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NINGÚN CAMINO

NACE SOLO

Agustín Bernal
2022
Editorial: hechoencasa
“Antes de recorrer mi camino, yo era mi camino.”

Antonio Porchia
LA SOSPECHA DE NO SER

Como llevar a cuestas,


n detenida en un hombro,
una parva de buitres que graznan todo el tiempo,
escuchar sus voces,
hacerse preguntas,
cargar con ellas,
qué inútil
qué ocioso

Ah, sí...
sobre todo preguntas:
¿Por qué a mí?
¿Qué quieren?
¿Qué debo hacer?

Imposible negarlas por más tiempo,


dejarlas sin respuesta una noche más.

Imposible no ver en ellas el asomo de una duda


que se hunde en mí cabeza y la trastoca.

Si cierro los ojos ahora,


en esta mala hora que me cerca,
en lo más hondo de mí,
de mi oscuridad,
allí están ellas,
al acecho;
allí me esperan,
atentas,
sigilosas,
sagaces.

Y donde quiera que vaya, allí estarán.


Donde sea que el sol se ponga,
ellas vendrán por mí y me sorprenderán.

No importa cuánto esfuerzo haga por evitarlas.

No importa cuánto me refugie


en el vértigo inútil de mis urgencias.

Cuántas distracciones me imponga,


cuántas pastillas me decida a tragar,
a qué distancia me mantenga respecto al miedo,
a la sospecha de no ser.
ELECCIÓN

Por el cuadro transparente de mi ventana


veo el vuelo de una bandada de tordos
cruzando el cielo

surcando con sus pequeñas alas negras


el aire alto,
la intemperie en forma de campana
que cierra el paisaje a lo lejos,
allí donde marchan en fila,
lerdas y livianas,
las nubes,
como vagones de un tren etéreo, impalpable.

Recostado de espaldas,
holgado de espacio,
en mi cama,
practico en silencio mi larga convalecencia,
mi arte sombrío de criar tristezas en el pecho,
entonces me detengo en un súbita certeza:
se está obligado a elegir.
Bien o mal,
se debe elegir una dirección,
un camino.

No se puede no elegir,
hacer como hacen el tordo,
la nube
que son llevados a rastras
por el viento que aligera las alturas.

Imposible echarlo a la suerte.


Si decido no elegir,
elijo de todas formas.

Elijo la parálisis,
la desesperación en que se abisma el ser,
la afirmación de lo neutro.
A QUIEN CORRESPONDA

Tu presencia rondaba la casa,


a cualquier hora. 
Podías estar aquí o allí,
n o en cualquier parte.
Igual que un gran silencio triunfal,
usurpabas viejas iglesias vacías o casas sin niños gritando.

Me sabía mirado por ti.


Tenía miedo de lo que pudieras pensar
al ver cómo gritaba a mis padres
cómo caía en la tentación de herir.

No recuerdo cuándo te alejaste de mí,


o si fui yo quien se alejó antes.

Había imaginado que podía decir, 


si te encontraba:
“esta vida es...”
Pero ¿sabes qué?
No sé qué es la vida.
Es lo que debe ser.
Y no es lo que crees.

Con el tiempo se llega a querer el cielo abierto 


a la cúpula que impone una iglesia cerrada, 
el coraje sin ruido,
al miedo infecto que se alza ante la muerte.

Se llega a querer el riesgo de vivir en la incertidumbre


a la vana certeza que se alcanza con la fe.

No se nace con un Dios a la espalda que nos diga qué hacer,


cómo y cuándo,
que nos ayude a decidir,
que nos señale el camino.

Se camina a tientas, 
en una tierra de nadie,
bajo la noche que se abre a un lado y otro del cielo
como una carpa.
CONCIERTO DE PIANO

Escucha el disco que le han regalado,


dejándose tocar por la música que surge del piano,
la vibración de notas en el aire,
tan delicadas,
tan arrebatadoramente tristes.

Se decide entonces a escribir una poesía.


Más bien recuerda las palabras de un amigo,
largo tiempo olvidado,
luego de un concierto:

El pianista no tocó, rozó las teclas.


Sonaban como caricias deslizándose por un cuerpo de mujer.
Sus manos eran como seda, tan suaves.
Los que se acercaban al escenario,
no querían acoples y ruidos,
querían música para volar y salir de sí mismos,
un arrullo que se deslizara debajo de la piel, sin turbar el alma.

Tal era la reflexión que había oído entonces y ahora recordaba con licencia poética.
UN ABRAZO

Un abrazo es lo que ya no somos:


el fabuloso andrógino de Aristófanes,
la naranja entera del delirio,
un tapado de piel humana,
un calor alegre de primavera que flota en torno,
una puerta al mítico paraíso eterno,
un retorno al nido olvidado del vientre materno.

