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Minúsculas mágicas dependencias


La adicción es una palabra en boga; su anglicismo le confiere un aura
que la palabra “dependencia” ha perdido. Sí, la dependencia tiene muy
mala prensa. Se le atribuye una peligrosidad proporcional a su grado
de atracción. Tóxica por varias razones, tiene como sustitutos una
cantidad de sustancias más o menos potentes comúnmente llamadas
drogas (entre las cuales entraría la farmacopea actual de los ansio-
líticos), pero también diversas producciones biotecnológicas, fuente
de una fascinación inagotable. Todos nos codeamos en secreto con la
dependencia, por más que la satanicemos públicamente.
Ser dependiente es estar mal, necesariamente, ya te lo dijeron...
Ser dependiente de un cuerpo, de un líquido, de un objeto por lo tanto
fetichizado, de un ritual, de un juego, de una pantalla, todo es sospe-
choso. Y, sin embargo, allí empezamos, en la dependencia más desnuda.
Violenta. Y por momentos nuestras angustias, nuestros miedos, nos
hacen reencontrar aquel cuerpo de recién nacido a merced del hambre,
de la sed, del frío, de la espera, del dolor y de lo desconocido. Las sen-
saciones experimentadas durante las primeras semanas de vida están
allí, intactas, y basta con un momento de nostalgia más fuerte que otro
para que vuelvan a asediarnos y doblegar nuestro cuerpo de adulto.
El recién nacido está entregado al otro, no sólo a la buena voluntad
de sus caricias, del cuidado prodigado con más o menos atención (aquí
evito la palabra “amor” adrede), sino también a los estados de ánimo
de sus padres, de su posible fratría, de sus nodrizas; de igual manera
está entregado a aquello que lo atraviesa interiormente, puesto que en
esos momentos que siguen del nacimiento es probable que emocional
y espiritualmente no esté tan desligado de la madre y del mundo uteri-
no como lo está su cuerpo. Y cuando nos mira con esa mirada de la que
dicen que aún no nos “ve”, ¿qué percibe realmente? Cuando un adulto
maltrecho en su vida afectiva se deja derivar hasta ser un desecho, es
aquel cuerpo, el del infante muy pequeño, que habla en él y reclama
una atención que ningún adulto puede ni pudo prodigarle.
Este estado de dependencia primaria lo buscamos y le rehui-
mos con la misma y constante energía. Jugamos a las escondidillas
como grandes, habiendo olvidado nuestra infancia en algún lugar en

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el pasto, las batallas de cojines, los secretos, las escapadas fallidas; de
hecho no sabemos bien lo que buscamos en ese calado que se forma
entre las caras y la desnudez de los cuerpos, en el entrelazamiento de
los paisajes.
Correr el riesgo de la dependencia es hacer una seña de amistad
a aquel cuerpo del posparto, pero no solamente esto. También es pen-
sar que a semejanza de la vacuna que inocula un poco del virus para
aguerrir al cuerpo, el cual declara y construye entonces sus propias
protecciones, más vale dejar crecer nuestras dependencias, como lo
haría uno con un jardín a la inglesa conservando las malas hierbas
mezcladas con el tomillo y las dalias, e incluso encontrarse a gusto
allí. No huir de ellas sino aprehenderlas, prestarles nuestra inteligen-
cia. El amor —aquí me arriesgo a usar la palabra— ciertamente con
aprensión es un arte de la dependencia. Supone pues que uno se arries-
gue. Admitir su derrota, su espera insensata, su desesperanza ante el
rechazo brusco del otro, dejarse devastar por un dolor del que parece
entonces que nunca tendrá fin. Este consentimiento a la dependencia
no es una resignación sino que se instala en el alma un veneno fatal
que será el lecho de toda depresión futura, como un río retenido por
demasiado tiempo que se vuelve pantano. El amor es ese aconteci-
miento que nos hace capaces de transportarnos en el otro, de desertar
de nosotros mismos para elegir al oponente en contra de nosotros. El
amor existe a pesar de toda violencia, de la tontería, del estilo, de la
envidia, del sueño, también está constantemente a contratiempo. Se
encuentra asimismo en el encanto y el asco, una desapropiación de sí,
una desmentida. Ignoramos lo que quiméricamente se imprime en no-
sotros desde las primeras horas de la vida y que resurgirá en tal o cual
apego a cierto color de piel, cierto olor, a ese gesto, esa desenvoltura,
ese acento, ese movimiento de cadera apenas marcado, ese espacia-
miento entre las palabras.
Si la dependencia es la tentación, entonces se le puede recono-
cer el haber resucitado la figura del diablo. El tentador que hace de
Job un hombre puesto a prueba dice nuestra condición humana. La
provocación es aquello a lo cual uno puede sucumbir. Quiero decir que

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aun cuando uno se resiste, si uno lo tiene en la línea de mira como a
un enemigo muy especial al que uno dice que no, este rechazo sigue
siendo una forma de dependencia puesto que de esta forma él también
nos tiene bajo control, obligándonos a pensar en él un poco cada día o
incluso a cada instante. Cada uno de nosotros pacta con el diablo a su
manera. Mantiene con él una conversación que trata de conservar en
el secreto total.
Y luego uno desconoce sus propias dependencias... Podemos
saber que somos dependientes, con más o menos remordimiento, a la
leche condensada, al grito de las golondrinas arriba de los techos de
Roma en primavera, a la adrenalina de una pared rocosa en pleno ve-
rano a las tres de la mañana, encordado, a los tacones altos que llevan
los tobillos como un asa ligera, a un cierto perfume, a los videos porno,
a la miel de lavanda, al color rojo, al mal vino, a las noches en vela, a
esa piel que adivino sin haberla tocado aún, a las películas de culto, a
la pesca con mosca, al soñar. Pero esto sólo dibuja el paisaje familiar
de nuestras adicciones. El resto está en la noche. Nuestra noche de hu-
manidad. La que ningún análisis podrá desalojar sino solamente rozar,
quizás nombrar como uno aprendería palabras de un idioma extranje-
ro. Puesto que eso nace en el cuerpo uterino del que no conservamos
ninguna memoria, que no obstante nos constituye y nos sostiene.
Subestimar al diablo es peligroso, creer que la tentación se
aparta por la sola fuerza de la voluntad es vano, esto por lo menos lo
sabemos. Imaginar que responderle sería librarse de ella es ingenuo.
El imperio que ejerce la tentación se refuerza tanto con el rechazo
como con el acto por el cual uno se abandona a ella. Ninguna salva-
guardia de un lado ni del otro. Bien lo saben las bulímicas, así como su
pariente anorexiada, tan cierto es que la tentación de acabar con esa
hambre que las invade en cualquier momento las deja exangües con
un asco por sí mismas que no se libera con un pacto con el hambre, sin
importar de qué clase sea. Pero quizás aquí no se trate simplemente de
ser liberado...
Depender de otro no es necesariamente entregarse en cuerpo
y alma, quizás haya que encontrar, en esos parajes, una ética “débil”,

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un pensamiento minimalista, uno que se fijara en los detalles, en las
coyunturas, en las señas minúsculas de consentimiento de las que so-
mos capaces en nuestra conversación con lo real, y en ese momento
inventar eras de micro-dependencia, pequeñísimos paisajes de muy
violentos apegos, con algunas burbujas alrededor, tan ligeras como
alas de libélulas.

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