quien la fundó. La
Cátedra «Juan Boscán», consagrada al estudio de la lengua y
la literatura catalanas y fundación directa del Ministerio de
Educación Nacional, mostrará por vez primera cómo nuestro
Estado—éste que recelosamente han solido llamar «Estado Cen­
tral»—estima y cultiva uno de los tesoros lingüísticos de su pa­
trimonio histórico.
La Universidad y los universitarios de Madrid han pagado
amplio tributo social de conferencias y cursillos durante el pa­
sado año académico. La mera enunciación de sus títulos exigi­
ría mucho más tiempo del que dispongo. Basta, no obstante,
una mención volandera del tema para que cualquier oyente
pueda calcular la abundancia y la variedad de su contenido.
No puedo dar término a este apartado sin anunciar la pronta
colaboración de nuestros Colegios Mayores en esta empresa de
vincular la Universidad y la sociedad española, y menos sin
agradecer a la Academia de Doctores y al Colegio de Licencia­
dos y Doctores su amistosa disposición para todo cuanto con la
Universidad se relaciona. La Universidad, por su parte, siente
especial complacencia colaborando con quienes, ya en medio
una de las urgencias del vivir, siguen viendo en ella su constante
alma mater.
Esto es lo que hemos hecho, como adehala de nuestra faena
diaria. Poco es en sí, y más poco cuando el logro es juzgado
por quien sólo puede conformarse viendo a su Universidad en
camino breve, franco y seguro hacia el nivel de las mejores,
llámense Oxford o Sorbona, Harvard o Berlín. Pero el contraste
entre lo querido y lo logrado no puede quitar la obligación y el
gusto de agradecer lo que se obtuvo. Quede, pues, bien patente
mi gratitud a todos los componentes de la Junta de Gobierno de
7
82

esta Universidad, que siempre enriquecieron con nuevas y va­


liosas ideas las que yo les expuse, y que en todo momento han
hecho cuanto ha sido posible para que éstas fuesen definitiva
realidad. Y no menos patente el reconocimiento que debo a
nuestras autoridades del Ministerio de Educación Nacional, en
cuyo celo tuvieron su causa eficiente no pocas de las no­
vedades que antes consigné. Pero tanto como lo que hicieron
agradezco lo que han querido y quieren hacer, su resuelta vo­
luntad por conquistar para la Universidad el puesto eminente
que ella debe tener en la atención del Estado y en la estima de
la sociedad española. No por lisonja—que mis palabras quemen
mi lengua si incurro en ella—, sino por el puro gozo de dar ex­
presión verbal a lo que firmemente se cree, debo decir que, en
cuanto yo puedo saber, nunca desde ese Ministerio se ha procu­
rado con más limpio y cordial deseo el auge de la cultura espa­
ñola y la integración nacional de todos cuantos la sirven y pue­
den servirla.

