Está en la página 1de 12

NORBERTO CHAVES lo dejó

Asesor y gestor de la comunicación corporativa, ensayista y docente,


Norberto Chaves (Buenos Aires, 1942) es una figura constante en la teoría y
crítica de la arquitectura y el diseño, desde un punto de vista social y
cultural, con un tono pedagógico a la vez que punzantemente crítico.

Libros que relatan propuestas a la conciencia crítica de los que comienzan


(“El oficio de diseñar”), la intervención culta en el hábitat humano (“El
diseño invisible”) o la teoría y práctica de la identificación institucional (“La
imagen corporativa”), se mezclan en su bibliografía con literatura de
emergencia para una época sin tiempo (“Desafueros”) o estudios
divulgativos sobre colegas de profesión (“André Ricard, un silencioso
combate”, “Seis diseñadores argentinos de Barcelona”).[1]

Todos ellos y la entrevista que sigue forman parte de la visión que este
argentino de Ciutat Vella tiene del mundo en que vivimos.

[1] Las cursivas hacen referencia a los subtítulos de los libros mencionados.
Norberto Chaves

¿Qué le llevó a estudiar arquitectura?

Cuando ingresé en la universidad, lo hice en la facultad de Filosofía y Letras


de la Universidad de Buenos Aires. Cursé casi dos años. Me apuntaba a
pocas materias y las hacía a fondo, apasionadamente. Pero encontré a faltar
el mundo de la sensibilidad. Todo era racionalidad, pensamiento… Fue
entonces cuando le empecé a prestar atención a la arquitectura. Y más que
a la arquitectura, a los lugares.

Decidí estudiar arquitectura para complementar esa formación racional con


algo que tuviera que ver con la sensibilidad. Me pareció que era la única
facultad relacionada con el mundo de lo sensible. Nunca se me ocurrió
pasar a Bellas Artes o algo así. Lo que me atraía eran los espacios de la vida
cotidiana. Fue una inmersión total en el mundo de la cultura occidental.
Acababan de aparecer las diapositivas. Fue como una catarata de estética,
shocks de cultura: gótico, renacimiento, barroco… Sentí que yo tenía que ver
con eso.
¿Cómo era la facultad de Arquitectura de Buenos Aires?

Tras el golpe de estado de 1966, que dio pie a un gobierno dictatorial,


muchos profesores dimitieron, y dejaron a los estudiantes solos,
prácticamente en manos de unos chacales. Quedaron los profesores malos,
fachas, incapaces, delatores… Se generó entonces un proceso en cierta
manera autogestionario. Fue una reacción en cadena de expulsión de los
profesores por parte de los estudiantes. Nos organizamos y les prohibimos
que vinieran a clase, el argumento era que interrumpían nuestro proceso de
formación. Todos fueron expulsados. El Gobierno no tomó medidas, dejó
hacer.

Durante este proceso, apareció la asignatura de Semiología arquitectónica.


Fue, para mí, otra revolución, porque me abrió al mundo del sentido, de la
significación. Con un gran amigo cursamos esa materia con tanto ímpetu
que al segundo año los profesores nos invitaron a sumarnos al equipo
docente como ayudantes. Era la primera facultad de Arquitectura del mundo
con esa asignatura, o eso nos dijo el mismísimo Umberto Eco cuando vino a
visitarnos. Una asignatura muy pertinente: la arquitectura es —como dice
un colega— “el sentido del espacio y el espacio del sentido”.

¿Acabó la carrera?

Estuve avanzando con las asignaturas de diseño, pero mi interés por la


facultad fue decayendo. Cuando llegué al tema “Aislación hidrófuga” tuve
suficiente. Y no dejé la materia, sino la carrera.

