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HIMMLER

EL LÍDER DE LAS SS Y LA GESTAPO

PETER PADFIELD

Traducción
Ana Mendoza

Prólogo
Gonzalo Menéndez-Pidal
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Índice

Prólogo a la edición española, Gonzalo Menéndez-Pidal ........................ XI


Agradecimientos ........................................................................................ XIII
Introducción .............................................................................................. XVII

Primera parte. FORMACIÓN


1 Antecedentes ............................................................................... 3
2 Juventud ...................................................................................... 25
3 Revolucionario ............................................................................ 73
4 Reichsführer de las SS .................................................................. 117
5 La Noche de los Cuchillos Largos .............................................. 159
6 Jefe de la Policía Alemana .......................................................... 205
7 La expansión ............................................................................... 257

Segunda parte. LOS AÑOS DE PRUEBA


8 La guerra ..................................................................................... 319
9 Luchador por la raza ................................................................... 367
10 Endlösung .................................................................................... 421
11 La fábrica de muerte ................................................................... 473
12 El Herrenmensch ......................................................................... 507
13 Jefe de los Servicios Secretos ...................................................... 575
14 La conjura contra Hitler ............................................................. 615
15 El hombre más poderoso del Reich ............................................ 659
16 La caída ....................................................................................... 703
17 El fin ............................................................................................ 745

Notas ......................................................................................................... 775


Notas de referencia .................................................................................... 817
Glosario ..................................................................................................... 819
Bibliografía selecta .................................................................................... 821
Índice onomástico ...................................................................................... 827
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Prólogo a la edición española

on Storm Rice era un conocido orientalista que en los años sesenta se fue
D interesando más por las cosas de España, a donde llegó en 1961, y empe-
zó a venir por casa, y tuvimos algún trato. En aquel entonces era profesor en la
Universidad de Londres, pero su vida anterior había sido un tanto complicada.
Un día estábamos en el comedor, hablábamos de todo lo imaginable; Rice
sacaba de su maletín fotos, textos, pedazos de cerámica y telas, tomaba notas,
se hablaba de la arqueta de Pamplona, de Manuel, un labriego de Soria que él
había conocido, del Obispo de Fermo y de infinitas cosas más. Se encontraba
sentado en los escalones del despacho verde, no sé bien de lo que en aquel mo-
mento se hablaba, pero sí se dijo:

—Sí, como cuando Himmler murió en mis brazos...


—¿Cómo?
—Nada, ya lo contaré otro día.
Y estaba dispuesto a dejarlo.
—No, ¡ahora!

Y lo contó: eran las etapas finales de la guerra en Alemania. Los ejércitos


aliados avanzaban dejándose atrás masas de soldados alemanes sin armas, tan
sólo detenían altos jefes a los que dejaban también también atrás, si bien re-
cluidos.
Rice iba en un coche del Estado Mayor, iba otra vez como oficial adscrito
al servicio de información británico. Fue cuando recibieron la noticia de que en
uno de esos centros de reclusión había un alto oficial alemán que decía ser
Himmler, y que exigía le pusiesen en comunicación con el Alto Mando británi-
co. Pensaron que no podía tratarse de Henrich Himmler, sería alguien de nom-
bre parecido. Pero poco después les comunicaban de nuevo que el tal sujeto in-
sistía en su demanda, afirmaba ser el Reichsführer SS y Reichsleiter Heinrich

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Himmler, y quería que lo pusiesen inmediatamente en comunicación con el ge-


neral Montgomery. Esta vez lo pensaron, y recordaron que tras su desaparición
del búnker de la Cancillería las últimas noticias situaban a Himmler por aque-
llos lugares, así que partieron rápidos varios oficiales y un médico; Rice iba otra
vez como intérprete.
Entra Himmler en la habitación; una vez más insiste en que le pongan en
contacto con Montgomery. Entonces el jefe del grupo británico ordena al mé-
dico que hiciese lo que tenía que hacer, pues se sabía que aquellos nazis lleva-
ban en la encía una cápsula de cianuro, y el médico le hizo a Himmler abrir la
boca, metió el dedo, y Himmler hizo lo que era de esperar, le dio un tremendo
mordisco y rompió la cápsula. Es cuando intentaron hacerle un lavado de estó-
mago, así que mientras el médico trataba de sondarle, Rice sostenía a Himmler
entre sus brazos.
El que Himmler al huir se hubiese provisto de una falsa documentación en-
tra dentro de lo bien explicable, pero que un Reichsführer pudiese querer ocul-
tarse bajo el nombre de un vulgar sujeto, es impensable. Y Himmler adoptó la
personalidad de un alto jefe al que acompañaban dos ayudantes, y por eso fue
por lo que había sido detenido, pero aun así no soportó el ser tratado en su re-
clusión como un general cualquiera.
No fue mucho después de aquellos días en que Rice contó episodios como
éstos, cuando partió con intención de pasar unos días en Inglaterra... Y poco
después, una amiga del Instituto Británico me comunicó la noticia de que Rice
se había suicidado.

GONZALO MENÉNDEZ-PIDAL

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Introducción

esde que se publicó este libro por primera vez, han salido a la luz nuevos
D materiales sobre la vida de Himmler. Acaso los más notables sean sus dia-
rios de 1941-1942, desenterrados de los archivos del KGB. Las anotaciones son,
como siempre, breves y proporcionan poca información y hay un espacio en
blanco entre el 25 de junio y el 12 de agosto de 1941, el periodo vital después
del asalto a Rusia por parte de Hitler. Sin embargo, varios historiadores alema-
nes se han sentido muy emocionados especialmente por la inclusión de una en-
trevista que mantuvo con Hitler en los cuarteles de la Wolfschanze el 18 de di-
ciembre de 1941. Se puede leer:

Judenfrage. / als Partisanen auszurotten.

Esto se puede traducir de manera inequívoca como «Cuestión judía. / ex-


terminar a todos los partidarios.» Parece que tenemos aquí la prueba docu-
mental tanto tiempo buscada que vincula a Hitler con lo que actualmente se de-
nomina el «holocausto», y que, si se une a la conversación secreta que Hitler
mantuvo con los Gauleiter, los gobernadores provinciales, seis días antes, du-
rante la cual recordó la advertencia pública que había hecho a la comunidad ju-
día internacional en 1939, ha permitido que el historiador que descubrió las
agendas y otros aseveraran que fue en este mes, diciembre de 1941, cuando se
tomó la decisión de eliminar a la comunidad judía europea.
Desdichadamente, este es un caso clásico de historiadores universitarios que
avanzan a tientas por entre la maleza sin darse cuenta del bosque que les rodea.
El bosque es la guerra y las causas de la guerra, la principal de las cuales fue la
purificación biológica de la raza alemana. El racismo, cuando no era simplemente
asalto con violencia, fue eugenesia aplicada. Y, en ese esquema, los judíos eran
la principal fuente de contaminación. Las facetas de las responsabilidades bio-
lógicas de Himmler fueron la eliminación del «bacilo» judío de la corriente san-

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guínea nacional, la producción de niños «arios» de sangre pura en las granjas de


sementales conocidas como Lebensborn —la Primavera de la Vida— y la recla-
mación de las personas de sangre «aria» de entre las gentes de los pueblos con-
quistados. La guerra no fue tanto una guerra racional de conquista —aunque sí
lo fuera para las grandes empresas y el ejército— como una revolución irracio-
nal, incluso mística. Hans y Sophie Scholl, de la «Rosa Blanca» de la Universidad
de Munich, a quienes está dedicado este libro, lo reconocieron y murieron va-
lientemente por haber sido testigos. Es profundamente perturbador que más de
medio siglo después haya tantos historiadores alemanes que no reconocen ni con-
fiesan que, desde el punto de vista nazi, la guerra estaba relacionada con la san-
gre y la conquista y que eran las dos caras de la misma moneda; la sangre pura y
la conquista del mundo por el Herrenvolk «ario», biológicamente la raza supe-
rior. Según esto, el destino de los judíos estaba implícito y, con frecuencia, ex-
plícito desde mucho antes del principio. Todo lo demás fueron engaños.
El 18 de diciembre de 1941, cuando Himmler se reunió con Hitler en la
Wolfschanze, ya estaba en funcionamiento el primer campo de exterminio, otros
estaban en fase de construcción y había comenzado la deportación de judíos de
las tierras ocupadas en el este. Entonces, la explicación más sencilla de esta
anotación sentenciosa, «exterminar a todos los partidarios», es que iba a ser la
explicación oficial de las matanzas en masa de judíos, incluso para los cuerpos
de policía encargados de ponerla en práctica. El especialista estadounidense so-
bre Himmler y los campos de la muerte, el profesor Richard Breitman, sostie-
ne esta opinión en su libro de 1998, Official Secrets. Los historiadores alema-
nes que citaban la anotación en el diario en apoyo de un punto de partida y
de una fecha para esta operación, pasmosamente irracional, que precisaba la
ideología nazi se hacen un flaco favor a sí mismos y a su profesión, lo mismo
que hicieron sus antecesores de profesiones liberales, los científicos, los médi-
cos —especialmente los médicos—, los ingenieros, los arquitectos, los aboga-
dos y todos los demás que apartaron los ojos o simplemente siguieron sus am-
biciones e hicieron que el Tercer Reich fuera posible.
La utilización que han hecho algunos historiadores alemanes de los diarios
del ministro de Propaganda Nazi, Joseph Goebbels, recientemente publicados,
nos proporciona otro ejemplo de tergiversación deliberada de la historia. Goebbels
fue un mentiroso profesional. Mintió para Hitler y para la posteridad. Aceptar
que estas anotaciones sobre situaciones delicadas son otra cosa que propaganda
deliberada y, en especial, las anotaciones relacionadas con los complots y engaños
con los que el Partido Nazi consiguió y luego conservó el poder absoluto es una

