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La ética de las virtudes como

límite al relativismo moral


Jorge Eduardo Arbeláez Orejuela
A la memoria del tío Daniel y del abuelo Jorge.

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La ética de las virtudes como límite al relativismo moral

Índice

Tabla de contenido
Introducción.....................................................................................................................................5
Capítulo primero............................................................................................................................11
¿En qué consiste el relativismo moral?
J.L. Mackie: su propuesta subjetivista de la moral y la variación de los códigos morales,
sus presupuestos antropológicos y
epistemológicos....................................................................................................................12
Su realismo político..............................................................................................................17
Las consecuencias prácticas de su posición.........................................................................19
Richard Rorty: la categoría de la contingencia, como presupuesto del relativismo
moral.....................................................................................................................................21
Los presupuestos antropológicos y epistemológicos de su postura
moral.....................................................................................................................................23
La teoría de la ironía como fundamento de su perspectiva
moral.....................................................................................................................................28
Las consecuencias prácticas de su teoría: el concepto de
solidaridad............................................................................................................................32
J.L. Mackie y Richard Rorty: una moral relativa al lenguaje, a la historia, a las culturas y a
los agentes............................................................................................................................35
Capítulo segundo: los límites del relativismo moral......................................................................37
Alasdair MacIntyre: la posibilidad de trascender el relativismo moral por medio de la teoría
de las virtudes.......................................................................................................................37
La epistemología subyacente a la ética de las virtudes........................................................45
La particularidad histórica y cultural de la moral.................................................................53
Las prácticas como límite al subjetivismo moral.................................................................56
Posibles consecuencias prácticas de la ética de las virtudes desarrollada por
MacIntyre.............................................................................................................................58

3
Capítulo tercero: discusión............................................................................................................62
Referencias.....................................................................................................................................76

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Introducción

Pese a la variedad de nociones del bien, parecería que consideramos ciertos horizontes

morales preferibles a otros. En efecto, asentimos a la idea de que hay algunos comportamientos

sociales que resultan censurables, v.g., las discriminaciones por motivos de diversa índole, o

tendemos a considerar que algunas acciones llevadas a cabo en otras culturas resultan

deplorables, como las constantes matanzas en Oriente debido a profesar un determinado credo

religioso o ciertas inclinaciones de orden sexual. Esto parece abrir, de algún modo, la posibilidad

a reflexionar sobre cierta diferencia cualitativa de las diversas nociones de bien, lo cual

implicaría dejar margen para la posibilidad de que el criterio para evaluar las acciones morales

no sea meramente relativo al contexto cultural o a las preferencias individuales de cada quien.

En esta investigación se abordará el problema del relativismo moral, para formular unos

límites al mismo. La tesis que se defenderá es que esos límites se fundamentarían en la ética de

las virtudes, vuelta a poner de relieve en el marco de la filosofía moral contemporánea, y que

trata de fijar ciertos parámetros racionales para la moralidad, erigiéndose como alternativa al

emotivismo1 de las sociedades occidentales contemporáneas. Por medio de la identificación de

los posibles límites de la perspectiva relativista, se desarrollarán unos posibles presupuestos para

abrir la posibilidad a una reflexión ética que no se conforme de plano a asentir a la idea del

relativismo moral. La investigación consta de tres capítulos. En el primero se expone la noción

de relativismo moral, a partir del subjetivismo ético de J.L. Mackie y de la filosofía de la

1
Posteriormente se volverá sobre este concepto. Por ahora baste señalar que el emotivismo se refiere a

una postura moral según la cual esta sería el resultado de los sentimientos de los agentes, por lo cual no

cabría la posibilidad de hablar de una moral objetiva, común a las diversos actores de la vida social y

política.

5
contingencia de Richard Rorty; en el segundo se expone la posibilidad de unos límites al

relativismo moral, por medio de la ética de las virtudes de Alasdair MacIntyre; en el tercero se

construye una discusión en la que se busca comparar las dos posturas enfrentadas en la

investigación: el relativismo moral y la ética de las virtudes. No obstante, antes de entrar al

cuerpo argumentativo del trabajo, se deberá poner de relieve el trasfondo histórico que subyace

al problema de esta investigación.

Esta cuestión tiene sus raíces, como todos los problemas filosóficos occidentales, en la

antigua Grecia. Ahora bien, si asentimos con MacIntyre (1998) a que todo concepto filosófico

está encarnado en prácticas y tradiciones particulares, no queda más que decir que si bien es un

problema perenne en nuestra tradición, ha variado radicalmente a lo largo de nuestra historia del

pensamiento. Así, no sería acertado decir que el relativismo de Protágoras sea el mismo que el de

Nietzsche. Como esta investigación está articulada en el marco de la filosofía contemporánea se

dejarán de lado esos antecedentes lejanos y se pasará a ilustrar el problema en el contexto del

pensamiento filosófico contemporáneo.

Una primera perspectiva relativista se puede adscribir en el contexto del pensamiento

continental. Así, aparece Nietzsche con su perspectivismo y la negación de la epistemología

como se ha concebido en la historia occidental que habría llegado con Kant a una de sus

máximas expresiones. Para Nietzsche, la moral no sería más que voluntad de poder, por lo cual

sería erróneo predicarle un estatus racional. Otra perspectiva contemporánea de esta corriente se

evidencia en la que actualmente se reconoce como filosofía anglosajona. Por ejemplo, J.L.

Mackie (1990) hace alusión a la teoría moral de G.E. Moore, quien afirma la equivocidad de

conceptos como lo bueno, de modo que no habría una noción de lo ‘bueno’ que fuese la misma

para todas las culturas y periodos históricos. El mismo Mackie, por medio de su subjetivismo

6
moral, niega cualquier aproximación no relativista a esta. Para hacerlo construye una “teoría del

error”. Según esta, “aunque la mayoría de personas al realizar juicios morales afirman

implícitamente, entre otras cosas, estar apuntando hacia algo objetivamente prescriptivo, estas

afirmaciones son falsas” (Mackie, 1990, p. 25). Consiguientemente, el común de los seres

humanos tendería a ver la moral como algo objetivo, no obstante, esto sería erróneo. Asimismo,

pero ahora en la tradición filosófica pragmatista norteamericana, Richard Rorty habla del

carácter contingente y relativo de las posturas morales, que se construirían en la localidad de las

comunidades sociales y desde la contingencia de sus manifestaciones culturales, individuales y

lingüísticas (Rorty, 1993), por lo que “ningún acto o práctica puede determinarse como correcta

o incorrecta, buena o mala, etc., sin la especificación total de las circunstancias y del contexto”

(Wiggins, 1990-1991, p. 72).

Ahora bien, a pesar del auge del relativismo moral en el ambiente filosófico

contemporáneo, este no da por sentada la verdad del relativismo. En la línea de cuestionarlo

aparecen comúnmente los acercamientos kantianos, que suponen una respuesta a las diversas

perspectivas relativistas y son los más comunes. Estos se caracterizan por contar con el patrón

común de querer dejar de lado la contingencia en sus diversas manifestaciones morales, en el

marco de los aspectos históricos o culturales, yendo sobre condiciones a priori de la moral, tales

como el imperativo categórico. De aquí se desprende una corriente liberal contemporánea que

halla en Jürgen Habermas y en John Rawls dos representantes sobresalientes.

Sin embargo, la tradición liberal kantiana, con su afirmación de la objetividad de la moral,

no es la única que ha tratado de rebatir el relativismo. Hay quienes presentan sus dudas con

respecto a este desde la concepción de la regla de oro, que hablaría en favor de ciertos valores

comunes a las diferentes sociedades. De igual modo, hay objeciones a tal perspectiva desde

7
autores como Phillipa Foot o Louis Pojman. Foot (2001) objeta el relativismo moral descriptivo

(como el de Mackie), que busca no realizar valoraciones morales, sino solo descripciones, pues

para ella inclusive los acercamientos metaéticos tendrían una carga normativa, aun cuando esta

permanezca implícita. Pojman (2011) hace lo propio desde la noción de una naturaleza humana

compartida, por la cual habría ciertos rasgos morales característicos de los seres humanos que

serían comunes. En la línea de Philippa Foot hay que añadir además, que ella representa el

desarrollo del problema desde una tradición moral que, sin ser relativista, busca alejarse del

universalismo moderno liberal y cuya figura sobresaliente, por lo menos al comienzo de la

recuperación de esta tradición aristotélica, es G.E.M. Anscombe, quien por medio de su ensayo

“Modern Moral Philosophy”, abrió el camino para la recuperación de las virtudes en los análisis

morales.

Bajo esta perspectiva, aparecen autores como Alasdair MacIntyre2, que en su escrito “After

Virtue” hace un diagnóstico de la situación moral moderna y complementa la idea de Anscombe

de que las sociedades occidentales operan moralmente con conceptos que ya no son los que

configuran su cosmovisión (Anscombe, 1958). El filósofo escocés realiza esto basándose en el

contraste que según él supondría el individualismo liberal en comparación con cierta visión

particular antigua y medieval, en la que la práctica de las virtudes no se cerraría exclusivamente

sobre el ámbito privado, sino que sería necesaria para la vida pública y la conquista de bienes

comunes en la sociedad (MacIntyre, 2013). En “After Virtue”, MacIntyre durante el primer

capítulo, llamado una “sugerencia inquietante”, inventa una historia en la que el lenguaje de la

2
La traducción de las obras tenidas en cuenta a lo largo de este trabajo de investigación se llevó a cabo

por el autor de este trabajo investigativo, debido a la oscuridad que en muchas ocasiones suscitan las

diversas traducciones. Estas se realizaron tomando por referencia los libros en su versión original.

8
ciencia ha quedado absolutamente fragmentado y quedan tan solo partes de un vocabulario que

antes fue un todo completo. El relato le sirve para ilustrar el estado de la moral contemporánea,

pues, según él, el lenguaje moral estaría en ese mismo estado de grave desorden que la ciencia en

el mundo hipotético que crea. Este sería uno de los principales motivos del auge del relativismo

en la medida en que esta fragmentación de la moral conllevaría a verla como algo para lo cual

cada quien formula sus creencias subjetivas. Así, la moral sería el resultado de las emociones y

sentimientos de los agentes particulares y consecuentemente no habría un criterio común para

definir qué sea lo bueno y qué sea lo malo.

Cristopher Lutz (2008), en su artículo, “From Voluntarist Nominalism to Rationalism to

Chaos: Alasdair MacIntyre’s Critique of Modern Ethics”, hace un análisis de este capítulo de

“After Virtue” y realiza una intepretación del mismo. Su tesis principal es que el giro que

propició este marcado desorden en el pensamiento y la acción moral, fue el “giro cultural del

razonamiento práctico teleológico al razonamiento moral voluntarista” (Lutz, 2008, p. 91); desde

esta perspectiva la ética no se trataría ya más de un “entendimiento rico y natural de la vida

buena” sino de una moralidad que “se reduce al seguimiento de reglas” (Lutz, 2008, p. 95). Así,

es posible observar que el problema moral contemporáneo al que se refiere esta investigación

tendría sus fundamentos más sólidos en la modernidad filosófica, donde “los marcos

conceptuales detrás de la física y metafísica aristotélica, habrían sido rechazados (Kuna, 2005).

Este rechazo habría traído por consecuencia una perspectiva moral emotivista, según la cual

“todos los juicios evaluativos y más específicamente todos los juicios morales no son nada más

que expresiones de preferencia, de actitud, o de sentimiento” (MacIntyre, 2013, p.30). Esta

perspectiva sería puesta en cuestión por la ética de las virtudes, en el contexto de la filosofía

contemporánea.

9
En el contexto colombiano, el debate filosófico moral contemporáneo ha sido llevado a

cabo por profesores como Ángela Calvo, Luis José González y Leonardo Tovar, entre otros.

Según Martha Palacio (2005), Ángela Calvo problematiza la ética desde nociones que ponen en

cuestión su sustrato racional; el profesor Luis José González liga el saber práctico a la

imaginación; el profesor Leonardo Tovar asume a la filosofía práctica desde la noción de crítica

que esta puede ejercer para el análisis moral; la profesora Marcela Forero hace un acercamiento a

la ética de las virtudes y a la noción de relativismo, para rescatarlo; en adición, el profesor

Vicente Durán, basado en la ética kantiana, propone un análisis de la filosofía práctica en el

ámbito de lo público. Así, es evidente que la filosofía moral en Colombia se ha remitido en gran

medida a la exégesis de autores clásicos y algunos autores importantes en el contexto

contemporáneo. Estas perspectivas se han remitido a tres paradigmas: el deontológico, el

teleológico y el nihilista (Palacio, 2005).

Con respecto al primero se destacan acercamientos a las obras de Kant, de Habermas y en

menor medida a Karl-Otto Apel; en torno al segundo se han destacado aproximaciones a la ética

personalista, así como a la ética de Xabier Zubiri y a la de Hans G. Gadamer desde la categoría

aristotélica de “aplicación”; paralelamente, se han realizado acercamientos a la tercera

perspectiva desde el pensamiento foucaultiano (Palacio, 2005). En todo caso, no ha habido

muchas referencias en el contexto colombiano relacionadas al problema que se trabajará en esta

tesis. Por ende, la problemática del trabajo implica un primer paso de comprensión en torno a un

problema que en el contexto internacional de la reflexión filosófica es cada vez más frecuente y

que en el contexto colombiano es posible que adquiera mayor relevancia posteriormente.

Capítulo primero:

¿En qué consiste el relativismo moral?

10
Esta postura consiste en la negación de cualquier noción moral que se encuentre al margen

de los aspectos de orden cultural, social, subjetivo, etc., que son los que determinarían la moral,

de modo que que si esta es el resultado subjetivo de ciertas preferencias internas, no tendría un

estatuto cognitivo (Wiggins, 1990-1991). Según los representantes de esta postura, los valores

morales pertenecerían a códigos culturales, sociales y acuerdos entre diversos agentes presentes

en una sociedad. Consiguientemente no sería posible hablar de valores morales objetivos o

universales, independientes al contexto en el que se construyan. Estos no serían universales en

tanto implicarían el asentimiento subjetivo de los agentes o se construirían al seno del contexto

local en el que se ha perpetuado un determinado paradigma moral. En efecto, el relativismo

moral

es una posición filosófica según la cual las comunidades y personas al estar

limitadas, más o menos por las tradiciones en la formación de su racionalidad,

nunca pueden encontrar la verdad como tal: solo pueden alcanzar la verdad

aparente entendida desde una perspectiva particular. (Lutz, 2004, p. 4)

Esta posición se basa en la afirmación de que los valores morales son mutuamente

inconmensurables, por lo cual no podría haber una forma neutral y verdadera para dirimir las

divergencias morales, ni tampoco podría estipularse la superioridad de ciertas concepciones

morales sobre otras. El relativismo, asimismo, se funda en marcas epistemológicas tales como el

escepticismo moral, el historicismo, el falibilismo, el antirrealismo y el subjetivismo. Como se

verá más adelante, uno de los intereses centrales de los filósofos relativistas es la promoción de

la democracia, el pluralismo y la tolerancia en las sociedades. Negar cualquier verdad moral,

sería ideal en este propósito. A continuación se profundizará en el concepto de relativismo moral,

teniendo en cuenta los desarrollos filosófico de J.L. Mackie y Richard Rorty.

11
J.L. Mackie: su propuesta subjetivista de la moral y la variación de los códigos

morales, sus presupuestos epistemológicos y antropológicos

La propuesta subjetivista de la moral de Mackie (2001) radica en que según él, “los

juicios morales son equivalentes a reportes sobre los sentimientos y actitudes del propio agente

[...]” (p. 11). Así, esta se hallaría constituida en gran medida “a partir de los deseos e

inclinaciones del agente” (p. 19). En esta medida, el paradigma al que Mackie se adscribiría sería

uno emotivista, en el que la moral no responde a ninguna suerte de juicios objetivos y racionales.

No habría un imperativo moral que guiara la buena acción, sino que los valores irían mutando no

solo de cultura a cultura y de contexto histórico a contexto histórico, sino también a partir de la

divergencia de posturas entre diversos agentes, de sus preferencias subjetivas y particulares. Con

su “teoría del error”, Mackie afirma que que no se podrían establecer unos parámetros objetivos

de la moral, como se advirtió en la sección pasada3.

Su teoría moral se apoyaría en dos premisas, una ontológica y otra epistemológica que

formarían un argumento, llamado por él, argumento de la rareza4. La primera afirma que: “[si]

3
La teoría del error cuenta con dos partes: sostiene a modo descriptivo que todos los seres humanos

tendemos a ver la moral como algo objetivo. Esto significa que lo que nosotros pensamos que es lo

bueno, no pensamos que sea bueno solo para nosotros, sino que creemos que es bueno para la sociedad en

general. Por ende, naturalmente consideramos que los valores morales son válidos para todos los agentes.

Esto no sería un mero estado interno subjetivo. El consecuente de la premisa es que pesar de esto, la

realidad es que lo que creamos que sea lo bueno sería una creencia subjetiva. De ahí que se llame “teoría

del error”. Sería un error común considerar que los parámetros de la buena acción apliquen para todos los

agentes.
4
Queerness argument en inglés.