Paralelamente, en 1973, el Gobierno de Héctor José Cámpora, que


representaba el peronismo de izquierdas, dio paso a los grupos progresistas
en sanidad, vivienda, educación, en todos los campos de gobierno y en la
facultad. La de arquitectura fue donde el movimiento universitario tuvo más
proyecto de cambio, porque lo veníamos elaborando desde antes. Cuando
se nos dio la oportunidad, lo implantamos y reformulamos el plan de
estudios.

Pasé a ser profesor titular. Dictaba las asignaturas Teoría social del hábitat y
Semiología arquitectónica. Entonces, para ser profesor, no tenías por qué
tener título. Se daba predominio a los conocimientos antes que a los
papeles, al contrario que con el siniestro Plan Bolonia. En Semiología
incorporamos una reflexión más amplia que la arquitectónica. Queríamos
incluir la arquitectura en el campo del hábitat. Nuestro enfoque era, por un
lado socioeconómico y, por el otro, etnográfico.

¿Cuáles eran sus referentes cuando formuló el programa de la


asignatura?

A parte de la formación teórica que yo traía de la facultad de Filosofía,


sumada a la lingüística, el estructuralismo y la semiología que incorporé en
arquitectura, fueron para mí muy importantes figuras como la de Aldo van
Eyck. Con él se producía un reencuentro de las ciencias humanas con la
cultura proyectual y el entorno.

En 1969, la Unión Internacional de Arquitectos celebró su décimo congreso


en Buenos Aires. Los estudiantes, a modo de rebelión, organizamos un
evento en paralelo en la facultad, donde acudían arquitectos que estaban
invitados al congreso oficial, como Bofill, Bohigas, Banham o el mismo Aldo
van Eyck.

Yo me adosé a este último. Y no casualmente. Dio tres clases larguísimas


hablando del hábitat, y no pasó una sola fotografía de arquitectura
occidental. Mostró Asia, África y América Latina a partir de sus viajes.
Fueron poesía y etnografía juntas.

Solo mostró la forma de vida de los pueblos. Dijo: “algunos asistentes me


piden que muestre diapositivas de mi obra. No lo voy a hacer, porque lo que
yo he hecho es lo que puede hacer un arquitecto holandés en Holanda. O
sea: carece de todo interés”. Él, viajando por el mundo, veía cosas de tal
exhuberancia, vitalidad y riqueza, que hacer casas para ricos o centros
culturales lo encontraba paupérrimo. Por eso fue un maestro: por quebrar
los dogmas. Los rompía no para crearte un vacío sino, para, por esa ranura,
arrojarte un montón de cultura. Me influyó muchísimo pese a su corta
estadía.
¿Qué nos enseñan la antropología o la sociología sobre conceptos
como forma, función, utilidad, belleza…?

Ante todo nos enseñan que todos esos conceptos están relativizados por la
cultura, que las verdades culturales no son cuestión de lógica. Sin
pensamiento mágico no hay cultura posible.

Durante su estada, Aldo van Eyck nos contó varias anécdotas. Una de ellas,
una fiesta en una cultura de África. Consistía en una danza frenética
masculina: ni las mujeres ni los niños están autorizados a contemplar esa
fiesta. Ni mucho menos a participar en ella, ni tampoco a oírla. O sea que se
tienen que alejar mucho del pueblo para no oír la música de la fiesta. Esta es
la norma cultural, el ritual. Pero las mujeres y los niños la transgreden. Se
suben a los techos de las casas y espían. El chamán, cuando ve sus
cabezas los asusta, y ellos se esconden. Esto se suma al ritual. Aldo van
Eyck contaba que era sugerente que los techos de las casas próximas a la
plaza donde se hacía el ritual estuvieran reforzados para permitir la
transgresión. Un pensamiento racionalista no puede entender eso: la
incorporación de lo contradictorio, quintaesencia de la condición humana.
La arquitectura popular, la antropología o la etnografía te enseñan a
relativizar ciertos principios.

