Por Que Existe El Mundo PDF

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¿Por qué existe el mundo?

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JIM HOLT

¿POR QUÉ EXISTE


EL MUNDO?
Una historia sobre los orígenes
del universo y la existencia

Traducción de
roc filella

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1

AFRONTAR EL MISTERIO

Y este gris espíritu anhelante de deseo de perseguir el


saber como una estrella que se hunde allende los confi-
nes del pensamiento humano.

alfred, lord tennyson, «Ulises»

Quisiera prevenirte de todo corazón del empeño de ha-


llar la razón y la explicación de todas las cosas... Inten-
tar averiguar la razón de todo es muy peligroso y no
conduce más que al desengaño y la insatisfacción, in-
quietando la mente y, al final, haciendo de ti una desdi-
chada.

reina victoria, en una carta


a su nieta la princesa Victoria de Hesse,
22 de agosto de 1883

... quién fue la primera persona en el universo antes de


que hubiera nadie que lo hizo todo quién ah ellos no lo
saben ni yo tampoco...

soliloquio de molly,
de Ulises, de James Joyce

Recuerdo vívidamente la primera vez que se me metió en la


mente el misterio de la existencia. Fue a principios de la déca-
da de 1970. Era yo por entonces un estudiante de bachillera-
to inmaduro y de futura actitud rebelde en la Virginia rural.
Como hacen a veces los estudiantes de bachillerato inmadu-

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ros y de futura actitud rebelde, había empezado a interesarme


por el existencialismo, una filosofía que pensaba que podía
resolver mis inseguridades de adolescente o, por lo menos,
elevarlas a un plano superior. Un día fui a la biblioteca del
college local y me fijé en unos tomos de aspecto impresionan-
te: El ser y la nada, de Sartre, e Introducción a la metafísica,
de Heidegger. Fue en las primeras páginas del segundo libro,
con su prometedor título, donde me enfrenté por primera vez
a la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?». Aún re-
cuerdo que su contundencia, su pureza y su fuerza inapelable
me dejaron pasmado. Ahí estaba la pregunta más que defini-
tiva del «¿por qué?», la que alentaba en el fondo de todas las
demás que la humanidad jamás haya planteado. ¿Dónde ha-
bía estado, me preguntaba, toda mi vida intelectual (breve, lo
admitía)?
Se ha dicho que la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de
nada?» es tan profunda que solo se le podía ocurrir a un me-
tafísico, pero al mismo tiempo tan simple que solo se le po-
dría ocurrir a un niño. Por entonces yo era demasiado joven
para ser metafísico. Pero ¿por qué no se me había ocurrido la
pregunta de niño? Visto en retrospectiva, la respuesta era evi-
dente. Mi educación religiosa había ahogado mi natural cu-
riosidad metafísica. Desde mi más tierna infancia me habían
dicho —mi madre y mi padre, las monjas de la escuela, los
monjes franciscanos del monasterio de la colina donde vivía-
mos— que Dios creó el mundo y que lo creó de la nada. Por
eso existía el mundo. Por eso existía yo. La cuestión de por
qué existía el propio Dios era un tanto vaga. A diferencia del
mundo finito que libremente había creado, Dios era eterno.
También era todopoderoso y poseía en grado sumo todas las
demás perfecciones, de modo que tal vez no necesitara una
explicación de su propia existencia. Al ser omnipotente, pudo
Él mismo iniciarse en la existencia. Era, para decirlo con la
expresión latina, causa sui.

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afrontar el misterio 13

Esta era la historia que me enseñaban de pequeño, una


historia en la que aún creen muchos estadounidenses. Para
estos creyentes no hay ningún «misterio de la existencia». Si
se les pregunta por qué existe el universo, dicen que existe
porque Dios lo hizo. Si a continuación se les pregunta por qué
existe Dios, la respuesta dependerá de la complejidad de la
teología que profesen. Tal vez digan que Dios es autocausa-
do, que es la base de su propio ser. Su existencia está conteni-
da en su propia esencia. O quizá digan que la gente que hace
estas preguntas sacrílegas debería arder en el infierno.
Pero supongamos que pedimos a los no creyentes que ex-
pliquen por qué existe un mundo en vez de nada. Lo más
probable es que no nos den ninguna respuesta muy satisfac-
toria. En las actuales «guerras de Dios», quienes defienden
la creencia religiosa acostumbran a utilizar el misterio de la
existencia de garrote con el que atizar a sus adversarios neoa-
teos. Richard Dawkins, el biólogo evolucionista y ateo profe-
sional, está cansado de oír hablar de este supuesto misterio:
«Una y otra vez —dice Dawkins—, mis amigos teólogos
vuelven a la cuestión de que debió haber una razón de que
haya algo en vez de nada».1 Christopher Hitchens, otro infa-
tigable proselitista del ateísmo, se enfrenta a menudo a la
misma pregunta de sus adversarios. «Si no se acepta que Dios
existe, ¿cómo se explica que pueda existir el mundo?», le pre-
guntó a Hitchens un presentador de televisión conservador y
de aspecto un tanto matón, con tono de triunfo. Otro de esos
presentadores, en este caso de la variedad femenina, rubia y
de piernas largas, dejaba traslucir la misma inquietud religio-
sa: «La idea de que todo salió de la nada... parece contradecir
la lógica, la razón. ¿Qué había antes del Big Bang?». A lo que
Hitchens contestó: «Me encantaría saber qué había antes del
Big Bang».
¿Qué posibilidades hay de resolver el misterio de la exis-
tencia una vez descartada la existencia de Dios? Bueno, cabe

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esperar que algún día la ciencia explique no solo qué es el


mundo, sino por qué es. En esto, al menos, confía Dawkins,
que busca una respuesta en la física teórica. «Tal vez la “in-
flación” que los físicos postulan que ocupó una fracción del
primer yoctosegundo de la existencia del universo resulte,
cuando se comprenda mejor, que sea la grúa cosmológica que
se levante al lado de la biológica de Darwin»,2 dice Dawkins.
Stephen Hawking, que en realidad es un cosmólogo prac-
ticante, adopta una postura diferente. Hawking plantea un
modelo teórico en que el universo, aunque finito en el tiem-
po, es completamente autocontenido, sin principio ni fin. En
este modelo «sin fronteras», dice, no hay necesidad de un
creador, ni divino ni de otra índole. Sin embargo, Hawking
duda de que su conjunto de ecuaciones pueda resolver en su
totalidad el misterio de la existencia. «¿Qué es lo que arroja
fuego a las ecuaciones y fabrica un universo para que estas lo
describan?», pregunta. «¿Por qué iba tomarse el universo la
gran molestia de existir?».3
El problema de la opción científica sería el siguiente: el
universo comprende todo lo que existe físicamente. Una ex-
plicación científica ha de implicar algún tipo de causa física,
pero toda causa física es, por definición, parte del universo
que hay que explicar. Por lo tanto, cualquier explicación pu-
ramente científica de la existencia del universo está condena-
da a ser circular. Aun en el caso de que parta de algo más que
diminuto —un óvulo cósmico, un pequeñísimo trozo de va-
cío cuántico, una singularidad— sigue partiendo de algo, no
de nada. Es posible que la ciencia rastree cómo evolucionó el
universo actual a partir de un estado anterior de realidad fí-
sica, remontándose en el proceso nada menos que hasta el
Big Bang, pero al final la ciencia se encuentra con un muro.
No puede explicar el origen del estado físico primigenio a
partir de la nada. Esto es, al menos, lo que los defensores de
la hipótesis de Dios arguyen con insistencia.

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A lo largo de la historia, cuando la ciencia ha parecido


incapaz de explicar algún fenómeno natural, los creyentes
religiosos se han apresurado a invocar un artífice divino que
llenara ese vacío —para después, cuando por fin la ciencia
consigue llenarlo, avergonzarse—. Newton, por ejemplo,
pensaba que Dios era necesario para, de vez en cuando, hacer
pequeños ajustes en las órbitas de los planetas y evitar que
colisionaran, pero un siglo después, Laplace demostró que la
física era perfectamente capaz de explicar la estabilidad del
sistema solar. (Cuando Napoleón le preguntó dónde estaba
Dios en su esquema celestial, Laplace la contestó con las co-
nocidas palabras: «Je n’avais pas besoin de cette hypothèse».)
En tiempos más recientes, muchos creyentes sostienen que la
selección natural ciega sola no puede explicar la aparición de
organismos complejos, de modo que Dios debe «guiar» el
proceso evolutivo, opinión que Dawkins y otros darwinianos
refutaron de forma definitiva (y con regocijo).
Estos argumentos del «Dios de las brechas», cuando se
refieren a las minucias de la biología o la astrofísica, les sue-
len estallar en la cara a los creyentes religiosos que los utili-
zan, pero esos creyentes piensan que la pregunta «¿Por qué
hay algo en vez de nada?» les da una base más segura. «Nin-
guna teoría científica, al parecer, puede salvar el abismo en-
tre la nada absoluta y un universo con todas las de la ley»,
dice Roy Abraham Varghese, apologista religioso con incli-
naciones científicas. «Esta cuestión del origen último es una
cuestión metafísica, en la que la ciencia puede preguntar pero
no responder».4 Owen Gingerich, distinguido astrónomo
de la Universidad de Harvard (y ferviente menonita) está de
acuerdo. En una conferencia que, con el título de «El univer-
so de Dios», dio en la Memorial Church de Harvard en 2005,
afirmaba que la pregunta definitiva de «por qué» era una
pregunta «teleológica» («con la que la ciencia no debe force-
jear»).

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16 ¿por qué existe el mundo?

Ante este tipo de argumentos, lo habitual es que el ateo se


encoja de hombros y diga que el mundo «simplemente es».
Tal vez existe porque siempre ha existido. O quizá irrumpió
en la existencia sin causa alguna. En ambos casos, su existen-
cia no es sino un «hecho bruto».
La idea del «hecho bruto» niega que el universo en su
conjunto exija una explicación de su existencia, de modo que
evita la necesidad de postular algún tipo de realidad trascen-
dental, como la de Dios, para responder la pregunta «¿Por
qué hay algo en vez de nada?». Sin embargo, desde un punto
de vista intelectual, suena un poco a arrojar la toalla. Una
cosa es aceptar un universo que no tenga sentido ni finalidad
—todos lo hemos hecho en alguna noche oscura del alma—.
Pero ¿un universo sin explicación? Parece absurdo, al menos
para una especie como la nuestra, siempre deseosa de encon-
trar la razón. Nos demos cuenta o no, instintivamente nos
aferramos a lo que el filósofo del siglo xvii Leibniz llamó el
«principio de razón suficiente», según el cual, la explicación
lo abarca todo. Para toda verdad ha de existir una razón de
que así sea y no de otra forma; y para toda cosa, ha de haber
una razón de su existencia. Algunos se ríen del principio de
Leibniz y lo tachan de «exigencia del metafísico», pero es un
principio básico de la ciencia, en cuyo campo ha conseguido
un notable éxito; tanto, en realidad, que se puede decir que
los hechos avalan su verdad: funciona. Parece que el princi-
pio es inherente a la propia razón, ya que cualquier intento
de argumentar en su favor o en su contra ya presupone su
validez. Y si el principio de la razón suficiente es válido, debe
existir una explicación de la existencia del mundo, podamos
averiguarla o no.
Sería desconcertante vivir en un mundo que existiera sin
razón alguna —un mundo irracional, accidental, que simple-
mente «ahí está»—. Así lo creía, al menos, el filósofo estado-
unidense Arthur Lovejoy. En una de las clases sobre «La gran

