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PLAN LECTOR

2020
LITERATURA INFANTIL
I BIMESTRE
1º SECUNDARIA
PROGRAMACIÓN DE SESIÓN DE APRENDIZAJE – 2020
ÁREA : Comunicación GRADO: 1°
SUB ÁREA : Plan Lector SECCIÓN: A – B – C – D – E – F
PROFESORA : Cèsar Arenaza Ccopa NIVEL: Secundaria
COORDINADORA : Dora Elena Chambio Sandoval

Bim. M. Cronograma Sem Cat. CONTENIDO PRODUCTO

Dibujo en alto relieve


Del 04 al 08  Análisis del fragmento del: “El principito”

de Mayo Autor: Antoine de Saint-Exupéry
LITERATURA INFANTIL
Del 11 al 15  Análisis del cuento: “El príncipe feliz” Esquema gráfico: mapa
2º mental
de mayo Autor: Oscar Wilde

Del 18 al 22  Análisis del fragmento: “Frankenstein” Creando una historieta



de mayo Autor: Mary ( Godwin ) Shelley

 Análisis del fragmento del: “El fantasma de


Canterville” Elaborando afiches
Del 25 al 29 4º Autor: Oscar Wilde
de mayo

 Análisis del cuento: “El vuelo de los


Creando un pupiletras
Del 01 al 05 cóndores”
5º Autor: Pedro Abraham Valdelomar Pinto
de junio

 Análisis del fragmento del: “La vuelta al Descripción de


Del 08 al 12 mundo en 80 días” personajes

de junio Autor: Julio Verne

Del 15 al 19  Análisis del fragmento de: “Moby Dick” Creando caligramas


7º Autor: Herman Melville
de junio

Del 22 al 26  Análisis del fragmento del: “El trompo” Esquema gráfico:


de junio

Autor: José Diez Canseco cuadro sinóptico

Del 29 al 03  Análisis del fragmento del: “Tom Sawyer” Creando un final



de julio Autor: Mark Twain alternativo

…………………………… …….………………………. ……………………


SUB- DIRECCIÓN COORDINADOR PROFESORA
Fragmentos de "Frankenstein" (Mary Shelley - 1818)

"Una desapacible noche de noviembre


contemplé el final de mis esfuerzos. Con una
ansiedad rayana en la agonía, coloqué a mi
alrededor los instrumentos que me iban a
permitir infundir un hálito de vida a la cosa
inerte que yacía a mis pies. Era ya la una de la
madrugada; la lluvia golpeaba las ventanas
sombríamente, y la vela casi se había
consumido, cuando, a la mortecina luz de la
llama, vi cómo la criatura abría sus ojos
amarillentos y apagados. Respiró
profundamente y un movimiento compulsivo
sacudió su cuerpo."

"¡Odioso día en el que recibí la vida! -exclamé


desesperado - ¡Maldito creador! ¿Por qué
creaste a un monstruo tan horripilante, del cual,
incluso tú te apartaste asqueado?"
"Monstruo odiado ¡Infame asesino! Los
tormentos del infierno serán un castigo demasiado benévolo para tus crímenes. ¡Demonio
inmundo! ¿Me reprochas que te haya creado? Pues, bien, acércate y extinguiré el brillo de
la vida que, en mi locura, supe alumbrar en ti"

“¿Cómo podría llegar a tu alma? ¿No hay palabras suficientes para hacerte comprender
que debes volver tus ojos hacia una criatura, tu propio hijo, que te implora bondad y
compasión? Créeme, Frankenstein, mi alma era amorosa; pero, ¿no ves que estoy
irremisiblemente solo? Si hasta tú, mi creador, me aborreces, ¿qué crees que puedo esperar
de tus iguales, que nada me deben? El desprecio y el miedo es lo que experimentan ante
mí, tan sólo los glaciares y las altas montañas son mis compañeros, mi refugio. Hace días
que ando por estas soledades, viviendo en grutas heladas; son el único sitio donde me
siento seguro, los únicos parajes que el hombre no me niega. El cielo gris, la nieve, todo
esto, merecen mi respeto y mi adoración porque me tratan con más consideración que tus
propios semejantes. Si las gentes supiesen de mi existencia harían lo mismo que tú:
levantarían su brazo contra mí”

"Satanás tenía al menos compañeros, otros demonios que lo admiraban y animaban. Pero
yo estoy solo y todos me desprecian."

"¡Despiadado creador! Me has dado sentimientos y pasiones, pero me has abandonado al


desprecio y al asco de la humanidad."

"¿No he de odiar, pues, a quienes me aborrecen? No tendré contemplaciones con mis


enemigos, soy desgraciado y ellos han de compartir mi desgracia."

"Si no estoy ligado a nadie ni amo a nadie, el vicio y el crimen deberán ser, forzosamente,
mi objetivo. (...) Mis vicios son los vástagos de una soledad impuesta y que aborrezco; y
mis virtudes surgirían necesariamente cuando viviera en armonía con un semejante.
Sentiría el afecto de otro ser y me incorporaría a la cadena de existencia y sucesos de la
cual ahora quedo excluido."

“Me conformo con sufrir solo mientras duren mis sufrimientos; me satisface que cuando
muera, mi memoria estará cargada de odio y oprobio. Alguna vez los sueños de virtud, de
fama y de alegría serenaron mi fantasía. Alguna vez fantasee con conocer seres que,
perdonando mi apariencia externa, me amarían por excelentes cualidades que yo era capaz
de revelar. Me nutría de grandes ideas de honor y devoción. Pero ahora el crimen me ha
degradado situándome por debajo del animal más despreciable. No puede haber culpa,
maldad ni desgracia comparables a la mía. Cuando recorro el catálogo de mis pecados, no
puedo creer que yo sea la misma criatura cuyas ideas estuvieron alguna vez pobladas de
transcendentes y sublimes imágenes de belleza y de majestuosa bondad. Pero así es: el
ángel caído se ha convertido en un diablo malvado; pero hasta ese enemigo de Dios y del
hombre tenía enemigos y compañeros en su desolación. Yo, en cambio, estoy solo”

"No tema usted, no cometeré más crímenes. Mi tarea ha terminado. Ni su vida ni la de


ningún otro ser humano son necesarias ya para que se cumpla lo que debe cumplirse.
Bastará con una sola existencia: la mía. Y no tardaré en efectuar esta inmolación. Dejaré
su navío, tomaré el trineo que me ha conducido hasta aquí y me dirigiré al más alejado y
septentrional lugar del hemisferio; allí recogeré todo cuanto pueda arder para construir una
pira en la que pueda consumirse mi mísero cuerpo"
El Príncipe Feliz - Oscar Wilde
Por encima de la ciudad entera, encima de un pedestal, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz. Estaba
hecha de finísimas hojas de oro, tenía por ojos dos deslumbrantes zafiros y un rubí rojo en el puño de
su espada.
Tal era la belleza del Príncipe Feliz que todo el mundo lo admiraba.

- Es igual de hermoso que una veleta, dijo uno de los concejales.


- Tienes que ser como el Príncipe feliz hijo mío. El nunca llora - le dijo una madre a su hijo que lloraba
porque quería la Luna.
- ¡Parece un ángel! - decían los parroquianos al salir de la catedral.

Una noche llegó a la ciudad una golondrina que iba camino de Egipto. Sus amigas habían partido hacia
allí semanas antes, pero ella se había quedado atrás porque se había enamorado de un junco. Decidió
quedarse con su enamorado, pero al llegar el otoño sus amigas se marcharon y empezó a cansarse de
su amor, así que había decidido poner rumbo a las Pirámides.

Su viaje la llevó hasta ese lugar y al ver la estatua del Príncipe Feliz pensó que era un buen lugar para
posarse y pasar la noche.
Cuando ya tenía la cabeza bajo el ala y estaba a punto de dormirse una gran gota de agua cayó sobre
ella.

- Qué raro, si ni siquiera hay nubes en el cielo… - pensó la golondrinita

Pero entonces cayó una segunda gota y una tercera. Levantó la vista hacia arriba y cuál fue su sorpresa
cuando vio que no era agua lo que caía sino lágrimas, lágrimas del Príncipe Feliz.

- ¿Quién eres?
- Soy el Príncipe Feliz
- Ah. ¿Y entonces por qué lloras?
- Porque cuando estaba vivo vivía en el Palacio de la Despreocupación y allí no existía el dolor. Pasaba
mis días bailando y jugando en el jardín y era muy feliz. Por eso todos me llamaban el Príncipe Feliz.
Había un gran muro alrededor del castillo y por eso nunca vi que había detrás, aunque la verdad es que
tampoco me preocupaba. Pero ahora que estoy aquí colocado puedo verlo todo y veo la fealdad y la
miseria de esta ciudad y por eso mi corazón de plomo sólo puede llorar.

