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La hostería de la posta

Comedia en tres actos y en prosa

representada por vez primera en Zola,

en el verano del año 1762

de

Carlo Goldoni

Traducción de Alejandro Alonso

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Nota sobre “La hostería de la posta”

por Giuseppe Ortolani

Traducción de Alejandro Alonso

Goldoni escribió esta pequeña comedia en la cuaresma de 1762, poco antes de


la marcha a París, a petición del joven marqués Francesco Albergad de Bolonia, al
que no pudo dar un no por respuesta, como habría deseado. El 13 de marzo
aceptó el molesto encargo; el 20 anunciaba a su noble amigo: «¡Oh vaya, gracias
a Dios, la commediola está acabada!» Albergati quedó contento y Goldoni «con-
soladísimo». «Todavía me parece imposible haberlo hecho», insistía pocos días
después. «Tengo actualmente tan confusa la cabeza» añadía bromeando «que se
la cambiaría incluso a Chiari».

La nueva composición, apta para un teatro de sociedad, resulta verdaderamente


graciosa. Más de uno desliza el nombre de Marivaux. Yo sospecho que Goldoni
tenía conocimiento de El juego del amor y del azar cuando escribió La locandiera,
si bien el teatro del autor francés era desconocido entonces para el público
italiano. Aquí el recuerdo es más evidente, si bien se trata de una circunstancia que
parte de la trama simple: el joven marqués Leonardo, para conocer mejor a su
prometida, se finge amigo del novio. Extraño que Goldoni afirme en sus Memorias
que el hecho es «histórico». Se sabe que en general la comedia de Marivaux, de
índole aristocrática, tiende a la féerie, y está por ello muy lejos de la de Goldoni,
toda burguesa y popular; de la de Goldoni, que tiene un sentido tan vivo y
característico de la realidad. Nada pues es tan ajeno del marivaudage como el
lenguaje de los personajes goldonianos.

Momigliano, en la investigación de los limiti dell’arte goldoniana, señala el defecto


en esta commediola de una «fuerte concepción preparatoria»: acusación
ciertamente exagerada. Maddalena advierte la falta de amor: «A nosotros como
espectadores», dice, «nos habría gustado verlo surgir y crecer en los dos corazones,
especialmente en el de la joven, que razona siempre aunque no sienta» (Nota
storica en el volumen XX, 1915, de la Opere Complete di C. G., edición del
Municipiio de Venecia): pero no repara en pedir una cosa imposible en una acción
que se desarrolla en el espacio de apenas una hora. Basta que entre los dos novios
comience una fuerte simpatía, como de hecho sucede. Optimo, en opinión de
Goldoni y diría también en la nuestra, el carácter de la condesita Beatrice: una
futura mujer en la que se puede confiar, una mujer a la que el chichisbeísmo de
moda no podrá corromper. No hay duda de que el comediógrafo italiano quiso
aquí condenar ciertas uniones hechas a tontas y a locas, por ávido interés o por
otras miras egoístas, sin ningún afecto entre los cónyuges (Véase el Capitolo
goldoniano para las bodas de Zanetti-Gabriel, 1776?); pero por otra parte Goldoni
no cree tampoco en los milagros del así llamado amor, a menudo caprichoso,
voluble y pasajero, como el ardor de los sentidos, si no lleva unida una buena dosis
de razón. «La frialdad y pobreza del sentimiento», añade aún Momigliano, impiden
al marqués «infundir calor de arte» a sus razonamientos. Es cierto que los personajes
de esta comedia tienen mucho tiempo para hablar, cosa siempre peligrosa en
teatro, si bien algo menos en el de sociedad.

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No se trata de una obra maestra. La Hostería de la Posta es una obra envejecida,
que tiene sus arrugas. Téngase en cuenta, en cualquier caso, que se diría nacida a
mediados del ochocientos, un siglo después. Durante mucho tiempo, gozó de
enorme favor entre las compañías aficionadas. Por una curiosa excepción, en
Francia fue traducida o imitada tres veces. En Alemania la imitó no sin fortuna
Kotzebue. A mí la trama goldoniana me parece feliz. Tiene inverosimilitudes, tiene
artificios, pero el teatro está acostumbrado y el público no se preocupa, antes bien
ama las combinaciones más extrañas con tal de que sean dramáticas. Los
personajes resultan simpáticos; comprensible, diría yo, el Barón: aunque sea
demasiado largo su coloquio con el Conde. Con algunos cortes la commediola
puede divertir incluso hoy a un público selecto, poco numeroso, que esté dispuesto
a disfrutar un viejo scherzo de una vieja sociedad, desaparecida para siempre: o
sea, una graciosa aventura de viaje en los antiguos albergues del setecientos.

Diré también a los curiosos que muchas posadas existían ya con el nombre de
hostería de la posta: se sabe que había una en Padua, otra en Pavía, otra famosa
en Piacenza, otra que el propio Goldoni recuerda en Reggio, y otra era aún
conocida por los forasteros, a mediados del ochocientos en el mismo Vercelli,
donde paró al menos una vez con su Nicoletta nuestro autor.

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El autor al que lee

He aquí, gentilísimo lector, la última Comedia de esta colección, titulada Nuevo


Teatro Cómico 1 de tu Servidor Goldoni. Tienes actualmente dos cuerpos de mis
Comedias, cada uno de los cuales puede tenerse separadamente. El primer
cuerpo, la edición. Florentina 2 , reimpreso en Pésaro, en Turín, en Nápoles y en
Boloña, es éste, que termina ahora la imprenta de Pitteri.

Se hace actualmente, como sabes, una nueva edición completa de todas mis
obras por Pasquali 3, pero ésta no ha de privarte, si amas mis cosas, de proveerte
de estos diez volúmenes, llamados Nuevo Teatro, ya que hará falta tiempo antes
de que pasen estas Comedias a la nueva edición, no publicando en aquella más
que cuatro volúmenes al año, en todos los cuales debe haber una Comedia nunca
impresa.

Finalizo la presente Colección con una Comedia en un solo acto; pero que no deja
de ser una comedia completa, de modo que no se podría alargar aunque quisiera.
Una similar habrás visto en el tomo cuarto de mi nueva edición 4, y como el público
no se mostró descontento de ella, me imagino que no lo estarás tú de ésta. Te
agradezco, Lector humanísimo, la bondad con que me lee. y me sufres. No dejes
de leer, que yo no dejo de escribir, y ahora más que nunca estoy lleno de valor y
compromiso 5.

1Así se titula la edición veneciana de Francesco Pitteri, que comprende diez volúmenes de comedias, compuestas en
general para el Teatro San Luca.
2Entiéndase la edición Paperini de Florencia, también en diez tomos, que contiene las comedias compuestas por Goldoni
para los teatros San Samuele y Sant’Angelo.
3 Véase Mémoires. El primer tomo de 1ª edición Pasquali apareció en Venecia en el verano de 1761.
4 Se refiere a L’Avaro, que fue impresa en 1762 en el tomo IV de la edición Pasquali.
5El año de impresión de esta comedia, y presumiblemente el de redacción de esta «presentación», es 1763. Goldoni debe
escribir, pues, desde París, a donde se exilia en febrero de 1762. (N. del T.)

