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Estaba sentado en la calle, sin esperanza alguna, era una tarde de domingo. Miraba
hacia a un lado y hacia el otro, y sólo el viento venia invisible dejando en mi
existencia, un sabor amargo a fracaso.
Todo comenzó seis meses antes, aquel día en el que mi sobrina Lena, la primera de
cinco sobrinos, se graduaba de bachiller, por lo tanto la familia en pleno debía
celebrar aquel evento. Así que, partí rumbo a Caracas, dejando a Felicia a cargo de
los compromisos laborales que teníamos, a pesar de la debacle económica que en
esos tiempos se avecinaba para el país.
Antes de salir en viaje, advertí a Felicia, quien era mi compañera de muchas cosas
en aquellos años mozos; que no saliera en el carro porque ella aún no tenía
experiencia en cuanto a conducir y que era mejor evitar problemas, dado lo
importante que era contar con un vehículo para el trabajo de mi pequeña empresa
de “Diseño de Paisajismo y mantenimiento de Jardines”. Esa fue la primera
motivación que genero todo lo que estaba por venir. La desconfianza.
A consecuencia de la desconfianza.
Alrededor de las 5:00 de la tarde de aquel martes, estaba de visita en casa de Nela.
Ella, unos 20 años mayor, era mi mentora, mi guía, mi amiga y aprovechando la
estancia en Caracas por la graduación de la sobrina, fui a pasar unos días con mi
apreciada amiga. Leer y escuchar buena música y compartir varios café de tertulia
era la mejor manera de pasar esos días entre conversaciones esporádicas sobre
temas ligeros de nuestras vidas, allí sentados cerca de un gran ventana que nos
dejaba ver la plenitud de la zona verde de San Luis del Cafetal, haciendo de
aquellos momentos un retiro perfecto. Pensar y pensar mientras acomodábamos el
mundo que nos quedaba lejos. Nela, quedo allí, al pie de esa ventana, pintada en el
recuerdo no mucho tiempo después.
En medio de aquel pequeño retiro, suena el teléfono y al otro lado, la noticia del
accidente automovilístico en el que Felicia, conduciendo mi Ford Del Rey rojo de
los 80, se detiene detrás de una camioneta Wagoneer blanca y marrón, ya que el
semáforo estaba en rojo. Al instante, siente un gran golpe por detrás del carro que
la deja casi inconsciente; y es que un moderno camaro del 93, color amarillo,
enviste al Ford Del Rey, que por la velocidad que traía el veloz carro, le deja como
un acordeón, y a Felicia golpeada y aturdida.
El escenario de este evento fortuito, era el borde de la avenida Casanova Godoy con
avenida Las Delicias, de Maracay, en concurrido horario del mediodía. Felicia, que
se encontraba sola, en medio de aquella desagradable situación, en lo único que
pensaba era en mi recomendación antes de salir de viaje: “no saques el carro” y en
las consecuencias que nos traería en el futuro cercano. Ella, fuerte y estoica, logra
bajar del carro con ayuda de algunos transeúntes. La wagonner quedo intacta, sin
más que un rayón en su defensa, y dado que su conductor solo sintió un pequeño
movimiento en su vehículo, opta por irse y dejar atrás lo sucedido y a Felicia con
lágrimas que inundan sus ojos bien por el gran dolor en su cuello o por la angustia
que estoy seguro era mayor que el golpe recibido. Estas son las cosas que suceden y
la gente se ahoga de angustia por la sola costumbre de ser - humano.
El primer encuentro.
Hipnotizada, mira los ojos de aquel joven moreno, quien le pregunta: “porque
lloras”; a lo que ella le responde entre un largo suspiro: lloro porque no puedo más,
porque no sé qué hacer y porque estoy desesperada. Pero era increíble la sonrisa de
aquella persona y ella supo que él solo quería ayudarla. Colocando su mano en el
hombro de Felicia, el joven le dice: “no hay razón para llorar, veo que estas
desesperada porque te chocaron, pero todo pasa por algo y lo único que debes
hacer es estar feliz”. El joven se levanta y aun con la mano en el hombro de Felicia
le dice: “Todo va a estar bien, aunque no lo parezca”. Ella sin poder entender
porque, deja de llorar y ve alejarse a paso lento al muchacho y apurada le
pregunta… pero quién eres? Cómo te llamas?, a lo que respondió “Yo soy solo un
vendedor, un vendedor de sonrisas”.
