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U VIDA COTDUNA OE LOS

DIOSES Clin
i
i GIULIA SISSA • MARCEL DETIENNE
A qué dedican los Inmortales el tiem po de la eternidad. Qué
placeres sienten. Cómo se organiza una sociedad llena de am­
biciones desmedidas, guerras cruentas y desordenadas pasio­
nes amorosas.
Desde el paraíso m ítico del Olimpo, los dioses más viejos de
Occidente rigen el destino de los mortales. En las puertas del
siglo XXI probablemente les debemos todavía una parte im por­
tante de nuestra manera de ver y entender el mundo.
Esta obra es una investigación rigurosa y perspicaz llevada a
cabo por dos especialistas de prim er orden, Ciulia Sissa y M ar­
eeI Detienne, sobre las formas de vida y convivencia de los an­
tiguos dioses griegos.

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Giulia Sissa y Marcel Detienne

La vida cotidiana de los


dioses griegos

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EDICIONES TEMAS DE HOY
Colección: HISTORIA
Autores: Giulia Sissa y Marcel Detienne
Título original: La vie quotidienne des dienx grecs
Hachette 1989
8 Ediciones Temas de Hoy, S. A. (T. H.)
Paseo de la Castellana, 93. 28046 Madrid
Traducción: Elena Goicoechea Larramendi
Revisión de la edición española: Alfonso Silván Rodri
catedrático de griego D.I.B.
Diseño de portada: Rudesindo de la Fuente
Ilustración de portada: Angus McBride
Primera edición española: mayo, 1990
ISBN: 201-0107810 (edición francesa)
ISBN: 84-7880-029-8 (edición española)
Depósito legal: M. 11.935-1990
Compuesto en EFCA, S. A.
Impreso en LAVEL, S. A.
Printed in Spain - Impreso en España
INDICE

IN T R O D U C C IO N ............................................................................. 19

PRIMERA PARTE
HOM ERO A N TRO PO LO G O

C a p ít u l o I

¿LITERATURA O A N T R O P O LO G IA ?....................................... 33
El mundo de la ¡liada, 35.—Tiempo de pormenores, 40.—Es­
tructuras e invención de lo cotidiano, 45.—Un rasguño: vis­
lumbre de un mundo, 47.

C a p ít u l o II

LOS DIOSES, UN A NATURALEZA, UN A SO C IED A D ........ 51


La sangre inmortal y su contexto, 52.—Hera y el cinto de Afro­
dita, 57.—Afrodita y el deseo, 61.—Diosas o mortales, al fin y
al cabo mujeres, 63.—Dioses sometidos, 66.

C a p ít u l o III

DISTRIBUCIO N D EL TIEM PO..................................................... 71


Divinidades del tiempo, 71.—Placeres e inquietudes, 77.—Zeus
y Hera en acción, 82.—Inquietudes y peligros, 85.

C a p ít u l o IV

EJERCER DE DIO S: U N ESTILO DE VIDA.............................. 91


Reacciones divinas, 93.—Metamorfosis y suplicios, 100.
8 Indice

C a p ít u l o V
DELEITARSE C O N E L PLACER D E VIVIR.............................. 103
Apetitosos vapores, 104.— La relación del sacrificio, 109.—La
ración de los dioses, 111.—Néctar y ambrosía, 115.—El placer
de la felicidad, 118.—La crítica de los filósofos, 120.—El placer
de la vida, 122.—La vida cómica, 124.—Cenas de negocios, 126.

C a p ít u l o VI

INJERENCIAS DIVINAS.................................................................. 131


Influencia sobre los hombres, 133.—¿Dioses razonables?, 137.

C a p ít u l o VII

PAISAJES D E SO BER A N IA ............................................................ 141


Zeus se compromete, 145.—La mirada de Hera, 149.—La men­
tira de Zeus, 150.—... y la de Agamenón, 153.—Hera y Posei-
dón, 156.—Dificultades del poder, 162.

C a p ít u l o V III
LOS DIOSES Y LOS DIAS............................................................... 167
¿El Génesis como un trabajo diario?, 171.—El Génesis: ¿un tra­
bajo digno de Dios?, 175.—La vida de los dioses y la vida de
los hombres, 177.

SEGUN DA PARTE
LOS DIOSES EN LOS PLACERES
DE LA CIUDAD

C a p ít u l o IX
CU A N D O LOS OLIM PICOS SE VISTEN DE CIUD AD AN O S 187
Elegir una ciudad, 191.—Construir un territorio, crear dioses
para cada ciudad, 197.—Formas, saberes y poderes, 199.

C a p ít u l o X
UN JA R D IN PO LITEISTA .............................................................. 203
Acopio de estructuras, 209.—Configuración de dioses y jerar­
quía de poderes, 214.
Indice 9

C a p ít u l o X I

EL CO M ERCIO D E LO S DIOSES................................................. 221


Una práctica social: «creer en los dioses», 224.—Derechos po­
líticos, carne y sacrificios, 230.—Presencia de los dioses, 234.

C a p it u l o X II
D EL ALTAR AL TERRITO RIO : EL HABITAT DE LOS PO­
DERES D IV IN O S........................................................................ 239
Del altar a la ciudad, 243.—Singularidad del templo griego,
250.—Asuntos locales, 255.

C a p ít u l o XIII
ASUNTOS DIVINOS, ASUNTOS H U M A N O S.......................... 259
Dioses en la médula de lo político, 264.—{Dioses dominados
por los hombres?, 268.

C a p ít u l o X IV

HERA, ATENEA Y CO M PAÑIA: LA FUERZA DE LAS MU­


JE R E S............................................................................................... 273
Atenea m isógina, 275.— Praxítea, una anti-Clitemestra,
282.—Fundadora y madre patria, 286.—Una mujer a la cabeza
de los efebos, 290.—El recorrido de los santuarios, 294.

C a p ít u l o X V
U N FA LO PARA D IO N IS O ........................................................... 299
La epifanía del falo, 304.—El corazón y el miembro viril al mar­
gen de la erótica, 309.

NOTAS 313
EL M UNDO GRIEGO EGEO
URANO-GEA

OCÉANO-TETIS CEO-FEBE HIPERIÓNTiA IAPETO-CUMENE REA-CRONO

OCEANIDES
i
ASTERIA
i
LETO-ZEUS
r~i
EOS HELIO
i i— i
SELENE'ATLANTE PROMETEO-CELENOS
n r
EPIMETEO- HESTIA DEMÉTER ZEUS MERA POSEIDÓN-ANFITRITE
PANDORA

ARTEMISA APOLO
1--- 1
DEUCALIÓN LICO
I*
QUIM ERlflf i PIRRA PERSÉFONE ATENEA ARES HEBE ILITIA HEFECTO

ABISMO

EREBO NOCHE

ÉTER DIA

(2) Genealogía del Día, divinidad que no pertenece a la


(1) Este cuadro genealógico presenta las descendencias más descendencia de Cielo y Tierra, sino a la de Abismo a través
importantes surgidas de la pareja de antepasados Cielo y Tierra. de Noche.
Se observará que la filiación de Hefesto y de Atenea es uniparentaL
N o t a d e l r e v is o r t é c n i c o s o b r e l a t r a n s c r ip c ió n
DE LO S TÉRM INOS GRIEGO S

Dado el doble carácter de la presente publicación, que


por una parte tiene mucho que decir a un sector versado
en cuestiones relativas a la cultura Antigua, y por otra pre­
tende llegar a un público más amplio, se ha pretendido adop­
tar un sistema riguroso en lo que se refiere a la transcrip­
ción de los términos griegos que aparecen en el texto en
letra cursiva. Al lector conocedor de los problemas que en­
traña tal operación no es necesario hacerle ninguna indica­
ción sobre los criterios adoptados, que observará de inme­
diato, pero a otros lectores más profanos sí pueden facilitar
la lectura de dichos términos unas breves indicaciones:
1. Los grupos /ph/, /ch/, /th/, /rh/ encuentran una
correspondencia aproximada en los sonidos que atri­
buimos a nuestras letras /, j, z, r, esta última cuando
va-en posición inicial.
2. La h en posición inicial trata de reflejar una aspira­
ción equivalente a la de la lengua inglesa.
3. El grupo /ll/ hay que leerlo como dos eles indepen­
dientes.
4. Una z puede leerse como si se tratase del grupo /ds/
en castellano.
16 L a vida cotidiana de los dioses griegos

5. El diptongo ou se pronuncia como nuestra «.


6. Cuando encontramos ¿ o bien 6 quiere decir que en
griego hay una eta o un omega, pero no tiene con­
secuencias en la pronunciación convencional del
griego. Los acentos ' (agudo) y * (circunflejo) se re­
flejan en la lectura mediante el nuestro de intensidad.
IN TR O D U C C IO N *

yy I AMBIAR la vida» era ayer una consigna de


” las pintadas callejeras; hoy es un tópico de la
sociedad del espectáculo. La «calidad de vida» se ha con­
vertido en un asunto individual. Los especialistas nos lo
repiten a diario y a porfía en los medios de comunicación.
También ayer, pero esta vez de la mano de Fourier y la
obra Viaje a Icaria de Etienne Cabet (1840), la «vida coti­
diana» estaba a la orden del día. En el taller de Marx y
Engels, los filósofos elaboraron una crítica de la vida coti­
diana mientras esperaban la llegada de aquellos que, en fe­
chas próximas a mayo del 68, iban a denunciar con reno­
vada violencia la época industrial, el capitalismo, los ritmos
inhumanos de trabajo y la explotación de los asalariados,
degradados y encadenados las veinticuatro horas del día. Lo
cotidiano significaba entonces alienación, y el final de lo co­
tidiano debía ser el Gran Día, la Revolución, la abolición
de la división del trabajo y el hombre por fin desalienado.
En un ensayo titulado La vida cotidiana en el mundo
moderno 1 escrito en 1968, Henri Lefebvre desacreditaba lo
cotidiano «en el sentido Hachette» 2, lo cotidiano por do­
quier, en los incas, etruscos, romanos e incluso griegos, tal

* La primera pane de la obra ba sido escrita por Giuiia Sissa, Marcel


Detienne ha redactado la segunda y la introducción es de ambos.
20 L a vida cotidiana de los dioses griegos

como existe lo cotidiano en Billancourt, en las fundiciones


de acero de Lorena o sencillamente en el hotel Matignon.
Según este autor, «Hachette» se equivocaba, ignoraba con
toda seguridad que lo cotidiano es sinónimo de alienación
y que únicamente aparece tras la expansión de la economía
mercantil y monetaria, sin que deba confundirse con la vida
y la cultura material cuyo inventario había establecido Fer-
nand Braudel. Al parecer, los griegos, romanos y etruscos
se habrían introducido por error en la colección de Hachet­
te, o mejor dicho habrían sido indebidamente extrapolados,
desviados y anexionados; puesto que es evidente que grie­
gos, romanos y etruscos pertenecen a una época anterior a
lo cotidiano 3, «cuando la prosa del mundo no estaba se­
parada de la poesía». Etruscos, romanos y griegos —afir­
maba Henri Lefebvre— gozaban con naturalidad de un es­
tilo que manifestaba los mínimos detalles de su civilización.
Sea cual fuere el fundamento teórico de la división mar­
cada por la alienación, es evidente que la atención hacia lo
cotidiano, la categoría de «día», la reflexión sobre la forma
de vida sometida a un orden diario, no han esperado a los
requerimientos de la economía capitalista moderna para ma­
nifestarse. Cuando Joyce decidió relatar la vida cotidiana de
la gente en 1905 en una unidad temporal de un solo día
concreto desmesuradamente dilatado, desde las nueve de la
mañana hasta las tres de la madrugada, entre Bloom y Molly,
tal vez se hallaba oscuramente determinado por el fracaso
revolucionario de la Comuna de París o por otra menos
escandalosa; pero al escribir Ulises, Joyce escribe de nuevo,
o incluso recrea, la tradición literaria de Occidente desde
Homero, con la Odisea y la 1liada. Una tradición que no
cesa de explorar los valores del día, de comparar las dife­
rentes formas de vivir en el marco de una sola jomada, a
través de Jean-Jacques Rousseau, Ronsard y Rabelais, Sé­
neca y los discípulos de Pitágoras. Jcan Starobinski ha des­
tacado magníficamente a los personajes de mayor relevan­
cia: Ronsard nos habla de los «días plurales» en la euforia
expansiva del humanismo, las mil maneras de vivir las múl­
tiples vidas; Rabelais del día de Gargantúa, desde las tres
Introducción 21

de la mañana a la caída del sol, los cuidados del cuerpo, los


ejercicios físicos inseparables de la actividad intelectual que
corresponden a una educación enciclopédica; los hábitos
cotidianos formulados por el protestantismo cuando el in­
dividuo se ve obligado a ser «una persona ordenada por su
responsabilidad ante Dios»; la exhortación cristiana para
preparar el advenimiento del Día eterno, organizando la
jornada con una disciplina monacal instituida por las gran­
des órdenes religiosas, desde Casiano a san Benito 4.
Si nos remontamos en el tiempo, encontramos en Séneca
y el estoicismo romano la recapitulación de los sucesos de
la jornada, la descripción por escrito de actos y gestos, el
examen de conciencia a la manera de los pitagóricos a fin
de controlar el tiempo-olvido, de construirse una identidad
rememorando los pensamientos y actos al final de la joma­
da 5. Con Pitágoras, los griegos descubrieron las virtudes
espirituales de lo cotidiano, del «cada día», mediante un
trabajo de reunificación, de rememoración que permite re­
troceder en la cadena de sucesivas encamaciones eligiendo
una nueva forma de vida que transforme al ser humano en
su totalidad 6. Y así cada día, puesto que, como escribió
Séneca, una sola jornada vale por toda la vida de un indivi­
duo 7.
Desde el principio, y en particular desde la epopeya de
Homero en el siglo VIII antes de nuestra era, la humanidad
estuvo marcada e incluso estigmatizada por la noción de
día, de tiempo breve, de tiempo instantáneo. Por ejemplo,
la palabra crono, que crecerá hasta convertirse en el dios
Tiempo, es decir en el Padre de los días, en la litada signi­
fica el instante, el momento singular y fugitivo 8. Bajo las
murallas de Troya, la existencia humana tiene el matiz de
lo «diario», de «tal día en que» 9 tal suceso se ha producido,
o bien de lo que cada mañana trae de bueno o malo. «En
este mundo, el pensamiento de los hombres es lo que cada
día el Padre de los humanos y de los dioses quiere que
sea» I0, como Homero pone en boca de Ulises, el héroe de
la Odisea.
Por tanto, a los hombres, a los mortales, les correspon­
22 L a vida cotidiana de los dioses griegos