La golondrinita escuchaba atónita las palabras del Príncipe.

- Mira, allí en aquella callejuela hay una casa en la que vive una pobre costurera - dijo el príncipe - Está
muy delgada y sus manos están ásperas y llenas de pinchazos de coser. A su lado hay un niño, su hijo,
que está muy enfermo y por eso llora.
Golondrinita, ¿podrías llevarle el rubí del puño de mi espada? Yo no puedo moverme de este pedestal.
- Lo siento, pero tengo que irme a Egipto. Mis amigas están allí y debo ir yo también.
- Por favor golondrinita, quédate una noche conmigo y sé mi mensajera.
Aunque a la golondrina no le gustaban los niños, el príncipe le daba tanta pena que al final accedió. De
modo que arrancó el gran rubí que tenía el Príncipe Feliz en la espalda y lo dejó junto al dedal de la
mujer.

Al día siguiente la golondrina le dijo al príncipe:


- Me voy a Egipto esta misma noche. Mis amigas me esperan allí y mañana volarán hasta la segunda
catarata.
- Pero golondrinita, allí en aquella buhardilla vive un joven que intenta acabar una comedia, pero el
pobre no puede seguir escribiendo del frío y hambre que tiene.
Haz una cosa, coge uno de mis ojos hechos de zafiros y llévaselo. Podrá venderlo para comprar comida
y leña.
- Pero no puedo hacer eso…
- Hazlo por favor.
La golondrina aceptó los deseos del príncipe y le llevó al muchacho el zafiro, quien se alegró muchísimo
al verlo.

Al día siguiente la golondrina fue a despedirse del príncipe.

- Pero golondrinita, ¿no te puedes quedar una sola noche más conmigo?
- Es invierno y pronto llegará la nieve, no puedo quedarme aquí. En Egipto el sol calienta fuerte y mis
compañeras están construyendo sus nidos en el templo de Baalbec.
Lo siento, pero tengo que marcharme querido príncipe, volveré a verte y te traeré piedras preciosas
para que sustituyas las que ya no tienes. Te lo prometo.
- Pero allí en la plaza hay una joven vendedora de cerillas a la que se le han caído todas sus cerillas al
suelo y ya no sirven. La pobre va descalza y está llorando. Necesito que cojas mi otro ojo y se lo lleves
por favor.
- Pero príncipe, si hago eso te quedarás ciego.
- No importa, haz lo que te pido por favor.

Así que la golondrina cogió su otro ojo y lo dejó en la palma de la mano de la niña, que se marchó hacia
su casa muy contenta dando saltos de alegría.

La golondrina volvió junto al príncipe y le dijo que no se iría a Egipto porque ahora que estaba ciego él
le necesitaba a su lado.

- No golondrinita, debes ir a Egipto.


- ¡No! Me quedaré contigo para siempre, contestó la golondrina y se quedó dormida junto a él.

El príncipe le pidió a la golondrina que le contara todo lo que veía en la ciudad, incluida la miseria, y
ésta un día le contó que había visto a varios niños intentando calentarse bajo un puente pasando
hambre.

El príncipe feliz le pidió entonces a la golondrina que arrancase su recubrimiento de hojas de oro y que
se lo llevara a los más pobres. La golondrina hizo caso, los niños rieron felices cuando tuvieron en sus
manos las hojas de oro y el Príncipe Feliz se quedó opaco y gris.

Llegó el frío invierno y la pobre golondrina, aunque intentaba sobrevivir para no dejar solo al Príncipe,
estaba ya muy débil y sabía que no viviría mucho más tiempo.
Se acercó al príncipe para despedirse de él y cuando le dio un beso sonó un crujido dentro de la
estatua, como si el corazón de plomo del Príncipe Feliz se hubiese partido en dos.

Al día siguiente el alcalde y los concejales pasaron junto a la estatua y la observaron con asombro.

- ¡Qué andrajoso está el Príncipe Feliz! ¡Parece un pordiosero! ¡Si hasta tiene un pájaro muerto a sus
pies! - dijo el alcalde

De modo que quitaron la estatua y decidieron fundirla para hacer una estatua del alcalde.
Estando en la fundición alguien reparó en que el corazón de plomo del príncipe se resistía a fundirse.
Por lo que cogieron y lo tiraron al basurero, pero allí tuvo la fortuna de encontrarse con la golondrina
muerta.
Dios le dijo a uno de sus ángeles que le trajera las dos cosas más preciosas que encontrara en esa
ciudad y curiosamente el ángel optó por el corazón de plomo y el pájaro muerto.
- Has hecho bien - dijo Dios - El pájaro cantará para siempre en mi jardín del Paraíso y esta estatua
permanecerá en mi ciudad de oro.
El fantasma de Canterville – Oscar Wilde
Capítulo VI