12
hubiese valores objetivos, luego habría entidades o cualidades o relaciones de la naturaleza muy

extrañas, absolutamente diferentes de algo más en el universo” (Mackie, 2001, p. 25), por ende,

“los valores son cosas no naturales” y si pretendieran serlo “eso los hace parecer raros”

(Wiggins, 1990-1991, p. 80)5.

La segunda afirma que los juicios morales no “[tienen] que asociar su peso al de las

ciencias experimentales” (Wiggins, 1990-1991, p. 80), con la carga epistemológica que esto

conlleva. En efecto, en el lenguaje de las ciencias se puede hablar de verdad o falsead de una

teoría. En cambio en el ámbito de la moral es distinto. Si “fuéramos conscientes [de los valores

morales], sería debido a alguna capacidad especial de intuición o percepción moral, radicalmente

diferente de nuestras formas ordinarias de conocer cualquier cosa” (Mackie, 2001, p. 25).

Ordinariamente no estaríamos en capacidad de vislumbrar lo que sea bueno o malo. No habrían

juicios prácticos verdaderos ni falsos. Efectivamente, “no hay una forma de demostrar que los

valores objetivos, prescripciones intrínsecas, necesidades prácticas y el gusto, sean parte de la

naturaleza de las cosas, no habría forma de enmarcar el asentimiento o la adherencia a visiones

morales” (Mackie, 2001, p. 50). En esta instancia sería factible concluir que no habría ninguna

5
Mackie considera necesario referirse a la distinción tradicional (realizada por Aristóteles) entre valores

morales naturales y valores convencionales. El primer concepto sostiene que por naturaleza los seres

humanos tenderían a rechazar ciertos actos, independientemente del contexto en el que su acción esté

enmarcada. Habría acciones que serían contrarios a su telos natural. Esta visión sostiene que la moral

responde a nuestro modo de ser racional y no se construye, sino que se descubre. Lo bueno trascendería lo

que cada cultura y agente particular consideren que es lo bueno. El segundo concepto significa que habría

ciertos valores construidos en la particularidad de cada cultura. Lo que sea lo bueno no sería algo por

descubrir, sino por construir entre los miembros de la sociedad.

13
suerte de verdad ontológica, manifestación de un orden de la realidad, hacia el que se tienda, no

habría un telos en el que la moral esté encarnada, y si lo hay, no es posible conocerlo.

En síntesis, su argumento alude al hecho de que apelar a elementos ontológicos o

epistemológicos morales no evidentes en el mundo visible, significaría remitirnos a inferencias

forzadas acerca del contenido moral de una acción, pues implicaría adscribirse a una tesis

ontológica según la cual la moral no se construye, sino que se encuentra en la realidad, que los

valores sobrepasan el marco de las convenciones (premisa ontológica). Esta inferencia sería

forzada porque no podríamos apelar a una evidencia empírica de que esto sea realmente así. Lo

evidente sería que las sociedades humanas dependiendo de su contexto construyen los valores

morales con diversas particularidades, no habría una moralidad inscrita en el corazón de los

hombres o perteneciente a la naturaleza humana, pues uno de los núcleos de su obra radica en “el

rechazo de la doctrina de la ley natural como una teoría filosófica” (Mackie, 2001, p. 159). Por

ende, los “códigos morales” (Mackie, 2001, p. 28) serían radicalmente distintos en cada

contexto y por ello, inconmensurables.

De otra parte, el argumento de Mackie sugiere que de aceptar la postura común, objetivista,

de la moral, se predicarían capacidades especiales de nuestras facultades cognoscitivas. Habría

una suerte de principio intrínseco que nos permitiría conocer lo bueno y lo malo, pero esto

estaría completamente alejado de nuestra forma ordinaria de conocer6, por lo que un argumento

relativo a la objetividad de la moral sería forzado y no demostrable. Mackie construye su postura

de segundo orden y su escepticismo moral, precisamente, a partir de que los asuntos de moral no

se pueden demostrar asertóricamente, de ellos no se puede predicar una certeza. De ahí que él

6
Hay acercamientos epistemológicos realistas que sugieren que la verdad de las cosas es cognoscible, aun

cuando esta cognoscibilidad permanezca siempre siendo parcial y potencialmente pueda complementarse.

14
acuda a realizar valoraciones morales negativas y no normativas. De igual manera, este filósofo

acude a la noción de la variación de los códigos morales para argüir cómo resulta imposible la

facticidad de una moral universalista y objetiva. La premisa fundamental de esta dimensión de su

propuesta ética se fundamenta en “la bien conocida variación de los códigos morales entre una

sociedad y la otra y de un periodo al otro, y además la diferencia de las creeencias morales entre

diferentes grupos y clases que hay en una comunidad compleja” (Mackie, 2011, p. 23).

Esta visión ontológica y epistemológica conlleva ciertos presupuestos antropológicos, tales

como que los seres humanos se mueven en las siguientes dimensiones: pensamiento,

comportamiento, sentimientos y actitudes (Mackie, 1990). En tanto que nos movemos en buena

parte por nuestros sentimientos, aparecen “divergencias radicales entre los valores y las

preferencias, y es de esto que surge el desacuerdo moral obstinado” (Mackie, 1990, p. 64).

Además, el “egoísmo (...) es una parte que no se puede escindir de la naturaleza humana"

(Mackie, 1990, p. 90). También debemos contar con el hecho de que el mundo de los seres

humanos se mueve por el hecho de que hay “simpatías limitadas”. Estas a su vez, llevan a la

competición y ello desemboca en el “conflicto y una ausencia de lo que sería una cooperación

mutua benéfica” (Mackie, 1990, p. 75). No seríamos entonces seres sociales por naturaleza. La

construcción de espacios comunes surgiría de la necesidad de asociarnos, pero no como algo a lo

que tendamos por naturaleza, en tanto que somos egoístas y buscamos de uno u otro modo el

beneficio personal en el ejercicio de nuestros horizontes morales.

Así, Mackie afirma que en los seres humanos hay dos características centrales: el amor

propio y la generosidad confinada (Mackie, 1990), por lo que no cabría apelar a moralidades que

no presupongan estas generalidades antropológicas. La moralidad sería entonces, el resultado de

los sentimientos y de las emociones. No elegiríamos racionalmente entre cursos de acción

15
distintos, sino que las acciones se determinarían a partir de esa marca antropológica distintiva del

egoísmo. Aseverando esto, posiblemente conceptos como el de akrasia7 desaparecerían del

vocabulario filosófico moral, pues no habría por qué ir en contra de las características específicas

que conforman la acción de los seres humanos, no parecería haber algo tal como la incontinencia

ni la violación de silogismos prácticos, pues la razón no sería el rasgo determinante de la moral.

Retomemos su argumento: la moral obedece a sentimientos; no hay una forma de sostener

la superioridad de un horizonte moral sobre otro, pues no hay una moralidad objetiva que

responda a una verdad moral; y los cursos de acción no están determinados más que

contingentemente. Esta última premisa del argumento parecería dar cabida para fijar una

continuidad con los planteamientos aristotélicos sobre la akrasia.

No obstante, la teoría moral de Mackie parecería negar la realidad de la akrasia, pues no

habría una incontinencia efectiva, real. Si la moral responde a parámetros meramente subjetivos,

relativos a los sentimientos y a las emociones, entonces no parece haber una superioridad de una

premisa moral sobre otra y por lo tanto, no seríamos incontinentes, pues nunca iríamos en contra

del horizonte moral que nos hemos fijado, ya que lo iríamos fijando a medida que nuestros

estados internos cambien, que nuestras emociones se adapten más o menos a determinadas

concepciones morales subjetivas y arbitrarias en gran medida. Esto, a su vez, está inscrito en una

teoría del realismo político que renuncia a cualquier utopía y que trata de hacer construcciones

teóricas descriptivas.

Su realismo político

7
Significa la posibilidad de actuar en contra de los principios que hemos deliberado que son los deseables

para la buena acción, motivados por nuestras pasiones, de modo que “el exceso respecto de los placeres es

incontinencia” (Aristóteles, 2014, p. 99).

16
El camino argumentativo al que Mackie hace alusión constantemente es a mantenerse en

una postura realista de la moral. Así, cuando se trata de diseñar modelos de conducta que

apliquen en el rango de lo institucional, no se debería buscar normatividades ideales, sino unas

políticas coherentes con el hecho de que hay rasgos característicos de los seres humanos que no

pueden ser erradicados y por ende, que no deberían ser rechazados. Así, “deberíamos abogar por

reformas practicables, [...] deberíamos velar por reglas o principios de conducta que puedan

encajar con tendencias relativamente estables de motivos y pensamientos humanos” (Mackie,

2001, p. 91).

Teniendo en cuenta el punto de arranque de su filosofía moral, es posible afirmar que el

realismo de Mackie consiste en aceptar el mundo de los seres humanos con sus peculiaridades y

sin buscar planos utópicos de convivencia política. En este sentido, parte de la tradición

filosófica política inglesa, especialmente de Hume, Hobbes y el utilitarismo de regla. De Hobbes

retoma el contractualismo (sin ser él mismo un contractualista), y de Hume, la noción de justicia

como aquello que “no es algo de lo cual tengamos alguna tendencia natural, instintiva por

aprobar, sino un dispositivo que es benéfico por ciertas características contingentes de la

condición humana” (Mackie, 1990, p. 75). Asimismo, apela a la evidencia de fenómenos como el

amor propio y el conflicto en sociedad. Efectivamente, estos serían obvios “si no fuese porque

los moralistas, tanto en las tradiciones cristiana como humanista han fomentado una visión

opuesta, que la vida buena para el hombre es una amorosa hermandad universal y la búsqueda

desinteresada de la felicidad en general” (Mackie, 1990, p. 117). Según Garner (2007)8, uno de

8
En el artículo citado, este autor defiende la tesis del abolicionismo moral, según la cual la moral debería

ser abolida. Rescata de Mackie precisamente haber abierto la cuestión, aunque se aleja de él en tanto que

este filósofo en vez de abolir la moral, optó por un ficcionalismo, para el que muchos elementos de esta

17
los méritos de Mackie fue haber construido “la cuestión de si la moral hace más daño que bien”

(p. 501).

De igual forma, Mackie (2001) sostiene la imposibilidad de moralidades universalmente

válidas. En este sentido, asevera que:

es más realista considerar la moralidad en sentido estrecho como un dispositivo

para contrarrestar esos males específicos [diferencias considerables acerca de lo

que la gente piensa o valora que vale la pena en la vida humana], que considerar la

moralidad, tanto en el sentido amplio como estrecho, como un sistema de reglas

cuya función consiste en maximizar un acuerdo ficticio o un valor positivo

objetivamente determinable, como serían la felicidad o la utilidad. (p. 95)

De hecho,

[aquellos] que se suscriben completamente a cierto ideal podrían no desear tolerar

ninguna limitación sobre los métodos por los que se esfuerzan para alcanzar su

meta. No obstante, el objetivo de la moral realista consiste en mantener o establecer

tales límites, no para alcanzar o imponer acuerdo acerca de las metas o ideales

(Mackie, 1990, p.106),

sino para fijar unos mínimos de estabilidad social, de acuerdo moral, enmarcado en el

ámbito de lo convencional. Mackie basa su moralidad realista y no universal en el hecho de que

los códigos morales son convencionales.

Por consiguiente, su teoría moral puede catalogarse como una que reconoce la contingencia

de la vida política y que acude a la negación de principios universales, en tanto que esto podría

han de ser rescatados, pues “el discurso moral realista debería mantenerse aunque sea falso estrictamente

hablando, porque es útil” (Nolan, et. al., en Garner, 2007, p. 503).

18
suponer en alguna medida la conformación de utopías que en muchas ocasiones han hecho más

mal que bien. Así, “[ubicar] como moralidad en el sentido amplio algo que, aun siendo

admirable, fuese absolutamente imposible de lograr es propenso a hacer, y de hecho ha realizado,

más daño que bien” (Mackie, 1990, p. 90). De ahí que el filósofo acuda a postular una

perspectiva subjetivista de la moral, que, a su modo de ver, respondería más acertadamente a los

fenómenos morales como se dan.

Efectivamente, “la moral se invoca siempre invariablemente para avalar las acciones de

ambas partes en cualquier conflicto violento, grande, mediano o pequeño, y esto parece ser una

razón para pensar que podríamos estar mejor sin ella” (Garner, 2007, p. 503). La consecución de

un proyecto moral común sería inalcanzable y de hecho sería nociva. Consiguientemente, desde

el acercamiento de Mackie, el agente podría aferrarse a las que sean sus preferencias particulares

en el orden privado, pero en el público no deberá referirse a ellas. La moral queda encerrada en

la particularidad del propio agente y no se puede definir a ciencia cierta que haya una moral más

acertada que otra. El realismo político implica no construir marcos utópicos o normativos que

traten de estipular unos parámetros en el plano de la vida en común de los seres humanos y

acepta la inconmensurabilidad como un hecho ineludible y el relativismo como consecuencia de

ello.

Las consecuencias prácticas de su posición

Partiendo de sus presupuestos antropológicos, se puede decir que una consecuencia

práctica de la teoría ética de Mackie es que se debe “aceptar la competencia y cierto grado de

conflicto entre individuos y entre grupos” (Mackie, 1990, p. 117), lo cual sugiere la aceptación

de la desigualdad en el seno de las sociedades. Otra consecuencia práctica de la perspectiva de

Mackie es que “[nadie] puede demandar que su visión de lo bueno sea aceptada por todos los

19
demás” (Mackie, 1990, p. 103). Eso jugaría un papel fundamental en la promoción de sociedades

pluralistas. En adición, el filósofo afirma que “La alternativa al universalismo no es un

individualismo extremo. Cualquier vida humana posible y deseable es social” (Mackie, 1990, p.

118).

Así, la competencia y el conflicto no serían lo único fáctico en la sociedad. También cabría

margen para la cooperación entre diversos agentes (Mackie, 1990). Esto implica que las

instituciones deberían limitar el egoísmo de los agentes, no porque sea algo malo en sí mismo,

sino porque iría en detrimento de la construcción de una sociedad deseable. En este sentido,

Mackie “sugiere que sería mejor, donde hay, de hecho, moralidades divergentes en el sentido

amplio, que la ley se confinara a la tarea que comparte la moralidad en sentido estrecho de

permitir tanto facciones rivales como individuos compitiendo para vivir juntos por medio de

limitaciones recíprocas de las pretensiones que chocan entre sí” (Mackie, 1990, p. 160).

Asimismo, su postura buscaría fundamentar “una moralidad puramente secular”9 (Mackie,

1990, p. 158); de otra parte, la visión escéptica de Mackie tendría como una de sus posibles

consecuencias la promoción de la tolerancia en la sociedad. Así, “[la] tolerancia mutua sería más

asequible si los grupos pudiesen caer en cuenta que los ideales que determinan sus moralidades

en sentido amplio son solo eso, los ideales de aquellos que se adhieren a ellos, no valores

objetivos que imponen requerimientos iguales para todos” (Mackie, 1990, p. 160).

Richard Rorty: la categoría de contingencia como presupuesto del relativismo moral

Para Richard Rorty, filósofo neopragmatista norteamericano, la contingencia sería el

principio fundamental de la acción humana, tanto en el marco de la reflexión epistemológica,

9
No se aclara el significado de secular, que puede apelar a definiciones de diversa índole en el plano

político.

20
como en el marco de la reflexión moral. En efecto, su pensamiento inicia de una serie de

presupuestos que niegan una posible diferencia cualitativa entre los diversos planteamientos

morales y asume la inconmensurabilidad entre estos10.

Rorty se defiende de las acusaciones de relativismo al afirmar que dicha doctrina incluiría

“la visión de que cada creencia en cierto tópico, o quizás en cualquier tópico, es tan buena como

las demás” (Rorty, 1994, p. 167) y sostiene no saber si esto es o no es así. No obstante, su

defensa parece insuficiente porque toda su filosofía está asentada sobre parámetros

epistemológicos y metafísicos que encajan perfectamente con muchas de las manifestaciones del

relativismo, enmarcadas en el concepto de la contingencia, entendido como aquello que puede

ser de otro modo11. Por consiguiente, su supuesta no apelación al relativismo para construir su

postura filosófica parece ser tan solo aparente, pues él adopta muchos de los presupuestos del

relativismo. Efectivamente,

[lo] que es realmente distintivo del pragmatismo de Rorty no es que privilegia el

lenguaje, sino que se niega a dar un estatus de privilegio a cualquier vocabulario, y

por lo tanto, niega que las partículas físicas, ideas, el lenguaje o algo más sea

valorado como ontológicamente fundamental, en el terreno pluralista de que el

mundo no tiene una naturaleza esencial. (Tataglia, 2010, p. 615)

10
Cf. especialmente “Contingency, Irony, and Solidarity” y el artículo: “The Priority of Democracy to

Philosophy”.
11
Más adelante se enlazará el concepto de contingencia con el de ironía; la contingencia se refiere a la

posible falibilidad de nuestros juicios y perspectivas morales, la ironía, partiendo de este punto, nos

ayudaría a desarrollar curiosidad frente a marcos morales opuestos y en esa medida, tolerancia hacia ellos.

