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El pacto epistolar 77

presentar personajes; y que radica en escribir o dictar, o


leer u oír, cartas. Los géneros son aquellas orientacio-
nes precisas, aquellas modalidades formales y temáticas
de expresión que dicho cauce de comunicación en cier-
tos momentos históricos hizo posibles.
Mi punto de partida sigue siendo que la adscripción
a un género, por parte del escritor, es un hecho decisivo
El pacto epistolar: a la hora de considerar la especificidad o peculiaridad
de determinada escritura epistolar; y el más decisivo en
las cartas como ficciones cuanto a su literariedad virtual. Optar por un género y 111:11111¡

cultivarlo es elegir la literatura.


Ahora bien, la relación de una actividad textual con
Claudia Guillén un género no debe ni puede confundirse con su posible
naturaleza ficticia. Es lo que los especialistas denominan
su ficcionalidad. Este problema desborda y rebasa el de
la literariedad. Se ha venido pensando que toda la lite-
uisiera proponer hoy unas breves consideraciones
Q acerca de µno de los problemas más significativos
ratura se distingue por su carácter imaginario. La idea
es discutible, pero supongamos que así sea. En su Teo- 1,!¡r.~ ~
que plantea el estudio de las cartas: su ficcionalidad. En ría de la literatura (2.a ed., 1994) Antonio García Berrio !:'11'1:,'1'
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otras ocasiones lo que más me ha interesado en los gé- recordaba que unos poetólogos recientes «señalaron la
neros epistolares es lo que venimos llamando su litera- ficcionalidad como la propiedad o rasgo específico más :', i¡
riedad. El que una carta sea o no sea literatura me pare- '' 11}.¡
cía una cuestión prioritaria, para quienes procuramos
característico y seguro de la literariedad. Con ello no
hacían sino acogerse en la segunda mitad del decenio de
: J ,
historiar las artes del lenguaje. Desde este ángulo reco-
rrí como lector el trayecto que conduce desde las epísto-
los 70 a una opinión tradicional, cuyo principio arranca
del concepto aristotélico de mímesis». Ahora bien, lo ,,: ¡
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las familiares latinas, como las de Cicerón y Petrarca, o
las italianas, como las del Aretino, y la carta en verso
que no cabe afirmar es lo contrario, que todo escrito 1
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imaginario, ficticio o ficcional es literario; con lo cual se


horaciana, que produce frutos maravillosos durante el aclara de paso que la ficcionalidad no es una propiedad
Siglo de Oro español, hasta la novela epistolar del siglo exclusiva de la literatura. En las páginas siguientes ape-
xvrn y sus sucesores. laré, como algunos de estos especialistas, al anglicismo
Para acercarse a este itinerario sigo pensando que "ficcional", ya que "fingido" o "ficticio" pueden implicar
es provechoso distinguir entre dos cosas: un cauce de disimulo o engaño. Luego volveré sobre esta distinción,
comunicación fundamental, y los géneros que, histórica- indispensable pero difícil, entre fingimiento e imagina-
mente situados, discurrieron por ese cauce. El cauce es ción. La diferenciación entre lo ficcional y lo fingido se
más amplio que los géneros; e incluso, en este caso, que plantea, sin ir más lejos, cuando procuramos distinguir
la literatura. Lo que llamo ahora cauce de comunicación entre Cicerón y Horacio, o entre lord Chesterfield y Pa-
es una condición comparable a algo tan universal como mela, o entre Madame du Deffand y Les Liaisons dange-
la narración y el teatro, como el narrar historias y el re- reuses, o entre las cartas enviadas por don Juan Valera
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a sus amigos y Pepita Jiménez. Pero además el reconoci- a la escritura tenía que ser guiado por una estructura
miento de la ficcionalidad nos conduce a dar cabida a eficiente de normas y usos.
cartas que no son literatura, o que lo son ambiguamen-
Acentuaron y desarrollaron este dominio, el de un
te, o que se encuentran al borde de las instituciones lite- complejo de normas, las prácticas pedagógicas, convir-
rarias; y por lo tanto superan, gracias a la vasta dimen-
tiéndolo en una habilidad digna de ser aprendida y ense-
sión de lo ficcional, la severa dicotomía que divide las
ñada. Aludo a la tradición casi ininterrumpida de los
cartas en dos áreas o campos absolutamente heterogé-
neos. manuales, formularios, handbooks, vademecums, Briefs-
teller y otras publicaciones utilitarias que tanto abunda-
ron a lo largo de los siglos: desde los tiempos helenísti-
Alfabetización cos hasta, por mencionar un momento climático en la
historia de la epistolaridad, mediados del siglo xvm,
cuando Samuel Richardson publica sus Letters Directing
Creo indispensable también mirar el proceso de co- the Requisite Style and Forms to Be Observed in Writing
municación epistolar como un continuum en que pueden
Familiar Letters (1741), en el mismo momento al parecer
encontrarse o reunirse tres categorías diferentes de rea- en que componía Pamela; y otro novelista, C. F. Gellert,
lización: la capacidad de escribir y leer, la literariedad y
ofrece sus Praktische Abhandlungen von dem guten Ges-
la poeticidad. Este desenvolvimiento supone tres transi- chmack in Briefen (1751). Lo curioso del caso es que si
ciones: primero, la que conduce de la oralidad a la escri-
bien estos recetarios no tienen por objeto la literatura,
tura, o sea, lá alfabetización. Luego, la que permite la
sí podemos advertir que los medios y modelos propues-
incorporación a las instituciones de la literatura. Y, por
tos por ellos incluyen no pocas veces una dimensión que
último, la que se abre a la poeticidad, que conlleva -me
nos interesa: la invitación a la ficcionalidad.
apoyo otra vez en García Berrio- no ya una opción sino
El autor del primer compendio helenístico que conoz-
también unos valores de alcance simbólico-imaginativo y camos, Tipos epistolares, atribuido primero a Demetrio, de
ultraindividual, manifestados en la escritura y la lectura.