Unos diez minutos después sonó la campana para el té y Virginia no bajó. La señora Otis envió a uno
de los criados a buscarla. No tardó en volver, diciendo que no había podido descubrir a la señorita
Virginia por ninguna parte. Como la muchacha tenía la costumbre de ir todas las tardes al jardín a
recoger flores para la cena, la señora Otis no se inquietó en lo más mínimo. Pero sonaron las seis y
Virginia no aparecía. Entonces su madre se sintió seriamente intranquila y envió a sus hijos en su
busca, mientras ella y su marido recorrían todas las habitaciones de la casa. A las seis y media
volvieron los gemelos, diciendo que no habían encontrado huellas de su hermana por ninguna parte.
Entonces se conmovieron todos extraordinariamente, y nadie sabía qué hacer, cuando el señor Otis
recordó de repente que pocos días antes habían permitido acampar en el parque a una tribu de gitanos.
Así es que salió inmediatamente para Blackfell-Hollow, acompañado de su hijo mayor y de dos de sus
criados de la granja. El duquecito de Cheshire, completamente loco de inquietud, rogó con insistencia a
el señor Otis que lo dejase acompañarlo, mas éste se negó temiendo algún jaleo. Pero cuando llegó al
sitio en cuestión vio que los gitanos se habían marchado. Se dieron prisa a huir, sin duda alguna, pues
el fuego ardía todavía y quedaban platos sobre la hierba. Después de mandar a Washington y a los dos
hombres que registrasen los alrededores, se apresuró a regresar y envió telegramas a todos los
inspectores de Policía del condado, rogándoles que buscasen a una joven raptada por unos
vagabundos o gitanos. Luego hizo que le trajeran su caballo, y después de insistir para que su mujer y
sus tres hijos se sentaran a la mesa, partió con un criado por el camino de Ascot. Había recorrido
apenas dos millas, cuando oyó un galope a su espalda. Se volvió, viendo al duquecito que llegaba en su
caballito, con la cara sofocada y la cabeza descubierta.
-Lo siento muchísimo, señor Otis -le dijo el joven con voz entrecortada-, pero me es imposible comer
mientras Virginia no aparezca. Se lo ruego: no se enfade conmigo. Si nos hubiera permitido casarnos el
año último, no habría pasado esto nunca. No me rechaza usted, ¿verdad? ¡No puedo ni quiero irme!
El ministro no pudo menos que dirigir una sonrisa a aquel mozo guapo y atolondrado, conmovidísimo
ante la abnegación que mostraba por Virginia. Inclinándose sobre su caballo, le acarició los hombros
bondadosamente, y le dijo:
-Pues bien, Cecil: ya que insiste usted en venir, no me queda más remedio que admitirle en mi
compañía; pero, eso sí, tengo que comprarle un sombrero en Ascot.
-¡Al diablo sombreros! ¡Lo que quiero es Virginia! -exclamó el duquecito, riendo.
Y acto seguido galoparon hasta la estación. Una vez allí, el señor Otis preguntó al jefe si no habían visto
en el andén de salida a una joven cuyas señas correspondiesen con las de Virginia, pero no averiguó
nada sobre ella. No obstante, lo cual, el jefe de la estación expidió telegramas a las estaciones del
trayecto, ascendentes y descendentes, y le prometió ejercer una vigilancia minuciosa. En seguida,
después de comprar un sombrero para el duquecito en una tienda de novedades que se disponía a
cerrar, el señor Otis cabalgó hasta Bexley, pueblo situado cuatro millas más allá, y que, según le
dijeron, era muy frecuentado por los gitanos. Hicieron levantarse al guardia rural, pero no pudieron
conseguir ningún dato de él. Así es que, después de atravesar la plaza, los dos jinetes tomaron otra vez
el camino de casa, llegando a Canterville a eso de las once, rendidos de cansancio y con el corazón
desgarrado por la inquietud. Se encontraron allí con Washington y los gemelos, esperándolos a la
puerta con linternas, porque la avenida estaba muy oscura. No se había descubierto la menor señal de
Virginia. Los gitanos fueron alcanzados en el prado de Brockley, pero no estaba la joven entre ellos.
Explicaron la prisa de su marcha diciendo que habían equivocado el día en que debía celebrarse la feria
de Chorton y que el temor de llegar demasiado tarde los obligó a darse prisa. Además, parecieron
desconsolados por la desaparición de Virginia, pues estaban agradecidísimos al señor Otis por haberles
permitido acampar en su parque. Cuatro de ellos se quedaron atrás para tomar parte en las pesquisas.
Se hizo vaciar el estanque de las carpas. Registraron la finca en todos los sentidos, pero no
consiguieron nada. Era evidente que Virginia estaba perdida, al menos por aquella noche, y fue con un
aire de profundo abatimiento como entraron en casa el señor Otis y los jóvenes, seguidos del criado,
que llevaba de las bridas al caballo y al caballito. En el salón se encontraron con el grupo de criados,
llenos de terror. La pobre señora Otis estaba tumbada sobre un sofá de la biblioteca, casi loca de
espanto y de ansiedad, y la vieja ama de llaves le humedecía la frente con agua de colonia. Fue una
comida tristísima. No se hablaba apenas, y hasta los mismos gemelos parecían despavoridos y
consternados, pues querían mucho a su hermana. Cuando terminaron, el señor Otis, a pesar de los
ruegos del duquecito, mandó que todo el mundo se acostase, ya que no podía hacer cosa alguna
aquella noche; al día siguiente telegrafiaría a Scotland Yard para que pusieran inmediatamente varios
detectives a su disposición. Pero he aquí que en el preciso momento en que salían del comedor
sonaron las doce en el reloj de la torre. Apenas acababan de extinguirse las vibraciones de la última
campanada, cuando se oyó un crujido acompañado de un grito penetrante. Un trueno formidable
bamboleó la casa, una melodía, que no tenía nada de terrenal, flotó en el aire. Un lienzo de la pared se
despegó bruscamente en lo alto de la escalera, y sobre el rellano, muy pálida, casi blanca, apareció
Virginia, llevando en la mano un cofrecito. Inmediatamente se precipitaron todos hacia ella. La señora
Otis la estrechó apasionadamente contra su corazón. El duquecito casi la ahogó con la violencia de sus
besos, y los gemelos ejecutaron una danza de guerra salvaje alrededor del grupo.
-¡Ah…! ¡Hija mía! ¿Dónde te habías metido? -dijo el señor Otis, bastante enfadado, creyendo que les
había querido dar una broma a todos ellos-. Cecil y yo hemos registrado toda la comarca en busca tuya,
y tu madre ha estado a punto de morirse de espanto. No vuelvas a dar bromitas de ese género a nadie.
-¡Menos al fantasma, menos al fantasma! -gritaron los gemelos, continuando sus cabriolas.
-Hija mía querida, gracias a Dios que te hemos encontrado; ya no nos volveremos a separar -
murmuraba la señora Otis, besando a la muchacha, toda trémula, y acariciando sus cabellos de oro,
que se desparramaban sobre sus hombros.
-Papá -dijo dulcemente Virginia-, estaba con el fantasma. Ha muerto ya. Es preciso que vayan a verlo.
Fue muy malo, pero se ha arrepentido sinceramente de todo lo que había hecho, y antes de morir me
ha dado este cofrecito de hermosas joyas.
Toda la familia la contempló muda y aterrada, pero ella tenía un aire muy solemne y muy serio. En
seguida, dando media vuelta, los precedió a través del hueco de la pared y bajaron a un corredor
secreto. Washington los seguía llevando una vela encendida, que cogió de la mesa. Por fin llegaron a
una gran puerta de roble erizada de recios clavos. Virginia la tocó, y entonces la puerta giró sobre sus
goznes enormes y se hallaron en una habitación estrecha y baja, con el techo abovedado, y que tenía
una ventanita. Junto a una gran argolla de hierro empotrada en el muro, con la cual estaba encadenado,
se veía un largo esqueleto, extendido cuan largo era sobre las losas. Parecía estirar sus dedos
descarnados, como intentando llegar a un plato y a un cántaro, de forma antigua, colocados de tal forma
que no pudiese alcanzarlos. El cántaro había estado lleno de agua, indudablemente, pues tenía su
interior tapizado de moho verde. Sobre el plato no quedaba más que un montón de polvo. Virginia se
arrodilló junto al esqueleto, y, uniendo sus manitas, se puso a rezar en silencio, mientras la familia
contemplaba con asombro la horrible tragedia cuyo secreto acababa de ser revelado.
-¡Miren! -exclamó de pronto uno de los gemelos, que había ido a mirar por la ventanita, queriendo
adivinar de qué lado del edificio caía aquella habitación-. ¡Miren! El antiguo almendro, que estaba seco,
ha florecido. Se ven admirablemente las hojas a la luz de la luna.
-¡Dios lo ha perdonado! -dijo gravemente Virginia, levantándose. Y un magnífico resplandor parecía
iluminar su rostro.
-¡Eres un ángel! -exclamó el duquecito, ciñéndole el cuello con los brazos y besándola.
El principito y la rosa
Antoine de Saint-Exupéry

Pero sucedió que el principito, habiendo atravesado


arenas, rocas y nieves, descubrió finalmente un camino.
Y los caminos llevan siempre a la morada de los
hombres.
-¡Buenos días! -dijo.
Era un jardín cuajado de rosas.
-¡Buenos días! -dijeran las rosas.
El principito las miró. ¡Todas se parecían tanto a su flor!
-¿Quiénes son ustedes? -les preguntó estupefacto.
-Somos las rosas -respondieron éstas.
-¡Ah! -exclamó el principito.

Y se sintió muy desgraciado. Su flor le había dicho que


era la única de su especie en todo el universo. ¡Y ahora
tenía ante sus ojos más de cinco mil! ¡Todas semejantes, en un solo jardín!
Y luego continuó diciéndose: "Me creía rico con una flor única y resulta que no
tengo más que una rosa ordinaria”.

Entonces apareció el zorro:

-¡Buenos días! -dijo el zorro.


-¡Buenos días! -respondió cortésmente el principito.
-¿Quién eres tú? -preguntó el principito-. ¡Qué bonito eres!
-Soy un zorro -dijo el zorro.
-Ven a jugar conmigo -le propuso el principito-, ¡estoy tan triste!
-No puedo jugar contigo -dijo el zorro-, no estoy domesticado.
-¿Qué significa "domesticar"?
- Es una cosa ya olvidada -dijo el zorro-, significa "crear vínculos... "
-¿Crear vínculos?
-Efectivamente, verás -dijo el zorro-. Tú no eres para mí todavía más que un
muchachito igual a otros cien mil muchachitos y no te necesito para nada. Tampoco
tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro entre otros cien mil
zorros semejantes. Pero si tú me domésticas, entonces tendremos necesidad el uno
del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo...
-Comienzo a comprender -dijo el principito-. Hay una flor... creo que ella me ha
domesticado...

-Vete a ver las rosas; comprenderás que la tuya es única en el mundo. Volverás a
decirme adiós y yo te regalaré un secreto.
El principito se fue a ver las rosas a las que dijo:

-No son nada, ni en nada se parecen a mi rosa. Nadie las ha domesticado ni ustedes
han domesticado a nadie. Son como el zorro era antes, que en nada se diferenciaba
de otros cien mil zorros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo.

Las rosas se sentían molestas oyendo al principito, que continuó diciéndoles:

-Son muy bellas, pero están vacías y nadie daría la vida por ustedes. Cualquiera que
las vea podrá creer indudablemente que mi rosa es igual que cualquiera de ustedes.
Pero ella se sabe más importante que todas, porque yo la he regado, porque ha sido a
ella a la que abrigué con el fanal, porque yo le maté los gusanos (salvo dos o tres
que se hicieron mariposas) y es a ella a la que yo he oído quejarse, alabarse y
algunas veces hasta callarse. Porque es mi rosa, en fin.