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Personajes

El Conde Roberto de Ripalunga, caballero milanés.

La Condesa Beatrice, su hija.

El Marques Leonardo de Fiorellini, caballero piamontés.

El Teniente Malpresti, amigo del marqués.

El Barón Talismani, caballero milanés.

Un Camarero de la Hostería.

Un Criado del Conde Roberto.

La escena se desarrolla en Vercelli, en una sala común de la Hostería de la Posta.

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Acto Único

Escena Primera

El Marqués, el Teniente y el Camarero de la Hostería.

TENIENTE. — ¡Eh!, hostelero, camarero, diablos, ¿dónde estáis?

CAMARERO. — Aquí estoy, señor, para servirle. ¿Qué desea?

TENIENTE. — Una habitación.

CAMARERO. — Aquí tiene usted una. Pase.

TENIENTE. — ¿Qué habitación es? Veamos. (Entra en la habitación.)

CAMARERO. — ¿Se quedan aquí los señores, o quieren partir en seguida? (Al MARQUÉS.)

MARQUÉS.— Dadnos algo de comer: una sopa, algo de cocido, si hay, y haced
preparar los caballos.

TENIENTE. — ¿No hay habitaciones mejores que ésta? (Saliendo de la habitación.)

CAMARERO. — No, señor, no la hay mejor.

TENIENTE. — Ya estuve aquí otras veces. Sé que hay una buena habitación que da a
la calle. Abridla, que queremos verla.

CAMARERO. — Está ocupada, señor.

TENIENTE. — ¿Está ocupada? ¿Y quién está dentro?

CAMARERO. — Un caballero milanés con una dama, que dice ser su hija.

TENIENTE. — ¿Es hermosa?

CAMARERO. — No está mal.

TENIENTE. — ¿De dónde vienen?

CAMARERO. — De Milán.

TENIENTE. — ¿Adónde van?

CAMARERO. — No sabría decírselo.

TENIENTE. — ¿Y para qué se detienen en Vercelli?

CAMARERO. — Llegaron aquí en la posta. Descansan; pidieron la comida, y, pasadas


las horas más calurosas, continuarán su viaje.

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TENIENTE. — Muy bien; si les parece, comeremos juntos.

MARQUÉS. — No, querido amigo, apresurémonos. Tomemos algún refresco y


continuemos nuestro camino.

TENIENTE. — Querido marqués, yo salí con vos de Turín para complaceros; os


acompaño de muy buena gana: pero viajar a esta hora, con este sol y con tanto
polvo, no me acomoda mucho.

MARQUÉS. — ¿Un militar le tiene miedo al polvo y al calor del sol?

TENIENTE. — Si estuviera obligado a hacerlo por los deberes de mi oficio, lo haría


francamente; pero cuando se puede, la naturaleza enseña a ahorrarse las
molestias. Os compadezco, si os apremia el deseo de ver a vuestra prometida; pero
tened también un poco de caridad para el amigo.

MARQUÉS. — Sí, sí, entiendo. La ocasión de comer con una joven os hace temer el
calor y el polvo.

TENIENTE. — ¡Necedades! Cuatro horas antes, cuatro horas después, mañana


estaremos en Milán. Camarero, preparadnos la comida.

CAMARERO. — Serán servidos.

TENIENTE. — Ved si esos señores quieren comer con nosotros.

CAMARERO. — El caballero está en la cama durmiendo. Cuando esté pronta la


comida, se lo diré.

MARQUÉS. — Daos prisa.

CAMARERO. — En seguida. (Con intención de salir.)

TENIENTE. — ¿Tenéis buen vino?

CAMARERO. — Si lo quiere de Monferrato, lo hay magnífico.

TENIENTE. — Sí, sí, beberemos Monferrato.

CAMARERO. — Serán servidos. (Vase.)

Escena II

El Marqués y el Teniente.

TENIENTE. — Alegraos, marqués. Vos, que vais a casaros, deberíais estar más jovial.

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MARQUÉS. — Debería estarlo realmente, pero me tiene un poco preocupado no
haber visto aún a mi prometida. Me dicen que es bastante bella, que es gentil y
amable; y no obstante tengo una extrema curiosidad por verla.

TENIENTE. — ¿Cómo habéis sido inducido para obligaros a desposar a una joven sin
verla antes?

MARQUÉS. — El conde Roberto, su padre, es un caballero de rancia nobleza, muy


bien acomodado, y no tiene más que esta hija. Tiene muchos parientes en Turín,
una hermana en la Corte, posee bienes en el Piamonte; mis amigos pensaron
hacerme un favor, tratando por mí este casamiento, y yo lo acepté, encontrándolo
de mi conveniencia.

TENIENTE. — ¿Y si no os gustara?

MARQUÉS. — Paciencia. Me he comprometido, de todos modos la desposaría.

TENIENTE. — Muy bien. El matrimonio no es más que un contrato. Si entra el amor, es


una cosa más.

MARQUÉS. — Pero querría que entrase.

TENIENTE. — Sí; pero, por vuestro bien no quisiera que la amaseis tanto. Conozco
vuestro temperamento. En vuestros amores soléis ser un tanto celoso. Si la amaseis
demasiado, si os gustase muchísimo, tendríais las mayores inquietudes.

MARQUÉS. — Verdaderamente ni yo mismo sabría decir si sería mejor una esposa


amable con algunos celos, o una feúcha y sin temores.

TENIENTE. — ¿Queréis que os diga lo que sería mejor?

MARQUÉS. — ¿Cuál sería vuestra opinión?

TENIENTE. — No tener esposa de ninguna clase. Pues, si es hermosa, gustará a


muchos, si es fea, no gustará a los demás, ni a vos mismo. Si es fea, tendréis un
diablo en casa; si es bella, tendréis diablos en casa y fuera de casa.

MARQUÉS. — En suma, vos preferiríais que todos viviésemos a lo militar.

TENIENTE. — Sí, y creo que nada hay mejor en el mundo. Hoy aquí, mañana allá; hoy
un amorío, mañana otro. Amar, galantear, servir, y a un toque de tambor, adiós a
quien queda, y buena suerte a quien parte.

MARQUÉS. — Y apenas llegado a un nuevo cuartel, enamorarse de nuevo a primera


vista.

TENIENTE. — Sí, en un santiamén. A poco hermosa que sea esta joven que está aquí
hospedada, me comprometo a mostraros cómo se hace para enamorarla con dos
palabras.

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MARQUÉS. — Todo está en que quieran compañía.

TENIENTE. — ¿Y por qué habrían de rechazarla?

MARQUÉS. — Depende de qué humor esté su padre.

TENIENTE. — Le hablaré yo, me presentaré con sencillez. Trabaremos amistad en


seguida, a lo militar.

MARQUÉS. — Pero, querido amigo, no nos detengamos aquí muchas horas.