de lo cotidiano, la fuerza vital de corta duración, mientras


que los dioses se reservan el «siempre» y gozan de una
vitalidad de larga duración " , la cual también implica una
forma de vida diferente de lo diario y lo efímero 12 que
impregna la Odisea de principio a fin. La noción de día
implica la de forma de vida, ya que los dos términos se
aúnan en la idea de vida que tan fuertemente moldea el
concepto griego de tiempo. En efecto, aión 13, término por
el que los griegos designan a «la vida», significa para los
médicos la médula espinal, la sustancia de la fuerza vital,
marca a la existencia su duración, su extensión más o menos
larga o más o menos breve. Es la «fuerza vital», es decir,
la vida, lo que diferencia a los hombres de los dioses: pues
es evidente que no tienen la misma vitalidad, aun cuando
inmortales y mortales se sienten a comer en la misma mesa,
los unos al lado de los otros. Los hombres y los dioses
parecen vivir bajo un régimen de paridad pero, de hecho,
no son «iguales en vitalidad», en aión M, como dice Hesío-
do al recordar a este respecto la edad de oro, es decir el
tiempo anterior al asunto de Prometeo, el fuego robado y
el escándalo de la engañosa ofrenda de la carne de la víctima.
Precisamente Hesíodo, en su obra la Teogonia, ofrece la
versión más difundida del origen de los hombres y de los
dioses: unos y otros nacieron de la misma madre, la Tierra,
Gea. Al igual que la especie humana, los dioses griegos
pertenecen a la totalidad del mundo. No son ni divinidades
transcendentes ni dioses creadores que fueran dueños del
cielo, la tierra y el mar. Por supuesto que cada una de las
dos especies cumple con su propio destino. E incluso algu­
nos de los dioses del Olimpo no dudan en despreciar a los
mortales, «semejantes a hojas que, ya viven rebosantes de
esplendor, alimentándose del fruto de la tierra, ya se con­
sumen y mueren» I5. Diferencia de poder, de dynamis, como
dice Píndaro 16 al recordar el parentesco de origen entre los
dioses y los hombres: la morada de los dioses, el cielo bron­
cíneo, es inquebrantable, mientras que el hombre es sólo
insignificancia, nada, menos que una hoja caída de un árbol.
Frente a los grandes inmortales, la especie humana es víc­
Introducción 23

tima del error y ofrece un espectáculo de impotencia con-


génita para hallar remedio contra el envejecimiento y la
muerte 17.
Sin embargo, debido a su origen común, la vida de los
hombres y la vida de los dioses se comparan continuamen­
te, y en toda la tradición, desde Homero a Hesíodo, ésta
hace referencia a aquélla. Los dioses son tan próximos, tan
semejantes que son vistos como «seres cuya forma es la de
un brote humano» (anthrOpophySs) 18.
En Grecia los dioses nacen en el mundo I9. Todos aque­
llos que en mayor o menor medida vuelven su mirada hacia
la teología pagana tienen la imagen de Apolo y Artemis
nacidos en Délos, Hermes en una cueva y Afrodita surgien­
do del Egeo. Un pensamiento teológico que se adapta per­
fectamente al otro nombre griego de anthrOpologéin, es de­
cir, del saber cuyo objeto son los dioses representados como
hombres.
Los dioses habitan en el Olimpo, viven en las alturas,
en cielo abierto. Es un espacio por el que no transcurren
las estaciones, en el que el tiempo no varía. Pero por muy
elevada que sea la cima de una montaña, siempre tendrá su
base en la Tierra. Los dioses viven allá arriba, pero en un
lugar que aún pertenece a la Tierra.^ Los dioses no mueren,
son athdnatoi, inmortales, aeigennStai, nacidos para siem­
pre. Lo cual no impide que Ares vea de cerca la muerte ni
que conozcamos una tumba de Zeus. Sus cuerpos son vul­
nerables a las heridas, sufren con ellas. Alimentados de am­
brosía, néctar y vapores, no poseen sangre; pero, bajo su
hermosa piel, están llenos de otros muchos humores.
Los inmortales son akedées, están exentos de preocupa­
ciones. Para ellos la vida discurre plácidamente (rhéa). Y
sin embargo, a pesar de esta cualidad típicamente divina que
los poetas no dudan en atribuirles, se preocupan ((ksdest-
hai) de muchos asuntos; sus compromisos con el mundo y
los hombres son continuos. A pesar de ser bienaventurados,
mákares, sin embargo son presa de la cólera y de la piedad,
del temor y del deseo; por lo tanto, de todo lo que con­
mueve y trastorna.
24 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Lo que es cierto es que resulta temible encontrarse con


ellos frente a frente. Y a pesar de esto, se aparecen muy a
menudo a los humanos, ya sea disfrazados o, como ocurre
con frecuencia, a cara descubierta, sin que su presencia pro­
voque una conmoción en quien la afronta.
Por consiguiente, tal como se desprende de la poesía
homérica —testimonio por antonomasia—, la representa­
ción de los dioses es ambigua. Por una parte difieren de
manera radical, tienen su tiempo, su espacio, un cuerpo no
humano, son apacibles y terribles; por otra, el ritmo trepi­
dante en el que viven, se desplazan e intervienen, oculta la
alteridad y casi la desacredita en el momento en que apa­
recen en escena en un plano de profunda homogeneidad
con los hombres. Un aspecto emblemático de este doble
discurso es la lengua. Homero atribuye a los dioses un uso
de la lengua exclusivo. Sin embargo, la poesía homérica in­
siste en poner el griego de los mortales en boca de los
habitantes del Olimpo, como si se tratara de su propio idio­
ma. Las únicas diferencias irreductibles con la identidad de
los humanos son la inmortalidad, la edad inmutable y una
serie de extraordinarios poderes: velocidad, fuerza, invisibi­
lidad o posibilidad de volar.
Los olímpicos tienen su propia sociedad. Unidos por
relaciones de parentesco, con alianzas matrimoniales endo-
gámicas, constituyen un grupo cerrado, compuesto por tres
generaciones cuyos individuos están anclados en una deter­
minada edad. Apolo es el koúros, el joven imberbe; Zeus,
barbudo, es el adulto. Muchos de los hijos están engendra­
dos fuera del grupo, por algún olímpico que seduce a una
mujer mortal; pero rara vez un bastardo semidivino es re­
conocido como un dios con pleno derecho. Así ocurre con
Heracles, hijo de Zeus y de Alcmena, quien fue admitido
en el Olimpo tras una serie de hazañas inverosímiles. Y esto
provocó las reivindicaciones de Dioniso, hijo de Zeus y
Sémele, princesa de Tebas. Al no ser reconocido dios por
los suyos, Dioniso urdió una cruel venganza: hizo que su
tía Agave, hermana de su madre, se volviera loca y matara
a su propio hijo desmembrándole de manera salvaje. Lo
Introducción 25

más frecuente era que los hijos de los dioses o de las diosas
no heredasen la condición inmortal del progenitor: eran sim­
plemente héroes, seres extraordinarios por su valor, privi­
legiados por el favor divino del que gozaban a lo largo de
la vida. Pero su existencia tenía como destino un final.
La estructura familiar, y por tanto jerárquica, de la so­
ciedad olímpica engendra relaciones de fuerza y poder. En
primer lugar, tal y como está representado en la tradición
épica, el señorío de Zeus tiene su propia historia. Zeus arre­
bató el poder a su padre Crono, quien a su vez había des­
poseído al suyo, Cielo (Urano). En una dinastía de inmor­
tales la sucesión se produce de modo violento. Pero Zeus
no es hijo único: tiene hermanos y hermanas. Con las her­
manas establece alianzas, casándose con una de ellas (Hera)
o dándole una hija (Perséfone) a otra (Deméter); con los
hermanos hace un reparto igualitario del mundo por sorteo
—típicamente fraternal. A Hades le corresponde el universo
de los muertos, a Poseidón los mares, mientras que él recibe
el cielo. En cuanto a la Tierra y al Olimpo, estos lugares
quedarán indivisos y comunes. Sin embargo, esta triple re­
partición sólo resulta equilibrada en apariencia. Desde las
alturas, Zeus domina. En calidad de padre de los dioses y
de los hombres se impone a todos sus congéneres por ser
el más fuerte, el único que podría dar la talla frente a los
demás. Esto en cuanto a fuerza física, pues no duda en
desafiar a los dioses de formas insólitas, como lanzar una
cuerda desde el cielo a la Tierra y que desde abajo tiren de
un extremo todos los dioses, mientras él sujeta el otro cabo.
Así se verá que todos los habitantes del Olimpo juntos no
tienen la fuerza de Zeus. Esto también atañe a sus herma­
nos, ya que, aunque pretenden ser sus iguales, se les recuer­
da con firmeza el orden de prelación. Poseidón, por ejem­
plo, quería intervenir en la guerra de Troya, a pesar de la
prohibición de Zeus. Intenta hacerlo con la complicidad de
Hera, quien distrae la atención de su esposo. Pero en cuan­
to Zeus se despierta del sueño amoroso que ha sellado sus
párpados, el temerario Poseidón debe resignarse a ceder y
someterse a una voluntad que no tolera la indisciplina.
¿ 4 vida cotidiana de los dioses griegos
26

Zeus en plena gigantomaquia, fulminando a los gigantes, los hijos de la


Tierra, y lanzando el fuego celeste a los que se atreven a amenazar su
joven soberanía. Crátera en form a de cáliz, pintor de Altamira, 480-470
antes de J. C. Museo del Petit Palais, París. G. Bulloz.
Introducción 27

Zeus, el padre de los dioses y de los hombres —frente


a quien unos y otros parecen a veces compartir la misma
situación de inferioridad—, no se considera obligado a ob­
servar unas reglas democráticas. £1 es quien hace las leyes.
Atenea repite: «Hay que temerle, porque castiga indistin­
tamente al inocente y al culpable.» En efecto, existe un alto
grado de capricho en el ejercicio del poder; se ciega de ira
y amenaza con golpear y lanzar a los dioses desde la cima
del Olimpo para que se estrellen contra el suelo. El lenguaje
de los dioses expresa con gran colorido los virtuales con­
flictos en el interior de un grupo ligado por una autoridad
despótica. Manifiesta así mismo la extraordinaria versatili­
dad de estos seres, llamados mdkares, felices, pero extrema­
damente susceptibles ante la mínima ofensa o el menor per­
juicio contra su honor. Zeus lo mismo pisotea los requeri­
mientos «jurídicos» de su hermano que se conmueve ante
los ruegos de Tetis solicitando vengar la muerte de su hijo.
En asunto de timé, de honor, en seguida se siente interpe­
lado el padre de los dioses y de ios hombres.
Muy pronto estos dioses que tanto se implican en los
asuntos de los hombres serán el blanco de las críticas más
dispares. Los filósofos llegarán a decir o bien que su forma
no es sino la sombra producida por aquellos que los pien­
san (Jenófanes), o bien que sus modales e inclinaciones no
son dignos de la perfección, ¡dea ésta inseparable de lo di­
vino (Platón), e incluso que su forma de vida apasionada y
vulnerable a las preocupaciones no es compatible con la
certeza, natural en todos los hombres, de su felicidad ab­
soluta (Epicuro). También muy pronto se les reducirá a
simples alegorías de fenómenos naturales. La reflexión de
los griegos abre así una vía a las polémicas de los Padres
de la Iglesia.
Pero, ¿qué llegan a ser los habitantes del Olimpo, los
grandes dioses familiares de nuestra mitología, en el tiempo
de los hombres? ¿Invaden efectivamente la vida cotidiana de
los griegos organizados en ciudades? Como sabemos, el
mundo de Homero y de la epopeya es contemporáneo a la
aparición de las primeras ciudades griegas, a las más anti-
28 L a vida cotidiana de los dioses griegos

guas comunidades de ciudadanos. ¿Intervendrán con fre­


cuencia los dioses en los asuntos de los nuevos ciudadanos?
¿Se sentirán los hombres en la ciudad bajo el dominio de
los poderes divinos? Sin duda, los dioses están presentes en
la ciudad hasta el punto de que ninguna comunidad política
puede ser fundada ni instituida sin sus dioses. Siempre hay
un primer altar, un sacrificio inaugural e incluso un lugar
reservado para los dioses en cada nueva ciudad. En Grecia
el político no puede prescindir de los poderes divinos. Pero,
al mismo tiempo, algunos relatos nos cuentan cómo los
habitantes del Olimpo descubrieron cierto día la existencia
de ciudades, ciudades totalmente inventadas por esos mor­
tales «semejantes a hojas». Y he aquí que los olímpicos se
atropellan para ocupar un lugar, el primero por supuesto,
en aquellas pequeñas sociedades concebidas con tanta per­
fección que hasta la ubicación de sus templos ha sido pre­
vista por el arquitecto-urbanista o por el fundador titular.
Los dioses están encantados con su nuevo traje de ciuda­
dano, seducidos ante la idea de convertirse en los «dioses
de la ciudad».
En las ciudades que van surgiendo por doquier hay in­
cluso un tiempo previsto y reservado para los dioses, para
los asuntos que les conciernen, las fiestas, los sacrificios, la
duración de las ceremonias, los detalles del ritual, la orga­
nización del calendario o los días consagrados en particular
a cada uno de ellos. Los dioses están siempre presentes, sus
asuntos se estudian antes que los de los hombres. A este
respecto todos los ciudadanos se muestran unánimes. Y lo
son también en cuanto a admitir como algo evidente que
son las asambleas políticas las que deciden soberanamente
en todos los asuntos de los dioses. Son sin duda dioses muy
activos, presentes en toda la vida social, en todos los aspec­
tos de las relaciones de los hombres entre sí, en la conducta
y en las actitudes públicas y privadas. Dioses a quienes
varias veces al día, mediante oraciones y sacrificios, se les
implica en la vida de los ciudadanos, ya sea porque los
hombres se dirigen a la asamblea, se preparan para la guerra
o esperan la maduración de los productos de la tierra. Dio­
Introducción 29

ses que disponen de su propia autonomía, dan consejos por


medio de oráculos, de señales específicas, pero también dio­
ses que la ciudad elige deliberadamente para tenerlos a la
vista, de tal manera que, en general, los ciudadanos no se
sientan nunca bajo su dominio.
Los dioses en la ciudad no parecen en absoluto seres
poderosos y atareados como lo son los activos dioses de
Homero, dispuestos a someterse unos a otros a los más
terribles tormentos con tal de satisfacer la necesidad casi
mórbida de ocuparse de los asuntos de los mortales. Tam­
poco son seres indiferentes como los que imagina Epicuro,
dioses lejanos, confinados en la beatitud, dedicados a con­
templarse a sí mismos sin preocuparse en absoluto por el
ajetreo de los lugares públicos. Son seres poderosos impli­
cados por su peculiar manera de actuar en todas las con­
ductas de los que pretenden «hacer vida de ciudadano».
Y para poner en escena a algunos de estos dioses com­
prometidos en el mundo de los humanos, hemos decidido
presentar, dando prioridad a la parte femenina, a unos per­
sonajes tan poderosos como Hera y Atenea, que ejercen su
soberanía entre Argos y Atenas y regentan no sólo el con­
junto de las actividades de las mujeres, sino también la for­
mación de los futuros ciudadanos. Mientras que con Dio-
niso, y siguiendo los pasos de una de sus representaciones,
la procesión del falo, podremos examinar, bajo el símbolo
de un dios tan atento a todo lo relacionado con lo femeni­
no, aquellas maneras tan cívicas de ver las relaciones de la
fecundidad natural y de la sexualidad cotidiana.
PRIMERA PARTE
HOMERO A N TRO PO LO G O
CAPITULO I

¿LITERATURA O
ANTRO PO LO GIA?

