Está en la página 1de 2

Una paz nobel

Uribe tiene dos opciones: pasar a la historia como el expresidente que permitió
acabar esta guerra, o como el político que nos condenó a vivir en ella.

En Colombia ya nada es imposible. Hace una semana, tras la derrota del domingo
pasado, éramos un país sumido en la incertidumbre; lo acordado en La Habana
había quedado en el limbo y el proyecto de la derecha uribista, que resurgía como
el ave Fénix, se convertía en cuestión de horas en la nueva alternativa de poder
ante la cual Santos iba a terminar arrodillado. 

Hoy ese presidente menguado y derrotado acaba de ser ungido con el Premio
Nobel de la Paz, porque el Comité Noruego consideró que su persistencia en la
búsqueda de la paz, en un país que hace más de 50 años no ha podido salir de la
guerra, es un acto heroico que bien vale la pena reconocer.

En una semana, los colombianos experimentamos toda suerte de sensaciones


alucinantes, como si el país se hubiera convertido en una montaña rusa: fuimos a
lo más bajo de la condición humana, pero también tocamos la cúspide de las
emociones más genuinas. Caímos de pie de milagro, comprobando una vez más
que Gabo nunca se equivocó al decir que en Colombia la realidad siempre supera
la ficción.

Para el presidente Santos, este Nobel de Paz es la oportunidad de sacar al país


de la incertidumbre y de retomar la iniciativa en la búsqueda de la paz. Este
premio le permite emprender con más fuelle una negociación que logre introducir
los ajustes posibles para que lo acordado pueda ser implementado, como bien lo
afirma el comunicado conjunto que salió el viernes por la mañana firmado por la
delegación del gobierno y de las Farc en La Habana.

También es la hora de que Santos ponga en orden sus huestes y de salir de


quienes hacen más daño estando adentro que afuera de la Unidad Nacional. No
puede ser que la de Gina Parody sea la única cabeza que vaya a rodar. Los
liberales que no cumplieron su tarea deberían renunciar a sus cargos y tener la
humildad de aceptar que no estuvieron a la altura de las circunstancias. Si
hubieran peleado por la paz como lo hicieron por los puestos, otra hubiera sido
esta historia. De igual manera, el vicepresidente Germán Vargas Lleras debería
tener la gallardía de renunciar y salir a hacer su campaña presidencial por fuera
del gobierno. Nunca defendió el proceso de paz a lo largo de estos cuatros años
de negociaciones, y solo cuando se perdió el plebiscito decidió referirse a él para
señalar sus reparos. Y si quiere quedarse al lado del presidente Santos, debería
ser más activo en su defensa y no intentar socavarlo desde dentro.

Como colombiana espero sinceramente que esta sea la hora de la grandeza del
expresidente Álvaro Uribe. Esta no es la hora de regodearse en el triunfo como lo
hizo su gerente de la campaña por el No, quien no tuvo empacho de revelar la
estrategia de manipulación que se urdió para capturar votos a través de las
mentiras. Esta es la hora de la sensatez y de entender que este país no puede ser
guiado por el odio, la venganza o la sed de volver al poder. El Uribe que yo conocí
por allá en los ochenta era un político al que le dolía el país y que quería hacer
cambios en beneficio de la gran mayoría. 

Hoy él tiene dos opciones: pasar a la historia como el expresidente que permitió
acabar esta guerra, o como el líder político que nos condenó a vivir en ella, que le
cerró las puertas a una guerrilla que estaba dispuesta a desarmarse y que frenó
una serie de reformas políticas y sociales por defender a esas mismas elites
tradicionales, que desde 1936 se vienen oponiendo a las reformas sociales. 

Puede seguir insistiendo en demandas imposibles, como la de exigir un tribunal


solo para las Farc en lugar de permitir las tres patas sobre las cuales reside la
mesa de la justicia transicional –Farc, militares y civiles que hayan cometido
delitos con relación al conflicto-, o plantear demandas posibles que puedan ser
integradas a lo acordado sin reventar la base de lo pactado. Puede sentarse a
negociar con Santos, a mejorar el acuerdo como él mismo le prometió a los que
votaron por él No, o puede sentarse a negociar con Santos para dilatar las cosas
con el propósito de crearle una crisis al presidente de tal tamaño que lo obligue a
renunciar.

Los dos, Santos y Uribe, pecaron por arrogantes. El primero porque quiso
derrotarlo en un plebiscito que el no pudo ganar y el segundo porque siente que el
triunfo del No le abre el camino al uribismo para volver al poder en 2018. Sin
embargo, si algo hay que reconocerle a Juan Manuel Santos es que en estos años
de gobierno, el proceso de paz que inició surtió un cambio en él como persona y
como estadista. Pese a que el presidente Santos no tiene el carisma arrollador del
expresidente Uribe, poco a poco se fue sintonizando con un país que no conocía,
y su obsesión por la paz le dio a la política colombiana una razón para existir
distinta a la de repartir la marrana, hacer la guerra y ganar elecciones. Santos
elevó los estándares de la política colombiana y el gran reto del expresidente
Uribe es el de demostrar que él está a la altura de este momento histórico.

También podría gustarte