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Es viernes, una tarde fría, el cielo va del gris más claro al más oscuro, paisaje en
tinta china, y yo, aquí, desde mi ventana lanzando miradas curiosas.
En la calle pocos transeúntes, niños, jóvenes y ancianos cada uno con un lugar
aparente a donde ir, con sus pensamientos atropellados en la cabeza sin saber que
les observo.
La lluvia arrecia, lo fino se hace grueso y el sonido de las gotas contra el suelo
compone una melodía de nostalgia. Muevo mis pupilas, descubro como se forman
charcos, como las ruedas de los carros hacen olas al pasar, como sopla una brisa
intensa que produce escalofríos.
De nuevo alzo mi mirada al cielo, ya todo es más oscuro, el sol fue envuelto por
las nubes que ya no le permiten asomarse, y en la distancia la montaña parece
sostener aquel peso intangible.
Paraguas azules, de los que van rememorando instantes y riéndose de ellos, que
se debaten entre la casualidad y la causalidad, románticos, tímidos, perseverantes,
cautelosos, discretos, tercos, sensitivos, nostálgicos, leales, individualistas y
solitarios.
Voy por una taza de café, busco calentar mi cuerpo y retomar la cordura, a cada
sorbo veo que la tempestad allá afuera va menguando, que el cielo se despeja... y,
curiosamente, ahora noto que empieza a llover dentro de mí... tendré que abrir mi
paraguas... y de seguro se preguntan ¿de qué color es?...
Les haré la tarea fácil... usaré mi paraguas transparente... así podrán ver, a través
de él, como lloro o sonrío...