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cadena del ser» que impartió en Harvard en 1933, afirmaba


que un mundo así «no tendría estabilidad ni merecería con-
fianza; la incertidumbre lo infectaría todo; podría existir
cualquier cosa (a excepción, quizá, de lo que se contradice a
sí mismo) y ocurrir cualquier cosa, y ninguna sería en sí mis-
ma ni siquiera más probable que cualquier otra».5
¿Estamos, pues, condenados a elegir entre Dios y el absur-
do bruto y profundo?
Es un dilema que ha estado merodeando por mi mente
desde que me topé con el misterio del ser. Y me ha llevado a
considerar a qué equivale el «ser». El término del filósofo
para designar los constituyentes últimos de la realidad es
«sustancia». Para Descartes, el mundo está compuesto de
dos tipos de sustancia: la materia, que define como res exten-
sa («sustancia extensa»), y la mente, que define como res co-
gitans («sustancia pensante»). En la actualidad, hemos here-
dado gran parte de esta perspectiva cartesiana. El universo
contiene materia física: la Tierra, las estrellas, la radiación, la
«materia oscura», la «energía oscura», etc. También contie-
ne vida biológica, que, como la ciencia ha desvelado, es de
naturaleza física. Además, el universo contiene conciencia.
Contiene estados mentales subjetivos, como la alegría y la
desdicha, la experiencia del rojo, el sentir el dedo al golpear-
se. ¿Se pueden reducir estos estados a procesos físicos objeti-
vos? La filosofía no ha dado aún su veredicto al respecto.
Una explicación no es más que una historia causal que inclu-
ye elementos de una o la otra de estas categorías ontológicas.
El impacto de la bola causa que los bolos caigan. El miedo a
la crisis económica causó una caída de la bolsa.
Si esto es todo lo que hay en la realidad —materia y men-
te, con un entramado de relaciones causales entre ambas—,
parece que el misterio del ser no tiene solución. Pero tal vez
esta ontología dualista sea excesivamente pobre. Yo mismo
empecé a pensarlo así cuando, siguiendo mi flirteo de adoles-

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18 ¿por qué existe el mundo?

cente con el existencialismo, me encapriché de las matemáti-


cas puras. Los entes a cuya ponderación dedican sus días los
matemáticos —no solo números y círculos, sino las potencias
y los sistemas de Galois y cohomologías cristalinas— no se
encuentran en parte alguna del reino del espacio y el tiempo.
Son claramente cosas no materiales. Y tampoco parece que
sean mentales. No hay forma, por ejemplo, de que la mente
finita del matemático pueda contener unos números infini-
tos. ¿Existen, pues, realmente las entidades matemáticas?
Depende de lo que se entienda por «existencia». Platón pen-
saba que existían. De hecho, sostenía que los objetos mate-
máticos, al ser intemporales e inmutables, son más reales que
el mundo de las cosas que percibimos con los sentidos. Lo
mismo cabe decir, pensaba, de ideas abstractas como las de
bondad y belleza. Para Platón, estas formas son la realidad
genuina. Todo lo demás es simple apariencia.
Quizá no queramos llevar tan lejos la revisión de nuestra
idea de realidad. La bondad, la belleza, los entes matemáti-
cos, las leyes lógicas: no son exactamente algo, como lo son
las cosas de la materia y las de la mente. Pero tampoco son
exactamente nada. ¿Pueden desempeñar algún tipo de papel
en la explicación de «Por qué hay algo en vez de nada»?
Hay que reconocer que las ideas abstractas no pueden fi-
gurar en nuestras explicaciones causales habituales. No ten-
dría sentido decir, por ejemplo, que la bondad «causó» el Big
Bang, pero no todas las explicaciones deben adoptar esta for-
ma de causa-efecto; pensemos, por ejemplo, en la explicación
de la razón de un movimiento en el ajedrez. Explicar algo
es, fundamentalmente, hacerlo inteligible o comprensible.
Cuando una explicación es buena, «sentimos girar la llave en
la cerradura», como dijo con acierto el filósofo estadouni-
dense C. S. Peirce. Hay muchos tipos distintos de explicacio-
nes, y cada uno implica un sentido diferente de «causa». Para
Aristóteles, por ejemplo, hay cuatro tipos de causas diferen-

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tes que se podrían aducir para explicar las ocurrencias físi-


cas, y solo una de ellas (la causa «eficiente») corresponde a
nuestra limitada idea científica. La especie de causa más in-
sólita de la estructura aristotélica es la causa «final»: el fin o
propósito con que algo se produce.
En las explicaciones muy malas suelen aparecer las causas
finales. (¿Por qué llueve en primavera? Para que crezcan los
cultivos.) Voltaire parodia estas explicaciones teleológicas en
Cándido, unas explicaciones que la ciencia moderna rechaza
como forma de dar cuenta de los fenómenos naturales. Pero,
cuando se trata de explicar la existencia en su conjunto, ¿hay
que descartarlas con la misma contundencia? Nicholas Res-
cher, eminente filósofo actual, dice que el supuesto de que las
explicaciones siempre deben implicar «cosas» es «un prejui-
cio de raíces tan profundas como las de cualquier otro de la
filosofía occidental».6 Es evidente que para explicar un deter-
minado hecho —como el de que existe un mundo— hay que
referirse a otros hechos, pero de ello no se sigue que la exis-
tencia de una determinada cosa solo se pueda explicar refi-
riéndose a otras cosas. Tal vez haya que buscar en otro sitio
la razón de la existencia del mundo, en el reino de esas «no-
cosas» como los entes matemáticos, los valores objetivos, las
leyes lógicas o el principio de incertidumbre de Heisenberg.
Quizá algo similar a la explicación teleológica pueda al me-
nos dar pistas de cómo se podría resolver el misterio de la
existencia del mundo.
En el que fue mi primer curso de filosofía como alumno
en la Universidad de Virginia, el profesor —en su día un
distinguido estudiante de Oxford con el evocador nombre de
A. D. Woozley— nos hizo leer los Diálogos sobre la religión
natural de David Hume. En ellos, tres personajes ficticios
—Cleantes, Demea y Filón— debaten diversas tesis sobre la
existencia de Dios. Demea, el más ortodoxo de los tres en
cuestiones religiosas, defiende el «argumento cosmológico»,

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que, en esencia, dice que la existencia del mundo solo se


puede explicar postulando una deidad necesariamente exis-
tente como su causa. Al escéptico Filón —el que más se
aproxima a las ideas del propio Hume— se le ocurre un ra-
zonamiento sugestivo. Parece que la existencia del mundo
necesita una causa de tipo divino, observa Filón, pero tal vez
se deba a nuestra propia ceguera intelectual. Considérese,
dice Filón, la siguiente curiosidad aritmética. Si se toma cual-
quier múltiplo de 9 (18, 27, 36, etc.) y se suman sus dígitos
(1 + 8, 2 + 7, 3 + 6, etc.), el resultado siempre vuelve a ser 9.
Al poco avezado en matemáticas le podrá parecer una casua-
lidad. En cambio, el buen conocedor del álgebra enseguida
verá en ello una cuestión de necesidad. «¿No es probable
—pregunta Filón a continuación— que toda la economía del
universo esté dirigida por una necesidad similar, aunque no
haya álgebra humana que pueda dar la clave que resuelva la
dificultad?».7
Esta idea de un álgebra cósmica oculta —¡un álgebra del
ser!— me pareció irresistible. La propia expresión parecía
ampliar la diversidad de explicaciones posibles de la existen-
cia del mundo. Tal vez, en última instancia, no había que
elegir entre Dios y el hecho bruto. Quizá había una explica-
ción no teísta de la existencia del mundo: una explicación que
la razón humana podía descubrir. Aunque una explicación de
este tipo no necesitaría postular una deidad, tampoco tendría
que descartarla necesariamente. En efecto, incluso podría im-
plicar la existencia de algún tipo de inteligencia sobrenatural,
y con ello proporcionar una respuesta a la temida pregunta
del niño precoz: «Pero, mami, ¿quién hizo a Dios?».
¿A cuánto estamos de descubrir esa álgebra del ser? En
cierta ocasión, en un programa de televisión, Bill Moyers le
preguntó al novelista Martin Amis cómo creía que pudo lle-
gar a existir el universo. «Creo que estamos por lo menos a
cinco Einsteins de responder esta pregunta», contestó Amis.

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Sus cálculos me parecieron bastante acertados, y me pregun-


taba si había hoy entre nosotros alguno de esos Einsteins.
Evidentemente no me correspondía aspirar a ser yo uno de
ellos, pero ¿y si podía encontrar uno, o quizá dos o tres y
hasta cuatro, y luego, por así decirlo, disponerlos en el orden
correcto?... pues sería un empeño fantástico.
Y eso es lo que me dispuse hacer. Mi investigación para
encontrar los inicios de una respuesta a la pregunta «¿Por
qué hay algo en vez de nada?» ha dado con muchas pistas
prometedoras. Algunas no han conducido a buen fin. Una
vez, por ejemplo, llamé a un cosmólogo teórico que conozco,
muy renombrado por sus brillantes especulaciones. Le dejé
un mensaje en el buzón de voz diciéndole que tenía una pre-
gunta que hacerle. Contestó y me dejó un mensaje en mi con-
testador: «Deja la pregunta en el buzón de voz y te dejaré la
respuesta en el contestador», decía. La cosa prometía. Hice
lo que me dijo. Al regresar al piso aquella misma tarde, vi que
parpadeaba la lucecita del contestador. Pulsé con un poco de
miedo la tecla de reproducir. «Bien —empezó la voz grabada
del cosmólogo—, en realidad de lo que hablas es de violación
de la paridad materia / antimateria...».
En otra ocasión, me dirigí a un conocido profesor de teo-
logía filosófica. Le pregunté si se podía explicar la existencia
del mundo postulando un ente divino cuya esencia contuvie-
ra su existencia. «¿Bromea usted? —dijo—; Dios es tan per-
fecto que no tiene por qué existir».
Y otra vez, en una calle de Greenwich Village, me encon-
tré con un budista zen al que me habían presentado en un
cóctel. Se decía que era una autoridad en cuestiones cósmi-
cas. Después de hablar de las cuatro cosas insustanciales de
costumbre, le pregunté —quizá, visto ahora, de forma preci-
pitada—: «¿Por qué hay algo en vez de nada?». Por toda
respuesta, se limitó a darme un coscorrón. Debió de pensar
que se trataba de un k an zen.

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22 ¿por qué existe el mundo?

