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de
Carlo Goldoni
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Nota sobre “La hostería de la posta”
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No se trata de una obra maestra. La Hostería de la Posta es una obra envejecida,
que tiene sus arrugas. Téngase en cuenta, en cualquier caso, que se diría nacida a
mediados del ochocientos, un siglo después. Durante mucho tiempo, gozó de
enorme favor entre las compañías aficionadas. Por una curiosa excepción, en
Francia fue traducida o imitada tres veces. En Alemania la imitó no sin fortuna
Kotzebue. A mí la trama goldoniana me parece feliz. Tiene inverosimilitudes, tiene
artificios, pero el teatro está acostumbrado y el público no se preocupa, antes bien
ama las combinaciones más extrañas con tal de que sean dramáticas. Los
personajes resultan simpáticos; comprensible, diría yo, el Barón: aunque sea
demasiado largo su coloquio con el Conde. Con algunos cortes la commediola
puede divertir incluso hoy a un público selecto, poco numeroso, que esté dispuesto
a disfrutar un viejo scherzo de una vieja sociedad, desaparecida para siempre: o
sea, una graciosa aventura de viaje en los antiguos albergues del setecientos.
Diré también a los curiosos que muchas posadas existían ya con el nombre de
hostería de la posta: se sabe que había una en Padua, otra en Pavía, otra famosa
en Piacenza, otra que el propio Goldoni recuerda en Reggio, y otra era aún
conocida por los forasteros, a mediados del ochocientos en el mismo Vercelli,
donde paró al menos una vez con su Nicoletta nuestro autor.
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El autor al que lee
Se hace actualmente, como sabes, una nueva edición completa de todas mis
obras por Pasquali 3, pero ésta no ha de privarte, si amas mis cosas, de proveerte
de estos diez volúmenes, llamados Nuevo Teatro, ya que hará falta tiempo antes
de que pasen estas Comedias a la nueva edición, no publicando en aquella más
que cuatro volúmenes al año, en todos los cuales debe haber una Comedia nunca
impresa.
Finalizo la presente Colección con una Comedia en un solo acto; pero que no deja
de ser una comedia completa, de modo que no se podría alargar aunque quisiera.
Una similar habrás visto en el tomo cuarto de mi nueva edición 4, y como el público
no se mostró descontento de ella, me imagino que no lo estarás tú de ésta. Te
agradezco, Lector humanísimo, la bondad con que me lee. y me sufres. No dejes
de leer, que yo no dejo de escribir, y ahora más que nunca estoy lleno de valor y
compromiso 5.
1Así se titula la edición veneciana de Francesco Pitteri, que comprende diez volúmenes de comedias, compuestas en
general para el Teatro San Luca.
2Entiéndase la edición Paperini de Florencia, también en diez tomos, que contiene las comedias compuestas por Goldoni
para los teatros San Samuele y Sant’Angelo.
3 Véase Mémoires. El primer tomo de 1ª edición Pasquali apareció en Venecia en el verano de 1761.
4 Se refiere a L’Avaro, que fue impresa en 1762 en el tomo IV de la edición Pasquali.
5El año de impresión de esta comedia, y presumiblemente el de redacción de esta «presentación», es 1763. Goldoni debe
escribir, pues, desde París, a donde se exilia en febrero de 1762. (N. del T.)
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Personajes
Un Camarero de la Hostería.
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Acto Único
Escena Primera
CAMARERO. — ¿Se quedan aquí los señores, o quieren partir en seguida? (Al MARQUÉS.)
MARQUÉS.— Dadnos algo de comer: una sopa, algo de cocido, si hay, y haced
preparar los caballos.
TENIENTE. — Ya estuve aquí otras veces. Sé que hay una buena habitación que da a
la calle. Abridla, que queremos verla.
CAMARERO. — Un caballero milanés con una dama, que dice ser su hija.
CAMARERO. — De Milán.
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TENIENTE. — Muy bien; si les parece, comeremos juntos.
MARQUÉS. — Sí, sí, entiendo. La ocasión de comer con una joven os hace temer el
calor y el polvo.
Escena II
El Marqués y el Teniente.