TENIENTE. — ¡Gran prisa es la vuestra! En fin, según lo que me habéis dicho, no os


esperan en Milán sino dentro de un mes. Saldremos a las diez, viajaremos por la
noche, y mañana sin más llegaréis a tiempo de sorprender agradablemente a
vuestra prometida. Entre tanto, si queréis descansar, retiraos a nuestra habitación.
Yo quiero ir a la cocina, a ver qué nos darán de comer, y probar ese vino de
Monferrato, pues no querría que engañasen nuestra buena fe. Sea como sea, aun
cuando tuviésemos que comer solos, si hay un buen vaso de vino, no pasaremos
mal el día. (Vase.)

Escena III

El Marqués solo.

MARQUÉS. — Bravo por el señor teniente. Está siempre de buen humor. No sé si es por
su carácter o por privilegio de su oficio. ¡De buena gana hubiera elegido también
yo la carrera militar! Pero soy el único representante de mi familia y es necesario
que me case. Mis parientes desdeñan que goce de mi dulcísima libertad, y me
conviene sacrificarla. ¡Ojalá que al menos mi sacrificio sea menos amargo y menos
peligroso! ¡Quiera el cielo que una esposa amable y de mi gusto haga ligera mi
cadena! ¡Ah sí, aunque sea de oro, aunque esté llena de joyas o adornada con
flores, no dejará de ser cadena! La libertad es superior a toda riqueza, pero quiere
el destino que el hombre se sujete a las leyes de la naturaleza, y contribuya con sus
propias pérdidas al bien de la sociedad, a la subsistencia del mundo. (Entra en la
habitación.)

Escena IV

La Condesa, luego el Camarero.

CONDESA. — Ehi, Cecchino, (Desde la puerta de su habitación.) Cecchino. (Llamando más


fuerte.) Ese hombre falta siempre al servicio; no es capaz de estar de criado. Mi
padre, extravagante en todo, es tal cual en esto; soporta al criado más descuidado
del mundo. Tendré que salir yo, si quiero… ¡Eh! ¿Quién está ahí? ¿No hay nadie?

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CAMARERO. — Mándeme.

CONDESA. — ¿Dónde está nuestro criado?

CAMARERO. — Está abajo; duerme tumbado en un banco, que no le despertarían ni


a cañonazos.

CONDESA. — Traedme un vaso de agua.

CAMARERO. — En seguida. ¿Duerme el señor conde?

CONDESA. — Sí, sigue durmiendo.

CAMARERO. — ¿Tendrían inconveniente en comer con otros dos caballeros?

CONDESA. — Cuando despierte mi padre, preguntádselo a él.

CAMARERO. — Muy bien. (Vase.)

Escena V

La Condesa, luego el Marqués.

CONDESA. — En otra ocasión me hubiera gustado muchísimo detenerme en


agradable compañía, pero ahora estoy tan angustiada que no tengo gana de ver
a nadie, ni de tratar con nadie.

MARQUÉS. — A sus pies, señora.

CONDESA. — Servidora de usted.

MARQUÉS. — ¿Usted también de viaje?

CONDESA. — Para obedecerle.

MARQUÉS. — ¿Hacia dónde?, si me lo permite.

CONDESA. — A Turín.

MARQUÉS. — Y yo, con mi compañero, voy a Milán,

CONDESA. — Va usted a mi patria.

MARQUÉS. — ¿Es pues milanesa?

CONDESA. — Sí, señor. Con su permiso. (Quiere irse.)

MARQUÉS. — Perdone. Desearía hacerle una pregunta, si me lo permite.

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CONDESA. — Perdone, no quisiera que se despertara mi padre y tuviese ocasión de
reprenderme si me entretengo.

MARQUÉS. — ¿Y quién es su señor padre?

CONDESA. — El conde Roberto de Ripalunga.

MARQUÉS. — (¡Ay de mí! ¿Qué oigo? ¿Mi prometida aquí? ¿Por qué de viaje? ¿Por
qué ha salido de Milán?)

CONDESA. — ¿Qué significa, señor, esa perplejidad? ¿Conoce usted a mi padre?

MARQUÉS. — Le conozco por su renombre. ¿Seréis vos, señora, por ventura, la


condesa Beatrice?

CONDESA. — Corriente; ¿cómo tenéis noticia de mi persona?

MARQUÉS. — ¿No estáis vos destinada por esposa al marqués Leonardo de Fiorellini?

CONDESA. — ¿También estáis enterado de eso?

MARQUÉS. — Sí, por cierto. El Marqués es amigo mío, y sé que debía ir a Milán para
concertar esas bodas. (Quiero mantenerme encubierto hasta descubrir qué razón
le hizo marchar de su pueblo.)

CONDESA. — Señor… ¿Quién sois vos, por favor?

MARQUÉS. — El conde Aruspici, capitán de la guardia del Rey.

CONDESA. — ¿Sois amigo del marqués Leonardo?

MARQUÉS. — Sí, por cierto; somos muy amigos.

CONDESA. — ¿Podría esperar obtener de vos una gracia?

MARQUÉS. — Mandadme, señora. Tendré el honor de obedeceros.

(El CAMARERO trae el vaso de agua y se lo ofrece a la CONDESA.)

CONDESA. — Con permiso. (Al MARQUÉS.)

MARQUÉS. — Os suplico
que os sentéis. (Le ofrece una silla. La CONDESA se sienta, luego bebe
el agua.) (Su cara me
gusta; estoy muy contento de su gentileza.) (Se sienta.) (El
corazón querría que me diera a conocer, pero la curiosidad me lo impide.) (El
CAMARERO se va.)

CONDESA.— Quisiera que con toda sinceridad, como caballero, como hombre de
honor que sois, tuvieseis la bondad de decirme de qué carácter es ese señor
Marqués que se me destina por esposo.

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MARQUÉS. — Sí, señora, me comprometo a haceros su retrato completo. Le conozco
mucho, y lo haré exactísimo, os lo prometo. Pero permitidme que yo os pregunte
antes por qué motivo os encontráis aquí, y no en Milán, adonde, según lo
concertado, debía ir el Marqués Leonardo para desposaros.

CONDESA. — Os lo diría francamente, pero tengo miedo a que se despierte mi padre,


y si me encuentra aquí con un forastero…

MARQUÉS. — Tendréis una excusa muy razonable, estáis conversando con un amigo
de vuestro prometido.

CONDESA. — No está mal. La razón es muy decorosa.