En esa búsqueda de luz para desentrañar el misterio del


ser, dirigí mis pesquisas a toda una multitud de espacios: ha-
blé con filósofos, teólogos, físicos de partículas, cosmólogos,
místicos y un gran novelista estadounidense. Buscaba, ante
todo, inteligencias versátiles y de amplio espectro. Para decir
algo realmente provechoso sobre por qué pudiera existir el
mundo, el pensador ha de poseer más de un tipo de compleji-
dad intelectual. Imaginemos, por ejemplo, a un científico con
cierta perspicacia filosófica. Podría entender que «la nada»
de la que hablan los filósofos equivale conceptualmente a
algo científicamente definible, digamos que a una variedad
de espacio-tiempo cuatridimensional cerrado cuyo radio se
reduce progresivamente. Con la introducción de una descrip-
ción matemática de esta realidad nula en las ecuaciones de la
teoría cuántica de campos, se podría demostrar que un pe-
queño fragmento de este «falso vacío» tuvo una probabilidad
no cero de aparecer de forma espontánea —y que este trozo
de vacío, mediante el maravilloso mecanismo de la «inflación
caótica», sería suficiente para conseguir poner en marcha un
universo con todas las de la ley—. Si el científico fuera versa-
do también en teología, podría entender que este suceso cos-
mogónico pudo ser construido como una emanación anterior
en el tiempo a partir de un futuro «punto omega» que pose-
yera alguna de las propiedades que tradicionalmente se ads-
criben a la deidad judeocristiana. Y así sucesivamente.
Para entregarse a este tipo de consideraciones especulati-
vas se requiere mucho brío intelectual. Y brío era lo que
abundaba en la mayoría de mis encuentros. Uno de los place-
res de hablar con los pensadores originales sobre un tema tan
profundo como el del misterio del ser es que uno llega a oírles
pensar en voz alta. A veces decían las cosas más sorprenden-
tes. Era como si yo tuviera el privilegio de espiarles en sus
razonamientos. Era una experiencia sobrecogedora. Pero
también pensaba que me daba una extraña fuerza. Cuando

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afrontar el misterio 23

uno escucha a estos pensadores mientras reflexionan sobre la


pregunta de por qué existe un mundo, empieza a darse cuen-
ta de que sus propios pensamientos sobre esta cuestión no
son tan triviales como había imaginado. Ante el misterio de
la existencia, nadie puede reivindicar de forma segura una
superioridad intelectual. Porque, como dijo William James:
«Aquí todos somos unos pordioseros».8

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interludio

¿ES POSIBLE QUE UN HACKER


CREARA NUESTRO UNIVERSO?

¿De dónde procede el universo? ¿Su propia existencia no


apunta a la intervención de una fuerza última creadora? Es
una pregunta que, cuando el creyente se la plantea al ateo,
genera una de dos respuestas. La primera, diría el ateo, es que
si se postula esta «fuerza creadora», hay que estar dispuesto a
postular otra para explicar su existencia, y luego otra que ex-
plique la segunda, etc. En otras palabras, se entra en una re-
gresión infinita. La segunda respuesta del ateo es que, aun en
el caso de que existiera esa fuerza última, no hay razón para
imaginarla como Dios. ¿Por qué iba a ser la fuerza última un
ser infinitamente sabio y bueno, y menos aún un ser preocu-
pado por el más mínimo detalle de nuestros pensamientos y
nuestra vida sexual? ¿Por qué incluso iba a tener mente?
La idea de que el cosmos de algún modo fue «hecho» por
un ser inteligente puede parecer simplista, si no sencillamente
desatinada. Pero antes de descartarla por completo, pensé
que sería interesante consultar a Andrei Linde, que ha hecho
más que cualquier otro científico por explicar cómo se puso
en marcha nuestro universo. Linde es un físico ruso que emi-
gró a Estados Unidos en 1990 y hoy es profesor de la Univer-
sidad de Stanford. De joven, en Moscú, ideó una teoría nue-
va del Big Bang que respondía tres preguntas desesperantes:
¿qué estalló?, ¿por qué estalló? y ¿qué ocurría antes de que
estallara? La teoría de Linde, llamada «inflación caótica»,
explicaba la forma general del espacio y la formación de las

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¿es posible que un «hacker» creara nuestro universo? 25

galaxias. También predecía el patrón exacto de la radiación


de fondo dejada por el Big Bang que el satélite COBE obser-
vó en la década de 1990.
Entre las curiosas implicaciones de la teoría de Linde, una
de las más sorprendentes es que no es tan difícil crear un
universo. No hacen falta recursos a escala cósmica ni pode-
res sobrenaturales. Incluso sería posible que alguien de una
civilización no mucho más avanzada que la nuestra cociera
un nuevo universo en el laboratorio. Lo que lleva a una re-
flexión fascinante: ¿pudo ser así como llegó a existir nuestro
universo?
Linde es un señor apuesto, corpulento y de cabello fron-
doso y plateado. Entre sus colegas es legendaria su capacidad
de realizar acrobacias y asombrosos juegos de manos, inclu-
so con una copita de más.
«Cuando ideé la teoría de la inflación caótica, me di cuen-
ta de que lo único que se necesita para obtener un universo es
una cienmilésima de gramo de materia —me decía Linde en
su inglés con acento ruso—. Es suficiente para crear un pe-
queño trozo de vacío que estalle y genere los miles y miles de
millones de galaxias que vemos a nuestro alrededor». Parece
una broma, pero así funciona la teoría de la inflación: toda la
materia del universo se crea a partir de la energía negativa del
campo gravitatorio. ¿Qué nos va a impedir, pues, crear un
universo en el laboratorio? ¡Seríamos como los dioses!
Hay que decir que Linde es conocido por su talante de
pícaro pesimista, y en las palabras anteriores dejaba entrever
cierta ironía, pero me aseguró que este escenario de una cos-
mogonía de laboratorio era verosímil, al menos en principio.
«Mi argumentación tiene algunas lagunas —reconoció—,
pero lo que he demostrado —y Alan Guth [coformulador de
la teoría de la inflación caótica] y otros que han considerado
este tema han llegado a la misma conclusión— es que no po-
demos descartar la posibilidad de que nuestro universo fuera

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26 ¿por qué existe el mundo?

creado por alguien de otro universo al que simplemente le


apeteció hacerlo».
Me angustiaba que este esquema tuviera una pega. Si ini-
ciábamos un Big Bang en el laboratorio, ¿el universo bebé
que acabáramos de crear no se expandiría a nuestro propio
mundo, matando a las personas, demoliendo edificios, etc.?
Linde me aseguró que no existía tal peligro. «El nuevo uni-
verso se expandiría dentro de sí mismo —dijo—. Su espacio
sería tan curvo que a su creador le parecería del tamaño de
una partícula elemental. De hecho, podría terminar por desa-
parecer por completo de su propio mundo». Pero ¿por qué
molestarse en hacer un universo si se nos va a escapar, como
Eurídice escapó al alcance de Orfeo? ¿No quisiéramos tener
cierto poder cuasi divino sobre cómo se desplegara nuestra
creación, alguna forma de monitorizarla y asegurar que las
criaturas que evolucionaran a partir de ella pudieran salir
adelante? El creador de Linde se parecía mucho al concepto
deísta del Dios que postulaban Voltaire y los padres fundado-
res de América: un ser que puso en movimiento el universo,
pero después dejó de interesarse por él y por sus criaturas.
«Tiene usted razón —dijo Linde, con un pequeño resopli-
do de placer—. Al principio imaginé que el creador podría
enviar información al nuevo universo, para enseñar a sus
criaturas cómo debían comportarse, ayudarlas a descubrir lo
que son las leyes de la naturaleza, etc. Luego empecé a pen-
sar. La teoría de la inflación dice que un universo bebé estalla
como un globo en una diminuta fracción de segundo. Supon-
gamos que el creador intentara escribir algo en la superficie
del globo, por ejemplo: “por favor, recuerda que yo te
hice”. La expansión inflacionaria agrandaría este mensaje
de forma exponencial. Las criaturas del nuevo universo, que
vivirían en un pequeñísimo rincón de una de las letras, nunca
podrían leer todo el mensaje».
Pero luego Linde pensó en otro canal de información entre

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¿es posible que un «hacker» creara nuestro universo? 27

el creador y la creación —a su entender, el único posible—. El


creador, manipulando adecuadamente la semilla cósmica,
tendría el poder de ordenar determinados parámetros físicos
del universo que pone en existencia. Podría determinar, por
ejemplo, cuál será la ratio numérica de la masa del electrón
con la del protón. A nosotros, estos números, llamados las
constantes de la naturaleza, nos parecen completamente arbi-
trarios: no hay razón aparente de que tomen el valor que to-
man y no otro. (¿Por qué, por ejemplo, la fuerza gravitatoria
de nuestro universo está determinada por un número que
contiene los dígitos «6673»?) Pero el creador, al fijar determi-
nados valores para estas constantes, podría escribir un sutil
mensaje en la propia estructura del universo. Y, como señaló
Linde con manifiesto deleite, ese mensaje solo sería legible
para los físicos.
¿Estaba bromeando?
«Pensará usted que es una broma —dijo—, pero tal vez
no sea absurdo del todo. Podría facilitar la explicación de
por qué el mundo en que vivimos es tan raro, tan alejado de
la perfección. Todo apunta a que el universo no fue creado
por un ser divino. Lo creó un hacker de la física». Desde una
perspectiva filosófica, la pequeña historia de Linde subraya
el peligro de dar por supuesto que esa fuerza creadora que se
esconde en nuestro universo, si es que existe, se debe corres-
ponder con la imagen tradicional de Dios: omnipotente, om-
nipresente, de una benevolencia infinita, etc. Aun en el caso
de que la causa de nuestro universo sea un ser inteligente,
bien es posible que fuera lastimosamente incompetente y fa-
lible, un tipo que podría echar a perder la tarea cosmogénica
produciendo una creación absolutamente mediocre. El cre-
yente ortodoxo, por supuesto, siempre puede responder a un
escenario como el de Linde diciendo: «De acuerdo, pero
¿quién creó al hacker de la física?». Esperemos que no se
trate de una sucesión interminable de hackers.

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2

RECORRIDO FILOSÓFICO

El enigma no existe.

ludwig wittgenstein,
Tractatus Logico-Philosophicus,
proposición 6.5

El quid del misterio de la existencia, como he dicho, se resume


en la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?». William
James decía de ella que es «la más oscura de toda la filosofía».1
El astrofísico británico sir Bernard Lovell señalaba que su con-
sideración podía «partir en dos la mente de la persona».2 (En
efecto, se sabe que obsesiona a los pacientes psiquiátricos). Ar-
thur Lovejoy, que fundó el campo académico conocido como
la «historia de las ideas», observaba que el intento de respon-
derla «constituye uno de los empeños más grandiosos de la
inteligencia humana».3 Como ocurre con todo lo que es in-
comprensible, deja un resquicio abierto a la jocosidad. Hace ya
varios años, cuando le planteé la pregunta al filósofo estado-
unidense Arthur Danto, contestó, un tanto airado: «¿Quién
dice que no existe la nada?». (Como se verá enseguida, no todo
es broma en esta respuesta.) Otra respuesta aún mejor fue la
que dio Sidney Morgenbesser, profesor de la Universidad de
Columbia y bromista legendario, ya fallecido. «Profesor Mor-
genbesser, ¿por qué hay algo en vez de nada?», le preguntó un
día un alumno. A lo que Morgenbesser contestó: «Vamos,
aunque no existiera nada, no quedaría usted satisfecho».
Pero las bromas no pueden soslayar la pregunta. Como ob-
servó Martin Heidegger, a todos «nos hiere su fuerza oculta».4

28

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recorrido filosófico 29

La pregunta aparece en momentos de gran desesperación, cuan-


do las cosas tienden a perder todo su peso y se oscurece todo
significado. Está presente en momentos de júbilo, cuando todo
lo que nos rodea se transfigura y parece que existe por primera
vez... La pregunta se cierne sobre nosotros en el aburrimiento,
cuando nos distanciamos por igual de la desesperación y el júbi-
lo, y todo nos parece tan irremediablemente anodino que deja
de preocuparnos si existe algo o no.

Ignorar esta pregunta es síntoma de deficiencia mental; así al


menos lo dice el filósofo Arthur Schopenhauer: «Cuanto más
inferior es el hombre en un aspecto intelectual, menos descon-
certante y misteriosa le es la propia existencia»,5 dice. Lo que
eleva al hombre por encima de las otras criaturas es la con-
ciencia de su finitud; la perspectiva de la muerte lleva consigo
la posibilidad de concebir la nada, el impacto del no ser. Si mi
propio yo, el microcosmos, es ontológicamente precario, tal
vez lo sea también el macrocosmos, el universo en su conjunto.
Conceptualmente, la pregunta «¿Por qué existe el mundo?»
concuerda con la pregunta «¿Por qué existo yo?». Como
señala John Updike, son los dos grandes misterios existencia-
les. Y si resulta que uno es solipsista —es decir, si piensa,
como pensaba el primer Wittgenstein, que «yo soy mi mun-
do»— los dos misterios se funden en uno.

