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EL TRABAJO Y LO SAGRADO

«El hombre es un esclavo en la medida en que voluntades ajenas


intervienen entre su acción y el resultado de ésta, entre su esfuerzo y la tarea a la
que se aplica.
Este es el caso en nuestros días tanto para el esclavo como para el amo. El
hombre nunca se enfrenta directamente a las condiciones de su propia actividad. La
sociedad forma una pantalla entre la naturaleza y el hombre.»
-Simone Weil

El trabajo, ya sea como tema de conversación, como hecho de


la experiencia cotidiana o simplemente como preocupación mental,
afecta a la vida de todos nosotros. Discutimos interminablemente
sobre quién debería hacer qué y cuánto; sobre cuáles son las
condiciones apropiadas para la realización del trabajo; y por encima
de todo sobre cuál es la justa recompensa por sus logros. Vivimos en
una sociedad que desde hace ya algún tiempo dedica un esfuerzo
considerable a la erradicación del trabajo –al menos del trabajo físico
duro-, sólo para descubrir súbita y paradójicamente, en una época de
desempleo, que necesitamos la dignidad del trabajo. Ciertamente
hemos heredado los problemas que el trabajo plantea, incluso hasta
el punto de preguntarnos si éste tiene algún futuro. Pero, en medio
de toda la actividad y de todas las preocupaciones que engendra,
raramente nos paramos a reflexionar sobre la naturaleza esencial del
trabajo.
Hacia el final de su libro L’enracinement [Echar raíces], Simone
Weil observa a propósito de la civilización moderna que esta
civilización «está enferma. Está enferma porque no sabe exactamente
qué lugar tiene que dar al trabajo físico y a los que se dedican al
trabajo físico». Esto puede parecer a primera vista un diagnóstico
bastante insólito del malestar y la alienación comunes en nuestra
época. Pero recordemos la expresión «trabajo físico». Es el trabajo
físico –el esfuerzo humano meramente cuantificado, no mitigado por
ninguna satisfacción cualitativa que lo transforme- lo que para
Simone Weil es la esencia de nuestra enfermedad. Y prosigue:

«El trabajo físico es una muerte diaria.


Trabajar es poner el propio ser, cuerpo y alma, en el circuito de la materia
inerte, convertirlo en un intermediario entre un estado y otro de un
fragmento de materia, hacer de él un instrumento. El trabajador convierte
su cuerpo y su alma en un apéndice de la herramienta que maneja. Los
movimientos del cuerpo y la concentración de la mente están en función de
las necesidades de la herramienta, ella misma adaptada a la materia sobre
la que se trabaja.»

Termina su libro con las dos frases siguientes: «No es difícil


definir el lugar que debería ocupar el trabajo físico en una vida social
bien ordenada. Debería ser su núcleo espiritual».
Esto parece una declaración atrevida hasta que recordamos que
el trabajo sin sentido y el trabajo sin alma son la misma cosa.
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Sentimos que el trabajo impuesto a nuestras vidas de un modo


carente de sentido es una carga contraria a nuestra naturaleza más
íntima –en cierto sentido una negación de nuestro propio ser-. Sin
embargo el trabajo es la signatura misma del hombre. Se dice que
por sus frutos podemos conocer a un hombre. Así pues, la pregunta
que tenemos que hacer no es tanto «¿qué obtiene un hombre por su
trabajo?» como «¿qué obtiene trabajando?».
Hablar de la existencia de un «núcleo espiritual» en el trabajo
no sólo es invocar una determinada imagen del hombre, sino también
aludir a la existencia de un hilo sutil que une lo sagrado con todo lo
que se le exige al hombre para sostener su existencia física. Es
presuponer, de un modo u otro, que lo espiritual forma el contexto
implícito de nuestras vidas y que nuestro ser no es plenamente real
sin este contexto oculto. Si esto no fuera así, entonces tendríamos
que hacernos una difícil pregunta: ¿cómo ha podido suceder que, con
el fin de sostener su existencia terrenal, el hombre se vea obligado a
seguir una línea de acción física que parece una negación directa de
su naturaleza más profunda, como si por algún horrible error de su
Creador el destino del hombre fuera seguir una dirección que le aleja
de aquello que constituye su misma naturaleza? Si queremos evitar
este dilema, debemos concluir que, de un modo u otro, el trabajo es,
o debería ser, profundamente natural y no algo que hay que evitar o
desterrar porque está por debajo de nuestra dignidad. Así pues, aquí
queremos preguntarnos si el trabajo posee una dimensión
contemplativa, y en qué aspectos y en qué condiciones la posee.
Si queremos comprender plenamente esta dimensión del
trabajo, debemos poner al descubierto su esencia, lo que es antes de
estar condicionado por cualquier norma social, moral o económica.
Debemos percibirlo como una experiencia interior previa a cualquier
resultado productivo que pueda tener. Debemos aislarlo de todos los
modos que adopta a consecuencia de nuestra presencia en el mundo
y que resultan en las obligaciones que la sociedad nos impone;
obligaciones que satisfacemos trabajando. Estas obligaciones pueden
plantearnos unas exigencias tan totalitarias que tendemos a perder
de vista el significado inmaterial que reside en el corazón mismo del
trabajo.
El hábito moderno de equiparar el trabajo con un esfuerzo
agotador que requiere mucho tiempo hace que tendamos a olvidar
que es el hombre el que es el instrumento y el agente del trabajo.
Sólo el hombre trabaja. Un caballo puede realizar un trabajo físico
intenso, lo mismo que un castor. Pero sólo el hombre puede ser
liberado o elevado por el trabajo. Sólo el hombre puede ser
desmoralizado por el trabajo. Y aquí reside el peligro de la ética del
trabajo de la industria mecanizada: el hecho de convertir en un
absoluto ético nuestra necesidad social y económica de fabricar y
hacer cosas. Al no dar ningún valor real y efectivo al impulso
intangible y preproductivo que está en el corazón del trabajo, la
industria moderna pierde la función espiritual del trabajo. Y con su
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tendencia a empujar al hombre a la periferia del proceso productivo,