Nosotros, como generación del 68, experimentamos la crisis del


racionalismo. Aún teniendo una formación racionalista, empezamos a ver
sus grietas. Esa cultura no era universal: era parcial, sectorial, de clase.
Tenía campos de aplicación, por ejemplo, los hospitales, pero la vida era otra
cosa. El movimiento moderno no era “ciencia arquitectónica”, era un
planteamiento ideológico como cualquier otro: se podía adoptar o no
adoptar.

Las diferencias estilísticas entre las oficinas y las casas de fin de semana de
las mismas personas golpeaban sobre la presunta universalidad del
pensamiento racionalista. Los ortodoxos seguían defendiendo una
arquitectura racional, desde una filosofía humanista, donde el usuario era
abstracto. Si le hablabas al usuario real, este te decía que la “caja de
zapatos” no le gustaba. Fuimos quizá la primera generación que cobró
consciencia de eso, lentamente. Por eso mis textos tienen, en general,
ambos componentes: la reivindicación de lo antropológico y lo cultural y, por
otro lado, la racionalidad económica.

¿Ha llegado a proyectar algún edificio?

Mientras estudiaba empecé a trabajar como delineante en un estudio de


interiorismo muy importante, asociado a Sánchez Elia, Peralta Ramos y
Agostini, que era uno de los despachos de arquitectura más grandes.
Colaboramos en el interiorismo de tres hoteles Sheraton, varios bancos,
periódicos, etc. Eso puso a prueba mi capacidad de ordenamiento de
procesos.

La gestión del interiorismo del Sheraton de Buenos Aires me tocó a mí.


Llegaban unos sketches de un diseñador experto en hoteles —que sugerían
el clima de cada local, el ambiente interior—, el arquitecto Alberto Armas, mi
jefe, lo transformaba en un ambiente acabado, y yo lo transformaba en
planos. Yo trataba de disimular el decorativismo yanqui. Ahí disfruté
muchísimo y aprendí un montón. Trabajaba con plantillas manuales para
computar todos los elementos del interiorismo. Eran 800 habitaciones. Fue
fascinante. Tenía todo el hotel en la cabeza. Empecé, pues, practicando con
una pelota pesada.

Se trataba de un hotel de turismo, donde ya aparecía la idea de espacio


temático. Allí se manifestó toda la problemática que luego desarrollaría
durante toda mi vida: las contradicciones entre cultura y mercado, lo
económico y lo social…

¿Cuándo vino a Barcelona?

En 1976 hubo un nuevo golpe de Estado y los militares invadieron la Casa


de Gobierno, las universidades, y empezaron a matar gente. Yo estaba muy
comprometido, y ante el peligro, tuve que irme. La segunda mitad de 1976 la
pasé por Uruguay y Colombia. En enero de 1977, llegué a Barcelona.

En Argentina daba clases y era proyectista de interiorismo. Cuando llegué


aquí pensé que sería un poco igual, pero fue imposible. Nadie tenía trabajo
porque todavía estábamos saliendo de la crisis del petróleo y para atender
el mercado bastaban los arquitectos locales. No necesitaban ayudantes.
Aguanté la falta de trabajo y de dinero y enseguida unos amigos me
invitaron a ir a la escuela Eina, donde me abrieron las puertas de par en par.

¿Qué amigos eran?

Una amiga mía, pintora, Norma Bessouet, conocía a Xavier Olivé, de Eina,
que me propuso ir a la escuela para darme a conocer al profesorado. Di casi
una conferencia. Solté todo lo que sabía hacer. Nadie hacía la mínima
mueca, y yo creía estar perdiendo el tiempo. Según terminé, Joan-Enric
Lahosa me dijo: “¿Y cómo se llamaría tu materia?”. Al final acabé dando seis
asignaturas durante siete años. Fue una experiencia muy fuerte e
integradora.

¿Qué consideración tiene acerca de que dentro de las universidades


públicas se haya ubicado la carrera de Diseño en la facultad de Bellas
Artes, tras el intento fallido de gestionarla entre Arquitectura e
Ingeniería Industrial?