fecha insegura (tal vez precristiano y revisado durante el
Ante todo, la alfabetización. No ha sido la capacidad siglo III d. C.), ya había recomendado a un amigo veintiu-
básica de leer y escribir Cliteracy) solamente un requisito na clases de cartas, con una breve explicación y un ejem-
o una condición para la redacción de una carta. Es un
plo para cada una: carta de recomendación, de censura,
logro, una adquisición, un paso decisivos. En las socie- de reprensión, de consuelo, de admonición, de súplica,
dades antiguas del Mediterráneo la composición de car- de apología, de felicitación, por ejemplo, o sencillamente
tas suponía sin duda un aprendizaje primordial, un goz- amistosa.
ne esencial, que significaba un añadido, la del acto Estos manuales fueron guías y testigos de la redac-
escrito tras el acto hablado. Claro que la escritura no se
ción de cartas considerada como tarea práctica, inmersa
opone a la oralidad, ni la deja atrás, sino la supone, la en el existir cotidiano y deseosa de atender ante todo a
implica, la contiene, suplementándola en el tránsito cru- unas orientaciones sociales. Lo principal en un estilo era
cial del habla a la carta. Tan delicado sería este pasaje
su propiedad, su adecuación a las relaciones interperso-
que normalmente llevaba consigo un grado muy notable nales que subyacen toda correspondencia escrita. Apare-
de convencionalidad. Nada más convencional, recuérde- ce como fundamental cierta conciencia de clase. Las
se, también hoy, que una carta. El acceso de unos pocos
convenciones sociales y las verbales se confunden. En
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casi todos los casos se hace hincapié en el carácter del que la carta real o literaria seguirá con frecuencia otros
destinatario, su posición y la forma apropiada de dirigir- derroteros; pero no sin que ello suponga una liberación
se a él. Siglos después irían en aumento estos propósi- de toda servidumbre temática.
tos, que hacen del formulario epistolar un libro de corte- La segunda dimensión es la ficcionalidad, que apare-
sía y de comportamiento correcto. Ello quedará claro en ce en los manuales epistolares como una semilla, una
los numerosos libritos que, tras la larga identificación querencia y, en ciertos casos, como un componente ex-
durante la Edad Media de la retórica con la epistolari- plícito y significativo. Baste aquí con recordar que, como
dad en las artes dictaminis, se producirán y distribuirán bien ha notado Víctor García de la Concha, la ficcionali-
después del advenimiento de la imprenta. dad es una dimensión significativa del Primer libro de
Uno de los primeros y mejores manuales impresos cartas mensajeras, publicado tres años antes que el Laza-
en Europa es el de Gaspar de Texeda, que lo presenta rillo de Tormes. Alguno de los modelos incluidos por
como «cosa nueva» cuando sale a la luz, en 1549, en Va- Gaspar de Texeda es, en efecto, poco menos que preno-
lladolid. Titulado Cosa nueva. Primer libro de cartas men- velesco, como la carta «De un caballero mozo, preso en
sajeras, se reedita varias veces y lo sigue en 1552 un Se- poder de un Rey extraño, a la mujer, estando sentencia-
gundo libro de cartas mensajeras. Es evidente que Texeda, do a degollar»; o la que empieza con estas palabras: «A
como sus sucesores -ante todo el veneciano Francesco Vuestra Señoría Ilustrísima, como a verdadero señor,
Sansovino, cuyo Secretario, de 1568, será imitado mu- debo la cuenta de mis acciones y vida, y por eso huelgo
chas veces en francés, inglés y otras lenguas-, procura de dalla como a mi príncipe ... » Ya confluyen ahí, en po-
aprovechar la óportunidad mercantil que brinda el incre- tencia, la epístola y la autobiografía fingida. Y en los
mento de la lectura en nuevas clases de hombres y mu- manuales posteriores se multiplicarán las muestras ficti-
jeres. Pero, además, podemos observar en un Texeda o cias. Vale decir que, por mucho que el manual epistolar
un Sansovino dos dimensiones principales de la episto- se centrara generalmente en una finalidad práctica y
laridad. una rudimentaria prosa explicativa, difícil era resistir,
La primera es lo que podría llamarse la disposición en sus muestras y modelos, a la tentación de la ficciona-
retórica. Tengo aquí por retórico el compromiso de lidad; y que de tal suerte sus autores cruzaron muchas
quien al escribir se encuentra ante todo con la obliga- veces, desde Texeda hasta Richardson y Gellert, para
ción de tratar determinado asunto. No brotan al propio bien o para mal, la frontera de lo imaginario.
tiempo el lenguaje y el mensaje, la forma y el tema. La Ejemplos mejores hay de esta querencia ficticio-fic-
prioridad la tiene para empezar, o mejor dicho, antes de cional. Pero baste por ahora con lo dicho acerca de los
empezar, aquello acerca de lo que toca escribir. El escri- manuales epistolares, que, como diría un taurino, me
tor cumple un encargo. El escritor se dispone, «se po- han puesto en suerte, ante el problema, complejo pero
ne», a desarrollar cierto tema, a hacer frente a cierta si- ineludible, de la ficcionalidad.
tuación, en suma, cierto programa; y digo desarrollar
porque es probable la intervención en tales casos de la
amplificatio y otras habilidades de las que hablarán los Ficcionalización
tratados de retórica hasta Erasmo en su De copia uerbo-
rum. Se emprende, por ejemplo, la tarea de redactar una Tratándose de la carta, es obvio que normalmente
carta de pésame, o de recomendación, o de amor. Cierto ésta no supone una construcción ficticio-narrativa y des-
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de tal ángulo no aspira consciente o explícitamente a which offers stronger temptation to fallacy and sophistica-
ese carácter literario que la novela de entrada consigue. tion that epistolary intercourse». Falacia, cuando la hay,
Ahora bien, lo mismo en los géneros epistolares que en que no es fácil ignorar. El que habla a un amigo por car-
las cartas llamadas reales el impulso del lenguaje y el ta ve lo que escribe, como si se encontrara sobre la mar-
progreso de la escritura han demostrado tener muchas cha descubierto y desdoblado. Componer una carta, dice
veces consecuencias de carácter imaginario. Es fácil que en su espléndida «Defensa de la carta misiva» Pedro Sa-
escribir una carta lleve al autor hacia la ficción, antes linas, «es cobrar conciencia de nosotros». Sí, ¿pero de
que hacia la literatura; o sin que se incorporen formas y cuál de nosotros? ¿El yo solicitado o estimulado por
géneros literarios. No conozco mejor prueba de la ten- quién? La pluralidad latente ¿no acecha en el escritor?