Y volvió con el zorro:


- Adiós -dijo el zorro-. He aquí mi secreto, que no puede ser más simple : no se ve
bien sino con el corazón; lo esencial es invisible para los ojos.
-Lo esencial es invisible para los ojos -repitió el principito para acordarse.
-Lo que hace más importante a tu rosa, es el tiempo que tú has perdido con ella.
-Es el tiempo que yo he perdido con ella... -repitió el principito para recordarlo.
-Los hombres han olvidado esta verdad -dijo el zorro-, pero tú no debes olvidarla.
Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Tú eres responsable de tu
rosa...
-Yo soy responsable de mi rosa... -repitió el principito a fin de recordarlo.
El Vuelo de los Cóndores

Mis hermanos apenas comieron. No veíamos la hora de llegar al circo. Vestímonos


todos, y listos, nos despedimos de mamá. Mi padre llevaba su "Carlos Alberto".
Salimos, atravesamos la plazuela, subimos la calle del tren, que tenía al final una
baranda de hierro, y llegamos al cochecito, que agitaba su campana. Subimos al
carro, sonó el pitear de partida; una trepidación; soltóse el breque, chasqueó el
látigo, y las mulas halaron. Llegamos por fin al pueblo y poco después al circo.
Estaba éste en una estrecha calle. Un grupo de gentes se estacionaban en la puerta
que iluminaban dos grandes aparatos de bencina de cinco luces. A la entrada, en la
acera, había mesitas, con pequeños toldos, donde en floreados vasos con las armas
de la patria estaba la espumosa y blanca chicha de maní, la amarilla de garbanzos y
la dulce de "bonito", las butifarras, que eran panes en cuya boca abierta el ají y la
lechuga ocultaban la carne; los platos con cebollas picadas en vinagre, la fuente de
"escabeche" con sus yacentes pescados, la "causa", sobre cuya blanda masa
reposaban graciosamente el rojo de los camarones, el morado de las aceitunas, los
pedazos de queso, los repollos verdes y el "pisco" oloroso, alabado por las
vendedoras... Entramos por un estrecho callejoncito de adobes, pasamos un espacio
pequeño donde charlaban gentes, y al fondo, en un inmenso corralón, levantábase la
carpa. Una gran carpa, de la que salían gritos, llamadas, piteos, risas. Nos
instalamos. Sonó una campanada. –¡Segunda! –gritaron todos, aplaudiendo. El circo
estaba rebosante. La escalonada muchedumbre formaba un gran círculo, y delante de
los bajos escalones, separada por un zócalo de lona, la platea, y entre ésta y los
palcos que ocupábamos nosotros, un pasadizo. Ante los palcos estaba la pista, la
arena donde iban a realizarse las maravillas de aquella noche. Sonó largamente otro
campanillazo. –¡Tercera! ¡Bravo! ¡Bravo! La música comenzó con el programa:
Obertura por la banda. Presentación de la compañía. Salieron los artistas en doble
fila. Llegaron al centro de la pista y saludaron a todas partes con una actitud
uniforme, graciosa y peculiar; en el centro, Miss Orquídea con su admirable
cuerpecito, vestido de punto, con zapatillas rojas, sonreía. Salió el barrista, gallardo,
musculoso, con sus negros, espesos y retorcidos bigotes. ¡Qué bien peinado! Saludó.
Ya estaba lista la barra. Sacó un pañuelo de un bolsillo secreto en el pecho, colgóse,
giró retorcido vertiginosamente, paróse en la barra, pendió de corvas, de vientre;
hizo rehiletes y, por fin, dio un gran salto mortal y cayó en la alfombra, en el centro
del circo. Gran aclamación. Agradeció. Después todos los números del programa.
Pasó Miss Blutner corriendo en su caballo; contó éste con la pata desde uno hasta
diez; a una pregunta que le hizo su ama de si dos y dos eran cinco, contestó
negativamente con la cabeza, en convencido ademán. Salió Míster Glandys con su
oso; bailó éste acompasado y socarrón, pirueteó el mono, se golpeó varias veces el
payaso y, por fin, el público exclamó al terminar el segundo entreacto: –¡El vuelo de
los cóndores! V Un estremecimiento recorrió todos mis nervios. Dos hombres de
casaca roja pusieron en el circo, uno frente a otro, unos estrados altos, altísimos, que
llegaban hasta tocar la carpa. Dos trapecios colgados del centro mismo de ésta
oscilaban. Sonó la tercera campanada y apareció entre los artistas Miss Orquídea,
con su apacible sonrisa; llegó al centro, saludó graciosamente, colgóse de una cuerda
y la ascendieron al estrado. Paróse en él delicadamente, como una golondrina en un
alero breve. La prueba consistía en que la niña tomase el trapecio, que pendiendo del
centro le acercaban con unas cuerdas a la mano, y, colgada de él, atravesara el
espacio, donde otro trapecio la esperaba, debiendo en la gran altura cambiar de
trapecio y detenerse nuevamente en el estrado opuesto. Se dieron las voces, se soltó
el trapecio opuesto, y en el suyo la niña se lanzó mientras el bombo –detenida la
música– producía un ruido siniestro y monótono. ¡Qué miedo, qué dolorosa
ansiedad! ¡Cuánto habría dado yo porque aquella niña rubia y triste no volase!
Serenamente realizó la peligrosa hazaña. El público silencioso y casi inmóvil la
contemplaba, y cuando la niña se instaló nuevamente en el estrado y saludó segura
de su triunfo, el público la aclamó con vehemencia. La aclamó mucho. La niña bajó,
el público seguía aplaudiendo. Ella, para agradecer hizo unas pruebas difíciles en la
alfombra, se curvó, su cuerpecito se retorcía como un aro, y enroscada, giraba,
giraba como un extraño monstruo, el cabello despeinado, el color encendido. El
público aplaudía más, más. El hombre que la traía en el muelle de la mano habló
algunas palabras con los otros. La prueba iba a repetirse. Nuevas aclamaciones. La
pobre niña obedeció al hombre adusto casi inconscientemente. Subió. Se dieron las
voces. El público enmudeció, el silencio se hizo en el circo y yo hacía votos, con los
ojos fijos en ella, porque saliese bien de la prueba. Sonó una palmada y Miss
Orquídea se lanzó... ¿Qué le pasó a la pobre niña? Nadie lo sabía. Cogió mal el
trapecio, se soltó a destiempo, titubeó un poco, dio un grito profundo, horrible,
pavoroso y cayó como una avecilla herida en el vuelo, sobre la red del circo, que la
salvó de la muerte. Rebotó en ella varias veces. El golpe fue sordo. La recogieron,
escupió y vi mancharse de sangre su pañuelo, perdida en brazos de esos hombres y
en medio del clamor de la multitud. Papá nos hizo salir, cruzamos las calles,
tomamos el cochecito y yo, mudo y triste, oyendo los comentarios, no sé qué cosas
pensaba contra esa gente. Por primera vez comprendí entonces que había hombres
muy malos...
"Moby Dick" (Fragmentos) - Herman Melville

"Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa


cuánto hace exactamente-, teniendo poco o
ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular
que me interesara en tierra, pensé que me iría a
navegar un poco por ahí, para ver la parte
acuática del mundo. Es un modo que tengo de
echar fuera la melancolía y arreglar la
circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo
una boca triste; cada vez que en mi alma hay un
nuevo noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez
que me encuentro parándome sin querer ante las
tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez
que la hipocondría me domina de tal modo que
hace falta un recio principio moral para
impedirme salir a la calle con toda deliberación a
derribar metódicamente el sombrero a los
transeúntes, entonces, entiendo que es más que
hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda.
Es mi sustituto de la pistola y la bala. Catón se
arroja sobre su espada, haciendo aspavientos filosóficos; yo me embarco pacíficamente.
No hay en ello nada sorprendente. Si bien lo miran, no hay nadie que no experimente, en
alguna ocasión u otra, y en más o menos grado, sentimientos análogos a los míos respecto
del océano. "

“Me parece que lo que llaman mi sombra aquí en la tierra es mi verdadera sustancia. Yo
pienso que, al observar las cosas de manera espiritual, nos parecemos mucho a las ostras
mirando el sol desde el mar y creyendo que la densa agua es la más fina de las atmósferas.
Yo creo que mi cuerpo no es nada más que la escoria de mi mejor ser. De hecho, que se
lleven mi cuerpo, quienquiera que vaya a hacerlo, digo, ése no soy yo.

