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EL CASO DE LA MONARQUÍA HISPÁNA: REVOLUCIÓN Y


DESINTEGRACIÓN. XAVIER GUERRA.
Historia Americana - Crísis y organización (1810 - 1930) (Universidad Nacional de Río
Cuarto)

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EL CASO DE LA MONARQUÍA HISPÁNA: REVOLUCIÓN Y DESINTEGRACIÓN. XAVIER GUERRA.

En 1808 se abre en el mundo hispánico un proceso revolucionarios que va a modificar tanto sus estructuras como
sus referencias políticas. Esa construcción política multisecular que es la Monarquía hispánica se desintegra en
múltiples Estados independientes, uno de los cuales es la España actual. Tanto la España europea como la América
hispánica adoptan ese conjunto de ideas, principios, imaginarios, valores y prácticas que caracterizan la modernidad
política.

Hablamos de revolución en plural porque: por un lado, la imbricación constante y la mutua casualidad entre los
acontecimientos españoles y los americanos y, por otro, la concordancia de las coyunturas políticas en regiones
diferentes por su estructura económica y social. Todo nos lleva a una revolución única que comienza con la gran
crisis de la monarquía provocada por las abdicaciones de 1808 y acaba con la consumación de las independencias
americanas. Una crisis global que afecta primero al centro de los imperios, replantea después su estructura política
global y acaba por provocar su desintegración.

El proceso revolucionario tiene dos caras: la primera es la ruptura con el antiguo régimen, el tránsito a la
modernidad; la segunda, la desintegración de ese conjunto político que era la monarquía hispánica, es decir, las
revoluciones de independencia. Estas corresponden a dos fases cronológicas. En la primera, que va de 1808 a
1810, predomina el gran debate sobre la nación, la representación y la igualdad política entre España y América; la
reunión de la corte de Cádiz y la proclamación de la soberanía nacional abre el camino a la destrucción del antiguo
régimen.

En la segunda, a partir de 1810, predomina la fragmentación de la monarquía: las “revoluciones de independencia”.


Las regiones y los grupos que reconocen a las cortes y al gobierno central siguen participando, a principio de la
década de 1820, en los avatares del liberalismo peninsular. Las regiones y grupos insurgentes en lucha contra las
autoridades peninsulares y contra los americanos lealistas no dejan de participar indirectamente de las evoluciones
del conjunto político del que se están separando; de ahí que muchas disposiciones de la constitución de Cádiz y sus
prácticas electorales, ejerzan una gran influencia en las de los nuevos países.

NIVELES DE ANALISIS.

El proceso revolucionario puede analizarse en tres niveles diferentes. Un primer nivel es el de las causas, con la
distinción entre causas lejanas y causas próximas. Las primeras remiten a las estructuras y las segundas a las
coyunturas. El tercer nivel es el de los resultados, el del análisis de la situación final a la que condujo el proceso.

Un segundo nivel discutido es el desarrollo del proceso, su dinámica propia. El cual es de naturaleza dinámica; reina
el movimiento, la acción, el encadenamiento de los acontecimientos; aprehender la lógica de los personajes, la
sucesión de las escenas, los nudos del guion... Es indispensable estudiar el proceso revolucionario en sí, no como
un entreacto entre dos estados conocidos, sino como el centro mismo de la investigación histórica.

Así se puede llegar a la inteligibilidad global, ya que en él se revelan los actores sociales y políticos, sus referencias
culturales, la estructura y las reglas del campo político, lo que está en juego en cada momento y los debates que
esto provoca. Todo ello en un continuo cambio de situaciones y momentos que el proceso mismo va generando por
las decisiones, en gran parte aleatorias, de los múltiples actores que intervienen en él. Es entonces cuando se
revelan las estructuras profundas: las políticas, las mentales, las sociales, las económicas. También entonces
aparecen los resultados finales como: la consecuencia de una combinación compleja de actores múltiples que
actúan según sus lógicas específicas en el marco de estructuras más profundas.

De no ser así, las interpretaciones de los procesos revolucionarios caen en explicaciones teológicas que construyen
el pasado en función del punto de llegada. Se llegan a olvidar realidades esenciales y evidente: Se deja de la lado la
existencia de ese único conjunto político que era la monarquía hispánica que precede a la pluralidad de estados
independientes, puesto que las historias “nacionales” son fragmentarias- las razones y la manera como se
desintegro este conjunto político. Por otra parte, no se considera el carácter simultáneo que tiene en el mundo
hispánico la adopción de los principios de la modernidad política: el paso del antiguo al nuevo régimen.

