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Pablo de Tarso,

o Cristianismo y Judería
Por Savitri Devi

Traducido por Martín Genève

Si hay un solo hecho que impacta a cualquiera que estudie con seriedad la historia
del cristianismo es la ausencia casi completa de los documentos sobre la persona
cuyo nombre va unido a esta gran religión internacional – Jesucristo.

Sabemos de él únicamente lo que nos narran los evangelios del Nuevo Testamento,
esto es, prácticamente nada; porque estos libros, aunque prolijos en su descripción
de hechos milagrosos relacionados con él, no nos entregan ninguna información
sobre su persona y, en particular, sobre sus orígenes.

¡Oh, tenemos, en uno de los cuatro evangelios canónicos, una larga genealogía que
remonta su ascendencia desde José, el marido de la madre de Jesús, hasta Adán!
Pero, siempre me he preguntado qué interés podría tener esto para nosotros, dado
que hemos hablado expresamente en otro parte que José no tenía nada que ver con
el nacimiento del niño.

Uno de los muchos evangelios apócrifos –rechazados por la Iglesia- atribuye la


paternidad de Jesús a un soldado romano, distinguido por su valentía y por ello
apodado “El Pantera”.

Este evangelio es citado por Heckel en uno de sus estudios sobre el cristianismo
primitivo. Sin embargo, aceptar tal evidencia no resolvería enteramente la cuestión
más importante de los orígenes de Cristo, porque no se nos dice nada acerca de
quien fue María, su madre.

Uno de los evangelios canónicos nos dice que ella era la hija de Joaquín y Ana;
aunque Ana había pasado ya la edad de la maternidad; en otras palabras, ella
también debió haber nacido milagrosamente, o quizá, simplemente, pudo haber
sido una niña adoptada por Ana y Joaquín en su vejez, lo cual apenas aclara el
asunto.

Pero hay algo mucho más desconcertante. Los anales de un importante monasterio
de la secta de los esenios, localizados a solo unos treinta kilómetros de Jerusalén,
han sido recientemente descubiertos.

Estos Anales tratan de un período que se extiende desde el comienzo del siglo I a.C.
hasta la segunda mitad del primer siglo después de él, y se refieren, setenta años
antes de su nacimiento, a un gran iniciado o Maestro espiritual –un “Maestro de la
Justicia” cuyo eventual regreso era esperado.
De la extraordinaria carrera de Jesús, de sus innumerables curaciones milagrosas,
de sus enseñanzas durante tres completos años en medio de la gente de Palestina,
de su entrada triunfal a Jerusalén, descrita tan brillantemente en los evangelios
canónicos, de su juicio y crucifixión (acompañado, según estos evangelios, por
acontecimientos tan sorprendentes como un terremoto, el oscurecimiento del cielo
por tres horas, y la rasgadura del velo del Templo en dos) – de todo esto, no se
habla ni una sola palabra en los manuscritos de estos ascetas, hombres
eminentemente religiosos que habrían, seguramente, tenido interés en tales
cuestiones.

Al parecer, de acuerdo a los Manuscritos del Mar Muerto –recomiendo a cualquiera


que esté interesado el estudio de John Allegro en inglés- este Jesús no causó
ninguna impresión en las mentes religiosas de su tiempo, tan ávidas de sabiduría y
tan bien informados como parecen haber sido los ascetas del monasterio en
cuestión; o bien, mucho más simple, puede haber sido que él jamás haya existido.
Esta conclusión, tan perturbadora como se nos aparece, debe ser puesta ante el
público general y, en particular, ante el público cristiano, a la luz de los recientes
descubrimientos.

Con respecto a la Iglesia cristiana, sin embargo, y al cristianismo como un


fenómeno histórico, y al papel que ha jugado en Occidente y en el mundo, la
cuestión tiene una importancia mucho menor de lo que podría parecer a primera
vista. Porque, incluso, si Jesús hubiera realmente vivido y predicado, él no fue, en
realidad, el verdadero fundador del cristianismo tal como se presenta en el mundo.