“Hay ciertos raros momentos y ocasiones en los que este extraño y enrevesado asunto al
que llamamos vida, en el que un hombre toma todo de este universo como una broma
pesada, y aunque sólo llega a discernir su gracia vagamente, tiene más que sospechas de
que la broma no es a expensas de nadie, sino de él mismo. De cualquier manera, nada
descorazona y nada parece cuestionable. Él engulle todos los acontecimientos, todos los
credos, todas las convicciones, todas las cosas duras, visibles e invisibles, sin importarle
nunca lo nudosas que sean; como un avestruz de poderosa digestión que engulle las balas
y pedernales.”

"¿Qué son los derechos humanos y las libertades del mundo sino peces sueltos? ¿Qué son
las ideas y opiniones de los hombres sino peces sueltos? ¿Qué es el principio de la
creencia religiosa sino un pez suelto? ¿Qué son los pensamientos de los pensadores para
los literatos palabreros, contrabandistas y ostentosos? ¿Qué es el mismo gran globo sino
un pez suelto? ¿Qué eres tú, lector, sino un pez suelto y también un pez sujeto?"
“¿Qué es, qué cosa innombrable, inescrutable y sobrenatural, ¿qué engañoso y escondido
amo y señor, emperador cruel e inexorable me gobierna, que contra todos los naturales
amores y nostalgias me mantiene empujándome, concentrándome y agolpándome todo el
tiempo, haciéndome estar preparado temerariamente para hacer lo que mi propio corazón,
verdadero y natural, ni siquiera me atrevería? ¿Soy yo, Dios, o quién es el que levanta el
brazo este brazo? Pero si el gran sol no se mueve por sí mismo, sino que es como un chico
errante en el cielo; y si ni una sola estrella puede moverse, si no es por algún poder
invisible, ¿cómo entonces late este pequeño corazón y este único y pequeño cerebro tiene
pensamientos, si no es Dios quien lo hace latir, lo hace pensar y vivir, no yo?”

"Pasead en torno a la ciudad en las primeras horas de una soñadora tarde de día sabático.
Id desde Corlears Hook a Coenties Slip, y desde allí, hacia el norte, por Whitehall. ¿Qué
veis? Apostados como silenciosos centinelas alrededor de toda la ciudad, hay millares y
millares de seres mortales absortos en ensueños oceánicos. Unos apoyados contra las
empalizadas; otros sentados en las cabezas de los atracaderos; otros mirando por encima
de las amuradas de barcos arribados de la China; algunos, en lo alto de los aparejos, como
esforzándose por obtener una visión aún mejor hacia la mar. Pero ésos son todos ellos
hombres de tierra; los días de entre semana, encerrados entre tablas y yeso, atados a los
mostradores, clavados a los bancos, sujetos a los escritorios. Entonces ¿cómo es eso?
¿Dónde están los campos verdes? ¿Qué hacen éstos aquí?

"Pero ¡mirad! Ahí vienen más multitudes, andando derechas al agua, y al parecer
dispuestas a zambullirse. ¡Qué extraño! Nada les satisface sino el límite más extremo de la
tierra firme; no les basta vagabundear al umbroso socaire de aquellos tinglados. No. Deben
acercarse al agua tanto como les sea posible sin caerse dentro. Y ahí se quedan: millas
seguidas de ellos, leguas. De tierra adentro todos, llegan de avenidas y callejas, de calles y
paseos; del norte, este, sur y oeste. Pero ahí se unen todos. Decidme, ¿les atrae hacia aquí
el poder magnético de las agujas de las brújulas de todos estos barcos?"

"¡Ah, vosotros, cuyos muertos yacen sepultados bajo la verde hierba; que, en medio de las
flores podéis decir: aquí, aquí yace mi ser amado; vosotros no conocéis la desolación que
se cobija en pechos como éstos! ¡Qué amargos vacíos en esos mármoles bordeados de
negro que no cubren cenizas! ¡Qué mortales huecos y qué infidelidades forzosas en las
líneas que parecen roer toda fe, rehusando resurrecciones a los seres que han perecido sin
sitio y sin tumba! Estas lápidas podrían estar lo mismo en la cueva del Elephanta que
aquí."
EL TROMPO

Sobre el cerro San Cristóbal la neblina había puesto una capota sucia que cubría la
cruz de hierro. Una garúa de calabobos se cernía entre los árboles lavando las
hojas, transformándose en un fango ligero y descendiendo hasta la tierra que
acentuaba su color pardo. Las estatuas desnudas de la Alameda de los Descalzos
se chorreaban con el barro formado por la lluvia y el polvo acumulado en cada
escorzo. Un policía, cubierto con su capote azul de vueltas rojas, daba unos pasos
aburridos entre las bancas desiertas, sin una sola pareja, dejando la estela fumosa
de su cigarro. Al fondo, en el convento de los frailes franciscanos se estremecía la
débil campanita como un son triste…
En esa tarde todo era opaco y silencioso. Los automóviles, los tranvías, las
carretillas repartidoras de cervezas y sodas, los “colectivos”, se esfumaban en la
niebla gris-azulada y todos los ruidos parecían lejanos. A veces surgía la estridencia
característica de los neumáticos rodando sobre el asfalto húmedo y sonoro y surgía
también solitario y escuálido, el silbido vagabundo del transeúnte invisible. Esta
tarde se parecía a la tarde del vals sentimental y huachafo que, hace muchos años,
cantaban los currutacos de las tiorbas:

¡La tarde era triste,


la nieve caía!…

Por la acera izquierda de la Alameda iba Chupitos, a su lado el cholo Feliciano


Mayta. Chupitos era un zambito de diez años, con ojos vivísimos sombreados por
largas pestañas y una jeta burlona que siempre fruncía con estrepitoso sorbo.
Chupitos le llamaron desde que un día, hacía un año más o menos, sus amigos le
encontraron en la puerta de la botica de San Lázaro pidiendo:

-¡Despáchabame esta receta!…

Uno de los ganchos, Glicerio Carmona, le preguntó:

-¿Quién está enfermo en tu casa?


-Nadies…Soy yo que me ha salido unos chupitos… Y con “Chupitos” quedó
bautizado el mocoso que ahora iba con Feliciano, Glicerio, el bizco Nicasio, Faustino
Zapata, pendencieros de la misma edad que vendían suertes o pregonaban
crímenes, ávidamente leídos en los diarios que ofrecían. Cerraba la marcha Ricardo,
el famoso Ricardo que, cada vez que entraba a un cafetín japonés a comprar un
alfajor o un comeycalla, salía, nadie sabía cómo, con dulces o bizcochos para todos
los feligreses de la tira:

-¡Pestaña que tiene uno, compadre!

Gran pestaña, famosa pestaña que un día le falló, desgraciadamente, como siempre
falla, y que costó una noche íntegra en la comisaría de donde salió con el orgullo
inmenso de quien tiene la experiencia carcelera que él sintetizaba en una frase
aprendida de una crónica policial:

-Yo soy un avezado en la senda del crimen…


El grupo iba en silencio. El día anterior, Chupitos había perdido su trompo, jugando a
la “cocina” con Glicerio Carmona, ese juego infame y taimado, sin gallardía de
destreza, sin arrogancia de fuerza. Un juego que consiste en ir empujando el trompo
contrario hasta meterlo dentro de un círculo, en la “cocina”, en donde el perdidoso
tiene que entregar el trompo cocinado a quien tuvo la habilidad rastrera de saberlo
empujar.

No era ese un juego de hombres. Chupitos y los otros sabían bien que los trompos,
como todo en la vida, deben pelearse a tajos y a quiñes, con el puñal franco de las
púas sin la mujeril arteria del evangelio. El pleito tenía siempre que ser definitivo, con
un triunfador y un derrotado, sin prisionero posible para el orgullo de los mulatos
palomillas.
Y, naturalmente, Chupitos andaba medio tibio por haber perdido su trompo. Le había
costado veinte centavos y era de naranjo. Con esa ciencia sutil y maravillosa, que
sólo poseen los iniciados, el muchacho había acicalado su trompo, así como su
padre acicalaba sus ajisecos y sus giros, sus cenizos y sus carmelos, todos esos
gallos que eran su mayor y su más alto orgullo. Así como a los gallos se les corta la
cresta para que el enemigo no pueda prenderse y patear a su antojo, así Chupitos le
cortó la cabeza al trompo, una especie de perrilla que no servía para nada; lo fue
puliendo, nivelando y dándole cera para hacerlo más resbaladizo y le cambió la
innoble púa de garbanzo, una púa roma y cobarde, por la púa de clavo afilada y
brillante como una de las navajas que su padre amarraba a las estacas de sus pollos
peleadores.