* * *

A riesgo de hacer excesiva la carga de oirme, quiero emplear


todavía algunas palabras para deciros cómo veo yo la condición
y la situación de un rector de Universidad. Rector—no olvide­
mos tan elemental saber—es vocablo que viene de regere. De los
dos verbos con que los latinos nombraron la función de mandar,
imperare y regere, el oficio rectoral tiene su raíz en este último,
como para expresar a todos que nuestra autoridad es mucho más
orientadora que imperativa, más tocante a la persuación que al
mando. La actividad rectora a que alude un verso del dulce Ca-
tulo—regens vestigia tenui filo—es, pues, la que mejor conviene a
la regencia o rección universitaria. Y si el rector ha de orientar
los pasos ajenos con ese «tenue hilo», es decir, sin la potestad
de «imperar», su labor debe acogerse necesariamente al recurso
de «pedir». Con ello no hace sino acreditar reduplicativamente
su carácter universitario. ¿No se dice en la jerga estudiantil que
83
un profesor «pide» mucho cuando su exigencia se refiere a lo
linico en que por fuero propio puede el profesor ser exigente?
El oficio de rector de Universidad podría cifrarse, en conse­
cuencia, en esta breve frase: la petición como norma. Pero si
tal quehacer no pasa de ser cosa mezquina, cuando quien pide
busca tan sólo su propia ventaja, puede también llegar a ser
noble cosa cuando la petición implica la seguridad y el compro­
miso de devolver ciento por uno. De ahí mi cuádruple petición
rectoral: al Estado, a mis compañeros, a los alumnos y a la so­
ciedad.
Al Estado pido, ante todo, dinero. Así, con toda crudeza.
Que él .nos exija a nosotros cuenta estrecha de cómo lo emplea­
mos. Pero con la misma naturalidad que el general a quien su
Estado encarga la organización de un Ejército eficaz—la bien
sabida naturalidad napoleónica—, debemos comenzar pidiendo
aquello sin lo cual no son hoy posibles Ejércitos ni Universida­
des: dinero. Pido también al Estado garantías para que la se­
lección de nuestros profesores ponga en primer término a los
que por su saber y poi’ su dedicación a la enseñanza tengan más
alto merecimiento. Pido, en fin, coordinación en los diversos es­
fuerzos de la actividad estatal ordenados hacia un fin idéntico
o análogo. Si ello debe ser norma para cualquier Estado, ¿no lo
será más imperativamente para el Estado de un pueblo pobre
en recursos? Permitidme un ejemplo. El Ministerio de Educación
tiene que atender a la asistencia médica por razones de ense­
ñanza; el de la Gobernación, por razones de beneficencia; el de
Trabajo, por razones de justicia social. ¿Por qué, entonces, no
procurar a toda costa una coordinación eficaz de esos tres órde­
nes de razones prácticas? Eso es todo lo que yo me atrevo a pe­
dir en nombre de esta Universidad.
A mis compañeros, y ya con voz más baja, les pediré que se­
pan discernir cuidadosamente los tres niveles funcionales de la
docencia universitaria, y que procuren sin tregua hacer suyo el
más alto. Gregorio Marañón ha descrito con muy bellas y certe­
ras palabras la diferencia entre el profesor y el maestro, y la
eminencia cualitativa de éste. Yo me permitiría añadir que por
84