dencia que tiene el lenguaje, pase lo que pase, a some- ¿No es esto lo que se experimenta al escribir, la multi-
terse a su propia lógica y su propio orden, a la concate- plicidad de la pretendida, de la exigida identidad del yo?
nación de sus virtualidades, sufriendo las consecuencias Reconozcamos así que si bien la carta no ofrece de en-
de sí mismo, y a ir edificando paulatinamente sus pro- trada entornos envolventes y espacios alternativos, sí
pias moradas y representaciones. José María Pozuelo, puede desencadenar una fuerza de invención progresiva,
en su Poética de la ficción (1993), ha subrayado que «la parcial sin duda, pero decisiva y quizás irreversible; y de
simple existencia de ese prodigioso mecanismo que es el tal suerte puede ir modelando poco a poco ámbitos pro-
tiempo futuro de los verbos, o de las estructuras condi- pios, espacios nuevos, formas de vida imaginada, «otros
cionales implica la posibilidad de imaginar lo ilimitado». mundos». Es lo que llamaríamos un proceso de ficciona-
No hay acaso acto comparable en nuestra vida cotidia- lización. La carta es a muchos niveles una liberación. El
na, en cuanto a capacidad de invención, mutación o in- escritor puede ir configurando una voz diferente, una
terpretación de lo que de hecho nos acontece, o mejor imagen preferida de sí mismo, unos sucesos deseables y
dicho, de lo que nos acontecería si no existieran las pa- deseados, y, en suma, imaginados, pero mucho cuidado,
labras; y en relación, además, con los otros y las otras. dentro del mundo corriente y cotidiano de los destinata-
De ahí la ambigüedad del producto, de su referenciali- rios y de los demás lectores. El proceso se ha elevado
dad a la llamada vida real, a mitad de camino entre lo de lo palpable a lo posible, pero no sin seguir apoyado
que somos y lo que creemos o hacemos creer que so- en su soporte primero. Percibimos una ficcionalización
mos. ¿Quiere ello decir que la carta es ambiguamente dentro de lo que pretende no serlo, o sea, desde la ilu-
real, o si se prefiere, parcial y ocultamente ficcional? sión de la no-ficcionalidad.
El yo que escribe puede no sólo ejercer cierta in- «La literatura crea simulacros de la realidad», recal-
fluencia sobre su destinatario, como por ejemplo el Are- ca José María Pozuelo en su libro. De tal suerte queda
tino cuando casi le obliga a Miguel Angel a enviarle cuestionada la frontera que en principio separa lo que
unos bosquejos de sus frescos de la Capilla Sixtina, sino llamamos realidad de lo que llamamos ficción. Sucede
actuar también sobre sí mismo, sobre su propia imagen, que por añadidura la creación literaria parece serlo de
que el Aretino en este caso ensalza para que sea vista y realidades no ya imitadas sino inventadas y diferentes o
estimada por el ya famoso artista. Samuel Johnson tocó hasta fantásticas. Los teóricos han escrito -por ejemplo
esta cuestión con su inimitable tono de voz, afirmando Thomas Pavel en su Fictional Worlds (Cambridge, Mass.,
que no hay mayor tentación de falacia y adulteración 1986)- acerca de la introducción por medio de la litera-
que el comercio epistolar: « there is indeed no transaction tura de «mundos posibles». Podría suponerse así que
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éstos existen independientemente de los textos. Pero más o menos implícito, más o menos elaborado, como
entonces la escritura literaria no haría sino remedar también sucede con los relatos novelescos; y, en tercer
también estas otras realidades. Por ello es mejor hablar lugar, referentes con «apariencia de realidad». Ahora
de «mundos ficcionales». Son varios los correlatos que bien, los referentes imaginados se mezclan con los que
implica este concepto, de los que destacaré dos, que me no lo son, con los que se introducen como datos o he-
parecen compatibles, teórica y prácticamente, con la chos compartidos por el emisor y el receptor de la carta.
epistolaridad. Y, sobre todo, la denominada «apariencia de realidad»
Los mundos ficcionales, en primer lugar, según Po- no responde a las mismas condiciones en la carta que en
zuelo, «son accesibles desde el mundo real». ¿No es pre- el relato ficticio. Esta diferencia de condiciones es lo
cisamente lo que la construcción de la carta puede lle- que nos toca entender mejor.
var a cabo, el tránsito paulatino del entorno dado al Decíamos que el mundo ficcional contiene ciertas di-
ámbito imaginado? Y en segundo lugar, «los mundos fic- mensiones que encontramos también en las cartas. Pero
cionales literarios son constructos de la actividad tex- puede fácilmente ocurrir que el enunciado contrario no
tual». Cierto que esta construcción, según vamos obser- sea válido y que perdamos de vista la especificidad del
vando, es fruto, cuando la hay, de la acción textual que cauce de comunicación epistolar. La carta no es ni nove-
constituye la carta. Hasta aquí, pues, el mundo ficcional la, por más que sea ficcional, ni autobiografía, ni diario
parece contener ciertas dimensiones que encontramos íntimo. Y lo que vengo llamando ficcionalización no se
asimismo, en las cartas. Pero no perdamos de vista la distingue de las ficciones globales de un modo mera-
distancia que va de la ficción básica o constitutiva de la mente cuantitativo. No es sólo cuestión de grado, o de
ficción literaria a lo que vengo llamando la ficcionaliza- medida, o de pureza. Y para acotar estas distinciones se
ción, parcial, progresiva o ambigua, tanto de la carta li- vuelve necesario hacer hincapié en la orientación de la
teraria como de la real. comunicación epistolar, en su carácter de expresión
Puntualiza García Berrio que los referentes de un orientada y dirigida hacia su aceptación por un receptor
enunciado ficcional sólo existen como tales referentes o unos receptores situados en un común entorno, en
en la medida en que han sido producidos por el texto unas circunstancias previas, compartidas y envolventes.