TENIENTE. — Alegraos, marqués. Vos, que vais a casaros, deberíais estar más jovial.
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MARQUÉS. — Debería estarlo realmente, pero me tiene un poco preocupado no
haber visto aún a mi prometida. Me dicen que es bastante bella, que es gentil y
amable; y no obstante tengo una extrema curiosidad por verla.
TENIENTE. — ¿Cómo habéis sido inducido para obligaros a desposar a una joven sin
verla antes?
TENIENTE. — ¿Y si no os gustara?
TENIENTE. — Sí; pero, por vuestro bien no quisiera que la amaseis tanto. Conozco
vuestro temperamento. En vuestros amores soléis ser un tanto celoso. Si la amaseis
demasiado, si os gustase muchísimo, tendríais las mayores inquietudes.
TENIENTE. — Sí, y creo que nada hay mejor en el mundo. Hoy aquí, mañana allá; hoy
un amorío, mañana otro. Amar, galantear, servir, y a un toque de tambor, adiós a
quien queda, y buena suerte a quien parte.
TENIENTE. — Sí, en un santiamén. A poco hermosa que sea esta joven que está aquí
hospedada, me comprometo a mostraros cómo se hace para enamorarla con dos
palabras.
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MARQUÉS. — Todo está en que quieran compañía.
Escena III
El Marqués solo.
MARQUÉS. — Bravo por el señor teniente. Está siempre de buen humor. No sé si es por
su carácter o por privilegio de su oficio. ¡De buena gana hubiera elegido también
yo la carrera militar! Pero soy el único representante de mi familia y es necesario
que me case. Mis parientes desdeñan que goce de mi dulcísima libertad, y me
conviene sacrificarla. ¡Ojalá que al menos mi sacrificio sea menos amargo y menos
peligroso! ¡Quiera el cielo que una esposa amable y de mi gusto haga ligera mi
cadena! ¡Ah sí, aunque sea de oro, aunque esté llena de joyas o adornada con
flores, no dejará de ser cadena! La libertad es superior a toda riqueza, pero quiere
el destino que el hombre se sujete a las leyes de la naturaleza, y contribuya con sus
propias pérdidas al bien de la sociedad, a la subsistencia del mundo. (Entra en la
habitación.)
Escena IV
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CAMARERO. — Mándeme.
Escena V
CONDESA. — A Turín.
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CONDESA. — Perdone, no quisiera que se despertara mi padre y tuviese ocasión de
reprenderme si me entretengo.
MARQUÉS. — (¡Ay de mí! ¿Qué oigo? ¿Mi prometida aquí? ¿Por qué de viaje? ¿Por
qué ha salido de Milán?)
MARQUÉS. — ¿No estáis vos destinada por esposa al marqués Leonardo de Fiorellini?
MARQUÉS. — Sí, por cierto. El Marqués es amigo mío, y sé que debía ir a Milán para
concertar esas bodas. (Quiero mantenerme encubierto hasta descubrir qué razón
le hizo marchar de su pueblo.)
MARQUÉS. — Os suplico
que os sentéis. (Le ofrece una silla. La CONDESA se sienta, luego bebe
el agua.) (Su cara me
gusta; estoy muy contento de su gentileza.) (Se sienta.) (El
corazón querría que me diera a conocer, pero la curiosidad me lo impide.) (El
CAMARERO se va.)
CONDESA.— Quisiera que con toda sinceridad, como caballero, como hombre de
honor que sois, tuvieseis la bondad de decirme de qué carácter es ese señor
Marqués que se me destina por esposo.
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MARQUÉS. — Sí, señora, me comprometo a haceros su retrato completo. Le conozco
mucho, y lo haré exactísimo, os lo prometo. Pero permitidme que yo os pregunte
antes por qué motivo os encontráis aquí, y no en Milán, adonde, según lo
concertado, debía ir el Marqués Leonardo para desposaros.
MARQUÉS. — Tendréis una excusa muy razonable, estáis conversando con un amigo
de vuestro prometido.