Estas carencias se explican por varios factores: el primero, la marginalización hasta hace poco de la historia política,
paralelamente al auge de estudios de carácter socioeconómico, centrados en las estructuras. Sin historia política es
imposible entender un proceso revolucionario. Buena parte de las interpretaciones de las revoluciones de
independencia se forjaron en pleno S XIX. Eran tiempos de liberalismo combatiente, en el que los nuevos países
hispanoamericanos estaban en la difícil construcción de lo que aparecía como el modelo político ideal: un Estado-
nación fundado sobre la soberanía del pueblo y dotado de un régimen representativo. La necesidad de legitimar
dicho modelo político hizo que estas interpretaciones se caracterizaran por dos rasgos. El primero consistía en
presentar el proceso revolucionario como la consecuencia casi natural de fenómenos de “larga duración”; el
segundo, en considerar que la época y modo en que se produjeron no podían ser distintos de los que fueron. Es
decir que la aspiración a la emancipación nacional y el rechazo del despotismo español fueron las causas
principales de la independencia.

De ahí surgen dos premisas en las historias patrias e incluso en las interpretaciones de historiadores profesionales
actuales: por un lado, la existencia de naciones a finales de la época colonial; por el otro, el contraste entre la
modernidad política de América y el arcaísmo político de la España peninsular. Los problemas que plantea la visión
teológica del proceso revolucionario la hace insostenible. Algunos conciernen al S XIX: la fragmentación territorial; el
contraste entre la modernidad legal y el tradicionalismo de los imaginarios y comportamientos de la mayor parte de
la sociedad, e incluso de las elites; la dificultad de fundar, desaparecida la legitimidad del rey, la obligación política
en ese ente abstracto que es la nación moderna.

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Otro problema lo tiene el mismo proceso revolucionario. El más importante es el que elimina del campo de
investigación todo lo que no está conforme con el modelo de interpretación. Desaparece del campo histórico lo que,
en los movimientos de independencia, remite a un tradicionalismo social y, por otra, toda la primera fase del proceso
revolucionarios, todas las fuentes muestran la lealtad de la mayoría de los americanos hacia el rey y hacia la España
resistente y el papel motor que desempeña la península en el cambio ideológico, en la elaboración y difusión de la
versión particular de la modernidad que es el liberalismo hispánico.

Resulta necesario partir de lo que las fuentes nos muestran: que la crisis revolucionaria no es solo totalmente
inesperada, sino también inédita y que es su propia dinámica la que provoca no solo el cambio ideológico, sino
también la desintegración de la monarquía. Los mismos actores lo confiesan antes de que triunfe la interpretación
canónica de las historias patrias. Bolivar en 1815: “la América no estaba preparada para desprenderse de la
metrópoli, como sucedió, por el efecto de las ilegitimas cesiones de Bayona”; y en cuanto a la modernidad política:
“los americanos han subido de repente y sin los conocimiento previos, y sin la práctica de los negocios públicos, a
representar en la escena del mundo las eminentes dignidades de legisladores, magistrados, etc”:

UNA CRISIS INESPERADA E INÉDITA.

La abdicación de bayona fue la que abrió la gran crisis de la monarquía y el comienzo de todo el proceso
revolucionario. La abdicación forzaba no solo al rey Fernando VII, sino a todos los miembros de la familia real y la
transferencia de la corona a Napoleón y luego a su hermano José representan un acontecimiento singular no solo en
la historia de España, sino en la de las monarquías europeas. Se produce un cambio de dinastía en una guerra civil,
se trata de un acto de fuerza sobre un aliado, es decir, sobre una traición, grave que afecta a un rey cuyo acceso al
trono unos meses antes había sido acogido en ambos continentes con la esperanza de una regeneración de la
monarquía.

La monarquía se ve privada de lo que era hasta entonces no solo su autoridad suprema, sino el centro de todos los
vínculos políticos.

Es esa acefalía repentina la que explica el carácter cataclismo de la crisis de la monarquía hispánica, que contrasta
con lo que sucede en el imperio portugués. Donde, la instalación del rey y de la corte en Rio de Janeiro para escapar
de la invasión militar francesa evita la acefalia política; esta decisión creara otros problemas que acabaran llevando
a la independencia del Brasil, pero ese presencia regia en América evita el vacío de legitimidad y la desintegración
territorial que se dará en la monarquía española.

Que la corte española no se trasladara a América fue lo que produjo el motín de Aranjuez que provoco la caída y la
abdicación de Carlos IV en su hijo Fernando VII.

En la España peninsular el actor principal fue el pueblo de las ciudades, dirigido por una porción de las elites
urbanas el que impuso a las autoridades establecidas el rechazo del nuevo monarca, la proclamación de la fidelidad
a Fernando VII y la formación de juntas insurreccionales encargadas de gobernar en su nombre y luchar contra el
invasor.

Lo mismo sucede en América cuando van llegando las noticias de la península: rechazo al invasor, explosión del
patriotismo español, solidaridad con los patriotas españoles, etc. Hubo tentativas de formación de juntas que no
llegaron a formalizarse. Aquí, también, los principales actores fueron las elites y el pueblo de las ciudades capitales,
pero, a diferencia de la península los patriciados urbanos desempeñaron el papel principal y dirigieron o controlaron
siempre las manifestaciones del pueblo.

