de la Marsellesa al grito de la revolución permanente
… Es a nosotros a quienes pretenden sumir De nuevo en la antigua esclavitud
¡Y qué! ¿Sufriremos que esas tropas extranjeras Dicten la ley en nuestros hogares, Y que esas falanges mercenarias Venzan a nuestros valientes guerreros?...” (la “Marsellesa”). Una suerte de mito de amplia aceptación entre historiadores cuenta que el filósofo alemán Immanuel Kant, de quien se dice que era tan puntual que los habitantes de Koenigsberg (capital de Prusia Oriental) ajustaban sus relojes en función del suyo, atrasó su regular paseo vespertino cuando recibió la noticia de la toma de la Bastilla, y toda la ciudad supo que había sucedido un acontecimiento trascendental. Real o no, en cualquier caso la anécdota funcionó como articuladora de una potente imagen histórica: la Revolución francesa hizo saltar el tiempo histórico, y su alcance fue mundial. Desde que el 14 de julio de 1789 una insurrección del pueblo parisino tomara la Bastilla, símbolo de la represión absolutista, y con más fuerza desde el regicidio de Luis XVI, el viejo mundo feudal comenzó a resquebrajarse, iniciando un ciclo histórico que derivó en el encumbramiento de la moderna sociedad burguesa. Considerada por sus contemporáneos y sus herederos como la Gran Revolución, legó el himno de lucha para los oprimidos del mundo –como lo fueron las estrofas de la “Marsellesa” hasta su sustitución por las de la Internacional–, y proporcionó el espejo comparativo de la lucha revolucionaria subsiguiente, cuya dinámica social y política sería incapaz de reiterarla. Es que mientras más asentada estuvo la sociedad moderna, la lucha ya no opuso a la nación en su conjunto bajo dirección revolucionaria burguesa contra las fuerzas sociales del antiguo orden sino, cada vez más abiertamente, a las clases sociales modernas entre sí. A continuación, analizaremos porqué la Revolución francesa fue, por los mismos motivos, el modelo arquetípico de la revolución burguesa clásica y el punto más alto de una juventud revolucionaria que la burguesía ya no podría volver a retomar.
Las contradicciones del Antiguo Régimen
Está claro que aunque la Revolución francesa no fue un fenómeno aislado sino parte de un ciclo más general que incluyó revoluciones precedentes [1], fue mucho más fundamental que cualquiera de sus contemporáneas y contribuyó decisivamente a generar los cimientos de un orden nuevo. Como ninguna otra revolución hasta entonces, suscitó movimientos a favor y en contra de los principios que enarboló, proporcionando el programa de los partidos liberales moderados, radicales y democráticos en todo el orbe. Por empezar, explica su magnitud la propia gravitación de Francia en el siglo XVIII: para el momento de la revolución, 1 de cada 5 europeos eran habitantes del reino francés, el más populoso de los Estados europeos si exceptuamos el Imperio ruso. Organizada estamentalmente, de sus aproximadamente 25 millones de habitantes, cerca de un 96 % pertenecía al Tercer Estado o estado llano. Este estaba compuesto de un amplio y heterogéneo conglomerado social que iba desde el campesinado (cera de un 85 % de la población), artesanos, pobres urbanos, pequeños, medianos y grandes burgueses comerciantes, etc., que de conjunto compartían su condición legal de no privilegiados: solventaban toda la carga impositiva de la monarquía y el sostenimiento del clero y la nobleza, el restante 3 % se la sociedad. Desde el siglo XVIII el reino francés experimentó un desarrollo que lo posicionó como el mayor competidor de Gran Bretaña por la hegemonía europea, pero a diferencia de aquella, su política exterior no estaba determinada por los intereses de la expansión capitalista, que estaba constreñida por relaciones sociales feudales y por una monarquía absoluta que contenía el ascenso de las diversas capas burguesas. El “exclusivismo nobiliario” característico del Antiguo Régimen francés fue un factor central en la dinámica de la revolución. La nobleza, cuya autonomía política propia de los siglos anteriores había sido minada por la centralización política operada por la monarquía absoluta, se aferraba con uñas y dientes a sus privilegios fiscales y al exclusivismo en el acceso a los cargos estatales. El Ejército, la Iglesia y la alta administración del reino permanecieron cerrados a una burguesía que en no pocos casos ostentaba más riqueza que muchos de los nobles que la desplazaban por su condición de origen. La persistencia de los privilegios de sangre era incompatible con el ascenso de la burguesía, cuyos intelectuales enarbolaban el principio de la igualdad jurídica. Tan profundo fue el exclusivismo nobiliario que a lo largo del siglo XVIII la nobleza minó permanentemente el absolutismo real rechazando toda tentativa de modernización y reforma fiscal [2]. En ningún otro reino europeo la contradicción entre su desarrollo económico y su estructura social y superestructura política era tan aguda como en Francia. Esto explica en buena medida la dinámica de la revolución. Una revolución antifeudal de masas
Eric Hobsbawm señala que de todas las revoluciones que la
