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El carlismo es un movimiento político español de carácter tradicionalista y legitimista derivado

del realismo fernandino1 que surgió durante la primera mitad del siglo XIX en oposición al liberalismo,
al parlamentarismo y al secularismo. Pretende el establecimiento de una rama alternativa de la dinastía
de los Borbones en el trono español y el llamado reinado social de Jesucristo. En sus orígenes
propugnaba la vuelta al Antiguo Régimen y posteriormente desarrolló una doctrina política inspirada en
la tradición española y la Cristiandad medieval.2

A lo largo de su historia, la organización política del carlismo fue conocida como Partido
Carlista, Comunión Católico-Monárquica, Partido Jaimista, Comunión Legitimista o Comunión
Tradicionalista, entre otros nombres. Combatiendo el liberalismo, hizo bandera de la defensa de
la religión católica, España y la monarquía tradicional resumida en su lema «Dios, Patria, Rey», con el
añadido tardío de «Fueros».3

Como movimiento de extraordinaria prolongación en el tiempo, el carlismo fue una fuerza importante
en la política y la prensa española desde 1833 hasta el final del régimen franquista en la década de
1970. Protagonizó numerosas guerras e intentonas en el siglo XIX, entre las que se destacan las
guerras civiles de 1833-1840 y 1872-1876. Durante el Sexenio Revolucionario, la Restauración
alfonsina y la Segunda República actuó en la política parlamentaria y tomó parte en la conspiración
contra la República y en la guerra civil española de 1936-1939 con la milicia del Requeté.

Tras el Decreto de Unificación de 1937, la Comunión Tradicionalista quedó oficialmente integrada en el


partido único, Falange Española Tradicionalista y de las JONS, pero los carlistas siguieron actuando en
semiclandestinidad, siendo considerados en ocasiones una de las «familias» del franquismo.

A raíz de la expulsión de España de la familia Borbón-Parma en 1968 tras haber intentado ser
reconocida como sucesora a la Corona de España por el general Franco,4 el carlismo se fue
dividiendo en dos sectores claramente diferenciados: uno de ellos, minoritario5 y auspiciado por el
príncipe Carlos Hugo de Borbón-Parma, su hermana María Teresa y una parte de la agrupación
estudiantil carlista, alegó una renovación del movimiento, reivindicando las libertades democráticas, el
federalismo y el socialismo autogestionario, y tomó por nombre Partido Carlista; el sector mayoritario,6
partidario de continuar con la doctrina tradicionalista, quedó en buena medida desmovilizado y
atomizado en diversos grupos (algunos de los cuales se habían escindido anteriormente del
javierismo) que constituirían los partidos Unión Nacional Española, Comunión
Tradicionalista, Comunión Católico Monárquica y Unión Carlista, entre otros.7

El cambio ideológico protagonizado por Carlos Hugo,8 las divisiones de la década de 1970 y el fracaso
electoral en las primeras elecciones democráticas en la Transición, supusieron que el carlismo entrase
en decadencia.9 En la fragmentación del carlismo fue especialmente decisiva la actitud respecto a las
nuevas ideas de pensamiento católico surgidas tras el Concilio Vaticano II, especialmente tras la
declaración conciliar Dignitatis humanae a favor de la libertad religiosa

Introducción[editar]
Objetivamente considerado, el Carlismo aparece como un movimiento político. Surgió al amparo de una bandera
dinástica que se proclamó a sí misma «legitimista», y que se alzó a la muerte de Fernando VII, en el año 1833, con
bastante eco y arraigo popular, [...] se distinguen en él esas tres bases cardinales que lo definen.
a) Una bandera dinástica:
b) Una continuidad histórica:
c) Y una doctrina jurídico-política:
¿Qué es el Carlismo?10
Doctrina[editar]

Escudo tradicionalista con las flores de lis, muy usadas por los carlistas como símbolo del legitimismo monárquico.

Los carlistas formaban el ala tradicional de la sociedad española de la época, englobando a los
denominados «apostólicos» o tradicionalistas y, sobre todo, a la reacción antiliberal. La lucha entre los
partidarios de Isabel II, hija de Fernando VII, y el infante Carlos María Isidro, hermano del rey, fue
realmente una lucha entre dos concepciones políticas y sociales. De una parte, los defensores
del Antiguo Régimen (la Iglesia, la aristocracia, etc.) y de otra los partidarios de las
reformas liberales impulsadas por la burguesía, surgidas como consecuencia de la Revolución
francesa, que habían empezado a reorganizar la sociedad en el ámbito político. Así, el carlismo tuvo
menor repercusión en las grandes ciudades, siendo un movimiento predominantemente rural.
[cita requerida]

Otro aspecto de la disputa transcurría en el terreno religioso, con el deseo de los carlistas de conservar
la catolicidad de las leyes y las instituciones propia de la tradición política española, y muy
especialmente de la llamada unidad católica de España. Los liberales iniciaron un proceso
de desamortizaciones (Madoz y Mendizábal) que privaban de terrenos de cultivo a los monasterios,
para venderlos en subasta pública a las grandes fortunas, llenando las arcas públicas del estado y de
algunos políticos del liberalismo. Iniciaron, también, la quema de conventos y el asesinato de religiosos
de 1834 y privaron al campesinado de las tierras comunales de los Ayuntamientos, con las que
mantenían una economía de subsistencia, obligándoles a engrosar las filas de un
incipiente proletariado que, unos años más tarde, sirvió de fermento a las revoluciones socialistas y
anarquistas.

