Con las experiencias que nuestro tiempo, el siglo XXI, me brindó sobre cómo se dirigen los
hombres en el mundo, con la naturaleza y sus semejantes, he condenado con severidad el
exacerbado individualismo que corroe tanto las mentes particulares como las asociaciones e instituciones. Atentados negros contra el mar y los ríos; la gris presencia del plomo en la sangre y el indigno azar condenando a varios a la hambruna; el demencial blanco mental y existencial con el que conviven las fieras competitivas de las ciudades, subyugados por sí mismos para sí mismos; son algunos ejemplos breves de lo más llamativo que puedo ver en la realidad, pero lo menos conversado en los espacios oficiales-a menos que la máquina publicitaria funcione-. Pero dichas manifestaciones de esta crisis moral, que llamaré individualismo, no debería ser juzgada con premura si nos remitimos a sus causas, las cuales se pueden ver si oímos el relato que siguen los directores de orquesta.
En lo económico, la producción ha de ser constante y galopante; la iniciativa privada ampliará
el radio de riqueza de tal manera que los márgenes terminaran por disfrutar de las riquezas de todo el círculo. La producción mejorará si el Estado favorece a la eficiencia y a la plena libertad de mercado. En apariencia funciona, pues ha traído prosperidad material a las mayorías. Y cómo no, si en las ciudades se vive trabajando como en los albores de la industrialización: en jornadas que ocupan al menos dos tercios del día. Esta es la necesidad. Hay tanta producción, eficiencia y libertad que la competencia inter personas, sociedades, Estados, obliga a estos a buscar más modos de hacer el pan, más modos de conseguir réditos. La oferta se alza monumental e irresistible sobre limitados individuos que al desconocer la completa necesidad, o conociéndola en exceso, se avocan sobre el deseo de ostentar un estatus ideal por medio del consumo más exclusivo. Se ha santificado por completo el ser productivo, el ser millonario. La mitología de esta sociedad está sentada sobre la felicidad, el éxito y la buena fortuna, coronando como héroes o dioses a empresarios, actores y deportistas. Entonces, los hombres, desnudos ya de toda idea o valor que no se relacione con el trabajo, son solo valorados por su mera capacidad productiva. De esta manera, el mundo se dividió en virtud de las leyes de la naturaleza y la selección natural, elevando a los cielos y al poder a los más capacitados (de intelecto), mientras los que solo pueden usar las manos se quedaron en la tierra trabajándola, sometiéndose a las reglas de los primeros. Por ello existe desigualdad, porque no todos los hombres nacen con la bendición de la astucia y la razón.
No es gratuito oír de gobiernos sometidos al anillo empresarial de su región, pues el mismo
Estado se ha vuelto menos capaz que el privado. Con esa gran dosis de poder material que cualquier transnacional ejerce, por encima de la ley y de toda autoridad, la corrupción se ha vuelto parte del juego. Esta actitud no se queda en las esferas más altas, sino que se cae, como una cascada, sobre los comunes para dar paso a una de las convivencias más maquiavélicas de la historia. En estas condiciones de ruptura de los nexos de confianza, se pretende gobernar por medio de la democracia, un sistema de gobierno que, con ironía, necesita que el civil confíe en su representante cuando emite su voto. Por ello, es común que la masa renuncie a su interés por la política y prefiera usar su tiempo en actividades más útiles para él.