Un abrazo es todo eso que añoras y temes encontrar en otra piel.


UN RELOJ

¿Para qué sirve?


Para despertar.
Para despojarse del sueño
o entregarse a él.
Para estar listo a una hora
y entrar a tono
en el ámbito claro de la mañana
en el aire oscuro de la noche.

Para llegar a tiempo a todas partes:


Con un minuto de ventaja a la cita.
Con extrema puntualidad al cine,
quizás con algo de demora al café,
n los domingos
pero nunca demasiado tarde al trabajo,
n los lunes.

Un reloj sirve
para actuar en el mundo
con un criterio puramente convencional,
exento de sorpresas,
limpio de sobresaltos,
conforme a la razón de los razonables,
a lo establecido por ciegas costumbres,
por una vieja tradición nacional
hecha de banderas e instituciones,
de efemérides y feriados,
por todo aquel tiempo insensible,
objetivado,
exterior al propio yo,
un yo que,
como se sabe,
siempre es cabeza de mono
corazón salvaje,
autor de caprichos inigualables,
locutor de lo íntimo,
de lo insondable,
lo que nadie más entiende:
el amor de Narciso.
EL ORBE DEL RELOJ

El orbe del reloj es hermético,


el tiempo atrapado en él,
dócil,
laborioso,
rutinario.
No puede escapar.
No tiene recreos ni distracciones.
Tampoco otros atributos como no sean los puramente decorativos:
números naturales o romanos,
pintados,
tallados en madera o lata, con
bordes cromados o no.

Su cara se reduce a una mera facha:


los hay con arabescos distinguidos,
con bandas de plata o de cobre.

Pero el reloj es uno y el mismo en todas partes:


un mismo pulso lo anima,
una misma manía de eficacia lo domina.

¿Qué nos muestra el reloj?


Apenas un par de agujas que se mueven en círculo,
lenta y perezosa una de ellas,
liviana y ligera,
n la otra.
Giran sin parar.
Se le pasan girando día y noche,
obedientes e infatigables,
como planetas recorriendo órbitas dispuestas alrededor del sol.
Marcan la hora.
Las mismas doce horas
siempre…

Noche y día,
todas las semanas,
mes a mes,
año tras año.

Principio y fin,
n en su sedentario disco,
en su recorrido obligado,
son obstinadamente previsibles,
cíclicamente eternos.
LOS OBJETOS

El libro de cabecera que lees una y otra vez,


el disco que pones en tu equipo cada noche,
el reloj pulsera que llevas en la mano desde hace un mes,
el par de zapatos que a menudo eliges para salir a la calle,
no son simples cosas:
son parte de una colección privada
como no hay otra igual en el mundo,
ni habrá otra idéntica en el tiempo.

Si al menos uno de esos objetos apasionantes


pudiera darse a entender con palabras,
de seguro se explicaría,
diría claramente:
yo soy tú.

Tú eres eso que llevas puesto,


eso que eliges a voluntad y a cada momento,
tú eres la forma que ves en tus objetos.
LAS PALABRAS

La voz es la casa donde se hospedan las palabras


donde se arremolinan traídas por un viento;
el cuerpo, esa honda oscuridad asombrada,
el lugar donde ellas practican,
risueñas,
el juego de las escondidas y de los espejos.

Puro señuelo,
cebo de cabo a rabo,
eso es la palabra;
raíz y copa de un sueño arbóreo,
eclipse de conciencia en un hombre (una mujer),
frente de niebla con un hueco adentro.
UN ÁRBOL

Un árbol crece en calma y con sencillez.


Un árbol es siempre uno y el mismo.
Un árbol tiene la virtud de la constancia,
el don natural de parecer aquello que es.

Las personas, mal que les pese, cambian,


dejan de ser las que eran y son otras.
Nunca permanecen iguales a sí mismas,
nunca son previsibles.

Dichosa suerte la del árbol,


que ignora el vestido, la mentira y la trampa.
Ignora el movimiento.

El árbol se mantiene de pie, firme,


sólido,
sin anhelos turísticos.

Existir,
n para un árbol,
n es echar raíces
en un pedazo de tierra anónima,
un suelo sin dueño ni patria.

Es encogerse de hombros ante el parecer de los demás.


QUIEN NO DUERME POR LA NOCHE

No abre los ojos con el despuntar del sol,


no se turba con el sonido de una alarma de reloj,
no se asusta con la voz destemplada del perro
que aúlla en el patio del vecino.

Quien no duerme por la noche


no descansa...
vive preso de una fatigosa vigilia de ojos atentos,
de pensamientos que vagan sin descanso por el cuarto a oscuras,
sobre la línea franca de las cosas en reposo.