21
En la medida en que la realidad es contingente, no se podría hablar de verdades, ni éticas ni

científicas, de universalidad o de unos principios intrínsecos existentes en la realidad. Cabría

mejor hablar en términos falibilistas, justificatorios, historicistas y en último término,

nominalistas, es decir, antiesencialistas, que dan una preeminencia a los usos del lenguaje en su

contexto determinado, que abren la posibilidad de consolidar una filosofía etnocentrista, desde la

que se afirmaría que “una perspectiva aparte de cualquier vocabulario es imposible” (Mostseller,

2006, p. 133). Desde esta postura filosófica, hay una primacía teórica de Hegel sobre Kant, Rorty

(1983) destaca “el intento hegeliano de defender las instituciones y prácticas de las democracias

norteamericanas ricas, sin usar fundamentos [kantianos, es decir, la visión de la racionalidad y la

moralidad como ahistóricos y transculturales]” (pp. 584-585).

No habría una esencia o naturaleza subyaciendo a lo que podemos ver, y si la hay, no es

posible conocerla. En este argumento habría una gran semejanza con el argumento

epistemológico de Mackie. Además, no aportaría nada a la democracia. Solo quedaría al filósofo

conformarse con lo que aparece como evidente ante sus ojos y con aquello que resalte y

mantenga los parámetros democráticos de nuestra sociedad, pues “[no] hay un método para saber

cuándo alguien ha llegado a la verdad, o cuándo está más cercano a ella que antes” (Rorty, 1994,

p. 166).

Es decir, se optaría por una visión pragmatista en la que lo deseable sería reconocer que “la

gloria está en nuestra participación en proyectos humanos falibles y transitorios, no en nuestra

obediencia hacia límites no humanos” (Rorty, 1994, p. 166). Según su teoría, los pragmatistas

como él “[se preocupan] por propuestas alternativas, detalladas y concretas para el cambio

político. Cuando esa alternativa es propuesta, la [debaten], no en términos de categorías o

principios, sino en términos de las diversas ventajas o desventajas concretas que tiene” (Rorty,

22
1994, 168), ahora bien parecería ser que los actores sociales evaluamos los cambios sociales y

las determinaciones morales a la luz de unos principios implícitos de los que no siempre somos

conscientes. Por consiguiente, lo dicho por Rorty no deja de ser problemático en alguna medida.

En efecto, inclusive “las aserciones a priori de Rorty acerca de la naturaleza relacional de

la realidad son obviamente metafísicas; si hay metafísica parmenídea, también hay metafísica

heraclitiana” (Tataglia, 2010, p. 618) y la contingencia, por oposición al esencialismo, fungiría

como su fundamento, enmarcada en el contexto del análisis de las consecuencias prácticas que

implicaría asumir tales aserciones a priori, para las cuales no “hay consideraciones intrínsecas a

un asunto particular, pues ni la gente, ni las personas u otros objetos en el mundo tienen

naturaleza esenciales” (Roth, 1989, p. 174).

Los presupuestos antropológicos y epistemológicos de su postura moral

El filósofo estadounidense fundamenta su pensamiento en la noción de que no hay algo

intrínseco a los seres humanos que sea invariable, que deba ser descubierto (Rorty, 1993), por lo

cual se pueda vindicar la posibilidad de una conmensurabilidad entre diversas interpretaciones

morales. “[Un] ser humano decente es relativo a la circunstancia histórica, una cuestión de

consenso transitorio acerca de qué actitudes son normales y qué prácticas son justas o injustas”

(Rorty, 1993, p. 189). Esto implica que no hay una naturaleza humana intrínseca que nos

determine como algo distinto de los animales o de las plantas (Rorty, 1993).

Si esto es cierto, habría entonces “una gran plasticidad en nuestro entendimiento de la

naturaleza y de la cultura; acceder al pluralismo sería, desde esta versión, solo un reconocimiento

de la condición humana. No habría una ley natural o moral más alta” (Roth, 1989, p. 186). De

ahí que Rorty insista en la contingencia y en “la oposición a ideas como «esencia», «naturaleza»

y «fundamento»” (Rorty, 1993, p. 189), con las cuales podría fundamentarse una moral

23
universalista (Rorty, 1993b). Si hay una perspectiva del ser humano como algo variable,

“plástico”, entonces se construye una concepción epistemológica de la moral que implicaría que

esta se hallaría en buena medida cerrada en los contextos particulares donde se desarrolla, se

construye; en la que, artificialmente y no naturalmente, se llega a acuerdos acerca de lo que sea

la buena acción. En dicha línea, se daría la contraposición a la que él constantemente alude entre

hegelianos y kantianos. Estos últimos pensarían “que hay tales cosas como una dignidad humana

intrínseca, derechos humanos intrínsecos y una distinción ahistórica entre las demandas de la

moralidad y aquellas de la prudencia” (Rorty, 1983, p. 583). En cambio, los hegelianos dirían

que “la humanidad” es una noción biológica más que moral, que no hay dignidad

humana que no derive de la dignididad de una comunidad específica y que no hay

una apelación a un criterio imparcial, más allá de los méritos relativos de

comunidades actuales [...]. (Rorty, 1983, p. 583)

En el marco de esta mirada hegeliana de la realidad y del mundo, aparece el lenguaje como

manifestación de la contingencia, categoría propia de esa mirada historicista y pragmatista

rortyiana. No habría “manera de ubicarse por fuera de los varios vocabularios que hemos

empleado y encontrar un metavocabulario que, de algún modo, tenga en cuenta todos los

posibles vocabularios” (Rorty, 1993, p.xv), pues los conceptos no serían más que “los usos de las

palabras” (Rorty, 2000, p. 25)12. Así, la contingencia como aspecto del lenguaje se traslada al

12
En este pasaje se hace alusión explícitamente a Ludwig Wittgenstein. Este filósofo en “Investigaciones

filosóficas” habla de una preeminencia de los usos del lenguaje en el marco de la significación del

lenguaje, aunque también se refiere a un modo de actuar humano común que inclusive pondría en

entredicho la contingencia del lenguaje (cf. §§202-207), o su valoración exclusivamente desde los usos

que se le den.

24
sentido mismo de la moral, en tanto que esta no sería más que lenguaje en uso, o en otras

palabras, resultado de la cultura y del contexto histórico. En efecto, los ironistas están “siempre

conscientes de la contingencia, de la fragilidad de sus vocabularios finales y así, de sí mismos”

(Rorty, 1993, p. 74). De igual forma quien se considera ironista es “nominalista e historicista”

(Rorty, 1993, p.74). Entonces, aspectos como por ejemplo el de la verdad, no podrían hallarse en

un lugar por fuera de la mente humana (Rorty, 1993b) y no podrían caracterizar ningún tipo de

acción o proposición moral.

El sustrato epistemológico de esta afirmación radica en dos proposiciones: la primera es

que “nosotros solo podemos comparar los lenguajes o las metáforas entre ellas, no con algo

detrás del lenguaje llamado «hecho»” (Rorty, 1993, p. 20); la segunda es que no se trataría de

que “encontremos el muro real detrás de los pintados, las piedras de toques reales que son

simplemente artefactos culturales” (Rorty, 1993, pp. 53-54), pues en nuestra condición de seres

contingentes no se podría lograr acceder a la realidad. En esta medida, “[el] posmodernismo no

es más relativista que la sugerencia de Putnam de dejar de probar una visión de la moralidad

“desde la visión de un ojo de Dios” y aceptar que “solo podemos esperar producir una

concepción más racional de moralidad si operamos desde nuestra tradición” (Rorty, 1983, p.

589).

Adicionalmente, aparece el elemento de la historicidad de cada contexto y la imposibilidad

de superar la inconmensurabilidad entre diversas interpretaciones. Así, “toda descripción, de lo

que sea, es relativa a las necesidades de alguna situación histórica condicionada” (Rorty, 1993, p.

103), por lo que no podría plantearse una ahistoricidad de la moral. Además, la consciencia de

que somos seres históricos conllevaría a la realización de que “no hay algún secreto que el

ironista espere descubrir [...]. Solo hay pequeñas cosas mortales por ser replanteadas por medio

25
de su redescripción [...], nunca habría algo así como la descripción correcta” (Rorty, 1993, p.

99). Así, “[aceptar] la contingencia de nuestros puntos de partida es aceptar nuestra herencia y

nuestra conversación con nuestros compañeros humanos como única fuente de guía” (Rorty,

1994, p.166).

La concepción del entendimiento del mundo en términos de una redescripción de pequeñas

cosas mortales, conduce el hilo argumentativo de la obra rortyiana a la distinción epistemológica

entre justificación y verdad, pues él realiza “la sugerencia de que adoptamos la práctica de

justificar nuestros vocabularios pragmáticamente y no en términos de proximidad con la verdad”

(Tataglia, 2010, p. 621). Distinción que “Rorty piensa que es muy importante para el progreso

cultural y el crecimiento personal, que ideas audaces, inicialmente contraintuitivas se ubiquen

como defensa contra el estancamiento intelectual” (Tataglia, 2010, p. 623). Esta justificación

pragmática de nuestros vocabularios implicaría la posibilidad de ajustarlos a las condiciones que

posibiliten la presencia de los valores democráticos en la sociedad.

Por ende, sin “verdades” o “una verdad” que pueda darle el estatus de veracidad a una

afirmación, todo es cuestión de qué tan bien se pueda justificar determinada postura moral. No

hay una realidad de la que se prediquen verdades (incluidas las morales), por el contrario, hay un

antirrealismo semántico, que “[busca] reemplazar la concepción semántica realista de verdad y

de condiciones de verdad por consideraciones más constructivistas, condicionadas en

consideración de los actos a los que podemos comprometernos para aprobar o desaprobar una

oración” (Wiggins, 1990-1991, p. 64). No habría una esencia por fuera de las proposiciones ni

una correspondencia entre la mente y el mundo externo a ella, la realidad sería el lenguaje mismo

y las proferencias formuladas, y si hay verdades o verdad, estas se escaparían del alcance

humano, pues serían “objetos sublimes”. Entonces habría un traslado del nivel metafísico y

26
epistemológico del concepto de verdad, a uno semántico o lingüístico. Por consiguiente, ya no se

hablaría en términos de verdad, sino en términos de justificación:

la justificación es escasamente bella, pero es reconocible y por consiguiente puede

ser desarrollada. [...] Como lo veo, el anhelo de incondicionalidad –el anhelo que

lleva a los filósofos a insistir en que necesitamos evitar el “contextualismo” y el

“relativismo” es de hecho, satisfecho por la noción de verdad. Pero este anhelo no es

saludable porque el valor de la incondicionalidad es irrelevante para la práctica.

(Rorty, 2000, p. 2)

Desde la postura neopragmatista de Rorty, cualquier proposición, cualquier apelación

concerniente a una bondad moral, a un principio moral, a una verdad moral, parece infecunda.

Predicar verdades no sería el rol de la filosofía, no se trataría de buscar la verdad, sino de a partir

de la filosofía trabajar en pro del buen funcionamiento de las democracias, de su justificación en

contextos particulares y “juegos de lenguaje” muy determinados y la diferencia entre

justificación y verdad no sería útil para este propósito.

La justificación y no la verdad como criterio para definir la bondad de una acción implica

que en su teoría prevalecería ese falibilismo según el cual podría llegar el momento en el que no

se puedan justificar las propias creencias (Rorty, 2000). Por consiguiente, ese falibilismo es uno

de los fundamentos epistemológicos de lo que más adelante se mencionará como “teoría” de la

ironía. Falibilismo que estaría enmarcado bajo un trasfondo escéptico, cuya centralidad radica en

la consciencia de lo problemática que podría resultar cualquier teoría de la verdad o la aceptación

de un “vocabulario final” como el correcto y cuyo punto arquimédico es la contingencia. En este

sentido, se da un abandono de la concepción de la filosofía como búsqueda de la verdad y se

27
adopta una concepción de esta como curiosidad. A este respecto el neopragmatista

norteamericano afirma:

[yo] pienso que lo único que puede jugar el rol de lo que Aristóteles, Peirce, Apel y

Habermas han ubicado como el deseo del conocimiento (y así de la verdad), es la

curiosidad. Utilizo este término para significar la urgencia de expandir los propios

horizontes de investigación –en todas las áreas, tanto en la ética como en la lógica y

la física–, de modo que se promuevan nuevos datos, nuevas hipótesis, nuevas

terminologías, etc. (Rorty, 2000, p. 17)

Consecuentemente, la epistemología moral de Rorty sugiere el reemplazo de términos

como verdad, objetividad, racionalidad o conmensurabilidad por “vocabularios, hermenéutica y

edificación. La verdad no se entiende ya más como algún tipo de correspondencia de las

oraciones con la realidad” (Mostseller, 2006, p. 133), sino como un conjunto de “objetos

semánticos” (Mostseller, 2006, p. 143).

La teoría de la ironía como fundamento de su perspectiva moral

La teoría de la ironía parte de tres condiciones: la primera es que la persona que es ironista

mantiene siempre las dudas acerca del “vocabulario final” al que se ha inscrito y que equivale al

marco moral bajo el que se evalúan las acciones del agente; la segunda es que esas dudas son

irresolubles desde el vocabulario con el que cuenta y la tercera es que no considera tener un

vocabulario más próximo a la realidad que otros posibles vocabularios finales (Rorty, 1993).

Dicha convicción se basaría “en nada más profundo que los hechos históricos [...]” (Rorty, 1993,

p. 84); y el método de argumentación de este agente “es la redescripción y no la inferencia”

(Rorty, 1993, p. 78).

28
En esta línea, “[para] el teórico ironista el relato de la creencia en el amor a una sabiduría

ahistórica es el relato de intentos sucesivos de encontrar un vocabulario final que no solo es el

vocabulario final del filósofo, sino un vocabulario final en todo sentido” (Rorty, 1993, p. 96).

Adoptando esa perspectiva de las posturas morales como vocabularios finales que siempre

pueden ser reemplazados, se tiene una mirada del mundo como descripción y redescripción.

Siempre es posible reemplazar determinado vocabulario final por otro que sea mejor en cierto

momento porque los vocabularios no se adecúan a la verdad sobre la realidad, son justificaciones

de las descripciones que hacemos. En efecto, “nos redescribimos a nosotros mismos, nuestra

situación, nuestro pasado, en aquellos términos y comparamos los resultados con redescripciones

alternativas” (Rorty, 1993, p. 80).

El rasgo primordial del ironista consiste en, como se ha repetido en diversas ocasiones, la

capacidad de dudar siempre de su vocabulario final. Este al ser cuestionado por el propio agente,

propiciaría la promoción de valores como el pluralismo, pues de la consciencia acerca del propio

vocabulario, se sigue la aceptación y el reconocimiento de otros vocabularios. En ello radica que

el agente pueda ser un liberal en el ámbito público, ya que el rasgo primordial del liberal es su

consciencia de que “la crueldad es lo peor que hacemos” (Rorty, 1993, p. 173).

Para caracterizar la postura del liberal, Rorty hace alusión a Habermas, con quien comparte

la misma posición política, solo que el filósofo norteamericano no busca basarla en supuestos

universalistas, como, según él, lo realiza Habermas (Rorty, 1989). El primero se encarga de

desarrollar una obra etnocentrista, según la que “lo que cuenta como racional o fanático es

relativo al grupo ante el cual consideramos que es necesario justificarnos a nosotros mismos”

(Rorty, 1993, p. 256). En esa medida habría una suerte de racionalidad encarnada en el grupo

particular al que se pertenece, pues “lo que sea racional está confinado a uno u otro contexto

29
social” (Roth, 1989, p. 181). Esto fundamentaría el etnocentrismo de Rorty y, así, una posible

inconmensurabilidad con respecto a otros desarrollos teóricos desarrollados en otras tradiciones.

El argumento se expresaría en términos de la nomenclatura wittgensteiniana, del siguiente

modo: las valoraciones morales solo pueden ser expresadas al interior de un “juego de lenguaje”

muy particular, pues no cabría proponer el “juego de lenguaje” tan particular de la propia cultura

para otras culturas, debido a que el significado de las aserciones morales es contexto

dependiente. No obstante, Rorty en “Universality and Truth” afirma que:

la idea de lo incompatible y quizás recíprocamente ininteligible de los juegos de

lenguaje es una ficción sin sentido y [...] en los casos reales, representantes de

diferentes tradiciones y culturas pueden siempre encontrar el camino para hablar,

más allá de sus diferencias. Yo concuerdo con Wellmer en que la “racionalidad” –en

cualquier sentido relevante de la palabra– no puede terminarse en el límite de juegos

de lenguaje cerrados (en tanto no hay tal cosa).

