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Ardides de la propaganda

¿En qué mundo vivimos? Esta pregunta, de resonancias un tanto ambiguas, pues inquiere, y al
mismo tiempo está expresando cierta actitud de escándalo frente a la respuesta que anticipa,
frente a la realidad que la ha suscitado, bien podría servir como lema al conjunto de estudios,
recientes y más antiguos, pero cuyo número aumenta con la intensificación de los cambios
sociales, consagrados por el esfuerzo de científicos escribidores y de observadores sociológicos a
investigar, iluminar y describir la fisonomía de la actual sociedad, en busca de aquellos rasgos
tendenciales —que así se los suele llamar— capaces de autorizar nuestras conjeturas acerca de su
futuro desarrollo. Tal literatura, fruto de una situación inestable, surge allí dondelas estructuras
básicas de la convivencia humana se muestran inseguras, donde la gente siente vacilar bajo sus
pies el terreno que pisa, y no sabe bien a qué atenerse. Dicho en términos de satisfactoria jerga
técnica: allí donde la movilidad social es grande, y el cambio rápido. Por ello no puede extrañar
que una parte muy considerable de esos estudios se produzcan en los Estados Unidos, país cuya
fisonomía ha sufrido, desde que se constituyó, alteraciones muy profundas, y cuyos fenómenos
tienen, por otra parte, para el mundo entero, el azorante interés de preludiar aquello que, luego,
va a poderse encontrar reproducido en los demás países bajo el impropio rótulo de
«americanización». Las circunstancias que han ocasionado semejante adelanto casi indefectible de
los Estados Unidos (adelanto digo, precavidamente, y no progreso) son múltiples, diversas y muy
conocidas. Considerarlas al detalle requeriría una digresión tan amplia que, por sí misma, habría
de cobrar entidad digna de un artículo independiente. Más vale partir, pues, del hecho reconocido,
y entrar a ocuparnos directamen- te de esos estudios que, desde los ya clásicos libros de Thorstein
Veblen, forman una tradición norteamericana; la más significativa y peculiar de las tradiciones
norteamericanas en el orden del pensamiento y de la actividad intelectual, afirmaría yo; pues en
cierto modo la propensión a escrutar en el seno de los desenvolvimientos sociales, y la capacidad
de hacerlo con perspicacia y efecto, están ligadas a aquellas circunstancias particulares;
sobretodo, a la relativa ausencia deestamentos sólidos, resistentes, y a la plasticidad de una
economía abierta, en proceso de expansión nunca detenido hasta ahora. No otras son las
condiciones de la siempre ponderada libertad americana, que podrá padecer, y muchas veces
padece, por obra de las abusivas presiones de unos grupos sobre otros, pero que, hasta ahora al
menos, no ha sido suprimida ni apenas afectada por controles institucionales. De ello se beneficia,
y ofrece testimonio, la literatura sociológica a que me refiero, producida con plena libertad y
difundida con enorme amplitud según las apetencias y demandas del público lector. Pues no se
trata de investigaciones hechas en laboratorio, elaboradas en gabinete y reducidas a ambientes
académicos o profesionales de corto radio, en cuyo caso la transigencia oficial podría ser premio
de la inocuidad que los grupos cerrados garantizan, como ocurre allí donde se ejerce de alguna
manera, directa o indirecta, el control del Estado sobre las actividades del espíritu. En
Norteamérica, el control está abandonado a la espontaneidad social; y si ciertas manifestaciones
de la intelectualidad (las más excelentes a veces en su respectivo campo) sólo alcanzan aquí, con
raquítico despliegue, a un sector de exigüedad grotesca, ello depende del público, y casi
exclusivamente del público, que en cambio puede absorber, por ejemplo, en cantidades fabulosas,
libros de la antropóloga Margaret Mead, donde se caracteriza sin contemplaciones a la sociedad
propia, o convertir en un best-seller la obra, ya famosa, de David Riesman, The Lonely Crowd, A
Study of the Changing American Character, donde ciertas tendencias bastante siniestras aparecen
señaladas con sano rigor. Dentro de esta línea, a la que pertenecen también estudios como los del