también pierde efectivamente al hombre. En un entorno en el que el
hombre está subordinado a las técnicas mecánicas es casi imposible
experimentar el esfuerzo físico del trabajo como el medio natural e
inevitable a través del cual el cuerpo y el alma efectúan la
transformación de la materia.
Los problemas y paradojas del trabajo que son tan evidentes en
nuestra sociedad sólo se resolverán cuando estemos dispuestos a
volver a una antropología espiritual, cuando estemos dispuestos a
reconocer nuestra autoimagen teomórfica y a restaurar nuestra
constitución tradicional como seres que poseen una estructura triple
integral de espíritu, alma y cuerpo.
En nuestra constitución triple se considera que los tres estados
del microcosmo humano reciben su vida y su iluminación en última
instancia de aquello que es increado y que por lo tanto está «por
encima» de ese proceso de cambio y desarrollo continuos que es la
vida manifiesta. En el nivel más elevado, las facultades espirituales
del alma actúan como un espejo que refleja las realidades
arquetípicas del Intelecto divino. Es a la luz de este nivel de realidad
como contemplamos el misterio de nuestra subjetividad y
descubrimos que finalmente ésta es irreductible como una identidad
dentro de lo Divino mismo. En la esfera media las facultades del alma
son bipolares; actúan como una ventana que en una dirección mira
hacia arriba, o hacia dentro, hacia lo que está más allá de nuestra
subjetividad como tal. En la dirección opuesta, miran «hacia abajo»,
o hacia fuera, hacia nuestra experiencia sensorial con el fin de
localizar o «vestir» y dar continuidad a nuestra vida psicológica. Por
medio de estos dos impulsos direccionales del alma determinamos el
valor inteligible de toda nuestra experiencia.
Finalmente, aunque la sustancia del cuerpo, como vaina viva y
orgánica de nuestra vida individual, se renueva con la materia física,
recibe del alma las razones de sus propósitos. No iluminado en sí
mismo, el cuerpo es el instrumento que sostiene la transformación
material. Pero su naturaleza corporal sólo está en armonía con el
mundo material en el que habita cuando está capacitada para
relacionar sus acciones y sus apetencias directamente con los niveles
superiores del ser, que les dan sentido.
El trabajo es el principal medio con el que el punto focal de la
consciencia se concentra «fuera» de la subjetividad del individuo. El
esfuerzo del trabajo es un acto de transformación en el que el
trabajador tiene la posibilidad de elevarse hasta el nivel de los
valores y significados que trascienden las operaciones de la vida
física. Esta potencialidad de transmutación es lo que debemos tener
siempre en cuenta en cualquier consideración sobre lo que constituye
la esencia del trabajo. Cuando esta potencialidad no está presente en
el esfuerzo del trabajo, nuestra implicación física con el mundo de la
materia no resulta más que una carga y nos convertimos en meros
instrumentos brutos de la manipulación de las sustancias materiales.
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Si no fuese así, ni siquiera podríamos concebir, y mucho menos


experimentar, el trabajo sin alegría y destructor del alma. Y tal
experiencia no es menos posible en el lugar de trabajo industrial más
mecanizado e higiénico que en un contexto de labor física pesada e
incesante. Por mucho que aumentemos el esfuerzo y desarrollemos
los medios mecánicos de dar forma a la materia en nuestro afán de
producción, no podemos eludir la paradoja de que, en su forma más
significativa y mejor ejecutada, el trabajo puede proporcionarnos una
armonía y un equilibrio interiores cuando estos medios son
relativamente simples y directos.
Esta paradoja plantea una importante cuestión en relación con
el hecho de que la manipulación de la materia exige su precio en el
gasto de energía tanto material como corporal. (La palabra latina
homo –hombre-, dicho sea de paso, está estrechamente relacionada
con la palabra humus –de la tierra-, de la que derivan nuestras
palabras humilde y humildad.) ¿No deberíamos ver, pues, en este
gasto de energía una correlación innata entre los recursos materiales
finitos del mundo y las limitaciones físicas del cuerpo humano? ¿No
debería este consumo de energía corporal provocar en nosotros el
reconocimiento de nuestras limitaciones físicas –y nuestra humildad
respecto a ellas-, poniendo así un límite a nuestra explotación del
cuerpo viviente de la tierra? En otras palabras, ¿no deberíamos
considerar si existe una correlación natural e integral entre las
limitaciones de nuestra energía corporal y el grado en el que
deberíamos consumir los recursos naturales para sustentarnos,
correlación que no debería ser traicionada por ningún medio de
producción que no tuviera en cuenta la significación interior del
trabajo?
Una idea sumamente perniciosa que nos impide darnos cuenta
de la relación íntima que debería existir entre el trabajo y nuestra
naturaleza espiritual es un concepto que ha parecido casi inatacable
en el pensamiento occidental durante los últimos tres siglos, y
todavía da pocas señales de agotar las fuentes de absurdidad de las
que bebe constantemente. Es la idea de que el arte y el trabajo son y
deben ser categorías de actividad separadas. Hemos adquirido el
hábito de pensar en el arte como una categoría de sentimiento
estético, y así también hemos adquirido el hábito de actuar como si el
arte fuese una categoría separada de actividad que no está
relacionada directamente con las exigencias inmediatas de nuestra
vida física. Hemos impuesto una división artificial entre el hombre
exterior y el hombre interior que equivale a sostener la pretensión de
que la especie humana está formada por dos razas: la del hombre
como artista y la del hombre como trabajador –como no-artista.
Esto es burlarse del sentido común. Ni puede decirse que el
trabajo del trabajador –es decir, el trabajo de utilidad- sea
necesariamente no-bello en contraste con el trabajo del artista, ni se
puede decir que el arte –es decir, las obras de sensibilidad refinada-
no atiende a ninguna necesidad humana. Si admitimos que el hombre
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es un ser espiritual, entonces está claro que tiene necesidades y


