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Entre tanto, el rápido ascenso del rey persa Ciro II no pareció preocupar mucho a
sus vecinos. El rey lidio Creso pensó que tantas agitaciones en el este podían
marcar un momento propicio para extender sus dominios, así que decidió rebasar
con un ejército el río Halis, que desde hacía tiempo constituía la frontera natural
entre Lidia y el Imperio Medo. Se dice que antes de acometer tal empresa
consultó al oráculo de Delfos sobre su conveniencia, y la respuesta fue: "Si Creso
cruza el Halis, destruirá un gran imperio". Creso no preguntó qué imperio sería
destruido, sino que inició el ataque en 547 y no tardó en lograr la completa
destrucción de su propio imperio. En efecto, las tropas de Ciro II rechazaron
fácilmente a los invasores. Cuentan que los caballos lidios se sintieron
desconcertados por el olor de los camellos persas, lo que produjo una confusión
en la batalla que Ciro II supo aprovechar muy bien. Los lidios fueron perseguidos
más allá del Halis, y en 546 Ciro II se había adueñado de Sardes, la capital lidia.
Mientras sucedía todo esto, el rey caldeo Nabónido permanecía ocupado en una
expedición arqueológica en las regiones desérticas del sudoeste. Cuando resultó
evidente que el siguiente paso de Ciro II sería anexionarse el Imperio Caldeo,
Nabónido entabló una alianza con Egipto, que no le reportó ningún beneficio real
y, al contrario, le sirvió de excusa al rey persa para atacar a Caldea.
Las ciudades griegas de la costa de Asia Menor, esto es, las ciudades jónicas que
hasta entonces habían estado bajo el dominio lidio, temieron que, en cuanto Ciro
II terminara con los caldeos, terminaría de consolidar su victoria sobre Creso y
las anexionaría a su imperio. Bías de Priene sugirió que todos los griegos de la
zona embarcaran hacia el oeste, pero nadie le hizo caso. Por aquella época el
poder griego en el Mediterráneo occidental iba en aumento. Acababan de
establecer colonias en Córcega y Cerdeña, además de las que ya tenían en Sicilia.
Esto preocupó tanto a los etruscos como a los cartagineses, que temían que los
griegos pudieran llegar a monopolizar el comercio marítimo en la zona. No tardó
en declararse la guerra. En 540 la flota etrusco-cartaginesa derrotó a la griega
frente a la colonia griega de Alalia, en Córcega, que (según los vencedores) se
había convertido en una base de piratas. El resultado fue que los etruscos se
quedaron con toda Córcega, mientras que los cartagineses tomaron Cerdeña. Los
griegos mantuvieron a duras penas algunas colonias en Sicilia, en constante
conflicto con las colonias cartaginesas de la isla. Con la batalla de Alalia terminó
prácticamente el periodo de colonización griega.
Esto dice el Señor a mi ungido Ciro, a quien he tomado de la mano para sujetar
a su persona las naciones y hacer volver las espadas a los reyes, y para abrir
delante de él las puertas, sin que ninguna pueda resistirle. Yo iré delante de ti, y
humillaré a los grandes de la Tierra, despedazaré las puertas de bronce y
romperé las barras de hierro. Yo te daré a ti los tesoros escondidos, y las
riquezas recónditas, para que sepas que yo soy el Señor, el Dios de Israel, que te
llamo por tu nombre. Por amor de mi siervo Jacob, y de Israel mi escogido, te
llamé por tu nombre, te puse el sobrenombre de Mesías, y tú no me conociste. Yo
el Señor, y no hay otro más que yo, no hay dios fuera de mí, yo te ceñí la espada,
y tú no me has conocido, a fin de que sepan de oriente a poniente que no hay
más dios que yo: Yo el Señor, y no hay otro. (Is. XLV, 1-6)
En 538 el Imperio Caldeo era ya una parte del Imperio Persa. Ciro debió de
sorprenderse mucho de la devoción que le profesaron los judíos, pero debió de
disimular y aprovecharla, pues al contrario que los asirios, el rey persa adoptó
desde el primer momento la política de tratar bien a los pueblos que conquistaba,
con tacto y diplomacia, tratando de que se sintieran cómodos dentro de lo
posible. Así, Ciro autorizó el regreso de los judíos a su tierra (aunque no se habló
nunca de fundar un reino independiente, por descontado). Si para los judíos pasó
como enviado de Yahveh, en Babilonia asumió las funciones sacerdotales
propias de un rey caldeo, y se presentó como un humilde servidor de Marduk.