ficcional, incorporándose a su contexto y al «modelo de Veíamos que un proceso progresivo nos sitúa ante
mundo» que éste supone: una ficcionalización. Y como este proceso sólo es accesi-
ble desde el entorno de quien escribe, la no-ficcionalidad
En consecuencia, los seres y acontecimientos que compo- es admitida desde un principio como premisa básica y
nen el referente de una obra de ficción son elementos ficti- condición verdadera. Esta condición, la que da por su-
cios, si bien tienen una modalidad de ser que es la de pare- puesta una realidad común como arranque de la corres-
cer existentes, siendo aceptados como apariencia de pondencia, es una convención constituyente. ¿Qué es lo
realidad ... Es la construcción global formada por modelo de que sucede entonces conforme se va ficcionalizando la
mundo, referentes y texto, la que fija el referente ficticio
como realidad poiética ficcional sostenida por su relación
escritura? La carta, y ello es decisivo, procura no supri-
con el texto de ficción. mir el requisito inicial de veridicidad. De tal suerte se
va produciendo y estableciendo la ilusión de no-ficciona-
En la carta encontramos estos tres elementos. Hay tex- lidad epistolar, que, a diferencia de otras, supone de
to, sin duda, y también, ¿por qué no?, modelo de mundo, manera específica la co-presencia en un mismo entorno
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-más o menos amplio, por supuesto- del emisor y el re- los lectores reales, y por lo tanto no puede sino medir
ceptor de la carta. con dificultad o conjeturar su relación con el narratario.
«El constructo textual» -afirma Pozuelo acerca de Es razonable, en cambio, tener presente la situación en
las ficciones- «tiene necesariamente que conectar con la que el escritor de la carta y su lector o lectora sí se
experiencia de la lectura». La ilusión de no-ficcionalidad conocen. Claro que hay otras muchas situaciones, pero
ha de envolver la dimensión pragmática de la carta, de reduzcamos la presente reflexión a esta circunstancia
su lectura. La composición de la carta y .en particular de primera. El autor y el lector se conocen, o han empeza-
sus elementos ficcionales no sólo debe obtener la cola- do a conocerse, o tienen noticia el uno del otro. Este co-
boración, o es más, la complicidad, del lector o lectora, nocimiento ha de ir en aumento, si hay correspondencia,
sino que se esfuerza todo lo posible por conseguirla. o puede también ir transformándose.
Ello implica, como se viene pensando acerca de la auto- De ahí que podamos referirnos a la existencia de un
biografía y también del realismo literario -lo muestra pacto epistolar. Aludo desde luego a la identificación
Daría Villanueva en su Teorías del realismo literario (Ma- que Philippe Lejeune ha venido definiendo como condi-
drid, 1992)-, algo como un contrato con el lector. Es lo ción de la escritura y de la lectura autobiográficas (Le
que llamaré aquí el pacto epistolar. pacte autobiographique, 1985). El lector asume que el au-
tor real, el narrador y el protagonista son una misma
persona. El pacto autobiográfico según Lejeune consiste
El doble pacto epistolar en que el lector identifica el «yo textual», el del protago-
nista que aparece presentado en el texto por el escritor
Recordemos primero que el destinatario que aparece que narra su propia vida, con el «yo del autor», es decir,
en la carta, o que ésta supone, no es por fuerza lo mis- con el yo empírico que escribe. El yo del texto autobio-
mo que el lector real. Llamo destinatario ahora al «tú» gráfico reconduce al autor. Otro tanto se advierte, es
que el «yo» empírico tiene presente al escribir y que evidente, en el texto epistolar. Existen sin embargo, o
como tal imagen se inscribe más o menos explícitamen- pueden existir, diferencias sensibles, por cuanto el mar-
te en la carta misma. Este destinatario se va configuran- co de la lectura de las cartas supone una conexión entre
do a través de las páginas de la carta. Es el equivalente realidad y escritura que se distingue de la autobiográfi-
de lo que en un relato se denomina narratario, y que, se- ca por el grado de conocimiento previo que pueda vincu-
gún Carlos Reís en su Diccionario de narratología (1996), lar al autor y al receptor de la carta. Si hay correspon-
se distingue inequívocamente del lector real, o del lector dencia esta vinculación existe como base de todo
«ideal», o del «virtual», puesto que «el narratario es una desarrollo posterior. Subraya muy bien Lejeune que des-
entidad ficticia, un "ser de papel" con existencia pura- de el ángulo de la lectura no hay por fuerza parecido en-
mente textual, dependiendo de otro "ser de papel", el tre el autor real de la autobiografía y el narrador-prota-
narrador que se le dirige de forma expresa o tácita». Po- gonista. Lo que se asume es la identidad entre los dos.
dríamos llamar a este destinatario, tal como lo concibe Esta identidad no es una relación sino una premisa,
el autor de la carta, el lector implícito, pero podría con- acreditada por un nombre propio. No es cuestión de pa-
fundirse con el que la crítica señala en las novelas; y recido porque el autor y el lector normalmente se desco-
que se distingue de nuestro destinatario en que en prin- nocen. No así en el caso de la carta, donde la garantía
cipio el novelista no sabe a ciencia cierta quiénes son del nombre propio coincide al principio, o puede quizá
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coincidir, con cierto parecido. De tal suerte el pacto que ra del lector empírico. Esta vinculación restringe, condi-
fundamenta tanto la escritura como la lectura se vuelve ciona o también estimula el proceso ficcional del texto
singularmente complejo. En consecuencia surgen un do- epistolar. Generar un texto significa también en este
ble proceso persuasivo y un doble pacto epistolar. caso, como dice Umberto Eco, «aplicar una estrategia
Se observa, cuando hay ficcionalización, o en la me- que incluye las previsiones de los movimientos del otro;
dida en que se produce, algo como una representación como ocurre, por lo demás, en toda estrategia».