•c
A E puede hablar de una vida cotidiana de los dio-
^ ses? Sin duda es una pregunta difícil y delicada,
ya que siempre nos acecha la anécdota, sentimos la amenaza
de la futilidad y se cierne ante nosotros, mortales lectores,
el aburrimiento que algunos suelen atribuir a los dioses.
Pero es también un tema apasionante ya que sería despre­
ciar nuestra inclinación natural y, ante todo, equivocarnos
sobre la propia teología si, por pudor, desistiéramos de la
curiosidad hacia la vida cuando se trata de los dioses. ¿Cómo
viven? ¿Qué hacen con el tiempo? ¿Qué les gusta hacer? Si
lo real nos intriga, no tengamos miedo a su inconveniencia.
Convenzámonos por el contrario de que estas pequeneces,
estos detalles tan cotidianos lanzan, en todo tiempo y lugar,
un desafío al pensamiento mítico o «lógico» sobre lo divi­
no. Tomemos como ejemplo la distribución del tiempo de
los dioses; relacionar estas tres palabras, dioses, tiempo, dis­
tribución, significa tener que salvar otros tantos obstáculos:
definir a un dios, imaginar su experiencia del tiempo y des­
cribir su correlación en el mundo.
Veremos más adelante que, ante estos problemas, la fi­
losofía clásica no sólo se limitó a adoptar unas posturas
fatalmente antinómicas. Más aún, cuando con Platón (si­
glo IV antes de nuestra era), Cicerón (siglo I de nuestra era)
e incluso Luciano (siglo II de nuestra era) el debate sobre
34 L a vida cotidiana de los dioses griegos

la naturaleza de los dioses adoptó la forma de un diálogo


explícito, se vio que si existía tal controversia de argumen­
tos y refutaciones sobre la idea de divinidad era debido a
un punto oscuro, causante de todos los litigios: ¿existe o
no la posibilidad de acción en los dioses? Esta es la cuestión
que divide a las escuelas y que dará lugar a dos opciones
opuestas.
Para Platón, y más tarde para los estoicos, la acción en
el tiempo y en el mundo —lo efímero— no se reduce a una
simple posibilidad accidentalmente inherente a la identidad
divina. Actuar parece que constituye el a priori mismo de
la existencia de los dioses: es su razón de ser. Por esto,
admitir que hay inmortales, negando al mismo tiempo que
sean activos, significa implícitamente negar su existencia.
Por el contrario, una crítica recurrente de la tradición reli­
giosa, cuya versión más difundida es la de los epicúreos,
prohíbe cualquier hipótesis de vida divina activa, a fin de
concebir a los bienaventurados en la plenitud de la perfec­
ción.
Hacer o no hacer: desde los griegos, la cuestión de la
existencia de los dioses, de un dios, se plantea en estos
términos, en el seno de una tradición que, primero politeís­
ta y luego monoteísta, postula la exigencia de justificar al
ser en función de la capacidad de actuar. «Actúo, luego
soy»: así podría enunciarse el lema de los dioses que expre­
san los teólogos —paganos y cristianos, indistintamente—
comparados con los dioses epicúreos que aspiran al reco­
nocimiento lógico y que, por el contrario, reivindican la
esencial y soberana ociosidad. Para subrayar la legitimidad
de este debate y su permanencia a lo largo de los siglos,
bastará recordar algunas páginas de la Enciclopedia de Di-
derot y D ’Alembert. Definir el ateísmo, esa idea preconce­
bida que «no se limita a desfigurar el concepto de Dios,
sino que [...] lo destruye completamente», significa resuci­
tar el fantasma siempre acechante de la escuela de Epicuro.

Ateísmo es la opinión de aquellos que niegan la existencia de


Dios, autor del mundo [...]. He añadido las palabras autor del
iL iteratu ra o antropología? 35

mundo porque no basta con aceptar en el sistema propio la pa­


labra Dios para no ser ateo. Los epicúreos hablaban de dioses y
sin embargo eran verdaderamente ateos, porque no concedían a
éstos parte alguna en el origen y la conservación del mundo y los
relegaban a una vida de desidia ociosa c indolente.

Si la cultura griega hubiese seguido la vía epicúrea, si los


dioses del Olimpo se hubiesen mostrado tan divinos como
los inmortales del taoísmo o el Cielo de Confucio, cuya
máxima «El ni siquiera habla» descubrieron los jesuitas en
el siglo XVII, entonces, por supuesto, hubiera sido impen­
sable una Vida cotidiana de los dioses griegos. Pero estos
dioses se despertaban todas las mañanas cuando la Aurora
traía, para ellos como para nosotros, la luz anaranjada de
un nuevo día. Y cada día, por amor, ira o pasión, se levan­
taban con un proyecto, una intención o un deseo que les
empujaba al exterior, a este mundo sublunar que compar­
tían con nosotros, en el que se creían inmortales y en el
que ardían de ansias de vivir. Erase una vez la Grecia de
Homero.
Muy lejos de las fútiles charlas y de las parodias poste­
riores, el ritmo de los hexámetros rememoraba sin ironía y
sin recelo las gestas y los días, la vida de ios dioses anti­
guos. En las ciudades de la Grecia clásica, donde la ¡liada
y la Odisea se cantaban cada año 1 ante el público, se ofre­
cía un compendio de esta vida de los dioses; en imágenes
literarias y relatos aparecía ante los hombres un mundo ha­
bitado y moldeado por ellos.

E l mundo de la Ilíada

Una sucesión de días soleados y noches oscuras: hechos


extraordinarios e imprevistos se suceden con un fondo de
temporalidad firme, continuo, costumbrista y lleno de mi­
nucias. En el primer plano del desarrollo del relato, pugnan
con violencia los incidentes y las secuelas de una guerra
que, de pronto, se ha convertido en épica y febril al estallar
36 L a vida cotidiana de ¡os dioses griegos

la cólera de un héroe por una cuestión de honor. El campo


de batalla se sitúa en el país de los hombres, a orillas del
Escamandro, y los dioses no sólo están implicados sino que
la dirigen, la promueven y se obstinan en ella. Ellos son
quienes toman las decisiones y las armas. La guerra de Tro­
ya les pertenece. ¿Quién arranca a los ejércitos del letargo,
de la tensión inmóvil y de la espera vacía en que han trans­
currido inútilmente tantos años? ¿Quién decide la estrategia
de estas memorables jornadas de salidas, emboscadas, asal­
tos y duelos? Es el padre de los dioses y de los hombres,
es Zeus quien rompe con la monotonía del sitio en el ins­
tante en que responde a los ruegos de una diosa agraviada
en la persona de su hijo. El es quien decide cuándo tendrá
lugar la resolución y el final del conflicto. Le envía un men­
saje al soberano de los argivos, un sueño engañoso con el
que provoca el terrible enfrentamiento que se saldará con
la toma de la ciudad. Y el sueño, al tiempo que confunde
a Agamenón en cuanto a sus próximas victorias, no oculta
sin embargo la naturaleza divina de su origen. En efecto,
la imagen parlante que se aparece al rey dormido con el
rostro de Néstor, venerable consejero, evoca la asamblea de
los olímpicos: «Los inmortales que poseen olímpicos pala­
cios ya no están discordes, por haberlos persuadido Hera
con sus ruegos, y una serie de infortunios amenaza a los
troyanos.» 2 Un desacuerdo entre los dioses mantenía pa­
ralizada la acción; la señal de un dios rompe la inercia.
Para el poeta de la ¡liada, la dinámica de la guerra de
Troya y la trepidante historia de sus batallas están en manos
de los olímpicos. La pelea entre Aquiles y su rey significa
una ocasión, un accidente primordial. «Canta, oh diosa, la
cólera de Aquiles, hijo de Peleo»; con estas palabras co­
mienza el poema. Pero el causante de la desavenencia entre
el héroe, hijo de una diosa, y el soberano de origen mortal,
el motor dinámico es un dios. Sin duda el poeta le pide a
la diosa que el relato se desarrolle a partir del momento en
que «una disputa separó al hijo de Atreo, defensor de su
pueblo, y al divino Aquiles» 3. Pero este principio oculta
otro. Por encima del altercado que enfrenta a un rey y a
¿Literatura o antropología? 37

su mejor paladín se vislumbra otra causa, decisiva y divina.


«¿Cuál de los dioses promovió entre ellos esta contienda
para que pelearan?», pregunta el poeta. Y aparece Apolo
como protagonista. En el origen de la disputa se halla, pues,
el hijo de Leto y de Zeus: él es quien ha visto a uno de sus
sacerdotes humillado por el jefe de los aqueos; él fue quien
«bajó enfurecido de la cima del Olimpo» * para vengarse.
Agamenón se había negado a devolverle la hija a Crises,
sacerdote de Apolo, ya que esta joven había sido elegida
por el rey como botín tras la conquista de Crisa. Pero en
la persona de su ministro, es el propio dios quien se siente
ofendido: la presunción del rey le atañe y le hiere. Reac­
ciona. Hace su entrada en aquel tiempo sombrío en el que
nada sucedía desde hacía mucho. Por consiguiente, él es
quien inaugura el acelerado ritmo de la guerra en la narra­
ción. El motivo inicial de la ofensa infligida por Agamenón
al sacerdote y a su dios se debió a esa debilidad tan humana
llamada arrogancia de soberano. Pero no olvidemos que
todo el desarrollo de la guerra se halla bajo los designios
de Zeus.
Para su incursión en el mundo humano, para llegar a
situarse como la noche, muy cerca de las naves griegas,
Apolo abandona su casa, una morada de sólida construc­
ción que se halla en el feudo montañoso de los inmortales,
el macizo del Olimpo, al noreste de la Grecia continental.
Como cualquiera de sus semejantes, al acercarse a los hom­
bres, al principio de la litada, Apolo debe realizar un viaje,
es decir recorrer en poco tiempo la distancia que separa dos
espacios: el de sus acciones puntuales, en este caso la lla­
nura de Troya, y el de su vida cotidiana. Dos espacios y
también dos tiempos: la intriga caballeresca, el drama que
se sitúa en primer plano, se destaca —como ya hemos se­
ñalado— sobre un fondo de costumbres, hábitos y gestos
repetidos. Este segundo plano se deja a veces percibir por
medio de rápidos trazos que se deslizan en el relato apro­
vechando algunos descansos, bien para hacer una alusión a
ese nubarrón movido por las Estaciones y que hace las ve­
ces de puerta a la entrada del Olimpo 5, o bien a los mo-
38 L a vida cotidiana de los dioses griegos

dales en las comidas 6. Pero los indicios de una vida divina


que sería como un paisaje apenas esbozado en perspectiva
componen en realidad un cuadro diferente y hacen presu­
poner que existe otro escenario para las hazañas de los dio­
ses. El de una vida propia, autónoma y paralela. Se desplie­
gan largas escenas de asambleas y conversaciones, banque­
tes y altercados en el palacio de Zeus o en las alturas que
lo rodean. Viajes, encuentros, disputas: los dioses se mue­
ven en este ambiente en el que unos días se suceden a otros
con un ritmo absolutamente semejante al que conocen los
mortales. Se mueven, actúan, viajan, pero también descan­
san: saben dejarse llevar por el transcurso del tiempo, la
ociosidad y el paso de las horas. El lector de Homero se
imagina perfectamente a los habitantes del Olimpo en una
sociedad de pleno derecho e independiente; con una histo­
ria agitada de acontecimientos que no se corresponde siem­
pre con la de los mortales. Esa sociedad ha experimentado
cambios en el poder y sediciones. Su estructura jerárquica
y genealógica está de forma continua expuesta a posibles
conflictos. Pero también cuenta con una sólida estabilidad
que se basa en un sistema de conductas y representaciones:
los olímpicos respetan unas reglas, mantienen unas costum­
bres y poseen una conciencia muy firme de su identidad
étnica.
La sociedad de los inmortales invita al estudio histórico
y a la etnografía. El gran reparto cultural que divide en dos
al mundo de la litada no es aquel que diferencia a los grie­
gos de los troyanos: el parecido de los hombres entre sí es
casi total. Todos los mortales, cualquiera que sea su origen,
heleno o asiático, hablan el mismo idioma, llevan armaduras
que pueden ser intercambiadas sin dificultad, comen de igual
manera idénticos alimentos y hacen sacrificios a los mismos
dioses. Frente a ellos, y vistos en su conjunto, son los in­
mortales quienes se configuran como un pueblo distinto.
Tienen su propia lengua, una alimentación específica, y em­
plean los metales de una forma muy particular: el bronce
para las casas, el oro para la vajilla y los enseres —e incluso
ellos mismos poseen una sustancia vital que no es sangre.
¿L iteratura o antropología? 39

Además de unas características propiamente divinas, de los


innumerables poderes que manifiestan —desplazarse a una
velocidad que anula el tiempo, metamorfosearse, hacerse
invisibles, infundir fuerza o anularla—, los olímpicos po­
seen un conjunto de rasgos culturales en su verdadera acep­
ción. No son sólo dioses, seres sobrenaturales dotados de
una omnipotencia virtual e inmóvil. Son habitantes del
Olimpo, que se alimentan de ambrosía y disfrutan con la
música apolínea.
La litada nos presenta a los inmortales bajo una doble
dimensión, por una parte de historia, es decir de sucesión
de hechos narrados y, por otra, de densidad cultural como
conjunto de información sobre un sistema de vida. Es a un
tiempo relato y descripción: el ejemplo de los días inmersos
en la guerra quiere ser representativo de otros posibles días,
o bien semejantes o bien vividos de forma diferente, pero
que el texto homérico invita a adivinar, ya que al tiempo
que nos arrastra en una narración de hechos trepidantes,
nos deja también entrever la vida material de los olímpicos.
Si hoy en día tiene sentido escribir una vida cotidiana de
los dioses griegos, es debido a que Homero lo ha hecho
posible. Ni la Teogonia de Hesíodo (siglo VII antes de nues­
tra era), ni el numeroso corpas de tragedias (siglos V y IV
antes de nuestra era), ni aun la literatura mitológica nos
ofrecen una visión tan precisa de la vida de los dioses en el
tiempo: no se reconstruye lo cotidiano —esa mezcla de in­
vención y de rutina, de automatismos e imprevistos— me­
diante una acumulación de hazañas y de biografías. En la
litada no se olvida nunca este doble aspecto. Por esto se­
guiremos el relato de Homero. Sería una lástima plantearse
únicamente esta pregunta: «¿Qué hacen los dioses cuando
no participan en la guerra de Troya?», ya que podemos
conocer, por el contrario, todo lo relacionado con estos
días, tan plenos y emblemáticos. Por todo ello, la primera
parte de esta Vida cotidiana va a desarrollarse en el marco
cronológico de la epopeya troyana.
40 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Tiempo de pormenores

