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Dios y mi dinero

La Voz de la Esperanza
Un mensaje cristiano de paz, de seguridad y de amor - Difundido Febrero 11, 1996

En nuestros días, muchos países y sociedades que por largos años se habían debatido
entre la escasez y la pobreza, están saliendo poco a poco de su precaria condición y
alcanzando un nivel económico que los acerca al de las sociedades más desarrolladas.

Entre la población de esas naciones se advierte un entusiasmo, una euforia muy


comprensible, una nueva confianza en el futuro. Para muchos, la adquisición de bienes
materiales se está convirtiendo en el blanco primordial de la vida.

Desde luego, en toda época y lugar, la gente se ha preocupado de adquirir las cosas
necesarias para mantener la existencia, y para atender sus necesidades personales y
familiares. Pero en nuestros días se está extendiendo lo que algunos llaman el
"consumismo", es decir, el proceso de comprar por hábito más que por necesidad, ya
sea ropa, artefactos de uso doméstico o vehículos. Y para implantar en la gente ese
hábito de consumir lo que sea, se cuenta con la marea de avisos comerciales que por
todos los medios sugieren que si usted usa este o aquel producto, será feliz, popular e
inteligente.

La prosperidad material por sí sola no es garantía de una vida feliz. Hay peligros en
nuestro camino si nos dejamos arrastrar por la idea de que mientras más objetos
acumulemos, más felices seremos. La experiencia de las sociedades que ya han vivido
varias décadas de consumismo desenfrenado, debiera servirnos de advertencia para no
caer en los excesos y dificultades que acosan a sus habitantes hoy.

¿Cuál es nuestra definición de prosperidad? Para algunos, depende de la cantidad de


dinero que se gana. Para otros, depende de la cantidad de dinero que se gasta. Otros, en
cambio, piensan que prosperidad se define por la cantidad de dinero que se tiene.

Y no pensemos que sólo se trata de un juego de palabras, que a fin de cuentas vienen a
ser la misma cosa. Estos tres puntos de vista determinan no sólo el destino que la gente
le da a lo que gana, sino que en buena medida moldean también nuestro estilo de vida.
El que cree que la prosperidad depende de cuánto se gana, se esforzará por aumentar
sus entradas. Adquiere dos trabajos, o si tiene un negocio, duplica sus horas de trabajo,
en fin, se esfuerza por recibir cheques cada vez mayores. El que cree que ser próspero
consiste en gastar grandes cantidades de dinero, corre un grave riesgo de contraer
deudas de todo tipo, muchas veces sin relación con sus verdaderas necesidades. Y el que
considera que la prosperidad se mide por el dinero que se tiene, se concentrará en
ahorrar todo lo que pueda, y procurará hacer inversiones cautelosas, que le aumenten su
capital en forma segura.

Estas tres modalidades tienen rasgos buenos, pero también conllevan ciertos peligros. El
que cree adquirir la felicidad ganando mucho dinero, corre el riesgo de transformarse
en un adicto al trabajo, incapaz de hacer una pausa para gozar lo que va adquiriendo.
Como decía un profesional, hablando con un amigo: "He perdido la capacidad de
gastar". Vivía sólo para trabajar. No salía de vacaciones, por no descuidar sus negocios.
Cuando los familiares le proponían alguna actividad, no se sentía atraído y ponía
excusas.

El que es feliz acumulando dinero, puede fácilmente caer en la avaricia. Teme gastar,
no quiere compartir su riqueza, y hace caso omiso de las necesidades ajenas. Y cuando
sus inversiones y sus ahorros se ven afectados por las inevitables fluctuaciones de la
economía, se llena de ansiedad y angustia.

El que cree que ser próspero significa vivir gastando, nunca está contento. Compara
constantemente lo que tiene con lo que poseen los demás, y vive haciendo
comparaciones. Envidia lo ajeno, y no goza lo que ya tiene, porque siempre hay alguien
que tiene algo más nuevo, más grande o más bonito.

