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HIMMLER
PETER PADFIELD
Traducción
Ana Mendoza
Prólogo
Gonzalo Menéndez-Pidal
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Índice
on Storm Rice era un conocido orientalista que en los años sesenta se fue
D interesando más por las cosas de España, a donde llegó en 1961, y empe-
zó a venir por casa, y tuvimos algún trato. En aquel entonces era profesor en la
Universidad de Londres, pero su vida anterior había sido un tanto complicada.
Un día estábamos en el comedor, hablábamos de todo lo imaginable; Rice
sacaba de su maletín fotos, textos, pedazos de cerámica y telas, tomaba notas,
se hablaba de la arqueta de Pamplona, de Manuel, un labriego de Soria que él
había conocido, del Obispo de Fermo y de infinitas cosas más. Se encontraba
sentado en los escalones del despacho verde, no sé bien de lo que en aquel mo-
mento se hablaba, pero sí se dijo:
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GONZALO MENÉNDEZ-PIDAL
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Introducción
esde que se publicó este libro por primera vez, han salido a la luz nuevos
D materiales sobre la vida de Himmler. Acaso los más notables sean sus dia-
rios de 1941-1942, desenterrados de los archivos del KGB. Las anotaciones son,
como siempre, breves y proporcionan poca información y hay un espacio en
blanco entre el 25 de junio y el 12 de agosto de 1941, el periodo vital después
del asalto a Rusia por parte de Hitler. Sin embargo, varios historiadores alema-
nes se han sentido muy emocionados especialmente por la inclusión de una en-
trevista que mantuvo con Hitler en los cuarteles de la Wolfschanze el 18 de di-
ciembre de 1941. Se puede leer:
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PRIMERA PARTE
FORMACIÓN
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Capítulo 1
ANTECEDENTES
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El sol calentaba y el aire fresco, con un ligero sabor a la nieve de los picos
de las montañas, resultaba tan vigorizante como los arroyos que corrían por do-
quier. El lago lanzaba destellos. Detrás de él había fresnos, olmos, sicomoros,
hayas y piceas que trepaban por la falda de una colina donde se había erguido
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un castillo siglos atrás. Una pareja de edad paseaba; él, con un Hosen a la altu-
ra de la rodilla, calcetines y botas fuertes, clavó la punta de un bastón de mon-
tañero en el sendero mientras los dos movían la cabeza para saludar.
—Grüss Gott.
Al seguir a la familia Himmler por las calles en las que habían vivido, a las
iglesias donde había ido a rendir culto, a las casas que elegían para pasar sus lar-
gas vacaciones y al lago de las proximidades de Schloss Hohenburg, a pocos ki-
lómetros del pueblo alpino de Lengries, habíamos visitado los lugares más en-
cantadores, cada uno más idílico si cabe que el anterior. Lo que hacía llegar a la
conclusión inevitable de que no había sido el entorno físico el responsable de
que el joven Heinrich se hubiera convertido en lo que llegó a ser. Los contor-
nos en los que había crecido, fueran naturales o debidos a la mano del hombre,
no podían ser más hermosos y se podía pensar en modales tranquilos, reflexio-
nes y filosofía. Se podía haber esperado que en estos parajes se criara un Rousseau
o un Albert Schweitzer, pero no un asesino de masas.
Había estado en este lago de niño, lo sabíamos por las anotaciones de su dia-
rio de 1910: «15 de julio. Mañana en el jardín. Por la tarde, cruzando el Mühlbach,
al parque. Nos hemos encontrado con tres osos. Hemos pasado mucho miedo.3»
En este momento no era un parque pero lo había sido a principios de siglo, cuan-
do Schloss Hohenburg pertenecía al Gran Duque de Luxemburgo. Seguimos
caminando y llegamos a una división en el sendero en la que había un poste in-
dicador. En una de las flechas se leía Sonnenweg Hohenburg y en la otra
Hohenburg-Mülbach. Empezamos a subir la cuesta.