Nuestro desacuerdo comienza cuando, después de un punto y coma, Wellmer termina

su oración con “pero entonces la contextualidad etnocéntrica de toda argumentación

es bastante compatible con la formulación de afirmaciones de verdad que trascienden

el contexto –el contexto local o cultural– en el que se erigen y en el que pueden ser

justificadas”. Yo habría terminado esa misma oración diciendo: “pero entonces la

contextualidad etnocéntrica de toda argumentación es bastante compatible con la

afirmación de que una sociedad liberal democrática puede juntar, incluir, todos los

tipos de ethnoi diversos”. (Rorty, 2000, p. 12)

El argumento de Rorty, entonces, no pretendería defender la absoluta inconmensurabilidad

de los “juegos de lenguaje”, no buscaría sostener que estos estén cerrados en sí mismos, como lo

30
sugiere Roth (1989), aun cuando implícitamente pueda parecer que la ve como fenómeno que es

insuperable en alguna medida. Lo central de su razonamiento radica en le negación de la

universalidad; de hablar de parámetros de verdad comunes a la humanidad, de hablar de un

horizonte moral como si se acercase más a la realidad de las cosas. Aquella parcial

inconmensurabilidad se manifiesta en que:

[cuando] consideramos ejemplos de juego de lenguaje alternativos –el vocabulario de

la política ateniense antigua versus el de Jefferson, el vocabulario moral de san Pablo

versus el de Freud, la jerga de Newton versus la de Aristóteles, el idioma de Blake

versus el de Dryden –es difícil pensar sobre el mundo como si hiciese uno mejor que

el otro, como si decidiese entre elllos. (Rorty, 1993, p. 5)

Se sugiere la posibilidad de la salida a la inconmensurabilidad desde ese postulado del

etnocentrismo, que implica que el valor moral que damos a las acciones se hace desde “las

comunidades con las que nos identificamos” (Roth, 1989, p. 176).

Es relevante, sin embargo, decir que en todo el razonamiento de Rorty parece haber una

sutil contradicción, pues ese etnocentrismo que él busca justificar sería un etnocentrismo

deseable para todas las sociedades y no solo para la americana de finales del siglo XX y en esa

medida tendería a la universalidad y no solo a la comunidad con la que el agente se identifica. En

otras palabras, sería mejor una democracia liberal de un régimen fascista autoritario en cualquier

lugar del mundo.

Por ende, sí habría un juego de lenguaje mejor que otro, aun cuando esa democracia liberal

que Rorty propone sea etnocéntrica y particular. De lo contrario, “¿si solo hay descripciones, re-

descripciones, re-re redescipciones y re-re-re descripciones, entonces cómo puede uno elegir

entre descripciones o redescripciones rivales?” (Mostseller, 2006, p. 144). Su obra sería

31
posiblemente irrelevante, pues ¿por qué habría uno de adoptar una visión ironista y solidaria ante

el mundo? No habría criterios para ello. La obra quedaría encerrada en el círculo ineludible de la

descripción y redescripción que traería como consecuencia, ahora sí ineludiblemente, el tipo de

inconmensurabilidad que Rorty no parece querer defender.

Más allá de esto, el punto epistemológico de Rorty implicaría que “[la] identificación

kantiana con un yo transcultural y ahistórico es reemplazada con una identificación cuasi

hegeliana de nuestra propia comunidad, pensada como producto histórico” (Rorty, 1993, p. 256).

De ahí que “para una teoría social pragmatista, la cuestión de si la justificabilidad de la

comunidad con la que nos identificamos conlleva una verdad, es simplemente irrelevante”

(Rorty, 1993, p. 256).

Las consecuencias prácticas de su teoría: el concepto de solidaridad

Ese falibilismo, fundamento de la teoría de la ironía de Rorty, conlleva a la escisión de la

persona que es al mismo tiempo liberal e ironista y nos ubica ante la pregunta por las

consecuencias políticas y prácticas de su construcción filosófica. El punto de partida del

liberalismo que propone radica en la afirmación según la cual “[todo] lo que importa es que si

usted lo cree, pueda decirlo sin ser lastimado” (Rorty, 1993, p. 176). Esto implica que:

una creencia puede aún regular la acción, puede aún ser pensada como algo por lo

cual valdría la pena morir, entre la gente que es consciente de que su creencia es

causada por nada más profundo que una circunstancia histórica contingente. (Rorty,

1993, p. 189)

Esta filosofía, basada en la escisión de los dos planos (público y privado) busca “tratar las

demandas de autocreación y solidaridad humana como igualmente válidas, aun cuando sean

inconmensurables” (Rorty, 1993, p. xv). La autocreación sería lo propio del ironista que rechaza

32
posturas inmóviles y nociones epistemológicas y antropológicas como las propuestas

tradicionalmente. La autocreación estaría relacionada con narrativas y no con sistemas

filosóficos (Rorty, 1993). La solidaridad sería el componente liberal del agente. Esta consiste en

la habilidad de ver más y más diferencias tradicionales (de tribu, de religión, de costumbres y de

gusto) como irrelevantes cuando se compara con las similitudes con respecto al dolor y la

humillación – la habilidad de pensar sobre las personas ampliamente distintas de nosotros como

incluidas en el rango del “nosotros” (Rorty, 1993, p. 192). Sería un término para construir una

suerte de postura de la inclusión, cuyo propósito radicaría en “mantener [su poder], pero

apartarlo de que la solidaridad esté fundamentada en un tipo de esencia compartida por los seres

humanos” (Mostseller, 2006, p. 127).

Así, el concepto de solidaridad adquiriría un rasgo distinto del que tenía en los inicios del

liberalismo. No serían ya las nociones de razón o dignidad humana las que darían el fundamento

a esta. En efecto, Rorty afirma que no desea “reducir su poder [del concepto de solidaridad

humana que se ha forjado en Occidente], sino solo despojarlo de lo que frecuentemente ha sido

pensado como “presuposiciones filosóficas” (Rorty, 1993, p. 192). Consecuentemente, no se

hablaría ya de superioridad moral frente a otras culturas u otras personas. De hecho, “no hay

nada que valide el vocabulario final de una cultura o de una persona” (Rorty, 1993, p. 197), por

lo que se trataría de ampliar el círculo del “nosotros” aceptando las grandes diferencias entre los

diversos agentes que compondrían ese sentido de comunidad ampliado y apelando no a la razón,

sino a los sentimientos compartidos, de dolor y placer.

Asimismo, la adopción de esta opción por la solidaridad implicaría el abandono del

“intento por [deshacerse] de un concepto específico de razón –el concepto según el cual uno es

racional si representa con precisión la realidad–y reemplazarlo por el puramente ideal de

33
solidaridad” (Rorty, 2000, p. 19). Esto significa que no habría por qué construir algún

presupuesto antropológico, epistemológico o metafísico para realizar filosofía política.

Por ende, el concepto de solidaridad no sería el resultado de una postura de los humanos

como seres racionales o políticos. Efectivamente, “ninguna disciplina como la antropología

filosófica se requiere como prefacio a la político, sino solo la sociología y la historia” (Rorty,

1993, p. 256). Además, al optar por la pluralidad y no por la homogeneidad de la sociedad, Rorty

busca ofrecer “un campo extenso de elección, y así, la posibilidad de una mayor estimulación y

de un mayor crecimiento intelectual” (Roth, 1989, p. 173). En esta medida es plausible sostener

que esta mirada sobre la solidaridad, con sus consecuencias políticas, se conecta con la idea del

pluralismo en el terreno de lo teórico. De ahí que se acuda a la negación de presupuestos

metafísicos para describir al ser humano, tales como esencia, naturaleza, etc. No cabrían en la

jerga moral argumentos del tipo “esto es malo porque va en contra de la naturaleza humana”, etc.

Dichas expresiones que, para Rorty tienden a expandir la brecha entre el “ellos” y el “nosotros”,

irían contra la premisa liberal fundamental de evitar la crueldad y del ideal de la solidaridad

como consecuencia de una teoría política pragmática y hegeliana, que “apela a la forma de la

narración histórica y de la especulación utópica y no a la búsqueda de principios generales”

(Rorty, 1993, p. 60). De ahí que este filósofo busque ofrecer, en palabras de Roth (1989), “una

esperanza sin fundamento”; su teoría tendería a un “optimismo concerniente a la naturaleza

humana” (p. 184), según el cual en la sociedad primaría “la voluntad de armonizar diversos

intereses [...] sobre la voluntad de poder” (Roth, 1989, p. 178), dando entrada así a un pluralismo

deseable en el marco de la esfera política.

J.L. Mackie y Richard Rorty: una moral relativa al lenguaje, a la historia, a las

culturas y a los agentes

34
Se ha expuesto a grandes rasgos el contenido teórico de Mackie y Rorty como pensadores

relativistas. El primero, por medio de su metaética subjetivista o escepticismo moral, ha tratado

de mostrar cómo no hay unos valores objetivos y cómo esa perspectiva de una moral común es

errónea, esto último desde su “teoría del error”; para realizarlo acude como uno de los

argumentos centrales de su tesis al “hecho” de la variación de los códigos morales, de la

heterogeneidad con respecto a la moralidad. En esa medida, el relativismo de Mackie no sería

normativo, en tanto que no hay una visión de primer orden que estipule cómo deberían funcionar

las cosas, sino que provea los límites a cualquier teoría con pretensiones normativas. No

obstante, en su obra hay evaluaciones normativas que hacen problemática verla como una obra

exclusivamente de segundo orden. De esto se dirá algo más en la discusión.

Asimismo, se ha observado que el fundamento metafísico y epistemológico de su

desarrollo conceptual descansa en el argumento de la “rareza” y que el desacuerdo moral general

es una barrera infranqueable para toda teoría universalista de la moral; de igual manera, se puede

observar que su teoría descansa en el presupuesto comúnmente aceptado al seno de la filosofía

contemporánea de que la moralidad no está para ser descubierta, sino para realizarse por medio

de acuerdos y convenciones; el “dato empírico” que proporcionaría el fundamento para tal

afirmación reside en una mirada del ser humano como un ser indudablemente egoísta. Esto

proporcionaría el fundamento para reconocer en el conflicto, en la cooperación y en la

competición, tres fenómenos sociales ineludibles. En lo anterior descansa su realismo político

que, parece ser, apuntaría hacia el reconocimiento del individualismo como una consecuencia

ineludible de las dinámicas sociales y a la relativización de cualquier horizonte moral;

finalmente, hay también, hay un rechazo de la doctrina de la ley natural.

35
De otra parte, Richard Rorty desarrolla una perspectiva moral arraigada en el

nominalismo, falibilismo e historicismo, que a diferencia del proyecto de Mackie, implica una

utopía dependiente del ideal de la solidaridad; también se presenta una filosofía de la

contingencia, que parte del rechazo a cualquier postura absolutista sobre la realidad; hay un

relativismo fundado en dicha filosofía, relativismo en cuanto se reafirma la presencia de la

moralidad como algo a ser evaluado tan solo en los contextos particulares de cada cultura y

periodo histórico y a ser redescrito constantemente; hay asimismo, una concepción antropológica

implícita, a saber, la posibilidad de que el agente pueda lograr escindirse en dos planos, uno

público y otro privado. El público sería el perfil del agente que defiende y promueve los ideales

del liberalismo, el privado sería el perfil del agente ironista, cuya actitud está arraigada en el

falibilismo, en la posibilidad de cuestionar constantemente el propio horizonte moral; además de

los elementos ya puestos en consideración, otra distinción epistemológica fundamental para

Rorty es aquella relativa a la justificación y a la verdad: la filosofía y la reflexión política no se

referirían a la verdad y a un orden de las cosas por descubrir, sino a la posibilidad de justificar

los horizontes morales; Rorty comparte con Mackie esa premisa de que los valores no se

encuentran sino que se construyen; se presenta de igual modo un rechazo a las teorías filosóficas

y a los sistemas filosóficos; se renuncia a la visión tradicional de la filosofía, basada en la

construcción de grandes sistemas filosóficos y en la posibilidad de encontrar la verdad sobre la

realidad. Estos se reemplazan por una visión de la filosofía como género literario, fundamentado

en la curiosidad, en las metáforas y en los procesos creativos.

Capítulo segundo: los límites del relativismo moral

36
Alasdair MacIntyre: la posibilidad de trascender el relativismo moral por medio de

la teoría de las virtudes

Anteriormente se hizo alusión al relativismo moral, poniendo por ejemplo a dos

pensadores relativistas que guardan muchas diferencias en sus respectivas construcciones

filosóficas, políticas y morales. Ahora se presentará la propuesta teórica de Alasdair MacIntyre,

quien apelando a algunos de los argumentos más fuertes del relativismo, como el falibilismo, el

historicismo y el contextualismo (o inconmensurabilidad entre culturas diversas) hace frente a

este por medio de la ética de las virtudes, que estaría enmarcada en el contexto particular de las

prácticas y cuyos parámetros de racionalidad estarían inscritos en el marco de cada cultura y de

los lenguajes.

La marca general que diferenciaría la visión de MacIntyre de una concepción relativista de

la moral consiste en que en todo caso, se consideraría la posibilidad de llegar a la verdad en la

acción y no solo en cuestiones epistemológicas. Esta verdad estaría enmarcada en un orden

metafísico y habría una naturaleza humana compartida que daría el sustrato para que los seres

humanos puedan florecer, esto es, para que puedan llegar a la realización de su propia naturaleza,

por medio de la virtud. Esta se definiría como como “una cualidad humana adquirida, cuya

posesión y ejercicio tienden a permitirnos alcanzar aquellos bienes que son internos a las

prácticas y cuya ausencia nos impide alcanzar tales bienes” (MacIntyre, 2013, p. 207), a la vez

que “nos proporcionan un incremento en el autoconocimiento y en el conocimiento de lo bueno”

(MacIntyre, 2013, p. 235). Se podría predicar una correspondencia de la mente con los objetos,

en el ámbito moral. No obstante, esta correspondencia no sería nunca definitiva dada la

contingencia de los seres humanos. Por ende, seguirían vigentes tanto el historicismo como el

falibilismo, pues

37
tanto en las ciencias naturales o la moralidad-y-la-filosofía-moral, como en la teoría

de la teoría, siempre aparecerá algún desafío para la mejor teoría hasta el momento y

la reemplazará. Así, este tipo de historicismo, a diferencia del de Hegel, implica una

forma de falibilismo. Es un tipo de historicismo que excluye apelaciones a un

conocimiento absoluto. (MacIntyre, 2013, p. 252)

En el caso de los desarrollos aristotélicos, como el de este filósofo escocés, se presenta

una metafísica teleológica, en la que hay un cosmos ordenado a fines, por el cual se puede decir

que la realidad es armónica, ya que habría una interrelación entre “verdad, inteligibilidad y [...]

un orden de las cosas independiente de la mente” (MacIntyre, 2006, p. 191), o en otras palabras,

“un orden cósmico que dicta el lugar de cada virtud en un esquema totalmente armonioso de la

vida humana” (MacIntyre, 2013, p. 159). Se ha visto que el relativismo moral reconoce que no

habría una superioridad objetiva entre diversas concepciones de vida buena, por lo cual estas

serían mutuamente inconmensurables. Sin embargo, el hilo de esta investigación ha tratado de

exponer dos teorías relativistas de plena vigencia en el marco de la filosofía contemporánea, para

fijar algunos límites y problematizarlas, para cuestionar lo acertadas que puedan ser, esto es, su

capacidad para describir adecuadamente la realidad moral.

La teoría de las virtudes sería un desarrollo especulativo que buscaría justificar ciertos

criterios para definir la acción buena. Las virtudes estarían relacionadas a una imagen de la

realidad como un todo interconectado. Esto implicaría “[entender] a los seres humanos como

teniendo su lugar en un orden inteligible de las cosas, [sería] entenderlos como si poseyeran, en

cuanto miembros de otras especies, una naturaleza determinada y dada” (MacIntyre, 2006, p.

194). No obstante, es pertinente aclarar que el hecho de que habría una naturaleza dada, no

reñiría con un principio como el de la libertad de la acción, pues por la akrasia siempre habría la

38
posibilidad de actuar contra ese telos de la acción. “[La] impredecibilidad y la teleología

coexisten como parte de nuestras vidas” (MacIntyre, 2006, p. 194).

Como personajes de una narrativa ficcional, no sabemos qué pasará después. Sin embargo,

nuestras vidas tienen una cierta forma que se proyecta a sí misma hacia el futuro” (MacIntyre,

2013, p. 232). Precisamente es ese concepto de la vida como narrativa uno de los elementos

fundamentales en la lejanía de MacIntyre con respecto a Kant y la epistemología moderna, pues

esta implica la imposibilidad de pensar en un agente desarraigado, en un yo desvinculado del

contexto particular. Para él no habría una neutralidad moral, precisamente en tanto que las

decisiones en este orden están enmarcadas en el contexto del bien para la propia vida y las

narrativas aluden a contextos determinados en los que el agente pueda tender a su telos.

De otra parte, las virtudes fungirían como salida al relativismo moral porque estarían

inscritas en una naturaleza humana general y, aun cuando se expresen con “aspectos muy

diferentes” (MacIntyre, 2006, p. 194), significarían “el reconocimiento de una humanidad común

[que] nos permite reconocer la expresión de una naturaleza humana, en formas culturales

variadas” (MacIntyre, 2006, p. 194). Un ejemplo para ello sería que “[lo] que es ser padre ahora

en Norte América es significativamente diferente de lo que era hace cinco siglos un padre en

Europa o hace mil años en China. Pero las casas y las familias, como el entorno en el que los

individuos se entienden a sí mismos, ha persistido a través de muchos tipos de cambio”

(MacIntyre, 2006, p. 194). Otro ejemplo de esto sería que la “ligazón de una perspectiva bíblica

histórica con una aristotélica en el tratamiento de las virtudes, es el único logro de los años

medievales tanto en términos judíos e islámicos, como en términos cristianos” (MacIntyre, 2011,

p. 196).