MARQUÉS. — Servíos pues…

CONDESA. — Sí, de buena gana: Soy demasiado sincera para poder esconder la
verdad. Mi padre me ha destinado por esposa a un caballero que no conozco. No
lo he visto nunca, y no sé si puedo forjarme ilusiones de llegar a ser feliz con él. No
me importa nada que sea guapo, ni deseo que sea zalamero; el más galán, el más
brillante joven de este mundo podría tener a mis ojos algo repugnante que me
desagradase, y me pusiese en la obligación de darle a conocer mi aversión. Más
que su aspecto, me interesa su carácter. ¿Quién me asegura que sea humano,
virtuoso, tratable? La riqueza, la nobleza no me forjarán nunca la ilusión de estar
bien, si no tengo la paz del corazón, y ésta quiero defenderla a cualquier precio,
con el don de la libertad que me ha concedido el cielo. Mi padre, a despecho de
mis protestas, a pesar de mis repulsas, ha suscrito un contrato que podría
sacrificarme. Parientes tengo en Milán que, persuadidos de mis razones, me
compadecen; y él, para quitarme toda oportunidad, toda ayuda, quiere llevarme
a Turín, quiere ponerme al lado de su hermana, que es la autora de tal contrato, y
me guste o me disguste el novio, quiere obligarme a que me ate a él. No he podido
resistirme a su repentina decisión de partir. Me dejo llevar con él a Turín, pero
decidida, decidid! sima a manifestar mi aversión, cuando me halle dispuesta a
aborrecer a mi consorte. Yo misma iré a arrojarme a los pies del Soberano, pediré
justicia contra la violencia de mi padre: pronta a encerrarme en un convento para
siempre, antes que entregar mi mano a un sujeto que me parezca desagradable,
peligroso e ingrato.

MARQUÉS. — Señora, yo no osaré condenar ni vuestras opiniones, ni vuestros temores,


ni vuestras resoluciones. Antes os compadezco y os alabo; y si fuese yo aquel a
quien estáis destinada como esposa, os dejaría en absoluta libertad si tuviese la
desdicha de no gustaros.

CONDESA. — Señor, os he dicho sinceramente de mí todo lo que podía deciros;


decidme ahora vos algo acerca del carácter de vuestro amigo.

MARQUÉS. — Os diré antes con respecto a su persona, que no es muy guapo, pero
en nuestra tierra nunca pasó por feo.

CONDESA. — Muy bien; eso basta para un marido.

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MARQUÉS. — Su edad ya la sabréis.

CONDESA. — Sí, es quizá la única cosa que se me dijo de él. Sé que está aún en una
fresca virilidad, y me dicen que tiene un don de la naturaleza, que lo hace parecer
aún más joven de lo que de hecho es.

MARQUÉS. — Es algo grande de estatura, pero no posee el incomodo de una gordura


excesiva.

CONDESA. — Todo eso es indiferente; quisiera saber algo de su carácter, de sus


inclinaciones, de sus costumbres.

MARQUÉS. — Os diré; el Marqués Leonardo es tan amigo mío, que no tengo corazón
para decir mal de él, y no tengo valor para decir bien.

CONDESA. — Me han dicho que a veces es colérico.

MARQUÉS. — Sí, es verdad, pero con razón.

CONDESA. — ¿Sabríais decirme si es celoso?

MARQUÉS. — A decir verdad, algo.

CONDESA. — Si sabéis que es celoso, sabréis también que ha estado enamorado.

MARQUÉS. — ¿Y quién es el joven, llegado a la fresca virilidad como vos decís, que
no haya estado enamorado?

CONDESA. — Eso es algo que me desagrada muchísimo.

MARQUÉS. — No habéis de doleros por eso. Él siempre ha amado con honestidad,


con respeto y con fidelidad.

CONDESA. — ¿Siempre ha amado? Entonces ha amado muchas veces.

MARQUÉS. — (¡Caramba! Tiene una forma de razonar que embaraza.) Os aseguro


que, si se casa, le dará todo su corazón a su esposa.

CONDESA. — ¿Podéis comprometeros en ello?

MARQUÉS. — Sí, por cierto. Le conozco tan profundamente, y tan conocidos son para
mí sus pensamientos, que, además de prometer y asegurároslo, podría jurar por él.

CONDESA. — ¿Y cuáles son sus pasatiempos preferidos?

MARQUÉS. — Os lo diré enseguida. Los libros, la conversación, el teatro.

CONDESA. — Mal, muy mal. Un marido que estudia descuida muy fácilmente a su
mujer. Quien ama la conversación no tiene afecto a su casa; y quien frecuenta el
teatro, encuentra muy fáciles ocasiones para concebir nuevas pasiones.

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MARQUÉS. — Perdonadme, señora mía, me parece que os engañáis, y me creo en
la obligación de defender las costumbres de mi amigo. El estudio de las letras es
una ocupación del espíritu, que no quita humanidad al corazón. El amor es una
pasión de la naturaleza, y ésta se hace sentir en medio de las más serias o de las
más deleitables aplicaciones. Quien no sabe hacer otra cosa que amar, debe por
necesidad aburrirse alguna vez de su propia complacencia, y lo que es peor, debe
enojar al objeto de sus amores. El estudio, por el contrario, divide el ánimo con
proporción; enseña a amar con mayor delicadeza, hace discernir los méritos de la
persona amada, y más brillantes parecen las llamas, después de los suspiros del
corazón, después de la distracción del espíritu. Pasemos ahora a la cuestión de las
conversaciones. Infeliz el hombre que no ama la sociedad. Esta lo hace docto y
gentil, despojándole de la barbarie que lo haría poco diferente de las bestias. Un
misántropo, un solitario, sólo puede ser incómodo a la familia, y pesado para una
esposa. El que aborrece por sí mismo la conversación, mucho menos se la
concederá a su consorte, y por más que se quieran dos cónyuges, no podrá ser
menos que, estando juntos todo el día y la noche, no encuentren frecuentes
motivos de enojarse, y la ternura estará en peligro de convertirse en fastidio,
menosprecio, aburrimiento. Os diré por último lo que pienso acerca de los teatros,
y estad segura de que igual que pienso yo, piensa el Marqués Leonardo, cual si
fuéramos la misma cosa y él mismo hablara por mis labios. El teatro es el mejor
pasatiempo de todos, el más útil y el más necesario. Las buenas comedias instruyen
y divierten a un mismo tiempo. Las tragedias enseñan a hacer buen uso de las
pasiones. El acomodo de conversar en teatro no es cosa que la busquen las
personas de mal ingenio, y los ojos del público exigen además comportamiento,
respeto, civilidad, buenos modales. En conclusión, señora mía, si deseáis tener un
marido honesto, amoroso y suficientemente discreto, yo conozco al Marqués, así os
lo aseguro y os lo prometo; pero si lo queréis zafio o afeminado, desengañaos a
tiempo, y estad segura de que, penetrando vuestro pensamiento, él será el primero
en dejaros en libertad, rescindir el contrato y poneros en situación de no perder
vuestro corazón y vuestra paz.

CONDESA. — Confieso que gracias a vuestras palabras, voy a Turín más


gustosamente.

MARQUÉS. — ¿Estáis persuadida del carácter del Marqués Leonardo? ¿Estáis


contenta de cuanto sinceramente os he dicho de él?

CONDESA. — Estoy persuadida, estoy contenta de lo que vos me decís; que si él no


me gusta, me dejará en mi plena libertad.

MARQUÉS. — Señora Condesa, perdonad mi atrevimiento, sospecho que tenéis el


corazón prevenido.

CONDESA. — No, por cierto; si amase a otro, lo diría francamente.

MARQUÉS. — ¿Es posible que vuestra hermosura no haya herido aún el corazón de
nadie?