Estas tranquilas regiones también habían engendrado alucinaciones. Tres
siglos antes de que comenzara en Baviera el terror nazi, había florecido en es-
tas tierras alpinas otra forma extrema de persecución que se había extendido
primero a las llanuras, después a toda Alemania y, por fin, al resto de Europa.
En la década 1620-1629, el obispo de Wünzburg había llevado a la hoguera a
900 brujas. Se calcula que en toda Alemania, solamente durante el siglo XVII, se
envió a las llamas aproximadamente a unas 100.000, una cifra pequeña en com-
paración con los asesinatos en masa que luego instigaría Himmler, aunque la ci-
fra no resultara tan reducida para las personas implicadas.
En su investigación magistral de este tema, Hugh Trevor-Roper señala que
es un fenómeno que afecta a sociedades enteras y que la caza de brujas se ha
asociado en especial con las tierras altas, los Alpes, los Pirineos y sus estriba-
ciones4. Él lo atribuye a las fuerzas sociales, concretamente al enfrentamiento
entre la sociedad feudal de la llanura y el individualismo de los habitantes de las
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Si los dominicos, con su constante propaganda, crearon un odio hacia las brujas, lo crearon
en un contexto favorable. Sin ese contexto, el éxito es inexplicable... Desde el principio, fue-
ron ellos los que detectaron la presión social. Fueron ellos los que la movilizaron y también
los que aportaron la mitología sin la cual nunca se podría haber convertido en un movi-
miento europeo5.
Tres siglos después, fueron los representantes de los nazis, entre ellos el jo-
ven Himmler, los que se movieron entre las gentes de estas regiones y, respon-
diendo a la frustración social, propagaron la demonización de los judíos y, pos-
teriormente, del Untermensch, el «subhumano». Lo mismo que la bruja, el judío
y el Untermensch sirvieron como cabeza de turco para los males de una socie-
dad y como medio para difundir la ortodoxia, la ortodoxia nazi de la sangre
pura de la Herrenvolk. Lo mismo en el caso de la demonología de la brujería, la
formulación del judío y del Untermensch debieron una parte importante de su
proyección a la fantasía sexual y a la histeria del subconsciente. Como señala
Trevor-Roper en su estudio sobre la locura de las brujas, siempre ha habido una
relación psicológica entre los ataques a la ortodoxia y la salacidad sexual. «Las
fuentes de la mojigatería y el sadismo no están muy alejadas.6» A juzgar por las
anotaciones de su diario, el joven Heinrich fue de una mojigatería asombrosa.
Los nazis no tuvieron que inventar su imagen del judío. Los dominicos, entre
otros, había hecho gran parte del trabajo preliminar, especialmente en España,
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ñados por el Tercer Reich. La Iglesia de Dios no podía participar en una muer-
te. Por lo tanto dejaban al hereje abandonado a las autoridades seculares supli-
cándoles que no derramaran su sangre ni le pusieran en peligro de muerte. Por
otro lado, la bula papal ad extirpanda exigía que las autoridades seculares lo lle-
varan a la muerte en un plazo no superior a los cinco días bajo pena de exco-
munión y de ser juzgados ellos mismos como herejes. Por supuesto, al hereje se
le quemaba en un espectáculo público.
Lo mismo que en el caso de la brujería, sería un error creer que las perse-
cuciones y el terror se impusieron a un pueblo que consentía de mala gana. Los
historiadores que han estudiado la Inquisición señalan que contaba con el apo-
yo popular. Henry Kamen dice:
El miedo a la denuncia, el peso de las sospechas y de la hostilidad era algo creado dentro de
la colectividad por su apoyo incondicional a la campaña antisemita... Los archivos de la
Inquisición están llenos de casos en los que vecinos denunciaron a vecinos, amigos denun-
ciaron a amigos y miembros de la misma familia se denunciaron unos a otros... La ecuani-
midad con que los españoles aceptaron la violación de sus pensamientos personales y de sus
conciencias nos devuelve al siglo XX10.
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Alentaba por la gloria de Dios y creía que la salvación eterna estaba exclusiva-
mente reservada a los seguidores del Señor.