profesor C. Wright Mills, dedicados a analizar sucesiva —e implacablemente— la figura social de
esos nuevos potentados que son los líderes obreros, los rasgos de las nuevas clases medias —es
decir, de las masas— y los verdaderos centros de poder en los Estados Unidos salidos de la
Segunda Guerra Mundial, se han destacado úlArdides de la propaganda  timamente dos
libros, The Organization Man, de William H. Whyte Jr., que examina la vida de los negocios y su
configuración de un tipo humano conformista, anodino, y The Hidden Persuaders, de Vance
Packard, el más reciente de todos ellos, y al que quisiera prestar aquí particular atención, pues
creo que, por varios de sus aspectos, la merece. Su primera frase expresa con toda claridad el
tema del libro: Este libro —declara su autor— intenta explorar un área nueva, extraña y más bien
exótica de la vida norteamericana. Trata de los esfuerzos que, en amplia escala y con
impresionante éxito casi siempre, se han hecho para canalizar nuestros hábitos irreflexivos,
nuestras decisiones como compradores y nuestros procesos mentales, mediante el uso de
conocimientos extraídos de la psiquiatría y las ciencias sociales. Típicamente, esos esfuerzos se
cumplen detrás del plano de la conciencia; de modo que las apelaciones que nos mueven son con
frecuencia,en cierto sentido,«ocultas». Con el resultado de que muchos de nosotros estamos
siendo influidos y manipulados, en mayor medida de lo que podemos darnos cuenta, en cuanto
afecta a las pautas de nuestro cotidiano vivir. Y el desarrollo de este tema se divide en dos partes
cuya desigualdad de volumen corresponde al disparejo crecimiento que la aludida manipulación
de las mentes ha alcanzado hasta ahora en este país, según se procure influir «científicamente»
sobre nosotros en nuestra calidad de consumidores o en la de ciudadanos; dicho en términos más
simples, según se nos aplique una propaganda comercial o política. En cuanto a aquélla se refiere,
los materiales aportados y analizados por Packard constituyen a primera vista un despliegue lleno
de amenidad. Resultan sorprendentes; pero ahí la sorpresa deriva sobre todo hacia la diversión. A
través de un psicoanálisis al que sólo sus frutos positivos nos obligan a tomar en serio,
descubrimos juegos de pasa-pasa mediante los cuales, por ejemplo, el futuro comprador de un
automóvil comienza por encapricharse del convertible fantasiosamente ofrecido a su vista en las
vitrinas, por ser el símbolo inconsciente, y confesable substituto, de la amante que en el fondo de
su alma quisiera haber tenido; para terminar, melancólicamente, adquiriendo el sensato y práctico
modelo familiar que —confortable alternativa—, después de haberlo atraído puertas adentro con
aquel cebo, le ofrecen los astutos vendedores. Nos enteramos de que las  Ensayos políticos
dueñas de casa se sienten estimuladas a elaborar hermosos cakes porque con esta inofensiva y
encantadora actividad satisfacen a mínimo coste su deseo maternal de ofrecer un nuevo baby a la
familia. Con asombro averiguamos lo que significa de por sí la lealtad a una marca que, sin
embargo, cubre un producto idéntico al ofrecido bajo las marcas rivales; se nos revela que las
madres de familia, tan pronto como transponen la entrada del supermarket, hacen su compra
doméstica en estado de trance hipnótico; y no sin un cierto desasosiego llegamos a enterarnos de
la travesura que nos juegan esos benditos programas infantiles de televisión que tanto
entretienen a nuestros hijos, al satisfacer los secretos anhelos de tiernas criaturitas
presentándoles a los adultos en situaciones siempre desairadas, con cuya sutil vindicta retienen,
en efecto, su atención y al mismo tiempo concitan su fidelidad hacia las mercaderías anunciadas,
cuya compra exigirán en seguida de los propios maltratados progenitores... O bien, seguimos las
curiosas fortunas de la ciruela pasa, aquella doña Endrina, tan amada del Arcipreste in illo tempore
y que, arrugada ahora, y sólo digna de elogio por su laxativa virtud, sufría un menosprecio
comercial del que la ha sacado con hábil diligencia la Motivational Research, ciencia flamante, para