Si realmente queremos llegar al fondo de lo que los grie­


gos llamaban lo efímero, es decir lo cotidiano, es necesario
captar todo lo referente a las reglas y modales cuya propie­
dad es pasar desapercibidos. «¿De qué se alimentan? ¿Qué
beben? ¿Cómo se visten? ¿Cómo son las viviendas?» 7 Si
estas preguntas nos suelen parecer inconvenientes para los
hombres, no cabe duda de que pueden llegar a hacernos
sonreír a propósito de dioses, ese «estamento del tiempo
libre» cuya vida discurre en una sucesión de hazañas. Y sin
embargo, todas estas pequeñeces, estos pormenores, dan a
la ficción épica —más aún en lo divino que en lo humano—
su fuerza imaginativa. Gracias a Homero también en los
dioses existe lo real. Y entre otros aspectos, es esto lo que
diferencia a la epopeya de la mitografía. Para Apolodoro, a
quien se le atribuye un importante compendio mitológico
titulado la Biblioteca, un mito es una narración en la que
se ha eliminado todo elemento que no constituya un suce­
so. Cualquier dato que no revista una función estrictamente
necesaria para el desarrollo de la intriga se desecha. Los
recopiladores de mitos se muestran parcos en detalles. Por
el contrario, un poeta como Píndaro se empeña en censurar
todo lo que pudiera empañar o hacer desmerecer la ima­
gen de los olímpicos: tampoco esta vez hay espacio para
los asuntos corrientes, el prosaísmo, el reverso de la mo­
neda. Hesíodo, por su parte, relata, nombra, enumera,
pero deja sin embargo los días para el mundo de los hom­
bres.
Veamos un ejemplo. Un momento crucial en la vida
conyugal de Zeus y Hera es la discusión por el nacimiento
de Heracles. Este episodio podría relatarse de la siguiente
manera:
Cuando Heracles estaba a punto de nacer, Zeus declaró a los
dioses que el descendiente de Perseo —el que iba a venir al mun­
do— seria rey de Micenas; pero Hera, celosa, persuadió a las
Ilitias para que retrasasen el parto de Alcmena e hizo que Euris-
teo, hijo de Esténelo, naciera a los siete meses.
i Literatura o antropología f 41

Tenemos una presentación correcta del desencadena­


miento de los hechos y no falta nada de lo esencial para la
comprensión de la intriga: así es como la describe Apolo-
doro en la obra Biblioteca 8. Pero si volvemos a leer la «mis­
ma» historia en la Ilíada 9, descubrimos un formidable des­
pliegue de estos escasos elementos narrativos. Lo que en
Apolodoro era una sucesión de hechos puramente tempo­
rales y desprovistos de cualquier precisión espacial, se con­
vierte en el poema en una composición de varios «actos»
en sentido teatral. El primero se desarrolla en el Olimpo:
Zeus se vanagloria ante todos los dioses por el próximo
nacimiento de un hijo que está destinado a alcanzar el ma­
yor poder posible entre los mortales. A continuación cam­
bia el decorado: Hera abandona la cima de las montañas
para ir a Argos y llevar a cabo con mucha astucia su doble
estrategia. El tercer acto, que se sitúa de nuevo en el Olim­
po, es el de las imprecaciones del soberano contra Ate, esa
divinidad que le ha cegado hasta hacerle olvidar la cautela.
Zeus la coge y la arroja al mundo de los hombres. Homero
introduce pues el espacio, que es el principal requisito de lo
cotidiano. Y señala el espacio con connotaciones estéticas y
toponímicas que determinan su cualidad. El Olimpo es es­
carpado, el cielo estrellado, Argos se sitúa en la tierra de
los aqueos: los epítetos, más que adornar, confieren parti­
cularidades a las cosas y personas. Homero introduce el
tiempo: todo sucede en un solo día. Y precisamente en este
detalle se basa todo el ardid de Hera, ya que hace jurar a
Zeus que el hijo nacido precisamente ese día de su sangre
se verá colmado de poder.
Desde el punto de vista de la construcción narrativa, la
diferencia se hace aún más evidente. En el relato de la Ilíada
siempre se infiltran descripciones, intercaladas con discur­
sos directos. Incluso cuando tiene que expresar una suce­
sión muy rápida de acontecimientos, el poeta no renuncia
jamás a precisar, comentar y esclarecer, lo cual da a sus
relatos una mayor riqueza de colorido y consigue que sean
mucho más ágiles que los textos de los mitógrafos, tan par­
cos en detalles. Pues estos últimos, con tanto comedimien-
42 La vida cotidiana de ios dioses griegos

to, se vuelven monótonos y válidos únicamente para clasi­


ficar y comparar en un plano de imprecisa generalidad en
el que cualquier héroe puede convertirse de un momento a
otro en el héroe que realiza la hazaña con ayuda del dios.
Con Homero nos zambullimos en un mar de detalles, en
lo específico de las situaciones: son los detalles los que lo­
gran esta singularidad, tanto en la trama del relato como en
la riqueza del vocabulario. Por tanto, el poeta concede tiem­
po para que hablen los dioses, les deja explicar largo y ten­
dido el cómo y porqué van a realizar determinada gesta, les
presta un discurso sin duda redundante en cuanto a la in­
triga, pero valiosísimo por la información que nos da acerca
de los dioses.
El intercambio de palabras transforma a los silenciosos
«actores» de la mitografía en sujetos cuya actividad ha sur­
gido de la experiencia, las vivencias y la vida. Entre el Zeus
de Apolodoro, que anuncia el nacimiento de uno de sus
hijos, y el de Homero, que se vanagloria en primera per­
sona, existe una gran diferencia: la que separa a un autó­
mata de un personaje. En el primer caso, el sentido de los
acontecimientos nos viene dado por el obervador, quien
presta a sus «actuantes» un mínimo de móviles necesarios
y suficientes para justificar las iniciativas: los celos de Hera
en esta ocasión. En el segundo, el diálogo introduce una
variedad de actitudes subjetivas y de sentimientos llevados
a la acción. Desde luego Zeus culpa y se venga de los po­
deres de Ate, temible congénere que le ha cegado y le ha
incitado a presumir ingenuamente, provocando así la des­
gracia de Heracles. Por lo tanto, existe también en la na­
rración poética una fuerza exterior que dirige la acción. Pero
en el relato, esta fuerza se convierte en un personaje; posee
sin duda el poder de determinar la conducta de otro per­
sonaje, pero a su vez este último puede hacerle frente y
castigarle. Los acontecimientos tienen una causa, pero la
causalidad adquiere una forma conflictiva y dramática.
En oposición a los mitógrafos y a su parsimonia narra­
tiva poco propicia a dilaciones y rodeos, la palabra poética
puede reflejar una duración perfectamente repetitiva y es-
f Literatura o antropología? 43

tática. A las vidas de los dioses, cuyo desorden se relata en


síntesis, les hace eco la vida de los dioses escenificada como
una prolongación indefinida, virtualmente eterna, de una
misma conducta y un mismo estado. En la obra la Teogonia
de Hesíodo, los dioses están divididos en dos tiempos dis­
tantes e independientes. En un plano anterior, se despliegan
en un tiempo lineal su historia y las vicisitudes genealógi­
cas. Nacimientos, matrimonios y conflictos van siendo des­
granados con un ritmo narrativo constante. Ese es su pasa­
do. En el plano actual, se les atribuye por fin una vida de
sosiego sin sorpresas del reino de Zeus. Es tiempo de pla­
ceres y deleites musicales. El canto de las Musas alegra el
alma al señor del Olimpo. «Infatigable brota de sus bocas
la grata voz. Se toma resplandeciente la mansión del gran
Zeus padre, al propagarse el delicado canto de las diosas.» 10
Su incansable voz es, junto con el festín, la condición im­
prescindible para una vida placentera en el Olimpo. Pero
allí la música no llena los entreactos de una existencia agi­
tada y dramática, ya que para los dioses de Hesíodo, el
tiempo de la vida activa ya ha pasado. Sin descanso esa voz
discurre, cuenta y se propaga.
¿Existe una vida cotidiana de los dioses para el poeta
que escribió la Teogonia? ¿Qué son las jornadas de los
dioses para el autor de los Trabajos y los días, ese sorpren­
dente modo de vida de los hombres? Desde que Zeus puso
orden en su mundo, se vive feliz en el Olimpo. Se escucha
la dulce voz, eternamente dulce, glykeré, de las nueve Mu­
sas. Una voz que recrea hasta el infinito, para memoria de
los dioses, el recuerdo de sus propias hazañas. Así, el mis­
mo canto que ocasionalmente distrae a los desventurados
hombres, halaga sin cesar el corazón de Zeus. Esa misma
armonía que sirve de alivio a los mortales en los momentos
de luto, sumerge a los dioses en una contemplación conti­
nua de su propia imagen e historia. Gozar y sentir la ple­
nitud en sí mismos y vivir en una perenne satisfacción: ¿qué
otra cosa nueva, mejor, diferente, podrían desear estos dio­
ses melómanos?
Las Musas, hijas de Zeus y de Mnemósine (Memoria),
44 L a vida cotidiana de los dioses griegos

nacieron para cumplir un cometido muy concreto y apre­


ciado: proporcionar el olvido de las desgracias y una tregua
a las preocupaciones. Procurar unas pausas, un tiempo de
felicidad en la vida de trabajo, cansancio y penalidades que
es el destino de los mortales. Ellas no sienten ninguna preo­
cupación, pues su corazón está protegido (aksdss). Sólo tie­
nen un interés, el canto. Sirenas bienhechoras y portadoras
de un reconfortante olvido, consiguen borrar al momento
el luto en el que un alma se ve sumida M. Quien escucha
la voz que fluye en boca de un poeta amado por las Musas,
interrumpe los recuerdos de las preocupaciones (kídea): es­
cuchar las hazañas de los héroes, soñar con los dioses en
las moradas del Olimpo, todo ello alivia las penalidades de
una vida traspasada por la muerte. Las Musas, diosas ajenas
a la inquietud, salvan, aunque sea por un tiempo efímero,
a los humanos de la preocupación, sustituyendo el recuerdo
obsesivo de la muerte por la rememoración de otra vida, la
de los dioses y los héroes. Esa misma vida que igualmente
cantan para que los dioses gocen consigo mismos.
Otro gran pensador hablará también de este placer re­
flexivo. Para Aristóteles ya no se trata de Zeus oyendo re­
petidamente su historia y complaciéndose en escucharla. El
principio que rige el mundo, principio de movimiento, bien
supremo y deseable en grado sumo es una pura inteligencia
ocupada eternamente en el acto de pensar. El intelectual
sustituye al esteta. «Su vida alcanza la mayor perfección»
en cuanto a lo que vivimos. Este dios filosófico, el Pensa­
miento, piensa: en eso consiste su vida, su placer. Vive pen­
sando o, mejor aún, es el acto mismo de pensar y «su vida
perfecta y eterna es ese acto que se perpetúa a sí mismo».
Dios es un «ser vivo eterno perfecto»; la duración continua
y eterna de su vida de sujeto inteligente, «eso mismo es
Dios». ¿Cuál será pues el objeto? El mismo, en tanto que
pensamiento. Dios se piensa a sí mismo pensando: es el
único pensamiento digno de él ,2.
Tal es el vértigo de la reflexión, de la reflexividad en la
cual la exigencia filosófica de perfección compromete a un
dios activo. Tal la obligación por la idea de que ser dios es
i Literatura o antropología ? 45

un placer, pero un placer del cual nadie más y nada más


debe ser la causa, ya que en ese caso Dios dependería, ne­
cesitaría del prójimo. Dios debe ser autosuficiente, siendo
al mismo tiempo la causa del deseo de los demás. Nos ha­
llamos lejos del Olimpo de Hesíodo, de aquella autocons-
ciencia vanidosa e ingenua, alimentada de relatos y halagos.
A Aristóteles no le es necesaria esa felicidad basada en néc­
tar, ambrosía, música y poesía. El filósofo se burla de los
olímpicos de Hesíodo de quienes piensa que no siguen un
régimen de ambrosía por gusto y placer, sino más bien por­
que les es necesario l3. En efecto, Hesíodo habla de los
dioses castigados con el ayuno, debilitados e incluso caquéc­
ticos 14: el concepto de deseo divino no queda claro.
Y sin embargo, el filósofo y el poeta coinciden en la
preocupación de concebir a los dioses encerrados en sí mis­
mos y ahí se ve hasta qué punto uno y otro asfixian y hacen
impensable la vida cotidiana de los olímpicos. El tiempo no
transcurre al haberse anclado y recogido en un eterno pre­
sente. Nada hay de cotidiano en los mitógrafos y demasia­
do en Hesíodo. El espejismo del hoy eterno, sempitemum
hodie de la teología cristiana, ya se vislumbra en el hori­
zonte.

Estructuras e invención de lo cotidiano

Con anterioridad a la novela, la epopeya es el único


género en el cual se mezclan narración y diálogo, en el que
se escribe largo y tendido, sustituyendo el mecanismo del
rápido encadenamiento de sucesos por la alternancia de la
narración, ya de por sí prolija en pequeños detalles, y de
la puesta en escena de situaciones en las que únicamente
existe un intercambio de palabras en un tiempo real. Por lo
tanto hay dispersión, disgregación y generosidad. En rela­
ción con lo esencial que sería la intriga, en Homero todo
es «detalle».
Ahora bien, este rasgo es esencial en lo cotidiano. Los
historiadores de los Anales, los antropólogos y, a su mane­
46 L a vida cotidiana de los dioses griegos

ra, los autores de las «vidas cotidianas» de esta colección lo


han demostrado ampliamente. Sólo que lo han realizado en
el ámbito de la historia de los hombres, convencidos de que
lo cotidiano es el tiempo de quienes están destinados a mo­
rir. F. Braudel, al recordar al público de Johns Hopkins los
motivos para escribir «Las estructuras de lo cotidiano», de­
claró en 1977: «Creo que la humanidad vive inmersa en lo
cotidiano.» 15 Hay que plantearse cuando se habla de los
dioses, si los detalles de la vida cotidiana dejan por ello de
ser esas «trivialidades» 16, ese «conjunto generalmente mal
percibido de historia vivida con mediocridad» 17. Una po­
sible respuesta sería que, en tal caso, ya nó hay historia, ni
siquiera mitología —pues para ello basta con la intriga— y
lo que sí hay es literatura, ya que el detalle es también lo
esencial de la literatura. El mismo Roland Barthes, que en
1957 se burlaba tan abiertamente de los pequeñoburgueses
preocupados por la vida privada de los artistas l8, en la obra
El placer del texto confesaba sus gustos como lector:

¿Por qué algunas personas (entre las que me cuento) sienten


placer al ver representar la «vida cotidiana» de una época o de un
personaje en las obras históricas, novelescas y biográficas? ¿A qué
se debe esta curiosidad por los detalles: horarios, comidas, aloja­
mientos, vestimentas, etc.? ¿Se trata quizá del placer fantasmagó­
rico de la «realidad» (la materialidad del «aquello ha sido»)? ¿Y
no es el propio fantasma quien trae el «detalle», la escena ínfima,
privada, en la que yo puedo fácilmente ocupar un lugar? 19

Lo cotidiano es el detalle y el detalle es un fantasma,


uno de los que hacen gozar de la lectura; por ello lo coti­
diano es un placer del texto. Sin embargo, molesto por esta
tendencia a rebuscar las «notaciones más tenues» y las más
«insignificantes», Barthes cede, aunque con remordimien­
tos, al placer: ¿«Habría pues “histéricos” (esa clase de lec­
tores) que al parecer encuentran placer en un extraño tea­
tro: no en el de la grandeza, sino en el de la mediocri­
dad?» 20 Y volvemos a lo de antes: apenas se capta lo coti­
diano en su dimensión fantasmagórica y literaria, vuelve a
convertirse en el tiempo de la mediocridad, de la insignifi-
} Literatura o antropología? 47

canda, del «voyeurismo» con culpabilidad. El literato coin­


cide en esto con el historiador, puesto que sin duda el pro­
pio Braudel ha dado prioridad a lo cotidiano, el tiempo de
larga duración, en donde se hallan las mutaciones más len­
tas y se conservan las formas de vida. Ha explorado por
tanto lo cotidiano para poner de relieve su importancia.
Pero hace este camino con la convicción de que es el ámbito
de las costumbres inconscientes, la rutina y la «historia vi­
vida con mediocridad» 21. Insipidez, tristeza, limitación.
Otros lo llamarían falta de autenticidad.
Y sin embargo, se ha escrito por otra parte que lo co­
tidiano no está hecho únicamente de estructuras, de reglas
heredadas y repetidas que lo organizan: lo cotidiano tam­
bién se puede inventar, improvisar y modificar. Pienso en
M. de Certeau y en su esfuerzo por que apareciera una
dimensión innovadora, ingeniosa, heurística de este tiempo
que es el de la vida real, en el que los hombres se desvelan,
buscan y se afanan 22. Pienso en P. Ricoeur y sus teorías
que permiten reconsiderar lo cotidiano como el tiempo en
el que la experiencia subjetiva de la duración se encuentra
con el mundo 23.