en que aparecieran cuatro actores. Venimos viendo que Tanto el yo textual como el tú textual y con ellos un
podemos distinguir entre cuatro protagonistas del pro- mundo supuestamente verdadero pueden de tal forma
ceso epistolar. El escritor empírico, primero, o «yo del ficcionalizarse a lo largo de un proceso encuadrado en
autor». En segundo lugar, el «yo textual», o sea la voz los dos pactos epistolares. La vinculación que enlaza al
que se presenta y utiliza la primera persona. Este yo emisor con el receptor es doble porque se manifiesta en
textual se va componiendo y elaborando a lo largo del ambas direcciones, desde la que acompaña la composi-
texto mismo. Luego el destinatario o «tú textual», que el ción progresiva de la carta y desde la que posibilita la
autor, según veíamos, tiene presente y va modelando en lectura. El desdoblamiento del autor debe ser aceptado
la carta misma. Y por último el receptor empírico, que por el lector o lectora, pero también su propia ficcionali-
es quien lee y da vida a la lectura. zación, su propia existencia doble como «tú textual». Es
Todo se funda en el ejercicio de la confianza. El gé- evidente que la ficcionalización del espacio de la carta
nero epistolar (o los géneros) es, como dice Lejeune de ha de conseguir la aprobación del lector real. Como es-
la autobiografía; un género «fiduciario». No puede ex- cribió Cervantes en una frase mil veces citada en este
cluirse en absoluto la confianza del lector en la identi- contexto, «hanse de casar las fábulas mentirosas con el
dad de quien escribe y habla, ni su confianza en la refe- entendimiento de los que las leyeren» ( Quijote, I, 4 7). La
rencialidad de lo que cuenta o describe. Pues bien, el correspondencia epistolar se malogra si el entendimien-
pacto primero coincide con el autobiográfico, ya que su- to del lector concluye que se funda en un embuste o,
pone la aceptación por parte del lector real de la nece- mejor dicho, en un abuso de confianza. No se miente im-
saria vinculación del «yo textual» en la carta con el «yo punemente. Ello condiciona las virtualidades inventivas
del autor». El lector -sigo suponiendo que conoce a de la carta misma. Tanto el autor como el lector han de
quien le escribe o barrunta su situación personal o so- consentir ambos desdoblamientos. Los dos pactos se
cial- cree ver como en transparencia en la carta misma solapan y recubren desde el ángulo lo mismo de quien
la imagen del autor real. He aquí, notémoslo bien, una escribe que de quien lee. Y a ellos se debe el que la fic-
forma de expresión escrita que no se reduce al texto cionalización virtual de la carta se inscriba dentro del
mismo, suprimiendo su origen. No es lícito un simple in- marco de la ilusión de no-ficcionalidad.
manentismo. Qué duda cabe que en este caso el autor
existe. Pero hay un segundo pacto, por cuanto el lector
desde el ángulo de quien escribe también existe. Este Ficción y fingimiento
segundo pacto reside en la aceptación por parte del au-
tor de la existencia del lector real y de su necesaria vin- Todo cambia desde el momento en que cierta clase
culación con el «tú textual» en la carta. El autor ve o de carta deja de ser una comunicación dirigida a una
puede ver como en filigrana a través de la carta la figu- sola persona real, a un solo «tú» empírico, y aparecen
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los lectores virtuales. La transformación efectuada no el ejercicio de la descripción y de la narración por parte
tiene vuelta de hoja cuando el «tú» se encuentra enmar- de una pluralidad de voces y personalidades en el mo-
cado en una ficción total, por ejemplo en una novela mento de la acción o poco después. Un grupo de parien-
epistolar. Luego volveré sobre ésta. Lo que conviene se- tes y amigos, todos ellos galeses extravagantes, viajan
ñalar ahora es que no son pocas las circunstancias mix- por Inglaterra y Escocia. Cada uno escribe a un corres-
tas, es decir, ambiguas. Baste con mencionar a los auto- ponsal diferente. Matthew Bramble, que tiene la obse-
res mejores y más famosos de «epístolas familiares» -un sión de la salud, a un amigo médico; su hermana Tabit-
Plinio, un Petrarca, un fray Antonio de Guevara, un Are- ha, soltera en busca de marido, a su ama de llaves; el
tino, un Annibale Caro, una lady Mary Wortley Monta- sobrino joven y enamoradizo, Jeremy, a un compañero
gu- y recordaremos esa conciencia en el lector de la de clases de Oxford. Pero son muy escasos los momen-
complejidad gobernada por la superposición de la comu- tos en que el autor de la carta, como también el lector
nicación privada y la pública. La ambigüedad de las re- externo, tiene presente la identidad de la persona a
ferencias al entorno cotidiano del autor, o al del lector, quien se envía la descripción o el relato. Así la epistola-
se ve superada por la borrosa identidad o la subordina- ridad no pasa de ser superficial, y el destinatario es
ción de esa segunda presencia psíquica, esa segunda poco más que un pretexto o un buzón.
