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UN VENDEDOR DE SONRISAS

Autor: André León Orta


Donde todo comenzó.

Estaba sentado en la calle, sin esperanza alguna, era una tarde de domingo. Miraba
hacia a un lado y hacia el otro, y sólo el viento venia invisible dejando en mi
existencia, un sabor amargo a fracaso.

Todo comenzó seis meses antes, aquel día en el que mi sobrina Lena, la primera de
cinco sobrinos, se graduaba de bachiller, por lo tanto la familia en pleno debía
celebrar aquel evento. Así que, partí rumbo a Caracas, dejando a Felicia a cargo de
los compromisos laborales que teníamos, a pesar de la debacle económica que en
esos tiempos se avecinaba para el país.

Antes de salir en viaje, advertí a Felicia, quien era mi compañera de muchas cosas
en aquellos años mozos; que no saliera en el carro porque ella aún no tenía
experiencia en cuanto a conducir y que era mejor evitar problemas, dado lo
importante que era contar con un vehículo para el trabajo de mi pequeña empresa
de “Diseño de Paisajismo y mantenimiento de Jardines”. Esa fue la primera
motivación que genero todo lo que estaba por venir. La desconfianza.

A consecuencia de la desconfianza.

Alrededor de las 5:00 de la tarde de aquel martes, estaba de visita en casa de Nela.
Ella, unos 20 años mayor, era mi mentora, mi guía, mi amiga y aprovechando la
estancia en Caracas por la graduación de la sobrina, fui a pasar unos días con mi
apreciada amiga. Leer y escuchar buena música y compartir varios café de tertulia
era la mejor manera de pasar esos días entre conversaciones esporádicas sobre
temas ligeros de nuestras vidas, allí sentados cerca de un gran ventana que nos
dejaba ver la plenitud de la zona verde de San Luis del Cafetal, haciendo de
aquellos momentos un retiro perfecto. Pensar y pensar mientras acomodábamos el
mundo que nos quedaba lejos. Nela, quedo allí, al pie de esa ventana, pintada en el
recuerdo no mucho tiempo después.
En medio de aquel pequeño retiro, suena el teléfono y al otro lado, la noticia del
accidente automovilístico en el que Felicia, conduciendo mi Ford Del Rey rojo de
los 80, se detiene detrás de una camioneta Wagoneer blanca y marrón, ya que el
semáforo estaba en rojo. Al instante, siente un gran golpe por detrás del carro que
la deja casi inconsciente; y es que un moderno camaro del 93, color amarillo,
enviste al Ford Del Rey, que por la velocidad que traía el veloz carro, le deja como
un acordeón, y a Felicia golpeada y aturdida.

Al parecer, el conductor del camaro amarillo, al que nunca se le conoció nombre


pero si su nacionalidad; venía con varios días de fiesta, alcohol y mucha
inconciencia, se bajó, se asomó a ver a Felicia aún aturdida por el impacto, se
regresa a su carro de fuerte carrocería, lo enciende, da marcha atrás y se va del
lugar con clara intención de huir del problema que había causado.

El escenario de este evento fortuito, era el borde de la avenida Casanova Godoy con
avenida Las Delicias, de Maracay, en concurrido horario del mediodía. Felicia, que
se encontraba sola, en medio de aquella desagradable situación, en lo único que
pensaba era en mi recomendación antes de salir de viaje: “no saques el carro” y en
las consecuencias que nos traería en el futuro cercano. Ella, fuerte y estoica, logra
bajar del carro con ayuda de algunos transeúntes. La wagonner quedo intacta, sin
más que un rayón en su defensa, y dado que su conductor solo sintió un pequeño
movimiento en su vehículo, opta por irse y dejar atrás lo sucedido y a Felicia con
lágrimas que inundan sus ojos bien por el gran dolor en su cuello o por la angustia
que estoy seguro era mayor que el golpe recibido. Estas son las cosas que suceden y
la gente se ahoga de angustia por la sola costumbre de ser - humano.

El primer encuentro.

Felicia, es una mujer que siempre estuvo determinada a solucionar problemas de


los demás, pero no los suyos. Entonces, sus problemas era una excelente razón para
darlo todo por perdido. En cuanto al choque, creyó que no le quedaba otra que
quitar el carro chocado de la vía y consigue encender el motor con ayuda de
algunos curiosos y se pone en marcha con todas las dificultades de un chasis
doblado. A pocos metros, el carro se apaga muy cerca de la acera, sin poder
encender de nuevo. Felicia, entra en pánico y se sienta en la acera, derrotada, sin
un pensamiento que le permita accionar. Mientras su llanto, ahogaba su existir,
siente que alguien se sienta a su lado. Era un joven de tez morena, cabellos
ensortijados, vestido informal, y con una agenda en su mano. Este muchacho
ilumino el rostro de Felicia con una sonrisa como la que ella dice nunca vio antes.

