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Cuando éramos jóvenes en el Señor, incluso niños, el Señor se compadecía de nosotros y nos
daba un “cielo despejado”. Así, cuando algunas personas eran bautizadas, recibían el
derramamiento del Espíritu Santo. Tal vez digan al respecto: “¡Oh, por poco me vuelvo loco!
Veía cielos tan abiertos que tuve deseos de bailar, y cuando bailé sentí que mis pies no
estaban en la tierra sino en el aire”. Sé de esto porque yo mismo tuve muchas experiencias de
éstas. Sin embargo, los niños simplemente son niños. Estas experiencias son para los que son
jóvenes en el Señor. No debemos menospreciarlas, porque son muy buenas, pero ciertamente
son experiencias que corresponden al atrio. No obstante, el Señor nos llevará del atrio al Lugar
Santo para que allí ejercitemos un poco nuestra fe. Finalmente, Él nos introducirá en el Lugar
Santísimo donde podremos ejercitar nuestra fe a lo sumo. Allí tendremos que olvidarnos de
todo lo que vemos con nuestros ojos físicos y de lo que percibimos con nuestros sentidos
físicos. También tendremos que olvidarnos de los sentimientos que provienen de nuestra vida
anímica. En el Lugar Santísimo no podemos ver nada de lo natural; estamos completamente “a
oscuras”. No obstante, en nuestro espíritu sí podemos ver la gloria shekiná de Dios. Esto es lo
que significa la fe.