CONDESA. — No digo que no haya alguien que me ame; sólo digo que mi corazón

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no está comprometido.

MARQUÉS. — ¿Y quién es, si se me permite, el que suspira por vos?

CONDESA. — Queréis saber demasiado, señor capitán.

MARQUÉS. — Sois tan sincera que creo que no me ocultaréis tampoco este secreto.

CONDESA. — No es ningún secreto. Mi padre lo sabe, todo el mundo lo sabe y os lo


diré francamente: es el barón Talismani.

MARQUÉS. — No lo conozco. ¿Es joven?

CONDESA. — Bastante.

MARQUÉS. — ¿Es guapo?

CONDESA. — No es despreciable.

MARQUÉS. — ¿Y vos no le amáis?

CONDESA. — No le amo, pero no lo aborrezco.

MARQUÉS. — ¿Lo tomaríais por esposo?

CONDESA. — Antes él que una persona que no conozco.

MARQUÉS. — Perdonadme, yo creo que estáis prendada de él.

CONDESA. — Me conocéis poco, señor; no estoy acostumbrada a mentir.

MARQUÉS. — El estar tan mal predispuesta hacia el Marqués Leonardo, parece un


indicio de arraigada pasión.

CONDESA. — Perdonadme, no he dicho que esté mal predispuesta; temo, dudo y


quiero asegurarme. ¿Podéis condenarme por ello?

MARQUÉS. — No, adorable Condesita. Vos merecéis ser feliz, y deseo que lo seáis; feliz
del que tenga la suerte de poseer una esposa tan amable y tan sincera. Admirable
es vuestra virtud, rara vuestra belleza, suaves y muy vivaces vuestros bellos ojos…
(Con ternura.)

CONDESA. — Señor capitán, me parece que avanzáis demasiado. (Se levanta.)

MARQUÉS. — Me anima el interés que siento por mi querido amigo.

CONDESA. — Hacedlo con un poco más de moderación.

MARQUÉS. — ¡Oh, cielos!, querría también pediros… Pero no me atrevo.

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CONDESA. — Con permiso. Es hora de que vaya a despertar a mi padre. (En actitud de
irse.)

MARQUÉS. — Permitidme.

CONDESA. — ¿Y qué queréis?

MARQUÉS. — Decidme con vuestra acostumbrada sinceridad, ¿si yo fuera el que se


os ha destinado por esposo, podría esperar ser aceptado por vos?

CONDESA. — Si amáis la sinceridad, sufrid que os diga que no.

MARQUÉS. — ¿Soy horrible a vuestros ojos?

CONDESA. — No os diré si me agrada o desagrada vuestro aspecto. Os digo


solamente que vuestras últimas palabras manifiestan en vos demasiada licencia
militar. Yo no anhelo un esposo zafio, ni salvaje; lo deseo honesto, morigerado y
prudente. (Vase.)

Escena VI

El Marqués, solo.

MARQUÉS. — ¡Oh, cielos! ¡En qué horrible confusión me encuentro! Es hermoso el


carácter de la condesa, pues está fundado en la más pura sinceridad. Pero me
veo a punto de ser rechazado por ella, y después de haberla visto, y después de
haber conocido su ingenio y su corazón, perderla me sería más doloroso. Ha dicho
libremente que si yo fuera aquel fulano, no estaría contenta. Verdad es que
pareció decirlo a causa de un inocente exceso mío, pero podría con ello haber
manifestado mayor aversión. ¿Qué haré, pues? ¿Me descubro a ella cual soy, o
vuelvo a Turín sin verla más? ¡Ah, no sé qué decidir! Ahí está mi amigo; le pediría
consejo, pero no confío enteramente en su prudencia.

Escena VII

El Teniente y dicho.

TENIENTE. — Amigo, tendremos una magnífica comida. Hay de todo, y el vino de


Monferrato es excelente. Además, tendremos a la mesa otro compañero. Un
caballero amigo mío, que ha llegado en la posta ahora mismo. Está hablando con
el hostelero no sé de qué y estará aquí dentro de un rato.

MARQUÉS. — ¿Y quién es ese forastero?

TENIENTE. — El barón Talismani.

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MARQUÉS. — ¡Cómo! ¿El barón Talismani? (Con sorpresa.)

TENIENTE. — ¿Lo conocéis también vos?

MARQUÉS. — No le he visto nunca, pero sé quién es.

TENIENTE. — Os aseguro de que es un hombre cabal.

MARQUÉS. — Sí, estoy persuadido. ¿Le habéis dicho que estáis conmigo? ¿Me habéis
nombrado?

TENIENTE. — No he tenido tiempo de hacerlo.

MARQUÉS. — No está mal. Tened cuidado de no decirle quién soy.

TENIENTE. — ¿Qué enredo es éste? ¿Hay entre los dos alguna enemistad?

MARQUÉS. — Entremos en nuestra habitación. Os contaré una extraña aventura.

TENIENTE. — ¿Se sabe ya si tendremos la dicha de tener con nosotros a esa joven
viajera?

MARQUÉS. — Vamos. Oiréis sobre ella algo extraordinario

TENIENTE. — ¿La habéis visto?

MARQUÉS. — Retirémonos; que si viene el Barón, temo que haya una triste escena.
No le falta misterio a su llegada. Venid, escuchadme, y si sois mi amigo, ayudadme.
(¡Ah!, temo que se amen, sospecho que la condesa manifieste una falsa sinceridad.
Ardo en desdén, tiemblo de celos.) (Entra en su habitación.)

TENIENTE.
— ¿Qué enredo es éste? No lo entiendo. Me preocupa ver alterado a mi
amigo, pero no quisiera perder la ocasión de disfrutar de una buena mesa y una
hermosa joven. (Entra en su habitación.)

Escena VIII

El Barón y el Camarero.

CAMARERO. — Aquí, señor. No tenemos otras habitaciones disponibles. Si quiere subir


a la planta de arriba…

BARÓN. — ¿Dónde está el teniente?

CAMARERO. — Perdone, yo no sé entre los señores que están aquí quién es el señor
teniente.

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BARÓN. — El que ha hablado conmigo allí en el patio.

CAMARERO. — Estará en aquella habitación con su compañero.

BARÓN. — ¿Y quién es su compañero?

CAMARERO. — No lo conozco.

BARÓN. — ¿Cuál es la habitación en la que me dijo el dueño que hay un caballero


maduro con su hija?

CAMARERO. — Allí está, señor; es aquélla.

BARÓN. — Muy bien, no me hace falta nada más.

CAMARERO. — ¿Quiere usted un cuartito en el piso de arriba?

BARÓN. — ¿Dónde se come?

CAMARERO. — En esta sala.

BARÓN. — Está bien, me quedaré aquí; no me hace falta la habitación.

CAMARERO. — Como usted mande, a su servicio. (Vase.)

Escena IX

El Barón, solo.