exigencias además, y más allá, de sus necesidades corporales.
También es evidente que la integridad total de su ser exige que el
hombre no sea dividido interiormente en una parte que atiende a sus
necesidades espirituales con un tipo de actividad y otra que atiende a
sus necesidades físicas con otro. Porque el trabajo de utilidad
correctamente realizado puede resultar en un tipo de belleza
inspirado por un refinamiento de la sensibilidad, del mismo modo que
el arte implica inevitablemente algún tipo de actividad y de utilidad
como los que caracterizan al trabajo práctico. Al igual que no hay arte
sin trabajo, no debería haber trabajo sin arte, de modo que todos los
que están activamente implicados en el trabajo deberían ser en cierto
sentido artistas. Todos los artistas son trabajadores. Al menos en la
medida en que cada uno de ellos trata de conseguir cierto dominio
sobre su material, para efectuar su transformación, y en la medida en
que esta transformación, correctamente realizada, implica el dominio
sobre uno mismo. Si queremos evitar cualquier división entre nuestra
actividad y nuestro pensamiento, según la cual nuestras casas, el
mobiliario y los accesorios que contienen, nuestros utensilios
cotidianos, nuestros vestidos y todas las cosas que utilizamos
diariamente son una parte de la vida (producida industrialmente con
el mínimo de acción humana), mientras que tenemos unos pocos
objetos de «arte» (que son la expresión de nada más que la
sensibilidad de la persona que los ha hecho) para «transformar» otra
parte, debemos ver semejante estado de cosas como algo
profundamente antinatural y desmoralizador. ¿Podemos creer
realmente que una visita a una galería de arte, en nuestro tiempo
«libre», es suficiente para compensarnos por la falta de sentido de
una experiencia rutinaria de trabajo no aliviada por ninguna
satisfacción personal?
Si queremos recuperar el «núcleo espiritual» del trabajo no sólo
debemos recordar que aceptar una división entre el arte y el trabajo
es falsificar nuestra verdadera naturaleza, sino también que toda
reforma debe empezar por el hombre mismo, porque el hombre es
más grande que lo que crea. En palabras de Filón, «hasta un niño
sabe que el artesano es superior al producto de su oficio tanto en el
tiempo, puesto que es más viejo que lo que hace y es en cierto
sentido su padre, como en valor, puesto que el elemento eficiente es
tenido en más alta estima que el efecto pasivo.» Al recordar así la
anterioridad del ser del hombre respecto a su obra también captamos
un pre-eco, por decirlo así, de la relación entre el contexto humano
del trabajo y la naturaleza arquetípica que refleja. Como escribió
Plotino: «Todo lo que llega a ser, ya sea obra de la naturaleza o de
un oficio, lo ha hecho alguna sabiduría: en todas partes hay una
sabiduría que preside la actividad».
Una vez que hemos recuperado la idea de que no existe un
abismo insalvable entre arte y trabajo podemos pasar a considerar
los modos en que el hombre está ligado por su naturaleza espiritual
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al trabajo que lleva a cabo para vivir. Pues si lo sagrado no está