Si alguien le hubiera acusado a él o a sus hermanos negros de asesinato en
masa, no lo habría entendido, así como tampoco los «cristianos viejos» que le
apoyaban, tanto nobles como campesinos, cuyo honor residía en su fe y en la
limpieza de su sangre.
Llegamos a Dachau un día gris. El viento barría las tierras llanas del norte
de Munich salpicando de lluvia las ventanillas del coche, disparando nuestra
imaginación. Era inevitable que el campo de concentración, conservado como
monumento conmemorativo, no se ajustara a las visiones que su nombre evo-
caba. Las torres de vigilancia cuadradas y rechonchas jalonaban el muro que ro-
deaba al campo y tenían un aspecto amenazador, pero la impresión que produ-
cía el interior era la de un espacio bien ordenado. Sólo permanecía en pie uno
de los treinta y cuatro largos barracones que se habían alineado en una fila do-
ble a lo largo de la carretera principal y era una reconstrucción. Del resto, sólo
quedaban los cimientos de cemento y un número. La carretera, bordeada por
álamos plantados por los prisioneros, atravesaba la amplia zona conocida como
Appellplatz, donde se pasaba lista o se llevaban a cabo los interminables casti-
gos, estaba cubierta de gravilla limpia y suelta que crujía bajo los pies. El blo-
que de un solo piso, el Wirtschaftsgebäude, que ocupaba todo un lado de la
Appellplatz, enfrente de los barracones, era blanco. Detrás de él y de la misma
longitud, se encuentra el bajo Laggerarrest o Bunker, formado por varias celdas
muy pequeñas a los dos lados de un pasillo central. En este lugar se les hacían
tales cosas a los prisioneros que ni siquiera los SS las comentaban, guardando
el secreto. En el patio del búnker era donde se llevaban a cabo las ejecuciones
contra un muro. Allí se habían levantado siete postes cada uno de ellos con cua-
tro ganchos para mantener suspendidos a los hombres por las ligaduras de las
muñecas, los brazos atados detrás de la espalda y con los pies sobre el suelo. Los
únicos sonidos que se escuchaban eran el viento, las voces de los visitantes y las
pisadas sobre la gravilla. Es imposible congelar la agonía en el tiempo ni los gri-
tos en el espacio.
Sin embargo, se había intentado. La esposa de un hombre que había muer-
to en un campo de concentración dijo hace poco: «Hay una generación nueva,
dos generaciones que no se pueden ni imaginar el mal que producen el odio, la
intolerancia y [...] el poder cuando está en manos de quien no debe tenerlo.»
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forma extrema, quien padece este estado se retira a un mundo interior y oculto
y observa el mundo exterior desde una cierta distancia, sin sentimientos y sin im-
plicaciones. Sin embargo, esta falta de compromiso se puede enmascarar de for-
ma muy efectiva creando lo que una autoridad en el tema, el Dr. Harry Guntrip,
define como «una especie de personalidad mecanizada como la de un robot»13,
y otro experto, R. D. Laing, describe como «un falso yo»14. Guntrip define esta
personalidad o «ego de la vida cotidiana» como «más un sistema que una per-
sona, un instrumento adiestrado y disciplinado para “hacer lo que sea necesario”
sin que penetre ningún sentimiento real»15. De forma parecida, Laing lo descri-
be como la representación de una serie de imitaciones. No se puede experimen-
tar ningún sentimiento real ya que se percibe y se trata al resto del mundo no con
el «yo auténtico» sino con este «sistema del falso yo» parcialmente disociado16.
Es una explicación atractiva de la indiferencia aparente de un asesino de
masas ante el destino de sus víctimas. Porque no las percibe como seres de car-
ne y hueso sino como simples productos de la imaginación del «sistema del fal-
so yo» y de las que dispone ese sistema irreal e incapaz de experimentar emo-
ciones, no el yo auténtico. En una época científica, resulta consolador ya que
nos ofrece una explicación (en un lenguaje que se puede tomar por científico)
y de ella se infiere que las personas «normales» no se pueden convertir en ase-
sinos en masa. Y, como esquizoide, Himmler se convierte en un ser comprensi-
ble y diferente, alejado de la marcha «normal» de la humanidad.