Así, España se vio reformada en el terreno político, religioso y social muy profundamente. Como
consecuencia de ello, aunque el carlismo había quedado desmovilizado tras el Convenio de
Vergara en 1839, continuó la reacción de los sectores tradicionalistas, defensores del viejo orden
gremial, y de la Iglesia, ante la política de los nuevos gobiernos liberales, provocando los carlistas
algunos levantamientos, especialmente en Cataluña. En este contexto, tras la revolución de 1868 que
instauró la democracia con sufragio masculino y la libertad de cultos, numerosos monárquicos
isabelinos pasarían a defender la causa carlista, reviviendo de nuevo el movimiento en toda España.
Dos típicos carlistas del s. XIX. Francisco Solá y Madriguera, de Taradell, con su hijo, sobre la década de 1870.

Además, los partidarios del pretendiente Carlos María Isidro alentaban la continuidad de los fueros
vascos y navarros en los territorios de las zonas sublevadas del norte, donde triunfó el alzamiento
carlista ya que la legislación foral había permitido que los Voluntarios Realistas no fueran purgados allí
como en el resto de España, puesto que dejaba la subinspección de los cuerpos en manos de las
respectivas diputaciones.11 Sin embargo, donde surgió por primera vez el carlismo fue en Castilla y no
en las provincias forales, y existen discrepancias entre los historiadores respecto si la defensa de los
fueros fue un rasgo característico del carlismo desde su origen o si se manifestó ya empezada
la primera guerra carlista. Tras la revolución de 1868, un manifiesto del pretendiente Carlos VII (nieto
de Carlos María Isidro), redactado por el dirigente carlista Antonio Aparisi y Guijarro, afirmaría la
voluntad del pretendiente de extender el régimen foral de las provincias vascas a toda España. En
1872, durante la tercera guerra carlista, Don Carlos aseguraría en otro manifiesto anular los Decretos
de Nueva Planta promulgados por su antepasado Felipe V, devolviendo de este modo los fueros a
Cataluña, Aragón y Valencia.

Así se conformó el ideario carlista: legitimidad dinástica, unidad católica, monarquía federativa y


misionera —en palabras de Francisco Elías de Tejada—, con derechos forales de las regiones. Su
lema era «Dios, Patria, Rey».

Según Melchor Ferrer, aunque el carlismo nace en 1833 para defender el absolutismo, posteriormente
se desvinculó del mismo y desarrolló una política de defensa de la tradición medieval influenciada en el
pensamiento de Jaime Balmes.12

En 1935 un álbum publicado con motivo de los cien años de historia del carlismo, compilado por el
publicista Juan María Roma, definía el carlismo no como «el mero retorno incondicional y absoluto al
tiempo pasado» sino como «la restauración del antiguo régimen purificado de las imperfecciones
inherentes a tiempos que fueron, curado de los vicios en él introducidos por posibles errores del tiempo
y completado o perfeccionado con lo bueno y útil de los tiempos presentes reconocido como tal en la
piedra de toque de la experiencia». Afirmaba asimismo que el carlismo era «la restauración de la
monarquía que hizo de España la nación más grande y gloriosa del mundo» y que no era la forma,
«sino el espíritu, el fondo de la tradición», lo que debía restaurarse.13
Juan María Roma

En cuanto a la representación en Cortes, el carlismo pedía una representación corporativa, no


individualista como la del régimen parlamentario. Las Cortes tradicionales deberían ser la
representación de las clases, los gremios y corporaciones, con mandato imperativo. Los carlistas
defendían la expansión del principio foral a toda España y la subordinación del poder político a la
autoridad de la Iglesia en lo relacionado con la religión y la moral.13

Definían el liberalismo como «enemigo de la Patria» y lo acusaban de haber sacrificado la «unidad


católica de España» para satisfacer los intereses de la masonería internacional; de haber despojado a
los pueblos de sus tradicionales libertades para darles «libertades de perdición»; de haber sustituido
reyes que gobernaban por reyes que solo reinaban y de haber roto la unidad del pueblo español
dividiéndolo en partidos que subordinaban el interés del país al de su propio bando.14

Según sus partidarios, las tres guerras civiles sostenidas por el carlismo en el siglo XIX habrían sido la
continuación de la guerra de la Independencia Española, y los liberales habrían sido los continuadores
de la obra de los afrancesados (considerados por tanto enemigos de la patria) y los promotores de la
pérdida de autoridad y de la «verdadera libertad». Tanto la falta de religiosidad y de las buenas
costumbres como el hundimiento de la hacienda, la agricultura, la industria y el comercio, así como la
pérdida de las colonias, habrían sido culpa del liberalismo.14

Aunque durante el reinado isabelino el diario La Esperanza, dirigido por Pedro de la Hoz, actuaría
como órgano doctrinal oficioso del carlismo, el pensamiento carlista se concretaría especialmente a
partir la Revolución de 1868 y el paso de los llamados «neocatólicos» a las filas carlistas dentro de
la Comunión Católico Monárquica. El antiguo diputado isabelino Antonio Aparisi y Guijarro, cuyo
pensamiento se inspiraba en la obra de Donoso Cortés y Jaime Balmes, colaboró con el
pretendiente Carlos VII y se convertiría uno de los principales teóricos carlistas, junto con otros
pensadores y periodistas como Gabino Tejado o Francisco Navarro Villoslada.15

Juan Vázquez de Mella, apodado «el Verbo de la Tradición», llegaría a ser a principios del siglo XX el
ideólogo por antonomasia del carlismo. Su obra quedó reflejada en sus discursos, pronunciados
generalmente en las Cortes, y en sus artículos publicados en El Correo Español y otros periódicos
tradicionalistas. Otros autores carlistas señalados de la Restauración fueron Luis María de
Llauder, Leandro Herrero, Benigno Bolaños, Miguel Fernández Peñaflor, Manuel Polo y
Peyrolón y Enrique Gil Robles, entre otros muchos.

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