Si realmente vivió, Jesús fue un hombre "por encima del tiempo" cuyo reino - como
él mismo dijo a Pilatos, de acuerdo con los evangelios - "no era de este mundo"; un
hombre que en cada actividad y en cada enseñanza tuvo por objetivo revelar, a
aquellos a quienes este mundo no podría satisfacer, un camino espiritual con el que
podrían escapar de él y encontrar, en su paraíso interno, este "reino de Dios" que
está en nosotros, Dios "en espíritu y verdad", lo cual buscaban sin saberlo.

Si realmente vivió Jesús nunca soñó con fundar una organización temporal - y
mucho menos una organización política y financiera - como aquello en que se
convirtió tan rápidamente la Iglesia cristiana. La política no le interesaba. Y fue un
enemigo tan decidido de cualquier interferencia del dinero en asuntos espirituales
que algunos cristianos, con razón o sin ella, han visto en su odio a la riqueza un
argumento probado, en contra de la enseñanza de todas las Iglesias Cristianas
(excepto, por supuesto, aquellos que como los monofisitas, que niegan su
naturaleza humana absolutamente, niegan también que Jesús era de sangre judía).

El verdadero fundador del cristianismo histórico, del cristianismo tal como lo


conocemos en la práctica, tal como ha jugado y sigue jugando un papel en la
historia de Occidente y del mundo, no era Jesús, del cual no sabemos nada, ni su
discípulo Pedro, del cual sabemos que fue un galileo y un simple pescador por
vocación, sino Pablo de Tarso, quien era un judío de sangre, de formación y de
temperamento, y, lo que es más, quien era un letrado, un Judío culto, un
"ciudadano de Roma", de la misma manera que hoy en día muchos intelectuales
judíos son ciudadanos franceses, alemanes, rusos o americanos.

El Cristianismo histórico - que no es en absoluto una obra "por encima del tiempo",
pero sí y verdaderamente una obra "en el Tiempo" - fue el trabajo de Saulo llamado
Pablo, es decir, la obra de un Judío, al igual que lo sería el marxismo dos mil años
después.

Así es, pues, examinemos la carrera de Pablo de Tarso.

Saulo, llamado Pablo, era Judío y, adicionalmente, un Judío ortodoxo y culto,


imbuido de la conciencia de su raza y del papel que el "pueblo elegido", de acuerdo
con la promesa de Jehová, debe jugar en el mundo. Había sido discípulo de
Gamaliel, uno de los teólogos judíos más famoso de su tiempo, de confesión fariseo,
precisamente la escuela que, según los evangelios, el profeta Jesús, a quien la
Iglesia cristiana más tarde elevará al rango de Dios , combatió más violentamente a
causa de su orgullo, su hipocresía, su práctica de sutilezas teológicas y por poner la
letra de la ley judía por encima de su espíritu - por encima de, al menos, lo que él
creía que era su espíritu; sobre estos puntos podemos suponer que Saulo fue un
fariseo típico.

Además - y esto es crucial - Saulo era un judío culto y consciente nacido y criado
fuera de Palestina, en una de aquellas ciudades romanas del Asia Menor que fue
conquistada por el helenismo, pero conservando todas sus características
esenciales: Tarso, donde el griego era la lingua franca de todo el mundo, donde el
latín era cada vez más familiar, y donde uno podía reunirse con representantes de
los diversos pueblos del Cercano Oriente. En otras palabras, él formaba parte ya de
un "ghetto" Judío, teniendo, además de un conocimiento profundo de la tradición
israelita, una comprensión del mundo de los gentiles - de los no-Judíos - que más
tarde sería de gran valor para él. Sin duda, él pensaba, como todo buen Judío, que
el goy existe sólo para ser dominado y explotado por el "pueblo elegido"; pero él
entendió el mundo de los no-judíos de un modo infinitamente mejor que la
mayoría de los Judíos de Palestina, comprendió mejor el ambiente social que haría
nacer a todos los más tempranos creyentes en la nueva secta religiosa que él mismo
estaba destinado a transformar al cristianismo, tal como lo conocemos hoy en día.