Siendo una pregunta que se supone intemporal y universal,


es extraño que nadie se preguntara explícitamente «¿Por qué
hay algo en vez de nada?» hasta la era moderna. Tal vez lo que
hace a la pregunta verdaderamente moderna sea la parte de
la «nada». Las culturas premodernas tienen sus mitos de la
creación para explicar el origen del universo, pero son unos
mitos que nunca parten de la pura nada. Siempre presuponen
algunos seres o materia primigenios de los que surgió la rea-

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30 ¿por qué existe el mundo?

lidad. Según un mito nórdico presente hacia el año 1200 de


nuestra era, por ejemplo, el mundo empezó cuando una re-
gión primigenia de fuego fundió una región primigenia de
escarcha, dando lugar a unas gotas líquidas que adquirieron
vida y adoptaron la forma de un sabio gigante llamado Ymer
y una vaca llamada Audhumla, de los que al final surgió el
resto de la existencia tal como la conocían los vikingos. Se-
gún otro mito un tanto más económico de la creación, el de
los bantús africanos, todo el contenido del universo —el Sol,
las estrellas, la tierra, el mar, todos los animales, la humani-
dad— es vomitado literalmente de la boca de un ser asquea-
do llamado Bumba. Pocas son las culturas que no tienen un
mito de la creación, pero las hay. Una es la de los pirahã, una
tribu curiosamente obstinada del Amazonas. Cuando los an-
tropólogos preguntan a los pirahã qué había antes del mun-
do, su respuesta invariable es: «Siempre ha sido así».6
A las teorías sobre el nacimiento del universo se las llama
cosmogonías, del griego cosmos, que significa «universo», y
gonos, que significa «producir» (la misma raíz de «gónada»).
Los griegos clásicos fueron los pioneros de la cosmogonía
racional, en oposición a la variedad mítico-poética que los
mitos de la creación ejemplifican. Sin embargo, los griegos
nunca plantearon la pregunta de por qué existe un mundo en
vez de «nada en absoluto». Sus cosmogonías siempre implica-
ban algún tipo de material de partida, normalmente bastante
caótico. El mundo natural, decían, llegó a la existencia cuan-
do se impuso orden a ese caos primigenio: cuando el caos se
convirtió en el cosmos. (Es interesante que las palabras «cos-
mos» y «cosmética» tengan la misma raíz: la palabra griega
que significa «adorno» o «disposición».) En cuanto a qué
pudo haber sido ese caos original, los filósofos griegos imagi-
naban diversas cosas. Para Tales, era acuoso, una especie de
protoocéano. Para Heráclito, era fuego. Para Anaximandro,
era algo más abstracto, un material indeterminado llamado

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recorrido filosófico 31

«el infinito». Para Platón y Aristóteles, era un sustrato amor-


fo que se podría considerar una idea precientífica del espa-
cio. A los griegos no les preocupaba mucho de dónde proce-
día esa protomateria. Simplemente se daba por supuesto que
era eterna. Fuera lo que fuese, desde luego no era nada, cuya
propia idea era inconcebible para los griegos.
La nada también era ajena a la tradición bíblica. En el libro
del Génesis, Dios crea el mundo no de la nada, sino de un caos
de tierra y agua «amorfo y vacío» —tohu bohu en hebreo ori-
ginal—. Sin embargo, en los primeros tiempos de la era cristia-
na empezó a imponerse una nueva forma de pensar. La idea de
que Dios necesitaba algún tipo de materia para producir un
mundo parecía limitar su poder creador supuestamente infini-
to. De modo que, en torno al segundo o tercer siglo de nuestra
era, los padres de la Iglesia adujeron una cosmogonía radical-
mente nueva. El mundo, proclamaron, fue convocado a la
existencia por la sola palabra creadora de Dios, sin ningún
material preexistente del que obtenerlo. Esta doctrina de la
creación ex nihilo pasó después a formar parte de la teología
islámica, presente en la argumentación kalam de la existencia
de Dios. También penetró en el pensamiento judío medieval.
En su interpretación del pasaje inicial del Génesis, el filósofo
judío Maimónides afirma que Dios creó el mundo de la nada.
Decir que Dios creó el mundo «de la nada» no significa
elevar la nada a la categoría de ente, equiparable con lo divi-
no. Solo significa que Dios no creó el mundo a partir de algo.
Así lo subrayaba Santo Tomás de Aquino, entre otros teólo-
gos cristianos. Pero la doctrina de la creación ex nihilo pare-
cía corroborar la idea de la nada como genuina posibilidad
ontológica. Hacía conceptualmente posible preguntar por
qué existe un mundo, y no nada en absoluto.
Y unos siglos después, alguien por fin lo hizo: un cortesa-
no alemán vanidoso y conspirador que también figura entre
las personas de más preclara inteligencia de todos los tiem-

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32 ¿por qué existe el mundo?

pos: Gottfried Wilhelm Leibniz. En 1714, Leibniz, que por


entonces tenía sesenta y ocho años, se aproximaba al final de
una larga carrera de consideraciones del absurdo. Había in-
ventado el cálculo, al mismo tiempo que Newton y de forma
completamente independiente. Había revolucionado sin ayu-
da alguna la ciencia de la lógica. Había creado una metafísica
fantástica basada en una infinidad de unidades similares al
alma llamadas «mónadas», y en el axioma de que este es «el
mejor de todos los mundos posibles» —un axioma del que
después Voltaire se mofaría con crueldad en Cándido—. Pese
a su fama de filósofo-científico, Leibniz quedó relegado en
Hanover cuando su empleador real, el elector Georg Ludwig,
se fue a Gran Bretaña para convertirse en el rey Jorge I. Leib-
niz tenía una salud muy precaria, y murió a los dos años,
expirando (según su secretario) mientras de su boca escapa-
ba una gran nube de gas tóxico.
En estas deprimentes circunstancias compuso sus últimos
escritos filosóficos, entre ellos un ensayo titulado «Principios
de la naturaleza y la gracia, fundados en la razón». En él pos-
tulaba el que denominó «principio de razón suficiente», que
en esencia dice que existe una explicación para todos lo he-
chos, una respuesta para todas las preguntas. «Afirmado este
principio —dice Leibniz—, la primera pregunta que tenemos
derecho a formular es: “¿Por qué hay algo en vez de nada?”».7
Para Leibniz, la respuesta era fácil y evidente. Para evitar-
se obstáculos en su carrera, siempre había simulado acatar la
ortodoxia religiosa. En consecuencia, decía que la razón de
la existencia del mundo era Dios, que lo creó por decisión
propia y libre, movido por su infinita bondad.
Pero ¿cuál era la explicación de la existencia del propio
Dios? Leibniz también tenía respuesta para esta pregunta. A
diferencia del universo, cuya existencia es contingente, Dios
es un ser necesario. Contiene en sí mismo la razón de su pro-
pia existencia. Su no existencia es lógicamente imposible.

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recorrido filosófico 33

De ahí que la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?»


se desestimaba en el mismo momento en que se planteaba. El
universo existe por Dios. Y Dios existe por Dios. La natura-
leza esencial y divina de Dios, afirma Leibniz, basta para re-
solver definitivamente el misterio de la existencia.
Ahora bien, la solución leibniziana del misterio de la exis-
tencia no prevaleció mucho tiempo. En el siglo xviii, David
Hume e Immanuel Kant —dos filósofos que discrepaban en
muchas cuestiones— rebatieron la idea de «ser necesario»,
que consideraban un engaño ontológico. Hay, sin duda, entes
cuya existencia es lógicamente imposible —por ejemplo, el
círculo cuadrado—. Sin embargo, Hume y Kant convenían en
que la lógica pura no garantiza la existencia de ningún ente.
«Todo lo que podamos concebir como existente también lo
podemos concebir como no existente —dice Hume—. Por
consiguiente, no hay ser alguno cuya no existencia implique
una contradicción»8 (Dios incluido).
Pero si Dios no existe de forma necesaria, entonces se abre
una posibilidad metafísica completamente nueva: la posibili-
dad de la nada absoluta —ni mundo ni Dios ni nada—. Es
curioso, sin embargo, que ni Kant ni Hume abordaran en se-
rio la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?». Para
Hume, cualquier respuesta que se propusiera a esta pregunta
sería «mera sofistería e ilusión», ya que nunca se podría ba-
sar en nuestra experiencia. Para Kant, intentar explicar la to-
talidad del ser conllevaría necesariamente una extensión ile-
gítima de los conceptos que utilizamos para estructurar el
mundo de nuestra experiencia —conceptos como los de «cau-
salidad» y «tiempo»— a una realidad que trasciende de este
mundo, la realidad de «las cosas en sí mismas». La conse-
cuencia, dice Kant, solo podrían ser el error y la incoherencia.
Los filósofos posteriores, tal vez acosados por las rigide-
ces de Hume y Kant, evitaron durante mucho tiempo enfren-
tarse a la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?». El

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34 ¿por qué existe el mundo?

gran pesimista Schopenhauer, que proclamaba que el miste-


rio de la existencia es «el volante que mantiene en movimien-
to el reloj de la metafísica»,9 llamaba, no obstante, «locos»,
«engreídos vanos» y «charlatanes»10 a quienes pretendían re-
solver la pregunta. El romántico alemán Friedrich Schelling
afirmaba que «la función principal de toda filosofía es la so-
lución del problema de la existencia del mundo».11 Sin em-
bargo, pronto decidió que era imposible dar una explicación
racional de la existencia; lo máximo que podemos decir es
que el mundo surgió del abismo de la nada eterna por un
salto incomprensible. Hegel escribió mucho y en tono oscuro
sobre «el ser que desaparece en la nada y la nada que desapa-
rece en el ser»,12 pero Søren Kierkegaard, el irónico pensador
danés, desechó sus maniobras dialécticas, que calificaba de
un poco mejores que «las del vendedor de especias».13
En los inicios del siglo xx se produjo un renacimiento del
interés por el misterio de la existencia, gracias sobre todo al
filósofo francés Henri Bergson. «Quiero saber por qué existe
el universo»,14 proclamaba Bergson en 1907 en su libro La
evolución creadora. Toda existencia —la materia, la concien-
cia, el propio Dios—, cree Bergson, es «una conquista sobre
la nada». Pero, después de ponderarlo mucho, concluye que
esta conquista no es realmente tan milagrosa. Toda la cues-
tión del algo frente a la nada se basa en una ilusión: la ilusión
de que es posible que no haya nada en absoluto. Mediante
una serie de argumentos, Bergson pretende demostrar que
la idea de la nada absoluta es tan autocontradictoria como la
del círculo cuadrado. Dado que la nada es una pseudoidea,
concluye, la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?» es
una pseudopregunta.
Esta decepcionante conclusión no impresionó lo más mí-
nimo a Martin Heidegger, para quien la nada es completa-
mente real, una especie de fuerza negadora que amenaza con
aniquilar el reino del ser. En una serie de conferencias impar-

