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Uribe tiene dos opciones: pasar a la historia como el expresidente que permitió
acabar esta guerra, o como el político que nos condenó a vivir en ella.
En Colombia ya nada es imposible. Hace una semana, tras la derrota del domingo
pasado, éramos un país sumido en la incertidumbre; lo acordado en La Habana
había quedado en el limbo y el proyecto de la derecha uribista, que resurgía como
el ave Fénix, se convertía en cuestión de horas en la nueva alternativa de poder
ante la cual Santos iba a terminar arrodillado.
Hoy ese presidente menguado y derrotado acaba de ser ungido con el Premio
Nobel de la Paz, porque el Comité Noruego consideró que su persistencia en la
búsqueda de la paz, en un país que hace más de 50 años no ha podido salir de la
guerra, es un acto heroico que bien vale la pena reconocer.
Como colombiana espero sinceramente que esta sea la hora de la grandeza del
expresidente Álvaro Uribe. Esta no es la hora de regodearse en el triunfo como lo
hizo su gerente de la campaña por el No, quien no tuvo empacho de revelar la
estrategia de manipulación que se urdió para capturar votos a través de las
mentiras. Esta es la hora de la sensatez y de entender que este país no puede ser
guiado por el odio, la venganza o la sed de volver al poder. El Uribe que yo conocí
por allá en los ochenta era un político al que le dolía el país y que quería hacer
cambios en beneficio de la gran mayoría.
Hoy él tiene dos opciones: pasar a la historia como el expresidente que permitió
acabar esta guerra, o como el líder político que nos condenó a vivir en ella, que le
cerró las puertas a una guerrilla que estaba dispuesta a desarmarse y que frenó
una serie de reformas políticas y sociales por defender a esas mismas elites
tradicionales, que desde 1936 se vienen oponiendo a las reformas sociales.
Los dos, Santos y Uribe, pecaron por arrogantes. El primero porque quiso
derrotarlo en un plebiscito que el no pudo ganar y el segundo porque siente que el
triunfo del No le abre el camino al uribismo para volver al poder en 2018. Sin
embargo, si algo hay que reconocerle a Juan Manuel Santos es que en estos años
de gobierno, el proceso de paz que inició surtió un cambio en él como persona y
como estadista. Pese a que el presidente Santos no tiene el carisma arrollador del
expresidente Uribe, poco a poco se fue sintonizando con un país que no conocía,
y su obsesión por la paz le dio a la política colombiana una razón para existir
distinta a la de repartir la marrana, hacer la guerra y ganar elecciones. Santos
elevó los estándares de la política colombiana y el gran reto del expresidente
Uribe es el de demostrar que él está a la altura de este momento histórico.