Un rasguño: vislumbre de un mundo

Pienso sobre todo en Homero. Y quisiera señalar con


un ejemplo cómo el relato mezcla lo habitual con lo inédi­
to, pudiendo enunciar reglas generales de la vida social de
los dioses en el preciso instante en que uno de ellos comete
una transgresión.
Cierto día Afrodita, en un arrebato de protección ma­
ternal hacia su hijo Eneas, guerrero mortal, interviene en la
contienda. Lo protege con los pliegues de su hermosa tú­
nica y con los brazos. Pero aun siendo diosa tiene sus pun­
tos vulnerables. Diomedes, héroe muy belicoso, aprovecha
la ocasión. «Sabe que es una diosa sin fuerza; no es una de
las divinidades que presiden los combates de los humanos;
no se trata de Atenea ni de la devastadora Enio.» Por lo
48 L a vida cotidiana de los dioses griegos

cual, se lanza contra el hermoso cuerpo inerme de Afrodita


y la hiere, no sin antes haberla tratado con dureza: ¿qué
hace ella en medio de esa carnicería? ¡No es ése su sitio,
sino entre las débiles mujeres! Del rasguño de la muñeca se
escapa un humor: la sangre inmortal producida en un cuer­
po divino por un régimen alimenticio especial. Presa de un
dolor lancinante, Afrodita es transportada al Olimpo donde
su madre Dione la consuela y Zeus, su padre, le recuerda
a su vez el lugar que le corresponde: «N o son para ti, hija
mía, las tareas de la guerra. Conságrate en tu caso a las
dulces obras del himeneo.» 24
Este episodio demuestra que la sociedad de los olímpi­
cos está estructurada con una rígida oposición de compe­
tencias; que por lo tanto un dios puede excederse en sus
atribuciones; que el transgresor será llamado al orden y
pagará caro el haber olvidado los límites. Y todo esto gra­
cias a un pequeño, a un insignificante incidente: la herida
de Afrodita. Este breve episodio nos abre en realidad las
puertas del Olimpo, nos muestra las relaciones entre los
dioses y nos informa también sobre la vulnerabilidad de sus
cuerpos, su sangre y sus lágrimas. Es, por otra parte, el
pretexto para una lamentación —sobre la que más tarde
volveremos— de la condición divina. Ese rasguño en la her­
mosa piel de Afrodita nos revela numerosos aspectos de la
vida de los dioses. En primer lugar, a partir de este episodio
tan peculiar y rico en detalles, podemos imaginarnos otros
muchos. Ya que el relato hace las funciones de ejemplo, es
la parte emblemática de un todo implícito e imaginable. El
discurrir de la narración sigue luego la corriente de una vida
social en donde las obligaciones costumbristas son, como
en todas partes, fuertes pero no infrangibies, en donde los
sujetos actúan en el tiempo entre la ley y la transgresión,
entre costumbres e imprevistos.
Así, en la obra de Homero y especialmente en la ¡liada
la vida de los dioses se despliega en toda su densidad, en
esa mezcla de acontecimientos y de rutina que la caracteri­
zan. Nos dejaremos guiar por el relato de Homero, dete­
niéndonos allá donde, en la sucesión de hechos, se abran
¿Literatura o arttropologíaf 49

las ventanas de un teatro que habla, no de la mediocridad,


sino más bien de la vita, de la existencia de los dioses.
Umberto Eco lo llamaría «salgarismo» 25, yde eso se trata.
En efecto, el relato está ahí, enlazado, construido, ajustado,
dándonos la oportunidad de introducirnos en ese segundo
plano, que se hace posible gracias a los pasos en falso. Y
reivindico para ello el nombre de antropología; ya que la
«ciencia del hombre» ha robado su nombre al anthrOpolo-
géin de los griegos, que no era sino la representación de los
dioses con rasgos humanos 2b. Homero es literalmente anth-
rdpológos cuando da vida a los inmortales: sólo nos queda
leer su obra para descubrir hasta qué punto un antropólo­
go, en el sentido actual del término, puede también sacar
provecho de ella.
CAPITULO II

LOS DIOSES, UNA NATURALEZA,


UNA SOCIEDAD

I se realiza una investigación etnográfica y compara­


tiva, se observa que los dioses presentan respecto a
los mortales un estatuto excepcional y heterogéneo al mis­
mo tiempo. Por una parte, se pueden atribuir sus cualidades
a una sistemática superioridad sobre los hombres. Por otra
parte, debemos reconocerles también una diferencia especí­
fica. Los dioses se perciben distintos porque son más gran­
des, más poderosos y más sabios que los hombres, pero
también porque, para regular su existencia, eligen unas nor­
mas que les son propias y exclusivas. «Ningún hombre, por
fuerte que sea, puede impedir que se realice la voluntad de
Zeus, porque el dios es mucho más poderoso.» 1 Y siguien­
do así hasta el infinito nadie sería capaz de aventajar a Her-
mes, sobrepasar a Apolo o ir más allá que Hera. Indepen­
dientemente de los caracteres personales —aun siendo Zeus
*polyphérteros*, muchísimo más fuerte que el resto de los
olímpicos 2— todos los inmortales, todos los dioses por el
hecho de serlo son «cien veces más fuertes», polyphérteroi,
que el héroe más audaz 3. Los hombres lo saben, y si lo
olvidan lo pagan a veces caro; e incluso los propios dioses
que observan desde las alturas los naturales defectos de los
hombres lo recuerdan siempre. Zeus, cuando se lamenta de
haber dado unos caballos divinos a un infeliz mortal, ob­
serva que la edad, la muerte y el dolor hacen que «entre
52 La vida cotidiana de los dioses griegos

todos los seres que andan y respiran sobre la Tierra, nadie


sea más miserable que el hombre» 4. Por otra parte, la al-
teridad de los dioses no se mide sólo en un orden de gran­
deza. Su felicidad, su condición de seres ajenos a las preo­
cupaciones (aksdées) 5 les opone radicalmente a los pobres
mortales cuyo destino es vivir en la pesadumbre (achnyme-
noi). Al igual que la inmortalidad, la bienaventuranza es un
atributo cualitativo.
Sin embargo, al querer señalar en exceso los rasgos dis­
tintivos y las diferencias, el etnólogo de los olímpicos se
expone a sorprendentes contrariedades. La frase que pro­
nuncia Aquiles y que parece marcar una división muy clara
entre infelices mortales e inmortales sin preocupaciones, lo
que hace en realidad es exponer una opinión muy relativa.
Como veremos más adelante, la ausencia de preocupaciones
entra en contradicción con la actividad, los compromisos y
las constantes inquietudes de los dioses. Además, la expe­
riencia de tristeza e incluso de sufrimiento no es exclusiva
de los humanos: dioses como Hefesto y Tetis se califican a
sí mismos como achnymenoi, afligidos por el dolor 6.

L a sangre inmortal y su contexto

Nos dicen también que los dioses no tienen sangre, sino


otro humor, el ichór 7. Y ello es debido a una alimentación
sin cereales ni vino 8. Cierto día el belicoso Diomedes hirió
a Afrodita:
De la muñeca de la diosa brotó la sangre divina (ámbroton
háima), o mejor dicho el ichór, que tal es lo que tienen los bien­
aventurados dioses, pues no comen pan ni beben vino de oscuro
fuego, y por esto carecen de sangre (anáimones) y son llamados
inmortales 9.

He aquí, pues, otra característica de la especificidad de


los dioses, tanto más importante cuanto que una práctica
cultural —el régimen alimenticio— es considerada determi­
nante de una cualidad natural, la existencia de ichOr en lugar
Los dioses, una naturaleza, una sociedad 53

de sangre, atributo éste del hombre en el cual fluye a rau­


dales. Ser un dios supone pertenecer a una sociedad en la
que se come de una manera determinada —o, mejor dicho,
no se come— y por consiguiente poseer una naturaleza con­
forme a los hábitos alimenticios que se han seguido. Aun
hallándose en las antípodas del hombre, un dios es lo que
come. Desde luego, se podría caer en la tentación de inferir,
a partir de esta particular característica, que todos aquellos
que tomen ambrosía tienen una anatomía y fisiología divi­
nas. Ya que si el texto es tan pragmático en esta cuestión
—si ingieren determinado alimento, les corresponde deter­
minado metabolismo—, nosotros podríamos hacernos una
idea no menos exigente de todo el cuerpo de los dioses.
Pero por desgracia, falta coherencia incluso en la cues­
tión del háima (sangre). El señor de los dioses, Zeus en
persona, no duda en hablar de su sangre, de su háima lite­
ralmente, y en una circunstancia en la que la proximidad
con lo humano se hace de lo más evidente: cuando presume
de esperar el nacimiento de un hijo destinado a la gloria,
un hijo que será de su sangre, por tanto de su háima tal
y como si fuera un descendiente de la raza humana (VI,
v. 211): «Hoy Ilitia, la que preside los partos, sacará a luz
un varón que, perteneciendo a la familia de los hombres
engendrados de mi sangre (háimatos ex emeü eisi), reinará
sobre todos cuantos le rodeen.» 10 Zeus presume y se va­
nagloria del próximo nacimiento de Heracles: Zeus padre
se siente orgulloso de su sangre. Sangre metafórica, diría­
mos, que sólo hace alusión a la multiplicación de los hom­
bres por analogía. Pero el hecho de quitar así importancia
a este haima, del que no se precisa si es inmortal, tampoco
conduce a una mayor idealización del cuerpo divino, puesto
que supone reconocer que la transmisión de la identidad en
los dioses funciona de igual manera que en la reproducción
humana. Admitamos sin embargo que, para una teoría ge­
neral de la fisiología divina, hay que basarse fundamental­
mente en la afirmación del poeta cuando explica de manera
muy didáctica las consecuencias de una costumbre, y no en
la palabra puesta en boca de uno de sus personajes. Porque
54 L a vida cotidiana de los dioses griegos

el primero sabe, gracias a las Musas, de qué está hablando,


mientras que el segundo, cuando se vanagloria ante todos
los dioses, obedece al thymós, al impulso de su corazón n .
Confiemos más en la sabiduría del narrador que en las fa­
tales emociones de un personaje, y repitamos junto a él que
los dioses no tienen sangre, siendo pues físicamente dife­
rentes a los mortales.
Pero la sangre no lo es todo. Mortales o inmortales, los
cuerpos antropomorfos son complejos y activos; sus partes
y humores, sus funciones y movimientos se exhiben en el
primer plano del relato de sus vidas. Y si prestamos aten­
ción al cuerpo de los dioses, más allá dé las glosas, en el
desarrollo del tiempo relatado, estamos obligados a recono­
cer que el organismo divino no se corresponde con la di­
ferencia entre hdima e icbdr. Haima es, por el contrario,
la excepción. Aparte de la sangre, hay una perfecta corres­
pondencia entre el cuerpo de los mortales y los inmortales.
Los miembros son iguales, los tejidos idénticos; las partes
internas no presentan ninguna particularidad. Se utilizan los
mismos términos para designarlos y para señalar las funcio­
nes. Es cierto que la mano de Apolo, cuando cae sobre la
espalda de Patroclo, le produce vértigo. En medio de la
contienda, el joven héroe se lanza y siembra la muerte, «se­
mejante a un dios». Pero un dios verdadero le acecha...
[Apolo] llegó, terrible —y en el tumulto Patroclo no le vio
venir, pues Apolo iba hacia él envuelto en una espesa niebla. Se
frnso detrás de Patroclo y alargando la mano le dio un golpe en
a espalda y en los anchos hombros. Al punto, los ojos del néroe
sufrieron vértigo. Entonces Febo Apolo le quitó e¡ casco de la
cabeza [...]. A Patroclo se le rompió en la mano la larga pica [...],
sus hermosos miembros perdieron la fuerza ,2.

Dos cuerpos, pues uno de ellos es invisible para el otro


y extraordinariamente poderoso, pero que actúa de la forma
más natural en el hombre: con la mano, cheirí.
Cierto es que los pies de Poseidón traicionan al olímpi­
co cuando se aleja, a pesar de las apariencias con las que se
ha encubierto. El dios ha dejado su residencia marina y
Los dioses, una naturaleza, una sociedad 55

desemboca en el campo de batalla. Se dirige a los dos Ayax,


el hijo de Telamonio y el hijo de Oileo, asemejándose en
el cuerpo y la voz al augur Calcas. Tocándoles con el cetro,
confiere a sus miembros un fuerte vigor, primero a los pies
y luego a las manos. Y, de repente, como un gavilán, em­
prende el vuelo. Muy rápido. Tan rápido que incluso aque­
llos para quienes se había disfrazado comprendieron que no
se trataba de un hombre.

Ayax, uno de los dioses del Olimpo, nos instiga, transfigura­


do en adivino, a pelear junto a las naves: pues ese no es Calcas,
el inspirado augur: he observado las huellas que dejan sus plantas
y su andar {podón Sdé knSmáón) 13.

