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La fe y la religiosidad en la vida del hombre 1

“El hombre no nace sino que se hace religioso”. La experiencia de fe es justamente una
realidad que se vive de diversa manera a lo largo de la historia personal. Pues “la fe no existe más
que como acto del hombre creyente” y este es un ser histórico, que esta llamado a crecer. Así las
distíntas etapas2 de la vida va a signar la experiencia y respuesta de fe a Dios.

1. La experiencia de fe en la infancia3

La experiencia religiosa compromete toda la actividad psíquica, y ella se presenta de


manera diferente en las distintas edades de la vida humana. En la infancia se origina la religiosidad.
Para el estudio del origen de la religiosidad son importantes los aportes de Freud y Piaget
entre otros. Para Freud el origen del sentimiento religiosos, se de o no en la infancia, es el
sentimiento de impotencia que siente el niño y el deseo del padre suscitado por ella. No hay en el
niño sentimiento más fuerte que la necesidad de protección paterna. Piaget, expresa por su parte,
que el niño atribuye a sus progenitores caracteres divinos: omnipotencia, omnipresencia, eternidad,
etc. Cuando las perfecciones atribuidas a los progenitores quedan expuestas a los desengaños de la
vida, que se inicia a los 7 años con el proceso de socialización, esta se traslada a una concepción de
un Dios espiritual y paterno. Así se forma un Dios a imagen y semejanza del hombre. Pues, lo que
antes se atribuía los padres ahora se lo atribuye a Dios.
Por otro lado, es importante establecer que la religiosidad infantil, como toda la actividad
psíquica del niño, tiene caracteres propios: un acusado egocentrismo y una expresividad
antropomórfica, dependiente del ambiente familiar, social y cultural, vinculada a la expresión ritual.
Es importante tener en cuenta que esta descripción no tiene un tinte negativo, ya que se trata de un
inicio que debe desarrollarse hasta lograr una relativa estabilidad.
En esta etapa se dan caracteres positivos que favorecen este inicio: la genuinidad, la
espontaneidad, la inventiva, la capacidad de admiración de Dios, que en algunos casos y por
desgracia pierde el adulto.
La infancia es un período de preparación, un período de espera, la espera de un futuro que
dura toda la vida y solo cesa con la muerte. Es por ello que en esta etapa se debe evangelizar
explotando la actividad imaginativa de los niños, para que se de este inicio y se desarrolle en las
siguientes etapas.

2. La experiencia de fe en la adolescencia

La adolescencia es un periodo de transiciones e implica transformaciones. Es inevitable que


la religiosidad atraviesa en la adolescencia una crisis de conmoción y crecimiento. El adolescente
no está ya satisfecho con lo que al niño le basta, y mira con avidez y temor lo que exige el adulto.
Las reacciones religiosas del adolescente son sumamente diversas: van desde un abandono
completo de la religión hasta una adhesión excesiva a ella, pasando por formas intermedias de
indiferencia y oportunismo, pero también de equilibrada revisión y deliberada entrega a un ideal.
Un hecho parece innegable: la religión es uno de los aspectos más delicados de la

