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Esta es la suerte común que corren todas las obras clásicas: a pesar de todo lo que se diga, el
tiempo deja en ellas la huella imborrable de algunas arrugas. Así y todo no es menos cierto que la
aportación, a la par histó-rica y sociológica de Durkheim, representa un factor muy importante en
pedagogía, una adquisición tan capital, quizás, como la del psicoanálisis de Freud. Es un hecho
irrefutable que la época actual ha tomado cada vez más conciencia de la importancia de los
fenómenos de la socialización en todos los campos de la vida, incluso en los más individualistas; el
lugar que ocupa lo «colectivo» en los regímenes marxistas es muestra fehaciente de ello. Es
también un hecho irrebatible que tenemos, hoy en día, una conciencia más aguda que antaño de
la rápida evolución de nuestra civilización, y de que vivimos bajo el signo del cambio. Y mal que
nos pese, la educación que prodigamos a la juventud debe tener muy en cuenta esos hechos
fundamentales. Aun cuando situando muchas cosas bajo otra perspectiva, el tiempo ha acabado
dando la razón a Durkheim en no pocos puntos. Lo que significaba una innovación doctrinal, se ha
incorporado desde entonces a nosotros y hace parte, de ahora en adelante, de nuestro patrimonio
pedagógico.
En medio de todo, es privilegio de los clásicos el conservar un interés siempre actual a través de
problemas que han tocado y que no han dejado de preocuparnos. Cuando Durkheim escribe «Las
transformaciones profundas a las que han sido sometidas o a las que se ven actualmente
sometidas las sociedades contemporáneas, requieren las transformaciones correspondientes
dentro del campo de la educación nacional», ¿cómo podríamos nosotros no sentirnos aludidos? Y
cuando añade «Ahora bien, si sabemos perfectamente que son necesarios determinados cambios,
lo que no sabemos de manera concreta es cuáles deben ser éstos», ¿quién podría atreverse a
afirmar de forma perentoria que han sido encontradas hasta el momento presente soluciones
verdaderamente satisfactorias? Lo mismo ocurre cuando se dedica a analizar «la crisis> imperante
en nuestra enseñanza secundaria, a subrayar la necesidad y los peligros que entrañan la
especialización de los estudios, a bosquejar un programa de formación de educadores. Otros
tantos temas entre otros muchos que son estudiados en la obra Educación y sociología y que
siguen siendo de una candente actualidad.
Al releer hoy este libro, nos damos cuenta de que determinados conceptos de Durkheim que
podían chocar cuando su publicación —que, efectivamente, me habían chocado en mi juventud—
han perdido ahora gran parte de su impacto. Esas concepciones se nos han hecho ahora
familiares. El carácter drástico, a veces polémico, de las tesis que defendía Durkheim ha ido
menguando en virulencia a nuestros ojos. Habiendo transcurrido ahora el tiempo necesario para
poder aquilatar mejor su pensamiento, nos sentimos sobre todo receptivos a una suerte de
sapiencia, algo severa quizás, pero razonable y optimista del autor. Y nos complace reflexionar
junto con Durkheim en las cuestiones de índole pedagógica. Ese clásico no es, y en todo caso ya no
lo es, un maestro dominante a quien se obedece. Es un amigo a quien se consulta porque siempre
es de