39
Lo anterior sugiere que más allá de la variedad cultural, en este caso, la variedad religiosa,

hay un sustrato que permanecería común a diversas tradiciones, lo cual supondría un límite para

el relativismo porque la inconmensurabilidad de los conceptos morales sería borrosa, más

borrosa de lo que Rorty pretendería con su adopción del concepto wittgensteiniana de los “juegos

de lenguaje”. Si es posible construir una ética de las virtudes en tres culturas distintas es porque

habría algo intrínsecamente ligado a los seres humanos que perduraría más allá del entorno

sociocultural. Entonces más allá de los contextos particulares con su respectiva contingencia, las

virtudes serían practicables por todos los seres humanos. Esto implica que no sería lo mismo ser

un agente virtuoso que uno vicioso, y realmente, habría individuos virtuosos e individuos

viciosos; habría una diferencia cualitativa entre diversos cursos de acción. Consecuentemente, se

buscaría y se lograría trascender la inconmensurabilidad de los horizontes morales.

Esta superación de la inconmensurabilidad pasaría, en primera instancia, por la afirmación

del principio de no contradicción. En este sentido, se podría predicar falsedad o verdad de los

juicios teoréticos (la filosofía moral es una disciplina de orden teorético), ya que “la

investigación racional requiere que puntos de vista puedan avanzar hacia afirmaciones

lógicamente incompatibles” (Seipel, 2015, p. 266). Ahora bien, el principio de no contradicción

parece residir en el orden lógico semántico, por lo cual si bien fungiría como ese primer paso

hacia la conmensurabilidad de los horizontes morales, sería necesario remitirse al orden

metafísico, en el que se hallaría una noción como la de “verdad”. Las virtudes pertenecerían a

esa realidad general y expresarían ese telos hacia el que tendería la naturaleza de los entes. Cada

ente florecería, y en especial los animales racionales, al cumplir con los preceptos intrínsecos a

su propia naturaleza. Esta concepción de la realidad como armonía e independiente de la mente,

engendraría la concepción epistemológica de la verdad como adecuación a la realidad.

40
Consecuentemente sí habría verdades tanto en el terreno propiamente científico, como en el

terreno de la razón práctica, de la moral. De modo que si alguien dice: “no matar a un ser

humano es mejor que matar a un ser humano”, esa proposición no sería solamente justificable,

como se asume que lo diría Rorty cuando da a la justificación una preeminencia sobre la verdad,

sino que sería verdadera, pues en cuanto seres sociales acudimos a la necesidad de construir una

vida en sociedad, no como una molestia necesaria, sino como algo que nos pertenece

intrínsecamente, que responde a nuestra naturaleza de animales sociales.

De otra parte, el realismo ontológico,13 propio de la teoría de las virtudes de MacIntyre,

acude a una concepción de la verdad no nominalista y sugiere que hay predicados morales

13
Evidentemente uno de los argumentos centrales de toda la filosofía de las virtudes retomada por

MacIntyre es el del realismo ontológico que se retoma desde la filosofía aristotélica. Ahora bien, en

“After Virtue” el filósofo escocés lo deja enunciado sin realizar mayor argumentación al respecto. Luego

lo retomará en dos artículos suyos: “Moral Relativism, Truth, and Justification” y sobre todo en “Power,

Relativism, and Philosophy”, escritos posteriores a “After Virtue”. En estos, el desarrollo que realiza de

dicho concepto se remite especialmente a las consecuencias prácticas de adoptar el realismo ontológico.

Consecuencias que son las que se han tratado de explicitar en este trabajo de investigación y para las

cuales habrá que decir algo más en el último capítulo. Es en dos obras posteriores suyas donde MacIntyre

se encarga de argumentar más plausiblemente a favor de esta tesis filosófica. La primera es “Whose

Justice, Which Rationality? y la segunda, en la que el desarrollo de esta noción es mucho más completa,

es “Three Rival Versions of Moral Enquiry”. Es en esta última en la que se examinan muchos de los

presupuestos metafísicos de su construcción argumentativa, pues precisamente una de sus características

centrales, al decir de Rorty, es que en esta se explicita y restablece persuasivamente la relación entre

metafísica y moralidad, propia del tomismo (cf. portada de la edición de 2006 de “Three rival Versions of

Moral Enquiry”). Sin embargo, por cuestiones de extensión y problematicidad, este tema será

41
verdaderos y no solamente justificables, pues si despojamos a la justificación de su posibilidad

de adquirir un estatus de verdad, si eliminamos el razonamiento, el estatus cognitivo de la moral,

esta quedaría convertida en mera retórica. Por ende, desde la perspectiva aristotélica de

MacIntyre, habría una realidad subyacente a las proposiciones, el lenguaje no sería la realidad en

sí misma. Pues a diferencia del “emotivismo [que] sostiene que puede haber justificaciones

racionales pretendidas, pero no podría haber justificaciones reales” (MacIntyre, 2013, p. 37), la

ética de las virtudes de MacIntyre sí sostendría la posibilidad de justificaciones reales sobre la

acción.

Asimismo, la ética de las virtudes, inscrita en una visión teleológica sobre la realidad

supone un desafío para el relativismo moral. Esto porque si la moral se plantea bajo la noción de

fines, se abrirá la posibilidad de superar el conflicto entre distintas posturas morales, a partir de

la idea según la cual es posible trascender un punto de vista moral determinado, en el marco del

ejercicio de la razón, por medio del empleo de “la imaginación filosófica” (MacIntyre, 2013, p.

12), que permitiría que “[algunas] veces los miembros de la tradición encuentren la posibilidad

de resolver sus problemas, a través del desarrollo de nuevas teorías o conceptos” (Seipel, 2015,

p. 268). De modo que problemas como el de la esclavitud fueron posiblemente superados gracias

a la adopción de un nuevo vocabulario moral, cuando se vio que el anterior no respondía al

estatus de dignidad de la naturaleza humana.

Este argumento es ciertamente problemático, pero un contraste podría aclararlo. Se ha

dicho que el relativismo implica cierta circularidad en tanto la moral es inconmensurable y por

ende, no se podría enmarcar en esquemas teleológicos. Por el contrario, un acercamiento

desarrollado ulteriormente en otro trabajo investigativo. Será el siguiente paso en este proceso de

investigación.

42
teleológico presupondría esta posibilidad, pues si bien el progreso no necesariamente sería lineal,

asume que habría un fin último hacia el que las cosas tenderían y en esta medida, la realidad se

daría como movimiento hacia el mismo. Así, cuando ciertos esquemas se quedan sin recursos

para seguir explicando la realidad (tal como ocurre en el mundo imaginario del primer capítulo

de “After Virtue”), podríamos imaginarnos nuevas teorías y esquemas para volver a darle sentido

a aquello que no éramos capaces de explicar, bajo un paradigma anterior. El ejemplo por

antonomasia de esto sería la física newtoniana con respecto a la ptolomeico aristotélica. Si

asumimos circularidad, asumimos la imposibilidad de explicar mejor la realidad, si asumimos

teleología, presuponemos la posibilidad de dar mejores explicaciones acerca de esta.

Otro argumento bajo el que se podría trascender el relativismo concierne al hecho de que

de que una tradición distinta a la nuestra puede proporcionarnos las herramientas para identificar

los límites de nuestra propia tradición, entendiendo por esta “la colección de normas encarnadas

social e históricamente que un grupo utiliza para justificar sus creencias” (Seipel, 2015, p. 258).

Esto requeriría que se adopten miradas externas a las que nuestro paradigma impone. Así,

problemas como el de la intraducibilidad del lenguaje no significarían que el relativismo fuese la

única posibilidad ética neutral, no porque no sea cierto que dos lenguajes sean intraducibles, sino

porque independientemente de ello cabe margen para que haya comunicación entre las

comunidades. Esto significa que dos tradiciones ajenas podrían enriquecerse mutuamente, lo que

aparta a la teoría de las virtudes del solipsismo o circularidad al que el relativismo tiende cuando

cierra la moralidad a elementos concernientes a la contingencia en sus diversas manifestaciones

(histórica, cultural, lingüística, subjetiva) porque no da solución efectiva al problema de la

inconmensurabilidad y asume, aunque sea implícitamente, cierta conmensurabilidad de

horizontes morales.

43
MacIntyre (2013) reconoce en el argumento relativista un razonamiento ineludible y

perspicaz. Aún así, más allá de la contingencia del lenguaje, por ejemplo, es posible ver que los

paradigmas que florecen en cada época se construyen desde la existencia de unos anteriores.

Todo cambio de paradigma estaría inspirado en un paradigma vigente que sería puesto en

cuestión. Así fue cómo, por ejemplo,

Newton y Galileo pasaron a ofrecer una explicación más adecuada que la ofrecida

por la escolástica, por sus estándares particulares, no solo de la naturaleza, sino

también de por qué la escolástica medieval tardía solo pudo proceder hasta ahí y no

más lejos. (MacIntyre, 1985, p. 18)

Lo anterior sugiere dos escenarios: el primero es que cierta inconmensurabilidad entre

juegos lingüísticos no implicaría que no se pueda superar uno en favor de otro; el segundo es que

más allá de la contingencia, parecería posible evaluar entre diversas perspectivas y asentir a la

idea de que una se adecúa más a la realidad que otra, de modo que no solo al seno de las ciencias

naturales, sino de la misma ética, se podría hablar de una suerte de progreso. El progreso

asimismo, implica que hay “juegos del lenguaje” más acertados que otros. Así, valoramos más

una sociedad democrática y pluralista que una sociedad tiránica y enmarcada en paradigmas

violentos y autoritarios; habría progreso político y moral con respecto a otras concepciones

políticas, progreso que no necesariamente sería lineal, sino que “[...] consiste exclusivamente en

el desarrollo de teorías más y más adecuadas, mediante un proceso de rechazo, revisión e

invención conceptual” (MacIntyre, 2006, p. 189). A diferencia del concepto moderno de

progreso, esta noción de dicho concepto afirma que este “no es solo asunto de perfeccionar

44
nuestras teorías, nuestras ciencias, sino que también es un asunto del perfeccionamiento de la

mente de los indagadores, de los teóricos” (MacIntyre, 2006, p. 189) 14.

De otra parte, la diferencia cultural a la que tanto Mackie como Rorty aluden, el primero

para negar la posibilidad de una ética objetiva, por medio de su desarrollo teórico de segundo

orden, y el segundo para mostrar la contingencia del lenguaje, no sugiere que inclusive entre dos

esquemas tan lejanos como el de la Grecia antigua y el moderno no pueda haber cierta

comunicabilidad de horizontes morales. No en vano los problemas filosóficos perduran

constantemente a lo largo de la historia del pensamiento. Así, “utilizando el inglés moderno,

Charles H. Kahn ha mostrado cómo el uso homérico del verbo eimi puede ser fiel y

adecuadamente representado” (MacIntyre, 1985, p. 14). De aquí que inclusive la realidad de la

contingencia lingüística pueda ser superada en alguna medida, cuando se ve que a pesar de esta,

es posible establecer planos de acción y de pensamiento comunes entre dos contextos

marcadamente diferentes, como el de la Grecia antigua y el de las modernas sociedades

angloparlantes.

La epistemología subyacente a la ética de las virtudes

La epistemología que habría en la obra de MacIntyre supone la noción de teleología, como

ha quedado claro previamente, una noción de teleología aristotélica complementada por una

14
Alguien podría objetar que el progreso científico y el progreso moral son dos nociones opuestas y por

ende, no se pueden yuxtaponer entre ellas. Para responder a esto, será importante por un lado, acudir a

MacIntyre, para quien en últimas, “toda filosofía es de un modo u otro, filosofía política” (MacIntyre,

1985, p. 13). Por otro lado, articular diversas ramas de la filosofía sí es posible porque se partiría del

presupuesto de que el pensamiento está articulado en un todo que aun refiriéndose a dimensiones

particulares de la realidad, implica una visión general sobre esta.

45
visión hegeliana historicista15. Este concepto parece ser el punto clave para enfrentarse al

problema de la inconmensurabilidad de las posturas morales. En él se sustenta lo que el filósofo

escocés cataloga como la posibilidad de trascender el relativismo. Esto debido a que otorga el

trasfondo para hablar de la imaginación filosófica en el seno de la moral, por la que sería posible

ubicarse en escenarios donde determinada perspectiva moral, inscrita en un periodo histórico

determinado, fuese superable.

Al principio de “After Virtue”, MacIntyre muestra el profundo estado de fragmentación en

el que se hallaría la moral moderna. Esto hace alusión a lo que él cataloga crisis epistemológica.

Toda crisis epistemológica partiría del resultado de que un individuo “podría reconocer la

posibilidad de esquemas sistemáticamente diferentes de interpretación, de la existencia de

esquemas alternativos y rivales que acarrean esquemas mutuamente incompatibles de lo que está

ocurriendo a su alrededor” (MacIntyre, 2006, p. 4). Ahora bien, esto no significa que esa crisis

no pueda ser resuelta, que no pueda haber un cambio de paradigma que trascienda las

particularidades y errores de un paradigma anterior. Así,

15
Aristóteles pensaba que después de él no habría una teoría filosófica que pudiese superarlo, además de

que no contaba con una visión de la historia como si esta fuese tan influyente en el pensamiento. Luego

vendría Hegel a complementarlo, por medio de su visión del pensamiento en el marco de los contextos

históricos; posteriormente, el pragmatismo habría dado nuevos criterios al hegelianismo por medio de la

negación de todo conocimiento absoluto, a partir del falibilismo (MacIntyre, 2013). Este proceso ilustra

de manera precisa cómo concibe MacIntyre el concepto mismo de teleología. El progreso hacia el telos

implica una comprensión cada vez mayor, pero siempre parcial, de los fenómenos del mundo.

46
Cuando se resuelve una crisis epistemológica es por medio de la construcción de

una nueva narrativa16 que le permite al agente entender cómo él o ella podría haber

sostenido sus creencias originales y como él o ella pudo haber sido engañado tan

drásticamente por estas. [...]. El agente ha entendido cómo se debe reformular el

criterio de verdad y entendimiento. Se ha vuelto epistemológicamente

autoconsciente y hasta cierto punto ha entendido dos conclusiones: la primera es

que estas nuevas formas de entendimiento podrían ser cuestionadas en cualquier

momento; la segunda es que nunca estamos en una posición tal como para afirmar

que ahora poseemos la verdad o que somos enteramente racionales, porque en tales

crisis los criterios de verdad, inteligibilidad y racionalidad podrían ser simplemente

cuestionados. (MacIntyre, 2006, p. 6)

Es una epistemología que no apela a la neutralidad de la moral para vindicar su

posibilidad de racionalidad; no habría una descripción neutra de los acontecimientos morales, ni

16
Es fundamental advertir que este concepto resulta clave en la teoría ontológica de MacIntyre porque

implica que nuestro mundo particular es construido a partir de aquel conjunto de creencias y ritos bajo los

que construimos nuestros horizontes morales; son el plano general bajo el que se enmarca nuestra realidad

particular, de ahí que puedan fungir como presupuesto ontológico de la acción humana. Según MacIntyre

(2006), esta se halla encarnada en mitos, no solo como los de las civilizaciones primitivas [primitive

peoples], sino aquellos mitos fantásticos de la niñez, que son los que nos introducen en las tradiciones

morales a las que pertenecemos. Para profundizar en el término remitirse a sus artículos “Epistemological

Crises and Dramatic Narrative” y “Ends and Endings”. La génesis de dicho concepto se encuentra en la

negación de los solipsismos de corte cartesiano, expresados tanto en la metáfora del genio maligno como

en la más contemporánea de los cerebros en una cubeta.

47
una posibilidad de elegir entre diversos cursos de acción a partir de una objetividad ahistórica en

la que “[el] ‘hecho’ se vuelve libre de valor, [en la que] «es» se hace más fuerte que «debe»”

(MacIntyre, 2013, p. 101); toda acción moral llevaría una carga evaluativa y la buena acción

significaría actuar en consonancia con el que se delibera que debería ser el curso de acción para

esa situación particular y determinada. Toda acción moral implicaría siempre la subjetividad del

agente (es un agente situado espacial y corporalmente y no una mente sin cuerpo la que elige el

curso de acción), en sus facultades intelectuales e inclinaciones, cuya posibilidad de deliberar no

responde a un racionalismo objetivo, que aspira siempre a confrontar “el hecho y la experiencia

justo como son” (MacIntyre, 2013, p. 98). Habría una jerarquía de bienes a la que la acción

debería tender, bienes que “proveen los fines de la acción humana” (MacIntyre, 2013, p. 101).

Por eso, al parecer del filósofo escocés, esa vindicación moderna de la neutralidad de la moral

sería implausible, pues la acción estaría enmarcada en el plano de los bienes generales que

constituyen el telos de la naturaleza humana17.