Quien no duerme por la noche,


abomina la luz del sol,
la fase diurna del cielo,
las tareas de la casa
y el meticuloso aseo del cuerpo.

Quien no duerme por la noche,


no despierta...
busca su cara,
blanca
perpleja
agobiada por una insaciable sed de sueño
en el espejo del baño.

Quien no duerme por la noche


no es mezquino ni avaro,
vela por el sueño de los que no conoce,
de los que no se desvelan.

Quien no duerme por la noche,


no es una mala persona...
tan sólo tiene penas que no paran de entorpecer su sueño,
de enrarecer sus horas.

Quien no duerme por la noche,


no se relaja...
se funde en un compacto bloque de hierro que pesa en todas partes,
en la cuerda tensa de la noche entera,
en la hora sedentaria que acosa a su alma en vela.
EN ALGUNA PARTE

Hay puertas que se abren,


umbrales en los cuales parece anunciarse algo.

Signos en tránsito perpetuo hacia el misterio,


y señales incomprensibles a cada paso.

Hay voces que saltan intrépidas de la cornisa de una boca


hasta el alto balcón de una mirada,
hasta la galería abierta de un pabellón de oreja.

Hay letras caídas en los renglones de una hoja,


y otras hundidas en las circunvoluciones del cerebro,
hay palabras perdidas en un archivo de biblioteca
y otras acurrucadas en el hueco de un olvido.

Hay cuentos que huelen a noches de verano,


que ofician de magos creando presencias,
y los hay también que evocan preguntas que se lleva el viento
y nos dejan soñando despiertos.
A ESA HORA PÁLIDA

A esa hora pálida


en que el sol recién nacido araña la piel seca de la tierra,
camina sin rumbo.

Apura sus pasos en una vereda de lustrosas baldosas,


custodiada a los lados por verdes ligustros,
por árboles añosos que verdean la vista,
por edificios que se alzan grises
en el aire antiguo de una calle que se hunde
en un vaho de húmedas horas.

No es ninguna sorpresa ver el rostro de fierro de un prócer,


el tronco de un alto fresno que inflige al aire
una ilusoria herida con el filo de una rama.

No es demasiado para él
-ahora, durante el paseo-
ver a ras de suelo
hombres y mujeres que miran hacia adentro de sí mismos,
n como mira él,
ciego de nostalgia,
buscando un recuerdo
que yace atrapado
en la sutil trama tejida por el paso del tiempo.
MANTO DE PIEDRAS

Hubo una época, quizás demasiado larga,


demasiado avara en recuerdos,
en que ciertas penas
-que él sentía con rabia que le llovían por dentro-,
tocaron fondo y se anclaron.
Su madre se empecinaba en llamarlas
vagas tristezas de un niño especialmente enfermizo.
Pero las penas empezaron a pesar en sus huesos
como una carga,
n un manto de piedras.
Se asentaron en él,
y ya no se fueron,
nunca lo abandonaron.

Cuando se iba lejos, barrio adentro,


una cuadra o dos,
aquellas penas le seguían el rastro,
acompañando con cuidado su paso de muchacho cansado,
caminando a la par de él,
n como silentes sombras.

Inútil intentar dejarlas atrás,


pasar por encima de ellas,
colgar el pasado en el cuerno del perchero,
como se cuelga un saco viejo,
n un sombrero.

Inútil creer que es posible huir de sí mismo,


de la sombra caída en el piso como una ropa sucia.

Nadie escapa hacia delante sin su porción de noche a cuestas.


Se preguntaba entonces qué hacer.
Cómo seguir.
Y luego ya no se hizo más preguntas.
Avanzó a ciegas.

Miró hacia arriba una y otra vez.


Pero el cielo se hundía sobre él
como un pozo de agua
holgado en profundidad,
hasta que llegó la oscuridad:
negra, lenta, uniforme oscuridad.
Colgada sobre sus hombros como
un espejo donde la noche se miró el rostro.

Desde entonces,
la luz de la luna y las estrellas parpadearon, tímidas.
El cielo desmejoró.
VELADURAS

Velar el vuelo de los pájaros que caen flagrantes por la pendiente del cielo,
el sueño de las nubes que se esfuman como humo,
velar el color rojizo,
el tinte herrumbrado de las hojas de otoño,
velar los recuerdos que no corresponden ya a ninguna época,
los años que se apresuran a partir al trote,
las sombras que ya no nos pisan los talones,
velar los lugares que alguna vez nos fueron queridos,
los jardines que perfumaron el aire con el aliento fresco de las flores.
EL MUERTO

Una luz viene de adentro,


no del sol,
n en lo alto
sino de adentro del cuerpo.

Un haz irradia caliente como una llama,


quemando interminable la carne,
el pelo,
los huesos.

No es luz de sol cayendo oblicua sobre los campos,


No es claridad de luna alumbrando vertical el suelo trasnochado.