El destino.
Al mirar más allá de los pasos de aquel muchacho que se alejaba, Felicia ve por el
cristal de un ventanal de un restaurante italiano al muchacho del choque, aquel que
interrumpió su día, aquel que la lleno de desesperanza, aquel que coarto la
intención de demostrarme que debía confiar en ella. El mayor problema no era el
choque, sino todo lo que estaba por pasar. Pero Felicia está tranquila. No sabía que
había hecho aquel joven moreno en ella, pero sabía que su dolor había
desaparecido y con ello su frustración. Nunca supe de ese instante de la historia
hasta mucho tiempo después.
El engaño.
Allí, sentado con una cerveza en mano, estaba aquel muchacho sin nombre,
perdido en si mismo, generador de calamidades, joven y apuesto, con el mundo en
sus manos y un camino de espinas por recorrer. A su lado, y con un rostro de
amargura, con el ceño con expresión de hartarse, estaba aquel señor con pinta de
dueño y hermano.
Felicia, entra al lugar con pasos cortos y lentos, se acerca a la mesa y pide al joven
dé la cara por sus actos. Tras desahogarse un poco entre palabras de rabia, Felicia
se sienta sin ser invitada. Ambos reconocieron el hecho. El señor era el hermano
mayor y dueño del restaurante y al que si se le conoció el nombre. Su nombre era
Mario, quien a fin de evitar escándalos en su negocio, le dice a Felicia que en la
esquina esta un estacionamiento público, que guarde el Ford Del Rey y que él se
haría cargo de todo.
Lo único que tenía Felicia a favor era que estaba siendo atendida. El diagnostico era
“doble latigazo de la cervical, con imposición de collarín rígido. No importaba nada
más para ella, que verme y decirme lo que paso. No quería que nadie más me lo
dijera. Solo ella. Pero ya se le habían adelantado. Ella en su naturaleza del ser, no
podía ver que lo único que me interesaba era su bienestar. Mi compañera,
permaneció hospitalizada hasta el otro día. Cuando regrese de Caracas directo a su
encuentro, me doy cuenta que en su mirada solo había miedo. Un sentimiento malo
que te paraliza.
Meses de vaivenes.
Felicia fue dada de alta, saldamos la cuenta del Centro Medico en tres cuotas
financiadas, saque el carro del estacionamiento un mes después de su ingreso
cuando tuve el dinero para pagar el lugar y arreglar el vehículo. Contrate un
abogado de origen italiano para lidiar con los hermanos desastrosos causantes de
todo, lo cual no sirvió de nada porque ellos tenían más dinero. Cerré la empresa de
Paisajismo y Jardinería. En algún momento le dije a Felicia “te lo dije”, lo cual
rompió entre nosotros un abismo más grande que venía abriéndose desde antes del
choque y que daba razón a mi desconfianza producto del machismo.
Ese sentimiento abismal, me hizo regresar a Caracas en busca de aquella paz que
encontraba en la casa de Nela. Era notable que el destino nos llevara entre altas y
bajas, entre acercamiento y lejanías. Felicia quedo marcada por aquel infortunado
día, No era el choque, ni era el engaño, ni su cuello adolorido. Era lo que aquel
joven moreno había logrado en pocos minutos sentado a su lado.
El destino.
Cerca del retorno hacia la autopista, saliendo del Paraíso, esperaba que el semáforo
cambiara a verde para avanzar, y sentí a mi derecha la corneta de un vehículo que
venía a toda velocidad al parecer sin frenos, de manera que impulsivamente
avance, cruce la dirección hacia la izquierda en la esquina inmediata para que los
carros que venían en su derecho de vía no me envistieran y caí en una alcantarilla
abierta. Evite que el vehículo sin control me chocara pero el tren delantero de mi
Ford Del Rey quedo destruido.