Hipnotizada, mira los ojos de aquel joven moreno, quien le pregunta: “porque
lloras”; a lo que ella le responde entre un largo suspiro: lloro porque no puedo más,
porque no sé qué hacer y porque estoy desesperada. Pero era increíble la sonrisa de
aquella persona y ella supo que él solo quería ayudarla. Colocando su mano en el
hombro de Felicia, el joven le dice: “no hay razón para llorar, veo que estas
desesperada porque te chocaron, pero todo pasa por algo y lo único que debes
hacer es estar feliz”. El joven se levanta y aun con la mano en el hombro de Felicia
le dice: “Todo va a estar bien, aunque no lo parezca”. Ella sin poder entender
porque, deja de llorar y ve alejarse a paso lento al muchacho y apurada le
pregunta… pero quién eres? Cómo te llamas?, a lo que respondió “Yo soy solo un
vendedor, un vendedor de sonrisas”.

El destino.

Al mirar más allá de los pasos de aquel muchacho que se alejaba, Felicia ve por el
cristal de un ventanal de un restaurante italiano al muchacho del choque, aquel que
interrumpió su día, aquel que la lleno de desesperanza, aquel que coarto la
intención de demostrarme que debía confiar en ella. El mayor problema no era el
choque, sino todo lo que estaba por pasar. Pero Felicia está tranquila. No sabía que
había hecho aquel joven moreno en ella, pero sabía que su dolor había
desaparecido y con ello su frustración. Nunca supe de ese instante de la historia
hasta mucho tiempo después.
El engaño.

Allí, sentado con una cerveza en mano, estaba aquel muchacho sin nombre,
perdido en si mismo, generador de calamidades, joven y apuesto, con el mundo en
sus manos y un camino de espinas por recorrer. A su lado, y con un rostro de
amargura, con el ceño con expresión de hartarse, estaba aquel señor con pinta de
dueño y hermano.

Felicia, entra al lugar con pasos cortos y lentos, se acerca a la mesa y pide al joven
dé la cara por sus actos. Tras desahogarse un poco entre palabras de rabia, Felicia
se sienta sin ser invitada. Ambos reconocieron el hecho. El señor era el hermano
mayor y dueño del restaurante y al que si se le conoció el nombre. Su nombre era
Mario, quien a fin de evitar escándalos en su negocio, le dice a Felicia que en la
esquina esta un estacionamiento público, que guarde el Ford Del Rey y que él se
haría cargo de todo.

Ella, con la espalda pesada de culpa, aunque con un sentimiento de tranquilidad,


hace caso al italiano de nombre Mario, quien le pregunta por su estado físico, ya
que para ese momento era visible la inflamación y la rigidez del cuello de Felicia, y
le dice que vaya al Centro Medico en la otra esquina próxima, que la acompaña y
que también se haría cargo de los gastos. Parecía que el hombre tenía un guión a
consecuencia de los actos de su hermano menor.

Al llegar a la emergencia del Centro Medico, es ingresada y atendida de inmediato.


Ella explica al médico residente lo que paso y proceden a realizar una tomografía
computarizada para detectar lesiones ocultas. Una vez en observación, le preguntan
por el seguro o forma de pago, a local les indica que en la sala de espera de
emergencias se encuentra un señor de nombre Mario, responsable del choque y
quien se haría cargo de los gastos médicos. Como una película de suspenso sucede
lo inesperado. El hombre ya no estaba, había dejado a Felicia a su riesgo en el
Centro Médico. Para entonces, la desdicha de mi compañera que había
desaparecido por la hipnosis causada porque aquel sonriente joven, volvía del
tamaño del mundo. Sin saber que más hacer por el engaño, se le ocurre llamar por
fin, a la casa de mi madre, y es mi hermana quien atiende y sale de inmediato a su
encuentro, no sin antes, llamar por teléfono a la casa de Nela y darme la noticia.