Pienso que lo adecuado sería que la Escuela de Arquitectura fuera quien


alojara la carrera de Diseño: comparten sinergias y la misma cultura
proyectual. Además, el diseño nace íntimamente ligado a la arquitectura. En
Bellas Artes no pinta nada. Y, además, desorienta: es una asociación
retrógrada.

A parte de a la docencia, ¿se ha dedicado a más cosas?

A través de Eina conocí a la crème de la crème de la arquitectura y el diseño


catalán. Ellos, recíprocamente, vieron, en mí, ciertas habilidades que les eran
útiles para los proyectos complejos, especialmente los diseñadores gráficos
y comunicadores. Los clientes empezaban a pedir cosas más complicadas
que un folleto o un logotipo. Pasaron a pedir identidad corporativa, identidad
global… y los diseñadores no tenían experiencia. Yo tampoco había
trabajado en eso, pero con la experiencia anterior y mi capacidad metódica
pude colaborar en ordenar los procesos. Esa habilidad se fue concentrando
en los programas de identidad corporativa. Entonces ya no trabajaba para
los diseñadores sino directamente para el cliente, eligiendo al diseñador.
Bueno, los dos modelos siguieron manteniéndose.

Junto a un alumno aventajado del momento, Oriol Pibernat, ahora director


de Eina, y su hermano Carles Pibernat, formamos I+C Consultores. Había
muchísimo trabajo. Había que pasar a limpio toda España: empresas,
instituciones… otro trabajo de pelota pesada. Aprendía muchísimo
abordando programas muy complejos. A veces nos llamaban los
diseñadores, pero muchas otras, los propios clientes para que les
ayudásemos a dirigir el programa, porque no sabían ni siquiera elegir
diseñador. Ahí nos especializamos.

Al tiempo, Oriol optó por la vida académica y Carles ahora está dirigiendo,
independientemente, proyectos de imagen y comunicación para grandes
firmas, además de dar clases en Eina.

Yo me quedé solo. Antes de que nos separásemos, empezó a abrírsenos el


mercado argentino, que también despertaba de un largo letargo y también
empezó a pasar todo a limpio. Nuestra experiencia en España fue de gran
utilidad para Argentina. Seguí trabajando con Raúl Belluccia, nuestro socio
de allí. Tuvimos mucho éxito; clientes muy importantes que hasta hoy llevan
nuestras marcas.

Antes hablaba de la necesidad de incorporar lo contradictorio como


elemento cultural. Nos parece que en Barcelona hay una falta de
crítica en el ámbito arquitectónico. Es superficial, autoinhibida y poco
concreta. El mundo académico está íntimamente relacionado con el
mundo proyectual y, lamentablemente, la crítica ha venido de otras
disciplinas.

La actitud acrítica en el medio de los arquitectos, que padecen las presiones


del mercado, tiene dos raíces. Por un lado hay quienes, por falta de
formación intelectual y cultural, confunden las tendencias del mercado con
las tendencias de la cultura. Esos son los ignorantes. Después están los
perversos, aquellos que saben lo que están haciendo pero callan por una
cuestión corporativista. Es decir: “Yo no voy a ser el valiente que ponga el
dedo en la llaga, pues me sacan de la lista. No critico al colega y él no me
critica a mí”. No solo no autocritican lo que están haciendo sino que
desarrollan un discurso apologético del sensacionalismo. Y venden ese
espectáculo como cultura. Estoy seguro de que muchos de ellos saben lo
que están haciendo pero no lo dicen. Y lo peor de todo, no se lo dicen a los
alumnos, cosa que me parece poco ética. Para mí hay una norma de
deontología docente y es que, a un alumno, no se le puede mentir. Eso es
una estafa intelectual.

Como vecino de Ciutat Vella, ¿cuáles cree que han sido las carencias
de las intervenciones desarrolladas en el casco antiguo de Barcelona?