debajo del puro docente-profesor (y tanto más del docente-maes


tro) hay un tercer nivel, el del docente-funcionario. He aquí el
modo de distinguir esos tres niveles: el docente funcionario es
aquel que se conforma con hacer lo que su condición de tal le
impone, dar tantas horas de cátedra y examinar a los alumnos
en tales y tales fechas; docente-profesor es el que utiliza esas
horas de cátedra para enseñar lo mejor posible su particular
disciplina científica; docente-maestro, en fin, es el que, además
de enseñar una materia, incita y forma para su honrado cultivo
—vir bonus docendi et educendi peritus—a quienes se acercan a él.
Esto pido yo a mis compañeros: que nunca se conformen siendo
docentes-funcionarios; que aspiren a ser, cada uno en la medida
de sus fuerzas, verdaderos docentes-maestros.
Les pediré también cierta profesoral serenidad frente a las
voces de quienes—Dios sabe con qué intenciones tácticas—qui­
sieran partir el profesorado universitario en «generaciones» mu­
tuamente estancadas y punto menos que hostiles. Transportan­
do a lo nuestro una definición ejemplar, me atrevería a decir:
«Pertenecemos a una misma generación quienes percibimos las
necesidades reales de nuestra vida universitaria y, de un modo
u otro, ponemos nuestro esfuerzo cotidiano en la obra de reme­
diarlas». Para mí—y os pido que también para vosotros—no es
ni debe ser primaria la distinción entre el «profesor viejo» y el
«profesor joven», ni entre el que ingresó en tal fecha en la do­
cencia y el que llegó a ella en tal otra, sino la que existe entre
el «profesor bueno» y el «profesor malo»; y todavía más prima­
ria y decisiva, la que separa al «profesor malo» del «buen
maestro».
También a los estudiantes debo pedir algo, y es el cultivo
de una alegre gravedad. A nadie puedo yo pedir gravedad sin
alegría. Ni por temperamento me sería dable hacerlo, ni por mi
personalidad de hombre, puesto que siempre constituye una
opción a la alegría, en mi entender, el hecho de que la propia
existencia se halle sustentada sobre un haz de creencias firmes
y positivas. Menos aún puedo pedirla a los estudiantes, cuyo
temple psíquico—ya lo dijo Santo Tomás—no puede ser otro
85
que la animosa esperanza. Pero tampoco he de contentarme
con pedir de ellos alegría desposeída de toda gravedad, porque
quien es persona y vive en la Historia no puede ser dispensado
de sentir la responsabilidad que de una y otra cosa dimana.
Alegría en cuanto jóvenes; alguna gravedad en cuanto estu­
diantes. Lo cual vale tanto como decir que les pido cierta dosis
de verdadera ambición. Con frecuencia he recordado aquel di­
cho en que Unamunó se quejaba de la sobra de codicia y la fal­
ta de ambición entre los españoles, y no vacilo en repetii' de
nuevo esa espléndida frase. Mas no sin poner junto a ella un
escolio que permita aplicarla idóneamente a la condición estu­
diantil. Es éste: quien piensa en su porvenir personal desde el
punto de vista del escalafón a que con el tiempo puede pertene­
cer, comienza a sentir codicia; quien sueña con una vida plena
y original, sólo por accidente catalogable en una de las falsillas
administrativas que la sociedad ofrece, empieza a sentir ambi­
ción.
A la sociedad, en fin, pediré de nuevo atención y coopera­
ción. Atención interesada por lo que nosotros hacemos, hasta
llegarnos al cuerpo, si es preciso, con una acerada crítica de
nuestras deficiencias reales; cooperación, también, para que po­
damos hacer mejor lo que de modo deficiente estamos haciendo.
Sin eso, la amistad de nuestros «amigos» no pasará de ser fría
y desinteresada cortesía.
La meta de estas cuatro peticiones es—ocioso parece decir­
lo—una Universidad de Madrid vigorosa y recientemente incar-
dinada en la vida nacional hasta constituirse en una de sus en­
tidades sustentadoras. Varias veces ha sido utilizada mi disci­
plina profesoral—la historia del saber médico—para dar expre­
sión metafórica a la realidad social y política de los pueblos.
Dejadme recurrir otra vez a esa cómoda fuente, y decir con el
ejemplo de Paracelso cuál podría ser la posición ideal de la
Universidad en el cuerpo de la vida española. Enseñó Paracel­
so que el arte médico sólo es completo cuando está sustentado
sobre cuatro columnas: la filosofía, la astronomía, la alquimia
y la virtud. Imitando al médico germano, cabe afirmar que la
86
vida nacional española debe apoyai’se sobre otras cuatro: la
Iglesia, el Ejército, la Universidad y el Trabajo. O, con otra pa­
labra, sobre el creer, el poder, el saber y el hacer. Cada uno de
esos cuatro fundamentos de nuestra existencia histórica debe
tener robustez y autonomía propias, sin mengua de su concor­
dia funcional con los restantes. Hoy, aquí y previa la sincera
confesión de esos principios, preguntémonos: ¿tiene la Univer­
sidad en la vida española—y al hablai’ ahora de la Universidad
ya se entiende que lo hago en latísimo sentido—una importan­
cia proporcionada a la que en esa vida poseen las tres restantes
instituciones sustentadoras? Y si no la tiene, ¿puede llegar a te­
nerla? En el logro de esa meta debe hallar su lugar propio,
pienso yo, la deseada grandeza de la Universidad de Madrid.
REFLEXIONES
SOBRE LA DISTINCIÓN
REFLEXIONES SOBRE LA DISTINCIÓN

