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Origen de la lavadora

En la Roma clásica el lavado de la ropa era atendido por lavanderías públicas, a menudo
ubicadas junto a los caminos. La ropa se pisaba en tanques de agua de la misma manera
que la uva en los lagares para hacer vino.

Quien no podía pagar este servicio hacía su propia colada. Lo corriente era embadurnar la
ropa sucia en barro y golpearla contra los cantos rodados de la orilla del río hasta arrancar
la suciedad.
Luego se emplearon palas de madera, y más tarde apareció la tabla de lavar, donde se
volteaba una y otra vez la prenda. La tina de madera para el lavado de la ropa fue solución
muy recurrida en la Edad Media.
Se trataba de cubetas a modo de cajas que se llenaban de agua caliente jabonosa, donde la
ropa se meneaba una y otra vez con palas; también se empleó la batidora o prensa para la
ropa.
Durante mucho tiempo la colada se hizo a mano, colocándose la ropa en un cubo y
agitándola con un removedor. Era el procedimiento más común. ¿Cuándo empezó a
sofisticarse un poco la cosa? Pues vamos a verlo a continuación.
Antecedentes de la lavadora
El procedimiento del lavado comenzó a ser estudiado hacia el año 1677, por un noble
londinense llamado John Hoskins, de quien escribió el científico inglés Robert Hooke,
amigo suyo, muy impresionado por algo que vio en su casa:

“Tiene el caballero Hoskins un procedimiento para lavar las telas finas, y es meterlas dentro
de una bolsa de cordel de fusta sujeta por un extremo y retorcida por una rueda y cilindros
sujetos al otro extremo. Gracias a ello las telas más sutiles se lavan al retorcerlas sin que se
dañen”.
El invento de Hoskins alivió los problemas derivados del fétido olor de los vestidos
cortesanos, olor que hacía irrespirable el aire de los salones cerrados en bailes y
recepciones de gala palaciega.
Aquellos vestidos no se lavaban, por
impedirlo la naturaleza de sus telas y terciopelos. Las señoras vestían los trajes un número
limitado de veces y los abandonaban cuando el olor los hacía insoportables; también se
optaba por regalarlos a sirvientas y doncellas de confianza que al vestirlos no decían que
estaban tan elegantes como sus señoras, sino que olían como ellas.
Hoskins no solucionó el problema, fue la suya sólo una ocurrencia ingeniosa de difícil
aplicación. Realmente la cosa fue así; Hoskins solo estaba interesado en solucionar el
problema de su casa, cosa que logró, pero lo ingenioso de su idea resultaba impracticable a
gran escala.
A fin de dar con un remedio práctico el ingeniero británico John Tyzacke patentó en 1691
en Londres una lavadora industrial para eliminar del tejido los restos del proceso de
fabricación.
Invento que acabó con el hervido de las prendas en calderas gigantes, donde eran
removidas con palas manejadas por un par de fornidos operarios, proceso que se sustituyó
por palas accionadas a manivela mientras el tejido hervía en gigantes calderos de cobre.
Aunque todavía no se había descubierto la relación existente entre la suciedad y la salud,
entre los gérmenes y la enfermedad, la gente se daba cuenta de que el tejido tratado con la
fórmula de Tyzacke tenía dos ventajas: tardaban más en oler mal y resultaban más suaves al
contacto con el cuerpo.
Pero aquello no era una lavadora familiar, no estaba concebida para que las amas de casa la
tuvieran en su casa. Eso sucedió a mediados del XIX; fue entonces cuando cristalizó la idea
de colocar la ropa dentro de una caja de madera y voltearla mediante una manivela o
manubrio que la hiciera girar.
Era un paso más hacia la solución definitiva del problema del lavado de la ropa, paso que
hizo trascendental, en 1858, un fabricante de Pensilvania llamado Hamilton Smith. Fue él
quien construyó la primera lavadora de tambor, y se basó para ello en trabajos previos de
un empapelador londinense llamado Henry Sidgier.
El artilugio consistía en un tambor de madera que giraba merced a una manivela conectada
que removía la ropa en el interior de una pila de agua de forma hexagonal y facilitaba el
lavado.
A aquella máquina añadió William Thomas en 1884, un procedimiento para calentar el
agua con gas, dando lugar a la primera lavadora de agua caliente de la que decía
la publicidad de la época: «su funcionamiento es tan sencillo que hasta un niño puede lavar
seis sábanas en quince minutos; las ropas quedan más blancas con esta máquina que con
cualquier otra, y además, duran más del doble».
El anuncio no buscaba desbancar rival alguno ya que era la primera lavadora de esas
características en el mercado: buscaba solo introducir el producto, poner en el ánimo de las
amas de casa la lavadora de Morton.
Si pensamos en la lavadora moderna que incluye secado y diferentes programas, la lavadora
de Morton nos parece una pieza de arqueología. Y lo es: se trataba de un artilugio muy
primitivo, pero era mejor que la cubeta de vapor e infinitamente más cómodo que ir al río o
a los lavaderos públicos, como se hizo entre los siglos XVI y XIX.
Quién inventó la lavadora
Alva John Fisher, inventor de la lavadora
moderna
El inventor de la lavadora moderna es el ingeniero norteamericano Alva John Fisher en el
año 1906, en Chicago (EE.UU.). Aunque no patentó el invento hasta el año 1910.
Hasta el año 1906 no hubo nada mejor que ofrecer hasta que Alva J. Fisher tubo la brillante
idea de aplicar un motorcito eléctrico al artefacto. En breve, en 1914, las lavadoras
eléctricas comenzaron a fabricarse en serie.
Pero aquellos primeros motores se colocaban externamente y debajo del cubo, y como a
menudo entraba agua originaba peligrosas descargas eléctricas: las amas de casa se
acercaban a aquellos artilugios con precaución.
Las cosas fueron así hasta que en 1920 se implantó el tambor mecánico y nació la lavadora
moderna. Luego, la compañía Savage Arms Corporation fabricaría un aparato
que incorporaba el secado, haciendo girar el tambor para expulsar el agua mediante
el centrifugado, mejora que no se valoró en su tiempo.
En la década de 1960, se hablaba ya de la lavadora automática y aparecieron también
las lavadoras de tambor horizontal que acabaron con los dolores de espalda.
Publicidad de la época de una lavadora automática
El invento estaba perfeccionado y se convertía en un electrodoméstico tan valioso que
incluso conoció el tratamiento artístico a manos del escultor Arman, que hacía
espectaculares monumentos utilizando solo tambores de lavadoras que recuperaba de las
chatarrerías.

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