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Las grandes revoluciones económicas han sido también revoluciones sociales y culturales,
ya que la economía constituye en sí misma uno de los principales hilos conductores de la
historia de la humanidad.
No obstante, con posterioridad al año 10.000 a.C. tuvo lugar en el medio oriente la
primera gran revolución económica de la historia. El hombre aprendió y practicó las
primeras técnicas AGRÍCOLAS y cambio su condición anterior de nómada por la de
sedentario. Surgieron así los primeros núcleos estables de población. El aumento de
producción mediante la mejora de las técnicas agrícolas, la extensión de los cultivos y la
domesticación de animales permitió la acumulación de los primeros excedentes
económicos y ello hizo posible, a su vez, una incipiente división del trabajo y el nacimiento
del comercio. Este acontecimiento trascendental, que haría posible la aparición de las
antiguas civilizaciones -mesopotámicas y egipcia en primer lugar; americanas y del lejano
oriente más tarde-, ha recibido el nombre de revolución neolítica.
Sin embrago, el esclavismo, una de las principales bases de aquellas civilizaciones, sería
también una de las causas fundamentales de su decadencia, dado que el escaso costo de
los esclavos como fuerza de trabajo frenó la aparición de nuevas técnicas y supuso a la
larga un fuerte descenso de la productividad.
No obstante, la situación a principios del siglo XVIII era muy diferente. El ya citado
desarrollo del comercio consiguiente a la colonización europea hizo creer la demanda de
bienes manufacturados hasta el punto de que ya sólo una producción intensiva podía
satisfacerla. La utilización generalizada de máquinas era desde ese momento una
necesidad.
Fue en la Gran Bretaña donde, desde mediados del siglo XVIII, se inició la revolución
industrial. Las grandes invenciones que la hicieron posible fueron el telar de lanzadera y la
máquina de hilar algodón, en la industria textil; la máquina de vapor, fundamental para la
industria y el ferrocarril; y las nuevas técnicas de extracción de carbón y de
transformación del mismo en coque (utilizado principalmente en la industria siderúrgica),
que aseguraron las fuentes necesarias de energía para la naciente industria.
Con la revolución industrial, que en menos de cien años se extendió por Europa y los
Estados Unidos, y en la primera mitad del siglo XX por todo el mundo, la agricultura
incrementó enormemente su productividad, al tiempo que su importancia relativa en la
economía iniciaba un rápido descenso, hasta el punto de que en la actualidad representa
para muchos países menos de un 20 % de su producto nacional. Dos de las principales
manifestaciones de la profunda transformación que la revolución industrial operó en las
sociedades humanas fueron el espectacular crecimiento de la población mundial -que se
ha calculado alcanzaba en 1.750 la cifra de unos 750 millones y superó en la segunda
mitad del siglo XX los 5.000 millones- y la mejora de su bienestar material.