Huellas, íchnia, marcadas en el suelo, en el polvo. «A


los dioses se les reconoce fácilmente» —es una observación
del propio Ayax—, pues de una forma muy pedestre van
dejando tras ellos huellas que se pueden seguir y olfatear.
Un dios camina con los pies sobre la tierra y así descubri­
mos que es un dios. Sus pasos dejan señales al igual que los
humanos, como un cazador, por ejemplo, al que un león
sigue la pista o incluso como las de las fieras a las que
persiguen perros de fino olfato M. Ichnion es el indicio más
claro de una presencia que se ha esfumado, del paso de un
ser vivo, uno cualquiera de los que «respiran y caminan
sobre la tierra» l5. Y caminar sobre la tierra no es algo se­
cundario en la vida de los humanos. Por el contrario, es un
rasgo distintivo con respecto a los dioses: éstos son inmor­
tales, aquéllos caminan sobre la tierra. Estas son las palabras
del propio Apolo cuando recuerda a su enemigo Diomedes:
«¡Tidida, piénsalo mejor y retírate! No quieras igualarte a
las deidades, pues jamás fueron semejantes la raza de los
inmortales dioses y la de los hombres que andan sobre la
tierra.» 16 Andar, e incluso trepar (herpéin), es una moda­
lidad típicamente mortal de moverse en el espacio; los dio­
ses, por el contrario, «poseen» el lugar en que habitan y
son «los que tienen el Olimpo», boi Olympon échousi; quie­
nes comen pan recorren una tierra que no les pertenece y
56 La vida cotidiana de ios dioses griegos

Apolo Sauroctono. Praxitelcs, Musco Vaticano, Roma. Al’.


Los dioses, una naturaleza, una sociedad 57

que, según los Cantos ciprios, n¡ siquiera les sostiene. Por


lo tanto, Poseidón se traiciona en lo que es más propio del
humano: las huellas de los pies.
Ante esa mano totalmente extendida y muy pesada de
Apolo están las manos de Patroclo, que se han quedado de
repente sin fuerza al ser castigado por el dios. Junto a los
pies de Poseidón que dejan huellas divinas están los pies de
los dos Ayax, a quienes ese dios Ies ha infundido ímpetu y
vigor. Nos preguntamos si el poeta no se recrea en poner
en escena un cuerpo a cuerpo entre hombres y olímpicos
en el que lo extraordinario del ser divino —su fuerza, su
huella— no deja de recordarnos una homología fundamen­
tal: la identidad de la anatomía. ¿Es casual el que la más
sorprendente revelación de la belleza de Afrodita tenga lu­
gar ante la más hermosa de las mujeres, la que más se ase­
meja a ella, Helena? «Para hablar a Helena se presentó to­
mando la figura de una anciana cardadora que allá en La-
cedemonia le preparaba a Helena hermosas lanas y era muy
querida de ésta.» Pero Helena reconoció «el hermosísimo
cuello, los deseables pechos y los refulgentes ojos de la
diosa, y llena de asombro habló con ella» ,7.
Cualquiera que fuese la intención del poeta al subrayar
los rasgos comunes entre un dios frente a frente con un
mortal, resulta innegable que el hecho de confirmar la su­
perioridad de los rasgos divinos permite al poeta demostrar
que hombres y dioses son comparables. Detengámonos en
la belleza, ese atributo divino por excelencia que engaña,
más que ningún otro, en cuanto a la naturaleza, olímpica o
mortal, de un ser con apariencia humana. Veamos, pues, a
dos diosas en dos momentos de su vida en lo que hay de
más femenino en ella, la seducción: Hera y Calipso.

H era y el cinto de Afrodita

Hera tiene poder y soberanía. Como hermana y esposa


de Zeus, no deja de provocar y de enfrentarse con el señor
del Olimpo para que prevalezcan sus propias estrategias. En
58 La vida cotidiana de los dioses griegos

el trío formado junto a Afrodita y Atenea que requiere los


deseos de Paris, el príncipe troyano, ella encarna y alardea
de poder, mientras que sus dos congéneres y rivales le ofre­
cen al joven la gloria militar y la más bella mujer, respec­
tivamente. Hera es una mujer de carácter y acción, autori­
taria, por lo que la seducción no es su forma habitual de
intervención. Y sin embargo, recurre a ella cuando puede
serle útil para sus propósitos y ardides. ¿Qué hace si nece­
sita encarecidamente preparar una diversión y desviar así la
atención de Zeus, distrayéndole del espectáculo de los asun­
tos humanos? «La poderosa Hera, la de los grandes ojos,
pensaba cómo podría engañar a Zeus, el que lleva la égi­
da.» 18 ¿Actuando acaso como soberana, hablándole de po­
der? No, la diosa de hermosos ojos decide llevar a cabo una
magistral escena de provocación sexual. Y para ello, da los
cuidados necesarios a su cuerpo. Al amparo de cualquier
mirada indiscreta, después de haber cerrado una sólida puer­
ta cuya cerradura ninguna otra deidad sabía abrir, se arregla
con toda habilidad y esmero.
Se lava primero con ambrosía el cuerpo deseable para limpiar­
lo de toda impureza. Lo unta luego con un aceite craso, divino
y suave, sólo necho para ella, y tan oloroso que, al moverse en
el palacio de Zeus, erigido sobre bronce, su fragancia se difunde
por el cielo y la Tierra. Ungida la hermosa piel, se arregla el
cabello, y con sus propias manos forma los rizos brillantes, be­
llos, divinos, que cuelgan de la cabeza inmortal l9.

Es cierto que se rocía de ambrosía, que los rizos son


divinos, «ambrosiacos», y la cabeza inmortal. Pero el cuer­
po, la envoltura exterior de su cuerpo (chrOs), no es en
apariencia más que una chrOs semejante a la «piel» de los
mortales, a la de un hombre como Ulises, por ejemplo.
También Ulises tendrá un día que lavar y purificar su chrOs
llena de sal y suciedad cuando naufrague en la costa de los
feacios 20. Calificada de «hermosa», la piel de Hera no pre­
senta ninguna característica histológica específica. Por el
contrario, sabemos que puede ensuciarse y debe lavarse y
limpiarse de impurezas, exactamente igual que la piel de un
Los dioses, una naturaleza, una sociedad 59

soldado cansado y mugriento de polvo. Esas impurezas tan


físicas, esas lymata, imposibilitan la comunicación de un
mortal con los dioses y los actos rituales; cuando Agame­
nón ofrece un sacrificio a Apolo, manda a sus hombres que
hagan lustraciones, echando al mar las impurezas (lyma­
ta) 21. Esto no impide, sin embargo, que la epidermis de un
dios pueda estar mancillada de lymata.
Después de rociarse con ambrosía, viene la unción con
aceite. Por lo tanto, la piel de Hera estaba seca, deshidra­
tada, árida. No posee esa maravillosa propiedad que le po­
dríamos atribuir, la de conservarse siempre suave y odorí­
fera. Al igual que la piel de una mujer mortal, la de Hera
también hay que suavizarla y perfumarla artificialmente.
Aunque el producto cosmético sea exclusivo, fabricado sólo
para ella y llamado ambrotos, inmortal, no por ello resulta
menos connotativo el hecho de que una operación, en sí
misma típicamente humana, se realice en el mundo de los
olímpicos. Es una técnica física, trivial, masculina y feme­
nina, a la que se entregan tanto los héroes más musculosos
como las jovencitas más coquetas 22. Por último, Hera se
arregla el cabello sin ninguna ayuda, con sus propias ma­
nos. Purificado, perfumado y resplandeciente, el cuerpo de
la diosa está ya listo para recibir el atuendo y los adornos.

Se cubrió luego con el manto divino, adornado con muchas


bordaduras, que Atenea le hiciera; y lo sujetó al pecho con un
broche de oro. Después se puso un ceñidor que tenía cien bor­
lones, y colgó de las perforadas orejas unos pendientes de tres
piedras preciosas grandes como los ojos, espléndidas, de gracioso
brillo. Más tarde, la divina entre las diosas se cubrió con un velo,
nuevo, tan blanco como el sol; y calzó sus nítidos pies con bellas
sandalias 23.

El cuidado de la indumentaria es metódico y estudiado,


ya que el cuerpo divino no se perfila sólo con los rasgos
señalados por el baño, la unción y el peinado. Al cubrirse
se descubre: cuello, orejas, tiernos lóbulos en los que ha
habido que practicar una incisión; talle esbelto ceñido con
cinturón; pies que hay que calzar con sandalias. De arriba
60 L a vida cotidiana de los dioses griegos

abajo hay que vestirlo sin ninguna extravagancia y de la


manera más femenina posible. Velo, vestido, sandalias, ce­
ñidor e incluso pendientes con piedras preciosas grandes
como los ojos: nada de esto es divino en el sentido de que
se vieran privados de ello los cuerpos de las mortales. Por
el contrario, todo esto hace que el cuerpo de la diosa sea
como el de una hermosa y elegante mujer. Así, «cuando
hubo ataviado su cuerpo con todos los adornos, salió de la
estancia» ZA.
A continuación viene un maravilloso intermedio. Antes
de acercarse a Zeus, la hermosa diosa va a conseguir un
instrumento mágico: el cinto que Afrodita, especialista en
las anes del tálamo, lleva atado al pecho. Es «un cinto bor­
dado, de variada labor, que encierra todos los encantos:
hállanse allí el amor, el deseo, las amorosas pláticas y el
lenguaje seductor que hace perder el juicio a los más pru­
dentes» 25. Todo, absolutamente todo lo que sirve para la
seducción, se halla en el objeto con que Afrodita ciñe sus
célebres senos. Hera lo coge, lo esconde en un pliegue del
vestido y abandona en raudo vuelo la cima del Olimpo para
llegar a Lemnos.
Por muy hermoso y adornado que estuviera, el cuerpo
de Hera no se hallaba aún preparado para el encuentro amo­
roso. Le faltaba algo, aquello que le va a proporcionar el
accesorio que le ha prestado otra diosa: el poder de desper­
tar el deseo. Ternura, atracción y palabras seductoras: cua­
lidades que no se encuentran en la belleza del cuerpo y los
adornos. Hera no confía en sus propios encantos. Para ser
deseada toma prestado ese objeto, tan pequeño que puede
esconderlo bajo la ropa, que provocará para ella, pero in­
dependientemente de ella, el deseo sexual.
Podríamos entender esto de una manera, por decirlo así,
taxonómica: Hera es una divinidad cuya primera función
es, según Dumézil, la soberanía. Por lo tanto, ella no es
capaz de ejercer un poder, el poder erótico, que caracteriza
a otra función diferenciada y que está encarnada personal­
mente por Afrodita. La diosa soberana necesita la ayuda de
la diosa del amor, por carecer de la función reservada a ésta
Los dioses, una naturaleza, una sociedad 61

y también porque desea respetar su dominio exclusivo. Ya


hemos visto que cuando Afrodita se inmiscuye en los asun­
tos de la guerra, el señor del Olimpo le recuerda con seve­
ridad sus propias funciones. Ahora bien, aunque la expli­
cación en términos de esferas de actividad y modos de ac­
ción es sin duda oportuna, no resulta sin embargo suficien­
te. La situación en la que se encuentra Hera respecto a
Afrodita no es idéntica a la de Afrodita cuando se enfrenta
a los límites de sus competencias. En el caso de Hera al
tomar prestado el cinto de Afrodita nos hallamos ante una
cuestión mucho más decisiva y sutil: ¿de dónde viene el
deseo?, ¿cuál es la causa del deseo? Y de nuevo en esta
cuestión podemos comparar a los olímpicos con los morta­
les.

Afrodita y el deseo

«En las cumbres montañosas del Ida, el de los mil ma­


nantiales» un joven pastor cuida su rebaño. Pero, de pron­
to, aparece ante él una espléndida joven. Admiración, em­
belesamiento, deseo. Ansias tan locas que, en seguida, nada
más obtener su consentimiento, querrá hacer el amor con
ella, aunque luego tuviera que morir. La quiere poseer, pero
él resulta ser la presa. Eros dominante se ha apoderado del
joven: érOs se ha adueñado de Anquises. Afrodita le ha
seducido, subyugado, hechizado: la diosa le ha lanzado al
corazón el «dulce deseo». Y ese glykys hímeros, en tanto
que manifestación sustancial en él, le va a dictar sus pala­
bras y sus actos.
Tomar, domar, invadir: el deseo actúa como una fuerza
repentina y totalmente externa en el cuerpo masculino de
Anquises, príncipe troyano, y en el de cualquiera de sus
semejantes, los hombres. La belleza de la joven criatura
femenina que se presenta ante él no es sino un punto de
partida. «Maravillado, Anquises observaba su noble presen­
cia, el talle y el destello de las vestiduras.» Manto más bri­
llante que la llama del fuego, collares y brazaletes, maravi-
62 L a vida cotidiana de los dioses griegos

llosa piel, «con el resplandor de la luna su delicado cuello


brillaba para asombro de la mirada»: Anquises tiene la vista
clavada en la contemplación del prodigio. El deseo no ema­
nará de él ni se alzará en él: el deseo le invade, érOs héilen,
y le hace hablar.
El hombre sometido al deseo es pasivo y se halla a su
merced. Cuando érOs le aprehende, no le queda otro cami­
no que seguir de manera automática las normas de la se­
ducción, o bien, como en el mundo de los filósofos, llevar
a cabo el aprendizaje del enkráteia, el autocontrol. Pero el
hombre no es el único que padece estas ataduras, pues dio­
ses y animales son muy semejantes.
La joven que ha capturado la mirada de Anquises y por
quien el deseo se ha adueñado de él se encuentra en realidad
en idéntica situación. Se ha quedado deslumbrada por la
belleza del cuerpo del joven y también ella ha visto su co­
razón invadido por un dulce deseo que le han «lanzado».
Se somete a la atracción que siente y que la ha inducido a
arreglarse, bañarse, perfumarse, vestirse y cubrirse de joyas
para comparecer ante los ojos del mortal. Y todo ello a
pesar de su naturaleza y su nombre, pues se trata de una
diosa, nada menos que Afrodita en persona. Seductora se­
ducida, aquella que maneja sin descanso la fuerza del deseo
sufre a su vez y sin saberlo los efectos apremiantes del
glykys hímeros, su arma de uso cotidiano.
Porque Afrodita somete a la ley del deseo a todo aquel
que vive y se mueve: dioses, mortales y bestias de la tierra
y el mar. Sólo tres personas se resisten a ella, tres diosas
obstinadas en la virginidad: Atenea, Artemisa y Hestia. To­
dos los demás, y en particular todos los dioses, son sedu­
cidos por su fuerza.
Nadie más puede —ya sea un bienaventurado dios o un hom­
bre mortal— escapar a Afrodita. Hace perder la razón hasta a
Zeus, que lanza el rayo, el padre de los dioses, que recibe los más
grandes homenajes; incluso este espíritu soberano, tan sabio y tan
Crudente, se equivoca y se engaña cuando a Afrodita le place,
aciéndole unirse con mujeres mortales 2é.

i
Los dioses, una naturaleza, una sociedad 63

El dulce deseo es asunto de Afrodita, es lo principal de


su trabajo, de sus érga. Y sin embargo, hímeros no es un
poder que coincida con ella, ni ella es su personificación.
Afrodita no se confunde con el deseo que manipula, que
lleva bordado en el ceñidor que lleva alrededor de su pecho.
El deseo es, en sí, autónomo. Por ello, otro dios puede
utilizarlo. Lo hará Zeus contra la propia Afrodita, para ven­
garse, para que ya no pueda presumir de seducir a los olím­
picos, quedándose ella fuera del alcance de érós. Zeus «le
introduce en el corazón el dulce deseo». Entre los inmor­
tales, Afrodita se vanagloriaba, con una sonrisa tierna pero
triunfal, de unir a su antojo dioses y diosas con mortales.
Como muy bien ha demostrado Ann Bergren, esta diosa se
sentía orgullosa de sembrar la confusión en las fronteras del
cosmos. Pero Zeus volvió contra ella el arma del deseo y
fue víctima sin saberlo ni poder evitarlo de lo que infligía
a los otros seres y la hacía sonreír.
Cuando Afrodita cae en la trampa de lo que precisa­
mente le da fuerza y prestigio, de aquello que debería co­
nocer a fondo y por tanto evitar, da testimonio de la actitud
tan semejante que dioses y mortales tienen ante el deseo.
Ni siquiera ella, que a diario juega con el deseo amoroso,
lo domina en realidad 27. Y en consecuencia, Hera mucho
menos aún. No son suficientes los adornos para la seduc­
ción: hímeros, philótis y amorosas pláticas entran en juego
para conmover los cuerpos y acercar uno a otro.