Así se ganó el respeto de los sacerdotes, que mantuvieron a Babilonia leal al
Imperio Persa.
Si bien Ciro había autorizado a los judíos a volver del exilio, lo cierto es que sólo
una minoría estuvo dispuesta a hacerlo. La mayor parte de la población judía
estaba bien instalada en Babilonia y su vida era próspera. No obstante, hubo
varios grupos de judíos que decidieron partir. El primero fue dirigido
por Sebasar, al que cierta tradición consideró hijo del derrocado rey Joaquín, si
bien esto no es sostenible. Ciro II había autorizado también la reconstrucción del
Templo, y al parecer Sebasar presidió el inicio de las obras. No obstante pronto
desaparece de la historia (probablemente murió). Fue sucedido por Zorobabel, al
parecer sobrino de Sebasar y presuntamente nieto de Joaquín. Junto a él
estaba Josué, hijo del sumo sacerdote que oficiaba en Jerusalén cuando el
Templo fue destruido. Así, los judíos se formaron la imagen más ficticia que real
de que se había restituido el status anterior al exilio: Zorobabel representaba a la
casa de David (aunque sin ningún poder efectivo) y Josué a la familia sacerdotal
que se remontaba hasta Sadoc, el sacerdote del rey Salomón.
En realidad, el retorno del exilio no fue tan idílico como los judíos habían
supuesto. En la antigua Judá habían quedado muchos hombres humildes que
seguían practicando la religión judía en su forma primitiva, completamente ajena
a los muchos cambios que ésta había sufrido en Babilonia. Los recién llegados no
reconocieron como judíos a los nativos y los
llamaron samaritanos, identificándolos con los nuevos pobladores que trajo en su
día Sargón II a Israel cuando deportó a los israelitas. Los samaritanos ofrecieron
su ayuda para reconstruir el Templo, pero no fue aceptada, con lo que se
generaron tensiones y recelos. Terminaron concluyendo que los judíos habían
corrompido la religión incorporando elementos caldeos (lo cual era cierto), así
que judíos y samaritanos se tacharon mutuamente de herejes. Tal vez sea éste un
buen momento para abandonar el nombre de Judá y referirnos a la región en su
nueva situación política como Judea, que es el nombre que algo después le
darían los griegos y más tarde los romanos.
Además estaban Amón, Moab, los antiguos edomitas, ahora idumeos, y los
filisteos, que en la reconstrucción del Templo vieron un resurgir del imperialismo
judío. Naturalmente, toda la región estaba bajo el dominio persa, por lo que no
podían hacer uso de la fuerza, pero sí empezaron a urdirse intrigas para
indisponer a los judíos frente a la autoridad persa. No fue difícil conseguirlo. Por
aquel entonces los judíos tenían dos profetas
destacados: Ageo y Zacarías. Ambos consideraban a Zorobabel como el Mesías
(al parecer, Ciro II no dio la talla, después de todo), así que no debió de ser difícil
convencer a los persas de que los judíos pretendían convertir en rey a Zorobabel.
No conocemos los detalles, pero lo cierto es que Zorobabel desaparece de la
historia y la autorización para construir el Templo fue revocada (tal vez no por el
propio Ciro II, sino por alguno de sus funcionarios locales). Probablemente
Zorobabel fue ejecutado como rebelde, pero los autores bíblicos no consideraron
oportuno mencionarlo.
Durante la ausencia de Ciro II, su hijo mayor estaba en Babilonia como regente.
Al conocerse la muerte de su padre le sucedió en el trono sin ningún incidente,
con el nombre de Cambises II. Pronto se dirigió al este a completar los
proyectos que su padre había dejado inacabados.