Cuando llegué a esta ciudad, enseguida me enamoré del casco antiguo:


tenía una riqueza enorme, adquirida por acumulación. Siempre viví en él y
siempre he sentido que nos lo iban arrebatando.

He seguido el proceso desde el año 1977, que es cuando llegué. A grandes


rasgos, la política urbano-arquitectónica ha sido monolítica y prolongada. El
Partido Socialista estuvo gobernando Barcelona durante cuarenta años —
igual que Franco—, e hizo lo que mandaba el capitalismo: bendecir las
reglas del mercado. Entiendo que es difícil salir de ellas, pero no hizo
ninguna negociación significativa.

El casco antiguo era una sumatoria de barrios malolientes, peligrosos o lo


que quieras, pero vivo. En el pasquín “Nova Ciutat Vella” —de nombre
delator—, el regidor del barrio publicó un artículo titulado: “Disputarle el
barrio a la marginación”. No superar la marginación, sino expulsarla,
marginarla más y quedarse con el barrio. A este tipo de proceso se lo llama
“gentrification”. En ello, Barcelona fue una de las líderes europeas. Se dieron
cuenta de que las piedras viejas tienen valor de mercado, y dejarlas en
manos de los pobres era desaprovechar esa mercancía.

Esa política generó una especie de metástasis que va carcomiendo las


arterias del barrio y va entregando el casco antiguo al flujo de masas y de
consumo, y quita, por lo tanto, vida urbana. Todo está dirigido a incentivar la
circulación, porque el flujo peatonal levanta el precio del metro cuadrado.
Por ejemplo, la eliminación de escalones se suele llamar “levantamiento de
barreras arquitectónicas para los discapacitados”. Es verdad. La masa es
esa discapacitada general que, al no encontrar barreras, “fluye”, y cuando
se da cuenta, ya está en la barra de pinchos.

Yo estoy contentísimo de que no hayan restaurado esta casa [donde tiene


su estudio] porque, si no, se habría perdido todo: la habrían “modernizado”.
Y no se trata de que al restaurarla se deba reproducir la forma original. Se
trata de producir una forma contemporánea que manifieste abiertamente su
simpatía y no su odio por lo anterior.

Los arquitectos no quieren reconocer que sus obras, a excepción de las


espectaculares, carecen de todo interés. La gente va al lugar donde hay
perspectivas, sombras, calidades texturales… Nadie quiere mirar de frente
las nuevas arquitecturas. Los lugares interesantes de las ciudades son los
históricos. Y no porque la gente sea nostálgica, sino porque fuera de eso no
hay nada que ver… a excepción de los esperpentos posmodernos.

Respecto a la capacidad comunicativa de un edificio. ¿Es una imagen


corporativa en sí mismo?

No hay ningún recurso de la empresa o institución que pueda identificarse


con ella tanto como el edificio. La arquitectura es el cuerpo de la
corporación y el lenguaje lo delata. El edificio tiene que responder al talante
de la empresa. Algunos lo saben hacer y otros no. Además, hay empresas
que, inmersas en la cultura del espectáculo, buscan el edificio singular a
criterio y capricho del arquitecto. Esta es otra manera de identificarse,
mediante el disfraz, no mediante la indumentaria. Cada cual sale a la
sociedad como quiere: unos en su estado natural y otros disfrazados. Esto
forma parte de la realidad, yo no lo cuestiono. Cada cliente tiene lo que se
merece. Mi crítica tiene otro blanco. Se supone que el Estado tiene que
regular las contradicciones del sistema. Hay que considerar que todo lo que
los individuos y las empresas hagan forma parte de un patrimonio común.
Teóricamente no puedo hacer lo que me dé la gana. En los últimos meses
han pelado la planta baja de un edificio de plaza Catalunya, por un puro
interés comercial de la empresa que lo habitará. ¡Eso es una salvajada!
¿Cómo permitieron eso? La administración pública bajó la guardia… o formó
parte del negocio.