precedieron, “fue la única revolución social de masas, e inconmensurablemente más radical que cualquier otro levantamiento” [3]. Fue la revolución de un amplio y heterogéneo bloque social que aglutinó al conjunto de los elementos plebeyos bajo dirección de diversas capas burguesas, cuya sucesión a la cabeza del proceso marcó las distintas fases de radicalización del mismo. En el mismo sentido, Albert Soboul plantea que la característica esencial de la Revolución francesa, “el episodio más clamoroso, por su violencia, de las luchas de clase que llevaron a la burguesía al poder” [4], fue la de haber logrado la unidad nacional mediante la destrucción del régimen señorial y las órdenes feudales privilegiadas. La revolución tuvo un carácter rural y urbano y su fuerza motriz fue la masa de productores directos, el artesanado –y las diversas categorías de trabajadores manuales y pobres urbanos– y el campesinado, la abrumadora mayoría social. Resulta imposible entender la profundidad de la revuelta antifeudal de masas en Francia sin detenerse en el peso que suponía la feudalidad para el campesinado. Si bien para el momento en que se produjo la revolución la servidumbre subsistía en pocas regiones y el campesinado era mayoritariamente libre y pequeño propietario, las relaciones feudales de producción persistían a través de los canones (impuestos sobre la tierra que el campesino debía pagar a la nobleza, que para el momento de la revolución contabilizaban unos 300) y los diezmos eclesiásticos que, pagados en especie, en tiempos de crisis y hambre como el que precedió al estallido revolucionario, se obtenían directamente a expensas de la subsistencia campesina. La estructura feudal sustentada en el sistema de canones y diezmos fue central a la hora de impedir al campesinado disponer libremente del fruto de su trabajo. El excedente productivo era absorbido por la nobleza, que detraía un tercio del conjunto de la renta agraria francesa. Bajo esas condiciones, el odio anti aristocrático operó como factor unificador de la intervención de la comuna campesina –que ya expresaba una diferenciación social interna– en el proceso de la revolución.
El imposible pacto con el rey
La convocatoria por parte de la monarquía a los Estados
Generales [5] en mayo de 1789, en un intento de canalizar la situación de crisis, dio un marco para la expresión política de esa alianza con la rebelión del Tercer Estado y su autoconvocatoria en Asamblea Nacional [6] para proclamar una constitución. Esto estuvo acompañado por la entrada en acción de las masas parisinas que empujaron hacia adelante el proceso a partir de la toma de la Bastilla para la conquista de armamento, proceso que la burguesía trató de encauzar bajo la creación de la milicia burguesa, pronto llamada Guardia Nacional, que al comienzo estuvo limitada a los propietarios (que dispusieran de renta, negocios o inmuebles que defender). La misma espontaneidad revolucionaria de las masas llevó a una reorganización desde abajo que destruyó la arquitectura social e institucional del Antiguo Régimen, suspendiendo la percepción de impuestos, reorganizando el país bajo la creación de municipios y dividiendo París en secciones que fueron un canal para la expresión y deliberación política de las capas populares. Desde el comienzo se reveló una dialéctica contradictoria entre la dirección inicial de la gran burguesía que buscaba contener el proceso y la irrupción política de los plebeyos. A la primera etapa de la revolución –de 1789 a 1792– que liquidó el feudalismo estableciendo la libertad de comercio, la igualdad ante la ley (fueron abolidos el privilegio fiscal, el vasallaje, así como los derechos señoriales y la servidumbre campesina –con paga a los nobles–) y la constitución civil del clero, le correspondió una dirección burguesa moderada de la media y gran burguesía comercial que sostuvo el pacto con la monarquía, la nobleza y el alto clero, el llamado “partido de la Corte”. Su programa fue el de la monarquía constitucional y su objetivo el sostenimiento de las conquistas obtenidas apostando al restablecimiento del orden social. Buscando explicar el proceso revolucionario ruso por analogía –y diferenciación– con el francés, Trotsky analiza que en la Revolución francesa se produjo una dualidad de poder típica de los procesos revolucionarios, que en cada etapa reveló la disputa entre diversas clases o fracciones de clase:
En la gran Revolución francesa, la Asamblea Constituyente, cuya espina
dorsal eran los elementos del “Tercer Estado”, concentra en sus manos el poder, aunque sin despojar al rey de todas sus prerrogativas. El período de la Asamblea Constituyente es un período característico de la dualidad de poderes, que termina con la fuga del rey a Varennes y no se liquida formalmente hasta la instauración de la República. La primera Constitución francesa (1791), basada en la ficción de la independencia completa de los poderes legislativo y ejecutivo, ocultaba en realidad, o se esforzaba en ocultar al pueblo, la dualidad de poderes reinante: de un lado, la burguesía, atrincherada definitivamente en la Asamblea Nacional, después de la toma de la Bastilla por el pueblo; del otro, la vieja monarquía, que se apoyaba aún en la aristocracia, el clero, la burocracia y la casta militar, sin hablar ya de las esperanzas en una intervención extranjera. Este régimen contradictorio albergaba la simiente de su inevitable derrumbamiento. En este atolladero no había más salida que destruir la representación burguesa poniendo a contribución las fuerzas de la reacción europea, o llevar a la guillotina al rey y a la monarquía [7].