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falsificación premeditada. Un ejemplo importante está relacionado con el incen-


dio del Reichstag, descrito en las páginas 154-157, el primer engaño que acabó
con la República de Weimar y dio paso a la dictadura de Hitler. El gran incendio
provocado se planificó en los niveles más altos del Partido y lo llevó a cabo un
equipo que estaba a las órdenes del lugarteniente de Himmler, Reinhard Heyndrich.
Es inconcebible que Goebbels, como Gauleiter de Berlín, no estuviera enterado
en secreto de los planes. Sin embargo, la anotación del diario solamente expresa
incredulidad: cuando le informan del incendio, duda si decírselo a Hitler o no,
aunque va a cenar con él esa noche; al ver las llamas que surgen de la cúpula, ya
no le cabe ninguna duda, «los rojos han hecho un último esfuerzo para crear el
terror y la confusión para tomar el poder...». Un número sorprendentemente ele-
vado de especialistas británicos en el Tercer Reich sigue aceptando esta interpre-
tación. Deberían leer las investigaciones del Comité Internacional de Luxemburgo
publicadas bajo el título de Der Reichstagsbrand: die Provokation des 20 Jahrhunderts.
Probablemente más significativo para hacer cualquier juicio sobre Himmler,
más que sus diarios y los de Goebbels, es el descubrimiento del ejemplar del Mein
Kampf de Hitler, que Himmler leyó de joven —véanse páginas 92-94—, y subrayó.
Recientemente, este ejemplar se ha puesto a disposición de Richard Breitman. Éste
revela en Official Secrets que, entre los párrafos que Himmler subrayó y anotó al
margen, se encuentra uno en el que sugiere que si a los «volk hebreos corruptores»
de la Primera Guerra Mundial los hubieran pasado por gas venenoso, «acaso se ha-
bría salvado la vida a un millón de respetables alemanes que habrían sido de gran
valor en el futuro».
Sería imposible hacer una lista de la multitud de trabajos que existen sobre
diversos aspectos del Tercer Reich y el «holocausto» publicados desde que apa-
reció esta obra, hace una década. Una que merece la pena mencionar es Wenn
Hitler den Krieg gewonnen hätte (Si Hitler hubiera ganado la guerra) de Ralph
Giordano, publicada en 1989. Ilumina con sorprendentes detalles las tres fases
con las que Hitler pensaba conquistar el mundo: en primer lugar, Europa, desde
el Atlántico hasta los Urales; después, establecería una enorme colonia en el Áfri-
ca subsahariana y crearía una poderosísima Armada y unas Fuerzas Aéreas de lar-
go radio de acción, y en tercer lugar, la batalla con Estados Unidos por el domi-
nio del mundo. Esto aparece como uno de los temas de Hitler en Mein Kampf:
«Un estado que, en una época de envenenamiento de las razas, se dedicara a sus
mejores elementos raciales, un día se convertiría en el amo del mundo.»
Durante el periodo de triunfo, desde el verano de 1940 hasta el de 1941, cuan-
do parecía que faltaban pocas semanas para haber concluido la primera fase, to-

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dos los departamentos del Estado, de la industria y de la economía se preparaban


sistemáticamente para la segunda: se nombraron gobernadores coloniales para
África y se entrenó a oficiales del Ejército y de la Policía para que realizaran
tareas en las colonias, fijándose sus salarios; se emitieron normas económicas para
controlar la economía de todas las tierras europeas que, por razones de política
exterior, pasaron a llamarse Europäische Wirtschaftgemeinschaft, es decir, Comunidad
Económica Europea, y los oficiales de la Armada elaboraron planes para cons-
truir una flota de un tamaño como no se había visto nunca en la historia. Giordano
asegura que, durante esta época en la que todo parecía posible, la oficialidad,
los científicos y los técnicos de todas las especialidades, los grandes industria-
les, los propietarios de tierras, los banqueros y «la inmensa mayoría del volk, que
había perdido todo deseo de libertad, autodeterminación e individualidad» se pu-
sieron a sus pies para apoyar los grandiosos proyectos del líder.
Esto nos lleva a esa zona de debate académico, abierto en 1992 por Christopher
Browning con su obra Ordinary Men: Reserve Police Battalion 101 and the Final
Solution in Poland y continuado, en 1996, por Daniel Goldhagen con Hitler’s
Executioners: Ordinary Germans and the Holocaust. Estas obras tratan de hasta
qué punto conoció o contribuyó a la matanza de judíos la población alemana. La
obra más reciente en este campo es el estudio de Eric Johnson sobre los archi-
vos de la Gestapo en tres ciudades. Lo publicó en 1999 bajo el título de The Nazi
Terror: Gestapo, Jews and Ordinary Germans. Johnson nos revela la diferencia de
trato que daban los miembros de la Gestapo a los alemanes «corrientes» y a sus
enemigos declarados, como judíos y comunistas, y parece que finalmente ha con-
seguido demoler el mito de que la población alemana vivía con un miedo cons-
tante a la Gestapo. Sin embargo, concluye afirmando que el énfasis que se hace
desde hace poco sobre la complicidad de los alemanes «corrientes» en los crí-
menes del régimen «amenaza con subestimar y oscurecer la enorme culpabilidad
y la capacidad de liderazgo de los órganos dirigentes del terror nazi, ente ellos la
Gestapo, y de sobreestimar la culpabilidad de los ciudadanos alemanes corrien-
tes». Las historias reales de los «Eichmann locales» que descubrió le convencie-
ron de que «algunos alemanes fueron mucho más culpables que otros», conclu-
sión que parece bastante razonable en una biografía de Himmler.
Pasamos de la meticulosa investigación erudita al rechazo de un inteligen-
te aristócrata prusiano, Friedrich Reck-Malleczwen, que reconoció el mal des-
de el principio y, a diferencia de muchos de sus iguales, se negó a seguir los tam-
bores de los nazis. El diario que escribió desde 1936 hasta 1944, cuando fue
acorralado y ejecutado como consecuencia del atentado de julio contra la vida

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de Hitler, acaba de ser publicado, traducido al inglés como Diary of a Man in


Despair (Diario de un hombre desesperado). Nos devuelve a los fundamentos an-
tirracionales de la revolución alemana.
Reck-Malleczwen se reunió con Hitler varias veces antes de que llegara al
poder y le veía como un hombre consumido por el odio a sí mismo y la necesi-
dad de expulsar el dolor de su psique, «el trauma de una monstruosidad». Aunque
no cabe duda de que a Hitler le llevaron al poder los grandes industriales, Reck-
Malleczwen vio en él también a la «encarnación de todos los deseos oscuros y
generalmente refrenados de las masas». No se refería al proletariado: en su vi-
sión, lo mismo que en la investigación de Giordano, el «hombre masa» se sen-
taba en las salas de juntas y en los despachos de los ministerios o practicaba una
profesión liberal o hacía las tareas de un sencillo burócrata. Reck-Malleczwen
percibió la emergencia de la clase como «algún tipo de disolución biológica».
¿Qué hemos de decir de los vencedores, ya que tratamos a los nazis como
si fueran algo parecido a una anomalía; qué vamos a decir del occidente libre
que, a causa únicamente de la comprensión de Churchill y de Roosevelt sobre
la auténtica naturaleza del Tercer Reich, rebajaron la retribución de Alemania
por sus sueños de dominar el mundo? ¿Debemos felicitarnos a nosotros mis-
mos por nuestro dominio? ¿O se encuentra el «hombre masa», por necesidad
de la naturaleza de los sistemas humanos, sentado en nuestros ministerios y en
nuestras salas de juntas para defender nuestros intereses sobre los de los demás?
¿Hemos aprendido algo de humildad de los crasos errores de los nazis?
¿O es que el orgullo simplemente ha tomado un camino diferente? Como reyes
de la creación nombrados por designación propia, ¿respetamos a otros seres
sensibles con los que compartimos la tierra, a los que hemos caracterizado como
inferiores a nosotros en la escala de la evolución, del entendimiento o acaso del
sentido moral? ¿O los utilizamos de una forma horrible lo mismo que los in-
dustriales, los científicos, los médicos y los filósofos que trabajaban para el pro-
tagonista de esta biografía utilizaron a los rusos, a los eslavos, a los judíos, a los
gitanos y a otros también clasificados como «sub-humanos»?
Después de todas las imágenes que hemos visto del «holocausto» judío, ¿he-
mos aprendido algo de valor?
Y, a diferencia de los alemanes, ¿deberíamos «escapar derrotados»?