persona, a quien y para quien se escribe. Pour qui écrit- O tómese otro ejemplo, Mademoiselle de Maupin
on? Claro que para el receptor primero, o no habría tal (1835-36), que Théophile Gautier compone cuando es un
ambigüedad. Pero lo que pretende ser leído principal- apasionado escritor novel, adherido al Romanticismo. El
mente por un «tú» es, en realidad, releído; y releído por protagonista, D' Albert, escribe primero a un cher ami
ellos, por otras personas, por otras clases y grupos, o cuya existencia es totalmente nebulosa. Más adelante la
por otros públicos en diferentes momentos históricos. persona adorada por D'Albert y también por su amante
De tal manera lo que parecía mero existir privado, ma- Rosette, es decir, la deliciosa Mademoiselle de Maupin,
teria bruta de vida, se convierte en candidato a ser lite- de escondida identidad sexual, se dirige a una amiga su-
ratura. De esta superposición, de lo que Salinas llama ya, llamada Graciosa, que permanece asimismo abstrac-
«el equívoco del destinatario», procede buena parte de ta; hasta que por fin el narrador cambia de método y ha-
la polisemia del mensaje epistolar. Y esta utilización del bla con su propia voz. Nótese que el problema no es la
otro es algo que incluso le puede ocurrir a la carta diri- ausencia de respuestas, pues esa omisión no anula la
gida a un solo «tú», cuando no es interpelación del todo epistolaridad de Werther. Lo que sí se echa en falta es
sino también expresión solitaria y casi monólogo, priva- la pertinencia del receptor, como si fuera un diario ínti-
do y hasta íntimo como tal, pura escritura liberadora, mo y el interlocutor fuera el propio yo. No hay aparien-
susceptible de superar el efímero presente. cia de intersubjetividad. No se supone ni es funcional un
De tal forma puede resultar afectada y hasta supri- pacto epistolar.
mida una función muy propia de la epistolaridad, que es No confundamos pues la ficcionalidad en general con
la copresencia imaginada y hasta inventada de un «tú». lo fingido en ciertos géneros literarios, que es más justo
Véase por ejemplo una novela epistolar como Humphry denominar lo imaginario, o cuando se trata de una mera
Clinker (1 771) de Tobias Smollett. Es sin duda una no- convención genérica, lo imaginado. Félix Martínez Bona-
vela; y además, muy amena. Pero las cartas que la com- ti ha explicado muy bien que el acto de escribir ficciones
ponen son poco más que un procedimiento que favorece no consiste en fingir que uno las está escribiendo. «El
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autor produce realmente signos lingüísticos ... que repre- se desenvolverá y fructificará durante el Renacimiento;
sentan frases, actos de hablar, imaginarios. No hay, y que la novela epistolar no deberá sino extender desde
pues, fingimiento de parte del autor en cuanto tal. Hace sobre todo el siglo xvm. Claro está que Richardson y
algo efectiva y realmente: imagina una narración efecti- Rousseau serán perfectamente capaces de incorporar a
va (ficticia, pero no "fingida") de hechos también mera- sus cartas novelescas muchas de las características de
mente imaginados.» Efectivamente, la simulación no es la carta real, como el proceso de ficcionalización. En el
una engañifa cuando su punto de partida es un uso ad- primer Prólogo de La Nouvelle Hélo'ise (1761), Rousseau
mitido lúcidamente por todos. Mantegna no engañaba trata desconcertar a sus lectores al pretender inicial-
sino maravillaba al espectador cuando producía la ilu- mente que ha reunido cartas reales, para agregar luego
sión del espacio por medio de la perspectiva. Los gran- que es él quizá el responsable de su existencia. «Ai-je
des actores en el teatro simulan y representan ser quie- fait le tout, et l,a correspondance entiere est-elle une fiction?
nes no son, pero sin mentir a nadie. Gens du monde, que vous importe? C'est surement une fic-
Queda así más clara a mi entender la diferencia que tion pour vous».
va de lo ficcional a lo fingido. La ficcionalización es una
dimensión de la carta real. La carta imaginada es una
índole de carta que finge ser real cuando no lo es. La La monja portuguesa
novela epistolar será una retahila de cartas imaginadas.
Pero salta a la vista que para que parezcan reales es uti- Terminaré con un ejemplo, al que dedicaré un poco
lísimo el que encierren cierto grado de ficcionalización más de atención. La crítica literaria misma, es decir,
dentro del marco envolvente de un tácito pacto episto- nuestro ejercicio de lectura consecuente, es lo que per-
lar. ¿Existe una relación sustancial entre las dos, entre mite infundir vida y pertinencia a las categorías teóri-
las cartas ficcionales, es decir, ficcionalizadas, y las ima- cas. (Como también a las históricas y sociales.) Ya dije
ginadas? Baste por ahora con suponer que un mismo que han sido tres los principales géneros literarios al
ímpetu imaginativo envuelve y hace posible histórica- que ha dado origen a lo largo de los siglos el cauce de
mente las unas y las otras. comunicación epistolar: la epístola familiar, desde los
Este doble ímpetu era imparable desde un principio. tiempos de Cicerón; la epístola en verso, desde los de
Desde muy antiguo ha habido cartas imaginadas, como Horacio, y ya en el umbral de la modernidad, la novela
es notorio. Adolf Erman publicó, en su edición de unos epistolar. De paso comenté la ambigua ficcionalidad de
papiros egipcios hallados en una tumba de Tebas, del si- la carta familiar. Asimismo, me parece que podríamos
glo xn a. C., una colección de diez cartas literarias que descubrirla en la epístola en verso. Pero no cabe intro-
eran ejercicios de escuela, destinados a preparar a futu- ducir aquí las oportunas dimensiones históricas. Recor-
ros escribas. En Atenas las cartas fingidas formaron par- daré ahora a mis lectores el primero de los más famosos
te de la formación retórica de los alumnos desde el siglo relatos epistolares.