Aquel trompo había sido su orgullo. Certero en la chuzada, Chupitos nunca quedó el
último y, por consiguiente, jamás ordenó cocina, ese juego zafio de empellones.
¡Eso nunca! Con los trompos se juega a los quiñes, a rajar al chantado y sacarle
hasta la contumelia que en, en lengua faraona, viene a ser algo así como la vida.
¡Cuántas veces su trompo, disparado con su fuerza infantil, había partido en dos al
otro que enseñaba sus entrañas compactas de madera, la contumelia destrozada! Y
cómo se ufanaba entonces de su hazaña con una media sonrisa, pero sin permitirse
jamás la risotada burlona que habría humillado al perdedor:

-Los hombres cuando ganan, ganan. Y ya está.

Nunca se permitió una burla. Apenas la burla presuntuosa que delataba el orgullo de
su sabiduría en el juego y, como la cosa más natural del mundo, volver a chuzar
para que otro trompo se chantase y rajarlo en dos con la infalibilidad de su certeza.
Sólo que el día anterior, sin que él se lo pudiese explicar hasta este instante, cayó
detrás de Carmona. ¡Cosas de la vida! Lo cierto es que tuvo que chantarse y el otro,
sin poder disimular su codicia, ordenó rápidamente por las ganas que tenía de
quedarse con el trompo hazañudo de Chupitos:

-¡Cocina!

Se atolondró la protesta del zambito:

-¡Yo no juego a la cocina! Si quieres a los quiñes…


La rebelión de Chupitos causó un estupor inenarrable en el grupo de los palomillas.
¿Desde cuándo un chantado se atrevía a discutir a la prima? El gran Ricardo
murmuró con la cabeza baja mientras enhuracaba su trompo:

-Tú sabes, Chupitos, que el que manda, manda, así es la ley…

Chupitos, claro está, ignoraba que la ley no es siempre la justicia y viendo la


desaprobación de la tira de sus amigotes, no tuvo más remedio que arrojar su
trompo al suelo y esperar, arrimado a la pared con la huaraca enrollada en la mano,
que hicieran con su juguete lo que les daba la gana ¡Ah, de fijo que le iban a quitar
su trompo!… Todos aquellos compadres sabían lo suficiente para no quemarse ni
errar un solo tiro y el arma de su orgullo iría a parar al fin en la cocina odiosa, en esa
cocina que la avaricia y la cobardía de Glicerio Carmona había ordenado para
apoderarse del trozo de naranjo torneado, en que el zambito fincaba su viril
complacencia de su fuerza, Y, sin decirlo naturalmente, sin pronunciar las palabras
en alta voz, Chupitos insultó espantosamente a Carmona pensando:

-¡Chontano tenía que ser!

Los golpes se fueron sucediendo y sucediendo hasta que, al fin, el grito de júbilo de
Glicerio anunció el final del juego:

-¡Lo gané!

Sí, ya era suyo y no había poder humano que se lo arrebatase. Suyo, pero muy
suyo, sin apelación posible, por la pericia mañosa de su juego. Y todos los amigos le
envidiaban el trompo que Carmona mostraba en la mano exclamando:

-Ya no juego más…

¡Pero qué mala pata, Chupitos! Desde chiquito la cosa había sido de una pata
espantosa. El día que nació, por ejemplo, en el Callejón de Nuestra Señora del
Perpetuo Socorro, una vecina dejó sobre un trapo la plancha ardiente, encima de la
tabla de planchar, y el trapo y la tabla se encendieron y el fuego se extendió por las
paredes empapeladas con carátulas de revistas. Total: casi se quema el callejón. La
madre tuvo que salir en brazos del marido y una hermana de éste alzó al chiquillo de
la cuna. A poco, los padres tuvieron que entregarlo a una vecina para que lo lactara,
no fuera que el susto de la madre se la pasara al muchacho. Luego fue creciendo en
un ambiente “sumamente peleador”, como decía él, para explicar esa su pasión por
las trompeaduras.
LA VUELTA AL MUNDO EN 80 DÍAS
Phileas Fogg, al dejar Londres, no sospechaba, sin duda, el ruido grande que su partida iba a provocar.
La noticia de la apuesta se extendió primero en el Reform-Club y produjo una verdadera emoción entre
los miembros de aquel respetable círculo. Luego, del club la emoción pasó a los periódicos por la vía de
los reporteros, y de los periódicos al público de Londres y de todo el Reino Unido. Esta cuestión de la
vuelta al mundo se comentó, se discutió, se examinó con la misma pasión y el mismo ardor que si se
hubiese tratado de otro negocio del "Alabama". Unos se hicieron partidarios de Phileas Fogg; otros ---
que pronto formaron una considerable mayoría- se pronunciaron en contra de él. Realizar esta vuelta al
mundo de otra suerte que en teoría o sobre el papel, en este mínimum de tiempo, con los actuales
medios de comunicación, era no solamente imposible: era insensato. El "Times", el "Standard", el
"Evening-Star', el "Morning-Chronicle" y veinte periódicos más de los de mayor circulación se declararon
contra el señor Fogg. únicamente el "Daily-Telegraph" lo defendió hasta cierto punto. Phileas Fogg fue
tratado como maniático y loco, y a sus colegas del Reform-Club se les criticó por haber aceptado esta
apuesta, que acusaba debilidad en las facultades mentales de su autor. Se publicaron acerca del asunto
varios artículos extremadamente apasionados, pero lógicos. Todo el mundo sabe el interés que se
dispensa en Inglaterra a todo lo que hace relación con la geografía. Así es que no había lector,
cualquiera que fuese la clase a que perteneciese, que no devorase las columnas consagradas al caso
de Phileas Fogg Durante los primeros días algunos ánimos atrevidos -las mujeres principalmente- se
decidieron por él, sobre todo cuando el "llustrated London News" publicó su retrato, tomado de una
fotografía depositada en los archivos del Reform-Club. Ciertos gentlemen se atrevían a decir: "¿Y por
qué no había de suceder? Cosas más extraordinarias se han visto". Estos solían ser los lectores del
"Daily-Telegraph". Pero pronto se advirtió que hasta este mismo periódico empezaba a enfriarse. En
efecto, un largo artículo publicado el 7 de octubre en el "Boletín de la Sociedad de Geografía", trató la
cuestión desde todos los aspectos y demostró claramente la locura de la empresa. Según este artículo,
el viajero lo tenía todo en contra suya, obstáculos humanos, obstáculos naturales. Para que pudiese
tener éxito el proyecto, era necesario admitir una concordancia maravillosa en las horas de llegada y de
salida, concordancia que no existía ni podía existir. En Europa, donde las distancias son relativamente
cortas, se puede en rigor contar con que los trenes llegarán a hora fija; pero cuando tardan tres días en
atravesar la India y siete en cruzar los Estados Unidos, ¿podían fundarse sobre su exactitud los
elementos de semejante problema? ¿Y los contratiempos de máquinas, los descarrilamientos, los
choques, los temporales, la acumulación de nieves? ¿No parecía presentarse todo contra Phileas
Fogg? ¿Acaso en los vapores no podrían encontrarse durante el invierno expuesto a los vientos o a las
brumas? ¿Es quizá cosa extraña que los más rápidos andadores de las líneas transoceánicas
experimenten retrasos de dos y tres días? Y bastaba con un solo retraso, con uno solo, para que la
cadena de las comunicaciones sufriese una ruptura irreparable. Si Phileas Fogg faltaba, aunque tan
sólo fuese por algunas horas a la salida de algún vapor, se vería obligado a esperar el siguiente, y por
este solo motivo su viaje se vería irrevocablemente comprometido. Este artículo tuvo mucha boga. Casi
todos los periódicos lo reprodujeron, y las acciones de Phileas Fogg bajaron considerablemente.
Durante los primeros días que siguieron a la partida del gentleman, se habían empeñado importantes
sumas sobre lo aleatorio de su empresa. Sabido es que el mundo de los apostadores de Inglaterra es
mundo más inteligente y más elevado que el de los jugadores. Apostar es el temperamento inglés. Por
eso, no tan sólo fueron los individuos del Reform-Club quienes establecieron apuestas considerables en
pro o en contra de Phileas Fogg, sino que también entró en ellas la masa del público. Phileas Fogg fue
inscrito, como los caballos de carrera, en una especie de "studbook". Quedó convertido en valor de
Bolsa, y se cotizó en la plaza de Londres. Se pedía y se ofrecía el Phileas Fogg en firme o a plazo, y se
hacían enormes negocios. Pero cinco días después de su salida, el artículo del "Boletín de la Sociedad
de Geografía" hizo crecer las ofertas. El Phileas Fogg bajó y llegó a ser ofrecido en paquetes. Tomado
primero a cinco, luego a diez, ya no se tomó luego sino a uno por veinte, por cincuenta y aun por ciento.
Sólo conservó un partidario, el viejo paralítico lord Albermale. El honorable gentleman, clavado en su
butaca, hubiera dado su fortuna por poder hacer el mismo viaje, aunque fuera de diez años, y apostó
cuatro mil libras en favor de Phileas Fogg. Y cuando al propio tiempo le demostraban lo necio y lo inútil
del proyecto, se limitaba a responder: "Si la cosa es factible, bueno será que sea inglés quien primero lo
haga." Entretanto, los partidarios de Phileas Fogg se iban reduciendo en número; todo el mundo, y no
sin razón, se volvía contra él; ya no lo tomaban sino a uno por ciento cincuenta, y aun por doscientos,
cuando siete días después de su marcha un incidente completamente inesperado hizo que ya no se
quisiera a ningún precio. En efecto, durante aquel día, a las nueve de la noche, el director de la policía
metropolitana había recibido un despacho telegráfico así concebido: Suez a Londres. Rowan, director
policía administración central, Scotland Yard. Sigo al ladrón del banco, Phileas Fogg. Etiviad sin
tardanza mandato de prisión a Bombay, (India Inglesa). FIX El efecto de este despacho fue inmediato.
El honorable gentleman desapareció para dejar sitio al ladrón de billetes de banco. Su fotografía,
depositada en el Reform-Club con las de sus colegas, fue examinada. Reproducía rasgo por rasgo al
hombre cuyas señas habían sido determinadas en el expediente de investigación. Todos recordaron lo
que tenía de misteriosa la existencia de Phileas Fogg, su aislamiento, su partida repentina, y pareció
evidente que este personaje, pretextando un viaje alrededor del mundo y apoyándose en una apuesta
insensata, no tenía otro objeto que hacer perder la pista a los agentes de la policía inglesa.