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PRIMERA PARTE

FORMACIÓN
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Capítulo 1

ANTECEDENTES

os encontrábamos esperando en la iglesia, observando los ricos pilares de


N mármol, las blancas estatuas y los complicados tirabuzones dorados que
se elevaban detrás del altar hacia el techo cóncavo y oval con hombres y ánge-
les pintados recortándose contra un turbulento cielo azul. El estilo y la suntuo-
sidad fueron una sorpresa, tanto como la enorme cantidad de fieles.
Esto sucedía en el pueblo de Wies, no lejos de Füssen, en los Alpes báva-
ros, donde la familia de Himmler pasaba las vacaciones en los primeros años del
siglo. Con toda seguridad habrían ido allí, ya que eran unos visitantes de igle-
sias compulsivos y, como descubrimos después, esta iglesia era famosa no sola-
mente por ser un lugar de peregrinaje, sino porque era una de las joyas del ro-
cocó alemán.
Pensé en el joven Heinrich Himmler cuando los niños del coro se unieron
a la procesión. Llevaban túnicas blancas y tenían los ojos muy serios. Heinrich
también había sido un niño serio y un buen creyente. Cuando era un joven de
diecinueve años, había escrito en su diario: «Mag es gehen, wie es will, Gott
werde immer lieben... (Pase lo que pase, siempre amaré a Dios, le rezaré y le
obedeceré y defenderé a la Iglesia Católica, aun en el caso de ser expulsado de
ella...) 1»
Lo cierto es que muy pronto encontró otra fe opuesta a la Iglesia y se ex-
pulsó él solo y luego la atacó con todas sus fuerzas declarando que los sacerdo-
tes eran el mayor cáncer que podía sufrir un pueblo. Sin embargo, lo mismo que
Robespierre, otro revolucionario serio y bastante puritano, Himmler siempre
creyó en Dios. Era la institución de la Iglesia la que quería destruir, lo mismo
que Robespierre, porque apoyaba el orden existente y los antiguos valores in-
compatibles con la nueva era. En el otoño de 1944, cuando las arenas de la nue-
va era y el Reich de los mil años se desvanecían, reconoció su error: la Iglesia
era más fuerte que el Partido. Se preguntó si todavía habría sitio para él y or-

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denó que dejaran en libertad a un grupo de sacerdotes de sus campos de con-


centración. Se paró a reflexionar si, en caso de que estuviera muerto, rogarían
por su alma2.
Los huesos de Himmler yacen en un hoyo anónimo entre el polvo de la lla-
nura del norte de Alemania y en este lugar, este domingo en Wies, por todas las
apariencias es como si nunca hubiera existido.
¿Eran estos los Herrenvolk, la raza superior? Predominaban los cabellos
oscuros o grises, las cabezas amplias y las figuras pesadas y rechonchas. Había
muy pocos representantes de esa raza «nórdica», de cabezas largas, cabellos
rubios y ojos azules que había cautivado la imaginación de Heinrich Himmler.
Y pensé en cómo pudo él, un bávaro, ni con la cabeza alargada ni rubio, que
había crecido entre bávaros con esos cráneos cuadrados tan peculiares, haber
dedicado su vida a la teoría del superhombre nórdico.
Robespierre había creído en la perfectibilidad del hombre. Tanto él como
sus «fisiócratas», que abrieron el camino a la Revolución Francesa, estaban tan
ciegos como Himmler ante lo que significaban el hombre y la mujer vivos, pe-
cadores y reales. Los dos habían creído en su visión interna del «hombre» con
una convicción que negaba la observación y la experiencia, la historia y la lite-
ratura, las enseñanzas de cualquier religión o el propio conocimiento. Los dos
habían tenido una certidumbre interior que justificaba el Terror. Pero en su caso,
la Iglesia había demostrado que era más fuerte.
Cuando salíamos, nos preguntamos por qué estaría la iglesia tan atestada.
Por casualidad, era un domingo en que el predicador, y fue una enorme sor-
presa cuando se anunció él mismo, era el arzobispo ortodoxo griego de Jerusalén,
el Dr. Lufti Laham. «Pero no es por eso», dijo un hombre al que habíamos pre-
guntado mientras salíamos, y movió la cabeza con seriedad. «Esa no es la razón
en absoluto. Pasa lo mismo todos los domingos.» Esto lo confirmaron poste-
riormente otras personas.
Subimos hacia nuestro coche que se encontraba entre veintenas de Mercedes
y autocares y nos imaginamos a estas personas devotas, con sus trajes tradicio-
nales, a punto de convertirse en los agresivos conductores que nos acosaban sin
misericordia por todas las carreteras bávaras.

El sol calentaba y el aire fresco, con un ligero sabor a la nieve de los picos
de las montañas, resultaba tan vigorizante como los arroyos que corrían por do-
quier. El lago lanzaba destellos. Detrás de él había fresnos, olmos, sicomoros,
hayas y piceas que trepaban por la falda de una colina donde se había erguido

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un castillo siglos atrás. Una pareja de edad paseaba; él, con un Hosen a la altu-
ra de la rodilla, calcetines y botas fuertes, clavó la punta de un bastón de mon-
tañero en el sendero mientras los dos movían la cabeza para saludar.
—Grüss Gott.
Al seguir a la familia Himmler por las calles en las que habían vivido, a las
iglesias donde había ido a rendir culto, a las casas que elegían para pasar sus lar-
gas vacaciones y al lago de las proximidades de Schloss Hohenburg, a pocos ki-
lómetros del pueblo alpino de Lengries, habíamos visitado los lugares más en-
cantadores, cada uno más idílico si cabe que el anterior. Lo que hacía llegar a la
conclusión inevitable de que no había sido el entorno físico el responsable de
que el joven Heinrich se hubiera convertido en lo que llegó a ser. Los contor-
nos en los que había crecido, fueran naturales o debidos a la mano del hombre,
no podían ser más hermosos y se podía pensar en modales tranquilos, reflexio-
nes y filosofía. Se podía haber esperado que en estos parajes se criara un Rousseau
o un Albert Schweitzer, pero no un asesino de masas.
Había estado en este lago de niño, lo sabíamos por las anotaciones de su dia-
rio de 1910: «15 de julio. Mañana en el jardín. Por la tarde, cruzando el Mühlbach,
al parque. Nos hemos encontrado con tres osos. Hemos pasado mucho miedo.3»
En este momento no era un parque pero lo había sido a principios de siglo, cuan-
do Schloss Hohenburg pertenecía al Gran Duque de Luxemburgo. Seguimos
caminando y llegamos a una división en el sendero en la que había un poste in-
dicador. En una de las flechas se leía Sonnenweg Hohenburg y en la otra
Hohenburg-Mülbach. Empezamos a subir la cuesta.
Estas tranquilas regiones también habían engendrado alucinaciones. Tres
siglos antes de que comenzara en Baviera el terror nazi, había florecido en es-
tas tierras alpinas otra forma extrema de persecución que se había extendido
primero a las llanuras, después a toda Alemania y, por fin, al resto de Europa.
En la década 1620-1629, el obispo de Wünzburg había llevado a la hoguera a
900 brujas. Se calcula que en toda Alemania, solamente durante el siglo XVII, se
envió a las llamas aproximadamente a unas 100.000, una cifra pequeña en com-
paración con los asesinatos en masa que luego instigaría Himmler, aunque la ci-
fra no resultara tan reducida para las personas implicadas.
En su investigación magistral de este tema, Hugh Trevor-Roper señala que
es un fenómeno que afecta a sociedades enteras y que la caza de brujas se ha
asociado en especial con las tierras altas, los Alpes, los Pirineos y sus estriba-
ciones4. Él lo atribuye a las fuerzas sociales, concretamente al enfrentamiento
entre la sociedad feudal de la llanura y el individualismo de los habitantes de las

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montañas. En la lucha para asimilar a las gentes de la montaña, la Iglesia Católica,


como brazo religioso del feudalismo, fabricó la «herejía» de la brujería a partir
de las costumbres paganas y las supersticiones de las montañas. Y la utilizó des-
piadadamente en la campaña para reforzar la ortodoxia y con tanto éxito que
la propia jerarquía de la Iglesia se convenció de que era cierta. Alcanzó su cenit
cuando los grandes pensadores de la época llegaron a aceptar la existencia de
los brujos y las brujas. Eran los agentes de Satán en la tierra. Por las noches se
ungían con grasa de niños recién nacidos, se deslizaban fuera de sus casas por
el hueco de la chimenea, montaban en escobas o cabras y volaban hasta los pun-
tos de reunión, los sabbats, donde rendían culto a su amo y tomaban parte en
promiscuas orgías sexuales y gastronómicas. Este sistema fue creado totalmen-
te por la Iglesia como señala Trevor-Roper, «a partir de la basura mental de la
credulidad de los campesinos, de la histeria femenina» y, sin ningún género de
duda, de las alucinaciones sexuales de los frailes dominicos, los inquisidores más
activos. Sin embargo, la presión venía del pueblo. Los dominicos se movían en-
tre el pueblo y respondían a la presión popular para encontrar una cabeza de
turco para la frustración social:

Si los dominicos, con su constante propaganda, crearon un odio hacia las brujas, lo crearon
en un contexto favorable. Sin ese contexto, el éxito es inexplicable... Desde el principio, fue-
ron ellos los que detectaron la presión social. Fueron ellos los que la movilizaron y también
los que aportaron la mitología sin la cual nunca se podría haber convertido en un movi-
miento europeo5.