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Son muchos los estudios respecto al tema la evolución religiosa en la vida del hombre. En esta presentación solo
tenemos en cuanta algunos pocos (ZUNINI, G., Homo religiosus. Estudios sobre psicología de la religión,
EUDEBA, Buenos Aires, 1977, 139-170; VARONE, F., El Dios ausente. Reacciones religiosass, atea y creyente, Sal
Terrae, Santander, 1987, 60-67; GUARDINI, R., La aceptación de si mismo. Las edades de la vida, Cristiandad,
1983, 45-145).
2
Cfr. GUARDO, M., Psicología evolutiva y psicología diferencial, Ciordia, Buenos Aires, 1971,17-101; GRIFFA, C. –
MORENO, J., Claves para la comprensión de las edades, T. II, Braga, Buenos Aires, 1993, 11-118.
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Para una mayor profundización se puede ver: POHIER, J., Psicología y teología, Herder, Barcelona, 1969.
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adolescencia; y por eso tal vez uno de los más difíciles. El impulso sexual, desconcertante y
sutilmente insinuante propio de esta etapa, constituye uno de los tropiezos más penosos, en especial
si el joven no ha sido ayudado con una instrucción apropiada. El acorralamiento entre el impulso y
la prohibición puede estrecharse en forma intolerable por una falsa valoración, casi siempre
agudizada por motivos religiosos, de la situación en que el adolescente se encuentra. Parece que se
le impusiera la alternativa: o rendirse incondicionalmente al impulso y rechazar la religión, o
aceptar ésta en su forma más estricta, con el temor constante a transgresiones reales o, peor aún, a
estados de ánimo o situaciones erróneamente consideradas culpables. Un sentimiento de culpa
excesivamente insistente a propósito de la vida sexual puede preludiar al abandono de toda práctica
religiosa, considerada como un peso insoportable.
Otro aspecto característico de la adolescencia es la ampliación de su horizonte intelectual.
Es por ello que el adolescente advierte que muchas explicaciones religiosas que se aceptan en la
infancia no tienen valor. El adolescente “sabe” ya que las cosas no son como se las habían
explicado; por el contrario cae en la cuenta de quien se las había enseñado de aquél modo sabía que
no eran verdad. Y no está todavía en condiciones de distinguir entre la institución religiosa y la
forma como ella se manifiesta. La seguridad con que aceptaba antes lo que le decían “los mayores”
se trasfiere ahora a lo que él mismo cree saber y que en gran parte le es suministrado todavía por
los demás. Las relaciones con sus progenitores se tornan difíciles. Así la religiosidad de la infancia,
que se modeló sobre las relaciones con los progenitores, se somete a un proceso de desvinculación.
Hay un dejo de hostilidad contra los padres, a quienes se conceptúa culpables de habérselas
impuesto. Una religiosidad demasiado exigente y formalista en los padres prepara una rebelión
contra su autoridad y simultáneamente contra la práctica religiosa.
La adolescencia constituye una curva peligrosa y difícil, pero ofrece también la posibilidad
de una profundización religiosa. Pues en la adolescencia hay, explícita o implícitamente, la
necesidad de referencia a algo seguro, estable, absoluto. Es por ello que existe el peligro de
volverse a un ideal excesivamente elevado y que, al no conseguirlo, sobrevengan el
descorazonamiento. Pero hay también la posibilidad de que, aun abandonando las manifestaciones
infantiles, la religiosidad conserve toda su eficacia y constituya uno de los firmes puntales del
desarrollo personal.
La religiosidad en la adolescencia determina la apertura de nuevos horizontes en su mundo
de los valores. La iniciativa, la generosidad, el valor, la rebeldía contra lo que parece injusto, la
abnegación son cualidades de los adolescente que parecen estar más solida cuando estas encuentran
su fundamento último en el mundo religioso.

3. La experiencia de fe en la adultez.

En cada una de las etapas anteriores es posible aplicar el concepto de madurez, ya que la
madurez significa un cambio. Así un niño es maduro religiosamente si ha llegado a concretar una
imagen de Dios que le permita dar rienda suelta a su imaginación. Un adolescente es maduro si es
capaz de hacer crisis con su imagen infantil de Dios y se abre a una nueva experiencia de él. De la
misma manera el adulto es maduro si es capaz de mantenerse en búsqueda constante de una
religiosidad auténtica4.
Los atributos de una personalidad adulta recibe una particular entonación por el desarrollo
de la religiosidad. La referencia a sí mismo está superada por la exigencia de ponerse frente a algo
que supera y domina al individuo; la relación interpersonal está ahondada por la pertenencia
religiosa, personal y social; la estabilidad emotiva es favorecida por la referencia a la participación
de una seguridad; la percepción de los objetos, de los hombres y de sí mismo, es más libre, ya que
parte del presupuesto de algo que supera a la persona; la concepción unificadora de la vida queda
particularmente acentuada, toda vez que la religiosidad es precisamente aspiración al logro de un