Diosas o mortales, a l fin y a l cabo mujeres

«En una de las más altas cumbres del Ida, el de los mil
manantiales», un gran dios, el padre de todos, observa a los
ejércitos de los hombres en plena contienda. Pero, de pron­
to, se presenta ante él una joven mujer. Hermosa y con
ricos adornos, deseable gracias al talismán que lleva escon­
dido en el pecho, así aparece Hera ante su esposo. «Zeus,
que amontonaba las nubes, la vio venir, y apenas la distin­
guió, enseñoreóse (amphikalyptó) de su prudente espíritu el
64 L a vida cotidiana de los dioses griegos

deseo.» 28 De igual manera que del príncipe mortal a quien


visita Afrodita, érOs se apodera del rey del Olimpo y le hace
hablar. ¿Desea Hera ponerse en camino para visitar a sus
padres? Bien, pero lo puede dejar para más tarde. El deseo
es demasiado intenso y no admite dilaciones, por lo que
Zeus acosa a su mujer:
Ven, acostémonos y gocemos del amor [...]. Jamás la pasión
por una diosa o por una mujer inundó [periprochyó) mi pecho ni
me avasalló (damáo) como ahora [...] con tal ansia te amo en este
momento y tan dulce es el deseo que de mí se apodera (me glykys
hímeros hairéi)

Igual que el deseo por Afrodita se apodera (hairéo) de


Anquises, así el deseo de acostarse con su mujer invade,
domina y obnubila a Zeus. Pero las declaraciones amorosas
son diferentes. Anquises está deslumbrado por una belleza
desconocida de quien sospecha que pueda tratarse de una
diosa. Zeus tiene ante sus ojos a su propia hermana y es­
posa. Y la sorpresa por este deseo tan acuciante que a pesar
de ello le inunda, se traduce en un efluvio de galantería en
el que se percibe cuánto hay de extraño y de intenso en
esta pasión.
Para un griego el momento culminante de un amor, el
más penetrante, es el impacto de la mirada sobre un objeto
nunca visto. Ahí, en ese instante, la duda, el temor de que
la belleza sea excesiva y divina se manifiesta en un mortal
—Ulises o Anquises, por ejemplo— con la emoción y el
encantamiento más absolutos. Un dios, por supuesto, no
tiene nada que temer por la naturaleza divina o humana de
aquélla o aquél a quien desea. Sin embargo, también los
dioses están sujetos a las mismas leyes del deseo: su fuerza
externa y depredadora, la celeridad e inconstancia en el tiem­
po. El amor de los dioses no es eterno, es tan inestable y
efímero como el de los mortales. Por ello el día en que Zeus
se descubre deseando tan ávidamente a su propia esposa es
para él la réplica de otro día, aquel en que se acostó con
ella por primera vez, de manera clandestina. Y está tan ma­
ravillado que no se resiste a explicarle a Hera cuán intenso
Los dioses, una naturaleza, una sociedad 65

es su deseo, más fuerte que el que antaño sintiera por lo,


Dánae, Europa, Sémele, Alcmena, Deméter o ella misma
cuando fue seducida.
Retórica amorosa de dudosa delicadeza sin duda, pero
que hace aún más próximo a un dios con los mortales. Zeus
se parece mucho al menos a dos hombres: Paris y Ulises.
A Paris, esposo de Helena, cuando el día en que ella le
tiende una trampa erótica, presionada a su vez por las su­
gerencias de Afrodita, no se le ocurren otras palabras para
expresar su deseo que las que salen de boca de Zeus:
Mas, ven, acostémonos y gocemos del placer del amor. Jamás
la pasión se apoderó de mi espíritu como ahora; ni cuando, des­
pués de robarte, partimos de la amable Lacedemonia en las naves
que atraviesan el Ponto y llegamos a la isla de Cránae, donde me
unió contigo amoroso consorcio: con tal ansia te amo en este
momento y tan dulce es el deseo que de mí se apodera J0.

A Ulises, amante de la diosa Calipso y retenido por ella


en una deliciosa isla, que aunque no hace el recuento de sus
aventuras extramatrimoniales, sí explica a su amante cómo
relaciona y compara a una mujer con una diosa. Calipso,
diosa de pleno derecho pero que no habita en el Olimpo y
vive sola, ama sinceramente al mortal Ulises. Mientras que
él, en la lejanía, piensa en su esposa y yace sin deseo al lado
de una amante que le desea. Calipso hace prevalecer su
belleza olímpica. Se precia de no ser inferior en belleza ni
arrogancia. ¿Alguna vez se vio que una mujer y una diosa
pudieran rivalizar en cuerpo o rostro? 31 Y Ulises asiente,
pues bien sabe que a su lado Penélope no la puede igualar
ni en hermosura ni en grandeza, que es mortal y está des­
tinada a envejecer. Pero a pesar de ello, todos los días so­
lloza, soñando con que llegue por fin el momento del re­
greso, en volver a su hogar, a casa 32.
Así, en el mundo homérico no sólo se pueden comparar
los cuerpos humanos con los divinos, no sólo basta con
poseer una gran belleza para parecer un dios, sino que tam­
bién una mujer puede triunfar sobre una diosa, aun tenien­
do menos hermosura y grandeza. Y todo esto sucede por
66 L a vida cotidiana de los dioses griegos

unos hombres que, mortales o divinos, experimentan el de­


seo y lo expresan con idénticas palabras.

Dioses sometidos

Si siguiéramos detenidamente los efectos del deseo amo­


roso en el cuerpo y en las palabras de los dioses, descubri­
ríamos a unos seres muy humanos y tan sometidos como
los hombres. Sin embargo, se podría objetar que quizá la
sexualidad represente un área de acción particular, en donde
los protagonistas de la mitología clásica desplegaron en es­
pecial su antropomorfismo. ¿Intrascendencia de un liberti­
naje pasado de moda? ¿Punto débil de unos dioses en otros
aspectos sobrehumanos? Nada de eso. El amor nos intro­
duce en un campo en el que la disimilitud entre olímpicos
y mortales parece esfumarse definitivamente, en el que nada
nos recuerda que al parecer unos están mejor dotados que
los otros para la existencia. Son los humores y las partes
del cuerpo —corazón (thymós y kér), diafragma (phrén),
pecho (stithos)— la causa y el origen de los impulsos afec­
tivos 33. Ahí se registran las pasiones: cólera, piedad, odio,
amistad. Tal vez el régimen alimenticio prive a los dioses
de sangre, pero, por otra parte, todo su comportamiento
social se basa en una «biología de las pasiones», cuya huella
en el cuerpo debían de reconocer con facilidad los griegos
como suya propia.
La bilis, es decir, la cólera, constituye uno de los ingre­
dientes más activos en la intriga de la litada. Si hacemos un
recorrido de su campo semántico, encontramos a unos dio­
ses víctimas del rencor (mlnis) o del arrebato (ménos), en­
furecidos (choómenoi) o que se indignan (ochthéin) y se
irritan (nemessdo) 34. Y no podríamos limitarlo a unas ma­
nifestaciones episódicas de carácter. Por el contrario, se tra­
ta de factores dinámicos en el relato. Reconstruir, día a día,
la vida de los olímpicos significa rendirse a la evidencia de
que la voluntad estratégica de Zeus, a quien se le supone
autor de la determinación y el orden de los acontecimien­
Los dioses, una naturaleza, una sociedad 67

tos, no es en realidad más que el efecto secundario provo­


cado por un impulso más inmediato y menos meditado: la
terrible cólera del dios contra Agamenón 35. Ira divina que
conduce a un encadenamiento de reacciones pasionales, ya
que Agamenón ha provocado el intenso rencor de Aquiles,
quien ha solicitado piedad a Tetis, la cual, a su vez, ha
sabido provocar la irritación de Zeus. ¿Y la ira de Zeus no
viene acaso a sustituir a la de Apolo, uno de cuyos sacer-

Apolo blandiendo un puñal de sacrificios, la máchaira, está a punto de


degollar a Titio, culpable de haber querido seducir a Leto y aquí en ac­
titud suplicante. Un Apolo que degüella, y en más de una ocasión en sus
propios altares. Crátera de Orvieto, pintor de los nióbides, 460-450 antes
de J. C. Museo del Louvre, París. F. Lauros-Giraudon.
68 L a vida cotidiana de los dioses griegos

dotes ha sufrido una afrenta por parte de Agamenón y ha


implorado venganza al dios? La actuación de los dioses se
puede ir contando de ira en ira. En especial, Zeus y Apolo,
Hera y Atenea, Ares y Poseidón funcionan de esta manera;
ante el estímulo de la ofensa responden con la exaltación
de la bilis y se lanzan rápidamente a una acción efectiva.
La cólera se presenta como el motor de su trepidante vida
y, en consecuencia, de la historia de los hombres. Ella es
la que inicia el relato y determina el final. Ya que en la
litada el ritmo se paraliza con la tregua de todas las cóleras,
cuando los olímpicos, Apolo y Zeus a la cabeza, renuncian
a la recíproca violencia, a las opiniones divergentes y al
desacuerdo que les ha conducido a tantas peleas y enfren­
tamientos. Enfurecidos por una vez al unísono, por el en­
sañamiento de Aquiles contra el cadáver de Héctor, solida­
rios en una nueva y última cólera dirigida contra este hé­
roe... loco de rabia, decretan el cese de las hostilidades y,
por lo tanto, del relato que de ahí extraía fuerza e inspira­
ción.
Pero también los dioses muestran una extensa gama de
facultades deliberativas e intelectuales: voluntad (boulé),
«corazón» (thymós), intelecto (noüs) 36. Son inherentes a
ellos los aspectos más activos de la subjetividad. En parti­
cular el thymós, origen de los sentimientos pero también de
los impulsos voluntarios y de las decisiones que se imponen
al yo humano, el cual funciona con mucha normalidad en
los dioses. Para Atenea querer es verse empujada por su
gran corazón (ithymós) 37; para Zeus expresar lo que siente
es decir lo que en su pecho le dicta el «corazón» 38. Llegar
a opciones divergentes equivale, para el conjunto de los
dioses, a tener los «corazones» divididos 39 y, para uno de
ellos, esto significa meditar en el diafragma para llegar a
hacer la elección que el «corazón» considera más adecua­
da 40... En resumen, los olímpicos dependen del thymós ni
más ni menos que los mortales.
Y, para terminar, pensemos en la lengua, símbolo ele­
mental de humanidad y de diferencia entre los grupos so­
ciales. Los habitantes del Olimpo, según nos cuentan, tie­
Los dioses, una naturaleza, una sociedad 69

nen una que les es propia. Tal lugar o tal pájaro, señala el
poeta, lo llaman los dioses con un término particular, dife­
rente del empleado por los hombres 41. En primer lugar,
nos podría sorprender que la lengua eventualmente reser­
vada para los dioses fuera evocada en relación a palabras y
objetos que pertenecen por completo al universo de los
hombres. Más aún: todos los olímpicos, seres habladores si
los hay, conversan siempre en griego tanto entre ellos como
con los mortales, sin que jamás el poeta sugiriera al audi­
torio que está traduciendo para un público de mortales y
de helenos un idioma particular de los dioses. Tampoco, en
ninguna ocasión, los dioses que se acercan a charlar con los
hombres dan muestra alguna de bilingüismo. Los dioses
abandonan su voz divina, auds, y adoptan a veces la voz
humana de un mortal, pero no su lengua. En el cambio la
diferencia queda abolida. La distancia expresada entre dos
lenguas está salvada por una palabra que surge siempre es­
pontáneamente en griego. Por supuesto, a veces nos encon­
tramos con situaciones excepcionales. Por ejemplo, Afrodi­
ta desea un día seducir a un troyano, a Anquises. Se pre­
senta ante él con el aspecto de una joven frigia y, para
conseguir su amor, le cuenta que su padre la ha prometido
en casamiento con él. Intentando que la historia resulte más
verosímil, le explica que para llegar allí ha debido hacer un
largo viaje y ha aprendido el troyano que les permite en­
tenderse: «Conozco vuestra lengua tan bien como la nues­
tra: la nodriza que me crió en palacio era troyana; me tomó
de los brazos de mi madre y me alimentó en la primera
infancia. Por esta razón hablo bien vuestra lengua.» 42 Es
decir, la diosa ha elegido un idioma concreto para dirigirse
a un mortal, pero esto forma parte de su mascarada de
jovencita frigia en el país de Troya.
CAPITULO III

DISTRIBUCION D EL TIEMPO

L
A existencia de los dioses se desarrolla, en princi­
pio, bajo un horizonte en el que la muerte es ajena.
Sin embargo, los olímpicos no viven en una eternidad i
móvil bañada en límpida luz. Los dioses gozan de la lejanía
del aciago óbito en una dimensión de continuidad «efíme­
ra» que se renueva día tras día... Incluso en la más serena
e idílica evocación del Olimpo, la beatitud de los inmortales
se presenta como una felicidad de todo el día, de todos los
días: el Olimpo se define como:
[el lugar] en el que se dice que los dioses, alejados de cualquier
conmoción, tienen su morada eterna; ni está sacudido por los
vientos, ni las lluvias lo inundan; allá en las alturas jamás nieva;
en todo momento el éter, que fluye sin nubes, corona la cima con
alba claridad; allá en las alturas, los dioses pasan con felicidad y
alegría todos sus días '.

La estación es siempre la misma, pero el lapso de tiempo


comprendido entre el amanecer y la caída del sol es el único
espacio temporal a la medida de los inmortales.