Tres siglos después, fueron los representantes de los nazis, entre ellos el jo-
ven Himmler, los que se movieron entre las gentes de estas regiones y, respon-
diendo a la frustración social, propagaron la demonización de los judíos y, pos-
teriormente, del Untermensch, el «subhumano». Lo mismo que la bruja, el judío
y el Untermensch sirvieron como cabeza de turco para los males de una socie-
dad y como medio para difundir la ortodoxia, la ortodoxia nazi de la sangre
pura de la Herrenvolk. Lo mismo en el caso de la demonología de la brujería, la
formulación del judío y del Untermensch debieron una parte importante de su
proyección a la fantasía sexual y a la histeria del subconsciente. Como señala
Trevor-Roper en su estudio sobre la locura de las brujas, siempre ha habido una
relación psicológica entre los ataques a la ortodoxia y la salacidad sexual. «Las
fuentes de la mojigatería y el sadismo no están muy alejadas.6» A juzgar por las
anotaciones de su diario, el joven Heinrich fue de una mojigatería asombrosa.
Los nazis no tuvieron que inventar su imagen del judío. Los dominicos, entre
otros, había hecho gran parte del trabajo preliminar, especialmente en España,

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donde sus esfuerzos culminaron con la creación de la Inquisición. Existen mu-


chas semejanzas entre la persecución de los judíos en la España imperial y en la
Alemania nazi. En ambos casos, los judíos estaban más integrados en la vida de
la nación que en ningún otro país europeo de la época. En Aragón y Castilla,
en los siglos XII y XIII, los judíos se habían establecido en el comercio, en la
ciencia y en los oficios; ostentaban puestos clave como ministros, consejeros
reales, financieros y recaudadores de impuestos; monopolizaban virtualmente
la profesión médica y practicaban todo tipo de comercio, formando el grupo
más amplio de clase media situado entre los nobles armados y los campesinos7.
Esta situación es parecida a la de Alemania antes de que los nazis tomaran el
poder: las ciencias, las artes, las profesiones liberales, especialmente la médi-
ca, tenían entre sus filas un número mayor de judíos que su porcentaje en la
población total del país. Y según la creencia popular, controlaban muchos cam-
pos de las finanzas y del comercio. En ambos casos, los matrimonios mixtos
con cristianos les proporcionaron una entrée en la nobleza cuyas empobreci-
das posesiones se beneficiaron de la riqueza que aportaron. Esta «mancha» de
la sangre llegó a tener un significado crucial.
En la España del siglo XIII hubo casos esporádicos de promulgación de le-
yes en contra de los judíos, que raramente se ponían en vigor. También se pro-
dujeron algunas algaradas contra ellos que, al igual que en el caso de los po-
gromos, tenían más relación con el robo y con la cancelación de las deudas a los
prestamistas judíos que con los asuntos espirituales. Sin embargo, la Iglesia y,
en especial, la orden dominica, manipularon el resentimiento popular creando
un estereotipo de la iniquidad de los judíos, lo mismo que se había hecho con
las brujas, y predicaban que la ira de Dios caería sobre la tierra que los había al-
bergado. La ira de Dios descendió con bastante frecuencia para que se cum-
pliera la profecía y la persecución llegó a su culmen e, inevitablemente, al fana-
tismo. Uno de estos fanáticos fue el fraile Hernando Martínez, cuyas arengas,
en 1391, para que la gente «se levantara y destruyera a esa raza maldita, a esos
enemigos de Dios, a los que habían crucificado al Salvador» desataron matan-
zas a gran escala, acompañadas de saqueos y pillaje, que se cobraron la vida de
unos 50.000 judíos.
A principios del siglo siguiente, la Iglesia inspiró una legislación drástica-
mente racial. Se estableció que los judíos y los moros, la otra raza extranjera de
la península Ibérica, debían llevar unas insignias distintivas. Se los excluyó
de los cargos oficiales, se los despojó del derecho a portar armas, a poseer títu-
los nobiliarios o a contratar a cristianos para que trabajaran para ellos; se les

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prohibió practicar la medicina, la cirugía, la química y otros muchos oficios y


no se les permitía mezclarse con los cristianos, ni siquiera hablar con ellos. Las
juderías, o guetos, fueron cerradas por muros. Estas leyes incrementaron drás-
ticamente el número de judíos que se bautizaron, a los que se conocía como
«conversos». Pero aunque públicamente profesaban la fe cristiana, muchos con-
versos seguían siendo judíos y practicaban sus ceremonias en secreto.
A sus anatemas contra la raza judía, la Iglesia añadió las denuncias contra
los judíos conversos. En respuesta a esta amenaza a la fe, en el año 1478 los re-
yes Isabel y Fernando establecieron la Inquisición en España. Se dice que quien
convenció a la reina Isabel de la necesidad de tomar esta medida fue un fraile
dominico de Sevilla, Alonso de Ojeda. Los primeros inquisidores fueron domi-
nicos y el primer inquisidor general fue un fraile dominico de Segovia, Tomás
de Torquemada. Fue Torquemada el que, en 1492, consiguió convencer a los
monarcas de la necesidad de expulsar de España a los judíos que no aceptaran
bautizarse. Los dirigentes judíos suplicaron a los Reyes que no los expulsaran y
les ofrecieron 30.000 ducados. Torquemada entró como un huracán en la reu-
nión y bramó que Judas Iscariote había traicionado al Señor por treinta mone-
das de plata y, levantando un crucifijo, lo estrelló contra la mesa gritando:
«¡Tomadle y cambiarle por 30.000 monedas de plata!» Una pintura cuyo tema
era este momento, que se dice que selló el destino de los judíos, ganó un pre-
mio en la Exposición de Berlín de 18918.
Si uno se pregunta cuáles fueron las presiones que condujeron a esta solu-
ción final del problema judío en España, se llega al asunto de la limpieza de san-
gre. Porque el «problema» llevaba siglos existiendo: al extranjero que practica-
ba sus misteriosos ritos le habían elegido para la represión en momentos de
tensión y violencia, le habían robado sus riquezas por medio de tributos obli-
gatorios o de la violencia, se le había fabricado un estereotipo, era el que había
engendrado una raza que no sólo había matado al Señor sino que celebraba esta
ocasión secuestrando a niños cristianos para crucificarlos, una raza responsable
de la Peste Negra, compuesta de envenenadores, traidores y homosexuales. Es
decir, estas eruditas acusaciones son, en el plano psicológico, tan reveladoras
como las abominaciones que se atribuyeron a las brujas. Sin embargo, los judíos
sobrevivieron. Además, eran indispensables y no sólo en el plano psicológico: a
los nobles, cuya ocupación fundamental era luchar, no se les permitía partici-
par en el comercio, la usura ni tener un oficio manual. Los judíos se convirtieron
en la contribución esencial, ya que proporcionaban los servicios y el dinero ne-

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cesarios para las guerras de reconquista y unificación. Y entonces hubo que


arrancarlos de la faz de la tierra.
Seguramente no es coincidencia que todo esto sucediera el mismo año en
que los recién unidos reinos de Castilla y Aragón habían expulsado a los moros
de Granada, habían decretado que toda la península Ibérica era cristiana y ha-
bían financiado el viaje de Cristóbal Colón a las Indias. España era una nación
joven, en pleno periodo de expansión imperial y estaba regida por una casta mi-
litar tan segura de la fe cristiana como orgullosa de su noble linaje. Sin embar-
go, el linaje estaba en entredicho. A lo largo de los siglos, en todas las familias
nobles, incluida la del rey Fernando, se había infiltrado sangre judía por matri-
monio. Esta era la amenaza, no simplemente a la fe, sino a los ideales y a la ex-
clusividad, es decir, a la posición social y al poder de la aristocracia que exigía
una solución definitiva. Antes de la Inquisición, ya se exigía la limpieza de san-
gre para ciertos cargos oficiales y universitarios. El movimiento ganó velocidad
y cuando empezó a funcionar la Inquisición, hasta que se hizo imposible acce-
der a ningún cargo oficial, ingresar en una orden religiosa o militar, practicar
una profesión erudita o incluso conseguir un título universitario sin demostrar
que la sangre limpia databa de varias generaciones anteriores. La Inquisición,
creada para proteger la fe de la herejía, se convirtió en el organismo que garan-
tizaba la pureza racial9. Es interesante señalar que tanto Torquemada como su
sucesor en el cargo de Inquisidor General eran de origen converso, es decir, des-
cendientes de judíos, lo mismo que otros incontables hombres eminentes que
acosaron a los judíos por toda la península.
La Inquisición enseguida acaparó la jurisdicción sobre todas las desviacio-
nes intelectuales y morales. Se convirtió en el agente de la censura de los libros
y de las ideas que no se adaptaran a la ortodoxia dominante, en el martillo de
la inmoralidad, de los clérigos que no respetaban el celibato, de la homosexua-
lidad, el «crimen nefando», y, por supuesto, de la brujería.
Su arma más efectiva fue el terror inspirado por el secreto. Cuando un hom-
bre caía en sus garras, desaparecía de la vista del mundo y de la de sus familia-
res y amigos. No se le mostraban las acusaciones que se habían vertido contra
él; se examinaba a los testigos en secreto y se conseguía su confesión en la cá-
mara de tortura. Mucho después, volvía a aparecer en público como penitente
o se le «entregaba al brazo secular». En ambos casos, la Iglesia se había queda-
dos con sus riquezas y sus propiedades.
«Se le entregará al brazo secular» es un ejemplo del uso de los procedi-
mientos formales, de la legalidad y un eufemismo tan escalofriante como los acu-