Entonces, ¿qué podemos decir de los hombres de confianza e instigadores
entusiastas de Himmler, de Reinhardt Heydrich, de Karl Wolff, de Adolf
Eichmann, de los Kommandants de los campos de la muerte, de los médicos de
esos campos, de todos los burócratas que hicieron posible el genocidio y de la
tela de araña del partido y de los jefes de las SS que le apoyaron y tuvieron un
papel activo en el programa? ¿Fueron todos ellos personalidades esquizoides?
En este caso, parece que el término pierde su significado diferenciador. Lo más
posible es que tanto ellos como Himmler fueran seres humanos normales.
Sin embargo, la experiencia clínica se benefició del estudio de los casos eti-
quetados como «esquizoides» o «esquizofrénicos» y el auténtico buscador no
puede simplemente descartar lo que le pasara a Himmler por la cabeza ya que
ofrece asombrosos paralelos con su comportamiento. No existe acuerdo sobre
las causas de estos estados. En la tradición freudiana, a la que pertenecen Guntrip
y Laing, este estado se produce en las primeras etapas de la vida, a causa de las
relaciones del niño con su entorno, en especial con su madre. Sin embargo, cier-
tas investigaciones más recientes apuntan a factores hereditarios que afectan la
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transmisión de los mensajes entre las células del cerebro, o de daños cerebrales
durante el nacimiento o después de él, que producirían un funcionamiento de-
fectuoso semejante. En el Instituto de Psiquiatría de Londres se cree que exis-
ten grados de predisposición genética a la esquizofrenia: «si es fuerte, la enfer-
medad se presenta espontáneamente. Cuando es débil, es necesario algún “insulto”
del medio para que se dispare, como la tensión por los exámenes o las relacio-
nes familiares.17» Las investigaciones realizadas en el Hospital Maudsley de
Londres indican que las familias que son críticas o plantean muchas exigencias
al paciente tienen tres veces más de probabilidades de provocar una recaída que
las familias más tranquilas18.
Las explicaciones freudianas cada vez están más pasadas de moda aunque,
sin embargo, los modelos que presentan son muy útiles. No es necesario acep-
tar la mecánica (los freudianos, naturalmente, idean las soluciones en función
de su formación profesional y de sus creencias), pero seguramente las observa-
ciones en las que se basan las explicaciones son válidas. En la obra comprensi-
ble y bien argumentada del Dr. Harry Guntrip, Schizoid Phenomena, se propo-
ne una interpretación bastante seductora. La premisa de la que se parte es que
el primer impulso de un niño es hacia un objeto, es decir, hacia el pecho de su
madre. Si consigue su objetivo, pronto ampliará el deseo hacia toda la madre.
Si lo consigue, esto se define como «relaciones objeto» buenas, mientras que su
frustración se define como «relaciones objeto» malas. La gratificación y el pla-
cer que se obtienen de las «relaciones objeto» buenas no son deseados en sí mis-
mos, pero marcan el camino para conseguir el objetivo. Guntrip lo expresa di-
ciendo que «buscamos personas, no placeres»19. Como consecuencia del éxito
del impulso continuado hacia los «objetos» durante el crecimiento del indivi-
duo, se desarrolla un ego sano y se adquiere la capacidad de amar y de mante-
ner relaciones amorosas. Por el contrario, la frustración de este impulso psí-
quico básico inhibe el desarrollo del ego y, en consecuencia, su capacidad para
mantener relaciones.