He aquí las circunstancias que ocasionaron el envío del despacho concerniente al señor
Phileas Fogg. El miércoles 9 de octubre se aguardaba, para las once de la mañana, en Suez,
el paquebote "Mongolia" de la Compañía Peninsular y Oriental, vapor de hierro, de hélice y
entrepuente, que desplazaba dos mil ochocientas toneladas y poseía una fuerza nominal de
quinientos caballos. El "Mongolia" hacía sus viajes con regularidad desde Brindisi a Bombay
por el canal de Suez. Era uno de los de mayor velocidad de la Compañía, habiendo
sobrepujado siempre la marcha reglamentaria de diez millas por hora entre Brindisi y Suez, y
de nueve millas cincuenta y tres centésimas entre Suez y Bombay. Aguardando la llegada del
"Mongolia", dos hombres se paseaban en el muelle en medio de la multitud de indígenas y de
extranjeros que afluyen a aquella ciudad, antes villorrio, y cuyo porvenir ha quedado asegurado
por la grandiosa obra del señor Lesseps. Uno de aquellos hombres era el agente consular del
Reino Unido, establecido en Suez, quien, a despecho de los desgraciados pronósticos del
gobierno británico y de las siniestras predicciones del ingenioso Stephenson, veía llegar todos
los días navíos ingleses que atraviesan el canal, abreviando así en la mitad, el antiguo camino
de Inglaterra a las Indias por el Cabo de Buena Esperanza. El otro era un hombrecillo flaco, de
aspecto bastante inteligente, nervioso, que contaría con notable persistencia los músculos de
sus párpados. A través de éstos brillaba una mirada viva, pero cuyo ardor sabía amortiguar a
voluntad. En aquel momento descubría cierta impaciencia, yendo, viniendo y no pudiendo
estarse quieto. Aquel hombre se llamaba Fix, y era uno de aquellos detectives ingleses que
habían sido enviados a diferentes puertos después del robo perpetrado en el Banco de
Inglaterra. Debía este Fix vigilar con el mayor cuidado a todos los viajeros que tomasen el
camino de Suez, y, si uno de ellos parecía sospechoso, seguirlo, aguardando un mandato de
prisión. Precisamente hacía dos días que Fix había recibido del director de la policía
metropolitana las señas del presunto autor del robo, o sea, de aquel personaje bien portado
que había sido observado en la sala de pagos del Banco. El detective, engolosinado sin duda
por la fuerte prima prometida en caso de éxito, aguardaba con una impaciencia fácil de
comprender la llegada del "Mongolia". -¿Y decís, señor cónsul -preguntó por décima vez-, que
ese buque no puede tardar? -No, señor Fix -respondió el cónsul-. Ha sido visto ayer a la altura
de Port Said, y los cientos sesenta, kilómetros del canal, no son nada para un andador como
ése. Os repito que el "Mongolia" ha ganado siempre la prima de veinticinco libras que el
gobierno concede por cada adelanto de veinticuatro horas sobre el tiempo reglamentario.
TOM SAWYER Capítulo 29