Las semejanzas entre España y América son considerables en lo que respecta a los actores, como en lo referente a
la manera de pensar o de imaginar la monarquía. Entre las semejanzas más evidentes está el lenguaje empleado y
los valores que expresan. Rechazan al invasor apelando a la fidelidad del rey; a los vínculos recíprocos entre él y
sus “pueblos”; a la defensa de la religión, de la patria y de sus “usos y costumbres”.

Significativo para comprender como se concibe el vínculo político es el uso universal de palabras como vasallos o
vasallaje, señor o señoraje: todas remiten a una relación personal y reciproca con el rey que se puede calificar de
pactista o contractual. Esta relación tiene una doble dimensión, personal y corporativa, el juramento de fidelidad
compromete personalmente a sus miembros. Surge la obligación para sus vasallos de asistirlo con su acción, sus
bienes e incluso su vida.

La obligación política aparece fundada en un compromiso personal hacia una persona concreta, formalizado por el
juramento. De ahí la importancia que tendrán durante la época revolucionaria los múltiples juramentos que se
prestaran a las sucesivas autoridades que suplen la ausencia del rey: a la junta central, al congreso de regencia, a
las cortes, a la constitución después; ya que no se trata solo de eliminar una figura simbólica, sino de romper un
juramento que compromete a cada individuo. De ahí la dificultad de pasar de la fidelidad a una persona singular a la
lealtad hacia una entidad abstracta, ya sea la constitución o la nación.

A la nación española se la compara con un cuerpo, con miembros diferentes pero con una sola cabeza, el rey. Es
también una comunidad producto de la historia, con sus leyes, sus costumbres, su religión y su rey, señor natural del
reino; pero también un pueblo cristiano que es objeto de una especial providencia divina.

Una de las características de la reacción patriótica fue no solo su carácter espontaneo, sino también la manera
dispersa en que se produjo. Cada ciudad, cada pueblo, tuvo que reaccionar solo sin saber cómo iban a reaccionar
los demás. Los habitantes de la monarquía se descubren “nación” por esta unidad de sentimientos y de voluntades.
Estos sentimientos y estas voluntades se mueven aun en un registro muy tradicional, pero son elementos que
conducen a una concepción moderna de la nación concebida como asociación voluntaria de individuos iguales, es
decir, la que había hecho triunfar a la revolución francesa. En España, ese será uno de los argumentos utilizados por

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los revolucionarios tanto para instaurar la igualdad de los ciudadanos, como para remplazar las pertenencias a los
antiguos reinos por la única pertenencia a una unitaria “nación española”.

Los mismos hechos acabaran de mostrar que eran estos los actores políticos del levantamiento. Los americanos
añaden a esta visión plural y preborbonica de la monarquía una visión dual de ella, puesto que agrupan a los reino
de los dos continentes en dos unidades: “los dos mundos de Fernando VII”, el europeo y el americano, que forman
la nación española. Este es el marco que permite comprender la independencia de la que se habla en América,
antes de que lleguen las noticias de los levantamientos peninsulares.

DEL ABSOLUTISMO A LA REPRESENTACIÓN POLÍTICA.

La consecuencia más inmediata de las abdicaciones reales fue el hundimiento del absolutismo, tanto en la práctica
como en la teoría. En la práctica, ya que las juntas peninsulares se constituyeron contra las autoridades del Estado
absolutista, que estaban aceptando el nuevo orden. Fuera cuales fueran los artilugios jurídicos que los patriotas
emplearon para fundar el rechazo de las autoridades constituidas, las juntas eran poderes de facto, sin ningún
precedente legal y poderes revolucionarios, fundados en la insurrección popular y en total ruptura con la practica
absolutista de un poder venido de arriba que se ejercía sobre una sociedad supuestamente pasiva.

El hundimiento del absolutismo fue también teórico, ya que ninguna de sus variantes ofrecía base para rechazar la
transferencia de la soberanía a otro monarca ni para fundar la legitimidad de las juntas insurreccionales. Con
terminologías diversas y muchas veces confusas, todos apelaron a una relación pactista o contractual entre el rey y
la sociedad. Se afirma en todo tipo de discurso que sus vínculos recíprocos no podían ser rotos unilateralmente y
que, si el rey faltaba, la soberanía volvía a la nación, al reino, a los pueblos, etc.

La soberanía recayó repentinamente en la sociedad. Para la mayoría no se trataba todavía de algo provisional en
espera del retorno del soberano y habría que esperar la reunión de las Cortes en 1810 para que fuera proclamada
solemnemente la soberanía de la nación. Pero, visto en la “larga duración”, el absolutismo dejo de existir en todo el
mundo hispánico desde la primera época de los levantamientos. Sus posteriores restauraciones serán episodios
residuales que se sitúan en la lógica moderna del enfrentamiento de grupos con bases ideológicas.