La teoría es que cuanto más temprano se presente la frustración en la vida,
más profundo será su efecto. Si en los primeros meses de vida, la madre le nie-
ga el pecho al niño, se muestra impaciente con él, le castiga, está ausente cuan-
do él la necesita o, simplemente, se muestra distante y sorda a sus llamadas, el
ego del niño se repliega a un mundo psíquico interior, la internaliza como un
«objeto malo» e intenta controlarla y poseerla en ese mundo interior ya que no
ha conseguido hacerlo en el mundo exterior y real. De esta manera, se estable-
ce una pauta de deseo y retirada, que Guntrip denomina «el programa de den-
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tro y fuera» del esquizoide típico. A medida que va creciendo, el niño puede
retirarse de otros objetos deseados, como el padre, los hermanos o los compa-
ñeros de clase que le rechazan y refugiarse en el mundo interior que él ha creado.
Todos estos objetos se confunden con el objeto malo original, el pecho de la ma-
dre, y provocan un intento parecido de controlarlos. Pero nunca se consigue ese
control y esto produce frustración interna, ira, una profunda ansiedad y senti-
mientos de culpa.
Para intentar enfrentarse con esta situación, el ego, de acuerdo con esta
teoría, se divide en tres partes, es decir, funciona de tres formas distintas. Dos
de ellas, llamadas los modos «libidinal» y «anti-libidinal», funcionan en el mun-
do psíquico interno. El ego libidinal, excitado por el objeto malo internalizado,
siente siempre deseos no satisfechos de formas iracundas y sádicas mientras que
el ego anti-libidinal se identifica con los aspectos repulsivos del objeto malo y
persigue al ego libidinal, débil y sufriente, induciendo sueños y fantasías sado-
masoquistas.
Mientras tanto, el mundo real está en el exterior. De él se ocupa la tercera
modalidad del ego, el ego de la vida cotidiana, a veces denominado ego «cen-
tral», que se sigue afanando por conseguir objetos. Sin embargo, los objetos que
percibe son solamente versiones idealizadas de los objetos internalizados como
malos y proyectados hacia el exterior, hacia la vida cotidiana. Por lo tanto, co-
mete errores y no puede conseguir buenas relaciones con los objetos. Por otro
lado, las emociones que se han generado en el mundo interior subconsciente
distorsionan la visión de la realidad externa. Hasta cierto punto, esto nos suce-
de a todos. De hecho, el escéptico argumentaría que todo nuestro conocimien-
to del mundo no es más que una elaboración interna. Sin embargo, se puede
observar que las personas clasificadas como esquizoides presentan una visión
excéntrica de lo que se denomina realidad exterior y tienen tendencia a en-
frentarse a ella de forma impersonal y mecánica porque, según esta teoría, su
ego, dividido e incapaz de desarrollarse adecuadamente, continúa en estado
infantil. Por lo general, se ocultan tras la apatía y al distanciamiento, que con-
ducen a la crisis nerviosa si se permite que vayan demasiado lejos. Por lo gene-
ral, levantan defensas para evitarlo: una rutina obsesiva, el cumplimiento del
deber, la afectación de superioridad, la intelectualización y la moralización son
las formas más corrientes de mantener el mundo real de las relaciones a una dis-
tancia de seguridad, lo mismo que la creación de «una fachada de sociabilidad
compulsiva, de charla incesante y de actividad frenética»20.
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Cuando una persona se encuentra amenazada interiormente por una huida esquizoide de la
realidad, tiene que luchar para preservar a su ego y se refugia en sus fantasías internas de
los objetos malos. Estas fantasías son acusatorias o persecutorias. El individuo, al proyec-
tarlas inconscientemente hacia la realidad exterior, se mantiene en contacto con el mundo
sintiendo que la gente está tramando su ruina, criticándole o culpándole...25
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ria posterior, se puede dar por hecho que estuvo realmente torturado por una
frustración interior, por la ira y por la culpa. Que se sintió perseguido por un
«ego anti-libidinal» muy cruel que le produjo sueños y fantasías sadomasoquis-
tas y que, para conseguir algo de alivio, se sintió constantemente tentado a pro-
yectar estos sentimientos hacia el mundo exterior.