Lo único que tenía Felicia a favor era que estaba siendo atendida. El diagnostico era
“doble latigazo de la cervical, con imposición de collarín rígido. No importaba nada
más para ella, que verme y decirme lo que paso. No quería que nadie más me lo
dijera. Solo ella. Pero ya se le habían adelantado. Ella en su naturaleza del ser, no
podía ver que lo único que me interesaba era su bienestar. Mi compañera,
permaneció hospitalizada hasta el otro día. Cuando regrese de Caracas directo a su
encuentro, me doy cuenta que en su mirada solo había miedo. Un sentimiento malo
que te paraliza.

Meses de vaivenes.

Felicia fue dada de alta, saldamos la cuenta del Centro Medico en tres cuotas
financiadas, saque el carro del estacionamiento un mes después de su ingreso
cuando tuve el dinero para pagar el lugar y arreglar el vehículo. Contrate un
abogado de origen italiano para lidiar con los hermanos desastrosos causantes de
todo, lo cual no sirvió de nada porque ellos tenían más dinero. Cerré la empresa de
Paisajismo y Jardinería. En algún momento le dije a Felicia “te lo dije”, lo cual
rompió entre nosotros un abismo más grande que venía abriéndose desde antes del
choque y que daba razón a mi desconfianza producto del machismo.

Ese sentimiento abismal, me hizo regresar a Caracas en busca de aquella paz que
encontraba en la casa de Nela. Era notable que el destino nos llevara entre altas y
bajas, entre acercamiento y lejanías. Felicia quedo marcada por aquel infortunado
día, No era el choque, ni era el engaño, ni su cuello adolorido. Era lo que aquel
joven moreno había logrado en pocos minutos sentado a su lado.
El destino.

Estaba en Caracas, trabajando en una empresa que me había contratado como


vendedor de productos de ferretería. Vivía en la casa de Nela, por supuesto. Mi
mentora y amiga me había alquilado una habitación para compartir gastos de su
casa y seguir disfrutando de nuestras tertulias. Felicia seguía unida a mí por el
sentimiento de hermandad que nunca antes habíamos comprendido era la verdad
de nuestra unión.

Cerca del retorno hacia la autopista, saliendo del Paraíso, esperaba que el semáforo
cambiara a verde para avanzar, y sentí a mi derecha la corneta de un vehículo que
venía a toda velocidad al parecer sin frenos, de manera que impulsivamente
avance, cruce la dirección hacia la izquierda en la esquina inmediata para que los
carros que venían en su derecho de vía no me envistieran y caí en una alcantarilla
abierta. Evite que el vehículo sin control me chocara pero el tren delantero de mi
Ford Del Rey quedo destruido.

Una vez más el destino me jugaba una mala pasada con mi carro. Aquel trabajo
que tenía de vendedor dependía de mi vehículo, así que busque presupuestos para
la reparación de lo acontecido, infructuosamente en Caracas. Debido a los altos
costos señalados en diferentes talleres en la ciudad capital, la empresa decide
apoyarme por mi rendimiento laboral, ofreció pagar el 50% de la reparación. Es
por esto que, llame al esposo de una vieja amiga que tenía su taller en la zona del
“El Limón”, en Maracay y este me ofrece ajustar el valor de la reparación total al
presupuesto de ese 50% que pagaría la empresa Ferretera.

Luigi, el esposo de mi amiga; fue a Caracas con su camión grúa y se llevó mi carro
para su taller y me prometió que en una semana estaría listo para volver a mi
trabajo. Me sentí muy agradecido porque todo estaba saliendo excelente. Comencé
a atender clientes trasladándome en Metro, bus y hasta caminando. Seguía
destacándome en mi trabajo como el mejor vendedor. Vendía artículos ferreteros al
mayor y recorría las ferreterías de la zona noroeste de la ciudad. Pasaron las
primera tres semanas y por la falta de vehículo deje de atender a clientes grandes
de zonas lejanas y baje el rendimiento laborar. La empresa comenzó a presionarme
y Luigi no atendía el teléfono.

Luigi, era un hombre de unos 40 años, de origen italiano, muy agradable al trato y
un tanto alegre. Durante tres fines de semana fui a Maracay y encontraba el carro
en el mismo puente de mecánica para su arreglo y en el mismo estado de desarme
de piezas. Luigi me decía, que no conseguía repuestos, que no tenía ayudante, que
no llego el repuesto faltante, que no conseguía los bujes, que los amortiguadores
estaban malos. Mientras que escuchaba sus escusas, sus ojos rojos de licor me
decían la verdad. Aun cuando le decía a Luigi que no me engañara más, que me
dijera la verdad para saber qué hacer, el seguía mintiendo.