CONDESA. — Sí, de buena gana: Soy demasiado sincera para poder esconder la
verdad. Mi padre me ha destinado por esposa a un caballero que no conozco. No
lo he visto nunca, y no sé si puedo forjarme ilusiones de llegar a ser feliz con él. No
me importa nada que sea guapo, ni deseo que sea zalamero; el más galán, el más
brillante joven de este mundo podría tener a mis ojos algo repugnante que me
desagradase, y me pusiese en la obligación de darle a conocer mi aversión. Más
que su aspecto, me interesa su carácter. ¿Quién me asegura que sea humano,
virtuoso, tratable? La riqueza, la nobleza no me forjarán nunca la ilusión de estar
bien, si no tengo la paz del corazón, y ésta quiero defenderla a cualquier precio,
con el don de la libertad que me ha concedido el cielo. Mi padre, a despecho de
mis protestas, a pesar de mis repulsas, ha suscrito un contrato que podría
sacrificarme. Parientes tengo en Milán que, persuadidos de mis razones, me
compadecen; y él, para quitarme toda oportunidad, toda ayuda, quiere llevarme
a Turín, quiere ponerme al lado de su hermana, que es la autora de tal contrato, y
me guste o me disguste el novio, quiere obligarme a que me ate a él. No he podido
resistirme a su repentina decisión de partir. Me dejo llevar con él a Turín, pero
decidida, decidid! sima a manifestar mi aversión, cuando me halle dispuesta a
aborrecer a mi consorte. Yo misma iré a arrojarme a los pies del Soberano, pediré
justicia contra la violencia de mi padre: pronta a encerrarme en un convento para
siempre, antes que entregar mi mano a un sujeto que me parezca desagradable,
peligroso e ingrato.
MARQUÉS. — Os diré antes con respecto a su persona, que no es muy guapo, pero
en nuestra tierra nunca pasó por feo.
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MARQUÉS. — Su edad ya la sabréis.
CONDESA. — Sí, es quizá la única cosa que se me dijo de él. Sé que está aún en una
fresca virilidad, y me dicen que tiene un don de la naturaleza, que lo hace parecer
aún más joven de lo que de hecho es.
MARQUÉS. — Os diré; el Marqués Leonardo es tan amigo mío, que no tengo corazón
para decir mal de él, y no tengo valor para decir bien.
MARQUÉS. — ¿Y quién es el joven, llegado a la fresca virilidad como vos decís, que
no haya estado enamorado?
MARQUÉS. — Sí, por cierto. Le conozco tan profundamente, y tan conocidos son para
mí sus pensamientos, que, además de prometer y asegurároslo, podría jurar por él.
CONDESA. — Mal, muy mal. Un marido que estudia descuida muy fácilmente a su
mujer. Quien ama la conversación no tiene afecto a su casa; y quien frecuenta el
teatro, encuentra muy fáciles ocasiones para concebir nuevas pasiones.
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MARQUÉS. — Perdonadme, señora mía, me parece que os engañáis, y me creo en
la obligación de defender las costumbres de mi amigo. El estudio de las letras es
una ocupación del espíritu, que no quita humanidad al corazón. El amor es una
pasión de la naturaleza, y ésta se hace sentir en medio de las más serias o de las
más deleitables aplicaciones. Quien no sabe hacer otra cosa que amar, debe por
necesidad aburrirse alguna vez de su propia complacencia, y lo que es peor, debe
enojar al objeto de sus amores. El estudio, por el contrario, divide el ánimo con
proporción; enseña a amar con mayor delicadeza, hace discernir los méritos de la
persona amada, y más brillantes parecen las llamas, después de los suspiros del
corazón, después de la distracción del espíritu. Pasemos ahora a la cuestión de las
conversaciones. Infeliz el hombre que no ama la sociedad. Esta lo hace docto y
gentil, despojándole de la barbarie que lo haría poco diferente de las bestias. Un
misántropo, un solitario, sólo puede ser incómodo a la familia, y pesado para una
esposa. El que aborrece por sí mismo la conversación, mucho menos se la
concederá a su consorte, y por más que se quieran dos cónyuges, no podrá ser
menos que, estando juntos todo el día y la noche, no encuentren frecuentes
motivos de enojarse, y la ternura estará en peligro de convertirse en fastidio,
menosprecio, aburrimiento. Os diré por último lo que pienso acerca de los teatros,
y estad segura de que igual que pienso yo, piensa el Marqués Leonardo, cual si
fuéramos la misma cosa y él mismo hablara por mis labios. El teatro es el mejor
pasatiempo de todos, el más útil y el más necesario. Las buenas comedias instruyen
y divierten a un mismo tiempo. Las tragedias enseñan a hacer buen uso de las
pasiones. El acomodo de conversar en teatro no es cosa que la busquen las
personas de mal ingenio, y los ojos del público exigen además comportamiento,
respeto, civilidad, buenos modales. En conclusión, señora mía, si deseáis tener un
marido honesto, amoroso y suficientemente discreto, yo conozco al Marqués, así os
lo aseguro y os lo prometo; pero si lo queréis zafio o afeminado, desengañaos a
tiempo, y estad segura de que, penetrando vuestro pensamiento, él será el primero
en dejaros en libertad, rescindir el contrato y poneros en situación de no perder
vuestro corazón y vuestra paz.