No es necesario viajar hasta Dachau para obtener una confirmación. En
el museo hay fotografías de experimentos médicos realizados con prisioneros
vivos y conscientes sobre los efectos de las caídas desde grandes alturas y de
reanimación después del congelamiento, experimentos que él apoyó con en-
tusiasmo y de los que fue testigo presencial. Los más inútiles de todos, desde
el punto de vista de los resultados prácticos, se llevaron a cabo por sugeren-
cia suya.
La explicación psicológica también nos permite dar significado a lo que de
otra manera sería inexplicable. Las numerosas anotaciones que aparecen en sus
diarios de juventud indican compasión. Su aflicción ante la penosa situación de
la anciana Frau Kernburger es un ejemplo de ello. En otra ocasión describe que
ha visto a un padre «inflexible y obstinado» que se negaba a que su hija diera
clases particulares de danza: «La pobre niña rompió a llorar. Me dio mucha
pena. Pero ella no tenía ni idea de lo guapa que estaba llorando.26» En este caso,
lo mismo que en el de Frau Kernburger, lo que parece ser compasión es, de
acuerdo con la teoría, «identificación» con la otra persona, proyectando sobre
ella sus propios sentimientos de ansiedad y de autocompasión27.
Desde hace siglos, desde mucho antes del nacimiento de la psicología mo-
derna, se sabe que la crueldad y la compasión están íntimamente relaciona-
das. El budismo enseña que la amabilidad debe preceder a la compasión para
purificar el alma de la mala voluntad, manifiesta y latente28. Tanto la crueldad
como la compasión implican una sensibilidad hacia los sufrimientos ajenos. Ante
ellos, la persona cruel obtiene placer y la compasiva, dolor. Sin embargo, estos
dos sentimientos se alían íntimamente en el sadomasoquismo. De pie en el mu-
seo de Dachau ante el retrato del hombre apacible, corto de vista y con aspec-
to de oficinista que lleva una gorra de visera con la insignia de la calavera en la
banda, uno tiene que enfrentarse con la prueba física del vínculo que existe en-
tre la compasión y la autocompasión, entre el sufrimiento y el sadismo.
Uno de los casos que describió el Dr. Guntrip nos puede proporcionar más
datos sobre este hombre:
El paciente, un hombre en la cuarentena, tuvo una vida familiar muy desgraciada en sus pri-
meros años y se sentía profundamente deprimido. Creció despreciándose a sí mismo por ser
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un «niño llorón» y un «pequeño gusano». Reprimió al niño lloroso y, para enfrentarse al mun-
do exterior, se construyó un ego central rígidamente controlado, capaz, carente de emocio-
nes y reservado. Pero seguía padeciendo brotes de depresión recurrentes y su mundo inte-
rior emocional se expresaba por medio de sueños y fantasías violentamente sadomasoquistas29.
Fue un alivio volver a las tierras altas, nadar en los lagos rodeados de coli-
nas boscosas mientras el sol resplandecía entre los picos de los Alpes, que se re-
cortaban contra el cielo. Y también reflexionar sobre estos alemanes, tan des-
piadados detrás del volante del Mercedes y tan meticulosos en lo que se refiere
a preservar la paz natural de estas regiones. No había lanchas de motor que man-
cillaran el cristal de las aguas, ni ruidos horribles de radios, ni basura en las pra-
deras ni detrás de los arbustos, donde brillaban las flores de color blanco, ni en
los senderos que atravesaban los perfumados bosques.
Seguimos adelante y llegamos a Füssen, donde la familia Himmler había
pasado las vacaciones cuando Heinrich tenía menos de un año y, otra vez, cuan-
do iba a cumplir los seis. A través de las tapias del sendero, que se elevaban ha-
cia el Hohen Schloss que domina la ciudad, escuchamos un carillón de campa-
nas. Provenía de la torre alta y pintada de lo que originalmente había sido una
fundación benedictina, después la sede de un príncipe y ahora, el Rathaus. Eran
las últimas horas de la tarde. Las resonancias del bajo reverberaban por el pa-
tio barroco y por los tejados saturados de historia y giraban por las callecitas
medievales de la misma manera que debieron resonar en los oídos de Himmler
en las tardes de verano.