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recorrido filosófico 35

tidas en 1935 en la Universidad de Friburgo —donde se le


concedió el cargo de rector después de que proclamara su
adhesión al nacionalsocialismo de Hitler—, declaró desde el
principio que la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?»
es la «más profunda», «la de mayor alcance» y «la más fun-
damental de todas las preguntas».15
¿Y qué hizo Heidegger con esta pregunta a medida que se
sucedían las conferencias? No mucho. Se extendía en su pa-
tetismo existencial. Se deleitaba en cuestiones etimológicas
de aficionado, acumulando palabras griegas, latinas y sáns-
critas relacionadas con Sein, la palabra alemana que significa
«ser». Elucubraba sobre las virtudes poéticas de los preso-
cráticos y los trágicos griegos. Al concluir la última conferen-
cia, Heidegger señaló que «ser capaz de hacer una pregunta
significa ser capaz de esperar, incluso toda la vida»,16 una ob-
servación que a buen seguro hizo que aquellos que de entre el
público habían estado esperando algún indicio de respuesta
asintieran fatigados.
Heidegger fue, sin lugar a dudas, el filósofo más influyente
del siglo  xx de la Europa continental. Sin embargo, en el
mundo de habla inglesa, fue Ludwig Wittgenstein quien más
influyó en la filosofía. Wittgenstein y Heidegger nacieron en
el mismo año (1889). Tenían un carácter totalmente opuesto:
Wittgenstein era valiente y ascético; Heidegger, vanidoso y
desleal. Pero a ambos les seducía por igual el misterio de la
existencia. «Lo místico no es cómo están las cosas en el mun-
do, sino que exista», afirma Wittgenstein en una de las lapi-
darias proposiciones numeradas —la  6.44, para ser exac-
tos— de la única obra que vio publicada en vida, el Tractatus
Logico-Philosophicus. Unos años antes, en los cuadernos que
escribía siendo soldado del ejército austríaco durante la Pri-
mera Guerra Mundial, en la entrada del  26  de octubre
de 1916 Wittgenstein decía: «Estéticamente, el milagro es que
el mundo exista».17 (Más tarde, ese mismo día, escribía: «La

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36 ¿por qué existe el mundo?

vida es seria, el arte es alegre» —y lo hacía mientras luchaba


en el frente ruso—). La admiración y el asombro por la exis-
tencia del mundo, dice Wittgenstein, fueron una de las tres
experiencias que le permitieron establecer su mente en el va-
lor ético. (Las otras dos fueron el sentimiento de estar absolu-
tamente seguro, y la experiencia de la culpa). Sin embargo,
como ocurre con todas las cuestiones importantes de verdad
—el valor ético, el sentido de la vida y la muerte—, intentar
explicar el «milagro estético» de la existencia del mundo es
un empeño vano; le lleva a uno más allá de los límites del len-
guaje, dice Wittgenstein; al reino de lo indecible. Aunque
«respetaba profundamente» el impulso de preguntar «Por
qué hay algo en vez de nada», pensaba que en definitiva la
pregunta no tiene sentido. Como dice con crudeza en la pro-
posición 6.5 del Tractatus: «El enigma no existe».
Por inefable que pudiera ser para Wittgenstein, el misterio
de la existencia le sobrecogía y le producía una sensación de
claridad espiritual. En cambio, a muchos de los filósofos bri-
tánicos y estadounidenses que le siguieron les parecía una
ambigua pérdida de tiempo. Un caso típico de su actitud des-
pectiva fue la de A. J. «Freddy» Ayer, el adalid británico del
positivismo lógico, enemigo acérrimo de la metafísica, y que
se autoproclamó heredero de David Hume. En una emisión
de la BBC en1949, Ayer debatió sobre la existencia de Dios
con Frederick Copleston, sacerdote jesuita e historiador de la
filosofía. Resultó que gran parte de aquel debate giró en tor-
no a la pregunta de por qué hay algo en vez de nada. Para el
padre Copleston, esta pregunta era una entrada a lo trascen-
dente, una forma de entender que la existencia de Dios es «la
explicación ontológica última de los fenómenos».18  Para
Ayer, su oponente ateo, era una bobada ilógica.
«Supongamos —decía Ayer— que hacemos una pregunta
del tipo “¿De dónde proceden todas las cosas?”. Es una pre-
gunta perfectamente significativa para cualquier suceso dado.

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recorrido filosófico 37

Preguntar de dónde surgió es preguntar por algún suceso an-


terior a él. Pero si generalizamos esta pregunta, acaba por
perder todo sentido. Pasamos a preguntar entonces qué suce-
so es anterior a todos los sucesos. Es evidente que ningún
suceso puede ser anterior a todos los sucesos porque pertene-
ce a la clase de todos los sucesos en la que se debe incluir y,
por consiguiente, no puede ser anterior a ella».19
Wittgenstein, que escuchó aquel debate en la radio, le dijo
después a un amigo que el razonamiento de Ayer le pareció
«increíblemente superficial».20 Sin embargo, se consideró
que el debate fue tan ajustado que, unos años después, se
programó una versión televisiva. Ayer y Copleston acumula-
ron tanto whisky mientras se solucionaban unos problemas
técnicos que cuando el debate empezó ambos cayeron en la
incoherencia.
El desacuerdo entre Ayer y Copleston sobre el carácter sig-
nificativo de la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?»
se convirtió en una disputa sobre la propia naturaleza de la
filosofía. Y la inmensa mayoría de los filósofos, al menos en
el mundo de habla inglesa, se pusieron del lado de Ayer. Ha-
bía dos tipos de verdades, decía la ortodoxia: las verdades
lógicas y las verdades empíricas. Las verdades lógicas depen-
dían solo del significado de las palabras. Las necesidades que
estas expresan —por ejemplo, «Ningún soltero está casado»—
son necesidades meramente verbales. De ahí que las verdades
lógicas no puedan explicar nada acerca de la realidad. En
cambio, las verdades empíricas dependían de la evidencia que
proporcionan los sentidos. Son el ámbito de la indagación
científica. Y en general se concedía que la pregunta de por
qué existe el mundo estaba fuera del alcance de la ciencia. Al
fin y al cabo, una explicación científica podía dar cuenta de
un trozo de realidad solo desde la perspectiva de otros trozos;
nunca podría explicar la realidad en su conjunto. Por lo tan-
to, la existencia del mundo solo podía ser un hecho bruto.

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38 ¿por qué existe el mundo?

Bertrand Russell resumía el consenso filosófico: «Yo diría


que el universo simplemente está ahí, y eso es todo».21
La ciencia, en general, estaba de acuerdo. La idea del he-
cho bruto sobre la existencia es bastante cómoda si se da por
supuesto que el universo siempre ha estado ahí. Y esto era, en
efecto, lo que pensaba la mayoría de los grandes científicos de
la era moderna —entre ellos Copérnico, Galileo y Newton—.
Einstein estaba convencido de que el universo no solo era
eterno, sino también, en conjunto, inmutable. Y así, cuando
en 1917 aplicó su teoría general de la relatividad al espacio
tiempo en su conjunto, se quedó perplejo al ver que sus ecua-
ciones implicaban algo radicalmente distinto: el universo
debe o expandirse o contraerse. Le pareció algo ridículo, por
lo que añadió a su teoría un factor-trampa que hiciera posible
que el universo fuera a la vez eterno e inmutable.
Fue un sacerdote quien tuvo el desparpajo de llevar la re-
latividad a su conclusión lógica. En 1927, Georges Lamaître,
de la Universidad de Lovaina, desarrolló un modelo einstei-
niano del universo en el que el espacio se expandía. Retroce-
diendo en su razonamiento, el padre Lamaître propuso que
todo el universo debió haberse originado en un punto defini-
do del pasado a partir de un átomo primigenio de energía
infinitamente concentrada. Dos años después, el modelo del
universo en expansión de Lamaître fue confirmado por el
astrónomo estadounidense Edwin Hubble, cuyas observacio-
nes en el Observatorio del Monte Wilson de California esta-
blecieron que, en efecto, todas las galaxias de nuestro alrede-
dor se están alejando. Tanto la teoría como la evidencia
empírica apuntaban al mismo veredicto: el universo tuvo que
tener un inicio súbito en el tiempo.
Los eclesiásticos se regocijaron. La prueba científica de la
versión bíblica de la creación, pensaban, estaba ahora en su
terreno. El papa Pío XII, en el acto de apertura de una confe-
rencia en el Vaticano en 1951, declaró que esa nueva teoría de

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recorrido filosófico 39

los orígenes cósmicos atestiguaba «aquel primordial Fiat lux


pronunciado en el momento en que, junto con la materia, es-
talló de la nada un mar de luz y radiación... Así pues, la crea-
ción se produjo en el tiempo; por consiguiente, hay un crea-
dor; por consiguiente, Dios existe».22
A quienes se encontraban en el otro extremo ideológico les
rechinaban los dientes; en particular, a los marxistas. Al mar-
gen por completo de su aura religiosa, la nueva teoría contra-
decía su creencia en la infinitud y la eternidad de la materia,
que era uno de los axiomas del materialismo dialéctico de
Lenin. En consecuencia, la teoría se rechazaba por «idealis-
ta». El físico David Bohm, de ideas marxistas, reprendía a los
formuladores de la teoría por ser «científicos traidores a la
ciencia, que descartan los hechos científicos para llegar a con-
clusiones gratas a la Iglesia católica».23 Ateos no marxistas se
mostraban también aferrados a sus ideas. «Algunos científi-
cos más jóvenes se sentían tan alterados por esas tendencias
teológicas que decidieron simplemente bloquear su fuente
cosmológica»,24 comentaba el astrónomo alemán Otto Heck-
mann, eminente investigador de la expansión cósmica. El de-
cano de la profesión, sir Arthur Eddington, decía: «La idea de
un principio me repugna... Sencillamente no creo que el or-
den actual de las cosas empezara con un estallido... el univer-
so en expansión es absurdo... increíble... me deja frío».25
También había algunos científicos creyentes preocupados.
El cosmólogo sir Fred Hoyle pensaba que una explosión era
una forma de empezar indigna, algo parecido «a la chica que
en las fiestas sale de repente de la tarta».26 En una emisión de
la BBC de los años cincuenta, Hoyle se refirió con sarcasmo a
ese supuesto origen como «el Big Bang». La expresión cuajó.
No mucho antes de su fallecimiento en 1955, Einstein con-
siguió superar sus escrúpulos metafísicos sobre el Big Bang.
Calificó su primer intento de eludirlo mediante un dispositivo
teórico ad hoc de «la mayor metedura de pata de mi carrera».

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40 ¿por qué existe el mundo?