La constitución de un gobierno libre a la que aspiro a finales del S XVIII una parte de las elites, decepcionadas por el
costo político del “despotismo ilustrado” e influenciadas por el ejemplo inglés y por la Rev. Francesa, se abría así de
golpe.

¿La monarquía hispánica era unitaria o plural? En España era unitaria, los revolucionarios peninsulares acabaron el
proceso de unificación política que los Borbones habían comenzado con los decretos de Nueva Planta que
suprimieron, después de la guerra de sucesión de España, las instituciones políticas propias de los reinos de la
corona de Aragón. En América la monarquía era claramente plural, en una doble dimensión: una tradicional (un
conjunto de pueblos) y otra más reciente y dualista, que la veía como formada por un pilar europeo y otro americano.
En este sentido, América era el último reducto de la antigua estructura plural de la monarquía.

Detrás de las dos concepciones opuestas se escondía otro problema privativo de América: el de su estatuto político,
y su coronario: la igualdad política con la península. Se trataba de un problema antiguo en la medida en que las
indias habían sido definidas desde la época de la conquista como unos reinos más de la Corona de Castilla. Era
también un problema reciente en la medida en que desde mediados del S XVII las elites ilustradas peninsulares
tendían a considerar a los reinos de indias no como reinos y provincias de ultramar, sino como colonias, es decir,
como territorios que no existen más que para el beneficio económico de su metrópoli y carente de derechos políticos
propios. Esta nueva visión implicaba que América no dependía del rey, como los otros reinos, sino de una metrópoli,
la España peninsular.

Otro problema era la rivalidad entre criollos y peninsulares para el acceso a cargos administrativos.

Con el hundimiento del absolutismo y la reversión de la soberanía a la nación la igualdad política entre España y
América deja de ser un problema en parte teórico para llevarse a cuestiones muy prácticas e inmediatas,
consecuencia de la instauración de una lógica de la representación.

El debate sobre la igualdad política entre los dos continentes va a concretarse en dos problemas surgidos del
renacer de la representación y que van a ser las causas primordiales de la ruptura: el derecho para los americanos
de constituir sus propias juntas y la igualdad de representación en los poderes centrales de la monarquía: en la junta
central primero, en las cortes después.

Como el imaginario político era igual a los dos lados del Atlántico, también fue igual el reflejo de llenar el vacío
dejado por el rey mediante la constitución de poderes fundados en el pueblo. Sin embargo, esto no tuvo éxito en
América. En cuanto se supo que la metrópoli resistía al invasor, los americanos dieron prioridad a la ayuda que
podían prestarle para la guerra. Los americanos acabaron reconociendo a la junta de Sevilla, que fingía ser el
gobierno legítimo de toda la monarquía para evitar la formación de juntas en América. En 1810 propiciara la
formación de juntas en América. Solo nueva España se lanzó a reunir juntas preparatorias para la reunión de un
congreso o junta general durante el verano de 1808; solo el golpe de estado de los peninsulares dirigido por Yermo,
que tuvo lugar en septiembre, puso fin a este proceso.

Las tentativas para formar estas juntas serán permanentes. Unas no pasaron de conjuraciones abortadas; otras,
después de un éxito inicial, fueron reprimidas por las autoridades reales como si se tratara de vasallos rebelados
contra el rey. El impulso de estos acontecimientos se transmitió a todas las regiones de América. En todas partes se
fragua un rencor creciente ante esta negación práctica de la igualdad de derechos.

Al argumento de los “300 años de despotismo”, tan utilizado por los revolucionarios españoles para caracterizar al
periodo durante el cual desaparecieron las libertades castellanas, se superpone entre otros: el de las autoridades
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regias de América, que no solo se fundan en la legitimidad “popular”, sino que persiguen a los americanos que
quieren usar sus derechos. En el vocabulario utilizado por los americanos la palabra mandones designa a las
autoridades que no han sido reconstruidas, o remozadas por una inmersión en la fuente de la nueva legitimidad.

El problema de la representación estaba en la base misma del proceso revolucionario. En España, en la primera
época de los levantamientos, se consideró que las juntas eran una forma improvisada de representación popular.
Pero esta solución era precaria, ya que faltaba un gobierno central dotado de una legitimidad indiscutible. La
solución fue la formación de una “junta central gubernativa del reino”, formada por dos delegados de cada una de las
juntas de las ciudades capitales de reino o provincia.

A esta forma embrionaria de representación nacional fueron invitados los americanos por la real orden del 22 de
enero de 1809.

Contribuyo a hacer de la igualdad de representación uno de los campos en que en adelante se expresarían los
agravios americanos. Cuando un año después se convoquen las elecciones a las cortes extraordinarias, se
manifestara una desigualdad aun mayor, puesto que se prevén 30 diputados para representar a América frente a
casi 250 para la España peninsular. Será una de las causas fundamentales del rechazo del recién formado consejo
de regencia y de la constitución de juntas autónomas en América.