hacerla reina del mercado de frutas secas... etc. Esa pretendida ciencia nueva de la Investigación
Motivacional, desarrollada en los últimos años, se aplica a guiar la propaganda comercial, se
desvela por evitar sus costosos errores y, según parece, está consiguiendo darle una eficacia poco
menos que infalible. El Sr. Packard nos descubre algunos de sus secretos, estudia sus mecanismos,
pondera sus resultados y, antes de ir más allá, nos permite movernos con holgura y placer por el
terreno de lo cómico, aunque mostrando siempre en los hechos aducidos ribetes serios y aun
graves que, por lo pronto, dejan ya en nosotros —después de haberles hecho el tributo de la risa o
sonrisa que merecen— una sombra de inquietud, un comienzo de preocupación. Pues de lo
cómico a lo dramático puede no haber sino un mero cambio de entonación, de acento; y ser sólo
cuestión de grado y cantidad. La señora fascinada por las ringleras de brillante mercadería como la
gallina por la raya de tiza trazada en el suelo, nos hace gracia; la farsa que se desenvuelve entre los
pisos de lo inconsciente y de lo consciente en el comprador de un automóvil podrá parecernos
divertidísima; pero ya empieza a hacernos menos gracia y a divertirnos Ardides de la propaganda
 menos la no tan inofensiva explotación de las aversiones infantiles; y la acumulación de
tantos hechos nos alarma mucho. En tono ligero, y sin exhortaciones —pues su actitud no es la de
un predicador, sino la de un estudioso de las ciencias sociales—, el autor de este libro nos asoma a
las consecuencias generales que se divisan en la perspectiva de un mundo organizado cada vez
más según los criterios de la comercialización y de sus valoraciones cuantitativas. Es un destino de
indefectible vulgaridad el que le aguarda, pues en lugar de establecerse patrones relativamente
elevados y, cifrando en ellos el aprecio social, estimular la educación de las multitudes, adopta
como patrón la medida correspondiente a los más amplios promedios de la sensibilidad y del
gusto, lo cual equivale a un endiosamiento —y propagación— de la ramplonería. El cuento de la
fábrica de perfumes que, en vísperas de lanzar una marca nueva, ensayó la reacción de su futura
clientela frente a una etiqueta diseñada a base de un cuadro de Gauguin y, en vista de tales
exploraciones, tuvo que desecharla y sustituirla por la imagen de una rubia convencional, ilustra
bien el proceso; la gran mayoría de compradores tiene un gusto aún peor queel delos propios
fabricantes y sus auxiliares, lo cual podía ser previsible; pero ahora, en lugar de someterles a la
compulsión educativa de niveles algo superiores, lo que se hace es aquilatar con toda
escrupulosidad sus preferencias para poder servirlas adecuadamente, porque así lo exige una
economía competitiva lanzada hacia la producción en masa. De igual manera, y por la misma
razón, tampoco los programas de televisión o radio pueden ser demasiado excitantes —no
hablemos de calidad artística—, pues deben dejar al público en un estado de ánimo plácido,
distendido, para que reciba sin resistencia el impacto de la propaganda comercial... En cuanto a la
propaganda misma, cuyos ardides para prender en el fondo de nuestras propensiones
subconscientes o de nuestras apetencias refrenadas, de nuestros impulsos reprimidos, cuyo
arsenal de recursos para asaltar nuestra voluntad ha crecido tanto con la ayuda de psicólogos
sociales y psicoanalistas, parece haber hallado, incluso, la rendija para penetrar en nuestra mente
sin que ni siquiera nos demos cuenta. En 1956 publicó The London Sunday Times una información
destacando el caso ocurrido, al parecer, en un cine de Nueva Jersey, donde proyectaron,
intercalados durante una fracción de segundo en la película, anuncios del helado que se vendía en
el vestíbulo; y aunque tan breve aparición no permitía a los espectadores reco-  Ensayos
políticos ger el mensaje en el nivel consciente —en verdad, creían no haber percibido nada—, el
resultado fue un notable aumento en la demanda de helados: el reclamo había operado
directamente, a través del aparato óptico, sobre la subconciencia. Por supuesto, la información del