IV a. C., según algunos historiadores. Y el período hele- Situémonos en 1669. Un éxito tan notable como el
nístico conoció al cultivo de la carta ficticia como litera- de las lettere volgari del Aretino, pero más duradero,
tura, en manos de escritores como Alcifronte (ca. 200 d. premió la publicación ese año por el editor Claude Bar-
C.) y Filostrato. Es ésta la herencia que, añadida a los bin, en París, de un libro anónimo titulado Lettres portu-
saberes retóricos de los humanistas de los siglos XIV y xv, gaises, traduites en fran<;ais. Este relato breve, que pasó a
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llamarse Lettres d'amour d'une religieuse portugaise, logró escribir con genio y pasión, exceptuando a Safo, y que
producir mejor que ningún otro la ilusión epistolar, por ello apostaba todo en el mundo a que el autor de las
quiero decir, la ilusión de no-ficcionalidad. Muy pronto Lettres portugaises tenía que haber sido un hombre.
se multiplicaron las cábalas acerca de la identidad del Llevaba toda la razón Rousseau, efectivamente, aunque
oficial francés del que se había enamorado tan apasiona- fuera con argumentos vulgares. En un artículo de 1926
damente la monja portuguesa, quizás el conde Chamilly, Frederick C. Green publicó el manuscrito original del Pri-
rumoreaban algunos, lo cual sorprendió sobremanera a vilegio concedido por el Rey a Claude Barbin el 26 de octu-
Saint-Simon, que le encontraba anodino. En cuanto al bre de 1668, con lo cual queda probado que el autor era
traductor, se conjeturó que podría ser el conde de Gui- Guilleragues. Y un crítico genial, Leo Spitzer, mostró en
lleragues, amigo de Racine y de Boileau, próximo al rey, un ensayo de 1953 que las cinco lettres componen una obra
muy conocido en la Corte por su ingenio y atractivo. de arte literaria perfectamente equilibrada, y comparable,
Pero se pensó ante todo que el autor era la monja mis- según él, a los cinco actos de un drama de Racine.
ma, llamada Marianne en el texto, sencillamente, y más Durante doscientos cincuenta años numerosos lecto-
adelante, tras el supuesto hallazgo de un periodista el res en varios países creyeron de verdad en la existencia
año 1810, Marianne Alcoforado; o Mariana Alcoforada, real de una mujer inexistente. La premisa mayor que hi-
a consecuencia de las investigaciones de los eruditos zo posible este éxito excepcional de la ilusión de no-fic-
portugueses que no dejaron de terciar en el debate. cionalidad era que la expresión totalmente creíble de un
La ilusión de autenticidad se consiguió hasta al me- amor tan apasionado como el de la monja portuguesa no
nos la época de Rilke, que traduce las cartas en 1913, podía sino ser espontánea y verídica. La estética que iba
convencido de que eran, según él, de Marianna Alcofora- unida a tal premisa era la desconfianza en la imagina-
do. No conozco caso semejante de narración anónima ción poética, tan característica del último tercio del si-
cuyo protagonista pasara siglo tras siglo por el ser el glo XVII en Francia y buena parte del xvm en Europa. Se
autor del libro. Es la superchería en que descansó ini- manifestaba por medio de conocidas técnicas retóricas
cialmente el Lazarillo de Tormes, propone Francisco la esperanza de que la literatura imitara la «naturaleza»,
Rico, y no digo ahora que éste no tenga razón; sólo que con un mínimo de artificio; y entre estas técnicas desco-
los lectores no pudieron creérselo durante mucho más llaba el uso de las cartas, tan próximas a la experiencia
de medio siglo, puesto que desde principios del XVII se cotidiana del lector. El pacto epistolar era una invitación
preguntan quién sería el verdadero autor. Era sin duda a lo que luego se llamaría realismo.
más difícil de admitir la alfabetización y autoría de un Guilleragues, que llegó a ser embajador de Francia
mozuelo de ciego, errabundo por calles y descampados en Constantinopla, era una persona de exquisita elegan-
desde la primera infancia, que el de una monja de buena cia, según prueba sobradamente su propia correspon-
familia. La monja sí podía ser a la vez el «yo del autor» dencia. La composición de las cartas portuguesas pudo
y el «yo textual». En este caso el engaño del anonimato, haberse iniciado como un juego de sociedad, en que se
o si se prefiere, el disimulo, sí funcionó. El único escri- improvisaban cartas de amor -fingidas lettere amarase,
tor de renombre que no creyó en esta identidad, que no lettres d'amour, verdadero sub-género- y se trataban
cayó en la trampa, durante doscientos cincuenta años, «cuestiones de amor». Pero ningún escritor percibió más
fue Rousseau, que afirmó en un acceso de misoginia en inteligentemente las posibilidades de la ilusión epistolar.
su Lettre a d'Alembert que las mujeres son incapaces de Afirma Julia Kristeva (en Histoires d'amour, 1983) que la
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experiencia del amor conjuga inextricablemente lo sim- De tal suerte Guilleragues logró aproximarse a la
bólico, lo imaginario y lo real. El hallazgo de Guillera- parodia sin incurrir en ella -¿no es tradicional la confu-
gues consistió en vincular radicalmente la calidad imagi- sión del amor con la locura?- o a un grado de ironía
naria de la emoción amorosa a la de la escritura que no sólo descubriese la fragilidad de la ficción vivida
epistolar. Marianne es una mujer abandonada, que escri- por Marianne, sino la del propio autor. El acierto de
be una Heroida, en la tradición ovidiana, dirigida a su Guilleragues consistió en aunar la carta fingida (imagi-
amante lejano. Al principio ella disfruta sufriendo. «Je nada, pero fingida en cuanto el relato es anónimo) y la
vous ai destiné ma vie aussitót que je vous ai vu, et je sens carta ficcional. Guilleragues finge y Marianne se ficcio-
quelque pl,aisir en vous /,a sacrifiant (carta 1). Pero el que naliza. Guilleragues esconde la mano y Marianne se
fue su amante no responde a ninguna de las cartas. Y vuelve casi loca de amor y de palabras. Era difícil ir
Marianne se queda sola con sus sentimientos, sus me- más lejos o desenvolver con más tino la fantasía eróti-
morias y su pluma. La concentración extrema, la brevi- co-epistolar. Era irresistible la colaboración de tres ilu-
tas del lenguaje -tan recomendada siempre por la teoría siones, a saber, la de la epistolaridad, la del lenguaje y
de la carta-, revela claramente que el desarrollo de las la del amor. De hecho, el múltiple espejismo fascinó a
emociones de la protagonista es indivisible de la carrera los lectores de las Lettres portugaises y de sus innume-
autónoma de la palabra escrita. rables sucesores durante el siglo xvm, que conoció el
La pasión de Marianne va aumentando conforme si- desarrollo y poco menos que el imperio durante varios
gue escribiendo, y las palabras se multiplican e intensifi- años de la novela epistolar, unida las más veces a histo-
can con el ritmo de los sentimientos. Así, le es difícil ter- rias de amor.