Al día siguiente, en una librería del Altstadt pedí un libro que no había po-
dido encontrar en las librerías alemanas de mi país. Era del novelista Alfred
Andersch y se titulaba Der Vater eines Mörders (El padre de un asesino). No lo
tenían pero me dijeron que me lo pedirían. Llegó dos días después. Der Vater
eines Mörders no es una novela sino una Erzählung, una narración de la breve
pero iluminadora, por no decir incandescente, relación que hubo entre el autor
y el padre de Heinrich Himmler. Estaba impaciente por comenzar la lectura.
Las páginas tenían ese olor único de los libros nuevos.
«Die Griechisch Stunde sollte gerade beginnen…30»
La clase de griego estaba a punto de empezar. Eran las once de la mañana
de una soleada mañana de mayo de 1928. El autor, Alfred Andersch, en el libro
personificado en Franz Kien, narra la situación en tercera persona por mor de
la objetividad y como licencia artística. En ese momento, está sentado en su pu-
pitre en un aula del Wittlesbacher Gymnasium de Munich esperando inútil-
mente que el profesor, Kandlbinder, comience. Inesperadamente, entra el pro-
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tan sádica. Sin embargo, el relato de Andersch está lejos de ser el único ejem-
plo, dentro de la literatura alemana, de un director valentón y sádico al que acep-
tan los otros profesores y los alumnos. El tipo era familiar y aparentemente era
aceptado en la escuela. Y en el caso de su hijo, Heinrich Himmler, no se puede
discutir el hecho ya que se basa en la evidencia de mil documentos: en la exhi-
bición histórica de su sadismo, contó con el apoyo y no con el silencio de miles
de personas, acaso de millones. Estamos contemplando no las características de
un hombre aislado ni tampoco las de un monstruo, sino las de un hombre que
personificó los miasmas de toda una nación, de un hombre que se convirtió en
el foco de un desastre nacional tan natural como un terremoto o una epidemia.
Como escribió Henry Kamen en su obra sobre la Inquisición, «... el peso
de las sospechas y de la hostilidad era algo creado dentro de la colectividad por
su apoyo incondicional a la campaña antisemita...»33. Y como escribió Trevor
Roper sobre la caza de brujas: «Es posible que sean los grandes tiranos los que
ordenan las grandes matanzas, pero las imponen los pueblos. Sin el apoyo po-
pular, los órganos de aislamiento y de expulsión ni siquiera se pueden crear.34»
Himmler, lo mismo que Hitler, fue más una víctima que el creador del desastre
natural que hundió a Alemania y a todo el mundo. Especular sobre sus genes o
su psicología cuando se encontraba solo no es más útil que analizar los compo-
nentes fundidos de una piedra enorme expulsada por la boca de un volcán para
descubrir por qué ha destruido una casa. Un hombre no es lo que hace mien-
tras se le permita hacerlo. Porque si no, ¿qué no haríamos todos para cambiar
el mundo y también nuestra vida?
No es justo echar la culpa solamente a la nación alemana por crear y apo-
yar a Himmler y a todo lo que representó. Cuando hay un terremoto, no se uti-
liza la palabra «culpa» para describir las causas que lo provocaron. Alemania
era, en esa época, el centro de todas las tensiones de un sistema mundial que
siempre ha producido convulsiones y ha dejado en libertad los hedores más ho-
rribles. El sistema se encontraba en pleno proceso de evolución material, un
proceso desigual que naturalmente produce tensiones. En este caso, la falla prin-
cipal pasaba por Alemania, pero ninguna de las potencias aliadas que constituían
la presión exterior podía echar la vista atrás y encontrar un pasado lleno de ac-
ciones intachables: no podía hacerlo Rusia, donde Stalin había dado cuenta de
más millones de personas en las purgas, y donde habían muerto de hambre más
campesinos, de las personas de las que daría cuenta Himmler; ni Estados Unidos,
gran parte de cuya riqueza provenía de la explotación de los esclavos y de la tie-
rra arrebatada a los indios nativos; ni Gran Bretaña, cuyo imperio mundial se
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