BARÓN. — Pase lo que pase, quiero tomarme al menos. esta satisfacción. Quiero
saber si el mal trato que se me ha dado, procede del Conde o de su hija. ¿Partir sin
decirme nada? ¿Permitir que yo vaya como siempre a visitar a la Condesa, y que
me diga un criado: Se han ido? ¿La tarde anterior estamos juntos en conversación
y no se me dice: Mañana nos vamos? Es un insulto, es una grosería intolerable.

Escena X

El Conde, sin espada, y dicho.

CONDE. — (¿Qué veo? ¿El barón Talismán! aquí?) (Desde la puerta de su habitación.)

BARÓN. — (No sé si me empuja más el amor, el desprecio, o la irrisión.)

CONDE. — Señor Barón, le saludo respetuosamente. (Grave.)

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BARÓN. — Servidor suyo, señor Conde. (Grave.)

CONDE. — ¿Qué hace usted aquí, señor?

BARÓN. — Mi deber. Vine para desearle buen viaje y para usar con usted la
urbanidad que usted no se dignó practicar conmigo.

CONDE. — Vueseñoría podía ahorrarse el trabajo. Sé que no se daría tal molestia por
mí.

BARÓN. — Sí, señor, he venido aquí por vos.

CONDE. — ¿Y en qué puedo serviros?

BARÓN. — Deseo que me digáis por qué motivo salisteis de Milán, sin que yo haya
tenido el honor de saberlo.

CONDE. — Puesto que no tenemos ningún interés común, no me creí obligado a


comunicaros mi partida.

BARÓN. — Me parece que a ello deberían obligaros los buenos modales, la amistad,
la conveniencia.

CONDE. — En cuanto a los buenos modales, no creo que tenga que aprenderlos de
vos. Si me habláis de amistad, os diré que suelo usarla y medirla según las
circunstancias; y respecto a la conveniencia, habría mucho que decir, si el respeto
que le tengo a vuestra casa no me obligara a callar.

BARÓN. — Señor, callando me desagradáis mucho más de lo que pudierais hacerlo


hablando.

CONDE. — Pues siendo así, hablaré, para desagradaros menos. Decidme, por favor,
¿sabéis que mi hija está prometida a un caballero piamontés?

BARÓN. — Lo sé muy bien. Pero sé también que ella no consiente en casarse con él,
sin antes conocerlo.

CONDE. — ¿Estáis persuadido de que una hija tenga derecho a decir eso, cuando
su padre ha suscrito un contrato?

BARÓN. — Yo no creo que un padre tenga autoridad para sacrificar una hija.

CONDE. — ¿Cómo podéis decir que ella sea sacrificada con estas bodas?

BARÓN. — ¿Y cómo podéis vos estar seguro de que ella esté contenta?

CONDE. — Para asegurarme la llevo conmigo a Turín.

BARÓN. — Bien, no os condeno por eso. Pero, ¿por qué no decirlo a vuestros amigos?

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CONDE. — Todos mis amigos han sido informados.

BARÓN. — Entonces yo no soy honrado con vuestra amistad.

CONDE. — Señor Barón, vamos a hablar claro. La amistad que vos decís tener por mí
no procede de un sincero afecto por mi persona, sino del amor que le tenéis a mi
hija, y el cielo no quiera que no os mueva más bien su condición de hija única,
presunta heredera de un padre no pobre. Cualquiera que sea el motivo que os
impulsa, es siempre indigno de un hombre de bien, que debe respetar la autoridad
de un padre y la casa de un caballero honrado. Puede que la resistencia de mi hija
a las bodas que yo le propongo, proceda inocentemente de su corazón, pero
también tengo motivos para sospechar que el orgullo de una muchacha sea
animado por las lisonjas de un enamorado cercano. Beatriz es discreta y
moderada, y por eso me confirmo mucho más en que ella por sí misma no es capaz
de contradecirme, sin estar prevenida por alguna oculta pasión. Vos sois el único
sobre el que pueden caer mis sospechas, y con razón dudé de que,
comunicándoos mi decisión de llevarla conmigo a Turín, tuvieseis la habilidad de
persuadirla a contrariarme también en esto, y ponerme en la necesidad de usar la
violencia y el rigor. Esta es la razón por la cual os he ocultado mi decisión de partir,
y no por falta de respeto a vos y a vuestra digna familia. Si os parece un agravio,
os suplico que me perdonéis. Disculpad a un padre comprometido, compadeced
a un caballero que ha dado su palabra. Juzgad vos mismo y comprenderéis mucho
mejor de lo que yo pueda deciros, si son honestos mis sentimientos.

BARÓN. — Sí, Conde, me persuade vuestro sano razonamiento y quedo muy


satisfecho con vuestras corteses justificaciones. Os confieso la verdad, tengo estima
por vuestra digna hija; hablemos francamente, tengo amor, tengo ternura por ella,
y ojalá yo fuera digno de poseerla, y no ya por el vil interés de su dote, sino por el
merecimiento de la belleza y la virtud que la adornan. Os juro, pues, por mi honor,
que yo no tengo culpa alguna de la resistencia que ella manifiesta a vuestra
voluntad. No soy capaz de hacerlo, y ella no es tan débil como para dejarse
seducir. Perdonadme si he podido desagradaros. Excusad en mí una pasión tan
honesta, concebida por la violencia de un mérito sorprendente; estad seguro de
mi respeto y hacedme digno de vuestra cara amistad.

CONDE. — Ah, querido amigo, me honráis, me llenáis de consuelo. Os quiero, os


estimo, ved en este abrazo una sincera señal de mi afecto.

BARÓN. — Conde, ¿puedo atreverme a pediros una gracia?

CONDE. — Pedid, pues; ¿qué no haría por un caballero tan digno?

BARÓN. — Permitidme que os acompañe a Turín.

CONDE. — No, perdonadme: eso no os lo puedo permitir.

BARÓN. — ¿Por qué motivo?

CONDE. — Me sorprende que no lo veáis vos mismo. Un padre honrado no ha de

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llevar a su hija al esposo, con el enamorado al lado.

BARÓN. — No quiero ir más que como vuestro amigo.

CONDE. — Aún están demasiado unidos el amigo del padre y el enamorado de la


hija.

BARÓN. — Soy un caballero honrado.

CONDE. — Si tal sois, contentaos con la razón.

BARÓN. — Bien, si no voy con vos, no podréis prohibirme que os siga de lejos.

CONDE. — Puedo hacer que no os quedéis en Turín.

BARÓN. — ¿Cómo?

CONDE. — Revelando en la Corte vuestra peligrosa insistencia.

BARÓN. — Sois, pues, mi enemigo; me jurasteis falsamente amistad para halagarme.

CONDE. — Antes bien vos tratáis de adormecerme con engañosas protestas de


indiferencia.

BARÓN. — Mis iguales no mienten.

CONDE. — Vuestros iguales deberían conocer mejor su deber.

BARÓN. — Mi deber lo conozco, y os enseñaré a vos a usar el vuestro.

CONDE. — La osadía con que os atrevéis a hablarme es prueba manifiesta de


vuestra mala voluntad y de vuestra indigna pasión.

BARÓN. — No es caballero quien piensa mal de los gentilhombres.

CONDE. — Soy caballero, y no me arrepiento de mis sospechas.