Sabemos por los "Hechos de los Apóstoles" que Saulo fue inicialmente un feroz
perseguidor de la nueva secta. Después de todo, ¿no despreciaban sus adherentes
la ley judía, en un sentido estricto de la palabra? ¿No había sido el hombre que ellos
reconocían como su líder, y del cual decían que se había levantado de entre los
muertos, este Jesús, a quien el mismo Saulo no había visto nunca, no había sido –
digo- un ejemplo de la no-observancia del sábado, de la negligencia de los días de
ayuno, y de otros transgresiones altamente censurables de las normas de vida de
las que un Judío no debe apartarse? Se llegó a decir incluso, lo que nada bueno
presagiaba, que un misterio rodeaba su nacimiento, que tal vez él no era del todo
de origen judío - ¿quién sabe? ¿Cómo no perseguir tal secta, si usted es un ortodoxo
Judío, discípulo del gran Gamaliel? Fue necesario alejar del escándalo a los
observadores de la Ley. Saulo, quien ya había mostrado una prueba de su celo al
estar presente en la lapidación de Esteban, uno de los primeros predicadores de
esta peligrosa secta, siguió defendiendo la ley judía y la tradición contra aquellos a
quienes él consideraba como herejes; hasta que se dio cuenta, finalmente, que
había algo mejor - mucho mejor – que podía hacer con esta secta, precisamente
desde el punto de vista judío. De esto fue de lo que se dio cuenta en el camino a
Damasco.

La historia, tal como la cuenta la Iglesia Cristiana, nos haría creer que fue allí que él
experimentó de repente una visión de Jesús – a quién, repito, jamás había visto en
persona – y que escuchó la voz de este último diciéndole: "Saulo, Saulo, ¿por qué
me persigues?" ciertamente una voz que él no pudo resistir. Él estaba, además,
supuestamente cegado por una luz deslumbrante y tirado en el suelo. Llevado a
Damasco - de acuerdo a lo que se relata en los Hechos - se encontró con uno de los
fieles de la secta que él había venido a combatir, un hombre que, después de
devolverle la vista, lo bautizó y lo recibió en la comunidad cristiana.

Resulta superficial decir que esta narración milagrosa sólo puede ser aceptada, tal
como está, por aquellos que comparten la fe cristiana. Como todos los relatos de
este tipo, ésta no tiene valor histórico. Cualquier persona que, sin ideas
preconcebidas, busca una explicación plausible -convincente, natural- de cómo
ocurrieron realmente estos acontecimientos, no puede estar satisfecha con esta
versión de los hechos. Y la explicación, para ser plausible, debe tener en cuenta no
sólo la transformación de Saulo en Pablo –esto es, de feroz defensor del judaísmo a
fundador de la Iglesia cristiana tal como la conocemos-, sino también la naturaleza,
el contenido y la orientación de su actividad después de su conversión, de la lógica
interna de su carrera; en otras palabras, del vínculo psicológico, más o menos
consciente, entre su pasado anti-cristiano y su gran empresa cristiana. Toda
conversión implica un vínculo entre el pasado del converso y el resto de su vida,
una razón profunda, es decir, una aspiración permanente en el converso cuyo acto
de conversión satisface; una voluntad, una dirección permanente de la vida y de la
acción, de los cuales el acto de conversión es la expresión y el instrumento.