El mercado y el interés comercial se sobreponen a todo. Si hay que vender a


la abuela, la venden. El capitalismo ha llegado a la unidimensionalidad total.
Echo de menos una contestación por parte de los que teóricamente
tendrían que defender el patrimonio arquitectónico, como por ejemplo, el
Colegio de Arquitectos. Tenemos que aceptar y actuar el desdoblamiento:
todos estamos trabajando para el mercado, pero a su vez somos
ciudadanos con conciencia cultural. El no atreverse a opinar contra la propia
profesión me parece una señal de mezquindad, de falta de grandeza y
calidad intelectual.

Yo asesoro a empresas e instituciones y hago mi trabajo de la mejor manera


que puedo, pero no me jacto de que mi obra sea el súmmum de la cultura.
Pero el arquitecto se vanagloria de lo que hace. Nouvel se enfurecería si
supiera que se construirán edificios más altos al lado de la torre Agbar. Hay
una alienación en el show. Todo el mundo quiere show: el arquitecto y el
cliente. Les beneficia a los dos: Marca busca marca![2]

En relación a su presencia en la acampada de plaza Catalunya,


leyendo alguno de sus aforismos, ¿pueden el diseño y la arquitectura
ayudar a dar soluciones para este mundo?

El diseño puede prestarle servicios a todo el mundo. Se trata de un proceso


de planificación de un producto, y este puede ser tanto un misil como un
antimisil, un plan de vivienda popular o un monumento al poder financiero.
Pero, si quieres transformar la sociedad, no lo harás diseñando un envase de
papel reciclable o muebles con desechos. Estos son apaños, lavados de
culpa. Hay que afrontar que esto se va al carajo. El mundo no se cambia
diseñando, sino acudiendo a espacios de libertad como plaza Catalunya y
tratar de meter una cuña al sistema. No puedes cambiar a la sociedad a
través de tu oficio. Es engañarse a uno mismo.
Si hoy no logras desdoblarte, sucumbes. Hay que tener la honestidad de
decirlo. Hay que explicarles a los estudiantes idealistas que, en toda
profesión, como dijo Marx, a nadie se le paga si con ese pago no se
incrementa el capital. Si te pagan es que por algún lado se está haciendo
caja. Hay una lógica implacable del capital. No hay ninguna profesión que
no esté incorporando valor al sistema.

[Al haberle mencionado los aforismos leídos en plaza Catalunya va a


buscar el libro donde se compilan, propuesto y publicado por
expreso deseo del editor Gustavo Gili.]

El aforismo exige un pensamiento de máxima síntesis. Vas quitando,


quitando, hasta que te queda el esqueleto de la idea. Es un ejercicio mental
muy apasionante. El libro está desorganizado alfabéticamente y el primer
capítulo está dedicado a la arquitectura. Hay aforismos muy poéticos, por
mi amor hacia ella, y otros muy sarcásticos, por mi odio por lo que hacen
muchos arquitectos. “Conviene, de tanto en tanto, observar detenidamente
una columna dórica: te sitúa”. “La arquitectura-espectáculo es el único
número de circo que se estudia en la universidad”. “La arquitectura es
demasiado importante para dejarla en manos de los arquitectos”.

[2] En referencia a su artículo “Marca busca marca”.

Related

Tres dimensiones de la crí​t ica


arquitectónica
Norberto Chaves (entrevistado en
diagonal.30) es autor de
numerosos artículos. Algunos de
ellos se pueden consultar en su
archivo abierto. Os avanzamos uno
de sus artículos: Tres dimensiones
de la crí​t ica arquitectónica, por
Norberto Chaves. La crítica Para
abordar una reflexión sobre la
crítica de la arquitectura,
deberíamos comenzar
descartando…

También podría gustarte