MARQUÉS. — ¿Es posible que vuestra hermosura no haya herido aún el corazón de
nadie?
CONDESA. — No digo que no haya alguien que me ame; sólo digo que mi corazón
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no está comprometido.
MARQUÉS. — Sois tan sincera que creo que no me ocultaréis tampoco este secreto.
CONDESA. — Bastante.
CONDESA. — No es despreciable.
MARQUÉS. — No, adorable Condesita. Vos merecéis ser feliz, y deseo que lo seáis; feliz
del que tenga la suerte de poseer una esposa tan amable y tan sincera. Admirable
es vuestra virtud, rara vuestra belleza, suaves y muy vivaces vuestros bellos ojos…
(Con ternura.)
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CONDESA. — Con permiso. Es hora de que vaya a despertar a mi padre. (En actitud de
irse.)
MARQUÉS. — Permitidme.
Escena VI
El Marqués, solo.
Escena VII
El Teniente y dicho.
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MARQUÉS. — ¡Cómo! ¿El barón Talismani? (Con sorpresa.)
MARQUÉS. — Sí, estoy persuadido. ¿Le habéis dicho que estáis conmigo? ¿Me habéis
nombrado?
TENIENTE. — ¿Qué enredo es éste? ¿Hay entre los dos alguna enemistad?
TENIENTE. — ¿Se sabe ya si tendremos la dicha de tener con nosotros a esa joven
viajera?
MARQUÉS. — Retirémonos; que si viene el Barón, temo que haya una triste escena.
No le falta misterio a su llegada. Venid, escuchadme, y si sois mi amigo, ayudadme.
(¡Ah!, temo que se amen, sospecho que la condesa manifieste una falsa sinceridad.
Ardo en desdén, tiemblo de celos.) (Entra en su habitación.)
TENIENTE.
— ¿Qué enredo es éste? No lo entiendo. Me preocupa ver alterado a mi
amigo, pero no quisiera perder la ocasión de disfrutar de una buena mesa y una
hermosa joven. (Entra en su habitación.)
Escena VIII
El Barón y el Camarero.
CAMARERO. — Perdone, yo no sé entre los señores que están aquí quién es el señor
teniente.
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BARÓN. — El que ha hablado conmigo allí en el patio.
CAMARERO. — No lo conozco.
Escena IX
El Barón, solo.
BARÓN. — Pase lo que pase, quiero tomarme al menos. esta satisfacción. Quiero
saber si el mal trato que se me ha dado, procede del Conde o de su hija. ¿Partir sin
decirme nada? ¿Permitir que yo vaya como siempre a visitar a la Condesa, y que
me diga un criado: Se han ido? ¿La tarde anterior estamos juntos en conversación
y no se me dice: Mañana nos vamos? Es un insulto, es una grosería intolerable.
Escena X
CONDE. — (¿Qué veo? ¿El barón Talismán! aquí?) (Desde la puerta de su habitación.)
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BARÓN. — Servidor suyo, señor Conde. (Grave.)
BARÓN. — Mi deber. Vine para desearle buen viaje y para usar con usted la
urbanidad que usted no se dignó practicar conmigo.