presente en las cosas que tenemos a mano es improbable que esté
presente en ningún sentido. Lo sagrado no funciona tan sólo en
categorías exclusivas de pensamiento y espiritualidad. La esencia
numinosa, sagrada, de las cosas está más cerca de nosotros que
nuestra vena yugular –por utilizar una frase del Corán-. ¿Cómo puede
ser? Examinemos algunas palabras que usamos habitualmente
cuando hablamos de la relación del trabajo con la vida. La sabiduría
muy a menudo actúa en las palabras como una energía preconsciente
y directiva.
Todavía es posible decir del trabajador que tiene un oficio o que
sigue una vocación. La etimología de la palabra trade [oficio] no es
segura, pero su raíz es posiblemente tread [pisar, andar]. Lo que
pisamos es un sendero –un camino hacia alguna meta-. Un oficio es,
pues, una forma de trabajo o arte, una ocupación concebida como
una profesión. Esto nos permite ver que la idea de un oficio manual
contiene el sentido de una vocación, y como tal posee la posibilidad
de alguna forma de realización, a través de la conformación de un
conjunto de circunstancias externas a un imperativo interior, a una
voz interior.
Una vocación es, naturalmente, una llamada, y funciona en
virtud de un llamamiento interior (que, dicho sea de paso, plantea
además la cuestión de saber quién es llamado por quién). La
etimología de la palabra work [trabajo] denota el empleo de energía
en algo bien hecho o realizado hermosamente –hecho con destreza-.
Como tal apunta hacia un tipo de perfección en la realización del
artífice. Así, oculta en la palabra work volvemos a encontrar la idea
de realizar o lograr algo por encima o más allá del simple uso de la
energía física. Además, esta realización no sólo implica el rechazo de
ciertas posibilidades y la adopción de otras, sino también (como
sugiere Plotino) una sabiduría inherente para llevar a cabo la elección
que permita la realización efectiva de cualquier cosa que haya que
efectuar. Ahora bien, como en rigor no existe la perfección en el
orden de las cosas creadas, esta perfección hacia la que se inclina la
destreza debe pertenecer a otro orden, un orden supranatural de las
cosas; precisamente aquel hacia el que el hombre es llamado.
El nombre abstracto griego techne nos da, en su equivalente
latino, ars, que significa, en uno de sus sentidos generales, un modo
de ser. Del latín ars derivamos nuestra palabra arte. La raíz
indoeuropea de arte significa «encajar». Techne tiene la misma raíz
que la palabra carpintero (en inglés antiguo un obrero cualificado es
especialmente el que trabaja la madera). El carpintero es alguien que
encaja cosas. Techne significa una destreza visible en un oficio. Pero
en Homero se usa en el sentido de algo que está en la mente del
artista –lo que posteriormente se llamará la imaginación-. Y este
sentido del arte como una predisposición mental que permanece en el
artista estuvo profundamente fijado en nuestro lenguaje hasta el
siglo diecisiete, en que empezó a aplicarse a una selecta categoría de
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cosas hechas. Así pues, impregnando todos los significados que


corresponden al lenguaje del trabajo y el arte, tenemos el sentido de
alguien que hace encajar las cosas: alguien que adapta el campo de
la necesidad manual al orden de un imperativo superior.
Naturalmente el simbolismo y la mitología de las diversas tradiciones
sagradas, en cuanto están conectados con las artes y los oficios,
indican que ese es el caso.
Destacar la idea del arte como un razonamiento eficaz de la
persona que hace cosas, más que aplicarlo a una categoría exclusiva
de objetos estéticos, no significa sugerir que no haya diferencia
alguna entre, por ejemplo, el arte de construir catedrales y el arte del
alfarero. (La diferencia es de grado más que de clase.) La cuestión no
es esta, sino que en todos los casos (¿y quién querría decidir cuál es
el arte más importante entre, digamos, la construcción de catedrales,
la maternidad y la agricultura?) el obrar del hombre es una sabiduría.
Todo obrar del hombre implica un arte, y en la medida en que éste
requiere la realización de un esfuerzo, tanto mental como físico, es
un sacrificio –y uno de los significados de sacrificio es «hacer
sagrado», llevar a cado una ceremonia sagrada.
El significado primordial del trabajo humano se encuentra,
pues, en el hecho de que no sólo es una habilidad respecto al hacer
sino que también contiene una sabiduría suprahumana respecto al
ser. O, por decirlo de otro modo, el acto de hacer tiene un
fundamento contemplativo en el corazón de nuestro ser. Y cuando
nos volvemos hacia las tradiciones sagradas, cuya expresión en
objetos humanos es una fuente constante de maravilla por su belleza
y su técnica, encontramos que el obrero, el artesano o el artista no
recibe su vocación de las circunstancias materiales de su vida, sino
que aquella procede de la fuente más elevada.
En la tradición india la fuente y el origen de la vocación del
artesano deriva en última instancia del arte divino de Visvakarma, tal
como se le revela. El nombre que designa a todo arte es silpa,
palabra que no se puede traducir adecuadamente por nuestras
palabras artista o artesano o artífice, ya que se refiere a un acto de
elaborar y hacer que posee poderes mágicos. En el contexto de la
tradición india, las obras de arte imitan las formas divinas y el
artesano recapitula el acto cosmogónico de la creación ya que el
propio objeto recapitula los ritmos de su Fuente divina. Mediante esta
acción de hacer, y en conjunción con su práctica del yoga, el
artesano, por decirlo así, se reconstituye a sí mismo, y de este modo
va más allá del nivel de su personalidad limitada por el ego.
En la tradición artesanal del Islam se conservaron algunos
prototipos preislámicos que llegaron a relacionarse con parábolas del
Corán y con ciertos dichos del Profeta. Al hablar de su ascensión al
cielo el Profeta describe una inmensa cúpula apoyada en cuatro
pilares en los que estaban escritas las cuatro partes de la fórmula
coránica «En el nombre –de Dios-el Compasivo-el Misericordioso».
Como ha señalado Titus Burckhardt, esta parábola representa el
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modelo espiritual de todo edificio con cúpula. La mezquita, en el