BARÓN. — Me rendiréis cuentas del agravio que me hacéis.

CONDE. — Esperad, y os lo probaré con la espada. (Hace acción de marchar a su


habitación.)

Escena XI

La Condesa y dichos.

CONDESA. — Ah, padre, deteneos, por amor del cielo. (Al CONDE.)

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CONDE. — ¡Ah, hija ingrata! Aquí queda desvelado el gran misterio de tus resistencias.
Aquí está quien te anima a una incorrecta desobediencia. Aquí está el objeto de
tus ardores, que te hace odiar la imagen de cualquier otro esposo. (Señalando al
BARÓN.)

BARÓN. — (¡Ah, ojalá dijera la verdad!)

CONDESA. — No, señor, os engañáis. Nadie ha osado aconsejarme, ni soy tan dócil
como para dejarme vencer y persuadir. Mi corazón es aún libre, y amo tanto esta
libertad, que por ella me atrevo a oponerme a quien me dio la vida. Nadie más
que vos, señor, tiene derecho de mandarme, y estaría dispuesta a obedeceros
ciegamente, si no se tratase de un sacrificio tan grande, tan incierto y peligroso.

BARÓN. — (Sin embargo aún confío en que ella me ame.)

CONDE. — (Quiero asegurarme si es sincera, o si finge y me engaña.) Tú temes, pues,


que el marqués Leonardo pueda desagradarte.

CONDESA. — Y no le falta razón a mi temor.

CONDE. — Y si no es de tu gusto, ¿estás decidida a no quererle?

CONDESA. — Perdonadme, por caridad…

CONDE. — Oh vaya, no quiero que me creas tan tirano que quiera violentar tu
corazón y hacerte infeliz para siempre. Esperaba, sacándote de Milán, verte más
resignada, temía que un secreto amor te inflamase; te creo libre, te veo constante
en- tu pensamiento; pienso en no arriesgar mi decoro en Turín. Volvamos, pues, a
Milán. Hallaré la manera de rescindir el contrato con el marqués Leonardo, y te
devolveré tu plena libertad. Pero mira que no faltarán críticas y murmuraciones a
nuestra tierra. Estaría bien que aceptases otro partido, del que estuvieses más
contenta. El barón Talismani es un caballero de mérito. Me quejé injustamente de
él, creyéndole parte de tus secretos. Lo encuentro inocente, y me arrepiento de
haberle agraviado. Pero si él olvida mis excesos, si él no desdeña recibirte, si tú
consientes en tal lazo, yo te lo ofrezco por esposo.

BARÓN. — Ah Conde, me colmáis de alegría, me llenáis de contento. Por tan amable


esposa, por un suegro tan digno de respeto y tan generoso, olvido todo disgusto
padecido.

CONDESA. — Cuidado, señor, con esos nombres de esposa y suegro. Doy gracias a
la bondad de mi padre, que me manifiesta tan cariñosa condescendencia; pero
no estoy en condición de abandonarme a tan súbita decisión.

BARÓN. — ¡Oh cielos! ¿Rechazáis mi mano?

CONDESA. — El tiempo y la ocasión en que me la ofrecéis no merecen que haga


mucho caso. Vos me veis de viaje para conocer al esposo que me han ofrecido;
me encontráis en peligro de disgustar a mi progenitor, si no lo acepto, o de ponerle
en un aprieto si para complacerme se expone al peligro de rescindir un contrato.

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¿Os parece honesto ofrecer motivos a desconciertos, enemistades, disensiones?

BARÓN. — Señora mía, perdonadme, mostráis tener un espíritu de contradicción.

CONDE. — Respetad a mi hija. Demuestra ser más razonable y cuerda que vos.

BARÓN. — Ya estoy cansado de padecer agravios…

CONDE. — Tranquilizaos un momento. (Al BARÓN.) ¿Cuál sería, pues, tu intención? (A la


CONDESA.)

CONDESA. — Continuar nuestro camino: conocer al esposo que me proponéis,


asegurarme de su carácter y de sus costumbres. A poco que él me guste, con que
sea honesto y discreto, preferiré a cualquier otro el que tiene el honor de haber sido
elegido por vos. Pero si el corazón me obligara a odiarlo, yo misma tendré valor
para manifestarle mi aversión, para liberarme del sacrificio y eximiros a vos del
compromiso, importándome tanto mi paz como vuestro honor y tranquilidad.

CONDE. — Sí, hija, piensas muy cabalmente, y espero que el cielo te haga ser feliz.

BARÓN. — Cualquiera que sea la escena que ha de suceder, iré a Turín para ser yo
mismo espectador.

CONDE. — No osaréis hacerlo.

BARÓN. — Ni vos tenéis autoridad bastante para impedir meló.

CONDE. — A los locos se les castiga en todas partes.

BARÓN. — ¿Loco yo? Coged vuestra espada.

CONDESA. — ¿Qué atrevimiento es ése?…

Escena XII

El Teniente y dichos.

TENIENTE. — Alto, alto, señores. No sigáis adelante con amenazas. He sido testigo
hasta ahora de vuestras contiendas. Ahora que os veo a punto de una pelea, estoy
aquí para interesarme por la paz común.

CONDE. — Señor, no tengo el honor de conoceros.

TENIENTE. — Soy un oficial de Su Majestad: el teniente Malpresti, para serviros.

CONDESA. — ¿Sois vos el compañero de viaje del capitán?

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TENIENTE. — Sí, señora, del capitán. (Riendo.)

CONDE. — Y tú, ¿cómo conoces a ese capitán? (A la CONDESA.)

CONDESA.— Señor, le he visto aquí, he hablado con él. Es gran amigo del Marqués
Leonardo. Me ha dado largamente razón de él, me ha dicho de su amigo alguna
cosa buena, pero, por deciros la verdad, no estoy enteramente contenta.

TENIENTE. — No hagáis caso, señora, de lo que os ha dicho mi compañero. Es


demasiado caprichoso, quiere muchísimo al marqués Leonardo, le quiere como a
su propia persona, y como no se atrevería a exaltarse a sí mismo, usa igual
moderación para hablar de su amigo. Haced caso de mí, que le conozco igual,
pero no tengo sus mismos miramientos. El marqués Leonardo es el más amable, el
más gentil caballero del mundo.

BARÓN. — Señor teniente, podíais evitaros tal molestia.

TENIENTE. — Creedme, no es ninguna molestia. He salido para impedir un duelo y


para alegrar el ánimo de esta bella señora. Ella teme ir a Turín a sacrificarse, y yo le
aseguro que va al encuentro de un sacrificio que muchas damas estarían
contentas de hacer. El marqués Leonardo es un caballero de pies a cabeza. Habla
bien, trata cortésmente a todos; es de corazón generoso y entre sus otras virtudes
tiene la más perfecta, la más constante sinceridad.

CONDESA. — Todo eso está muy bien, y la sinceridad principalmente me agrada.


Pero, decidme la verdad, ¿no es colérico?

TENIENTE. — No, por cierto.

CONDESA. — ¿No es celoso?