La real orden era también un paso decisivo para la construcción de un régimen representativo. Por primera vez tenía
lugar en el mundo hispánico un proceso electoral general que sería seguido pronto por muchos otros. A cada reino o
provincia le correspondía un diputado elegido por los cabildos de las ciudades cabeza de distrito, a las que se
consideraba como representantes de todo su territorio. La nación aparecía como una pirámide de comunidades
políticas y no como una nación única formada por ciudadanos iguales, y los diputados, como procuradores
semejantes a los de las antiguas cortes, con sus poderes e instrucciones de tipo privado, que equivalían aun a un
mandato imperativo.

Todos los cabildo implicados estuvieron ocupados durante la mayor parte de 1809 y principios de 1810 en la
elección de sus diputados a la junta centra y en la redacción de sus instrucciones. Las elecciones dieron lugar
muchas veces a enfrentamientos fuertes entre los clanes y facciones que tradicionalmente se oponían en los
cabildos. Fueron elegidas en primer grado todas las notabilidades de la sociedad del antiguo régimen, siguiendo el
hecho al orden de dignidad y de prelación. Y las instrucciones fueron la expresión del mismo imaginario tradicional
que predominaba en América: defensa del rey, de la religió, de las leyes fundamentales del reino, pero también una
afirmación de la indisoluble unión de la nación y de la igualdad política entre los dos continentes.

LA MUTACIÓN IDEOLÓGICA.

Las futuras cortes serán una restauración de las antiguas instituciones, con representación de los tres estamentos, o
una asamblea única de representantes de la nación. El debate francés de la convocatoria de los Estados Generales
y de sus primeras reuniones hasta la proclamación de la Asamblea Nacional se repite en el mundo hispánico desde
1808 hasta 1810.

En estos dos años el tradicionalismo del universo mental de la mayoría de los habitantes de la monarquía en los
meses siguientes a la insurrección era evidente. Dos años después, cuando en septiembre de 1810 se reúnen en
Cádiz las cortes generales y extraordinarias, se impone el grupo revolucionario que va a desempeñar el papel motor
en las cortes y que será llamado poco después “liberal”; sus referencias mentales ya no son totalmente modernas.
La victoria puede explicarse en parte por el carácter particular de la ciudad de Cádiz, que sirve de refugio a lo más
granado de las elites intelectuales españolas y americanas, pero es, también, consecuencia de una evolución más
global de los espíritus durante los dos años pasados.

En estas mutaciones desempeñan un papel esencial dos fenómenos: la proliferación de los impresos y la expansión
de las nuevas formas de sociabilidad. Nace verdaderamente la “opinión pública” moderna y el “espacio público
político”.

Aunque la “república de las letras” sea relativamente amplia a finales del S XVIII y haya dispuesto en la década de
1780 de publicaciones numerosas, las medidas tomadas por el Estado contra la influencia de la Revolución francesa
la han limitado al ámbito de sus lugares privados de sociabilidad y a una red de relaciones y de correspondencias
privadas sin expresión pública.

La “divina sorpresa” del hundimiento súbito del absolutismo va a permitir a la “república de las letras” constituir un
“espacio público político” mediante dos vías. Por un lado está la multiplicación de las formas de sociabilidad
modernas, con una libertad de palabra mayor que la que se acostumbraba hasta entonces. Por otro, la proliferación
de impresos y periódicos con fines patrióticos, causada por la desaparición, de hecho, de la censura.

La nueva prensa y los abundantes impresos han dado a muchos de sus miembros la oportunidad de exponer
públicamente sus ideas. Pero esta influencia difusa en una prensa que tenían como fin movilizar a la población a la
lucha en contra del invasor no era suficiente. Los grupos modernos se dotaron de expresión para exponer sus ideas.
Para encontrar una opinión pública moderna ya constituida en una pluralidad de periódicos de tendencias diversas,
en España hay que esperar hasta el verano de 1810 y hasta después de la reunión de las cortes en Cádiz, en el
otoño del mismo año. En América estos se dio en épocas más taridas y en las regiones independentistas, en fechas
variadas, pero en general no anteriores a finales de 1810.

La experiencia de estos periódicos y la explosión de una literatura patriótico-política contribuyen a explicar dos
fenómenos. El primero, la extraordinaria rapidez y coherencia con que las cortes de Cádiz llevaron a cabo su
empresa de destrucción del antiguo régimen, puesto que, en gran medida, las lineas rectoras de la constitución y de
las reformas habían sido ya formuladas públicamente con anterioridad. El segundo, en cambio, durante este mismo

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periodo, de unas elites americanas que en 1808, casi tan modernas como ellas, hasta el punto de que manejan con
facilidad las mismas referencias. La explicación de este fenómeno está en la difusión de los periódicos e impresos
peninsulares en América y en las reimpresiones que se hicieron de ellos allí. Por eso la península fue entonces el
motor y el principal centro de difusión de los cambios políticos.