Orden de la
Virtudes Naturaleza humana
realidad

17
En “After Virtue”, MacIntyre no acepta lo que para él sería la metafísica biológica de Aristóteles. En

obras posteriores recuperará la concepción aristotélica de una naturaleza humana, pues sin esta sería

imposible adoptar el realismo aristotélico en el que la realidad se ve como la interrelación de las partes y

no como partes aisladas, sin dependencia las unas de las otras. Por consiguiente abandona la que era su

postura original en “After Virtue”.

48
La epistemología de MacIntyre, entonces, tiene unos rasgos significativos. Apela al hecho

de que no hay tal como una verdad absoluta en el plano de nuestra racionalidad contingente, no

porque no haya verdades que se aproximen más a ese orden metafísico que fungiría como el

presupuesto de tal mundo, sino porque nunca será posible para los seres humanos llegar al

conocimiento absoluto, a la adecuación total con esa realidad, realidad que a su vez trasciende la

mente del agente, pues “este orden existe independientemente de la mente humana, justo así

como los objetos y el conjunto de objetos que encuentran su lugar en este mundo” (MacIntyre,

2006, p. 206). Así, el conocimiento se daría a partir de la adecuación de la mente con las

categorías que estarían enmarcadas por fuera de ella, lo cual no significa que no quede la

posibilidad de que la mente paulatinamente vaya aprehendiendo esa realidad, pues habría un

constante “proceso de interpretación y reinterpretación” (Rouard, 2014, p. 678), enmarcado en la

premisa de la mejor explicación posible hasta el momento, esto es, adscrito a presupuestos

falibilistas.

En esa medida, MacIntyre reconoce las particularidades históricas y niega un conocimiento

despojado de estas. Precisamente una de sus críticas más marcadas hacia la epistemología

moderna, radica en que esta procuró despojarse, creerse al margen del contexto en el que estaba

inscrita. MacIntyre reafirma una suerte de racionalidad inscrita en las tradiciones y los contextos

particulares. Por ende, el escepticismo cartesiano sería una empresa fallida, pues

[dudar] es una actividad más complicada de lo que algunos escépticos han sido

conscientes. Decirse a uno mismo o a alguien más “Dude acerca de todas sus

creencias aquí y ahora” sin referencia a un contexto histórico y autobiográfico no es

asignificativo; sino que es una invitación no a filosofar, sino al colapso mental, o más

bien a filosofar como medio para un colapso mental. (MacIntyre, 2006, pp. 21-22)

49
Además, la epistemología de MacIntyre reconoce la posibilidad de que haya acercamientos

morales y científicos más próximos a la realidad, aun cuando no acuda a un paradigma

positivista para reivindicar tal posibilidad, pues no trata de conformar una teoría ética “dura” y

enmarcada en hechos fácticos. Es una visión de correspondencia entre mente y realidad externa,

cuya relación con la epistemología está inscrita en un marco metafísico general de la realidad

como armonía. No es que MacIntyre trate de hacer de la moral un ejercicio parecido a los

desarrollos modernos positivistas sobre la ciencia, que han hallado tantos obstáculos en el marco

de la filosofía de la ciencia contemporánea18.

Él aprueba la posibilidad de que haya verdades morales, de que la moral no sea meramente

relativa, vindicando entonces la capacidad de los agentes para trascendender una crisis

epistemológica en el orden moral, bajo la posibilidad de la imaginación filosófica, es decir, la

capacidad de “trascender aquellos límites y restricciones que obstaculizan la investigación o la

hacen estéril” (MacIntyre, 2006, p. 72-73), imaginación que parece ser posible en el marco de

esa verdad ontológica y que funge como límite a la circularidad del relativismo. Entra en el

marco de la verdad ontológica porque permite que el agente cognoscente abra nuevos parámetros

investigativos para el descubrimiento de nuevas verdades sobre la configuración de la realidad.

Una perspectiva moral relativista parecería quedarse encerrada en su propia circularidad.

En cambio, como se dejó notar anteriormente, una aproximación teleológica, como la de

MacIntyre, permitiría trascender esa relatividad hacia modos más acertados de interpretar la

realidad. Esto sería posible a través de ese proceso de imaginación previamente enunciado. En

esta línea de la afirmación de una epistemología no relativista, la moral estaría enmarcada en

18
Thomas Kuhn y Paul Feyerabend son dos ejemplos de esto.

50
unos parámetros racionales, dirigidos hacia unos fines, hacia la realización del ser humano, al

florecimiento del hombre o de la mujer. Esta racionalidad estaría incluida en el hecho de que se

pueden dar razones para actuar, y estas serían unas razones dirigidas hacia el bien, bien que

provea “una razón para la acción y no un mero estímulo o un motivo” (MacIntyre, 2014, p. 814).

Eso quiere decir que la racionalidad de la acción moral, la razón práctica, estará dirigida

indefectiblemente hacia un fin. Esa aproximación realista a la moral es entonces, opuesta a la

aproximación historicista, nominalista y pragmatista de Richard Rorty, pues aun cuando

reconoce la historicidad de la moral, apela a una realidad más lejana que la del uso que se haga

del lenguaje. Lo acertada que sea una premisa moral no será entonces una cuestión del uso que se

haga de esa premisa, una mera convención entre diversos agentes en el marco de un contexto

determinado o un asunto de justificación, de retórica. Será su estatus de verdad, lo que hará de

esta más o menos acertada. Efectivamente, “[la] verdad en la esfera moral consiste en la

conformidad del juicio moral con el orden de este esquema [teleológico]” (MacIntyre, 2013, p.

159). Esa verdad moral implicaría la posibilidad de un razonamiento, pues el agente, por medio

de la razón, podría descubrir ese orden que le es intrínseco y que constituye la realidad, aunque

nunca completamente, dado que la racionalidad como la entiende MacIntyre, encarnada en las

tradiciones, reconoce que “nunca podrá afirmar una adecuación total entre la mente y su objeto”

(Rouard, 2014, p. 678). Efectivamente “[desde] el punto de vista de la racionalidad de las

tradiciones, el conocimiento absoluto es una quimera” (Rouard, 2014, p. 678).

Ahora bien, a diferencia de Rorty, que niega la posibilidad de la razón que se dirige hacia

el fin de la verdad, en el marco de la reflexión moral, MacIntyre reconoce en esta el presupuesto

para la acción moral deseable, pues “el agente genuinamente virtuoso, de cualquier modo, actúa

con base en un juicio verdadero y racional” (MacIntyre, 2013, p. 167). Juicios que, en todo caso,

51
serán racionales “en el marco conceptual en el que han sido formulados” (Rouard, 2014, p. 681).

En este marco conceptual se llegará a la excelencia y se cumplirá con los parámetros de la

racionalidad práctica, que tan solo pueden ser evaluados a la luz de las prácticas19, prácticas en

las que son los hombres, que están acompañados, viviendo en comunidades, quienes “buscan el

bien humano” (MacIntyre, 2013, p. 188). Para MacIntyre, una práctica es:

cualquier forma compleja y coherente de actividad humana que es cooperativa, a

partir de la que los bienes internos a esa forma de actividad son realizados en el

transcurso de tratar de alcanzar esos estándares de excelencia que son especialmente

apropiados para esa forma de actividad. (MacIntyre, 2013, p. 203).

En esta línea, aparece un límite al subjetivismo moral, que ubica el grado de moralidad o

amoralidad de un acto en las consideraciones particulares de un agente particular, porque, según

MacIntyre (2013),

[desde] el punto de vista de aquellos tipos de relación sin los cuales no pueden

perdurar las prácticas, están la veracidad, la justicia y el coraje – y quizás otras – que

son excelencias genuinas, son virtudes a la luz de las cuales tenemos que

caracterizarnos a nosotros mismos, independientemente de cuál sea nuestro punto de

vista privado o de cuáles puedan ser los códigos particulares de nuestra sociedad. (p.

208)

En este sentido, no se es justo o leal de acuerdo a los propios parámetros arbitrarios de los

propios sentimientos y estados mentales subjetivos, se es justo y leal en el marco de unos

parámetros que trascienden al agente y que son los que ofrecen la posibilidad de que este pueda

19
En el próximo apartado se hará hincapié en este concepto, para discutir con el subjetivismo moral.

52
ser catalogado como virtuoso o vicioso. La moral sería entonces el resultado de esa dinámica

cooperativa entre los seres humanos y no una elección autónoma e individual. Y al darse en el

marco de prácticas, estas nos proveen estándares de acción que trascienden nuestras preferencias

personales y por ende proporcionan una objetividad en el contexto de la interacción entre

diversos agentes.

Asimismo, surge de la búsqueda de los agentes por ser virtuosos, bajo un ejercicio de la

razón, por la cual es posible la elección entre cursos de acción distintos y opuestos en algunas

ocasiones. Consecuentemente,

desde un punto de vista aristotélico, la razón no puede ser la sierva de las pasiones.

De lo que se trata la ética es de la educación de las pasiones en conformidad de propósito

con lo que el razonamiento teórico identifica como el telos y lo que el razonamiento

práctico identifica cómo hacer la acción correcta en cada momento y lugar particulares.

(MacIntyre, 2013, p. 179)

La buena acción consistiría en actuar en consecuencia a una “«education sentimentale»”

(MacIntyre, 2013, p. 166). Significa partir de las inclinaciones, de los sentimientos, del querer, y

enmarcarlos en la virtud de la phronesis y a partir de la posibilidad de una racionalidad práctica,

cuyo punto de partida radica en la imposibilidad de que “la excelencia del carácter y la

inteligencia [estén separadas]” (MacIntyre, 2013, p. 171). Efectivamente, sería la phronesis el

compás de las demás virtudes (Rouard, 2014) y por la que la moral tendría un estatus cognitivo.

La particularidad histórica y cultural de la moral

El filósofo escocés es consciente de dos elementos que no pueden pasarse por alto cuando

se trata de hacer filosofía moral. Por una parte, del hecho de que somos seres históricos y en esa

medida evaluamos la moral como un fenómeno inmerso en las condiciones históricas de cada

53
cultura y de cada agente. Cualquier intento por construir una filosofía que no tenga en cuenta

esto, es difícilmente sostenible, pues

como en el caso de la ciencia natural, no hay estándares [morales] atemporales. Los

protagonistas de moralidades rivales están comprometidos con la capacidad para

identificar y trascender las limitaciones de cierta filosofía-moral-particular. Estas bien

podrían no haber sido identificadas aún, pero ellos se comprometen con la posibilidad de

lograrlo mediante estándares racionales. (MacIntyre, 2013, p. 285)

Por ende, que seamos seres históricos y que en esa medida la moral lo sea de algún modo,

no significa una adscripción a miradas relativistas de la moral, en las que la contingencia de la

historia haría imposible encontrar un lenguaje común a diferentes momentos de la historia

cultural o particular de los agentes. De hecho, más bien la aceptación de esta temporalidad de la

moral lleva a que teorías como el emotivismo deban ser reconocidas como teorías que se han

planteado en condiciones históricas particulares (MacIntyre, 2013). Asimismo, estas culturas se

enmarcan en el contexto de tradiciones, por las cuales

el pasado nunca es algo a ser simplemente descartado, sino que por ellas el presente

es inteligible solo como un comentario y respuesta al pasado que, si es necesario, será

posiblemente corregido y trascendido de un modo que deja el presente abierto a ser

corregido y trascendido por un punto de vista futuro, más adecuado. (MacIntyre, 2013, p.

167)

Esta concepción de la moral como algo parcialmente relativo a las culturas, prácticas y

tradiciones particulares, no implica la imposibilidad de una moral que sea universal, esto es,

independiente a los contextos particulares en los que se modela, en la medida en que “Aristóteles

[...] se deja a sí mismo la tarea de dar una versión del bien que sea en simultáneo local, ubicada

54
particularmente y parcialmente definidas por las características de la polis –y aun cósmica y

universal” (MacIntyre, 2013, p. 165). Inclusive a pesar de la radical diferencia que supone cada

cultura con respecto a otra, sus habitantes “comparten preocupaciones con nosotros,

preocupaciones que pueden ser llamadas apropiadamente filosóficas y teológicas, y esto cuando

inclusive son preocupaciones para aquellos para quienes la “filosofía y la teología” son nombres

desconocidos (MacIntyre, 2006, p. 193). De aquí que no se pueda “descartar nunca la posibilidad

de que lo que más necesitamos aprender, para avanzar más hacia la verdad y el bien, podría ser

aprendido desde las intuiciones, argumentos y prácticas de alguna cultura ajena” (MacIntyre,

2006, p. 193), pues en últimas, “el reconocimiento de una humanidad común nos permite

reconocer la expresión de una naturaleza humana, en formas culturales variadas” (MacIntyre,

2006, p. 194)20.

Este rasgo es distintivo de MacIntyre con respecto a Mackie y Rorty, ya que los dos

últimos proceden a exponer la diferencia entre “juegos de lenguaje” y entre “códigos morales”,

para negar la posibilidad de una objetividad de la moral que rebase los límites de la propia

cultura. MacIntyre, en cambio, siendo consciente de “cierto grado de intraducibilidad parcial

[que] marca la relación mutua de cada lenguaje” (MacIntyre, 1985, p. 10), apela a la noción de

naturaleza humana para trascender esos dos elementos que ciertamente son característicos de la

posibilidad de pensar en que la moral sea relativa. Así, esa concepción de una naturaleza humana

que permitiría otorgar a la moral cierta objetividad, no iría en detrimento del hecho de que esta

sea “una objetividad históricamente circunscrita” (Roth, 1989, p. 181). En otras palabras, “[el]

20
Para ilustrar mejor esta idea podría ser valioso el § 207 de las Investigaciones filosóficas, donde se

afirma que: “[el] modo de actuar común es el sistema de referencia por medio del cual interpretamos un

lenguaje extraño” (Wittgenstein, 2003, p. 205).

55
hombre vive en un mundo interpretado. No tiene acceso directo a hechos purificados de toda

convención” (Rouard, 2014, p. 681). Pues

toda moralidad está siempre, en algún grado, ligada a lo socialmente local y

particular, y [...] las aspiraciones de la moralidad a una universalidad liberada de toda

particularidad es una ilusión; [...] no hay manera de poseer las virtudes, si no es como

parte de una tradición en la que las heredamos [...]. (MacIntyre, 2013, p. 144)

Las prácticas como límite al subjetivismo moral

La particularidad histórica y cultural de la moral se expresa en las prácticas, que son

locales y se enmarcan en un contexto cultural determinado. Sin embargo, como estamos

inmersos en prácticas, sus parámetros de excelencia están incluidos en unas reglas trascendentes

al agente, no sería posible fijar unos parámetros meramente subjetivos para conformar nuestros

horizontes morales. Siempre se construyen en el marco de las sociedades en las que se forman

los agentes. Estas sociedades conformadas a partir de prácticas, cuya marca distintiva es aquella

de la cooperación y su funcionamiento a partir de reglas, limitarían en gran medida la

conformación de horizontes morales subjetivistas, cuyo rasgo más peculiar es aquel del egoísmo

de los seres humanos. Si la excelencia se gesta a partir de parámetros trascendentes a la

particularidad, entonces se reivindican prácticas sociales en las que lo común juega un papel

preeminente, pues es solo en el marco de la intersubjetividad que se pueda llegar a la

consecución de la excelencia, a partir de la construcción de virtudes a partir de hábitos.

Estas virtudes se caracterizan por ser “una cualidad humana adquirida, cuya posesión y

ejercicio tiende a permitirnos alcanzar aquellos bienes que son internos a las prácticas y cuya

ausencia nos impide alcanzar tales bienes” (Macintyre, 2013, p. 207). En esta medida, “[las]

prácticas [...] pueden florecer en sociedades con diferentes códigos. Lo que no pueden hacer es

56
florecer en sociedades en las que las virtudes no fuesen valoradas [...]” (Macintyre, 2013, p.

209). Sociedades en las que el valor de producción sea más importante que la vida buena; en las

que sean irreconciliables la vida privada y la vida común; en las que se renuncie a bienes

compartidos desde la idea de la imposibilidad de resolver el conflicto moral.

En cambio, las prácticas surgen en sociedades cuya marca antrropológica distintiva es que

nuestra naturaleza nos llama a vivir acompañados, a construir comunidades. Estas tienen bienes

internos y bienes externos a ellas mismas. Los bienes internos a las prácticas son aquellos que

forman las virtudes en los agentes, por ejemplo, que uno sea un buen ajedrecista a partir de la

práctica del ajedrez. Los bienes externos a las prácticas son relativos no a las virtudes que estas

propician en los agentes, sino al aumento de poder, de riqueza o de fama (MacIntyre, 2013), en

otras palabras, que uno reciba una recompensa material por ganar una partida de ajedrez. Las

prácticas entonces, se dan en comunidades y suscitan unos bienes externos que no pueden ser

nunca el fin mismo de las acciones y también unos bienes internos que serían el fin de estas, por

los cuales se llega a la excelencia humana.