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ñados por el Tercer Reich. La Iglesia de Dios no podía participar en una muer-
te. Por lo tanto dejaban al hereje abandonado a las autoridades seculares supli-
cándoles que no derramaran su sangre ni le pusieran en peligro de muerte. Por
otro lado, la bula papal ad extirpanda exigía que las autoridades seculares lo lle-
varan a la muerte en un plazo no superior a los cinco días bajo pena de exco-
munión y de ser juzgados ellos mismos como herejes. Por supuesto, al hereje se
le quemaba en un espectáculo público.
Lo mismo que en el caso de la brujería, sería un error creer que las perse-
cuciones y el terror se impusieron a un pueblo que consentía de mala gana. Los
historiadores que han estudiado la Inquisición señalan que contaba con el apo-
yo popular. Henry Kamen dice:

El miedo a la denuncia, el peso de las sospechas y de la hostilidad era algo creado dentro de
la colectividad por su apoyo incondicional a la campaña antisemita... Los archivos de la
Inquisición están llenos de casos en los que vecinos denunciaron a vecinos, amigos denun-
ciaron a amigos y miembros de la misma familia se denunciaron unos a otros... La ecuani-
midad con que los españoles aceptaron la violación de sus pensamientos personales y de sus
conciencias nos devuelve al siglo XX10.

Los hermanos laicos de Torquemada, también pertenecientes a la Orden


de Santo Domingo, la Militia Christi, nos recuerdan a la orden negra de Hitler:
las SS. Los hermanos laicos provenían de todos los oficios, llamados acaso por
devoción o por sentido del servicio o acaso por la exención de impuestos. Eran
una minoría selecta, los ojos y los oídos del Santo Oficio, y formaban una po-
licía secreta de una eficiencia jamás vista hasta entonces. Cuando Torquemada
tenía que desplazarse, formaban una escolta de 150 hombres, montados y a
pie, vestidos de negro con la cruz blanca de Santo Domingo sobre el jubón y
la capa.
No se acusa a Torquemada de falta de sinceridad y tampoco al fraile
Hernando Martínez que instigó las matanzas de judíos de 1391, ni tampoco a
la Orden negra de la Militia Christi, que predicaba en contra de los judíos y de
los judaizantes secretos en todas las plazas del mercado y en todas las esquinas.
Si el fervor y el fanatismo son los modelos, estos hombres creían en lo que es-
taban haciendo. Si pensamos en la vida de Torquemada como en un modelo:
despreciaba las riquezas terrenales y lo demostraba cuando predicaba contra
ellas y contra los judíos los cuales, en su opinión, no tenían otro interés en la
vida que acumular riquezas. Fue un asceta; dormía sobre una tabla, respetaba
el celibato, no comía carne, nunca utilizó personalmente las riquezas arranca-
das a los conversos y, cuando se la ofrecieron, rechazó la archidiócesis de Sevilla.

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Alentaba por la gloria de Dios y creía que la salvación eterna estaba exclusiva-
mente reservada a los seguidores del Señor.
Si alguien le hubiera acusado a él o a sus hermanos negros de asesinato en
masa, no lo habría entendido, así como tampoco los «cristianos viejos» que le
apoyaban, tanto nobles como campesinos, cuyo honor residía en su fe y en la
limpieza de su sangre.

Llegamos a Dachau un día gris. El viento barría las tierras llanas del norte
de Munich salpicando de lluvia las ventanillas del coche, disparando nuestra
imaginación. Era inevitable que el campo de concentración, conservado como
monumento conmemorativo, no se ajustara a las visiones que su nombre evo-
caba. Las torres de vigilancia cuadradas y rechonchas jalonaban el muro que ro-
deaba al campo y tenían un aspecto amenazador, pero la impresión que produ-
cía el interior era la de un espacio bien ordenado. Sólo permanecía en pie uno
de los treinta y cuatro largos barracones que se habían alineado en una fila do-
ble a lo largo de la carretera principal y era una reconstrucción. Del resto, sólo
quedaban los cimientos de cemento y un número. La carretera, bordeada por
álamos plantados por los prisioneros, atravesaba la amplia zona conocida como
Appellplatz, donde se pasaba lista o se llevaban a cabo los interminables casti-
gos, estaba cubierta de gravilla limpia y suelta que crujía bajo los pies. El blo-
que de un solo piso, el Wirtschaftsgebäude, que ocupaba todo un lado de la
Appellplatz, enfrente de los barracones, era blanco. Detrás de él y de la misma
longitud, se encuentra el bajo Laggerarrest o Bunker, formado por varias celdas
muy pequeñas a los dos lados de un pasillo central. En este lugar se les hacían
tales cosas a los prisioneros que ni siquiera los SS las comentaban, guardando
el secreto. En el patio del búnker era donde se llevaban a cabo las ejecuciones
contra un muro. Allí se habían levantado siete postes cada uno de ellos con cua-
tro ganchos para mantener suspendidos a los hombres por las ligaduras de las
muñecas, los brazos atados detrás de la espalda y con los pies sobre el suelo. Los
únicos sonidos que se escuchaban eran el viento, las voces de los visitantes y las
pisadas sobre la gravilla. Es imposible congelar la agonía en el tiempo ni los gri-
tos en el espacio.
Sin embargo, se había intentado. La esposa de un hombre que había muer-
to en un campo de concentración dijo hace poco: «Hay una generación nueva,
dos generaciones que no se pueden ni imaginar el mal que producen el odio, la
intolerancia y [...] el poder cuando está en manos de quien no debe tenerlo.»

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El museo se encuentra en el bloque de un piso y se acerca más a lo que re-


presentó Dachau. Sin embargo, incluso aquí, entre fotografías y documentos
ampliados varias veces, seguimos sintiéndonos como unos espectadores que in-
tentan entender, fracasando inevitablemente, que intentan escuchar las obsce-
nidades, las risotadas y los golpes de los guardias de las SS mientras conducían
a los recién llegados desnudos a las duchas, instaladas en este bloque. No hay
el mínimo eco y ningún estremecimiento. El suelo resplandece. Las fotogra-
fías enmarcadas cubren las paredes y hay pantallas para guiar al visitante, de
una forma lógica, a través de la historia de la revolución nazi y para explicarle
lo que la llevó hasta este punto. Los visitantes observan un momento y siguen
adelante.
Nos encontramos cara a cara con el fundador del campo, el Reichsführer o
líder de las SS Heinrich Himmler, que nos observa suavemente desde una enor-
me fotografía. Por las apariencias, es un hombre apacible, probablemente un
oficinista corto de vista o un oficial de baja graduación.
Inmediatamente después de la guerra, Maximilian Reich, superviviente del
campo, describió una de las inspecciones que hizo Himmler de los prisioneros
que se encontraban formados en la Appellplatz. Fue en el mes de abril de 1938,
pero la impresión que le había causado seguía siendo muy profunda. Himmler
se había detenido ante él. Reich le miró a los ojos. «Una vez vi a un águila rato-
nera que llevaba un ratón en el pico. No mató inmediatamente al pobre animal
y parecía que disfrutaba de su angustia, con el corazón latiéndole locamente
de miedo. Reconocí los ojos del águila detrás de las gafas del Reichsführer de
las SS.11» La fotografía no deja traslucir nada de eso. Es más fácil imaginar a ese
hombre consolando a una anciana desamparada, como describe en una anota-
ción de su diario cuando tenía veintiún años.

24 de noviembre... Visita a Frau Kernburger. Pobre anciana. Se encuentra en la miseria más


absoluta. Por el hambre y el agotamiento, está casi demasiado débil para andar... La gente
es dura y no tiene misericordia... Le llevé panecillos y un pastelito y se lo dejé allí sin que se
diera cuenta12.

