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Stephen Hawking se trae, desde hace años, sus más y sus menos con
Dios. Hace unos cuantos, en su “Breve historia del tiempo” decidió que
cuando se descubriese la teoría del todo, al fin conoceríamos la mente
de Dios. Dios quedaría reducido a unas ecuaciones.
Con un agravante. Es difícil que, ante ese final de conferencia por parte
de del Bosque, nadie diese crédito a su última frase. Sin embargo, el
mundo actual, que ha endiosado a la ciencia, escucha a los científicos
como si fuesen el oráculo de Delfos, hablen de lo que hablen. Hawking
sabe perfectamente que el campo de la ciencia se limita a lo que se
puede contar, pesar o medir y, al final, reducirlo a relaciones
matemáticas. Debiera saber que Dios cae fuera de esa categoría y que,
por tanto, la ciencia no puede decir nada sobre ello, porque le es ajeno.
Esto es lo que le han venido a decir la mayoría de sus colegas, si
exceptuamos algún que otro ateo militante del estilo de Richard Dawkins.
Y que, por lo tanto, no es posible demostrar ni la existencia ni la no
existencia de Dios desde la ciencia. Naturalmente, Hawking es libre de
expresar su opinión, pero hacerlo en un libro que se supone de ciencia, y
hacerlo hablando ex cátedra, es jugar a propósito con el equívoco. Es,
por tanto, una falta de honestidad.
La lógica más elemental exige que haya un ser, algo o alguien, que
idease esas leyes tan magníficas. Que el universo apareció de la nada es
algo que el dogma cristiano, no sólo admite, sino que defiende. Como
defiende, con toda la lógica del mundo que ese ser, al que llama Dios,
fuese el que crease el universo. Pero cuando dice que lo creó de la nada,
no especifica cómo lo hizo, o si lo dice, lo dice, el cómo, de manera
simbólica. Por tanto, si las leyes de la física preexistieran al universo,
bien pudieron ser las herramientas de las que Dios se valió para crearlo.
Por otro lado, unas leyes tan precisas como para ser capaces de dar
lugar a un universo tan maravilloso como es éste, nos tienen que hacer
pensar que están hechas con una finalidad.
Pero sólo las personas pueden dar una finalidad a las cosas. Si mañana
un tiesto se cae de una ventana y me mata, nadie en su sano juicio diría
que el tiesto tenía la intención de partirme la crisma. Pero si unos
hombres de una isla que nunca ha conocido la civilización encontrasen
en su playa un coche y, a fuerza de experimentar descubriesen su forma
de funcionamiento, sería irrisorio que dijeran que fuese su forma de
funcionar la que ha hecho el coche. Sabrían que alguien, no algo, lo
había hecho y no dudarían de que lo había hecho con un propósito.