Lo más relevante del concepto de “práctica” como salida al relativismo moral radica en

que esta “envuelve estándares de excelencia y obediencia a reglas [...] Entrar en una práctica es

aceptar la autoridad de aquellos estándares [...]” (MacIntyre, 2013, p. 206), por lo que no basta

con un juicio meramente subjetivo de gusto y arbitrario del agente para cumplir con esos

estándares de excelencia. Ahora bien, no solo se requiere la adhesión a estos estándares, sino

también la disposición a crecer en la virtud, a potenciar los bienes internos a la práctica, como

por ejemplo, la virtud de la lealtad. En efecto, “sin las virtudes podría haber un reconocimiento

de los bienes externos y no de los internos, en el contexto de las prácticas. Y en cualquier

sociedad que reconociese solo los bienes externos, la competencia sería la característica

57
dominante y exclusiva (Macintyre, 2013), por ejemplo, una sociedad como la retratada y

reivindicada por Mackie. Las virtudes solo podrían desarrollarse en el marco de las prácticas,

cuyos estándares de vigencia son extrínsecas a los agentes, no apelarían a meros juicios de gusto

que no poseen mayor estatus cognitivo porque son arbitrarios y relativos al agente, sino que se

construirían en el marco general del contexto en el que se han de cultivar, contexto construido

desde esas formas cooperativas de relación que son las prácticas. Contexto que, desde la postura

de MacIntyre, otorgaría los parámetros racionales para realizar la acción moral.

Posibles consecuencias prácticas de la ética de las virtudes desarrollada por

MacIntyre

Esta investigación ha estado marcada por la suposición de que la teoría moral de

MacIntyre tiene no solo un fundamento epistemológico, inscrito en una postura metafísica más

general, sino también, al menos hipotéticamente, unas consecuencias prácticas que son las que

permiten vislumbrar cuál sería en últimas el resultado de adoptar su concepción moral.

Inicialmente será importante recordar que el fundamento epistemológico de MacIntyre

reside en la posibilidad de dirimir racionalmente los conflictos morales. Según Roth (1989), es

precisamente esta premisa la que constituye “[el] núcleo del conflicto entre MacIntyre y Rorty”

pues su “meta no es solo una versión de las virtudes, sino una versión que permitirá llegar al

acuerdo racional en el debate moral; tal acuerdo presupone el acuerdo general acerca de los

fines de la vida” (p. 179). Aquí cabría agregar que ciertamente esa teoría de las virtudes

proporcionaría el sustento para la posibilidad de introducir la racionalidad en el debate moral,

pero no sería ese su único fin, pues tal postura concerniente a las virtudes en la vida moral,

tendría su finalidad en la posibilidad del florecimiento humano, de llegar a la eudaimonia y no

solo en la tarea de justificar racionalmente el propio horizonte moral, para rebatir el relativismo.

58
En adición, se debe decir que este autor confronta el paradigma contemporáneo de

construcción de la sociedad, en el que no hay unos “principios morales compartidos” (MacIntyre,

2013, p. 169) y en el que es necesario escindir al mismo hombre de acuerdo al plano en el que se

esté conformando su vida. En el hogar, en la iglesia, en su partido político sería uno, mientras

que en la vida pública donde se toman las decisiones que competen a la sociedad como un todo

tendría que comportarse de acuerdo a unos ideales públicos que podrían llegar a ser

incompatibles con sus propios puntos de vista. En contraste, él construye su postura sobre el ser

humano como una unidad que tiende siempre a fines, pues estos “proveen la medida de nuestros

propósitos –y también de nuestros deseos, elecciones e intenciones” (MacIntyre, 2014, p. 818).

Esa unidad de vida, sería un presupuesto que niega la escisión del agente que la filosofía política

liberal trata de realizar y que ha sido expresada en el contexto de la filosofía de Rorty; el agente

no tendría la facultad de escindir su identidad en planos distintos.

Además, su teoría de las virtudes rescata los elementos que a su modo de ver son los más

propios de esta tradición e implica la consecuencia de que sería posible construir una sociedad en

la que fuese posible buscar bienes compartidos, que no estuviesen solo determinados por la

particularidad de cada agente. En esto no solo se aleja de la tradición liberal, que parecería

concebir al individuo al margen del todo de la sociedad en nombre de la libertad, sino de una

tradición más reciente, que según él sigue inscrita en un paradigma individualista con nuevas

categorías y ejemplificaciones, a saber, la nietzscheana. De este modo:

Abstraerse de la actividad compartida que uno tiene que aprender inicialmente de

manera obediente como aprende un aprendiz, aislarse a uno mismo de las

comunidades que encuentran su punto y propósito en tales actividades, será excluirse

a uno mismo de las comunidades que encuentran su punto y propósito en tales

59
actividades, será excluirse a uno mismo de encontrar cualquier bien por fuera de uno

mismo. Será condenarse a ese solipsismo moral que constituye la grandeza

nietzscheana. (Macintyre, 2013, p. 274)

Si esa parece ser una de las consecuencias prácticas del proyecto nietzscheano que, como

hemos visto, es ajeno al proyecto moral de MacIntyre, entonces es posible afirmar que una de las

consecuencias prácticas de la ética de las virtudes radica en la reivindicación de lo compartido,

de lo comunitario sobre lo propio, lo individual. No obstante, habrá que aclarar que esto no

supone entonces la desaparición de la singularidad de cada agente debido a la sobrevaloración de

lo comunitario (MacIntyre, 2013), sino la propuesta de una sociedad en la que haya bienes

compartidos, en la que haya proyectos comunes, en la que se busque hacer prevalecer el bien del

todo, sin perder de vista la particularidad de la parte. Esto es, la construcción de “formas de

comunidad dirigidas hacia el objetivo compartido de aquellos bienes comunes, sin los cuales no

puede ser alcanzado el bien humano último” (MacIntyre, 2013, p. 13). En efecto, “[reconocerse]

como una persona social no es en cualquier caso ocupar una posición estática y fija. Es

encontrarse a uno mismo ubicado en cierto punto de una travesía con unas metas determinadas

[...], [de modo que] una vida completa y realizada es el punto en el que alguien puede ser

juzgado como feliz o infeliz” (MacIntyre, 2013, p. 52). Según Roth (1989), MacIntyre afirmaría

que:

[la] distinción injusta que infecta el pensamiento contemporáneo es una concepción

del individuo y de la comunidad en oposición. La distinción es falsa porque

presupone que podemos darnos un sentido al margen de los roles sociales que

ocupamos; es injusta porque hace de la moral una cuestión de elección individual, en

vez de localizar la ética en el contexto de una existencia social. (Roth, 1989, p. 178)

60
Adicionalmente, aceptar su apuesta filosófica implicaría una reivindicación del concepto

de tradición. Algunas de las empresas filosóficas de la modernidad se han basado en una mirada

desconfiada hacia la tradición. Kant podría ser un ejemplo de ello con el desarrollo de la

categoría moral de autonomía y con el llamado a la mayoría de edad; Nietzsche, desde un

paradigma muy diferente del de Kant, hace lo propio al buscar la transvaloración de la moral.

MacIntyre en cambio, parece hallar en la tradición un elemento que no ha de ser desechado del

seno de la filosofía. Esto no quiere decir que ciertas tradiciones sean aceptadas sin más ni que no

puedan ser trascendidas. De hecho, una tradición puede ser trascendida desde las herramientas

proporcionadas por otra (MacIntyre, 2013). Pero el presupuesto de este rescate de la tradición

radica en, como se manifestó previamente, la imposibilidad de que nuestra agencia se construya

al margen del contexto que nos condiciona.

Entonces en MacIntyre hay una propuesta que vindica la posibilidad de constituir formas

de cooperación entre los agentes, al margen inclusive de lo estrictamente institucional. Una

práctica no es una institución, es algo que puede darse al margen de las instituciones y que

depende de los bienes internos a esa práctica (que el agente sea virtuoso) para construirse y

consecuentemente provocar unos bienes externos (el honor, la fama, el prestigio).

Todo lo anterior se subsume en una comprensión de la realidad social que discute con los

presupuestos de la filosofía liberal, por lo menos expresada en Mackie y Rorty. Del primero

quedaría en entredicho su concepción subjetivista y su postura antropológica del egoísmo como

lo propio de los seres humanos, del segundo, la distinción en el mismo agente entre el hombre

“ironista” y el “liberal”, pues la práctica de las virtudes en una sociedad implicaría la unidad

antropológica de quienes la componen. El ámbito privado y el ámbito público no están

escindidos tan marcadamente como sí lo están en una teoría filosófica liberal, y aun cuando

61
pensadores como Rorty, por medio del etnocentrismo y la estimación hacia el lenguaje en uso,

amarrado a los contextos particulares, traten en alguna medida de hacer frente a la tendencia

individualista que se sigue del liberalismo y el proyecto de la Ilustración acerca de la autonomía

de los agentes, sus teorías requieren de un agente que pueda escindirse, por aquello de la

imposibilidad de encontrar unos valores compartidos que le ayuden a florecer en comunidad.

El propósito de MacIntyre al alejarse de la tradición moral moderna consiste en que su

posición buscaría plantearse como punto clave la recuperación de la ética aristotélica y con la

recuperación de esta visión, la posibilidad de la racionalidad en el contexto de la acción moral,

como criterio para definir qué sea lo bueno y lo malo. A sus ojos la modernidad liberal no pudo

responder a los desafíos de la posmodernidad (o modernidad tardía), que sería “una cultura

esencialmente manipuladora. [Que no buscaría] la verdad sobre la moral” (Lutz, 2008, p. 98) y

se conformaría con resignarse a ver en toda decisión moral algo de índole arbitrario.

Capítulo tercero: discusión

Será ahora menester proponer una discusión cuyo objetivo es llegar a algunas conclusiones

parciales acerca del problema el relativismo moral y sus límites a partir de la ética de las

virtudes. He incluido a J.L. Mackie y Richard Rorty como dos pensadores cuyo desarrollo

filosófico apoya la tesis del relativismo moral, a saber, que la moral está determinada por la

contingencia histórica, la variación de los códigos morales en el seno de las culturas, la

subjetividad del agente y el lenguaje. Por el lado de Mackie no hay una construcción normativa,

pues su análisis es de segundo orden. Sin embargo, hemos visto cómo su teoría tendría unas

posibles consecuencias y en esa medida sería susceptible de ser puesta en cuestión. Una

consecuencia que conllevaría la propuesta de Mackie sería la de la promoción de una sociedad

62
individualista. Él trata de hacer frente a esta acusación diciendo que una vida en sociedad es

deseable y que hay en esta un margen para la cooperación entre los hombres. No obstante, si la

marca antropológica por excelencia es el egoísmo, ¿por qué habría que desear una vida de

cooperación con los demás? Mackie no responde satisfactoriamente a esa cuestión porque su

visión de segundo orden, que, busca tan solo describir unos hechos sociales sin entrar a dar una

valoración sobre ellos, no refuta al individualismo como propiedad específica de la época

contemporánea. No se buscaría un plano común en el que la virtud fuese una posibilidad general

en el marco de la sociedad, a pesar de que el mantenimiento de una sociedad en la que los

agentes no buscan la virtud, es imposible. Las prácticas son propensas a perdurar en la medida en

que quienes las componen son virtuosos y la sociedad está compuesta en buena medida por estas.

La corrupción, por ejemplo, irrumpe como un fenómeno que muestra cómo es de necesaria la

virtud en el plano público.

Asimismo, el relativismo surge en el marco de una sociedad individualista y atomizada

como la Occidental, en la que parece no haber unos valores comunes, pues solo quedaría una

moral subjetiva que responde a estados internos de los agentes, cuyo escenario de surgimiento

propicio es en el contexto de una crisis epistemológica moral. No obstante, la subsistencia de una

sociedad requiere, en todo caso, del trabajo en conjunto de quienes la componen. Esto sugiere la

necesidad de abandonar el subjetivismo moral y tender a la cooperación por medio de la

construcción de unos valores comunes, en contraste con el relativismo y su premisa de la moral

como algo meramente arbitrario. La vida en común y la construcción de sociedades supone un

primer límite al relativismo moral y a la teoría de segundo orden de Mackie. No sería posible

evaluar lo bueno de nuestra acción de acuerdo a nuestros propios criterios en el marco de la vida

en común. Tampoco estamos “condenados” a la inconmensurabilidad. Hay formas de trascender

63
los paradigmas actuales y se deben buscar; de lo contrario la moral sería tan solo un ejercicio del

poder arbitrariamente adquirido sobre los demás, pues “¿[por qué] exactamente uno habría de

preferir la persuasión pacífica sobre el poder?” (Mostseller, 2006, p. 144). Las teorías de Mackie

y Rorty no son más que otras expresiones del emotivismo contemporáneo y no logran superar el

individualismo moderno, ni por medio de la visión de segundo orden, ni tampoco a través del

etnocentrismo.

De otra parte, alguien a favor de la construcción moral de segundo orden podría sostener

su pertinencia, pensando que si no se da una respuesta normativa al problema de la moral y se

acepta la realidad de que ella es relativa a los agentes, habrá mayor tolerancia en la sociedad, por

ende, lo mejor sería evitar hablar de que haya algo bueno o algo malo en la acción. Tal tesis, sin

embargo, es problemática. Uno podría estar en desacuerdo con el horizonte moral de una

persona, decírselo, expresar en el plano público un modo de entender lo bueno y pensar que

pueda ser posible para el grueso de la población, partiendo del hecho de que más allá de nuestras

particularidades, son muchas las características que compartimos qua humanos. De esto no se

sigue en relación de necesidad la promoción del maltrato hacia quienes piensan diferente.

Para ilustrar esta búsqueda de la tolerancia, podríamos partir de la postura del ironista,

aquel que adopta un horizonte moral aun siendo consciente de la contingencia de su “vocabulario

final”. El ironista sería por “naturaleza” un relativista que ha aceptado e inclusive promueve el

desacuerdo moral como un hecho ineludible al seno de las sociedades. Ahora bien, cabría

formular la pregunta de si para poder convivir con otros de manera deseable es necesario adoptar

la actitud del ironista. Esto no parece ser así. La proposición “La crueldad es lo peor que

podemos hacer” no sería una justificación plausible para construir el mundo común; sería una

proposición verdadera, adecuada a la realidad de los seres humanos como zoon politikon y el

64
presupuesto para que los diversos agentes en la sociedad puedan tender hacia el bien que

constituye el telos de su acción. Consecuentemente, si se acepta el relativismo como perspectiva

moral deseable, esto no será debido a una normatividad que radique en la tolerancia, porque,

como hemos visto, relativismo y tolerancia no se hallan en una relación de necesidad, lo cual

supone un límite teórico para quienes, como Rorty y Mackie, asocian sendos conceptos.

Pasemos ahora a revisar el argumento relativista que se basa en lo que Mackie llama

variación de códigos morales y que Rorty fundamenta en la categoría de contingencia, a saber,

que la moral sería relativa a las diversas culturas y a la historia. Esta tesis es cierta. Hemos visto

sobre todo con MacIntyre y Rorty que indefectiblemente la moral tiene un carácter particular,

histórico, contingente y cultural, por lo cual desarrollos filosóficos como el kantiano, el

utilitarista o el emotivista no son más que el resultado de unas circunstancias culturales e

históricas muy específicas y por ende, no son neutrales. No obstante, ¿de reconocer la

particularidad de la moral se sigue que no habría una suerte de elemento común que trascienda la

contingencia de las culturas y de la historia? La tesis que se puede proponer es que esto no es así

y por ello asociar el relativismo con la particularidad histórica y cultural, es discutible. Para esto,

partimos nuevamente del supuesto de que el hombre de hace dos mil años no es tan diferente, en

esencia, del hombre contemporáneo; habría una naturaleza humana, aquello que sería

intrínsecamente humano, como por ejemplo, el deseo de comprender, de conocer la realidad. La

teoría de las virtudes que desarrolla MacIntyre manifiesta aquel universalismo moral, no porque

pretenda construirse al margen de la contingencia, sino porque partiendo de ella, ve en esta la

posibilidad de un elemento común a la moralidad humana.

Muchas de las preguntas que se hizo Aristóteles en la “Ética a Nicómaco”, por ejemplo,

siguen siendo vigentes en la actualidad. Se dijo previamente que la teoría de las virtudes suponía

65
un desafío para el relativismo moral porque reconociendo su historicidad y su pertenencia a las

culturas, ve en el concepto de virtud algo que no se cierra en dichas contingencias. Así, esa

tradición sería algo que nació con Aristóteles en su sentido más estricto, pero que podría

rescatarse en la actualidad, cuando la moral se presenta como un hecho absolutamente

fragmentario. Esto implica que tal tradición sobrepasaría los límites históricos y culturales de la

Grecia del siglo V a.C. Y no solo esto, la historia muestra cómo tradiciones culturales tan

diversas como la judía, la cristiana y la islámica (MacIntyre, 2013) han visto en la teoría moral

aristotélica muchos elementos a ser valorados, por lo cual el argumento de la contingencia

histórica y cultural para fundamentar el relativismo es cuanto menos, bastante problemático.