Mediante este combate de la opinión publica naciente, triunfaron en ellos las referencias de los más radicales, de
los que poco después será llamados liberales. Hacia finales de 1809 estaba ya construido el corpus doctrinal del
liberalismo que triunfara en las cortes de Cádiz. Esta construcción intelectual es a la vez parecida a la efectuada por
la revolución francesa.

La nación es concebida como una asociación voluntaria de individuos iguales, sin ninguna distinción de pertenencia
a pueblos, estamentos y cuerpos de la antigua sociedad. Se exaltan la libertad individual, los derechos del hombre y
del ciudadano, la igualdad de todos ante la ley y se concibe esta como la expresión de la voluntad general. La
nación es soberana y por ello debe elaborar una constitución que será como el pacto fundador de una nueva
sociedad. La crítica al antiguo régimen es cada vez más radical.

Se trata aparentemente de hacer, como en la revolución francesa, tabla rasa del pasado y de construir de un solo
golpe una sociedad y un gobierno ideales. Sin embargo, el radicalismo del lenguaje y del imaginario van parejos con
un ideal político moderado. Los hombres que están inventando el liberalismo hispánico deben realizar dos tareas
diferentes: por una parte, hacer la revolución contra el antiguo régimen y, por otra, evitar que esta siga los pasos de
Francia. Se encuentran en una situación análoga a la de los revolucionarios franceses de 1788-1789, que luchan por
imponer la soberanía de la nación, y, por otro, en la de la generación de la república termidoriana, que reflexionan
sobre los principios de la revolución, pero estable y respetuoso de la ley y de la libertad.

El régimen que van a intentar construir es fundamentalmente un régimen representativo, basado en la soberanía del
pueblo ejercida por sus representantes y en el reino de la opinión. Esta el deseo de construir la “libertad de los
modernos”, pero, al mismo tiempo, por la exaltación de las virtudes de las repúblicas de la antigüedad clásica, una
exaltación de la “libertad de los antiguos” que hacia posible el paso a un régimen republicano. Esto es lo que harán
poco después los americanos, ayudados por el marco político predominante en muchas regiones de América, el de
la ciudad-provincia, que tendera a convertirse en ciudad-estado.

DINAMICA DE DESINTEGRACIÓN.

Todo lo que había ido gestándose en estos dos primeros años cruciales estallaba bruscamente en 1810. En
diciembre de 1809 Andalucía es invadida por los ejércitos franceses. La situación es crítica en España. La ofensiva
francesa provoca acusaciones de traición contra los miembros de la junta central, la formación de una junta
independiente en Sevilla y la huida a Cádiz de una parte de los miembros de la junta central. Hará falta la presión
inglesa para que se forme el 29 del mismo mes, un consejo de regencia que proclame asumir la autoridad soberana,
mientras que las tropas francesas marchan hacia Cádiz.

El mismo día de su autodisolución la junta central fija las modalidades de la convocatoria de las cortes y redacta un
manifiesto a los americanos para pedir el reconocimiento del nuevo poder. Pero el reconocimiento que América
había otorgado a los poderes provisionales peninsulares en 1808 será ahora negado al consejo de regencia por casi
toda América del sur. La península estaba perdida y el consejo de regencia no era más que un espectro destinado a
durar poco o a gobernar bajo la tutela de la junta de Cádiz, del consulado y de sus corresponsales de América.

Caracas primero, BsAs y la mayoría de las capitales de América del sur después, se lanza a constituir juntas que no
reconocen el nuevo gobierno provisional peninsular. Estos gobiernos “supremos e independientes” que los
americanos no pudieron o no quisieron formar en 1808 se constituyen ahora para evitar que quede “acéfalo el
cuerpo político”.

El poder provisional de la junta central española había sido legítimo, puesto que, por un lado, había sido formada por
los representantes de las juntas insurreccionales peninsulares que llevaban entonces la representación supletoria de
los “pueblos” de España y, por otro, porque había sido reconocida luego por todos los reinos y provincias
americanas. Estos la habían jurado como gobierno legítimo, estableciendo así un nuevo vinculo mutuo con aquella
autoridad que sustituía provisionalmente al rey. Desaparecida, con ella desaparecía este vínculo, y la soberanía
vuelve a su fuente, a los “pueblos”.

Aunque la constitución de juntas no equivaliera para sus autores a la separación total y definitiva de la España
peninsular, su formación abría el camino tanto a la desintegración territorial en América como a la ruptura definitiva
con la península.

La desintegración territorial surge no solo de la diversidad de posiciones adoptadas por las diferentes regiones de
América, sino también de la lógica misma de la reversión de la soberanía a los “pueblos”. La diversidad de actitudes
hacia el consejo de regencia era prácticamente inevitable. Aunque la decisión tomada por los partidarios de los
gobiernos independientes pudiera justificarse plenamente, también podía justificarse la posición contraria: reconocer
de nuevo a la recién formada regencia y esperar que la España peninsular no sucumbiese enteramente ante las
ofensivas francesas. Las autoridades regias de regiones importantes como la Nueva España, América Central o el
Perú escogieron esta última solución.