Una vez más el destino me jugaba una mala pasada con mi carro. Aquel trabajo
que tenía de vendedor dependía de mi vehículo, así que busque presupuestos para
la reparación de lo acontecido, infructuosamente en Caracas. Debido a los altos
costos señalados en diferentes talleres en la ciudad capital, la empresa decide
apoyarme por mi rendimiento laboral, ofreció pagar el 50% de la reparación. Es
por esto que, llame al esposo de una vieja amiga que tenía su taller en la zona del
“El Limón”, en Maracay y este me ofrece ajustar el valor de la reparación total al
presupuesto de ese 50% que pagaría la empresa Ferretera.
Luigi, el esposo de mi amiga; fue a Caracas con su camión grúa y se llevó mi carro
para su taller y me prometió que en una semana estaría listo para volver a mi
trabajo. Me sentí muy agradecido porque todo estaba saliendo excelente. Comencé
a atender clientes trasladándome en Metro, bus y hasta caminando. Seguía
destacándome en mi trabajo como el mejor vendedor. Vendía artículos ferreteros al
mayor y recorría las ferreterías de la zona noroeste de la ciudad. Pasaron las
primera tres semanas y por la falta de vehículo deje de atender a clientes grandes
de zonas lejanas y baje el rendimiento laborar. La empresa comenzó a presionarme
y Luigi no atendía el teléfono.
Luigi, era un hombre de unos 40 años, de origen italiano, muy agradable al trato y
un tanto alegre. Durante tres fines de semana fui a Maracay y encontraba el carro
en el mismo puente de mecánica para su arreglo y en el mismo estado de desarme
de piezas. Luigi me decía, que no conseguía repuestos, que no tenía ayudante, que
no llego el repuesto faltante, que no conseguía los bujes, que los amortiguadores
estaban malos. Mientras que escuchaba sus escusas, sus ojos rojos de licor me
decían la verdad. Aun cuando le decía a Luigi que no me engañara más, que me
dijera la verdad para saber qué hacer, el seguía mintiendo.
Camine hasta la parte trasera del taller, me senté en la acera, encendí un cigarrillo y
dos, tres y comencé a sentir la desesperanza en el calor de mis dedos, en el sudor de
mi frente, en el desdén de mis pensamientos. Un vació mental me invadía las ideas
de batallas perdidas, no había otra cosa en mi existencia que la derrota. De pronto,
comencé a sentir al viento que movía mi ropa, mi cabello e intentaba apagar mi
cigarrillo. Un viento que bajo su danza de pronto me hacia sentir que era más bien
caricias en mi rostro. Volteaba mi mirada de un lado y hacia el otro porque sentía
algo extraño, pero no había nadie. No pasaba nada ni de un lado de la calle ni del
otro.
En tan solo segundo, una sombra tapo al sol que me daba directo en esa posición de
la calle y al levantar la mirada, allí estaba frente a mí un joven de tez morena,
cabello ensortijado, vestido con un bluejeans desteñido y una camisa de cuadros
azules con bastante uso y una agenda en sus manos. Al verlo, mi rostro se ilumino.
No sé qué me paso. El joven me pregunto qué me pasaba y yo sin saber de dónde
había salido este hombre, giraba mi cabeza en todas direcciones, buscando
respuestas. Él, sonriendo de la forma más maravillosa que alguna vez vi sonreír a
alguna persona, se sentó a mi lado, puso su mano en mi hombro y me pregunto de
nuevo: ¿Qué te pasa? ¿Te puedo ayudar en algo?
No sé por qué, pero le sonreí y respondí a su pregunta: “me pasan muchas cosas”.
Su mano todavía en mi hombro me hacía sentir seguro, tranquilo. Todo lo que me
rodeaba dejo de existir. Comencé a contarle que estaba allí porque mi carro estaba
dañado y el dueño del taller me había engañado con el tiempo de reparación y la
reparación misma. Que para el día siguiente debía estar en Caracas porque si no
perdería mi trabajo y que ya no sabía que más hacer. Entonces él me dijo: “si no
sabes que hacer es porque quizá no hay más nada que hacer”. Pero cualquier cosa
que suceda estará bien porque es lo que Dios quiere para ti.
André León
Cuento: Un Vendedor de Sonrisas.
Basada en hechos reales.