Islam, es el símbolo por excelencia de la Unidad divina, el principio
rector del propio Islam. Así, la mezquita actúa como el centro hacia el
que se orientan las artes y oficios del Islam por el hecho de que pone
en juego a muchos de ellos. Las artes fluyen, por decirlo así, de la
construcción de la mezquita, ya que la arquitectura, junto con la
caligrafía, es el arte supremo de la revelación islámica.
En el Islam los oficios se organizaron en torno a gremios que
estaban estrechamente conectados con el sufismo, la dimensión
esotérica de la fe islámica. De modo similar, los gremios de la
Cristiandad medieval utilizaron un simbolismo y un conocimiento de
naturaleza cosmológica y hermética. El simbolismo de las artes y los
oficios en la tradición cristiana tiene su punto de partida en la
persona de Cristo, que era él mismo carpintero. (El Cristo de los
oficios aparece esculpido en muchas iglesias parroquiales inglesas.)
Se podría argüir que el arte sagrado supremo del cristianismo es el
icono –la re-presentación de la imagen divina-. Pero junto con éste
existe la tradición de los oficios, de origen precristiano, que es sobre
todo cosmológica en su simbolismo, empezando por el espacio físico
como símbolo del espacio espiritual, y la figura de Cristo como Alfa y
Omega, principio y fin, el centro intemporal cuya cruz gobierna el
cosmos entero.
Este simbolismo es innato en las artes y oficios –lo que equivale
a decir en los medios de ganarse la vida- de las civilizaciones del
pasado, y tiene una presencia ubicua en los objetos físicos de la vida
de la gente. Todos los oficios y todas las artes, desde la arada al
tejido, la carpintería a la albañilería, o el trabajo del metal a la poesía
y la música, están tradicionalmente entretejidos con su principio
trascendente. He aquí un testimonio de este hecho, del libro Batik,
Fabled Cloth of Java [Batik, la legendaria tela de Java], de K.R.T.
Hadjonagoro:

«[El batik] era un vehículo para la meditación, un proceso que da origen a


una sublimidad extraordinariamente elevada en el hombre. Todas las
personas verdaderamente realizadas del tejido social de la comunidad
javanesa hacían batik, desde la reina hasta los plebeyos… Es casi
inconcebible que en aquellos tiempos el batik tuviera algún objetivo
comercial.

La gente hacía batik para usos familiares y ceremoniales, con devoción a


Dios Todopoderoso, en el esfuerzo de cada hombre para conocer a Dios y
acercarse a su espíritu.»

Según el Génesis, el trabajo es el resultado del pecado original.


Sin embargo, para el cristiano está siempre el modelo de Dios, «que
hizo el mundo y vio que era bueno». Frente a esto está el
contrapunto de un reconocimiento de que Su Reino no es de este
mundo, por lo que el hombre, que tiene cierto recuerdo del Paraíso
divino de su origen, conserva, en su trabajo, la posibilidad de recorrer
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el camino de vuelta hacia Dios, porque «no hay fe sin obras»


(Santiago 2,26).
Entre estas dos perspectivas tiene lugar el destino del hombre.
Lo que procede del Principio divino es bueno; el arquetipo de la
perfección es la realidad no manifestada del Principio divino: «Todo
don perfecto viene de arriba, y desciende del Padre de las luces»
(Santiago 1,17). El siguiente pasaje de The Wisdom of the Fields [La
sabiduría de los campos] (1945) de H.J. Massingham es indicativo de
la extraordinaria longevidad de esta idea:

«El ejemplo más elocuente que conozco de este principio innato e inmanente
procede de Droitwich, donde vive un ebanista llamado Fowkes. Para él, se
ha hecho consciente y forma parte de su filosofía de la vida. Hizo un
pequeño espejo de mano oval con un trozo de caoba para la esposa de un
amigo mío. Cuando mi amigo pasó a recogerlo, el ebanista reveló su
creencia de que las artes y los oficios eran en el origen una concesión divina
y que desde entonces los dones se habían transmitido de padres a hijos. En
apoyo de esta teoría hereditaria le dijo a mi amigo que su abuelo materno
era famoso en su época como uno de los mejores artífices de enchapado y
taracea de Inglaterra. Él mismo no sabía nada del enchapado. Un día “le
entraron ganas” de practicarlo e inmediatamente y con toda facilidad –dijo-
lo llevó a cabo. Al descubrir que no era necesario aprender la técnica por el
método de tanteo ni de modo autodidacto, consideró que su habilidad
procedía de su abuelo.»