Ahora, dado todo lo que sabemos de él y, especialmente, lo que sabemos sobre el


resto de su carrera, sólo hay una profunda y fundamental voluntad, inseparable de
la personalidad de Pablo de Tarso en todas las etapas de su vida, que puede
proporcionarnos una explicación de su conversión damascena, y esta es la del
deseo de servir al viejo ideal judío de dominación espiritual, complemento el
mismo y culminación suprema del ideal de dominación económica.

Saulo, un Judío ortodoxo, racialmente consciente, quién ha luchado en contra de la


nueva secta, en el supuesto de que representaban un peligro para la ortodoxia
judía, pudo renunciar a su ortodoxia y convertirse, precisamente, en el alma y los
brazos de tan peligrosa secta sólo después de haber caído en la cuenta de que,
revisada por él, transformada y adaptada a las exigencias del amplio mundo de los
goyim – los “gentiles” de los evangelios - e interpretada, si fuera necesario, a fin de
dar, como lo diría Nietzsche más tarde, “un nuevo significado a los antiguos
misterios”, podría llegar a ser, durante los siglos venideros y quizás, incluso, a
perpetuidad, el más poderoso instrumento de dominación espiritual de Israel, el
medio por el que llevaría a cabo, con toda seguridad y con carácter definitivo, la
auto-proferida “misión” del pueblo judío de reinar sobre los demás pueblos y
subyugarlos moralmente, al tiempo que les explotaban económicamente.

Y cuánto más completa fuera la subyugación moral, no hace falta decirlo, más
prosperaría la explotación económica. Únicamente este premio podía valer el
penoso esfuerzo de repudiar la rigidez de la antigua y venerable ley. O, para hablar
en un lenguaje más mundano, su súbita conversión en el camino de Damasco sólo
puede ser explicada si se admite que él debía haber tenido una repentina mirada a
las posibilidades que le ofrecía el cristianismo naciente para el beneficio y los
influencia moral de su pueblo, y que él habría pensado - en un golpe de genio, hay
que decirlo – “Yo fui miope al perseguir esta secta, en vez de haber hecho uso de
ella, sin importar el costo! Fui un estúpido al atenerme a las formas – a los meros
detalles - en lugar de ver la cuestión esencial: los intereses del pueblo de Israel, del
pueblo elegido, de nuestro pueblo, de nosotros, los Judíos!”

Toda la posterior carrera de Pablo es una ilustración – una prueba, en la medida en


que uno pueda pensar que se puedan “probar” hechos de esta naturaleza - de esta
brillante inversión, de la victoria de un inteligente Judío, un hombre práctico, un
diplomático (y cualquiera que diga "diplomático" en relación con cuestiones
religiosas realmente dice “engañador”) sobre los judíos ortodoxos, cultos,
preocupados, sobre todo, de los problemas de la pureza ritual. Después de su
conversión Pablo, de hecho, se entregó al "espíritu" y fue donde el "Espíritu" le
sugirió que fuera (o mejor dicho, le ordenaba que fuera), y hablaba las palabras que
el "Espíritu" inspiraba en él. Ahora, ¿Adónde "ordenó" el Espíritu Santo que se
fuera? ¿Hacia Palestina, entre los Judíos que todavía compartían los "errores" que
acababan de abjurar en público y parecían ser los primeros en tener derecho a la
nueva revelación? ¡No! ¡Bajo ninguna circunstancia! Fue, en cambio, a Macedonia,
a Grecia y entre los griegos de Asia Menor, entre los Gálatas, y, más tarde, entre los
romanos - a los países arios, o, por lo menos a los países no-judíos - que se fue a
predicar el neófito dogma teológico del pecado original y de la salvación eterna a
través del Jesús crucificado, y el dogma de la igualdad moral de todos los hombres
y todos los pueblos. Fue en Atenas, finalmente, que proclamó que Dios creó "todas
las naciones, todos los pueblos de una y la misma sangre "(Hechos 17:26).