Times fue sensacional; nadie dejó de medir el alcance de tan curiosa experiencia. Y ahora,en
estelibro queestoy comentando, su autor especula acerca de una eventual aplicación de ella al
terreno político. No sin motivo; pues el nuevo fenómeno que por último contempla y somete al
lector es el de la aplicación de los métodos de la propaganda comercial así desarrollados, a las
luchas de los grandes partidos. Fenómeno nuevo para la democracia y para los Estados Unidos: en
este punto, dondeel adelanto no puedeser causa desatisfacción ni orgullo, los regímenes
totalitarios se le anticiparon a poner en juego los recursos de la psicología profunda para seducir,
captar y ligar a las multitudes con lazos más sutiles, más eficaces, que las prisiones, coacciones y
amenazas de las que, claro está, no se hallaban tampoco dispuestos a prescindir. «La mente
cautiva» —atinado título que el escritor polaco Milocz dio a su divulgado estudio de la vida
intelectual tras la cortina de hierro— fue ante todo un fruto del totalitarismo; pero su
deslizamiento hacia las democracias se encuentra previsto ya en el 1984 de Orwell, para quien era
poco menos que ineluctable. No sé yo si lo será, ni de qué manera. La complejidad de las
realidades sociales permite que las líneas de un desenvolvimiento cualquiera, impuesto por el
estado de los conocimientos tecnológicos, cambien de signo en el conjunto de las circunstancias, y
lo que en una conjunción de éstas amenaza ser inhumano, perverso y destructor, contribuya en
otra distinta a componer un cuadro positivo. Lejos estoy de pensar queeso haya ocurrido, ni
siquiera se preludietodavía, por lo que se refiere al fenómeno que nos ocupa; pero una cosa es
cierta: puede observarse, sin embargo, que en los Estados Unidos la transferencia de esos
temibles métodos de captación mental por la propaganda al campo político se ha cumplido bajo
las mismas condiciones competitivas dentro de las cuales se ejercían en el campo económico,
condiciones que, por lo demás, son las propias de la democracia; de modo que no se ha seguido
esa esclavización a que su monopolio por el gobierno conduce. La historia, muy breve aún, de las
campañas electorales organizadas mediante agencias de publicidad Ardides de la propaganda
 —esas mismas agencias en cuyas manos está la comercialización de la formidable industria
norteamericana— se encuentra relatada en la segunda parte del libro de Vance Packard, quien nos
ofrece ahí el panorama de una actividad, bastante frenética por cierto, de libre competencia, y nos
muestra cómo lasempresas comercialesencargadas de llevar la campaña por cuenta de cada uno
de los grandes partidos ponen en la pelea tan ardiente celo como los partidos mismos, y quizás
más que ellos. Desde luego, de lo que se trata es de ganar; de ganar las elecciones, el poder, y de
ganar dinero y prestigio profesional, respectivamente. Y para este fin las invocaciones al raciocinio,
la argumentación sobre cuestiones de buen gobierno, la discusión de los problemas políticos o
administrativos, sirven de poco: ya la Motivational Research lo había demostrado. Lo que rinde es
la apelación emocional, el llamado a los instintos, a los prejuicios, a los temores, a las
concupiscencias, a las más irrazonadas fuentes de simpatía o de antipatía; y eso es lo que se
encuentra en las campañas electorales. Con lo cual, la disparidad entre los motivos del electorado
y la subsiguiente acción de gobierno, quesiempreexiste y es inevitable, se hace ahora completa, o
tiende a hacerse completa, arruinando las bases fundamentales del proceso democrático,
desmintiendo los supuestos ideológicos de la democracia. Pero éste es otro problema, cuya
discusión e implicaciones habrían de llevarnos a un plan distinto. Cabe dudar, en efecto, de que
esos supuestos de la democracia sean algo más que tales, y de que jamás el cuerpo electoral
pueda estar integrado por ciudadanos políticamente esclarecidos que depositan su voto después
de madura reflexión sobre los problemas del Estado. Y quizás no haya mucha diferencia entre
venderlo por dinero, vino o promesas, regalarlo por lealtad o simpatía personal, o depositarlo bajo