En todo trabajo humano el arquetipo es un conocimiento o


sabiduría anterior en el que reside el prototipo divino o el modelo
perfecto de cualquier acto de elaboración.
La visión del prototipo divino como sabiduría inherente en las
propias herramientas del oficio se evoca bellamente en Éxodo (Libro
25), donde, tras describir con cierto detalle la construcción de un
santuario, se insta a Moisés a hacerlo «de acuerdo con cuanto voy a
mostrarte como modelo del santuario y de todos sus utensilios». Pero
el trabajo tiene la responsabilidad de imponer una limitación al
número indefinido de posibilidades susceptibles de realizarse, ya que
todo trabajo implica una concepción previa o una imagen a la que
después se da forma para un fin determinado. Sin esta preconcepción
y su subsiguiente determinación no habría ninguna distinción entre
medios y fines. El trabajo se bastaría a sí mismo. Pero como señala
santo Tomás de Aquino, «tal como Dios, que hizo todas las cosas, no
reposó en estas cosas…, sino en sí mismo de las obras creadas…
también nosotros debemos aprender a no considerar la obra como
objetivo, sino a reposar de las obras de Dios mismo, en quien reside
nuestra felicidad». La obra es la imposición del orden a la materia, la
materia transformada por la intención y la voluntad humanas. El
verdadero trabajador no trabaja únicamente para perfeccionar las
operaciones del trabajo mismo, sino según un orden interior que es la
naturaleza perfecta del propio trabajador. Por eso el trabajador debe
ser libre para convertirse en la cosa misma que hace. Como dice
Eckhart:
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«La obra que está “con”, “fuera” y “por encima” del artista debe convertirse
en la obra que está “en” él, en otras palabras, tomando forma dentro de él,
con el fin de que pueda producir una obra de arte de acuerdo con el
versículo “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lucas 1,35), esto es, de modo
que el “arriba” pueda llegar a ser “dentro”.» 1

De esto se sigue que, si el artista o el trabajador quiere


alcanzar la perfección en su actividad, no debe dejar que nada se
interponga entre su concepción de lo que hay que hacer y su
ejecución. Y esta conformidad de su ser con la realización final de la
obra es el modelo primordial del arte humano. Esto significa que, en
esencia, el trabajo es para la contemplación, igual que la perfección
del trabajo sólo se consigue a expensas de la autoconciencia. Como
dice el alfarero japonés Hamada: «Tienes que trabajar cuando no
eres consciente de ti mismo». En el trabajo perfectamente realizado
no hay ningún pensamiento de recompensa, ningún amor al
procedimiento, ninguna búsqueda del bien, ningún aferrarse a ningún
objetivo, ya sea de realización o de Dios mismo.
Eckhart, en un sermón sobre la justicia, da otra clave sobre
cómo están entretejidos nuestro trabajo y nuestro ser, sobre cómo
nuestro trabajo es ser y nuestro ser es nuestro trabajo:

«El hombre justo no busca nada con sus obras, porque los que buscan algo
con sus obras son sirvientes y mercenarios, como los que trabajan por un
Cómo o un Porqué. Por consiguiente, si quieres ser conforme a la justicia y
transformarte en ella no persigas nada con tus obras ni pretendas nada en
tu pensamiento en el tiempo o en la eternidad, ni recompensa ni
bienaventuranza, ni esto ni aquello; pues tales obras están todas realmente
muertas. En verdad te digo que si haces de Dios tu objetivo, todas las obras
que hagas por esta razón están muertas y por lo tanto echarás a perder las
buenas obras… Por consiguiente, si quieres… que tus obras vivan, debes
estar muerto para todas las cosas y tienes que haberte convertido en nada.
Es característico de las criaturas el hacer algo de algo, pero es característico
de Dios que haga algo de nada. Él hace algo a partir de nada. Por lo tanto, si
Dios quiere hacer algo en ti o contigo, antes debes haberte convertido en
nada. Así pues, entra en tu propio fondo y trabaja en él, y todas las obras
que realices allí estarán vivas.» 2

Como para ampliar y comentar este pasaje de Eckhart,


encontramos al final de la Tercera Enéada de Plotino lo siguiente:

«Todo lo que tiene conciencia de sí mismo y se piensa a sí mismo es


derivado; se observa a sí mismo para, mediante esta actividad, ser dueño
de su Ser: y si se estudia a sí mismo, esto sólo puede significar que la
ignorancia es inherente a él y que está en su naturaleza el ser deficiente y el
alcanzar la perfección gracias a la intelección.

1 Treatises and Sermons of Meister Eckhart, trad. por James M. Clark y John V. Skinner (1958),
p. 251.
2 Clark and Skinner, op.cit, pp. 53-54.
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Aquí, todo pensamiento y todo saber debe ser eliminado: añadirlo introduce
la privación y la deficiencia.»

Nada de esto pretende negar que nuestra acción sobre una


sustancia material esté condicionada por esa sustancia obrando a
través de nuestros sentidos. Pero en el núcleo mismo del acto los
sentidos no están en juego conscientemente y en el alma hay una
intuición inmediata e incondicionada de la fuente intemporal de la
acción: algo que no forma parte del acto de hacer, del mismo modo
que el centro inmóvil del cubo de una rueda no toma parte en la
rotación de la rueda. Y todo grado de perfección que se consiga en el
trabajo está relacionado con esta estasis de la Perfección misma. Esta
es la función espiritual de la técnica. Ninguna perfección se encarna
en lo que no está preparado o es insuficiente, porque lo semejante es
conocido por lo semejante, y la habilidad en la ejecución de la obra
reside ante todo en el artesano. El artesano hábil sabe intuitivamente
que la perfección de su trabajo reposa en su propio ser y no está
determinada por circunstancias externas. La falta de disciplina del
trabajador es lo que impide la perfecta realización de su tarea. Los
oficios, con sus herramientas como extensión del cuerpo físico, están
al servicio de esta perfección interior, que la máquina destruye. La
herramienta alimenta la relación integral que reside en el corazón de
todo trabajo; la libertad total de la potencialidad en el esfuerzo físico
se corresponde con la determinación necesaria inherente al trabajo
perfectamente realizado. Este es el «núcleo espiritual» del trabajo.
H.J. Massingham registró el proceso vivo en su Shepherd’s Country
(1938). Observando a un artesano que hacía una puerta de cinco
trancas del tipo tradicional de Cotswold, escribió:

«El contacto intrínseco con su material debe humanizarlo, y lo humaniza, y


libera el flujo de los espíritus. Parecía hablar con su madera además de
conmigo, y a veces se olvidaba de que yo estaba allí… Carecería de sentido
decir que un hombre como Howells amaba su trabajo: vivía en él.»