Diremos aquí «distinción», con la Academia, a la acción y


al efecto de distinguirse; esto es, a la acción y al efecto de le­
vantarse sobre lo vulgar mediante alguna nota original y valio­
sa. La distinción supone, en consecuencia, vulgo, originalidad
y valor. El vulgo constituye el término de referencia: en una
sociedad donde todos llegasen a ser «distinguidos», desaparece­
ría ipso facto la «distinción». La originalidad otorga a la distin­
ción su género próximo: quien copia servilmente no puede ser
distinguido, aun cuando tome a Petronio por modelo. El valor de
la acción original concede a la distinción, en fin, su diferencia
específica: una originalidad no valiosa—es decir: no ensalzado­
ra del valor ontològico del hombre—será, cuando más, pura ex­
travagancia.
¿Cómo puede distinguirse un hombre? ¿Cuándo es real y ver­
daderamente valiosa su personal originalidad? Cuatro respues­
tas son posibles, correspondientes a los cuatro tiempos en que
se despliega la ejecución de las acciones humanas: la posibili­
dad, la intención, el esfuerzo y la obra. Cuatro modos de la
aristocracia humana se disputan, desde que el hombre es hom­
bre, la palma de la verdadera distinción.
«No quisiera ser elogiado por lo que hice, sino por lo que hu­
biese podido hacer», escribió Gide en Les nourritures terrestres.
Lo mismo se dice en las tertulias españolas de los hombres que
en ellas suelen ser más venerados: «¡Si él hubiese querido...!»
El objeto de la distinción consiste ahora en el más extremoso de
los orgullos: el hombre, siempre imagen de Dios, aun cuando a
veces no lo sepa o no lo quiera, trata de «distinguirse» equipa­
rándose a Dios y fingiendo que ése Dios es el de la víspera del
primer día del Génesis. Pero Dios no es mera posibilidad, sino
90

actualidad pura; de ahí la radical inconsistencia o el soterrafio


resentimiento de este género de la «distinción» humana.
Los «hombres de buena voluntad» son expresamente ensal­
zados en el Evangelio: pax hominibus bonae voluntatis. Para el
cristiano es, pues, innegable que la buena voluntad distingue
al hombre. Pero, ¿en qué consiste esa .«buena voluntad» de que
nos hablan Isaías y San Lucas? ¿Acaso la simple «buena inten­
ción» puede distinguir real y verdaderamente? ¿Basta con no
querer mal, o incluso con querer bien? De la buena intención
sin obras a que suele quedar reducida la falsa distinción de al­
gunos falsos exquisitos, ¿no podrá decirse lo mismo que de la fe
sin obras dice la Carta de Santiago: mortua est in semetipsa?
Aquí nos sale al paso, lanza en alto, el esforzado Don Quijo­
te, campeón y corifeo universal de la distinción por el esfuerzo.
«Ni importa el éxito, ni basta la buena intención—clama el hi­
dalgo—; en el denuedo con que la intención es cumplida consis­
ten la distinción y la hidalguía». Así es, en efecto, a los ojos de
Dios y a los de la ideal Dulcinea; únicos ojos—los divinales y
los dulcinéicos—para los cuales ha salido al campo Don Qui­
jote. Así debe ser, si la justicia no es palabra vana o ficción sin
idea. Pero ante la mirada exigente de cuantos creen y saben
que ni la creación ni la historia son mera vanidad, ¿puede ser
suficiente la vapuleada y maltrecha distinción quijotesca? ¿Aca¿
so no es mejor la honra con barcos que la honra sin barcos y
que los barcos sin honra?
Frente al hombre quijotizado, el hombre pragmático; frente
a quienes cifran la distinción en el bienintencionado esfuerzo,
los que la contraen al éxito ganancioso; frente al denuedo ínti­
mo de Don Quijote, el industrioso denuedo de Ulises. Tal es la
distinción vigente en el mundo moderno y—apurando más—el
canon de la aristocracia indoeuropea: esa que consiste en la ha­
zaña cumplida o en la obra eminente, en la toma de Troya o en
la fabricación de aviones supersónicos. Pero si la historia no es
vanidad, ¿es, por ventura, realidad? Y si no es realidad, ¿puede
quedar escuetamente atenida a la pura historia— Weltgeschich-
te, Weltgericht, dijo un día y sigue diciendo la ambición de Eu­
91