TENIENTE. — Tampoco.

CONDESA. — ¿No pasa su tiempo entre libros, conversaciones y teatro?

TENIENTE. — Todo lo sabe disfrutar con templanza, con moderación, con discreción.

Escena última

El Marqués y dichos.

MARQUÉS. — No, señora, no creáis al teniente. Él es amigo del marqués Leonardo


como lo soy yo, y el afecto desmesurado le hace excederse hasta traicionar la
verdad.

TENIENTE. — ¿Y tenéis el valor de hacerme pasar por mentiroso? (Al MARQUÉS.)

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MARQUÉS. — La sinceridad me obliga a ello.

TENIENTE. — Señora, no le creáis. Yo conozco perfectamente al marqués Leonardo.

MARQUÉS. — Señora, estad segura de que yo le conozco mejor que él.

BARÓN. — He aquí, señora Condesa, he aquí por vuestra causa un nuevo desafío.

MARQUÉS. — No, señor, no temáis; no nos batiremos por eso. Diga el teniente lo que
quiera, diré yo también que el Marqués es un hombre de honor, pero es necesario
además que prevenga a esta virtuosa damita de que está sujeto a ataques de ira
y al enojo de los celos. Si ella no está dispuesta a tolerarlo con sus defectos, vuelva
pues a Milán, ponga en calma su espíritu no tema la insistencia del caballero.
Prometo en su nombre que le dará por su parte entera libertad.

CONDE. — ¿Podéis comprometeros a la voluntad del Marqués?

MARQUÉS. — No osaría hablar así, si no estuviese seguro.

CONDESA. — Perdonadme, señor capitán, tengo algún motivo para dudar de


vuestra sinceridad.

BARÓN. — Eh, vaya, señora Condesa, confiad en la honradez de un oficial de honor.


El os asegura que el marqués Leonardo no es para vos.

MARQUÉS. — Señor, otra cosa le aseguro a la señora Condesa: que el Marqués no se


atreverá por eso a hacerle reproche, ni a ella, ni a su padre; pero tomará con vos
a su tiempo las medidas que se merecen vuestras malas intenciones.

BARÓN. — Espero que el marqués Leonardo sea más razonable que vos.

CONDESA. — Basta ya con esas importunas razones. Señor padre, vamos, si os


parece, vamos enseguida a Turín.

MARQUÉS. — Ahorraos la molestia. No os aconsejo que vayáis.

CONDESA. — ¿Y por qué motivo, señor?

MARQUÉS. — Porque el marqués Leonardo no os gustará.

CONDESA. — Vos no podéis estar seguro de ello.

MARQUÉS. — Lo estoy.

CONDESA. — ¿Y con qué fundamento?

MARQUÉS. — Con el de vuestras palabras.

CONDESA. — Puede que al tratarlo le encuentre más amable de lo que vos me lo


pintáis.

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TENIENTE. — Tened la seguridad de que quedaréis contenta. (A la CONDESA.)

MARQUÉS. — No es posible.

CONDE. — Señor, me hacéis sospechar que habéis concebido algún proyecto


respecto de mi hija, y que tratáis de alejarla de su primer compromiso.

BARÓN. — No sería extraño que os ocultaseis tras alguna impostura.

MARQUÉS. — Me sorprendéis. Soy un hombre de honor, y para convenceros de que


lo soy, me quitaré la máscara. Yo soy el marqués Leonardo.

CONDESA. — (¡Oh cielos! ¿Qué sorpresa es ésta?)

BARÓN. — (Ah, temo que se desvanecen mis esperanzas.)

CONDE. — Señor, ¿qué os ha obligado a encubriros, a fingir y a sorprendernos en tan


extraña manera?

MARQUÉS. — El deseo de ver a mi prometida me hizo anticipar el viaje a Milán, y la


casualidad nos ha hecho coincidir en una Hostería de la Posta. La sinceridad de la
joven condesa Beatrice me ha revelado su ánimo, mi franqueza me ha obligado a
informarle de mi carácter. Sé que no está persuadida de mi manera de ser, que
insoportables le resultarían mis defectos y que a sus ojos mi persona es objeto poco
querido. Me traicionaría a mí mismo, si tentase de hacer violencia a su bello
corazón. Ella es amable, es virtuosa y gentil, pero el cielo no la ha destinado para
mí.

CONDESA. — Ah señor, permitid que os diga que no me desagrada vuestro aspecto


y que estoy encantada de vuestra virtud. ¿Cómo? ¿Hay en el mundo ánimo tan
generoso, que por amor a la verdad no teme desacreditarse a sí mismo en
presencia de la persona a quien ama? Poseéis un corazón tan bello, una sinceridad
tan. perfecta, y ¿teméis que yo no os estime, que no os respete, que no os ame?
Sed también colérico, con tan discretos principios no podréis serlo sin razón. Sed
también celoso, no lo seréis nunca sin fundamento. Estad enamorado de la
sociedad, de los estudios, vuestras aplicaciones, vuestras amistades serán siempre
dignas de alabanza. A mí me corresponderá evitar los motivos de vuestras
sospechas, de vuestras inquietudes, y hacer de manera que entre vuestros placeres
no tenga el último lugar una esposa cariñosa y respetada. Excusad mis recelos,
perdonad la excesiva delicadeza de mi manera de pensar. Estad seguro de que
me sois querido, de que os amaré siempre y de que el cielo me ha destinado a vos.

MARQUÉS. — Ah, si todo lo que decís es cierto, yo soy el hombre más feliz del mundo.

CONDE. — Amigo, habéis tenido la oportunidad de conocer el carácter de mi hija.


Ella no es capaz de mentir, ni de traicionarse a sí misma por un capricho.

TENIENTE. — Feliz el mundo, si de mujeres sinceras semejantes se encontrara no digo


gran abundancia, pero al menos el cuatro o cinco por ciento.

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CONDE. — Vamos, señor Marqués, si os agrada, vamos todos a Milán. Allí, según
nuestro primer acuerdo, se celebrarán las bodas.

MARQUÉS. — Vamos, si así le place a mi adorable Condesa.

CONDESA. — Llevadme donde gustéis. Estoy con mi querido padre, estoy con mi
querido esposo, no puedo ser más feliz.

TENIENTE. — Sí, vayamos, señores; pero, con vuestra buena licencia, tengamos antes
una buena comida, y hagamos honor al precioso vino de Monferrato.

BARÓN. — Confieso que no merezco el honor de tomar parte, pero os ruego que me
creáis vuestro amigo, y muy arrepentido de haberos dado algún motivo de
disgusto. Estad seguro, señor Marqués…

MARQUÉS. — No más, señor; acepto por verdaderas vuestras disculpas, y para


desengañar a mi esposa de que yo sea demasiado colérico, o locamente celoso,
os suplico que os quedéis a comer con nosotros, y que nos acompañéis en el viaje.
¡Oh, viaje feliz para mí! ¡Oh, dichosa Hostería de la Posta! ¡Y más dichosa aún, si es
digna de la gracia y del favor de quien nos escucha!

Fin de la Comedia

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