En las regiones en las que las ciudades capitales eliminaron a las autoridades regias y constituyeron juntas
(Venezuela, Nueva Granada, Rio de la Plata, Chile), la decisión no podía ser unánime. Cada pueblo, cada ciudad
principal, quedo libre de definir su propia actitud: reconocer o no la regencia, pero también reconocer o no la
primacía que querían ejercer sobre ellas las ciudades capitales.

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Como antes en la península, también la naturaleza y los poderes de esta junta y la manera de reunir la asamblea
general o cortes del reino fueron motivos de disputas y de diferencias suplementarias. Pero como no había aquí un
enemigo extranjero que obligara a una rápida unión, estaba abierta la vía para un conflicto entre ciudades que
pronto llevaría a una guerra civil.

La estructura política tan particular de la sociedad americana aparece a plena luz, es decir, su organización territorial
jerarquizada, centrada en las ciudades principales, capitales o cabeceras de toda una región, que ejercen su
jurisdicción sobre un conjunto de villas y pueblos “vasallos”. Aunque las reformas borbónicas y más particularmente
la institución de los intendentes hubieses intentado disminuir los poderes de estas ciudades principales, la inercia de
la antigua estructura es tal que reaparece con toda su fuerza en nuestra época.

Los cabildos de estas ciudades principales son cuerpos poderosos y privilegiados, actores centrales de toda la vida
política y social de su región, pero por privilegiados, envidiados y controvertidos. Su resurgir en la nueva escena
política hace estallar tensiones. En unos de los casos se trata de la modificación de la estructura territorial misma;
algunas ciudades principales anexan pueblos de otras provincias. En otros se atenta contra la jerarquía de dignidad
y jurisdicción de las localidades: pueblos dependientes piden convertirse en ciudades capitales y otros reclaman la
igualdad de derechos con ellas.

A estos conflictos internos vino muy pronto a añadirse la guerra que va a enfrentar a los dos continentes, España y
América, y a los peninsulares contra los criollos. La gran ruptura se produce en el año que sigue al establecimiento
de las juntas, en la primavera-verano de 1810. La formación de esas estaba fundada en gran parte, en su derecho al
autogobierno, y en dos hipótesis: la inexistencia de un verdadero gobierno central en la metrópoli y la probable
derrota total de la España peninsular. No solo existía realmente el consejo de regencia y había sido reconocido por
las juntas españolas supervivientes y por buena parte de América, sino que la España peninsular seguía resistiendo
con la ayuda inglesa. Complicada aún más la situación al obligar a las juntas americanas a reconsiderar su actitud
hacia ella y, ocasionalmente, a ver la posibilidad de una negociación.

El consejo de regencia reacciono violentamente ante las noticias de América, sin intentar lo que tantas veces había
hecho antes la junta central en la España peninsular: negociar con las juntas provinciales. En julio de 1811 esta vía
se cerró con el rechazo por las cortes de la mediación inglesa, que había intentado evitar una guerra que no podía
menos que debilitar el combate contra Napoleón.

La regencia se mostraba más celosa de su autoridad cuando más perdía legitimidad. Desde la independencia de las
colonias inglesas de América del Norte las elites gubernamentales españolas consideraban inevitable la futura
independencia de la América española. Se trataba de un movimiento separatista que había que reprimir por la
fuerza: el miedo a la independencia ayudo a precipitarla.

La guerra sigue muy cerca de la fundación de las juntas en Sudamérica y después en México, al levantamiento de
Hidalgo y a la gran explosión social que lo acompaña. Guerra que es doblemente una guerra civil: por un lado,
INTERNA entre las regiones y ciudades que aceptan el nuevo gobierno provisional español y las que lo rechazan; y,
por otro, EXTERIOR contra el gobierno central de la monarquía. La guerra va a ser la causa principal de la evolución
de América.

REVOLUCIONES POLÍTICAS.

Ligado a este proceso de desintegración territorial y de redefinición de la nación se encuentra otro aspecto de la
revolución que experimenta a partir de 1810 una considerable aceleración: la adopción de la modernidad política. En
este campo también en 1810 abre una nueva época, la de la ruptura legal con el antiguo régimen. Los principios, el
imaginario y los lenguajes de la modernidad se plasman en diversos textos oficiales y especialmente en las
constituciones.

Comienza la época del constitucionalismo y del liberalismo hispánico, cuyo centro se encuentra durante varios años
en Cádiz. Las cortes generales y extraordinarias que se reúnen allí van a ser durante casi 4 años el principal foro de
las nuevas ideas y el foco de donde irradian las reformas que transformaran profundamente la monarquía.