Veamos qué había sido de Becky y de Tom. Junto a los otros chicos y chicas, anduvieron
recorriendo los tenebrosos subterráneos, visitando las maravillas de la caverna, maravillas
condecoradas con nombres un tanto enfáticos, tales como "El salón", "La catedral", "El palacio
de Aladino" y otros por el estilo. Después empezó el juego y la algazara del escondite, y Becky
y Tom tomaron parte en él con tal ardor, que no tardaron en sentirse fatigados; se internaron
entonces por un sinuoso pasadizo, llevando en alto las velas para leer la enmarañada
confusión de nombres, fechas, direcciones y lemas con los cuales los rocosos muros habían
sido ilustrados -con humo de velas-. Siguieron adelante charlando, y apenas se dieron cuenta
de que estaban ya en una parte de la cueva cuyos muros permanecían limpios de
inscripciones. Escribieron sus propios nombres bajo una roca salediza caminando. Poco
después llegaron a un lugar donde una diminuta corriente de agua, que arrastraba un
sedimento calcáreo, caía desde una laja, y en el lento pasar de las edades había formado un
Niágara con encajes y rizos de brillante e imperecedera piedra. Tom deslizó su cuerpo menudo
por detrás de la pétrea cascada para que Becky pudiera verla iluminada. Vio que ocultaba una
especie de empinada escalera natural encerrada en la estrechez de dos muros, y le entró la
tentación de transformarse en un descubridor. Becky respondió a su requerimiento. Hicieron
una marca con el humo, para que les sirviera de guía para el retorno, Y siguieron avanzando.
Fueron torciendo a derecha e izquierda, hundiéndose en las ignoradas profundidades de la
caverna; hicieron otra señal y tomaron por una ruta lateral en busca de novedades que poder
contar a los que habían quedado arriba. En sus exploraciones dieron con una gruta, de cuyo
techo pendían multitud de brillantes estalactitas de gran tamaño. Dieron la vuelta a toda la
cavidad, sorprendidos y admirados, y luego siguieron por uno de los numerosos túneles que allí
desembocan. Tom encontró poco después un lago subterráneo que extendía su indecisa
superficie a lo lejos hasta desvanecerse en la oscuridad. Quería explorar sus orillas, pero
pensé que sería mejor sentarse y descansar un rato antes de emprender la exploración. Y fue
entonces cuando, por primera vez, la profunda quietud de aquel lugar se posó como una mano
húmeda y fría sobre los ánimos de los dos niños. -Puede ser que me equivoque -dijo Becky-;
pero me parece que hace tanto tiempo que no oímos a los demás... -Yo creo, Becky, que
estamos mucho más abajo que ellos, y no sé si muy lejos, al norte, sur, este o lo que sea.
Desde aquí no podemos oírlos. Becky demostró cierta inquietud. -¿Cuánto tiempo habremos
estado aquí, Tom? Más vale que volvamos. -Sí, será lo mejor. Seguramente es lo mejor. -
¿Sabrás el camino, Tom? Para mí no es más que un laberinto intrincadísimo. -Creo que daré
con él; pero lo malo son los murciélagos. Si nos apagasen las dos velas sería un apuro grande.
Vamos a ver si podemos ir por otra parte, sin pasar por allí. -Bueno, pero espero que no nos
perdamos. ¡Qué miedo! -Y la niña se estremeció ante la horrenda posibilidad. Echaron a andar
por una galería y caminaron largo rato en silencio, mirando cada nueva abertura para ver si
encontraban algo que les fuera familiar en su aspecto. Cada vez que Tom examinaba el
camino, Becky no apartaba los ojos de su cara, buscando algún signo tranquilizador, y él decía
alegremente: -¡Nada, no hay que tener cuidado! Esta no es, pero ya daremos con otra en
seguida. Pero iba sintiéndose menos esperanzado con cada fracaso, y empezó a meterse por
las opuestas galerías, completamente al azar, con la vana esperanza de dar con la que hacía
falta. Becky no se apartaba de su lado, luchando por contener las lágrimas, sin poder
conseguirlo. -¡Tom! -dijo al fin-. No te importen los murciélagos. Volvamos por donde hemos
venido. Parece que cada vez estamos más lejos. Tom se detuvo. -¡Escucha! -dijo. Silencio
absoluto. Silencio tan profundo que hasta el rumor de sus respiraciones parecía oírse en
aquella quietud. Tom gritó. Su voz fue despertando ecos por las profundas lobregueces y se
desvaneció en la lejanía con un rumor que parecía las convulsiones de una risa burlona. -¡No!
¡No lo vuelvas a hacer, Tom! ¡Es horrible!, exclamó Becky. -Sí, es horroroso, Becky, pero hay
que hacerlo. Puede ser que nos oigan -y volvió a gritar. Ese "puede" constituía un horror aún
más escalofriante que la risa diabólica, pues era la confesión de que se iba perdiendo una
esperanza. Los niños se quedaron quietos, aguzando el oído; todo inútil. Tom volvió sobre sus
pasos, apresuradamente. A los pocos momentos, una cierta indecisión en sus movimientos
reveló a Becky otra circunstancia fatal: ¡que Tom no podía dar con el camino de vuelta! -¡Tom,
no dejaste ninguna señal! -¡Becky, he sido un idiota! ¡No pensé que tuviéramos necesidad de
volver al mismo sitio! No, no doy con el camino. Todo está tan revuelto... -¡Tom, estamos
perdidos! ¡Estamos perdidos! ¡Ya no saldremos nunca de este horror! ¡Por qué nos habremos
separado de los otros! Se dejó caer al suelo y rompió en tan frenético llanto, que Tom se quedó
anonadado ante la idea de que Becky podía morirse o perder la razón. Se sentó a su lado,
rodeándola con los brazos; reclinó ella su cabeza en su pecho y dio rienda suelta a los terrores,
sus inútiles arrepentimientos, y los ecos lejanos convirtieron sus lamentaciones en burlona risa.
Tom le pedía que recobrase la esperanza, y ella le dijo que la había perdido del todo. Culpóse
él y se llenó a sí mismo de insultos por haberla puesto en tan terrible situación, y esto produjo
resultado. Prometió ella no desesperar más y levantarse y seguirle a donde la llevase, con tal
de que no volviese a hablar así, pues ella había sido tan culpable como él. Se pusieron de
nuevo en marcha, sin rumbo alguno, al azar. Era lo único que podían hacer: caminar, no cesar
de moverse. Durante un breve rato pareció que la esperanza revivía, no porque hubiera razón
alguna para ello, sino tan sólo porque es natural en ella revivir cuando sus resortes no se han
gastado por la edad y la resignación con el fracaso. Poco después tomó Tom la vela de Becky
y la apagó. Aquella economía significaba mucho; no hacía falta explicarla. Becky se hizo cargo
y su esperanza se volvió a extinguir. Sabía que Tom tenía una vela entera y tres o cuatro cabos
en el bolsillo, y sin embargo, había que economizar Después, el cansancio empezó a hacerse
sentir; los niños trataron de no hacerle caso, pues era terrible pensar en sentarse cuando el
tiempo valía tanto. Moverse en alguna dirección, en cualquier dirección, era al fin progresar y
podía dar fruto; pero sentarse era invitar a la muerte y acortar su persecución. Al fin las piernas
de Becky se negaron a llevarla más lejos. Se sentó en el suelo. Tom se sentó a su lado, y
hablaron del pueblo, de los amigos, de las camas cómodas, y, sobre todo, ¡la luz!... Becky
lloraba, y Tom, trató de consolarla; pero todos sus consuelos se iban quedando gastados con
el uso y más bien parecían sarcasmos. Tan cansada estaba, que se fue quedando dormida.
Tom se alegró de ello y se quedó mirando la cara dolorosamente contraída de la niña, y vio
cómo volvía a quedar natural y serena bajo la influencia de sus sueños placenteros, y hasta vio
aparecer una sonrisa en sus labios. Y lo apacible del semblante de Becky se reflejó en una
sensación de paz y consuelo en el espíritu de Tom, sumiéndolo en gratos pensamientos de
pasados tiempos y de vagos recuerdos. A seguía en esas ensoñaciones, cuando Becky se
despertó riéndose; pero la risa se heló al instante en sus labios y se trocó en un sollozo. -¡No
sé cómo he podido dormir! ¡Ojalá no hubiera despertado nunca, nunca! No, Tom; no me mires
así. No volveré a decirlo. -Me alegro de que hayas dormido, Becky. Ahora ya no te sentirás tan
cansada y encontraremos el camino. -Podemos probar, Tom; pero, ¡he visto un país tan bonito
mientras dormía!... Me parece que iremos allí. -Puede ser que no, Becky; puede ser que no.
Ten valor y vamos a seguir buscando. Se levantaron y reanudaron la marcha, descorazonados.
Trataron de calcular el tiempo que llevaban, en la cueva pero todo lo que sabían era que
parecía que habían pasado días y hasta semanas; y, sin embargo, era evidente que no, pues
aún no se habían consumido las velas. Mucho tiempo después de esto -no podían decir
cuánto-, Tom dijo que tenían que caminar muy silenciosamente para poder oír el goteo del
agua, pues era preciso encontrar un manantial. Hallaron uno a poco trecho, y Tom dijo que ya
era hora de darse otro descanso; pero Becky dijo que aún podía ir un poco más lejos. Se
quedó sorprendida al ver que Tom no opinaba lo mismo; no lo comprendía. Se sentaron, y Tom
fijó la vela en el muro, delante de ellos, con un poco de barro. Aunque sus pensamientos nose
detenían nada dijeron por algún tiempo. Becky rompió al fin el silencio: -¡Tom, tengo mucha
hambre! Tom sacó una cota del bolsillo. -¿Te acuerdas de esto? -dijo. Becky casi se sonrió. -Es
nuestro pastel de boda, Tom. -Si, y más valía que fuera tan grande como una barrica, porque
es todo lo que tenemos. -Lo separé de la merienda para que jugásemos con él..., como la
gente mayor hace con el pastel de bodas... Pero va a ser... Dejó sin acabar la frase. Tom hizo
dos partes del pastel y Becky comió con apetito la suya, mientras Tom no hizo más que
mordisquear la que le tocó. No les faltó agua fresca para completar el festín. Después indicó
Becky que debían ponerse en marcha. Tom guardó silencio un rato, y al cabo dijo: -Becky,
¿tienes valor para que te diga una cosa? La niña palideció, pero dijo que sí, que se la dijera. -
Bueno; pues entonces, escucha: tenemos que estarnos aquí, donde hay agua para beber. Ese
cabito es lo único que nos queda de las velas. Becky dio rienda suelta al llanto y a las
lamentaciones. Tom hizo cuanto pudo para consolarla, pero fue en vano. -Tom -dijo después
de un rato, ¡nos echarán de menos y nos buscarán! -Seguro que sí. Claro que nos buscarán. -
¿Nos estarán buscando ya? -Me parece que sí. Espero que así sea. -¿Cuándo nos echarán de
menos, Tom? .Y -Puede ser que cuando vuelvan a la barca. -Para entonces ya será de
noche... ¿Notarán que no hemos ido nosotros? -No lo sé. Pero de todos modos tu madre te
echará de menos en cuanto estén de vuelta en el pueblo. ¡La angustia que se pintó en los ojos
de Becky hizo comprender a Tom la indiscreción no iba a pasar aquella noche en su casa! Los
dos se quedaron callados y pensativos. Enseguida una nueva explosión de llanto indicó a Tom
que el mismo pensamiento que tenía en su mente había surgido también en la de su
compañera: que podía pasar casi toda la mañana del domingo antes de que la madre de Becky
descubriera que su hija no estaba en casa de los Harper. Los niños permanecieron con los ojos
fijos en el pedazo de vela y miraron cómo se consumía lenta e inexorablemente; vieron el trozo
de pabilo quedarse solo al fin; vieron alzarse y encogerse la débil llama, subir y bajar, trepar
por la tenue columna de humo, vacilar un instante en lo alto, y después... el horror de la
absoluta oscuridad.

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