Antes hemos mencionado que la palabra homo (hombre) está


relacionada con humus y que tiene importantes implicaciones
ecológicas. El hombre es, de modo muy literal, «del suelo», su vida
se sostiene hora a hora y día a día con lo que el suelo le proporciona.
Todas las culturas tradicionales se han mantenido con los oficios,
especialmente con la agricultura. En virtud del hecho de estar
íntimamente enraizados en un lugar geográfico específico, y por
consiguiente en el conjunto específico de circunstancias sociales,
materiales y ecológicas que proporcionan la ocasión formal y la
sustancia de los medios de subsistencia, los oficios conservan el
medio natural. Esto es así porque los oficios se basan a su vez en las
herramientas. La herramienta es un instrumento de manufactura
conservador precisamente a causa de su relación íntima con el
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vínculo que une la mano, el ojo y las fuentes intuitivas de la


habilidad.
La habilidad es hasta cierto punto acumulativa. Nace de
circunstancias que son relativamente estables y florece en el contexto
de maneras probadas y seguras de hacer las cosas. Sólo podemos
valorar la habilidad en relación con un conjunto dado de
procedimientos convencionales y un fin predeterminado. No podemos
determinar si un procedimiento totalmente nuevo es efectivo ya que
la novedad del método necesario para su realización estará fuera de
cualquier convención y será único para la ocasión. El trabajador no
puede ponerse a prueba ante un conjunto de circunstancias que le
son desconocidas. Y por esta razón la búsqueda constante de la
novedad y la innovación en el trabajo desmoraliza al trabajador
(como, en efecto, ha desmoralizado al artista en nuestro tiempo). La
innovación constante a la larga tiene que socavar las convenciones y
ocasiones sociales que unen al trabajador y su patrono –sin olvidar
que todos los trabajadores son también patronos.
Existen razones profundas que explican por qué los oficios
tienden a no desarrollar los medios de producción alejándose de los
procedimientos elementales de las técnicas manuales. Este
alejamiento tiene el efecto de desviar la operación de la técnica del
trabajador lejos del perfeccionamiento de sus recursos interiores,
hacia las circunstancias externas e instrumentales de los medios de
producción. Cuando esto ocurre, como vemos hoy en la uniformidad
casi total de las infraestructuras que nos rodean, hechas con
máquinas, el mundo natural que nos sostiene se ve reducido
finalmente a nada más que materia prima, que hay que saquear sin
tener en cuenta cuál pueda ser el resultado final de esta acción. No
debe sorprendernos que una visión tan amoral e indiscriminada del
contexto material del trabajo nos haya llevado poco a poco a
envenenar el entorno. Los oficios, por otra parte, es mucho más
probable que sean materialmente sostenibles. No actúan contra los
intereses del hombre y la naturaleza, sino que integran los ritmos y la
sustancia de ambos, y al mismo tiempo abren internamente una
puerta hacia estados mentales y de belleza que trascienden las
condiciones necesariamente físicas con las que actúa la vida.
El hecho de que en el medio mecanizado e industrial los
hombres confundan las necesidades con los apetitos egoístas y
tengan grandes dificultades para imponerles cualquier limitación es
en sí una demostración de la irresponsabilidad amoral de este mismo
medio, que busca una expansión infinita del consumo en un mundo
de recursos finitos. Cuando hablamos de nuestras necesidades
tenemos que recordar que están determinadas no por nuestros
apetitos, sino por nuestra naturaleza de seres espirituales. Es en
virtud de la intuición de nuestra naturaleza espiritual como
comprendemos quiénes somos. Lo que equivale a decir que
comprendemos que, como criaturas, no somos autosuficientes sino
que somos seres que están llamados a perfeccionarse. El hecho de
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que seamos capaces de ver nuestros apetitos, nuestras pasiones y


