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El misterio de los Números

Frithjof SCHUON

Las realidades metafísicas se expresan a priori mediante


conceptos y palabras; pueden expresarse también mediante
simbolismos como las formas y los números, y luego, de forma
menos fundamental, mediante los simbolos indefinidamente variados
y particularizados de la naturaleza virgen y del arte humano.

Si la «escritura metafísica» de Pitágoras se expresa mediante


números y no mediante formas geométricas, es porque las formas
son «concretas» y los números son «abstractos»: Cuando decimos
«triángulo», evocamos una imagen, mientras que diciendo «tres» no
indicamos nada demasiado imaginable; diremos sin vacilar que Dios
es «uno» ‒eso no va en perjuicio de su trascendencia‒ pero no
pensaremos en calificarlo de «circular» ni de «esférico».

Los números pitagóricos prueban que el número en sí mismo no


es sinónimo de cantidad pura y simple, pues son esencialmente
cualitativos; lo son en la medida en que están cerca de la Unidad, su
punto de partida. El principio de cantidad, como opuesto al de
calidad, sólo interviene en la medida en que el número se aleja de
sus raíces y se pierde en la indiferenciación y la insignificancia; no
olvidemos, con todo, que la cantidad ordenada tiene un aspecto
cualitativo: los números cien y mil, por ejemplo, tienen resonancias
de majestad; y la edad, el número de años, es venerable. La Unidad
y la Totalidad coinciden.

Cada número tiene su imagen cósmica: están, después de las


imágenes de la dualidad ‒como el hombre y la mujer‒ las tres
dimensiones del espacio; los cuatro puntos cardinales, y luego las
cuatro fases del ciclo temporal, a saber, mañana, día, tarde, noche o
primavera, verano, otoño, invierno, o incluso infancia, juventud,
madurez, vejez; para el número cinco, están los elementos, los
sentidos, los dedos; en resumidas cuentas, cinco significa una
«substancia» y cuatro significa «funciones» 1. Todas estas imágenes
tienen sus prototipos en el Orden Universal.

Cabe preguntarse si la Unidad es realmente un número;


hablando en rigor, el número sólo comienza con la Dualidad, que abre
la puerta a esa proyección de lo Infinito que es lo indefinido. Sin
embargo, quien dice Unidad, dice Totalidad; en otras palabras, la
Unidad significa la Realidad absoluta, y lo mismo ocurre con la
Totalidad, que representa la Realidad en toda su «extensión»
ontológica; la Realidad y la Omniposibilidad coinciden.

* * *

Aquello que no es inexistente es real según el grado y el modo


que Dios le haya asignado; y Dios es la Realidad en sí, pues él es «el
que soy». Ahora bien, lo que es real, puesto que no es una nada, lo
es todo: es decir, la irradiación está en la naturaleza del Ser; de ahí
la Omniposibilidad y la inagotable diversidad que ésta implica. Está
en la naturaleza del Bien el comunicarse, según Platón; y lo Real es el
Sumo Bien, to Agathon, de donde derivan todos los bienes del Cielo y
de la Tierra.

Evidentemente, la Unidad es el primer principio, que penetra y


regula la Manifestación universal, en el sentido de que, por una parte
proyecta en todas partes sus reflejos y por otra parte devuelve los
fenómenos a la Unidad, simbólicamente por lo menos. En este
aspecto, la Unidad tiende a vencer en todas partes a la Dualidad, de
la cual sin embargo es origen ontológico: así, la masculinidad y la

1
Según la angelología islámica, el «Espíritu» ‒ Rûh‒ es más o menos una
emanación de Dios; está secundado por cuatro Arcángeles, que son por decirlo así
los pilares del mundo.
feminidad parecen formar una bipolaridad irreductible, pero la Unidad
nos recuerda que esa dualidad tiene su razón de ser, a priori en el
Amor que quiere y debe manifestarse, y a posteriori en el hijo que es
fruto de la bipolarización. La unidad nos indica asimismo esta verdad:
sólo en cierto aspecto son complementarios los términos de una
dualidad como lo masculino y lo femenino; desde otra perspectiva, la
de la Realidad Esencial, cada término es único, o sea que al Principio
Supremo se lo puede considerar en un aspecto femenino tanto como
en un aspecto masculino. Otro ejemplo es el de la bipolaridad sujeto-
objeto: por influencia del principio de Unidad, el sujeto se aísla y se
convierte en manifestación del único Sí mismo, y por tanto del Sujeto
divino, que evidentemente no tiene asociado; y lo mismo ocurre,
mutatis mutandis, con el polo objeto, que se aísla y se convierte en
reflejo participativo del Ser divino, y por tanto del En sí objetivo de la
Realidad. La bipolaridad sin embargo, sea cual sea, no queda
anulada, simplemente queda «interiorizada», en el sentido de que
‒conforme al principio yin yang‒ cada uno de los dos polos contiene a
su modo al otro; por lo demás, si así no fuera, no habría posibilidad
alguna de contacto entre ellos, porque no pueden entenderse y
colaborar dos cosas absolutamente diferentes. Si no hubiera un
elemento de masculinidad en la mujer, ni un elemento de feminidad
en el hombre, no podría haber unidad entre ellos.