ropa y de Euroamérica—una distinción que aspire a ser real y


consistente?
No hay duda: la distinción humana requiere a la vez posibi­
lidad, intención, esfuerzo y obra. ¿Es posible un hombre a cu­
yas venas confluya la sangre de Nathanael, San Francisco, Don
Quijote y Ulises? Y, si es posible, ¿cuál puede ser hoy su reali­
dad? He aquí un excelente tema de meditación para jóvenes
animosos y actuales.
EN TORNO AL HEROISMO
EN TORNO AL HEROISMO

Desde los años de la Grecia antigua, cuna del vocablo con


que se le nombra, el «héroe» ha sido siempre una de estas tres
cosas: 1.a Un semidiós; esto es, el mestizo de una deidad y un
ser humano. Hércules, hijo de Júpiter y Alcmena, fué para los
griegos un héroe. 2.a Un hombre elevado a la condición de se­
midiós: así Alejandro y los emperadores romanos divinizados.
3.a Todo hombre noble por el nacimiento, el valor o el talento.
Tal, el aedo Demódoco, en el Canto VIII de la Odisea. Obsérve­
se la existencia de dos modos del heroísmo, radicalmente distin­
tos entre sí: en el primero, el héroe lo es «por naturaleza», por
imperativo de su constitución natural; en el segundo, el héroe
llega.a serlo «por hazaña», por la virtud de sus propias accio­
nes. Lo cual equivale a decir—si la palabra «héroe» no es ente­
ramente equívoca—que la hazaña puede convertir al hombre
en helénico «semidiós». En tal caso, ¿cuáles son las acciones
capaces de conceder a la naturaleza humana heroísmo y esa
suerte de «semidivinidad»?

II

La hazaña heroica debe poseer, en primer término, calidad


meliorativa; sólo las acciones en cuya virtud queda ennoblecido
quien las ejecuta otorgan verdadera condición de héroe. De ello
se desprende una consecuencia: que no es posible hablar con-
96
certadamente del heroísmo sin la previa aceptación de una «ta­
bla de valores» o sin el establecimiento de un convenio acerca
de lo que en verdad ennoblece y degrada al hombre. Y esta
consecuencia nos hace advertir la necesidad de aislar dos lina­
jes de heroísmo, por lo que atañe al ámbito de su validez: El
horoísmo genérico, válido siempre y para todos los hombres, y
el heroísmo ocasional o situaeional, válido sólo donde y mien­
tras imperan las creencias históricas que le sirven de supuesto.
Arriesgar la vida por la comunidad a que se pertenece será
siempre un acto heroico; exponerla por usar o por no usar tal
modelo de sombrero, sólo donde y mientras se crea en la con­
dición definitoria y ennoblecedora de éste.

III

¿Basta, empero, la calidad meliorativa de una acción para


calificarla de heroica? En el tiempo en que cantabti el aedo
Demódoco, tal vez; hoy, en modo alguno; nadie piensa, por
ejemplo, que la maestría de Carusso gorjeando Una furtiva la­
crima hiciese de él un héroe. Además de ennoblecer, la acción
heroica debe suponer para quien la ejecuta un riesgo considera­
ble. Sin riesgo, no hay héroe. Pero es lo cierto que el riesgo
puede afectar a la existencia humana de dos modos muy distin­
tos; de dónde otros dos modos del heroísmo, que conviene exa­
minar por separado.

IV

Hay, como es obvio, un riesgo físico y material: el concer­


niente a la existencia biológica del hombre. Es éste el que defi­
ne la condición heroica de la conducta humana, según el modo
más habitual de entender el heroísmo. Fué héroe Héctor al des­
pedirse de Andrómaca, porque defendía su patria e iba al en­
cuentro de las lanzas aqueas; lo fueron más tarde Pizarro y
97
Caupolicán. El héroe lo es en este caso, en cuanto pone a peli­
grosa prueba su fe en la propia inmortalidad; esa determinada y
animosa fe—comprobada ahora por un consciente riesgo de
muerte—es la que en rigor «semidiviniza» al hombre mortal y
le trueca en «semidiós». ¿Acaso no son los dioses, por antonoma­
sia, los «inmortales»?