los estímulos no menos alcohólicos de una propaganda que capitaliza nuestras aprensiones o
nuestros apenas adormecidos terrores infantiles. Pero de lo que, en cambio, no cabe duda alguna
es del valor que la democracia realiza al vincular a cada ser humano la dignidad de dueño de su
propia decisión y reconocerle la posibilidad de actuar racionalmente; es decir, de vencer el tirón
de aquellos motivos. En otras palabras: lo que resulta indudable en la democracia es su profundo
sentido moral, y hasta podría decirse: cristiano, por cuanto atribuye al individuo la libertad de su
fuero interno, y la perspectiva siempre abierta de afirmarse libre; de salvarse.  Ensayos
políticos Particular alarma suscita el advertir la cooperación estrecha que se ha establecido entre
los hombres de ciencia y las agencias publicitarias. Como escribía un colaborador de The Nation:
En el pasado los científicos sociales prestaban atención a las pautas irracionales de la conducta
humana porque deseaban localizar sus orígenes sociales y de este modo estar en condiciones de
sugerir cambios quetengan por resultado una conducta más racional. Ahora estudian la
irracionalidad —y otros aspectos de la conducta humana— con el fin de reunir datos que los
vendedores puedan usar para manipular al consumidor. Topamos aquí con el problema, mucho
más amplio, dela responsabilidad del hombre de ciencia por las consecuencias sociales de sus
descubrimientos, cuyas aplicaciones pueden ser, y son con frecuencia, aterradoras, tal como se ha
puesto muy de relieve con el caso de las nuevas armas atómicas. Losescrúpulos de conciencia que
algunosespecialistas han exteriorizado al propósito, y su deseo de actuar un poco a la manera de
ángeles guardianes del género humano, son un tanto fútiles, aunque de una futilidad
conmovedora: representan la faz positiva del mito, grato un día y siempre al melodrama del sabio
malvado o loco, cuyos poderes siniestros —en los cuales ha de verse una nueva y modernizada
versión de los diabólicos —tienen aterrorizado al mundo por un momento. Quizá no está en su
mano ejercer las maldades que el melodrama supone; pero, a la inversa, tampoco lo que puede
hacer el hombre de ciencia para usar ésta, con buenas intenciones, por propia iniciativa. La
frecuente ingenuidad política de los especialistas, que están sumidos hasta el cogote en sus
trabajos de gabinete y de laboratorio, puede engañarlos a ellos mismos, como al vulgo, acerca de
sus enormes potencialidades en cuanto se refiere a la aplicación social, buena o mala, de sus
conocimientos y descubrimientos... He aquí otro tema que nos llevaría demasiado lejos si
hubiéramos de discutirlo a fondo; quédese para mejor oportunidad. Y ahora, precipitadamente,
adelantemos para concluir la apreciación de queesos mismos hombres de ciencia cuyo fracaso
sería casi inevitable si quisieran usar con independencia y a su manera los recursos tecnológicos
vinculados a su saber, pueden usar con eficacia no pequeña el poder social —prestigio es su
nombre— que ese mismo saber les confiere para influir sobre el conjunto de la sociedad y
contribuir de Ardides de la propaganda  ese modo, por vía indirecta, a que los efectos
negativos o amenazadores de un proceso casi inevitable se eludan, acentuándose los positivos. Es
lo que han hecho con ciertas declaraciones y públicas advertencias algunos físicos atómicos, y es lo
que hace, en su calidad de científico social, el Sr. Vance Packard con su libro sobre los ocultos
persuasores, donde escribe al acercarse al final: Todavía tenemos una fuerte defensa a nuestra
disposición contra ellos: podemos escoger el no dejarnos persuadir... No podrá manipulársenos
demasiado seriamente si sabemos lo que está pasando. Espero que este libro contribuya a crear
esta conciencia general. En efecto, cuando se apela a la racionalidad del ser humano, y se habla a
su libertad, puede bien convertirse en más profundo conocimiento de nuestras debilidades y, por
eso, en un medio de superarlas, aquello que estaba ordenado para explotarlas y someternos.

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