Es una luz que viene de adentro,


que arde,
n hora tras hora,
en los órganos del cuerpo,
que se posa agónica junto al corazón.

Encandilado, tú aguardas el sueño,


el prometido paraíso que se demora en venir hasta ti,
que se adormece en el vuelo.

Pasan horas,
un minuto y otro,
en movimiento perpetuo,
mientras tú velas al muerto,
que eres tú.
NUBES

Retazos de algodón blanquean las alturas,


Un racimo de nieve flota en suspensión.

Vapores surcan el vasto cielo claro del mediodía,


barcas humeantes escoltan la luz del sol.

Señales aéreas viajan por encima de las montañas,


las lagunas, las casas.

Apariencias leves como la niebla,


esponjosas como el pan.

Algunas tardes, viéndolas flotar en el cielo,


n colgadas sobre mi cabeza,
imagino que soy una de ellas: imagino que ya no soy yo.

Sino apenas una de ésas nubes que asume mil formas,


que es una y la misma y que también es otra.
PLEAMAR

En el aquí y ahora tan nuestro,


en el presente tan próximo y elusivo que nos acompaña a cada instante,
decanta el resumen de nuestra memoria.

Las horas transcurridas


se mezclan unas con otras,
forman una línea de espuma,
una raya blanca intermitente
que muerde la orilla del arenal.

Todo se confunde en esa pleamar,


esa estela de baba burbujeante dejada por el agua,
que choca contra las rompientes,
las barrancas, las balsas.

Que se alza contra los necios que moran sin fe,


los tontos que viven sin alma,
los muchos que desoyen
el resonar profundo que viene del mar adentro.

El mar no discierne entre un momento y otro.

El corazón, sí.

Ya deberías saberlo.
NINGÚN CAMINO NACE SOLO

Ningún camino se levanta de la tierra sin huella previa.

Ningún camino nace solo, sin madre tierra que le sirva de lecho,
sin alma de viajero que amamante con sueños
la árida desnudez de su cuerpo tendido en el suelo.

Ningún camino se recorta, nítido,


del turbio espacio que le rodea,
sin que se anticipe a él,
n el paso de un hombre,
la marcha de un pueblo.

Un camino se lanza horizontal hacia adelante


hacia el horizonte,
urgido como una bala.

Otro,
indeciso como una duda,
da vueltas y vueltas,
perfila su curso con rodeos y tretas,
obligando a serpentear entre la enredada selva,
o por la huella del prolijo bosque.

Al principio -qué duda cabe-


los caminos fueron algo toscos en su hechura,
y en cada recodo,
no pocas veces, fueron vistos por ojos asustados
abismos o pantanos,
al acecho de lobos,
de cocodrilos.
Aquellos caminos
eran sendas borrosas como estelas de niebla, llenas de estorbos,
de agobiantes presencias;
surcos recorridos por nómadas a caballos,
peregrinos en carros,
que buscaban el lecho de un río donde tender sus redes
y sonsacar peces,
donde posar sus labios
y beber agua fresca.

Un camino nace por obra de viajeros,


del movimiento centrífugo en los pueblos que migran.

Entonces importa
más la aventura,
el viaje en sí,
que llegar a destino.

Todo hombre,
igual que todo pueblo,
se obstina en algo al emprender el viaje:
un apetito de conquista lo anima,
un afán de fuga,
quizás de triunfo contra el destino.
TODA VOZ ES VIAJERA

Toda voz,
cuya fuerza nace de la necesidad de comunicar,
principia en forma de grito.

Toda voz es viajera:


no es de aquí, ni de allí.
Ronda el ámbito oscuro de un domo que no podemos penetrar.

Toda voz corre apresurada por el tubo de una garganta,


el quicio apenas abierto de una comisura, entre los labios.
Persigue un destino que desconoce.
Toma un atajo hacia lo inefable,
hacia la materia misma de que está hecho el misterio.

Toda voz siembra ecos allí donde suena,


y no más de sonar:
usurpa oídos,
toma cuerpos,
cruza muros,
pasillos,
puertas y ventanas.

Don de omnipresencia tiene,


astucia de diablo que se hace pasar por Dios.

Permanece dentro y fuera del cuerpo.


Es pura frontera que avanza,
que no se parece a nada sino a sí misma,
liso espejo que muestra a todos y a nadie.

El vacío es llamado a existir


en la voz,
en la sonoridad del viento,
y de los instrumentos que vibran al contacto de la mano:
guitarra,
piano,
violín.

Toda voz enfrenta un ejercito de entonadas notas musicales contra las tropas del silencio.

Toda voz se lanza hacia delante


sin frenos,
como un ciclón:
arrasa lo que toca,
desenvaina el puñal del viento y no respeta a nadie.

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