Hay un estilo de vida que es radicalmente distinto de los que a grandes rasgos hemos
presentado. Es la vida que viven los que adoptan una filosofía madura de lo que
significa la prosperidad. En vez de usar el dinero como punto focal de su interés y como
medida de su prosperidad, adoptan una visión más abarcante y elevada de la vida y los
goces que ella ofrece. Para ellos, los bienes de este mundo los tenemos en préstamo. No
nos pertenecen incondicionalmente, sino que se nos confían en calidad de mayordomos
de ellos.

Un mayordomo o administrador no puede disponer libremente de los bienes que se


confían a su cuidado. Por lo general tiene amplios poderes para manejar la propiedad
que se ha puesto en sus manos, pero nunca pierde de vista el hecho de que debe dar
cuenta periódica de su gestión.

En el caso del creyente, la mayordomía de la vida es una filosofía perfectamente natural.


Para el que reconoce la gran verdad de que este mundo y sus criaturas son propiedad del
Dios creador, que les dio la existencia, lo más natural es sentir la responsabilidad que
recae sobre nosotros, de administrar en forma sabia y responsable los bienes puestos a
nuestro cuidado. El administrador hace suyos los métodos y propósitos del dueño de los
bienes que administra.

Si Dios es el dueño de todo lo que existe, así como de nuestra propia vida, y si es
inevitable que llegue el momento de dar cuenta de nuestra administración, lo primero
que debemos hacer es investigar cuál es el concepto que Dios tiene de la vida, y de lo
que constituye verdadera prosperidad.

Pero, preguntará alguno, ¿será posible que a Dios le interese nuestra actitud hacia el
dinero y nuestras posesiones materiales? La respuesta es un "sí" rotundo. En la Sagrada
Escritura hay más de 1600 referencias al dinero, las posesiones materiales y la actitud
que debemos tener para con ellas. En el Nuevo Testamento, el único tema que se
menciona más veces que el dinero, es el amor. Y dicen los estudiosos que más de dos
tercios de las parábolas de Jesús hacen referencia al dinero y las posesiones.

Es evidente que en su sabiduría, Dios vio que en este mundo pecador la gente
desarrollaría la tendencia a ser egoísta y acumular posesiones que le proveyeran una
falsa sensación de seguridad. Por eso Jesús nos aconseja: "¡Cuidado! Guardaos de toda
avaricia, porque la vida del hombre no consiste en la abundancia de los bienes que
posee". Poco más adelante, agrega: "Ninguno puede servir a dos señores. Porque, o
aborrecerá a uno y amará al otro, o estimará a uno y menospreciará al otro. No podéis
servir a Dios y a las riquezas" (S. Lucas 16:13).

El impacto que hace esta declaración sobre nuestro concepto de la vida y la prosperidad
es profundo y radical. Si el servicio a Dios es algo distinto de servir a las riquezas,
entonces la prosperidad en el servicio a Dios también tiene que ser algo diferente de lo
que es la prosperidad en el servicio a las riquezas. El apóstol San Pablo comprendía
perfectamente la diferencia entre ambas cosas. Dice en su carta a los filipenses: "Lo que
para mí era ganancia, lo he considerado pérdida por amor de Cristo. Y más aún,
considero todas las cosas como pérdida por el sublime valor de conocer a Cristo Jesús,
mi Señor. Por él lo perdí todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo" (Filipenses
3:7, 8). Y luego dice: "Aprendí a contentarme con cualquier situación. Sé vivir en
pobreza, y en abundancia. En todo estoy enseñado, para hartura como para hambre, para
tener abundancia como para padecer necesidad" (Filipenses 4:11, 12).