En cuanto a Hoyle y el resto de los escépticos, fueron derrota-


dos finalmente en 1965 cuando dos científicos de los Labora-
torios Bell de Nueva Jersey detectaron de forma accidental un
siseo de microonda omnipresente que resultó ser el eco del
Big Bang. (Al principio, los científicos pensaron que el siseo se
debía a los excrementos que las palomas dejaban en la ante-
na.) Si se enciende el televisor y se sintoniza en una zona inter-
media de cadenas, más o menos el 10 % de ese fondo motea-
do en blanco y negro que se ve está provocado por los
neutrones residuales del nacimiento del universo. ¿Qué mejor
prueba del Big Bang?: se puede ver por televisión.
Tuviera o no un creador el universo, el descubrimiento de
que nació en un momento finito del pasado —13.700 millo-
nes de años, según los últimos cálculos cosmológicos— pare-
cía mofarse de la idea de que era ontológicamente autosufi-
ciente. Parece razonable presumir que todo lo que existe por
su propia naturaleza debe ser eterno e imperecedero. Parecía
ahora que el universo no lo era. Del mismo modo que entró
en la existencia en un abrir y cerrar de ojos con un Big Bang
inicial, expandiéndose y evolucionando hasta su forma ac-
tual, también podría salir de la existencia en algún futuro le-
jano con un Big Crunch aniquilador. (Hoy, sigue abierta en la
cosmología la cuestión de si el destino final del universo será
un Big Crunch [Gran Implosión], un Big Chill [Gran Enfria-
miento] o un Big Crack-up [Gran Quiebra]). La vida del uni-
verso, como la de todos nosotros, puede ser un simple inter-
ludio entre dos nadas.
Así pues, el descubrimiento del Big Bang hizo mucho más
difícil eludir la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?».
«Si el universo no había existido siempre, la ciencia se enfren-
taba a la necesidad de una explicación de su existencia»,27 se-
ñaló Arno Penzias, que compartió el Premio Nobel de Física
por haber detectado la radiación cósmica de fondo del Big
Bang. La pregunta original de «¿por qué?» no solo seguía

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recorrido filosófico 41

viva, sino que ahora había que complementarla con la de


«¿cómo?»: «¿Cómo pudo algo salir de la nada?». La hipóte-
sis del Big Bang, además de dar una renovada esperanza a los
apologetas de la religión, abría una indagación nueva y pura-
mente científica sobre el origen último del universo. Y pare-
cía que se multiplicaban las posibles explicaciones. En el si-
glo xx se produjeron dos avances revolucionarios en el
campo de la física. Uno de ellos, la teoría de la relatividad de
Einstein, llevó a la conclusión de que el universo tuvo un
principio en el tiempo. La otra, la mecánica cuántica, tenía
unas implicaciones aún más radicales. Ponía en duda la pro-
pia idea de causa y efecto. Según la teoría cuántica, a micro-
nivel los sucesos se producen de forma aleatoria: violan el
principio de causalidad clásico. Esto abría la posibilidad con-
ceptual de que la semilla del universo pudiera haber llegado a
la existencia sin una causa, fuera esta sobrenatural o de otra
índole. Tal vez el mundo surgió espontáneamente a partir de
la pura nada. Toda existencia se podría atribuir a una fluc-
tuación aleatoria en el vacío, a un «tunelaje cuántico» que
fuera de la nada al ser. Cómo pudo haber ocurrido exacta-
mente esto se ha convertido en el campo de estudio de un
pequeño pero influyente grupo de físicos a los que a veces se
denomina los «teóricos de la nada». Con una mezcla de inge-
nuidad y osadía metafísicas, estos científicos —en cuyas filas
milita Stephen Hawking— creen que podrían resolver un
misterio hasta hoy considerado intocable por la ciencia.

Tal vez alentados por este fermento científico, los filósofos


han estado mostrando una mayor osadía ontológica. El posi-
tivismo lógico, que había desechado la pregunta «¿Por qué
hay algo en vez de nada?» por carecer de sentido, estaba ca-
duco en la década de 1960, víctima de su propia incapacidad
de llegar a una distinción práctica entre el sentido y el sinsen-

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42 ¿por qué existe el mundo?

tido. Tras él, ha renacido la metafísica: el empeño de describir


la realidad en su conjunto. Los filósofos, ni siquiera en el
mundo anglosajón, ya no se avergüenzan de emplearse en
cuestiones metafísicas. El más audaz de los muchos filósofos
profesionales que se han enfrentado al misterio de la existen-
cia en las últimas pocas décadas fue Robert Nozick, de la
Universidad de Harvard, fallecido en 2002 a los sesenta y tres
años. Aunque es más conocido por ser el autor del clásico li-
bertario Anarquía, Estado y utopía, a Nozick le obsesionaba
la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?», a cuyas
posibles respuestas —algunas completamente disparatadas—
dedicó un apartado de cincuenta páginas de su posterior libro
Philosophical Explanations. Invita al lector a imaginar la
nada como una fuerza «que succiona las cosas hacia la no
existencia».28 Postula un «principio de fecundidad» que san-
ciona la existencia simultánea de todos los mundos posibles.
Habla de algún tipo de indagación mística en el fundamento
de la realidad. En cuanto a sus colegas a los que sus intentos
de responder la pregunta definitiva les pudieran parecer un
tanto extraños, Nozick no se anda con rodeos: «Quien pro-
pone una respuesta que no sea extraña demuestra que no en-
tendió la pregunta».29

En la actualidad, la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de


nada?» sigue dividiendo a los pensadores en tres bandos. Los
«optimistas» sostienen que tiene que haber una razón de la
existencia del mundo, y que la podemos descubrir. Los «pesi-
mistas» creen que pudiera haber una razón de la existencia
del mundo, pero que nunca lo sabremos a ciencia cierta —tal
vez porque la realidad que vemos es demasiado escasa para
poder ser conscientes de la razón que se oculta en ella, o por-
que cualquier razón de ese tipo debe estar más allá de los lí-
mites intelectuales de los humanos, a quienes la naturaleza

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recorrido filosófico 43

equipó con lo necesario para la supervivencia, pero no para


penetrar en la naturaleza interior del cosmos—. Por último,
los «rechacistas» persisten en la creencia de que no puede
haber una razón de la existencia del mundo y, por lo tanto, la
propia pregunta carece de sentido.
No hay que ser filósofo ni científico para decidirse por uno
de estos bandos. Todo el mundo tiene derecho a hacerlo. Mar-
cel Proust, por ejemplo, parece que se situaba entre los pesi-
mistas. El narrador de su novela En busca del tiempo perdido,
al meditar sobre el caso Dreyfus y cómo dividió a la sociedad
francesa en dos bandos enfrentados, señala que el saber polí-
tico puede carecer de fuerza para acabar con los conflictos
civiles, del mismo modo que «en filosofía, la lógica pura care-
ce de fuerza para abordar el problema de la existencia».30
Pero supongamos que somos optimistas. ¿Cuál es el enfo-
que más prometedor sobre el misterio de la existencia? ¿El
teísta tradicional, que busca en un ente semejante a Dios la
causa necesaria y el sustentador de todo ser? ¿El enfoque
científico, que parte de las ideas de la cosmología cuántica
para explicar por qué el universo tuvo que saltar de un esta-
llido a la existencia desde el vacío? ¿Es un enfoque puramen-
te filosófico, que se propone deducir una razón de la existen-
cia del mundo a partir de consideraciones de valor abstractas,
o de la pura imposibilidad de la nada? ¿Es alguna especie de
enfoque místico, cuyo objetivo es satisfacer el ansia de un
principio cósmico mediante la iluminación directa?
Todos estos enfoques tienen hoy sus defensores. Parece, a
primera vista, que merece la pena considerarlos todos. En
efecto, solo reflexionando sobre el misterio de la existencia
desde todos los ángulos posibles se puede confiar en resolver-
lo. A quienes consideran que la pregunta «¿Por qué hay algo
en vez de nada?» es irremediablemente difícil de aprehender
o incoherente sin más, se les puede señalar que el progreso
intelectual consiste a menudo en pulir precisamente este tipo

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44 ¿por qué existe el mundo?

de preguntas, de forma que quienes las formularon por pri-


mera vez no podían prever. Tomemos otra pregunta, plantea-
da hace dos mil quinientos años por Tales y sus colegas pre-
socráticos: «¿De qué están hechas las cosas?». Hacer una
pregunta tan general y de tan gran alcance puede parecer in-
genuo, incluso infantil. Pero, como señala el filósofo de
Oxford Timothy Williamson, los filósofos presocráticos «es-
taban haciendo una de las mejores preguntas que jamás se
hayan hecho, una pregunta que ha conducido entre arduos
esfuerzos a gran parte de la ciencia moderna». Haberla des-
echado desde el principio por la imposibilidad de responder-
la habría sido «una rendición lastimosa e innecesaria a la
desesperanza, el filisteísmo, la cobardía o la indolencia».31
El misterio de la existencia, sin embargo, puede parecer
genuinamente fútil entre este tipo de preguntas. Porque, como
dice William James, «no existe puente lógico entre la nada y
el ser».32 Pero ¿se puede saber esto antes de iniciar cualquier
intento de construir tal puente? Se han construido con éxito
otros puentes que parecían imposibles: de la no vida a la vida
(gracias a la biología molecular), de lo finito a lo infinito (gra-
cias a la teoría matemática de conjuntos). En la actualidad,
quienes se ocupan del problema de la conciencia intentan ten-
der un puente entre la mente y la materia, y quienes tratan de
unificar la física intentan hacerlo entre la materia y las mate-
máticas. Con esos vínculos conceptuales que van adquiriendo
forma, tal vez se pueda empezar a vislumbrar el borroso perfil
de un puente que vaya de la nada al algo (o quizás un túnel, si
los teóricos cuánticos están en lo cierto). Solo cabe esperar
que no sea un «puente de los asnos».*

* Expresión que se refiere a una prueba elemental que, caso de no ser


superada, demuestra la falta de habilidad en una materia. Los que no su-

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recorrido filosófico 45

Los motivos para indagar en el misterio de la existencia no


son solo intelectuales, sino también sentimentales. Nuestros
sentimientos normalmente tienen su objeto; son sobre algo.
Estoy triste por la muerte de mi perro. Estamos entusiasma-
dos porque los Yankees están en la World Series. Otelo está
encolerizado por la infidelidad de Desdémona. Pero parece
que algunos estados emocionales son de «flotación libre»,
carentes de objeto alguno que los determine. El terror de
Kierkegaard, por ejemplo, no va dirigido a nada, o va dirigi-
do a todo. Algunos estados de ánimo como la depresión y la
euforia, si es que tienen algún objeto, parece que se refieren a
la propia existencia. Heidegger dice que, en lo más profundo,
así ocurre con todas las emociones.
¿Qué tipo de sentimiento es el adecuado cuando su objeto
es el mundo en su conjunto?
Esta pregunta divide a las personas en dos categorías: la
de quienes sonríen a la existencia y la de quienes desconfían
de ella. Un desconfiado notable es Arthur Schopenhauer,
cuyo pesimismo filosófico influyó en pensadores posteriores
de la talla de Tolstoi, Wittgenstein y Freud. Si la existencia del
mundo nos asombra, declara Schopenhauer, es un asombro
de consternación y angustia. Por esto «la filosofía, como la
obertura de Don Juan, empieza en tono menor». No vivimos
en el mejor de todos los mundos, prosigue, sino en el peor. La
no existencia «no solo es concebible, sino incluso preferible a
su existencia».33 ¿Por qué? En la metafísica de Schopenhauer,
todo el universo es una gran manifestación de esfuerzo, una
vasta voluntad. Todas las personas, con nuestras voluntades

peren esa prueba se habrán quedado siendo unos asnos. Los demás, ha-
brán traspasado el puente. Su origen está en los Elementos de Euclides,
una de cuyas proposiciones se considera la primera auténtica prueba de
inteligencia del lector y funciona como un puente por el que se llega a otras
proposiciones más complejas. (N. del t.)