Hay que insistir en esto: el sujeto puede encontrarse sin


relación con los objetos externos, pero por compensación lleva en sí
mismo el elemento objeto, en el sentido de que la subjetividad pura
contiene potencialmente la esencia metafísica de lo conocible; este
aislamiento y esta compensación se realizan, por un lado, en el sueño
profundo y, por otro, en la concentración en el Vacío, el vacare Deo;
ahora bien, el Vacío es único, es en cierto sentido la esencia de todos
los objetos posibles, y ello puesto que místicamente coincide con la
Presencia de lo absolutamente «Otro», a la vez trascendente e
inmanente. Correlativamente, diremos que el objeto en sí mismo
realiza la subjetividad mediante las formas u otros caracteres que
adopta; sin esta inmanencia de lo subjetivo o de lo «individual» el
objeto sería una substancia indiferenciada. Es el elemento
«subjetividad» ‒no decimos «consciencia»‒ el que coagula y
diferencia la substancia «objetiva» y a priori «informe»; si el fuego, el
agua, el oro y el plomo son lo que son, es en virtud de una
«individualidad» u «originalidad» material, y ello es independiente de
la proyección celestial subsiguiente que introduce en la substancia
terrena la subjetividad propiamente dicha, esto es, la vida y la
consciencia 2.

De todo lo que acabamos de decir resulta que el «objeto» no


siempre coincide con lo «conocido», como tampoco el «sujeto»
coincide necesariamente con el «conocedor»; sólo es así en el
exclusivo aspecto de la cognición, pero no cuando se considera un
objeto en sí, o el sujeto en sí, o sea en su aseidad. Fuera del acto
cognitivo, el sujeto es lo capaz de conocer, y el objeto es lo
conocible; así pues, lo «consciente» por un lado y lo «real» por otro;
y lo real es lo que es, lo percibamos o no. En el acto de conocer, el
sujeto y el objeto, en cierto modo por definición, son inseparables;
pero el hecho de que en este caso el uno exija el otro no puede
significar que los dos polos se encuentren siempre de facto; si no, no
habría planetas que ningún ser viviente ha visto jamás, ni habría
consciencias capaces de vaciarse de toda infiltración del exterior; lo
que esa inseparabilidad significa básicamente es que el sujeto es por
definición capaz de conocer, y que el objeto es susceptible de ser
conocido. En Dios, coinciden el Sujeto y el Objeto, lo Masculino y lo
Femenino, la Trascendencia y la Inmanencia; y lo mismo ocurre con

2
Es decir, los prototipos celestiales ‒las «ideas» platónicas‒ descienden, a través
de varios planos cósmicos, hacia el plano material, en el cual se van «encarnando»
sucesivamente conforme a un orden lógico; la vida y la consciencia no pueden
surgir de la materia por evolución «horizontal»
el Intelecto puro, que al ser aliquid increatum et increabile, pertenece
al Orden divino.

Es curioso observar, dicho sea de paso, que la palabra


«objetividad» significa una cualidad moral, y además con razón,
mientras que la palabra «subjetividad» significa, sin razón, un
defecto; el defecto existe, evidentemente, y hoy más que nunca, pero
habría que designarlo con el término «subjetivismo». En cuanto al
término «objetivismo», que no se emplea, podría designar la
tendencia, también demasiado extendida, a vivir sólo hacia lo exterior
y por lo exterior; lo cual es la norma en nuestros días, y de ahí la
ausencia de término apropiado. La palabra «objetividad» significa, en
suma, «conformidad con la naturaleza de las cosas»,
independientemente de toda injerencia de las tendencias o gustos
individuales; la palabra «subjetividad», por su parte, debería designar
el recogimiento contemplativo en el «corazón», dado que «el reino de
Dios está dentro de vosotros». La razón de ser de los valores
exteriores, para el hombre, es la interiorización espiritual: en
dirección a la Realidad que sólo podemos encontrar y alcanzar dentro
de nosotros mismos, en nuestro centro transpersonal. Pero ello sólo
es posible en virtud de nuestra consciencia de lo Trascendente, que
es la Esencia última de todos los valores «objetivos» al mismo tiempo
que tiene su sede en el fondo del Corazón-Intelecto. Tat tvam asi:
«Tú eres Eso».

