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La antropología de Agustín de Hipona y Thomas Hobbes

La tarea del presente escrito es, de forma sucinta, presentar dos de las principales
perspectivas filosóficas acerca de los motivos a partir de los cuales acaece la vida humana
en su trasegar mundano, esto es, las razones que llevan al hombre a constituirse de tal
forma que pasa constantemente de un estado a otro. Nos referimos aquí a la comprensión
antropológica del padre de la Iglesia Agustín de Hipona por un lado, y del ilustrado Thomas
Hobbes, por otro. Así, la discusión se centrará, primero en la teoría agustiniana del bien y
del mal, a partir de la cual se configura su código ético, y posteriormente, de forma aislada,
nos acercaremos a la interpretación hobbesiana del movimiento humano que fundamenta la
construcción del Estado. Comencemos pues.
1. Agustín: De lo que es el fin de los bienes y el fin de los males.
En primer lugar, san Agustín nos remite a que la preocupación por los fines de los bienes es
siempre una búsqueda por “qué es lo que hace al hombre bienaventurado” (Agustín, 1793:
432). Esto es, en sus mismas palabras, la pregunta por “aquel bien que nos impulsa a
desear las demás cosas, y a él por sí mismo; […] que se perfecciona, de manera que esté
completo.” (Agustín, 1793: 432) Esta aclaración no parece muy ilustrativa, mirémosla más
profundamente: el fin del bien está en la condición en que, aquello que se desea, se desea
por sí mismo en el bien que se ha logrado, es decir, el bien que nos lleva a desearlo por sí
mismo y según el cual, todo lo que deseamos está orientado a él; no es un objeto que se
alcanza y por tal se puede estar satisfecho, sino más bien la sustancia que se complementa a
sí misma en aquello otro que se desea como bien para sí, esto es, finalmente, la completitud
del mismo bien-estar en sí y para sí. Y esta percepción no es simplemente azarosa teniendo
en cuenta que para Agustín, “la “causa” de vivir, así como la razón de filosofar, es, pues,
para todos los hombres la vida feliz” (Camps, 1999: 347), que dicho desde ya es el bien
superior alcanzable en la tierra. Pero sobre esto volveremos más tarde.

Comprender, por otro lado, el fin de los males es una tarea mucho más sencilla, nos dice
Agustín: es, “no aquel con que deja de ser, sino aquel hasta donde llega causándonos daño.”
Es lo igual decir que, el fin del mal, consiste menos en liquidar la posibilidad de recibir más
mal, que el simple hecho de resultar perjudicial.
En esta medida, se ha derramado tal cantidad de tinta sobre la naturaleza y los medios de
tales fines, que aunque con múltiples errores, pudieron los sabios antiguos divisar al menos,
que son el alma y el cuerpo -en ocasiones más uno que el otro, a veces ambos- los
fundamentos de los bienes y los males, así como parte de sus aparentes fines; de tal suerte,
que de “cuatro cosas que naturalmente apetece el hombre” independiente de cualquier
factor, pueden llegar a ser doscientas ochenta y ocho las líneas de interpretación que
pueden usarse para entender el fin último del bien. Detallar cada una de las múltiples
posibilidades que han invadido la senda de los pensadores en lo tocante al bien último no es
nuestro interés aquí. Resulta pertinente, más bien, centrarnos en las consideraciones
agustinianas conclusivas al respecto.

2. Del alma y el cuerpo como fundamentos para la virtud.


Para hacer tal acercamiento, la pregunta de Agustín por la naturaleza humana resulta
crucial, de donde se concluye, como ya habíamos mencionado, que el hombre es
conjuntamente alma y cuerpo. No es sólo una o la otra, sino un complemento entre las dos,
por lo que el fin del sumo bien del hombre debe consistir en una relación del alma y cuerpo
juntas. Así pues, los principios de la naturaleza son primigenios y existían sin virtud ni
doctrina previa, “se deben apetecer por sí mismos.” (Agustín, 1793: 441) La virtud,
entonces, haciendo uso de los principios de la naturaleza anteriores a ella –y que le llegan a
través de la doctrina-, “todas las cosas le apetecen por amor de sí misma, y juntamente se
apetece a sí misma” (Agustín, 1793: 441), Esto nos dice que, la virtud, en tanto arte de
vivir, que requiere de los principios naturales innatos al hombre, es en sí misma un régimen
que relaciona el alma y el cuerpo en lo que desea para su bien, conforme a la naturaleza
misma del deleitarse equilibradamente entre alma y cuerpo.