Estudiar la criba que representa Himmler, intentar reconciliar las anotacio-


nes de estos diarios de juventud que han llegado hasta nosotros, que nos indican
que fue un joven mojigato, con frecuencia compasivo y siempre idealista, con el
monstruo que conoce la historia, hace que tengamos que recurrir a la psicología.
Los psicólogos no han dudado al diagnosticar un estado esquizoide, descripción
que se usa con frecuencia para explicar la psique de los asesinos de masas. En su

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forma extrema, quien padece este estado se retira a un mundo interior y oculto
y observa el mundo exterior desde una cierta distancia, sin sentimientos y sin im-
plicaciones. Sin embargo, esta falta de compromiso se puede enmascarar de for-
ma muy efectiva creando lo que una autoridad en el tema, el Dr. Harry Guntrip,
define como «una especie de personalidad mecanizada como la de un robot»13,
y otro experto, R. D. Laing, describe como «un falso yo»14. Guntrip define esta
personalidad o «ego de la vida cotidiana» como «más un sistema que una per-
sona, un instrumento adiestrado y disciplinado para “hacer lo que sea necesario”
sin que penetre ningún sentimiento real»15. De forma parecida, Laing lo descri-
be como la representación de una serie de imitaciones. No se puede experimen-
tar ningún sentimiento real ya que se percibe y se trata al resto del mundo no con
el «yo auténtico» sino con este «sistema del falso yo» parcialmente disociado16.
Es una explicación atractiva de la indiferencia aparente de un asesino de
masas ante el destino de sus víctimas. Porque no las percibe como seres de car-
ne y hueso sino como simples productos de la imaginación del «sistema del fal-
so yo» y de las que dispone ese sistema irreal e incapaz de experimentar emo-
ciones, no el yo auténtico. En una época científica, resulta consolador ya que
nos ofrece una explicación (en un lenguaje que se puede tomar por científico)
y de ella se infiere que las personas «normales» no se pueden convertir en ase-
sinos en masa. Y, como esquizoide, Himmler se convierte en un ser comprensi-
ble y diferente, alejado de la marcha «normal» de la humanidad.
Entonces, ¿qué podemos decir de los hombres de confianza e instigadores
entusiastas de Himmler, de Reinhardt Heydrich, de Karl Wolff, de Adolf
Eichmann, de los Kommandants de los campos de la muerte, de los médicos de
esos campos, de todos los burócratas que hicieron posible el genocidio y de la
tela de araña del partido y de los jefes de las SS que le apoyaron y tuvieron un
papel activo en el programa? ¿Fueron todos ellos personalidades esquizoides?
En este caso, parece que el término pierde su significado diferenciador. Lo más
posible es que tanto ellos como Himmler fueran seres humanos normales.
Sin embargo, la experiencia clínica se benefició del estudio de los casos eti-
quetados como «esquizoides» o «esquizofrénicos» y el auténtico buscador no
puede simplemente descartar lo que le pasara a Himmler por la cabeza ya que
ofrece asombrosos paralelos con su comportamiento. No existe acuerdo sobre
las causas de estos estados. En la tradición freudiana, a la que pertenecen Guntrip
y Laing, este estado se produce en las primeras etapas de la vida, a causa de las
relaciones del niño con su entorno, en especial con su madre. Sin embargo, cier-
tas investigaciones más recientes apuntan a factores hereditarios que afectan la

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transmisión de los mensajes entre las células del cerebro, o de daños cerebrales
durante el nacimiento o después de él, que producirían un funcionamiento de-
fectuoso semejante. En el Instituto de Psiquiatría de Londres se cree que exis-
ten grados de predisposición genética a la esquizofrenia: «si es fuerte, la enfer-
medad se presenta espontáneamente. Cuando es débil, es necesario algún “insulto”
del medio para que se dispare, como la tensión por los exámenes o las relacio-
nes familiares.17» Las investigaciones realizadas en el Hospital Maudsley de
Londres indican que las familias que son críticas o plantean muchas exigencias
al paciente tienen tres veces más de probabilidades de provocar una recaída que
las familias más tranquilas18.
Las explicaciones freudianas cada vez están más pasadas de moda aunque,
sin embargo, los modelos que presentan son muy útiles. No es necesario acep-
tar la mecánica (los freudianos, naturalmente, idean las soluciones en función
de su formación profesional y de sus creencias), pero seguramente las observa-
ciones en las que se basan las explicaciones son válidas. En la obra comprensi-
ble y bien argumentada del Dr. Harry Guntrip, Schizoid Phenomena, se propo-
ne una interpretación bastante seductora. La premisa de la que se parte es que
el primer impulso de un niño es hacia un objeto, es decir, hacia el pecho de su
madre. Si consigue su objetivo, pronto ampliará el deseo hacia toda la madre.
Si lo consigue, esto se define como «relaciones objeto» buenas, mientras que su
frustración se define como «relaciones objeto» malas. La gratificación y el pla-
cer que se obtienen de las «relaciones objeto» buenas no son deseados en sí mis-
mos, pero marcan el camino para conseguir el objetivo. Guntrip lo expresa di-
ciendo que «buscamos personas, no placeres»19. Como consecuencia del éxito
del impulso continuado hacia los «objetos» durante el crecimiento del indivi-
duo, se desarrolla un ego sano y se adquiere la capacidad de amar y de mante-
ner relaciones amorosas. Por el contrario, la frustración de este impulso psí-
quico básico inhibe el desarrollo del ego y, en consecuencia, su capacidad para
mantener relaciones.
La teoría es que cuanto más temprano se presente la frustración en la vida,
más profundo será su efecto. Si en los primeros meses de vida, la madre le nie-
ga el pecho al niño, se muestra impaciente con él, le castiga, está ausente cuan-
do él la necesita o, simplemente, se muestra distante y sorda a sus llamadas, el
ego del niño se repliega a un mundo psíquico interior, la internaliza como un
«objeto malo» e intenta controlarla y poseerla en ese mundo interior ya que no
ha conseguido hacerlo en el mundo exterior y real. De esta manera, se estable-
ce una pauta de deseo y retirada, que Guntrip denomina «el programa de den-

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tro y fuera» del esquizoide típico. A medida que va creciendo, el niño puede
retirarse de otros objetos deseados, como el padre, los hermanos o los compa-
ñeros de clase que le rechazan y refugiarse en el mundo interior que él ha creado.
Todos estos objetos se confunden con el objeto malo original, el pecho de la ma-
dre, y provocan un intento parecido de controlarlos. Pero nunca se consigue ese
control y esto produce frustración interna, ira, una profunda ansiedad y senti-
mientos de culpa.
Para intentar enfrentarse con esta situación, el ego, de acuerdo con esta
teoría, se divide en tres partes, es decir, funciona de tres formas distintas. Dos
de ellas, llamadas los modos «libidinal» y «anti-libidinal», funcionan en el mun-
do psíquico interno. El ego libidinal, excitado por el objeto malo internalizado,
siente siempre deseos no satisfechos de formas iracundas y sádicas mientras que
el ego anti-libidinal se identifica con los aspectos repulsivos del objeto malo y
persigue al ego libidinal, débil y sufriente, induciendo sueños y fantasías sado-
masoquistas.
Mientras tanto, el mundo real está en el exterior. De él se ocupa la tercera
modalidad del ego, el ego de la vida cotidiana, a veces denominado ego «cen-
tral», que se sigue afanando por conseguir objetos. Sin embargo, los objetos que
percibe son solamente versiones idealizadas de los objetos internalizados como
malos y proyectados hacia el exterior, hacia la vida cotidiana. Por lo tanto, co-
mete errores y no puede conseguir buenas relaciones con los objetos. Por otro
lado, las emociones que se han generado en el mundo interior subconsciente
distorsionan la visión de la realidad externa. Hasta cierto punto, esto nos suce-
de a todos. De hecho, el escéptico argumentaría que todo nuestro conocimien-
to del mundo no es más que una elaboración interna. Sin embargo, se puede
observar que las personas clasificadas como esquizoides presentan una visión
excéntrica de lo que se denomina realidad exterior y tienen tendencia a en-
frentarse a ella de forma impersonal y mecánica porque, según esta teoría, su
ego, dividido e incapaz de desarrollarse adecuadamente, continúa en estado
infantil. Por lo general, se ocultan tras la apatía y al distanciamiento, que con-
ducen a la crisis nerviosa si se permite que vayan demasiado lejos. Por lo gene-
ral, levantan defensas para evitarlo: una rutina obsesiva, el cumplimiento del
deber, la afectación de superioridad, la intelectualización y la moralización son
las formas más corrientes de mantener el mundo real de las relaciones a una dis-
tancia de seguridad, lo mismo que la creación de «una fachada de sociabilidad
compulsiva, de charla incesante y de actividad frenética»20.

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Todos esos síntomas se pueden encontrar en los primeros diarios, notas y


cartas de Heinrich Himmler. Cuando, a los veintiún años, era estudiante en
Munich, constantemente se censuraba a sí mismo por hablar mucho: «1 de di-
ciembre: [...] Soy un charlatán impenitente, nunca puedo mantener la boca ce-
rrada, desconsiderado e inmaduro. ¿Cuándo voy a hacer un esfuerzo para re-
formarme?21» Los diarios demuestran una obsesión por los asuntos triviales y
por el tiempo, hasta el punto de que anotaba con cuántos minutos de retraso lle-
gaba al tren. También anotaba, en muchas de las cartas que recibía, la fecha y la
hora a la que llegaban. Asimismo mantenía una relación de los libros que leía,
con breves comentarios sobre su contenido y, casi siempre, la fecha en que los
había leído. La moralización y la intelectualización, relacionadas con ideas más
que con personas o situaciones, que fueron las características clave de estos años
de poder están ampliamente representadas en los comentarios de libros y en los
diarios. Por ejemplo, cuando era estudiante y tenía diecinueve años:

11 de noviembre: No sé para quién estoy trabajando en la actualidad. Trabajo porque es mi


obligación, porque encuentro paz en el trabajo y trabajo por mi ideal de la feminidad ale-
mana con quien algún día compartiré mi vida en el este y libraré mis batallas como alemán
lejos de la bella Alemania22.