* * *

Un mismo número puede representar sea una diversidad de


funciones, sea una jerarquía de valores, según si el simbolismo es
«horizontal» o «vertical»: la relación entre el Principio y la
manifestación no es la misma que entre el sujeto y el objeto; el
Ternario Sat-Chit-Ananda —Ser-Consciencia-Beatitud— que tiene que
ver propiamente con el Orden Divino, representa una estructura
distinta que el Ternario sattva-rajas-tamas —tendencia ascendente,
expansiva, descendente— que se aplica al reino de Mâyâ.

Las perspectivas son diversas, pues no se puede reducir la


Posibilidad Universal a una o dos fórmulas. Después de la Unidad
debe sobrevenir la Dualidad, y después de ella, la Trinidad, y así
sucesivamente; un misterio numérico trae otro. Así, está en la
naturaleza de la Unidad el tender a un desbordamiento extrínseco:
allí donde está Dios, allí también estará el mundo. Y está en la
naturaleza de la dualidad el querer verse liberada de su aspecto de
división, y esos rebasamientos ‒o esta solución‒ ocurren o a priori o
a posteriori: la división masculinidad-feminidad tiene su razón de ser
por decirlo así causal en el misterio del amor; pero desde otro punto
de vista, la oposición sexual encuentra su solución en el tercer
elemento que es el hijo. La Dualidad está como suspendida entre dos
Unidades, una inicial y principial y otra terminal y manifestada. Y lo
mismo, mutatis mutandis, con la oposición sujeto-objeto: los dos
términos encuentran su solución por una parte en el Conocimiento
como tal, que es unión y no división, y por otra parte en
determinados Conocimientos que están satisfechos consigo mismos y
no se preocupan de su causa instrumental u operativa. Todo número
par tiende a la manifestación; todo número impar marca un regreso
al Principio, según una perspectiva cada vez más compleja y en
dirección a la diversidad y la especificidad.

Por lo que se refiere a la dualidad o la bipolaridad en el plano


simplemente lógico o dialéctico, se impone una precisión: es
importante distinguir entre las dualidades que confrontan dos polos
complementarios, y las que simplemente yuxtaponen una cosa a su
ausencia. Lo masculino y lo femenino, la actividad y la pasividad, el
sujeto y el objeto son complementarios; pero el mal no es
complemento del bien, como tampoco la nada es complemento del
Ser. Completamente distinta, por ejemplo, es la oposición entre
actividad y pasividad, pues esta no es sólo una carencia de aquella,
sino que tiene sus propias cualidades, su receptividad y su gratitud.

***

Si nos hemos extendido tanto en el problema de la Dualidad y


de las cuestiones conexas, es porque en el reino del número la
Dualidad es crucial en el sentido de que es como una «explosión
creativa»: a la vez revelación, punto de partida y caída. El gran
misterio no está en Âtmâ, está en Mâyâ; en la Relatividad, no en lo
Absoluto.

Así, el número Tres tiene algo mesiánico; con él, todo vuelve
por decirlo así al orden, es el gran Consuelo, la nueva Edad de Oro.
Pero «el dado está lanzado», la Dualidad debe reaparecer; ya no
como una especie de cataclismo ontológico ‒nuestras expresiones
son sin duda demasiado imaginativas‒, sino como régimen nuevo;
sea «espacial», sea «temporal», porque existen los puntos cardinales
como existen los ciclos de duración, simbólicamente hablando. Es
decir, el número cuatro asume la función del número dos, pero a
partir de una nueva base, más estable en cierto sentido pero no
menos dramática, por decirlo de algún modo; y así sucesivamente ad
infinitum. Ese es el significado de la alternancia de los números
impares y pares ‒el punto de partida es la Dualidad‒ que avanzan
hacia una Totalidad transnumérica tanto dentro de nosotros como a
nuestro alrededor; tanto hacia la Apocatástasis como hacia esa
extinción que es nuestro encuentro profundo con Dios, más allá de
las servidumbres de la Contingencia o de la Relatividad. El número es
la perspectiva de Mâyâ, en nosotros mismos tanto como en el Orden
divino; «negra soy, pero hermosa».

Este mismo misterio del número que es transnumérico puesto


que es innumerable lo expresa el Islam enseñando que por una parte
Dios es Uno, pero que por otra tiene noventa y nueve Nombres; pues
bien, es significativo que la multitud no se encuentre aquí expresada
por el número cien, sino que el simbolismo se detenga en noventa y
nueve, número indeciso; lo cual expresa una trascendencia inefable.
El mismo misterio lo encontramos en ese texto del todo fundamental
que es la Sura de la «Purificación», Ikhlâç, donde la palabra
«impenetrable», samad, es complemento de la palabra «uno», ahad,
con la precisa intención de expresar la ilimitación transcendente y
absoluta: «Di: Dios es Uno; Dios es impenetrable, no engendra y no
es engendrado; y no tiene igual».

Frithjof SCHUON

Este artículo fue publicado en la revista “Conaissance des Religions” n. 43-


44, julio-diciembre de 1995, y ha sido traducido por Francesc Gutiérrez.

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