Además, Rorty se refiere a la contingencia del lenguaje como otro argumento para

sustentar la perspectiva relativista, desde aquello que Wittgenstein llama en las “Investigaciones

filosóficas”, “juego de lenguaje”. Este sustento no radica en que dichos juegos no se puedan

comunicar entre ellos, sino en que no se podría definir un criterio objetivo para definir la

superioridad de uno sobre otro, sino que podrían evaluarse en el contexto lingüístico de la

comunidad. No obstante, es posible ver que los paradigmas que florecen en cada época de la

historia se construyen desde la existencia de unos anteriores y comprendiendo las limitaciones de

esos esquemas anteriores, pueden establecer los mejores criterios hasta el momento para

superarlas, como se vio con el ejemplo de la física aristotélica que fue superada por la

newtoniana. Esto sugiere dos escenarios: el primero es que cierta inconmensurabilidad entre

juegos lingüísticos no implica que no se pueda superar uno en favor de otro; el segundo es que

más allá de la contingencia, parece posible evaluar entre diversas perspectivas y asentir a la idea

de que una se adecúa más a la realidad que otra, trascendiendo así, la teoría previa. De modo que

no solo en las ciencias naturales, sino en la misma moral se podría hablar de una suerte de

66
progreso, un progreso que se diferencia de las perspectivas modernas acerca de este, como se vio

en el segundo capítulo de este trabajo.

Tampoco se puede dejar de hacer referencia al escepticismo moral de Mackie. Si las teorías

consisten no solo en el perfeccionamiento de ellas qua trascendentes a los agentes, sino que

también implican el perfeccionamiento de la mente de estos, luego no sería posible hacer

metaética, pues toda descripción moral sería también de orden evaluativo21, pues –y aquí es

posible coincidir con Rorty– hacer metaética sería ponerse en el lugar de un dios, pero nosotros

solo accedemos a partes de la realidad. Consecuentemente, no sería posible la construcción de un

esquema moral neutral, como el pretendido por Mackie. Todas nuestras facultades racionales,

tanto pertenecientes a la razón teorética como práctica, están inscritas en unas tradiciones

particulares y nosotros somos seres históricos y contingentes. Inclusive decir de la moral que es

algo subjetivo y manifestar escepticismo con respecto a ella, se realiza en un contexto particular,

no es una manera más objetiva de hacer filosofía moral. La neutralidad moral no sería posible,

máxime si se asiente a la idea de que los seres humanos buscan la eudaimonia, concepto cuya

carga valorativa impide asentir a dicha pretensión.

Adicionalmente, la diferencia cultural a la que tanto Mackie como Rorty aluden, el

primero para negar la posibilidad de una moral objetiva y el segundo para mostrar la

contingencia del lenguaje, no sugiere que inclusive entre dos esquemas tan lejanos como el de la

21
Philippa Foot (2011), perteneciente a toda esta línea de la ética de la virtud tiene una postura similar:

“En términos de la jerga usual, se podría decir del relativismo metaético que implica cierta medida de

relativismo normativo" (p. 193). Esto es claro en el apartado sobre la filosofía de Mackie, cuando se

muestran algunas de las características de su realismo político que da por sentados ciertos presupuestos

antropológicos, a saber, el egoísmo y la generosidad confinada.

67
Grecia antigua y el moderno no pueda haber cierta comunicabilidad. No en vano los problemas

filosóficos perduran constantemente a lo largo de la historia del pensamiento y ni siquiera Rorty

logra eludir esta realidad, como se manifestó en la primera parte de la investigación. Por lo tanto,

el argumento de la contingencia del lenguaje para fundamentar la perspectiva relativista de la

moral es problemático, pues seguiría habiendo posibilidad de una comunicabilidad de horizontes

morales y de una comprensión de estos. En últimas, el lenguaje de Freud y de san Pablo no son

inconmensurables, uno respondería más adecuadamente a la realidad moral que otro, lo que no

significa que en ambos no haya elementos verdaderos, respecto a la moral. Esto nos remite al

siguiente argumento.

Rorty apela a la justificación en detrimento de la verdad, tanto en el terreno

epistemológico como moral, pues para él dicho concepto sería algo inasible y por lo tanto,

inoperante, es decir que hablar de una verdad no sería útil para construir la sociedad, en tanto que

no sabemos si existe, no podemos saberlo, solo un dios podría y no aportaría nada a la

democracia. Por ende, tan solo cabría hablar de justificaciones, pues todo “vocabulario final”

sería parcial y propenso a ser complementado, no porque se adecúe más a la realidad, sino

porque se podría justificar más plausiblemente que otro. Por el contrario, para MacIntyre sí

habría verdades tanto en el terreno epistemológico como filosófico moral, debido a que además

de tener una visión realista de la verdad, ve en la búsqueda de esta la meta de toda investigación

teórica, y la filosofía moral es de ese tipo. Debe quedar claro, no obstante, que esta perspectiva

de la verdad como adaequatio reconoce la contingencia; se integra con el falibilismo epistémico.

Es decir que nunca se llegará a la verdad absoluta en ningún terreno; siempre será posible que las

teorías se trasciendan. Solo se puede apelar a premisas que den cuenta de la mejor justificación

68
hasta ahora, lo que permite que aun teniendo grandes divergencias con la epistemología

rortyiana, reconozca la imposibilidad de una verdad absoluta sobre determinado tema.

No obstante, la noción de verdad como la meta de toda investigación y no la mera

justificación sería plausible para proponer algunas limitaciones al relativismo moral, puesto que

si nos conformáramos con una noción de esta como justificación, la acción sería tan solo

justificable, pero nunca verdadera. De modo que si en un mundo hipotético ‘x’ se cometiera una

injusticia determinada y se lograra justificarla plausiblemente, eso sería suficiente para

determinar su validez moral, por ejemplo, que alguien sea calumniado y por ello pierda su

trabajo injustamente o que alguien vaya a la cárcel sin haber cometido una acción inmoral, solo

porque la parte contraria pudo haber justificado mejor lo ocurrido, pudo haber tenido, por

ejemplo, un mejor abogado.

Entre otras cosas, esta investigación ha procurado sustentar, cómo no solo basta con poder

justificar determinada proposición o teoría sino que es posible afirmar que hay teorías más

adecuadas a la realidad que otras. Hay acciones morales deseables y acciones inmorales, hay

proposiciones morales verdaderas y otras falsas: es falso que violar sea bueno y que ayudar a los

demás sea malo. Solo teniendo por sustento la noción de verdad sería posible reafirmar que la

moralidad no es algo relativo ni a los agentes, ni a las culturas, ni a los periodos históricos. Sin

estatus de verdad subyaciéndola, la mera justificación no bastaría en el campo de la moral; la

mentira sin un contexto general que la justifique (por ejemplo, que se mienta para que se salven

muchas vidas y no se pierda ninguna), es mala, aun cuando muchas veces pueda ser justificada

plausiblemente.

Esta recuperación del concepto de verdad, inscrito en un marco metafísico, surge de la

mirada holística de la realidad, propia del aristotelismo. Así, se tiene una postura filosófica, cuyo

69
propósito es explicar la realidad como un todo y no simplemente analizar partes aisladas de la

misma; según esta perspectiva, de una mirada teleológica de la realidad sí se seguirían cursos de

acción distintos que de una mirada, por ejemplo, circular o no teleológica, según la que los

agentes no tendrían ningún fin hacia el cual dirigir sus propósitos. De este modo, podría

postularse parcialmente la tesis de que toda teoría moral tiene unos presupuestos metafísicos,

antropológicos y epistemológicos, en contraste con ciertos pensadores posmodernos o

contemporáneos que tratan de despojar a la ética de cualquier sustrato metafísico, en el marco de

sus sistematizaciones filosóficas.

Así, inclusive la “teoría de la ironía” de Rorty tendría no solo ciertos fundamentos

epistemológicos en el nominalismo, contextualismo, historicismo y falibilismo, sino que tendría

ciertos presupuestos metafísicos y antropológicos en los desarrollos heideggerianos,

pertenecientes a su ontología fundamental, del ser humano como algo histórico. Además, su

perspectiva implicaría una mirada de la realidad arraigada en la categoría de la contingencia, que

es la que otorgaría el fundamento a su elaboración filosófica, pues partiría precisamente de la

negación de toda necesidad en el plano metafísico y no solo moral22.

También es pertinente agregar que la moral no está al margen de los aspectos

contingentes de cada sociedad y periodo histórico, de ahí que resulten problemáticas nociones

como las de imperativo moral o ética formal. Esto significa que más bien, toda noción de lo

bueno se da en el contexto de una tradición particular, de unas prácticas determinadas. Ahora

bien, se ha visto que para que estas perduren se necesitan ciertas virtudes independientes a los

22
En esto no difiere de la moral aristotélica que tampoco ve necesidad en el plano moral, pues sobre lo

necesario no habría que deliberar, pero Aristóteles ve en la phronesis uno de los conceptos más

importantes para la acción humana (Cf. Ética a Nicómaco, libro VI).

70
contextos particulares. Lo anterior funge no solo como refutación de las aproximaciones morales

modernas, sino sobre todo, y para el contexto de lo que aquí se ha tratado de lograr, contra el

subjetivismo moral, para el cual esta responde a los gustos particulares de los agentes. Toda

forma de vida humana se desarrolla en el marco de unos parámetros trascendentes al agente y no

inmanentes a él, por lo cual el estatus de la moral no es subjetivo, no alude a los sentimientos y

actitudes contingentes del agente. En efecto, la excelencia se logra en el horizonte de la

interrelación, de la cooperación, de la construcción de valores comunes, del espacio de encuentro

con los demás. No se es excelente jugando fútbol porque se siente que se es excelente, sino

porque se puede determinarlo en el marco de esa práctica común, donde hay adversarios y las

reglas trascienden los estados internos de los jugadores.

De igual modo uno no sería bueno o virtuoso porque así lo determinen los propios estados

internos; se es bueno o virtuoso con relación a las prácticas que están enmarcadas en la tradición,

donde el agente se forja como moral o inmoral y se construye históricamente. Por supuesto que

esto no implica que uno no pueda alejarse de esa tradición y optar por nuevas formas de vida,

después de un examen racional de por qué hacerlo, simplemente implica la consciencia de

saberse enmarcado en un contexto particular y de que la moral trasciende la propia

particularidad, la arbitrariedad de elecciones relativas a los propios sentimientos; por otro lado,

implica que las elecciones morales no pueden hacerse bajo la noción de neutralidad u objetividad

desde un imperativo formal.

Adicionalmente, el relativismo moral sería una doctrina problemática si apelamos a una

naturaleza humana, bajo la que se podrían plantear unos parámetros de virtud y excelencia. Una

naturaleza dirigida a fines, al propio florecimiento. Florecimiento por el cual cabría la

posibilidad de emplear conceptos como el de akrasia o incontinencia. La inferencia se puede

71
expresar del siguiente modo: qua animales racionales tendemos hacia algún fin, buscamos la

realización de nuestra propia vida, buscamos cumplir con nuestros propios fines, a partir de

propósitos; sin embargo, tenemos inclinaciones que nos impiden llegar a la consecución de tales

fines, consecución sin la cual no llegaremos a la eudaimonia, a ese estado de haber vivido bien,

alcanzando nuestro bien último en el marco de las prácticas. Se podría suponer el caso de una

persona ‘x’ inclinada hacia la vida académica, con muchas capacidades intelectuales; esta

persona es, no obstante, adicta al consumo de sustancias psicoactivas y su vida está tan

condicionada por el deseo de consumirlas, que sabiendo que debe cumplir con un cierto número

de horas diarias para llegar a ser un académico o académica respetable, es incapaz de dejar el

consumo de esas sustancias que le impiden llegar a la optimización de su rendimiento intelectual.

Esta persona tendría la compañía de un amigo ‘y’ que asumió para su vida el relativismo moral

porque ha sucumbido ante la frustración de no poder justificar su horizonte moral con toda la

consistencia que desearía hacerlo, y al ver personas con tan diferentes concepciones de vida

buena, ha resuelto que la mejor respuesta a la moralidad es aquella que hace de esta algo relativo.

Esta persona le aconseja seguir consumiendo ese tipo de sustancias, pues en últimas, ¿por qué

negarse el placer de seguir su deseo de consumirlas si al fin de cuentas no podemos definir lo que

sea bueno o malo, si no hay un criterio último para hacerlo? ‘x’ opta por seguir la sugerencia de

‘y’ y no deja su consumo de ese tipo de sustancias.

Sin embargo, vive inconforme con haber tomado esa decisión, pues ve cómo cada vez está

más lejos su sueño de llegar a ser un gran académico o académica. Ha sucumbido en todo caso,

ante la realidad de su incontinencia. Esta persona sabe lo que tendría que hacer para llegar a la

consecución de su fin, a la realización de su telos qua animal racional, pero opta por hacer caso

omiso de ese fin último por el que podría construir su existencia; la moral entonces, aparecería

72
como la manifestación de un horizonte conmensurable, es evidente que hay un mejor rumbo de

acción que otro en el contexto de llegar a su propio florecimiento. En este caso hipotético, dejar

el consumo de sustancias psicoactivas y consagrarse a la construcción de una vida académica.

En esta medida, el relativismo moral fungiría como una doctrina sumamente problemática,

pues el agente en su propia vida reconoce la preeminencia de ciertas decisiones, de ciertos

marcos horizontales sobre otros. La vida de los seres humanos qua animales racionales,

manifiesta la problematicidad del relativismo moral. Conformamos nuestras decisiones y

nuestras acciones al cumplimiento de un fin y hay mejores caminos para llegar a su consecución

que otros, y esto no subjetivamente. Si el fin de la vida humana es llegar a la realización del

agente, a la eudaimonia habría una superioridad de ciertos horizontes sobre otros.

Finalmente, sería posible asentir a la idea de la ética desarrollada desde el paradigma de la

virtud, como límite plausible al relativismo moral porque fue retomada como respuesta en gran

medida a este, que a su vez es resultado de un periodo histórico muy determinado en el que el

paradigma político es el liberalismo, cuyo sustento a la moral ha sido en buena parte la

fragmentación del vocabulario relativo a las buenas acciones. El acercamiento ético de las

virtudes aboga por una recuperación de formas de vida comunes, enmarcadas en el contexto de la

cooperación y de las prácticas, fungiendo así como salida al subjetivismo moral, pues las

virtudes no serían algo subjetivo, sino el resultado de la práctica de hábitos buenos, esto es,

hábitos que conducirían a los seres humanos a su fin, a responder a su naturaleza. Uno de los

presupuestos epistemológicos de los que parte esta ética es del realismo, de la noción de la

verdad como adecuación con respecto no solo a una postura metafísica teleológica, sino también

relativa a aquello que mejor responde a la naturaleza de los seres humanos. La verdad práctica,

es decir, la consecución de actos virtuosos, consiste en buena parte, en ejecutar aquello que

73
responde a la realidad sobre lo que los hombres y las mujeres deben realizar para llegar a su fin

determinado, hacer el bien y evitar el mal, para construir la felicidad en cada acto virtuoso. Esto

sugiere que hay horizontes morales más adecuados que otros y que el relativismo y su

circularidad pueden ser trascendidos. De aquí se sigue que el relativismo, como doctrina

epistemológica y sobre todo, moral, podría llegar a ser trascendido desde un paradigma de las

virtudes, que está fundamentado sobre una base completamente ajena a aquella sobre la cual está

asentado el relativismo moral.

Por todo lo anterior, la ética de las virtudes desarrollada por Alasdair MacIntyre, podría

fungir como una teoría cuyos fundamentos más generales, una metafísica teleológica, un

realismo metafísico, la integración del historicismo y el falibilismo en este para complementarlo,

la noción de una naturaleza humana dirigida hacia fines, la reivindicación de la posibilidad de

construir comunidades con cierto consenso acerca del bien y el concepto de virtud como la raíz

de todo planteamiento moral, suponen un camino teórico para trascender el relativismo moral

con su aparente circularidad.

Más allá de todo lo anterior, esta investigación queda abierta a una posterior indagación

acerca de las bases metafísicas del relativismo moral y de la ética de las virtudes, pues una de las

limitaciones de esta investigación concierne a la imposibilidad de confrontar analíticamente las

miradas ontológicas que suponen estas dos perspectivas morales.

La hipótesis es que el relativismo moral parece estar enmarcado en el giro metafísico que

surgió del abandono de la teleología aristotélica en la baja Edad Media y al inicio de la

modernidad filosófica con la adopción del voluntarismo teológico de una parte, y de la otra, con

la llegada del nominalismo filosófico, que tiene su más fuerte expresión en los acercamientos

morales nihilistas de corte nietzcheano y posmoderno. La ética de las virtudes fungiría como

74
salida metafísica al problema del relativismo moral en la medida en que significa la adopción de

una postura ontológica arraigada sobre la noción de teleología que, en el sistema moral de

MacIntyre, se hallaría intrínsecamente ligada a las narrativas, esto es, a los mitos o creencias que

constituyen el horizonte moral bajo el que los agentes conforman su existencia.

Por todo lo anterior es posible decir que el problema moral que se ha tratado de

caracterizar y cuestionar en esta monografía y para el que la ética de las virtudes funge como

límite, parece estar fundamentado en la pregunta metafísica por el sentido de la existencia

humana, pregunta que ha de ser abordada en ese ulterior trabajo investigativo que analizará los

presupuestos metafísicos de sendas perspectivas.

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