Así, por muchos bienes que se tengan, sean estos del alma o el cuerpo sin saber cómo
administrarlos, esto es por medio de la virtud, pueden degradarse a males. Se dice
bienaventurado, pues, “la vida del hombre, que participa de la virtud y de los otros bienes
del alma y del cuerpo sin los cuales no puede consistir la virtud […] porque no es la vida lo
que es la virtud, puesto que no toda vida, sino la vida sabia, es virtud.” (Agustín, 1793: 441)

3. De las consideraciones cristianas: La ciudad de Dios.


A esta altura es posible comprender qué opina la reflexión cristiana al respecto; de lo que
surge cómo consideración inicial qué se entiende por los “fines últimos de los bienes y los
males”. Frente a esta pregunta no hay la más mínima duda: “la vida eterna es el sumo bien
y la muerte eterna el sumo mal y por eso, para conseguir la una y liberarse de la otra, es
necesario que vivamos bien.” (Agustín, 1793: 443) Este vivir bien, está expresado en
términos de vivir conforme a la fe, pues no hay otra forma de vivir bien si no es a través de
la oración y la confianza en “el que nos dio la fe”; ni en la tierra se alcanza el bien último, y
por tal, se debe buscar creyendo que “él nos ha de favorecer”.

Acusa el padre de la Iglesia como vanos todos los intentos de quienes trataron de ser en la
tierra bienaventurados.1 Y esto no es una mera respuesta que busque defender la doctrina
cristiana, antes bien, es la única posible salida que encuentra Agustín a los problemas que
aquejan la realidad fáctica de cuerpo y alma del hombre, es decir: el hombre no puede
hacerse para sí con la perfección de alma y cuerpo que le exige la naturaleza, para alcanzar
ser bienaventurado en vida.

Por esto, expone variadas posibilidades en que cuerpo o mente, por circunstancias ajenas a
la propia voluntad, no pueden alcanzar lo que apetecen, que como decíamos, es necesario
para la vida virtuosa y la bienaventuranza.2 Es incluso la virtud, que no se encuentra en los
principios naturales, sino que deviene de ellos mediante la doctrina, la que introduce la
relación conflictiva entre el cuerpo y el espíritu, en la medida que las intenciones virtuosas
del alma son siempre en contra de los vicios que busca el cuerpo, por esto cita Agustín: “la
carne en sus deseos obra contra el espíritu; […] el espíritu en sus deseos se opone a la
carne.” (Agustín, 1793: 446) La misma naturaleza conflictiva de la estructura humana
(cuerpo vs. alma) en donde la unidad es imposible, “aunque así lo apetezcamos en esta
vida”, no permite alcanzar el fin último de los bienes. Propone entonces el santo que

1
Es muy ilustrativo al respecto el Sermón de la Montaña (Mt. 5-7 y Lc. 6, 20-47) donde en su predicación,
Jesús dice bienaventurado de todo aquel que anteriormente se la consideraba desdichado y proclama su
mensaje de salvación para aquellos que lo sigan en el sufrimiento. De quienes trataron de ser bienaventurados
en la tierra, dice Jesús, “ya recibieron su recompensa.”
2
“La falta o debilidad de los miembros quita la integridad al hombre, […] ¿Cuál inútil no quedará el sentido,
si llegara a ser el hombre sordo y ciego? ¿Dónde irá la razón y la inteligencia, dónde la sepultarán si acaece
que con alguna enfermedad se vuelve demente? […] ¿Quién piensa que tal desastre no lo puede suceder al
sabio en esta vida?” (Agustín, 1793: 445)
intentemos “a lo menos esta loable acción con el favor de Dios, y no cedamos a la carne
que desea contra el espíritu.” (Agustín, 1793: 446)