Un mes después, la empresa me pasa un memorándum advirtiéndome que si el


lunes siguiente no daba respuesta por la reparación del vehículo o presentaba otro
vehículo para trabajar tendrían que prescindir de mis servicios. Una vez más me fui
a Maracay con la intención de no moverme del taller hasta que me entregarán mi
Ford Del Rey, reparado y rodando perfecto. Luigi, al ver mi molestia me promete
que para el domingo tendría todo listo.

Llego el domingo y lo encontré en su taller sentado con un amigo, aun bebiendo


desde el día anterior. No podía levantarse y dar dos pasos sin caerse y se reía
mucho y me decía: “Tranquilo vale, estoy esperando el repuesto que falta”,
evidenciando entre risas y miradas perdidas, su falta.

Camine hasta la parte trasera del taller, me senté en la acera, encendí un cigarrillo y
dos, tres y comencé a sentir la desesperanza en el calor de mis dedos, en el sudor de
mi frente, en el desdén de mis pensamientos. Un vació mental me invadía las ideas
de batallas perdidas, no había otra cosa en mi existencia que la derrota. De pronto,
comencé a sentir al viento que movía mi ropa, mi cabello e intentaba apagar mi
cigarrillo. Un viento que bajo su danza de pronto me hacia sentir que era más bien
caricias en mi rostro. Volteaba mi mirada de un lado y hacia el otro porque sentía
algo extraño, pero no había nadie. No pasaba nada ni de un lado de la calle ni del
otro.

De pronto el viento seso, mire a la derecha y no había nadie, mire a la izquierda y


tampoco había nadie. Baje mi cabeza mirando al piso, dejando caer en pedazos mi
futuro antes que sucediera algo, porque sabía que si no llegaba al día siguiente a
Caracas con mi carro listo para retomar mi trabajo como vendedor, estaría
desempleado.

En tan solo segundo, una sombra tapo al sol que me daba directo en esa posición de
la calle y al levantar la mirada, allí estaba frente a mí un joven de tez morena,
cabello ensortijado, vestido con un bluejeans desteñido y una camisa de cuadros
azules con bastante uso y una agenda en sus manos. Al verlo, mi rostro se ilumino.
No sé qué me paso. El joven me pregunto qué me pasaba y yo sin saber de dónde
había salido este hombre, giraba mi cabeza en todas direcciones, buscando
respuestas. Él, sonriendo de la forma más maravillosa que alguna vez vi sonreír a
alguna persona, se sentó a mi lado, puso su mano en mi hombro y me pregunto de
nuevo: ¿Qué te pasa? ¿Te puedo ayudar en algo?

No sé por qué, pero le sonreí y respondí a su pregunta: “me pasan muchas cosas”.
Su mano todavía en mi hombro me hacía sentir seguro, tranquilo. Todo lo que me
rodeaba dejo de existir. Comencé a contarle que estaba allí porque mi carro estaba
dañado y el dueño del taller me había engañado con el tiempo de reparación y la
reparación misma. Que para el día siguiente debía estar en Caracas porque si no
perdería mi trabajo y que ya no sabía que más hacer. Entonces él me dijo: “si no
sabes que hacer es porque quizá no hay más nada que hacer”. Pero cualquier cosa
que suceda estará bien porque es lo que Dios quiere para ti.

Quede atónito. El joven se levantó con una magnánima sonrisa y comenzó a


caminar. Tenía una sensación que jamás volví a sentir. Aquel muchacho modesto
comenzó a alejarse diciéndome con su sonrisa que la vida es bella y que todo está
bien. Que todo lo que pasa tiene que pasar. Que nada es malo, que todo es bueno.
Que no hay sufrimiento, que la angustia no existe, que es una decisión personal la
forma en que enfrentamos la vida. Eso se siente como la más grande plenitud que
algún ser humano pueda sentir. Había aquel joven dado unos pocos pasos cuando
le pedí que no se fuera, que se quedara conmigo y me dijo: “tengo que seguir mi
camino”. Entonces alcance a preguntarle su nombre y el reía más hermoso e
iluminado. Finalmente le dije: Dime quien eres y poniendo sus manos en su
corazón me dijo… “yo, yo soy un vendedor… un vendedor de sonrisas”.

André León
Cuento: Un Vendedor de Sonrisas.
Basada en hechos reales.

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