Los sentimientos no expresados de auto compasión son los coherentes con


un ego cruelmente dividido en contra de sí mismo y es bastante significativo que
encuentre «la paz» o un escape de las presiones del mundo exterior en «el tra-
bajo». Esta idealización de «la feminidad» es típica de muchas de sus anotacio-
nes. Se enfrentaba con los estereotipos, no con las personas reales, debatía so-
bre el sexo y la moral consigo mismo y con otras personas y elaboraba normas
de conducta como forma de escapar de las relaciones reales con las muchachas
o acaso como consecuencia de las relaciones tan poco satisfactorias que había
experimentado. El profesor Bradley Smith, una autoridad en sus primeros años,
ha señalado: «El tono de estas descripciones indica claramente que, aunque de-
seaba mantener relaciones cálidas con otras personas, sus temores y sus dudas
sobre sí mismo le forzaron a levantar sólidas murallas.23»
Esta debe ser la descripción del «programa de dentro y fuera» del esqui-
zoide, entabla relaciones y luego se repliega a su mundo interior. Si podemos
encontrar en sus diarios abundantes pruebas de estas estratagemas para esca-
par, con el trabajo, con una actividad social frenética, con su charloteo incesante,
con su obsesión por los minutos y las horas, con sus moralizaciones y con su for-
ma de tratar a las personas como si fueran ideas, también las podemos encon-

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trar de su conflicto interior. Existen referencias a dolores de estómago, que con


frecuencia son un síntoma de tensión psíquica. En su caso, casi con toda segu-
ridad fue así porque los sufrió todos los días de los años que estuvo en el poder
y sólo se los aliviaba su masajista. También hay frecuentes referencias a la insa-
tisfacción que experimentaba hacia sí mismo y a sus luchas interiores.
La lucha para mantener un control rígido sobre todo es algo que aparece
una y otra vez en sus diarios. A los veintidós años, después de una fiesta en la
que las parejas se tumbaron muy juntitas y en la que él tuvo que ejercitar todo
su dominio para refrenarse, escribía:

Es el deseo caliente e inconsciente de todos los individuos de satisfacer un impulso de la na-


turaleza espantosamente fuerte. Por eso es tan peligroso para el hombre e implica tanta res-
ponsabilidad. Se puede hacer lo que se quiera con las muchachas indefensas pero uno tie-
ne bastante con luchar con uno mismo. Lo siento por las muchachas24.

Esta anotación es mucho más significativa si se piensa en los discursos que


pronunció durante los años que estuvo en el poder en los que acusaba a los ju-
díos y Untermenschen de intentar exterminar a la raza alemana. En ambos ca-
sos, la inversión absoluta de los papeles es impresionante. Atribuye sus propios
deseos al objeto de sus deseos. En un caso, es su deseo sexual por las «mucha-
chas indefensas» lo que se debe suprimir. En el este, en 1941, lo que tuvo que
racionalizar fue un ansia sádica de exterminar. La expulsión de las imágenes
prohibidas del yo al mundo exterior es una defensa de la personalidad muy co-
rriente y recibe el nombre de «proyección». Guntrip lo describe de la siguien-
te manera:

Cuando una persona se encuentra amenazada interiormente por una huida esquizoide de la
realidad, tiene que luchar para preservar a su ego y se refugia en sus fantasías internas de
los objetos malos. Estas fantasías son acusatorias o persecutorias. El individuo, al proyec-
tarlas inconscientemente hacia la realidad exterior, se mantiene en contacto con el mundo
sintiendo que la gente está tramando su ruina, criticándole o culpándole...25

Esta es acaso la percepción más importante del subconsciente de Himmler


que pueda proporcionarnos la psicología. Es evidente que las características me-
cánicas del modelo, los objetos malos, el ego antilibidinal y todo el resto no tie-
ne más realidad que los quarks de la teoría atómica. Sin embargo, al igual que
los quarks, se han incluido en el modelo para explicar un comportamiento ob-
servado. En ese sentido, se pueden considerar como los representantes de fuer-
zas muy poderosas. Si se puede inferir la existencia de tendencias esquizoides a
partir de los primeros diarios de Himmler, algo que parece apoyar su trayecto-

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ria posterior, se puede dar por hecho que estuvo realmente torturado por una
frustración interior, por la ira y por la culpa. Que se sintió perseguido por un
«ego anti-libidinal» muy cruel que le produjo sueños y fantasías sadomasoquis-
tas y que, para conseguir algo de alivio, se sintió constantemente tentado a pro-
yectar estos sentimientos hacia el mundo exterior.
No es necesario viajar hasta Dachau para obtener una confirmación. En
el museo hay fotografías de experimentos médicos realizados con prisioneros
vivos y conscientes sobre los efectos de las caídas desde grandes alturas y de
reanimación después del congelamiento, experimentos que él apoyó con en-
tusiasmo y de los que fue testigo presencial. Los más inútiles de todos, desde
el punto de vista de los resultados prácticos, se llevaron a cabo por sugeren-
cia suya.
La explicación psicológica también nos permite dar significado a lo que de
otra manera sería inexplicable. Las numerosas anotaciones que aparecen en sus
diarios de juventud indican compasión. Su aflicción ante la penosa situación de
la anciana Frau Kernburger es un ejemplo de ello. En otra ocasión describe que
ha visto a un padre «inflexible y obstinado» que se negaba a que su hija diera
clases particulares de danza: «La pobre niña rompió a llorar. Me dio mucha
pena. Pero ella no tenía ni idea de lo guapa que estaba llorando.26» En este caso,
lo mismo que en el de Frau Kernburger, lo que parece ser compasión es, de
acuerdo con la teoría, «identificación» con la otra persona, proyectando sobre
ella sus propios sentimientos de ansiedad y de autocompasión27.
Desde hace siglos, desde mucho antes del nacimiento de la psicología mo-
derna, se sabe que la crueldad y la compasión están íntimamente relaciona-
das. El budismo enseña que la amabilidad debe preceder a la compasión para
purificar el alma de la mala voluntad, manifiesta y latente28. Tanto la crueldad
como la compasión implican una sensibilidad hacia los sufrimientos ajenos. Ante
ellos, la persona cruel obtiene placer y la compasiva, dolor. Sin embargo, estos
dos sentimientos se alían íntimamente en el sadomasoquismo. De pie en el mu-
seo de Dachau ante el retrato del hombre apacible, corto de vista y con aspec-
to de oficinista que lleva una gorra de visera con la insignia de la calavera en la
banda, uno tiene que enfrentarse con la prueba física del vínculo que existe en-
tre la compasión y la autocompasión, entre el sufrimiento y el sadismo.
Uno de los casos que describió el Dr. Guntrip nos puede proporcionar más
datos sobre este hombre:

El paciente, un hombre en la cuarentena, tuvo una vida familiar muy desgraciada en sus pri-
meros años y se sentía profundamente deprimido. Creció despreciándose a sí mismo por ser

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un «niño llorón» y un «pequeño gusano». Reprimió al niño lloroso y, para enfrentarse al mun-
do exterior, se construyó un ego central rígidamente controlado, capaz, carente de emocio-
nes y reservado. Pero seguía padeciendo brotes de depresión recurrentes y su mundo inte-
rior emocional se expresaba por medio de sueños y fantasías violentamente sadomasoquistas29.

Fue un alivio volver a las tierras altas, nadar en los lagos rodeados de coli-
nas boscosas mientras el sol resplandecía entre los picos de los Alpes, que se re-
cortaban contra el cielo. Y también reflexionar sobre estos alemanes, tan des-
piadados detrás del volante del Mercedes y tan meticulosos en lo que se refiere
a preservar la paz natural de estas regiones. No había lanchas de motor que man-
cillaran el cristal de las aguas, ni ruidos horribles de radios, ni basura en las pra-
deras ni detrás de los arbustos, donde brillaban las flores de color blanco, ni en
los senderos que atravesaban los perfumados bosques.
Seguimos adelante y llegamos a Füssen, donde la familia Himmler había
pasado las vacaciones cuando Heinrich tenía menos de un año y, otra vez, cuan-
do iba a cumplir los seis. A través de las tapias del sendero, que se elevaban ha-
cia el Hohen Schloss que domina la ciudad, escuchamos un carillón de campa-
nas. Provenía de la torre alta y pintada de lo que originalmente había sido una
fundación benedictina, después la sede de un príncipe y ahora, el Rathaus. Eran
las últimas horas de la tarde. Las resonancias del bajo reverberaban por el pa-
tio barroco y por los tejados saturados de historia y giraban por las callecitas
medievales de la misma manera que debieron resonar en los oídos de Himmler
en las tardes de verano.
Al día siguiente, en una librería del Altstadt pedí un libro que no había po-
dido encontrar en las librerías alemanas de mi país. Era del novelista Alfred
Andersch y se titulaba Der Vater eines Mörders (El padre de un asesino). No lo
tenían pero me dijeron que me lo pedirían. Llegó dos días después. Der Vater
eines Mörders no es una novela sino una Erzählung, una narración de la breve
pero iluminadora, por no decir incandescente, relación que hubo entre el autor
y el padre de Heinrich Himmler. Estaba impaciente por comenzar la lectura.
Las páginas tenían ese olor único de los libros nuevos.
«Die Griechisch Stunde sollte gerade beginnen…30»
La clase de griego estaba a punto de empezar. Eran las once de la mañana
de una soleada mañana de mayo de 1928. El autor, Alfred Andersch, en el libro
personificado en Franz Kien, narra la situación en tercera persona por mor de
la objetividad y como licencia artística. En ese momento, está sentado en su pu-
pitre en un aula del Wittlesbacher Gymnasium de Munich esperando inútil-
mente que el profesor, Kandlbinder, comience. Inesperadamente, entra el pro-