Lo crucial de este punto para el desarrollo teórico de Agustín, a manera tal vez más
especulativa, podría decirse que, si la imposibilidad de alcanzar la bienaventuranza –el fin
último del bien- en tierra, se debe primordialmente a la contradicción inherente del bien
para el hombre, esto es, que siempre se está inmerso en la disputa entre el bien y el mal y
que la misma naturaleza de cuerpo y alma acrecienta por medio de la virtud; y teniendo
presente que en la vida mundana se debe procurar el control de los deseos del alma sobre
las “pulsiones” del cuerpo que llevan a la pecado, entonces, la bienaventuranza de la “vida
eterna” consiste en la superación de la idea del mal, esto es, donde el bien es tan absoluto
que no cabe para sí mismo otra dependencia que la de sí mismo, y, para el hombre, no es
más que la abolición de cualquier tendencia al mal, o en otras palabras, la perpetuidad de la
paz tanto del cuerpo como del alma. Por esto, y no otra razón, ha de procurar el hombre el
bien en vida, según al anuncio cristiano, y de esa forma alcanzar la bienaventuranza de la
paz absoluta luego de la tierra. Por esta razón, “la moral de la humanidad la expone san
Agustín sobre todo al desarrollar su concepción de la “Ciudad de Dios”” (Camps, 1999:
367), puesto que las posibilidades morales, y en este sentido políticas, que se gestan
exclusivamente al interior de lo humano están condenadas al movimiento fatídico de la
contradicción que, para el Doctor de la Iglesia, desemboca necesariamente en el fracaso.

***

4. Hobbes: El movimiento.
La corriente de pensamiento ilustrada que comienza a surgir a partir del siglo XVI da un
giro epistemológico a la forma de comprensión del universo mediante explicaciones
mecanicistas con bases matemático-geométricas que fundan la ciencia moderna. Hobbes,
como uno de los principales exponentes de esta forma de pensamiento (junto a Descartes,
Francisco Sánchez, Bruno, Galileo, entre otros) no se aleja de tales principios al momento
de intentar comprender el hombre.
Al igual que Descartes, Hobbes considera las sensaciones como el único medio para pensar
el mundo, de esta manera, las sensaciones son causadas por el movimiento de los objetos
externos percibidos por los sentidos. El alejamiento de los objetos externos que causan
alteración en los órganos de los sentidos, genera la imagen de tales objetos. “Entre los
órganos de los sentidos y los objetos no hay más que movimiento.” (Branda, 2008: 68) La
imaginación es resultado de la conciencia de estas imágenes, ocasionadas temporalmente
por el accionar de los objetos exteriores sobre los sentidos. La imaginación, como imagen
de los objetos que en su espacialidad se distancian de nuestros sentidos, es el inicio
primigenio de cualquier movimiento voluntario o pasión, pues las pasiones son emociones
en tanto constituyen movimientos provocados por otros movimientos. “La imaginación de
los hombres procede de la acción sobre el cerebro de los objetos externos, o de alguna
sustancia interna de la cabeza, y las pasiones proceden de la alteración que allí se produce y
se transmite al corazón” (Hobbes, 2005: 146) Así, son las pasiones las que nos movilizan
voluntariamente hacia, o en contra de aquello que sentimos, por esta razón la vida, en tanto
movimiento, no es más que una extensión de las pasiones humanas.

La moción de los hombres es hacia el encuentro y posesión de aquello que causa su


movimiento, es decir, el deseo, el ir de la ausencia al encuentro, es la estructura
fundamental de las pasiones humanas. A esto, denomina Hobbes el apetito natural, “el
hombre desea espontáneamente de modo infinito” (Strauss, 2006: 31) y de forma que “por
necesidad natural, todo hombre intenta en todas sus acciones voluntarias conseguir algún
bien para sí” (Hobbes, 2005: 188), la voluntad es la que guía la acción y la última
deliberación del deseo con el objetivo de lo que se quiere.