Hay también un riesgo—más sutil—de índole transfísica y


personal: el que amenaza con disolver o transmutar la autenti­
cidad de la existencia humana. Llamo ahora «auténticos», con­
viene indicarlo, a los actos humanos lúcidamente atenidos a la
vocación íntima y al sistema de creencias del individuo que los
ejecuta; o, con otras palabras, a los actos ejecutados teniendo
en cuenta su sentido último. Pues bien: por un ineludible impe­
rativo de la existencia del hombre, acontece que éste no puede
ser intensamente original o creador sin permanecer fiel a su
propia autenticidad y sin amenazarla, a la vez, en su más deli­
cada entraña. El acto creador ensimisma y enajena, edifica la
propia personalidad y la conmueve en sus cimientos; por eso es
heroico, según un peculiar modo del heroísmo. El hombre ver­
dadera y valiosamente original—artista, sabio o político—es
también héroe, porque para edificar de manera egregia su «sí
mismo» se pone en invisible trance de perderlo.

VI

m neroismo ue ia existencia física requiere como supuesto


una' situación exterior e idónea; sin ella, el aspirante a héroe se
degrada en farsante o en jaque. Recordemos la estupenda
arenga que escuchó el capitán Alonso Contreras, cuando topó
su bajel con una nave berberisca: «Señores, a cenar con Cristo
o a Constantinopla.» Si la nave avistada hubiese sido genovesa,
8
98
¿pasaría por héroe el arengado? El heroísmo de la nuda auten­
ticidad, en cambio, sólo depende de nosotros mismos. Basta con
ir intensificando la exigencia de calidad y originalidad respec­
to a nuestras propias obras, para bordear y descubrir la acción
heroica. Aunque la importancia de nuestra personal creación
sea mínima. Aunque nuestra humilde originalidad no nos per­
mita salir—secreto heroísmo—de la epigonía y la obedien­
cia.
ÍN DIC t
ÍNDICt

PÁGINAS

Nota previa . 9
POLIPTICO UNIVERSITARIO. 11
I.-L11 Universidad , 13
11. -Los profesores 17
111.-Los profesores 21
IV,-Lo� alumnos. 25
V.-Los alumnos. 29
VI.-La Sociedad. 33
VII.-EI Estado 37
LA UNIVERSIDAD COMO EMPRESA ESPAJi:JOLA 41
Examen de conciencia . 43
Estrategia de la empresa universitaria , 49
LA UNIVERSIDAD EN LA VIDA ESPAJSlOLA 51
UN A�O DE GESTIÓN RECTORAL 7l
REFLEXIONES SOBRE LA DISTINCIÓN . 87
EN TORNO AL HEROISMO . 96
Este libro se comenzó a imprimir en

la ciudad de Cartagena, el día 7 de

Marzo del año del Señor de 1958,

festividad de Santo Tomás de Aqui­

no, y se terminó el día 28 de Mayo

del mismo año, en la festividad de

San Agustín. Fué compuesto a mano

en la imprenta de Garnero por Luis

Gutiérrez, Asensio Rodríguez y José

Albaladejo.

Depósito legal: MU-123 - 1958


BALADRE

COLECCION

GOBERNALLE

Al
cuido

de

Eugenio Martínez Pastor

Próximos títulos:

LA MUERTE,
SUS DIMENSIONES
Y COLORES
de

Santiago Amón

CUATRO ACTITUDES
DEL HOMBRE
ANTE SU MUERTE Y
SU BIEN
de

José Luis L. Aranguren

HÖLDERLIN
de

Marlin Heidegger

Q U E R E A S
de

Eugenio Martinez Pastor


BALADRE )$( N.° 9
COLECCIÓN ©
GOBERNALLE
MAYO DE 1958

También podría gustarte