CONDE. — Vueseñoría podía ahorrarse el trabajo. Sé que no se daría tal molestia por
mí.
BARÓN. — Deseo que me digáis por qué motivo salisteis de Milán, sin que yo haya
tenido el honor de saberlo.
BARÓN. — Me parece que a ello deberían obligaros los buenos modales, la amistad,
la conveniencia.
CONDE. — En cuanto a los buenos modales, no creo que tenga que aprenderlos de
vos. Si me habláis de amistad, os diré que suelo usarla y medirla según las
circunstancias; y respecto a la conveniencia, habría mucho que decir, si el respeto
que le tengo a vuestra casa no me obligara a callar.
CONDE. — Pues siendo así, hablaré, para desagradaros menos. Decidme, por favor,
¿sabéis que mi hija está prometida a un caballero piamontés?
BARÓN. — Lo sé muy bien. Pero sé también que ella no consiente en casarse con él,
sin antes conocerlo.
CONDE. — ¿Estáis persuadido de que una hija tenga derecho a decir eso, cuando
su padre ha suscrito un contrato?
BARÓN. — Yo no creo que un padre tenga autoridad para sacrificar una hija.
CONDE. — ¿Cómo podéis decir que ella sea sacrificada con estas bodas?
BARÓN. — ¿Y cómo podéis vos estar seguro de que ella esté contenta?
BARÓN. — Bien, no os condeno por eso. Pero, ¿por qué no decirlo a vuestros amigos?
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CONDE. — Todos mis amigos han sido informados.
CONDE. — Señor Barón, vamos a hablar claro. La amistad que vos decís tener por mí
no procede de un sincero afecto por mi persona, sino del amor que le tenéis a mi
hija, y el cielo no quiera que no os mueva más bien su condición de hija única,
presunta heredera de un padre no pobre. Cualquiera que sea el motivo que os
impulsa, es siempre indigno de un hombre de bien, que debe respetar la autoridad
de un padre y la casa de un caballero honrado. Puede que la resistencia de mi hija
a las bodas que yo le propongo, proceda inocentemente de su corazón, pero
también tengo motivos para sospechar que el orgullo de una muchacha sea
animado por las lisonjas de un enamorado cercano. Beatriz es discreta y
moderada, y por eso me confirmo mucho más en que ella por sí misma no es capaz
de contradecirme, sin estar prevenida por alguna oculta pasión. Vos sois el único
sobre el que pueden caer mis sospechas, y con razón dudé de que,
comunicándoos mi decisión de llevarla conmigo a Turín, tuvieseis la habilidad de
persuadirla a contrariarme también en esto, y ponerme en la necesidad de usar la
violencia y el rigor. Esta es la razón por la cual os he ocultado mi decisión de partir,
y no por falta de respeto a vos y a vuestra digna familia. Si os parece un agravio,
os suplico que me perdonéis. Disculpad a un padre comprometido, compadeced
a un caballero que ha dado su palabra. Juzgad vos mismo y comprenderéis mucho
mejor de lo que yo pueda deciros, si son honestos mis sentimientos.
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llevar a su hija al esposo, con el enamorado al lado.
BARÓN. — Bien, si no voy con vos, no podréis prohibirme que os siga de lejos.
BARÓN. — ¿Cómo?
Escena XI
La Condesa y dichos.
CONDESA. — Ah, padre, deteneos, por amor del cielo. (Al CONDE.)
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CONDE. — ¡Ah, hija ingrata! Aquí queda desvelado el gran misterio de tus resistencias.
Aquí está quien te anima a una incorrecta desobediencia. Aquí está el objeto de
tus ardores, que te hace odiar la imagen de cualquier otro esposo. (Señalando al
BARÓN.)
CONDESA. — No, señor, os engañáis. Nadie ha osado aconsejarme, ni soy tan dócil
como para dejarme vencer y persuadir. Mi corazón es aún libre, y amo tanto esta
libertad, que por ella me atrevo a oponerme a quien me dio la vida. Nadie más
que vos, señor, tiene derecho de mandarme, y estaría dispuesta a obedeceros
ciegamente, si no se tratase de un sacrificio tan grande, tan incierto y peligroso.