nuestros deseos objetivamente, como parte de nuestra naturaleza,
demuestra que nuestro ser tiene la posibilidad de elevarse a un nivel
superior al de ellos. Y esto nos obliga a reconocer que todo cuanto se
necesite para producir nuestra perfectibilidad humana constituye
nuestras necesidades. Como dice Plotino: «En lo que respecta a las
artes y oficios, todo lo que se puede referir a las necesidades de la
naturaleza humana se encuentra contenido en el hombre perfecto».
Trabajar es orar. Cuando el trabajo se lleva a cabo verdaderamente
por la contemplación tiene el mismo sentido que un pasaje de la
escritura. El trabajo de los constructores de las catedrales góticas
habla con la misma voz que la espiritualidad gótica. Encontramos el
mismo mensaje de desapego del ego en un vaso Sung que en un
texto zen.
Hacer algo a mano es un proceso relativamente lento, requiere
compromiso, paciencia, aptitud y una habilidad como la que se
consigue habitualmente a lo largo de un período de maestría gradual,
durante el cual también se forma el carácter del trabajador. La
herramienta hace uso de la sabiduría no escrita y acumulada del uso
pasado. La mano, y su extensión, la herramienta, pone en juego
directamente los recursos interiores del trabajador. Su dominio de la
situación de trabajo debe actuar de modo que haya un acuerdo vital
entre la concentración mental, el esfuerzo físico y las propiedades
materiales de la sustancia trabajada, hasta el punto, como hemos
visto, de que el trabajador viva en su trabajo. Lo que él produce vibra
con una vida y una signatura humana que están ausentes en los
productos uniformes de la máquina. ¿Por qué otra cosa sentiríamos
nostalgia ante los objetos del pasado si no por el hecho de que han
sido dotados de una cualidad de participación humana que está tan
evidentemente ausente en los productos fabricados en serie que nos
rodean? Sentimos en esos objetos algo de un latido que es común
con el de nuestro propio ser.
En cambio, la marca del producto de la máquina es su
uniformidad. La máquina es indiferente a los ritmos de la vida y a los
ritmos de la naturaleza, si no los trastorna. Aunque el desarrollo de la
máquina se basa en un conocimiento técnico acumulado, para el
operador de la máquina no hay ningún saber sobre los métodos de
producción anteriores. La máquina no tiene «historia» ya que es
continuamente actualizada mediante la innovación técnica, de modo
que no puede ser un instrumento de continuidad humana. El vínculo
orgánico que liga a una generación con otra en una mutua
interdependencia es así cortado por una mecanización cuantitativa
que sólo responde al imperativo económico. El continuo desarrollo
técnico de la máquina se proyecta hacia delante, hacia un futuro
incierto, y altera los ritmos naturales de renovación y consumo que la
herramienta tiende a conservar. En una cultura artesanal, que en
cierto sentido es un florecimiento de la naturaleza que se dirige hacia
el cielo, la producción fomenta las cualidades humanas básicas de
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inventiva, seguridad en uno mismo e integridad moral en el contexto


de la obligación y la responsabilidad del hombre para con su entorno
natural. Lo que en la herramienta es la posibilidad de un ritmo
recíproco de esfuerzo y contemplación abierto a la dimensión
espiritual, se convierte en la máquina en una especie de ingeniosidad
e invención diabólicas que ahoga al alma imponiéndole un ritmo hostil
y mecánico. En otras palabras, y a modo de resumen, la herramienta
produce según las necesidades humanas, la máquina lo hace sin
tener en cuenta las necesidades humanas.
Nada es más fácil que señalar los numerosos aspectos en que la
vida se ha vuelto más fácil gracias a la máquina. ¿Pero son estos
beneficios de un tipo tal que podamos tener plena confianza en la
dirección y la meta final hacia los que la máquina nos impulsa
ciegamente? No tiene mucho sentido sostener que ahora la vida es
más cómoda y práctica para la mayoría de los hombres y mujeres (lo
cual, en todo caso, está lejos de ser indiscutible) de lo que nunca lo
ha sido anteriormente si no tenemos en cuenta al mismo tiempo el
precio final de este éxito. Nuestro progreso se dirige hacia un futuro
que nadie puede concebir con precisión, y menos pretender
determinar. ¿Debemos aceptar incondicionalmente esta empresa a
ciegas?
Al mirar retrospectivamente las culturas artesanales; al
reconocer el carácter esencialmente espiritual de las artes y oficios de
las tradiciones sagradas; al estudiar los objetos hechos con
herramientas como un depósito de sabiduría gracias al simbolismo y
las prácticas iniciadoras, no debemos engañarnos pensando que tales
cosas puedan reinstituirse simplemente porque deseamos que así
suceda. Sabemos que no puede ser así. Nuestro mundo todavía no ha
terminado de automutilarse. Pero en cuanto somos humanos y
podemos reconocer por esta misma razón que estamos hechos para
aquello que es más grande que nuestras producciones, debemos
dirigirnos a las verdades que están por encima y más allá de nuestras
circunstancias históricas. Con ello podemos evitar ser víctimas del
fatalismo histórico.
Si hemos de buscar alguna cura definitiva para la enfermedad
de la que hablaba Simone Weil, sin duda debemos establecer primero
la naturaleza de la enfermedad. Lo mínimo que podemos conseguir al
examinar las culturas anteriores de pueblos para los que el trabajo y
lo sagrado eran una unidad orgánica es el hecho de tener, en un
sentido positivo, una idea de lo que hemos perdido. Mejor esto, sin
duda, que concluir negativamente que no somos más que las víctimas
de acontecimientos que no tenemos el poder de controlar ni la
voluntad de comprender. Las fuerzas dominantes que actúan en
nuestra sociedad querrían hacernos creer que el paso siguiente en
nuestro desarrollo tecnológico nos librará completamente del trabajo.
No es ninguna coincidencia el que este sueño utópico vaya unido a la
posible destrucción del hombre mismo. Es ciertamente la proyección
de una imagen falsa de nuestra naturaleza. Si queremos ofrecer una
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resistencia efectiva a este sueño, sólo podremos hacerlo sobre la


base de nuestra comprensión de cómo el «núcleo espiritual» que está
en el corazón del trabajo a la vez favorece y salvaguarda la
interrelación entre el hombre y lo sagrado.

Brian Keeble

Artículo publicado en el libro “Every Branch in me”, editado por World Wisdom.
Traducido por Esteve Serra.

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