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46 ¿por qué existe el mundo?

aparentemente individuales, no somos más que partes de esta


voluntad cósmica. Hasta la naturaleza inanimada —la fuerza
de atracción de la gravedad, la impenetrabilidad de la mate-
ria— forma parte de ella. Y la voluntad, según Schopenhauer, es
esencialmente sufrimiento: no hay fin que, si se alcanza, pro-
duzca satisfacción; la voluntad está o frustrada y desgraciada,
o saciada y aburrida. Schopenhauer fue el primer pensador
en importar esta corriente budista al pensamiento occidental.
La única forma de salir del sufrimiento, enseñaba, es extin-
guir la voluntad y así entrar en un estado de nirvana, que es
lo más cerca que podemos llegar a estar de la no existencia.
«No voluntad: no idea, no mundo. Ante nosotros solo hay
realmente la nada». Hay que decir que Schopenhauer no fue
precisamente un celoso practicante del ascetismo pesimista
que predicaba: amaba los placeres de la mesa, disfrutó de
muchas aventuras sentimentales, era pendenciero y codicioso
y estaba obsesionado por la fama. También tenía un caniche
que se llamaba Atma: «alma del mundo», en sánscrito.
En el último siglo han predominado los desconfiados
schopenhauerianos, al menos en el mundo literario. En los
bulevares de París se podía encontrar una concentración es-
pecialmente densa de ellos. Pensemos en E. M. Cioran, el es-
critor rumano que llegó a París y se reinventó como flâneur
existencial. Ni siquiera los encantos de su ciudad adoptiva
podían mitigar su desesperación. «Cuando se llega a enten-
der que nada es —escribía Cioran—, que las cosas no mere-
cen siquiera el estatus de apariencia, ya no se tiene necesidad
de ser salvado; se está salvado y se es desgraciado para siem-
pre».34 A Samuel Beckett, otro expatriado en París, le afligía
también el vacío del ser. «¿Por qué el cosmos se nos muestra
indiferente?», quería saber. «¿Por qué somos una parte tan
insignificante de él?». «¿Por qué existe un mundo?».
Jean-Paul Sartre también podía ser negativo ante la exis-
tencia. Roquentin, el héroe autobiográfico de su novela La

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recorrido filosófico 47

náusea, se siente «asfixiado de ira» en los «monstruosos pe-


dazos» del «ser burdo y absurdo» que lo rodean mientras está
sentado bajo un castaño en la ciudad imaginaria de Bouville.
La pura contingencia de todo le sorprende no solo por absur-
da, sino sencillamente por obscena. «Ni siquiera puede uno
preguntarse de dónde surgió todo, o cómo llegó a la existen-
cia el mundo, en lugar de la nada», susurra Roquentin, lo que
le lleva a gritar: «¡Inmundicia!» a las «toneladas y toneladas
de existencia», para luego caer en una «fatiga inmensa».35
Las figuras literarias estadounidenses han tendido a llevar
su pesimismo ontológico con más alegría. El dramaturgo
Tennessee Williams, por ejemplo, simplemente decía que «un
vacío es muchísimo mejor que parte de la repugnante natura-
leza que lo sustituye»,36 y a continuación se tomaba otro
whisky. John Updike canalizó su ambigüedad sobre el ser ha-
cia su álter ego de ficción, Henry Bech, aquel novelista judío
encerrado, priápico y dado a la desesperación. En un cuento
de Updike, invitan a Bech a hacer una lectura de su obra en
un college femenino del sur, donde es considerado una estre-
lla de la literatura. En una cena dada en su honor después de
la lectura, «miró alrededor al corro de hembras que estaban
masticando y vio sus cuerpos como los pudiera ver un mar-
ciano o un molusco, como pedúnculos pulposos de fajos de
nervios extrañamente recogidos en un moño sobre la cabeza,
con un pasador de hueso sosteniendo unos gramos de gelati-
na en los que un billón de circuitos, en su mayor parte inacti-
vos, registraban, codificaban operaciones motoras y genera-
ban un exceso de electricidad que presionaba sobre el lado
sin pelo de la cabeza y goteaba por los orificios, en forma de
ruidos de dolor y desesperaración y una danza simiesca de
arrugas». Bech experimenta una epifanía nihilista: «Debiera
haberse dejado tranquilo al vacío, ahorrarle los problemas de
la materia, de la vida y, lo que es peor, de la conciencia».37
Toda existencia, se dice a sí mismo, no es más que un «borrón

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48 ¿por qué existe el mundo?

sobre la nada». Sin embargo, en sus momentos más alegres


—o cuando simula estarlo al grabar una entrevista literaria—
el Bech de Updike es capaz de sonreír ante el ser: «Pensaba,
por si le interesa a la grabadora... en la dignidad de lo inani-
mado, en lo intrincado de lo animado, en la belleza de la
mujer media y el sentido común del hombre medio».38 En po-
cas palabras, Bech pensaba «en la bondad de algo frente a
nada». El espasmo de optimismo ontológico de Bech recuer-
da a una famosa trascendentalista de Nueva Inglaterra del
siglo xix, Margaret Fuller, a la que le gustaba exclamar:
«¡Acepto el universo!» (a lo que el cáustico Thomas Carlyle
respondía: «¡Dios! ¡Le conviene!»).
Tal vez el refrendo más sonoro de la bondad del mundo no
sea ni literario ni filosófico, sino musical. Es el que hace
Haydn en su oratorio La creación. Al principio, todo es un
caos musical, una mezcla de armónicos fantasmales y melo-
días fragmentarias. Luego llega el momento creador, cuando
Dios declara: «¡Hágase la luz!». Al responder los cantores:
«Y se hizo la luz», la orquesta y el coro subrayan el milagro
con una tríada poderosa y sostenida en Do mayor (todo lo
contrario del sombrío «tono menor» de Schopenhauer).
La actitud que uno adopte ante la existencia en su conjun-
to no debe ser una mera cuestión de carácter —o de si uno es
melancólico o no, o de si durmió bien o mal la noche ante-
rior—. Debe estar sometida a la evaluación racional. Y solo
analizando la pregunta «¿Por qué hay algo en vez de nada?»
podremos llegar a ver el valor de la existencia a la luz de la
razón.
¿Podría ser, por ejemplo, que el mundo existe porque, en
conjunto, es mejor que la nada? Hay filósofos que así lo
creen. Se llaman a sí mismos «axiárquicos» (palabra que pro-
cede del griego y significa «gobierno del valor»). Piensan que
el cosmos pudo haber estallado y llegar a ser como respuesta
a la necesidad de la bondad. Si están en lo cierto, el mundo, y

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recorrido filosófico 49

nuestra existencia en él, pudiera ser mejor de lo que se nos


muestra. Debemos estar al acecho de sus virtudes más sutiles,
como las armonías ocultas y las cosas difuminadas.
Otros sostienen que el triunfo del ser sobre la nada bien
pudo ser consecuencia del azar ciego. Al fin y al cabo, hay
muchas formas de que haya algo —mundos en que todo fue-
ra azul, mundos hechos de queso cremoso, etc.—, pero solo
una de que no haya nada. Suponiendo que en la lotería cós-
mica se dieran las mismas oportunidades a todas las realida-
des posibles, la probabilidad de que ganara uno de los mu-
chos algos, y no la única nada, es abrumadora. Si resultara
que esta visión del azar ciego de la realidad fuera acertada,
tendríamos que revisar en cierto grado nuestra actitud hacia
la existencia. Porque si la realidad es el resultado de una lote-
ría cósmica, es probable que el mundo ganador sea mediocre:
ni muy bueno ni muy malo, ni muy claro ni muy confuso, ni
muy hermoso ni muy feo. La razón es que las posibilidades
mediocres son comunes, y las verdaderamente excelentes u
horribles son raras.
Si, por un lado, la respuesta al rompecabezas de la exis-
tencia resulta ser teísta o cuasi teísta —es decir, si implica
algo parecido a un creador— entonces la actitud que uno
adopte ante el mundo dependerá de la naturaleza de ese crea-
dor. Las principales religiones monoteístas afirman que el
mundo fue creado por un Dios omnipotente e infinitamente
bondadoso. Si así es, entonces uno está más o menos obliga-
do a contemplar el mundo con una luz favorable, pese a im-
perfecciones físicas como las partículas elementales y las es-
trellas explosivas, e imperfecciones morales como el cáncer
infantil y el Holocausto. Pero algunas religiones han seguido
una doctrina distinta de la creación. Los gnósticos, un movi-
miento herético que floreció en los primeros siglos del cristia-
nismo, decían que el mundo material no fue creado por una
deidad benevolente, sino por un demiurgo perverso, por lo

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50 ¿por qué existe el mundo?

que consideraban justificada su oposición a la realidad mate-


rial. (Una útil solución de compromiso entre cristianos y
gnósticos podría ser mi propia postura: el universo fue crea-
do por un ser que es cien por cien malevolente, pero solo
eficiente en un 80 %.)
De todas las soluciones del misterio de la existencia, tal
vez la más estimulante sería descubrir que, contrariamente a
toda apariencia, el mundo es causa sui: la causa de sí mismo.
La posibilidad la planteó por primera vez Spinoza, que razo-
naba con osadía (aunque de forma un tanto oscura) que toda
la realidad consiste en una única sustancia infinita. Las cosas
individuales, tanto las físicas como las mentales, no son sino
modificaciones pasajeras de esta sustancia, como las olas so-
bre la superficie del mar. Spinoza se refiere a esta sustancia
infinita como Deus sive Natura: «Dios o Naturaleza». No
hay posibilidad de que Dios esté al margen de la naturaleza,
argumenta, porque entonces se limitarían mutuamente. De
modo que el propio mundo es divino: eterno, infinito y la
causa de su propia existencia. Por consiguiente, merece nues-
tro temor y nuestra reverencia. La interpretación metafísica,
pues, conduce al «amor intelectual» a la realidad: el fin su-
premo de los humanos, según Spinoza, y lo más cerca que
podemos llegar de la inmortalidad.
La imagen de Spinoza del mundo como causa sui cautivó a
Albert Einstein. En 1921, un rabino de Nueva York le pregun-
tó si creía en Dios: «Creo en el Dios de Spinoza», respondió,
«que se manifiesta en la ordenada armonía de lo que existe, no
en un Dios que se preocupe del destino y los actos de los seres
humanos».39 La idea de que el mundo tiene de algún modo la
llave de su propia existencia —y, por lo tanto, existe necesa-
riamente, no como un accidente— cuadra con el pensamiento
de algunos físicos de tendencias metafísicas, por ejemplo,
sir Roger Penrose y el difunto John Archibald Wheeler (que
acuñó la expresión «agujero negro»). Se ha llegado a pensar

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recorrido filosófico 51

incluso que la mente humana desempeña un papel decisivo en


el mecanismo de la autocausalidad. Aunque parece que so-
mos una parte insignificante del cosmos, lo que da realidad al
conjunto de este es nuestra conciencia. En esta imagen, a ve-
ces llamada el «universo participativo», la realidad es un bu-
cle causal que se autosostiene: el mundo nos crea, y nosotros
a nuestra vez creamos el mundo. Es un poco como la gran
obra de Proust, que registra el progreso y los sufrimientos de
su héroe a lo largo de miles de páginas hasta que, al final, este
resuelve escribir la propia novela que hemos estado leyendo.
Es posible que tal fantasía prometeica —somos el autor
del mundo a la vez que su juguete— parezca demasiado bue-
na para ser verdad, pero la consideración de la pregunta
«¿Por qué hay algo en vez de nada?» obliga a cambiar nues-
tros sentimientos sobre el mundo y el lugar que ocupamos en
él. El asombro que sentimos ante su sola existencia puede
evolucionar hacia un nuevo tipo de sobrecogimiento cuando
empecemos a vislumbrar, aunque solo sea su perfil más bo-
rroso, la razón que se oculta en la existencia. Nuestra ansie-
dad por la levedad del ser puede dar paso a la confianza en un
mundo que resulte ser coherente, luminoso e intelectualmen-
te seguro. O tal vez lleve al terror cósmico cuando nos demos
cuenta de que todo el espectáculo no es más que una pompa
de jabón ontológica que podría estallar y quedar en nada en
cualquier momento, sin el mínimo aviso previo. Y el sentido
que hoy tenemos del alcance potencial del pensamiento hu-
mano podría dar paso a una humildad recién hallada por sus
limitaciones, o a una admiración recién descubierta por sus
agigantados pasos. Tal vez nos sentiríamos como el matemá-
tico Georg Cantor cuando hizo un profundo descubrimiento
sobre el infinito: «Lo veo —exclamó—, pero no lo creo».40
Antes de empezar a ahondar en el misterio de la existencia,
parece justo darle su oportunidad a la nada. Porque, como
dice el diplomático y filósofo alemán Max Scheler: «A quien,

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52 ¿por qué existe el mundo?

por así decirlo, no se haya asomado al abismo de la nada ab-


soluta se le pasará por completo por alto el contenido emi-
nentemente positivo del percatarse de que hay algo en vez de
nada».41
Asomémonos, pues, brevemente a ese abismo, con la ple-
na seguridad de que no nos iremos con las manos vacías.
Porque, como dice el viejo refrán, quien no busca, no halla.