CONDE. — Oh vaya, no quiero que me creas tan tirano que quiera violentar tu
corazón y hacerte infeliz para siempre. Esperaba, sacándote de Milán, verte más
resignada, temía que un secreto amor te inflamase; te creo libre, te veo constante
en- tu pensamiento; pienso en no arriesgar mi decoro en Turín. Volvamos, pues, a
Milán. Hallaré la manera de rescindir el contrato con el marqués Leonardo, y te
devolveré tu plena libertad. Pero mira que no faltarán críticas y murmuraciones a
nuestra tierra. Estaría bien que aceptases otro partido, del que estuvieses más
contenta. El barón Talismani es un caballero de mérito. Me quejé injustamente de
él, creyéndole parte de tus secretos. Lo encuentro inocente, y me arrepiento de
haberle agraviado. Pero si él olvida mis excesos, si él no desdeña recibirte, si tú
consientes en tal lazo, yo te lo ofrezco por esposo.
CONDESA. — Cuidado, señor, con esos nombres de esposa y suegro. Doy gracias a
la bondad de mi padre, que me manifiesta tan cariñosa condescendencia; pero
no estoy en condición de abandonarme a tan súbita decisión.
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¿Os parece honesto ofrecer motivos a desconciertos, enemistades, disensiones?
CONDE. — Respetad a mi hija. Demuestra ser más razonable y cuerda que vos.
CONDE. — Sí, hija, piensas muy cabalmente, y espero que el cielo te haga ser feliz.
BARÓN. — Cualquiera que sea la escena que ha de suceder, iré a Turín para ser yo
mismo espectador.
Escena XII
El Teniente y dichos.
TENIENTE. — Alto, alto, señores. No sigáis adelante con amenazas. He sido testigo
hasta ahora de vuestras contiendas. Ahora que os veo a punto de una pelea, estoy
aquí para interesarme por la paz común.
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TENIENTE. — Sí, señora, del capitán. (Riendo.)
CONDESA.— Señor, le he visto aquí, he hablado con él. Es gran amigo del Marqués
Leonardo. Me ha dado largamente razón de él, me ha dicho de su amigo alguna
cosa buena, pero, por deciros la verdad, no estoy enteramente contenta.
TENIENTE. — Tampoco.
TENIENTE. — Todo lo sabe disfrutar con templanza, con moderación, con discreción.
Escena última
El Marqués y dichos.
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MARQUÉS. — La sinceridad me obliga a ello.
BARÓN. — He aquí, señora Condesa, he aquí por vuestra causa un nuevo desafío.
MARQUÉS. — No, señor, no temáis; no nos batiremos por eso. Diga el teniente lo que
quiera, diré yo también que el Marqués es un hombre de honor, pero es necesario
además que prevenga a esta virtuosa damita de que está sujeto a ataques de ira
y al enojo de los celos. Si ella no está dispuesta a tolerarlo con sus defectos, vuelva
pues a Milán, ponga en calma su espíritu no tema la insistencia del caballero.
Prometo en su nombre que le dará por su parte entera libertad.
BARÓN. — Espero que el marqués Leonardo sea más razonable que vos.
MARQUÉS. — Lo estoy.
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TENIENTE. — Tened la seguridad de que quedaréis contenta. (A la CONDESA.)
MARQUÉS. — No es posible.
MARQUÉS. — Ah, si todo lo que decís es cierto, yo soy el hombre más feliz del mundo.
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CONDE. — Vamos, señor Marqués, si os agrada, vamos todos a Milán. Allí, según
nuestro primer acuerdo, se celebrarán las bodas.
CONDESA. — Llevadme donde gustéis. Estoy con mi querido padre, estoy con mi
querido esposo, no puedo ser más feliz.
TENIENTE. — Sí, vayamos, señores; pero, con vuestra buena licencia, tengamos antes
una buena comida, y hagamos honor al precioso vino de Monferrato.
BARÓN. — Confieso que no merezco el honor de tomar parte, pero os ruego que me
creáis vuestro amigo, y muy arrepentido de haberos dado algún motivo de
disgusto. Estad seguro, señor Marqués…
Fin de la Comedia
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