Como notamos, el apóstol San Pablo vivía contento mientras estuviera cumpliendo con
la voluntad de Dios, mientras se hallara sirviendo con eficiencia en la causa que amaba.
Y en lo que se refiere a las cosas materiales, les reconoce un lugar secundario, un papel
puramente incidental en la carrera de la vida. En su primera carta a Timoteo, el apóstol
vuelve a expresar su filosofía de la vida, en estas palabras: "Grande ganancia es la
piedad acompañada de contentamiento. Porque nada hemos traído a este mundo, y sin
duda nada podremos llevar. Así, teniendo sustento y abrigo, estemos contentos" (1
Timoteo 6:6-8). Y luego, agrega esta advertencia: "Los que quieren enriquecerse caen
en tentación y lazo, y en muchas codicias necias y perniciosas, que hunden a los
hombres en ruina y perdición. Porque el amor al dinero es la raíz de todos los males" (1
Timoteo 6:9, 10). Y al despedirse de su joven colaborador, el apóstol agrega: "A los
ricos de este mundo manda que no sean altivos, ni pongan la esperanza en la
incertidumbre de las riquezas, sino en el Dios vivo, que nos da todas las cosas en
abundancia para que las disfrutemos. Que hagan bien, que sean ricos en buenas obras,
dadivosos, prontos a compartir; atesorando para sí buen fundamento para lo por venir,
que echen mano de la vida eterna" (versículos 17 al 19).

Es evidente que San Pablo había aceptado y hecho suyo el consejo que Cristo dio a sus
seguidores: "No acumuléis tesoros en la tierra, donde la polilla y el óxido corroen, y los
ladrones socavan y roban. Sino acumulad tesoros en el cielo, donde ni polilla ni óxido
corroen, ni ladrones destruyen ni roban. Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará
también vuestro corazón" (S. Mateo 6:19-21).

¡Cuán dramático es el contraste que se presenta entre estos pasajes y las actitudes típicas
de nuestra sociedad moderna! Del mismo modo, ¡cuán profundo es el contraste entre el
grado de satisfacción que disfrutan los que siguen uno y otro camino! Para el que anhela
riquezas materiales, toda su vida gira en torno al dinero. Para el que anhela las riquezas
espirituales que se obtienen al hacer de Dios lo primero en nuestra vida, la prosperidad
radica en la abundancia de bienes espirituales. En su lista de prioridades, el dinero
ocupa un lugar modesto. Los bienes materiales se consideran menos importantes que la
buena conciencia, la aprobación divina, el gozo de servir al prójimo, el amor y la
amistad compartidos, la buena salud, el aprecio genuino de los demás, en fin, todo
aquello que provee felicidad perdurable, paz del corazón y la seguridad de un futuro
mejor.
Amigo lector, si decides servirle a Dios y no a las riquezas, tu vida será equilibrada. La
satisfacción de compartir la vida de los hijos en su desarrollo y la oportunidad de
moldear su carácter, te parecerá muy preferible a la que te podría proveer un sueldo
extra, una entrada adicional, que para lograrla requiere dejarlos en manos ajenas.

Y no se trata de despreciar la prudencia en el manejo de los asuntos financieros. La


Biblia no condena el ahorro, ni nos lleva a ser imprudentes en la administración de
nuestras finanzas. Lo que hace es darnos una razón elevada, una motivación noble para
moldear nuestras actitudes y guiar nuestras decisiones. Además, ilumina nuestra
perspectiva de la vida, mostrándonos que nuestra administración será sometida a juicio,
y el resultado de ese juicio determinará nuestro destino eterno.

Recuerda que tu mayor privilegio es administrar sabiamente tus bienes de modo que te
hagas tesoros en el cielo. Al darle la espalda a la acumulación de dinero y objetos que
perecen, y dedicarte a ayudar a otros, a colaborar para que se cumplan los propósitos de
Dios, podrás ser una fuente de bendición. Al invertir tu dinero y tus talentos en
proclamar al mundo los mensajes de la misericordia de Dios y las amonestaciones de su
justicia, estarás haciendo depósitos en el banco celestial, y preservando tus intereses
eternos. Y cuando llegue el momento de dar cuenta de tu administración ante el dueño
de todo, oirás estas palabras de parte de Dios: "¡Bien, siervo bueno y fiel! Sobre poco
has sido fiel, sobre mucho te pondré. Entra en el gozo de tu señor" (S. Mateo 25:23).

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