5. El poder en estado de naturaleza: hacia el cómputo privado.


Así, el hombre en estado de naturaleza es dominado y motivado exclusivamente por sus
pasiones de deseo –apetito natural- según las cuales direcciona su movimiento. Para
Hobbes la pasión que es ἀρχή de las demás, en tanto les da origen y las domina es el deseo
de poder. Hobbes lo define de esta forma: “The power of a man, to take it universally, is his
present means to obtain some future apparent good”. (Hobbes, 1976: 53) Tal ambición de
poder es la que empuja al hombre a la obtención de lo que desea, es la primera y principal
inclinación del hombre; en palabras del autor: “I put for a general inclination of all mankind
a perpetual and restless desire of power after power, that ceaseth only in death.” (Hobbes,
1976: 61) Así la inclinación hacia el deseo del poder no acaba una vez se tiene, sino que
consiste es una continua búsqueda por la adquisición de más; esto se debe, según Hobbes,
al hecho que un hombre, en estado natural, nunca tiene suficiente poder para asegurar la
obtención de sus deseos ni de vivir bien, ya que “todo hombre tiene derecho, por naturaleza
a todas las cosas”, (Hobbes, 2005: 172) y puesto que todos desean lo mismo, “despréndase
que sólo lo disfrutará el más fuerte y que hay que luchar para ver quién es el más fuerte”
(Hobbes, 2005: 171). El más fuerte se configura, entonces, como el más poderoso, pues es
quien tiene los medios para conseguir sus deseos.
Este estado de lucha natural, hace a algunos individuos permanecer en un constante
cómputo individual (sustracción y adición) de condiciones, que controla el movimiento
pasional humano, esto es, la razón. El apetito humano de constante poder, es en sí mismo
natural e irracional, en tanto no mide consecuencias y causas del deseo:

“El hombre, por tanto, no está tan a merced de las impresiones sensibles
momentáneas como lo están los animales, puede prever el futuro mucho mejor que
ellos; […] El apetito humano, entonces, no es en sí mismo diferente del apetito
animal, sino únicamente por el hecho de que en el caso del hombre el apetito tiene a
su servicio a la razón.” (Strauss, 2006: 31)

Esto significa que, el apetito humano, cuando se constata como racional, es decir, hace un
cómputo privado de las posibles situaciones de beneficio o perjuicio que resulten de éste,
permite encontrar los medios para alcanzar lo que desea y al mismo tiempo hace consiente
al individuo que en la continua lucha irracional por poder se encuentra el mayor mal
(súmmum malum): La muerte violenta. Esto se resume en que el principal dictado de la
razón es el de la auto-conservación. Por esto, a diferencia de la tradición griega, “la razón
siempre calcula sobre el campo de las pasiones” (Branda, 2008: 75).

Es así que, como característica que diferencia al hombre de los animales, la razón permite
la reflexión moderadora del apetito de poder y dicta las condiciones naturales para evitar
un estado de guerra permanente y de esa manera, en función de control de las pasiones,
permite al individuo aquello que desea sin que eso signifique arriesgar su vida. Aun así,
esta determinación racional es intrínseca a la individualidad e independencia de cada sujeto,
dado que “si cada hombre, en sus controversias con otros hombres, apela a su propio
cómputo, erigiendo sus conclusiones como único parámetro de verdad y justicia, el
conflicto, en tanto choque de conclusiones, es un resultado inexorable.” (Branda, 2008: 75)
De esto sigue Hobbes: “En efecto, quien sea correcto y tratable, y cumpla cuanto promete,
en el lugar y tiempo en que ningún otro lo haría, se sacrifica a los demás y procura su ruina
cierta, contrariamente al fundamento de todas las leyes de naturaleza que tienden a la
conservación de ésta” (Hobbes, 1980: 130) De esto se concluye que, sólo donde se instituye
una unificación de la razón, de los cómputos, y se regula de igual manera a todos los
hombres en sus pasiones, es que se puede salir del estado natural de guerra.