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interludio

LA ARITMÉTICA DE LA NADA

Las matemáticas tienen una palabra para referirse a la nada:


«cero». Es de notar que la raíz etimológica de «cero» sea una
palabra hindú: sunya, que significa «vacío» o «vacuidad». Y es
que la idea de «cero» surgió entre los matemáticos hindúes.
Para los griegos y los romanos, la idea de «cero» era in-
concebible: ¿cómo podía ser algo la nada? Al carecer de un
símbolo que la representara en sus sistemas numéricos, no
podían aprovechar la práctica notación «posicional» (en la
que, por ejemplo, 307 significa 3 centenas, ninguna decena y
7 unidades). Esta es una de las razones de que multiplicar con
números romanos sea un suplicio.
A los matemáticos indios la idea de vacío les era familiar por
la filosofía budista. No tenían ningún problema con un símbo-
lo abstracto que significara nada. Los eruditos árabes trans-
mitieron su notación a Europa durante la Edad Media —de
ahí nuestros «números arábigos»—. El sunya hindú se convir-
tió en el sifr árabe, que aparece en las palabras inglesas zero y
cipher, y en otras similares de otras lenguas («cero» y «cifra»).
Los matemáticos acogieron de buen gusto el cero como
dispositivo notacional, pero al principio fueron reacios al
concepto que encerraba. En sus inicios, el cero fue considera-
do más un signo de puntuación que un número por derecho
propio. Pero pronto empezó a adquirir mayor realidad. Por
extraño que parezca, en ello tuvo algo que ver el auge del
comercio. Cuando en 1340 se inventó en Italia la teneduría

53

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54 ¿por qué existe el mundo?

de libros de doble entrada, el cero pasó a ser considerado un


punto divisor natural entre el debe y el haber.
Fuera descubierto o inventado, el cero era claramente un
número con el que había que calcular. Las dudas filosóficas
sobre su naturaleza remitieron ante los cálculos virtuosos de
matemáticos como Fibonacci y Fermat. El cero era un regalo
para los algebristas cuando se trataba de resolver ecuaciones:
si la ecuación se podía formular como ab = 0, entonces se
podía deducir que o a = 0 o b = 0.
En cuanto al origen del número «0», los historiadores no
han logrado ponerse de acuerdo. Según una teoría, hoy re-
chazada por los estudiosos, el número procede de la primera
letra de la palabra griega que significa «nada»: ouden. Según
otra —imaginativa, hay que reconocerlo—, su forma deriva
de la huella circular que deja en la arena la ficha que se usaba
para contar: la presencia de una ausencia.
Supongamos que 0 representa nada y 1 representa algo.
Obtenemos así una especie de versión de juguete del misterio
de la existencia: ¿cómo se puede llegar a 1 a partir de 0?
En las matemáticas de orden superior, hay un sentido sen-
cillo en que el paso de 0 a 1 es imposible. Los matemáticos
dicen que un número es «regular» si no se puede alcanzar con
los recursos matemáticos que le son inferiores. Dicho con más
precisión, el número n es regular si no se puede obtener su-
mando menos de n números que sean ellos mismos menores
que n.
Es fácil ver que 1 es un número regular. No se puede llegar
a él desde abajo, donde con todo lo que hay que operar es
con 0. La suma de 0 ceros es 0, y no hay más. De modo que
no se puede llegar a algo desde nada.
Curiosamente, el 1 no es el único número que no se puede
obtener de esta forma. Resulta que también el 2 es un núme-
ro regular, ya que no se puede obtener con la suma de menos
de dos números que sean menores de 2. (Inténtelo el lector.)

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la aritmética de la nada 55

De modo que no se puede llegar a la pluralidad a partir de la


unidad.
El resto de números finitos carecen de esta interesante pro-
piedad de la regularidad. Se pueden obtener desde abajo. (El
número 3, por ejemplo, se puede obtener sumando dos núme-
ros, el 1 y el 2, cada uno de los cuales es él mismo menor que 3.)
Pero resulta que el primer número infinito, que se representa
con la letra griega omega, sí es regular. No se puede obte­
ner con la suma de ningún conjunto finito de números finitos,
de modo que no se puede llegar al infinito a partir de lo finito.
Pero volvamos al 0 y el 1. ¿Hay alguna otra forma de sal-
var la brecha que los separa: la brecha aritmética entre nada
y algo?
El caso es que nada menos que Leibniz pensaba que había
encontrado ese puente. Además de destacada figura de la fi-
losofía, Leibniz también fue un gran matemático. Inventó el
cálculo, más o menos a la vez que Newton. (Ambos conten-
dieron con acritud sobre quién fue el verdadero inventor,
pero una cosa es cierta: la notación de Leibniz era muchísimo
mejor que la de Newton.)
Entre otras muchas cosas, el cálculo trata de las series in-
finitas. Una de estas series infinitas que Leibniz derivó es:

1/(1–x) = 1 + x + x2 + x3 + x4 + x5 + ...

En una auténtica exhibición de sangre fría, Leibniz introduce


el número –1 en su serie, lo que da:

1/2 = 1 – 1 + 1 – 1 + 1 – 1 + ...

Con los adecuados paréntesis, se llega a la interesante igualdad:

1/2 = (1–1) + (1–1) + (1–1) + ...


o:
1/2 = 0 + 0 + 0 + ...

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56 ¿por qué existe el mundo?

Leibniz se quedó perplejo. Había ahí un análogo matemático


del misterio de la creación. La igualdad parecía demostrar
que, en efecto, algo pudo salir de nada.
Pero, ¡ay!, se dejó engañar. Como pronto se dieron cuenta
los matemáticos, las series de ese tipo no tenían sentido a
menos que fueran series convergentes, es decir, a menos que
la suma infinita en cuestión se dirigiera a un único valor. La
serie oscilante de Leibniz no cumplía este criterio, ya que sus
sumas parciales no dejaban de saltar de 0 a 1 una y otra vez.
De modo que su «prueba» no era válida. El matemático que
había en Leibniz sin duda debió de sospecharlo, incluso
cuando el metafísico que en él había se alegró.
Pero quizá se pueda rescatar algo de estas ruinas concep-
tuales. Consideremos una igualdad más simple:

0 = 1–1

¿Qué puede representar? Que 1 y –1 suman cero, eviden-


temente.
Pero es interesante. Imaginemos el proceso inverso: no el
de la unión de 1 y –1 para resultar 0, sino el de 0 descompo-
niéndose, por así decirlo, en 1 y –1. Donde antes teníamos
nada, ahora tenemos dos algos. Opuestos del mismo tipo,
por supuesto. Energía positiva y negativa. Materia y antima-
teria. Yin y yang.
Más sugerente aún es que, moviéndonos hacia atrás en
el tiempo, –1 se podría entender como la misma entidad
que 1. Esta es la interpretación de la que se aprovecha Peter
Atkins, químico de Oxford (y ateo declarado): «Los opuestos
—dice— se distinguen por el sentido de su viaje en el tiem-
po». En ausencia de tiempo, –1 y 1 se eliminan; se fusionan
en cero. El tiempo permite que los dos opuestos se separen, y
es esta separación la que, a su vez, marca la aparición del
tiempo. Así fue, postula Atkins, como se puso en marcha la

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la aritmética de la nada 57

creación espontánea del universo. (John Updike se sintió tan


impresionado ante tal escenario que lo utilizó en la conclu-
sión de su novela La versión de Roger como alternativa al
teísmo como explicación de la existencia.)
Y todo esto a partir de 0 = 1–1. La igualdad tiene más car-
ga ontológica de lo que uno hubiera imaginado.
La aritmética simple no es la única forma en que las mate-
máticas pueden construir el puente entre la nada y el ser. La
teoría de conjuntos también aporta materiales. A los niños,
ya en su más temprana formación matemática, y desde luego
a menudo en cursos posteriores, se les introduce a una cosa
curiosa llamada el «conjunto vacío». Es un conjunto que no
tiene ningún elemento —por ejemplo, el de mujeres presiden-
tes de Estados Unidos anteriores a Barack Obama—. Se de-
nota con {}, los paréntesis sin nada en su interior, o con el
símbolo Ø.
A los niños a veces la idea de conjunto vacío les extraña.
¿Cómo puede ser, preguntan, que una serie que no contiene
nada sea una serie? No son los únicos escépticos. Uno de los
más grandes matemáticos del siglo xix, Richard Dedekind, se
negaba a considerar que el conjunto vacío fuera algo más que
una ficción práctica. Ernst Zermelo, uno de los creadores de
la teoría de conjuntos, lo llamaba «impropio». En años más
recientes, el gran filósofo estadounidense David K. Lewis se
mofaba del conjunto vacío como «una pequeña mota de pura
nada, una especie de agujero negro en el tejido de la propia
Realidad... un individuo peculiar con cierto tufillo a nada».
¿Existe el conjunto vacío? ¿Puede haber algo cuya esencia
—en realidad, su única característica— es que abarca nada?
Ni creyentes ni escépticos han dado argumentos sólidos a
favor o en contra del conjunto vacío. En matemáticas senci-
llamente se da por supuesto. (Su existencia se puede demos-
trar con los axiomas de la teoría de conjuntos, con el supues-
to de que en el universo hay al menos otro conjunto.)

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58 ¿por qué existe el mundo?

Seamos metafísicamente liberales y digamos que sí existe


el conjunto vacío. Aunque lo que haya sea nada, ha de haber
un conjunto que la contenga.
Admitámoslo, y activaremos una orgía ontológica de ca-
rácter regular. Porque si existe el conjunto vacío Ø, también
existe el conjunto que lo contiene: {Ø}. Y existe un conjunto
que contiene Ø y {Ø}: {Ø, {Ø}}. Y existe un conjunto que
contiene este nuevo conjunto más Ø y {Ø}: {Ø, {Ø}, {Ø, {Ø}}}.
Y así sucesivamente.
De la pura nada ha surgido una notable profusión de en-
tes. Estos entes no están hechos de ninguna «materia». Son
pura estructura abstracta. Pueden imitar la estructura de los
números. (En el párrafo anterior, «construimos» los núme-
ros 1, 2 y 3 a partir del conjunto vacío.) Y los números, con
su rica red de interrelaciones, pueden imitar mundos compli-
cados. Pueden imitar, en efecto, todo el universo. Lo pueden
imitar al menos si, como especulan pensadores como John
Archibald Wheeler, el universo consiste en información es-
tructurada matemáticamente. (Una idea que se resume en el
eslogan it from bit, «existencia por la información».) Todo
el espectáculo de la realidad se puede generar a partir del
conjunto vacío: a partir de Nada.
Pero esto, evidentemente, presupone que para empezar
hay nada.

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