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fesor Himmler, el director del colegio. Era un hombre corpulento, llevaba un


traje gris claro con la chaqueta desabotonada que dejaba ver una camisa blan-
ca sobre su barriga y una corbata azul con un nudo impecable. Tenía el pelo liso
y blanco y la cara sin arrugas, sorprendente en un hombre de sesenta y tres años, y
ligeramente arrebolada. Cuando los niños se pusieron en pie, los inspeccionó
con benevolencia desde detrás de sus lentes de montura de oro muy delgada,
«la combinación de oro y azul le confería una apariencia risueña y alegre...»31.
Pero Franz Kien tuvo la impresión inmediata de que Himmler, a pesar de arre-
glárselas para presentar un aspecto amistoso, no era en absoluto inofensivo.
Y así era. Himmler se hizo cargo de la clase que se fue haciendo cada vez
más inquietante. Kien tuvo que salir a la pizarra y le pidió que hiciera una tra-
ducción corta, palabra por palabra, con unos modos amenazadores y despre-
ciativos. Himmler, sin conceder la mínima importancia a las respuestas correc-
tas, solamente le ridiculizaba. «Donnerwetter! (¡Una bien!)»
Cuando volvió a su sitio, Kien tuvo la sensación de que la dura prueba no
había terminado. Himmler caminaba arriba y abajo en silencio, aparentemente
meditando. Luego se dirigió al profesor, Kandlbinder, y le preguntó qué pro-
ponía, a la vista de los malos resultados de Kien.
—Clases particulares —respondió Kandlbinder.
—Las clases particulares son muy caras —dijo Himmler con un gesto de
desprecio—. Su padre no puede pagarlas. Ni siquiera puede hacerse cargo
de las facturas del colegio. Le hemos concedido a Kien una beca de estudios a
petición de su padre.
Kien sintió que le ardían las mejillas. «¡El canalla!», pensó. «¡El cochino
canalla! ¡Decir en público que mi padre no puede pagar los 90 marcos de la
mensualidad... el muy cerdo... decir delante de toda la clase que nos hemos arrui-
nado...»32
—Le hemos concedido a Kien una beca por petición de su padre, aun-
que la petición no estaba muy justificada. Las becas sólo se conceden a los
alumnos destacados. Pero yo creí en el hijo de un oficial con tantas conde-
coraciones por su valor y que está pasando por malos momentos, probable-
mente sin tener ninguna culpa de ello. Yo creí que se podría hacer una ex-
cepción con este muchacho. Y, ¿cómo ha pagado a la escuela y a su pobre
padre?
Himmler contestó él mismo a su pregunta con un recital de las malas no-
tas de Kien en latín y matemáticas.

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—No lo haré, sencillamente es que no lo haré —dijo mientras seguía mo-


viéndose por el aula—. No le voy a permitir que esté aquí sentado un año más
para que también tenga la oportunidad de sacar malas notas en griego —se de-
tuvo y se quedó mirando a Kien—. Tu hermano Karl es otro. Cómo ha podido
conseguir el Untersekunda, pertenece al reino del misterio.
Abruptamente, cambió de tono de voz amenazador.
—¿Cómo le van realmente las cosas a tu padre?
«¡El Lump mojigato!», pensó Kien.
—Mal —contestó hoscamente—. Ha estado enfermo mucho tiempo.
—Vaya, lo siento. Porque no le gustará enterarse de que sus hijos no son
aptos para la enseñanza secundaria.
De esta manera, el autor, Alfred Andersch, recibió su despedida y la de su
hermano de la escuela de Himmler. Haciendo todas las concesiones sobre los
posibles efectos en la memoria de una experiencia tan evidentemente traumá-
tica, el relato nos revela a un Himmler monstruoso.
En un epílogo, Andersch especulaba sobre si un padre semejante necesa-
riamente tendría un hijo como Heinrich debido a leyes psicológicas compren-
sibles, o si bien tanto padre como hijo serían el producto del medio ambiente y
de la situación política o si, por el contrario, serían las víctimas de un destino
inevitable. Confesaba que no sabía la respuesta. De hecho, si hubiera sabido la
respuesta, no habría escrito el libro.
Existe otra cuestión que plantea este relato. Si tanto el padre como el hijo
eran tan excepcionalmente desagradables, los factores hereditarios podrían ser
una explicación sencilla y suficiente. Ciertos genes o una mala combinación de
ellos, aunque es poco lo que se sabe de los genes, producirían una predisposi-
ción a tiranizar a los indefensos y a disfrutar con su sufrimiento. Porque pare-
ce que los dos hombres presentaban esta característica de forma muy marcada,
incluso teniendo en cuenta que sus infancias fueron muy diferentes y es de su-
poner que también las tensiones a las que se vieron sometidos.
Se debe poner en tela de juicio que sea tan sencillo. Los Himmler, padre e
hijo, no exhibían sus repugnantes características cuando estaban solos. Para mí,
la frase más sorprendente del libro de Andersch está cerca del fin. Después de la
fatídica clase en la que es humillado delante de todos sus compañeros por
la pobreza de su padre, Franz Kien se va andando solo a casa, sin que se le una
ninguno de sus amigos. Acaso yo leí en esta frase algo que estaba más allá de lo
que quería decir el autor o de lo que estaba expresado. Es posible que sus com-
pañeros ya le hubieran demostrado su solidaridad y su rechazo por actuación

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tan sádica. Sin embargo, el relato de Andersch está lejos de ser el único ejem-
plo, dentro de la literatura alemana, de un director valentón y sádico al que acep-
tan los otros profesores y los alumnos. El tipo era familiar y aparentemente era
aceptado en la escuela. Y en el caso de su hijo, Heinrich Himmler, no se puede
discutir el hecho ya que se basa en la evidencia de mil documentos: en la exhi-
bición histórica de su sadismo, contó con el apoyo y no con el silencio de miles
de personas, acaso de millones. Estamos contemplando no las características de
un hombre aislado ni tampoco las de un monstruo, sino las de un hombre que
personificó los miasmas de toda una nación, de un hombre que se convirtió en
el foco de un desastre nacional tan natural como un terremoto o una epidemia.
Como escribió Henry Kamen en su obra sobre la Inquisición, «... el peso
de las sospechas y de la hostilidad era algo creado dentro de la colectividad por
su apoyo incondicional a la campaña antisemita...»33. Y como escribió Trevor
Roper sobre la caza de brujas: «Es posible que sean los grandes tiranos los que
ordenan las grandes matanzas, pero las imponen los pueblos. Sin el apoyo po-
pular, los órganos de aislamiento y de expulsión ni siquiera se pueden crear.34»
Himmler, lo mismo que Hitler, fue más una víctima que el creador del desastre
natural que hundió a Alemania y a todo el mundo. Especular sobre sus genes o
su psicología cuando se encontraba solo no es más útil que analizar los compo-
nentes fundidos de una piedra enorme expulsada por la boca de un volcán para
descubrir por qué ha destruido una casa. Un hombre no es lo que hace mien-
tras se le permita hacerlo. Porque si no, ¿qué no haríamos todos para cambiar
el mundo y también nuestra vida?
No es justo echar la culpa solamente a la nación alemana por crear y apo-
yar a Himmler y a todo lo que representó. Cuando hay un terremoto, no se uti-
liza la palabra «culpa» para describir las causas que lo provocaron. Alemania
era, en esa época, el centro de todas las tensiones de un sistema mundial que
siempre ha producido convulsiones y ha dejado en libertad los hedores más ho-
rribles. El sistema se encontraba en pleno proceso de evolución material, un
proceso desigual que naturalmente produce tensiones. En este caso, la falla prin-
cipal pasaba por Alemania, pero ninguna de las potencias aliadas que constituían
la presión exterior podía echar la vista atrás y encontrar un pasado lleno de ac-
ciones intachables: no podía hacerlo Rusia, donde Stalin había dado cuenta de
más millones de personas en las purgas, y donde habían muerto de hambre más
campesinos, de las personas de las que daría cuenta Himmler; ni Estados Unidos,
gran parte de cuya riqueza provenía de la explotación de los esclavos y de la tie-
rra arrebatada a los indios nativos; ni Gran Bretaña, cuyo imperio mundial se

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fundamentaba en la venta, el transporte y la explotación de los negros de Áfri-


ca y cuyos colonizadores habían diezmado a los pueblos indígenas; tampoco
Francia, cuya historia colonial era parecida, si bien con menos éxito. Los nazis,
de hecho, vieron el mundo con una visión infantil tal y como era y a los seres
humanos, también. Con su infantil carencia de complicación, solamente que-
rían ser los seres humanos más importantes, la raza dominante. No inventaron
el sistema ni tampoco las fuerzas y las debilidades humanas que lo habían con-
vertido en lo que era. Fueron el halbgebildeten borracho, como debe ser con los
poco educados y con las medias verdades.

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