6. El Estado civil: la Razón-una.


De esta necesidad racional, de protegerse de la muerte violenta y de la preservación de la
vida mientras se puedan obtener moderadamente lo que se desea, lleva a los hombres a
instituir una vida en común, una sociedad, es decir, una vida política y así, construir una
única voluntad personificada en una persona o en una asamblea que represente aquello que
quiera la mayoría de quienes conforman la multitud. “La racionalidad política aspira a lo
general, a lo común, racionalidad que pone fin a la confusión de las conclusiones de las
razones privadas.” (Branda, 2008: 93)
Las leyes naturales que instituye la razón carecen de poder coactivo, por lo que la mera
unanimidad de criterios que pueda establecer la multitud es insuficiente: “para la seguridad
de los hombres se requiere no sólo el acuerdo sino además el sometimiento de las
voluntades acerca de las cosas necesarias para la paz y la defensa, y en esa unión o
sometimiento consiste la naturaleza del Estado” (Hobbes, 1999: 57): El Estado es la
resolución de la razón natural convertida en leyes civiles.

Allí, donde se ha instaurado un Estado, es decir, se han consolidado las leyes naturales
como leyes civiles, el cómputo de las condiciones, de lo que es bueno y es malo, no es más
un asunto ‘in foro interno’ sino que se apuntala en el Estado mismo, a éste le corresponde
dictar “reglas o medidas comunes para todos, y declararlas públicamente, por las cuales
todos puedan saber qué es lo que se ha de llamar suyo y ajeno, qué justo e injusto, qué
honesto y deshonesto, qué bueno y malo, en suma, qué ha de hacerse y qué ha de evitarse
en la vida en común.”(Hobbes, 1999: 58) Esto significa que el Estado es menos una
voluntad-una que una Razón-una: aquella según la cual los hombres actúan y se regulan
para poder convivir en paz. En este sentido, afirma Freund (1980: 223) “La política de
Hobbes enseña a obedecer más que a mandar. Por eso su nombre es exacto: se trata de un
De cive, no de un De principe” (en: Camps, 1999: 79)

La Razón-una, en su extensión como leyes civiles, significa poner los medios del poder que
el hombre en su individualidad natural usaba para alcanzar lo deseado, en el Estado, o sea,
“his present means to obtain some future apparent good”, no se sustentan en las propias
fuerzas, sino en las del Estado, que se hace así el poder supremo, pues ya lo expresa el
filósofo inglés: “The greatest of human powers is that which is compounded of the powers
of most men” (Hobbes, 1976: 53)

Sólo en la presencia y sujeción a un poder supremo, que permite la vida en común se puede
hablar de la existencia de derechos, de justicia y equidad, pues tales competen a la esfera de
lo público donde los hombres pueden encontrarse y relacionarse más allá de sus ambiciones
irracionales de poder, “Justice and injustice are none of the faculties neither of the body nor
mind. […] They are qualities that relate to men in society, not in solitude.” (Hobbes, 1976:
61) En este sentido, en la filosofía de Hobbes, se puede articular la moralidad, como las
condiciones de vida que resultan de entre la relación de los hombres. Por eso las leyes
civiles son “también leyes morales, porque conciernen a la maneras y al trato
(conversation) mutuo de los hombres” (Hobbes, 2005: 210)

Así, finalmente, en la auto-comprensión humana en la Razón-una, que permite el amparo


de un poder supremo que garantice las condiciones de seguridad para la vida política, es
que el hombre hace de su ambición de poder natural una herramienta racional que procura
por su propia auto-conservación y no su muerte, como ocurre en el estado de naturaleza, y
que su actuar según las leyes civiles que emanan del poder soberano, puede hacerse un
actuar moral, esto es, de la vida en sociedad.
BIBLIOGRAFÍA.

 AGUSTÍN, San, La ciudad de Dios, Imprenta Real, Madrid: 1793


 MOYA VALGAÑÓN, C. "Leviatán" como pretexto: T. Hobbes y la invención
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