minar la carta tercera: «Adieu, ma passion augmente a Pero la boga no duró mucho más. El género decayó
chaque moment. Ah! que j'ai de choses a vous dirn>. Pronto abruptamente, víctima de la Revolución francesa; o de
queda claro, para el lector y para ella, que este amor des- sus propias convenciones, que cesaron de parecer natu-
mesurado existe y florece en un espacio verbal -tierra de rales; o de lo que los formalistas rusos denominarían fa-
nadie epistolar, tierra de mujer absolutamente sola-, es- tiga y automatización.
pacio o tierra que es su construcción, su propiedad y su
secreto. La ficcionalización que lleva a cabo Marianne va . . .
envolviendo toda su vida y su propio ser. Y no sin que
ella sea consciente de lo que le está ocurriendo. «Ah! J'en Durante las primeras décadas del siglo XIX, con la
meurs de honte: mon désespoir n'est done que dans mes let- Restauración en Francia de la monarquía y de las insti-
tres?» (carta 3). Abandonadas a sí mismas, a su verbalis- tuciones católicas, hubo algunos intentos de volver a
r.;.o, su autarquía, su solipsismo, como dice Spitzer, las cultivar la novela epistolar. Quien estuvo de acuerdo con
emociones de Marianne no pueden sino marchitarse y estas recuperaciones fue, desde luego, Balzac; y acaso la
morir. El mundo deseado que ella ha ido elaborando no más auténtica y viva de estas narraciones fuera su Mé-
puede sostenerse sin la colaboración de su destinatario. moires de deux jeunes mariées (1842), pese a lo evidente y
Quizá no le sea concedido a la pasión amorosa de Marian- voluntarioso de la ideología. Ahora bien, lo que sí per-
ne el don de poder seguir existiendo y ardiendo exclusi- duraba y se perpetuaba es la parte de ilusión epistolar
vamente en un espacio ficcional. El dinamismo de la fic- que la composición de tantas cartas no intencionalmente
cionalización acaba consumiéndose a sí mismo. literarias seguía y sigue conteniendo, por mucho que la
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epístola familiar haya dejado en nuestra época de fun-


cionar como modelo o género.
El 28 de febrero de 1832 una distinguida señora po-
laca echa un sobre en un buzón de Odessa. Es una carta
de admiradora, una fan letter, dirigida a Balzac. La auto-
ra es Eve Hanska, de soltera llamada la condesa Rze-
wuska. La carta tarda en llegar. La primera de las res-
puestas del escritor, en mayo, consiente inmediatamente
el vuelo del ensueño epistolar, pero no sin que Balzac se
Dos idilios novelescos:
dé perfecta cuenta de su carácter novelesco: de Dafnis y Cloe
Si vous daignez excuser la folie d'un coeur jeune, et d'une imagi- a Pablo y Virginia
nation toute vierge, je vous avouerai que vous avez été pour moi
l'objet des plus doux réves. En dépit de mes travaux, je me suis
surpris plus d'une fois, chevauchant a travers les espaces et volti- Carlos García Gual
geant dans la contrée inconnue ou vous, inconnue, habitiez seule
de votre race ... Ce fut un épisode tout romanesque, mais qui ose-
ra bliimer le romanesque; il n'y a que les iimes froides qui ne
con<;oivent·pas tout ce qu'il y a de vaste dans les émotions aux-
quelles l'inconnu donne carriere libre. Je me suis done laissé 1
doucement aller a mes réveries; et j'en ai fait de ravissantes.
e gustaría invitar al lector a meditar sobre la rela-
Unos meses después, en julio de 1832, termina Bal- M ción entre dos famosas novelas pastoriles, lejanas
entre muchos siglos, pero próximas por su temática. No
zac uno de sus «Etudes philosophiques», Louis Lambert,
la historia de un extraordinario y malogrado visionario, sólo por insistir en la influencia de la primera en la se-
donde son importantes las cinco cartas dirigidas por él gunda (que es, por otra parte, un asunto bien estudia-
a su amada. En la primera escribe: «Je vous dois de la re- do), sino para resaltar, a la vez, el curioso contraste de
connaissance: j'ai passé des heures délicieuses occupé a fondo entre una y otra, en una contraposición, a mi pa-
vous voir en m'abandonnant aux reveries les plus douces de recer, muy significativa, que, creo, responde a las inten-
ma vie». Comprobamos así, una vez más, que la dimen- ciones diversas de sus autores, y también a la orienta-
sión ficcional es una virtualidad no sólo de cierto género ción cultural de una y otra época. Dafnis y Cloe se
literario, sino del uso del cauce de comunicación episto- escribió en el último tercio del siglo n d. C., y es una de
lar en general. Nada más coherente que incluir en una las cinco novelas griegas antiguas conservadas, mien-
simulada vida narrada esa ilusión epistolar que vislum- tras que Pablo y Virginia se publicó en 1788.
bra espacios soñados, ficcionalizándose, y que Balzac ca- No sabemos nada de Longo -a excepción de lo que
lificaba en su propia experiencia, al responder a Macla- podemos deducir de su relato-, y sí, en cambio, estamos
me Hanska, s•: futura esposa, de novelesca. bien informados de la vida y la ideología de Jacques-
Henri Bernardin de Saint-Pierre, ingeniero de caminos
C.G. naturalista y rousseauniano, neoclásico y precursor del

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