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Al respecto Zunini afirma: “toda fase tiene su equilibrio, su madurez: sería apropiado hablar de la madurez del niño,
de la madurez del adolescente, de la madurez del adulto” (Cfr. ZUNINI, G., op. cit., 169).
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sentido y una respuesta a los problemas de la existencia. Lo central podríamos resumirlo así: “la
religiosidad de la persona madura tiene su punto central, no en la persona misma que la vive, sino
en Dios”.
Sin embargo no hay que olvidar todos los conflictos o defectos humanos persisten en las
personas religiosas, y en este sentido la religiosidad no constituye ninguna diferencia. En la
religiosidad de la persona adulta puede haber muchos defectos, miserias y contradicciones y hasta
bajezas. Pero la madurez religiosa solo existe allí donde hay dolor por todas esas desdichas, íntimo
deseo de quitarlas y decisión de no aprobarlas, y un sentimiento de confianza hasta el momento en
que se comprueba que el éxito no siempre corresponde al deseo.
En este contexto la intrucción religiosa juega un papel crítico, pues debe asimilar nuevos
contenidos religiosos diferentes a los asimilados en la infancia5. Este espíritu critico constituye una
especie de prueba o crisis que ha de superar. En este sentido es un proceso de constante conversión
del dios del niño al Dios de Jesús de Nazaret6. Pues es común afirmar que el dios del niño, es un
dios narcisista, que es construido a medida de los deseos y temores de nuestra infancia. Pero ese no
es el Dios de Jesús.
El dios del niño es un dios que está primordialmente para gratificar y hacer soportable la
dureza de la vida. Sin embargo el Dios de Jesús es el que nos remite a la realidad, con toda la
dureza que ésta pueda presentar en muchos momentos de nuestra existencia y, en lugar de
solucionarnos los problemas, prefiere dinamizarnos para que nosotros mismos trabajemos en un
intento de solución.
El dios del niños es un dios que todo los sabe y que tiene la respuesta a cada problema e
incógnita. En cambio el Dios de Jesús no vino a darnos cabal explicación de cada uno de los
problemas e incógnitas que la vida nos plantea. La vida, el mal, el sufrimiento de los inocentes, la
dirección que toma el futuro humano, etc., permanece ahí como incógnitas, en cierto modo
escandalosas, para las que el creyente, por el hecho de creer, no tiene respuestas. No está en
situación de privilegio ante los que no tiene fe. Tan sólo le diferencia la esperanza de saberse
acompañado por Dios, pero ese saber, esa certeza no se alza como una explicación englobante de
toda la realidad.
El dios del niño es un dios celoso del área de la sexualidad, que experimenta a los largo de
la infancia y la adolescencia una difícil y compleja situación problemática inconciente, que le lleva
a construir un dios a medida del temor. El Dios de Jesús sólo pretende el bien del hombre, que es
exclusivamente bueno, que viene a ofrecer un mensaje de vida.
El dios del niño desconoce la muerte, ya que el niño se resiste a entender el hecho y
construye un dios que le niegue este hecho tan constatable. El Dios de Jesús, sin embargo, concede
un lugar a la muerte porque es parte constitutiva de la misma existencia humana. El Dios de Jesús
no liberó a su Hijo de ninguna de las condiciones humanas. Desde esta perspectiva la resurrección
es un el sí de Dios a lo vivido por Jesús y a lo que Jesús nos ha manifestado sobre él. Así la
resurrección no es un equivalente a la inmortalidad del niño, sino más bien una superación de un
existencia que es mortal por naturaleza. Inmortalidad sería permanencia perpetua en lo que somos;
la resurrección es en cambio una nueva creación solo comprensible cuando se llega al momento de
propio límite.
Mas que una determinada etapa, podríamos decir, que la adultez es un proceso en constante
ejercicio por afrontar la realidad tal cual es y encontrar allí la constante presencia de lo sagado. La
religiosidad es un continuo proceso de aceptación y busqueda del Dios mismo.

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“En nuestra preocupación por las supervivencias infantiles no debemos pasar con orgulloso desprecio antes muchas
personas sencillas y humildes que, bajo manifestaciones al parecer infantiles, han logrado una madurez de sentimiento
verdadera, fresca, a menudo heroica, de la cual habremos de quedar admirados (Cfr, ZUNINI, G., Op. cit., 170).
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Agregamos aquí algunas ideas de CARLOS DOMÍNGUEZ MORANO, Creer después de Freud, San Pablo, Madrid,
1991, 130-135.
4
4. La experiencia de fe en la ancianidad7

Son varias las realidades nuevas que afronta el hombre en la ancianidad: una nueva relación
con el cuerpo, una nueva conciencia sobre la realidad del límite, una nueva tarea de aceptación de
si mismo integrando su pasado y su presente con una mirada constante hacia el futuro, etc. La
religiosidad en esta etapa de la vida estará marcada por tres virtudes: confianza, gratitud, y
testimonio.
La muerte no es el futuro del anciano sino de todos. Lo que caracteriza al anciano ante ésta
es una expectativa diferente a la misma: coloreada evidentemente por la inminencia, pero se la vive
desde una actitud personalizada de entrega confiada, y aveces, acompañada con un sentimiento de
sana curiosidad.
El hecho de llegar a cierta edad es ya para muchos el principio de una actitud de gratuidad.
Se ve el tiempo vivido con ojos de gratitud. La experincia de fe se centra, en este sentido, en el
centro de la misma. Desde allí el anciano logra, en muchos casos, alcanzar la sabiduría propia de
quien sabe ver lo esencial. Así su sabiduría, la que a veces le cuesta comunicar, es testimonio de
una religiosidad que mantiene a Dios en el centro de su vida. El anciano ante la comunidad es
testigo de una fe vivida que permanece fiel.

7
Cfr. DAVASO, G., Anciano, en [http://www.mercaba.org/FICHAS/Anciano/ser_anciano _una_tarea_saludable.htm].

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