En esta negación de las diferencias naturales entre las razas, los Judíos mismos no
tenían, por cierto, ningún interés. Pero fue desde su punto de vista muy útil
predicarlo e imponerlo a los gentiles, a fin de destruir sus valores nacionales, los
cuales habían constituido, hasta entonces, toda su fortaleza (o más bien
simplemente para acelerar su destrucción, ya que, desde el siglo IV a.C., que habían
entrado en franco declive bajo la influencia de los Judíos "helenizados" de
Alejandría). Sin duda, Pablo predicó en las sinagogas, es decir, predicó también a
otros Judíos, a los que presentó la nueva doctrina como el resultado de las
profecías y expectativas mesiánicas; sin duda, él dijo a los hijos de su pueblo,
además de a los "temerosos del Señor" - a los mitad-Judíos, como Timoteo, y los
barrios judíos que abundaban en los puertos marítimos del Mar Egeo (como en
Roma) - que Cristo crucificado y resucitado, a quien anunciaba, no era otro que el
Mesías prometido. Él dio un nuevo significado a estas profecías judías del mismo
modo que dio un nuevo significado a los misterios inmemoriales de Grecia, Egipto,
Siria y Asia Menor: un significado que atribuye al pueblo judío un papel único, un
lugar único y una singular importancia en la religión de los no Judíos. Para él se
trataba únicamente de los medios para garantizar a su pueblo la dominación
espiritual en el futuro. Su genio -no religioso, sino político- consistió en haber
entendido esto a cabalidad.

Pero no es solamente en el ámbito de la doctrina que se puede demostrar tal


desconcertante flexibilidad: "un griego con los griegos, y un Judío con los Judíos",
como él mismo dice. Él tenía un agudo sentido de las necesidades prácticas, así
como de las cuestiones imposibles. Él mismo fue, aunque en un principio como
ortodoxo, el primero en oponerse a cualquier imposición de la ley judía sobre los
cristianos conversos de raza no-judía. Insistió –en contra de Pedro y del grupo
menos conciliador de los primeros cristianos en Jerusalén - que un cristiano de
origen no judío no tenía necesidad de la circuncisión, ni de las normas dietéticas
judías. En sus cartas le escribe a sus nuevos fieles - mitad-Judíos, mitad griegos,
romanos de origen dudoso, de todos los puertos levantinos del Mediterráneo: a
todos los sin raza, a todos aquellos a los que se encuentra en proceso de dar forma a
un vínculo entre su pueblo y sus tradiciones inmutables, y el vasto mundo a ser
conquistado - que no existe, para ellos, distinción alguna entre lo que es "limpio" y
lo que es "impuro" que no les permita comer lo que quieran ("todo lo que se vende
en el mercado"). Sabía que, sin estas concesiones, el cristianismo no podía aspirar a
conquistar Occidente, ni podía Israel aspirar a conquistar el mundo, a través de los
conversos occidentales.

Pedro, que no se hallaba en absoluto en un "ghetto" Judío y que seguía siendo, por
esto, un ignorante de las condiciones del mundo no-judío, no podía ver las cosas
desde la misma perspectiva - todavía no, en cualquier caso. Es por ello que
debemos ver en Pablo el verdadero fundador del cristianismo histórico: el hombre
que formó, desde la enseñanza puramente espiritual del profeta Jesús, la base de
una organización militante "en el Tiempo", cuyo objetivo era, en la conciencia
profunda del Apóstol, nada menos que la dominación de su propio pueblo en un
mundo moralmente castrado y físicamente bastardizado, un mundo en el que el
amor mal entendido de un "hombre" conduce directamente a la mezcla
indiscriminada de razas y la supresión de todo orgullo nacional - en una palabra, la
degeneración humana. Es hora de que las naciones no judías finalmente abran los
ojos a esta realidad de dos mil años, que capten toda su actualidad conmovedora, y
que reaccionan en consecuencia.

Escrita en Méadi (cerca de El Cairo) el 18 de junio de 1957.

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