El primer paso fundamental de las cortes fue la proclamación de la soberanía nacional el mismo día de su reunión.
Un mes después es proclamada la libertad de presa, en diciembre comienza la preparación de una constitución. En
marzo de 1812 es públicamente promulgada la constitución de la monarquía española que va a ser aplicada en
España y en la América lealista. En un breve lapso de tiempo las cortes adoptaron el imaginario de una monarquía
de tipo francés. La nación es soberana y la constitución que ella se da es el facto fundador de una nueva sociedad
fundada sobre el individuo. La constitución instaura un régimen representativo, la separación de poderes, las
libertades individuales, la abolición de los cuerpos y estatutos privilegiados, la igualdad jurídica de las localidades, el
carácter electivo de la mayor parte de los cargos públicos en todos los niveles.

Una de las diferencias entre la constitución de Cádiz y los primeros textos constitucionales americanos se refiere a la
identidad del cuerpo constituyente y a la diversa concepción de la nación que este implica. En la primera, el cuerpo
constituyente y la nación aparecen como realidades incuestionables que no necesitan justificaciones previas.

Las cortes son la representación legítima y tradicional del reino. En cuanto a la nación se la define como la reunión
de todos los españoles de ambos hemisferios, no es más que una manera de identificar la nación con el conjunto de
la monarquía. Las cortes reunidas en Cádiz no son ni por su modo de elección ni por sus poderes, una restauración
de las cortes tradicionales; tampoco la nación que ellas contemplan es la nación tradicional, un ente histórico
formado de estamentos y de cuerpos diversos, sino la nación originada por una asociación voluntaria de individuos.

La situación era totalmente distinta en la América insurgente, porque la negación del vínculo con el gobierno central
de la monarquía equivalía también a la disolución de los vínculos de los pueblos americanos entre sí; porque no

Descargado por Angie Katherine Lozano Briñez (lozanobrinez@gmail.com)


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existían en América instituciones representativas del reino o de la provincia que hubiesen podido sustituir
inmediatamente al rey.

Los independentistas tuvieron que afrontar desde el principio el difícil problema de la definición territorial de una
nación de carácter supramunicipal, sin poder fundarse para ello en identidades culturales consistentes. La
incapacidad de los diferentes gobiernos peninsulares de dar una solución institucional a la aspiración común a todos
los americanos de una monarquía, no unitaria, sino plural y representativa, provocara también el final tanto de su
independencia como el mismo tipo de problemas.

En lo que concierne al régimen político, la diferencia es también evidente: monárquico en la constitución de Cádiz,
republicano en la América insurgente después de las declaraciones de independencia. Al ser la ciudad en América el
espacio político por excelencia, era fácil asimilar a las ciudades-estado de la antigüedad y adoptar sus formas
republicanas.

Como la legitimidad del rey era ante todo histórica, al romperse el vínculo con él la América independentista accedía
inmediatamente a un régimen político de una modernidad extrema. Durante la primera fase de la revolución, entre
1808 y 1810, el centro ideológico de la revolución está en la España peninsular. A partir de 1810 la situación cambia
y se producen fuertes diferencias regionales.

Las regiones lealistas (Nueva España, América Central, Perú) evolucionan siguiendo los diversos episodios del
liberalismo español. La modernidad política en esta área sigue viniendo de la península. Aquí la revolución política
precede a la independencia.

En las regiones insurgentes la ruptura se justifica primero con un discurso de tipo pactista en el que exigen muchos
de los elementos del constitucionalismo histórico. Este sirve de base tanto a la autonomía americana como incluso al
proyecto de fundar una nueva sociedad, pero muy pronto se buscara la inspiración para construirla en otros modelos
europeos. Las elites insurgentes van entonces más allá que los liberales españoles. No existe aquí el elemento de
tradicionalismo que es el rey de España y en América lealista. A fin de fundar cuanto antes una nueva identidad y
con ritmos que son específicos en cada región, se adoptan una parte del lenguaje, símbolos e iconografía, de las
fiestas y ceremonias, de las sociabilidades y de las instituciones de la Francia revolucionaria.

Cuando a principio de la década de 1820, los países hasta entonces lealistas rompan a su vez con el gobierno
central de la monarquía, ellos también seguirán el mismo proceso de invención política. Los elementos
revolucionarios foráneos se mezclan con el fondo hispánico y las raíces autóctonas y producen combinaciones
variadas.

La monarquía hispánica es el primero de los grandes conjuntos políticos multicomunitarios europeos que se disuelve
por la introducción del revolucionario principio de la soberanía de la nación. Los países hispánicos son también los
primeros en esta área en adoptar los principios, los imaginarios y las prácticas políticas modernas. Estas rupturas en
una sociedad que sigue siendo una sociedad del antiguo régimen, será la que origine una buena parte de los
problemas del S XIX español e hispanoamericano.

Descargado por Angie Katherine Lozano Briñez (lozanobrinez@gmail.com)

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