Divinidades del tiempo


Los dioses moldean el tiempo astronómico, pero respe­
tan así mismo las exigencias que éste impone. El propio
72 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Zeus, como gran dios soberano, es el amo de las secuencias


y los ritmos cronológicos: él manipula el rayo y la lluvia,
fenómenos que pueden abatirse sobre los hombres de im­
proviso. Pero aparte de aquellas situaciones en que los uti­
liza como señal evidente de sus humores, el hijo de Crono
vela por la sucesión ordenada de los días y de las estaciones,
es decir, las Horas, que forman parte de las divinidades del
Olimpo. La propia Aurora, con sus rosados dedos, es una
diosa. Ella provoca el retorno matinal del día con cálidas
tonalidades cuando se levanta y abandona a su anciano es­
poso soñoliento. Se despierta y «va a llevar la luz tanto a
los inmortales como a los humanos» 2. La Noche, criatura
primordial, «doblega a los dioses y a los hombres» 3. Los
olímpicos, semejantes a los seres que sufren por el cansan­
cio, están sometidos a la alternancia del descanso y la vigilia.
[Al atardecer] cuando la fúlgida luz del sol llegó al ocaso, los
dioses fueron a recogerse a sus respectivos palacios que había
construido Hefesto, el ilustre cojo de ambos pies, con sabia in­
teligencia. Zeus olímpico, fulminador, se encaminó al lecho don­
de acostumbraba dormir cuando el dulce sueño le vencía. Subió
y acostóse; y a su lado descansó Hera, la de áureo trono 4.

Sensibles a la necesidad y al deseo de dormir, los dioses


van hacia el lecho —lecho que a veces es legítimamente
conyugal— al igual que los hombres 5.
Los olímpicos, que habitan la cima de una montaña que
se alza en el diáfano cielo, están inmersos en el límpido éter,
ese espacio en el que, sin cesar, sigue su curso una de las
divinidades: el Sol, incansable sobre su carro, «se eleva por
encima de las hermosas aguas hacia la bóveda dorada, para
alumbrar a los inmortales y a los mortales de las tierras del
trigo» 6. Una gran divinidad como Hera tiene el poder de
forzarle a acelerar su curso: si una jornada de contienda
resulta demasiado larga para los guerreros a quienes prote­
ge, hay que abreviarla. El Sol tendrá que espolear a los
caballos 7. Pero se trata de una transgresión a la regla to­
talmente excepcional dado que todos los dioses tienen buen
cuidado de acatarla. Hera es sagaz y disfruta con la cons-
Distribución del tiempo 73

piración y el espionaje. En más de una ocasión ha sabido


persuadir al Sueño para que adormezca a Zeus y conseguir
que fracasen así sus planes 8. Un día interrumpió la gesta­
ción de una mujer en el séptimo mes y alargó más de la
cuenta el embarazo de otra, Alcmena, amante de Zeus de
quien esperaba un hijo: quería retener el nacimiento del
bastardo de su rival, anunciado por Zeus con gran impru­
dencia, y que en su lugar naciera otro niño. Al anticipar un
alumbramiento y retrasar la llegada de otro, Hera se toma
la libertad de modificar una periodicidad natural y divina
que, en principio, es idéntica en todos los cuerpos femeni­
nos 9. De manera análoga, cuando Ulises regresa a Itaca,
otra diosa astuta, Atenea, impide a la Aurora el enganche
de los caballos: de esta manera la claridad del alba, enemiga
de los amantes, no llegará tan pronto a los esposos que
apenas se han reencontrado l0.
El Sol, la Aurora, la Noche y el Sueño son divinidades
móviles. Siempre vuelven a reemprender el mismo viaje y
hacen del tiempo una sucesión de fases y momentos con
cualidades propias y coloridos incomparables. Con sus idas
y venidas, su presencia o ausencia en uno u otro punto del
espacio, estas divinidades introducen la discontinuidad y la
repetición en el cielo. Para los olímpicos respetarlas signi­
fica reconocerlas como seres de su misma condición, dota­
das de poderes autónomos y temibles. El inducirlas a que
excepcionalmente renuncien a la rutina denota o bien un
manejo diplomático o bien un abuso de poder que no tiene
por qué modificar el indispensable equilibrio del cosmos.
Del mismo modo, las divinidades del Tiempo temen al dios
soberano. Cuando Hera le pide al Sueño que duerma a
Zeus —quiere apartarlo mientras que Poseidón ayuda a los
griegos—, el hermano de la Muerte le confía sus temores:

¡Hera, venerable diosa, hija del gran Crono! Fácilmente ador­


mecería a cualquiera otro de los sempiternos dioses y aun a las
corrientes del río Océano, que es el padre de todos ellos, pero
no me acercaré ni adormeceré a Zeus, hijo de Crono, si él no lo
manda " .
74 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Atenea llevando la egida, con el casco y la temible casaca adornada con


cabezas de serpientes erguidas y sibilantes. La hija de Zeus, subida en un
carro de guerra, sujeta la lanza y las riendas mientras que a su lado ca­
mina Heracles, su protegido, cubierto con una piel de león y armado con
una clava. Anfora, siglo vi antes de J. C. Museo del Petit Palais, París. F.
Bulloz.
Distribución del tiempo 75

El Sueño no ha olvidado el día en que se atrevió a sumir


en el sopor al rey de los dioses bajo el mandato, también
en esta ocasión, de su esposa: al despertar Zeus le hubiera
sin duda arrojado al Ponto, si la Noche no le hubiese sal­
vado, rauda Noche a quien Zeus debe rendir honores ,2.
Una sola vez la Aurora se había desentendido de su trabajo,
causando así el desorden en el cielo: el día en que su hijo
Memnón, príncipe de los etíopes, murió en el campo de
batalla a manos de Aquiles. Aquel día «el color bermejo
que anuncia la mañana palideció y el cielo se cubrió de
nubes». Fue Ovidio 13 quien relató el riguroso luto de la
diosa, su viaje al Olimpo, la visita a Zeus y la petición de
honores para su hijo. Aquel día dioses y hombres fueron
conscientes del valioso trabajo de la Aurora, una labor que
ella recuerda al soberano: impedir que la Noche traspase
sus límites H. Nos hallamos, pues, ante una delimitación de
la extensión del tiempo, un mutuo reconocimiento de de­
rechos, competencias y atributos: el orden instaurado por
Zeus tras las desgarradoras luchas que asolaron la familia
de los dioses está basado en el reparto y la moderación.
El Sol que todo lo ve y la Aurora de rosados dedos, la
rauda Noche y el dulce Sueño son personajes vivos con
biografía y memoria, sentimientos, pasiones y una concien­
cia muy clara de sus funciones y su rango. Podríamos pre­
guntarnos si el día, la propia jomada, tiene así mismo una
imagen mítica. Hesíodo incluye al Día entre los hijos de la
Noche l5. Pero en el mundo homérico, un día es el inter­
valo entre el alba y la noche, el período de claridad que
inaugura la Aurora y prolonga el Sol en su travesía celeste.
Es un espacio de tiempo, recortado en la extensión tempo­
ral y dispuesto a recibir los sucesos que van a llenarlo. Un
día es una porción de tiempo; sin embargo, el día puede
ser un punto en el tiempo, una fecha en la que se cumple
un destino o se realiza una hazaña —día fatídico, día de la
libertad, día del regreso. Calificado por lo que resulta ser
un soporte, el día parece ser una cosa, un objeto concreto,
que podemos alejar, destruir o arrebatar, o bien algo que
se aproxima I6. Posee una realidad sustancial e incluso un
76 L a vida cotidiana de los dioses griegos

peso físico: Zeus pesó en una balanza de oro los días de


los aqueos y de los troyanos, de Héctor y Aquiles. El de
mayor peso, el que estaba más colmado de fatalidad, desig­
naba a los perdedores y al héroe cuya muerte se veía cer­
cana 17. En este sentido concreto, el día fatídico parece te­
ner vida y es el otro nombre de Kér, el dios de la muerte.
Si bien el día en sentido cosmológico no es una divini­
dad y no goza de una identidad personal, el segmento tem­
poral que representa proporciona, sin embargo, una refe­
rencia esencial para la vida divina. Las estaciones no pasan
por el país de los olímpicos; el transcurso de los meses y
los años resulta indiferente para los dioses. Existe un pasa­
do —del que se guarda memoria— y un futuro —para el
que se hacen proyectos—, pero futuro y pasado se compo­
nen únicamente de días idénticos que no conducen a la
vejez. Los inmortales han nacido para siempre. Son conce­
bidos, alumbrados, crecen hasta la edad que les va a corres­
ponder y ahí se paran. A partir de ese momento sólo exis­
ten los días. La imposibilidad de morir sería una carga muy
difícil de soportar si la edad avanzara hasta el infinito. Sibila
y Titón, seres humanos divinizados, sufrieron esta agota­
dora inmortalidad, la desgracia de una vejez sin escapatoria.
Sibila, profetisa de Apolo y amada por él, recibió de su dios
un cruel obsequio: no moriría antes de volver a ver su tierra
natal. Pluricentenaria, demacrada y consumida —vivió en
lo sucesivo en una redoma y sólo su voz era perceptible—
suplicó un día a unos consultantes llegados de su patria, la
Tróade, que le enviaran una carta lacrada. Al ver el lacre,
hecho de tierra, pudo por fin librarse del suplicio. En cuan­
to a Titón, esposo de la joven Aurora, obtuvo el don de la
eternidad gracias a la intercesión de la diosa; pero olvidaron
precisar en la demanda que él conservara la juventud eterna.
Por ello, este inmortal sufrió la experiencia de un deterioro
lento y desesperanzado.
La vida de los inmortales se cristaliza a una edad deter­
minada que es inmutable. Es una vida puramente cotidiana,
pues sólo existen días que empiezan y terminan con el mo­
vimiento del Sol. Los dioses dan contenido, ocupan y dis­
Distribución del tiempo 77

tribuyen esos días que no están contados. Les imprimen la


huella de su actividad y preocupación. Existen asuntos in­
ternos y placeres privados, pero ante todo está la inmensa
atención que exige el mundo humano. Los dioses están ahí
por todas partes y en todo momento, como tácticos y es­
trategas, provocadores o combatientes. Adoptan todas las
fisonomías posibles y se esconden bajo cualquier rostro o
disfraz. Nada de lo humano les resulta extraño en esta gue­
rra que dirigen ellos por la fuerza y sobre todo mediante
la astucia, como si se tratara de un proyecto suyo. Están
omnipresentes en la contienda, sobre el terreno, como si
también allí se hallaran en su propia casa.

Placeres e inquietudes

Los dioses, a la vez amos y súbditos del tiempo cosmo­


lógico, son responsables del tiempo que viven los hombres,
de sus preocupaciones y de la respuesta a sus deseos. Tam­
bién en este ámbito disponen de un poder extraordinario,
cuyo ejercicio resulta, sin embargo, indisociable de la pro­
pia capacidad para verse afectados. La sensibilidad pasional
es la otra cara de la moneda del poder de acción. Precisa­
mente esta cuestión ha llegado a poner en duda la felicidad
de la vida de los dioses 18. ¿Felicidad olímpica, idéntica a
sí misma todos los días? ¿Compromiso en el mundo y en
lo cotidiano de la historia? Tenemos ai respecto un doble
discurso que es fundamental en la teología clásica ,9. Pero
volvamos al problema fáctico para plantear esta cuestión no
como reflexión filosófica, sino en su versión relatada: ¿cuál
es la distribución del tiempo de los dioses?
Imaginemos primero la ciudad de los olímpicos. Veá-
mosla a la manera romana, tal como la describe Ovidio a
sus lectores en Las metamorfosis:
Existe en el empíreo una vía que se divisa fácilmente en un
cielo límpido; lleva el nombre de Vía Láctea; a la vista se distin-
(’ue por su altura resplandeciente. Por este camino los dioses de
as alturas se dirigen a la residencia real, en donde vive el sobe-
78
L a vida cotidiana de los dioses griegos

rano que lanza el rayo. A derecha e izquierda se hallan, con las


puertas abiertas, los atrios frecuentados por la nobleza celeste; la
plebe vive aparte, en otros lugares; delante y a un lado, los dioses
poderosos han situado a sus penates. Así es la morada que me
atrevería a llamar, si se me permite, el Palatino del cielo .

Para los romanos, el mundo de los dioses es urbano, es


una réplica aérea de los elegantes barrios dispuestos para la
dolce vita de la aristocracia de la época de Augusto. ¿En
qué emplean su tiempo los dioses dentro de los palazzi? Al
parecer, la única actividad que se puede tener en cuenta es
el culto que rinden a los penates: dioses devotos y solícitos
de la piedad doméstica. Lo cual no parece causar una gran
preocupación. Sin embargo, el teatro de los palatia caeli no
se presenta, al principio de Las metamorfosis, para que se
representen escenas de apacible reverencia religiosa. Nada
de eso, ya que los dioses que se apresuran por la Vía Láctea
hacia la morada del rey se preparan para un momento di­
fícil: Júpiter, en uno de esos arranques de cólera que le
caracterizan, ha convocado una asamblea de urgencia. Si los
dioses tienen un cielo, ese lugar es sin duda para las reso­
luciones «políticas», el ejercicio del poder y la gestión de
los asuntos mundanos.
Por otra parte, podemos imaginarnos el Olimpo con un
paisaje griego, un espacio menos estructurado y menos ur­
bano. Aquí también hay casas (dómata), entre ellas la de
Zeus, lugar de asambleas y de banquetes divinos. En este
ambiente de esplendor21 pensemos en los inmortales en
general, en esos dioses a quienes se llama, en plural, «bien­
aventurados», «que llevan una vida fácil» y «sin preocupa­
ciones» 22. Aunque podríamos repetir los célebres versos de
la Odisea: «Allí transcurre entre la felicidad y la alegría la
existencia de los inmortales.» 23
Imaginemos ahora que asistimos a un diálogo homérico
bastante subido de tono, durante el cual una voz femenina
pero poderosa se levanta contra un esposo poco solícito:
«¿Quieres que sea vano e ineficaz mi trabajo y el sudor que
me costó, así como la fatiga de mis corceles?» Trabajo, fa-
Distribución del tiempo 79

tiga de los caballos y transpiración: sin duda éste es el des­


tino de los mortales, si no el de las bestias que se dejan la
piel ayudando a los hombres en las labores o huyendo a la
carrera ante la muerte. Parece razonable pensar que los bien­
aventurados inmortales, sin preocupaciones y de vida fácil,
deben hallarse muy lejos de ese mundo en el que unos cuer­
pos vulnerables se sienten agotados de fatiga y huelen a
sudor.
Y sin embargo, si indagamos sobre esta dama fuera de
sí, que protesta invocando su agotamiento, los corceles de­
rrengados y el «sudor que me costó», no hay que extrañarse
de que no se trate ni de una bestia ni de una mortal: «Tam­
bién yo soy una deidad y nuestro linaje es el mismo.» 24 Se
trata de Hera, hermana y esposa del señor del Olimpo. Esta
riña conyugal y las reivindicaciones por el justo reconoci­
miento de un trabajo agotador debemos situarlo en el co­
razón del mundo olímpico, en la mansión de Zeus, durante
una conversación entre él y su esposa.
Habíamos dicho que ese mundo era de beatitud, ausen­
cia de preocupaciones y vida fácil: la dolce vita. Nos en­
contramos con el agotamiento por un trabajo que hace su­
dar. Y no obstante seguimos con Homero e incluso con la
litada. Intentemos, pues, llegar un poco más al fondo del
texto y del significado de las palabras. Se nos podrá perdo­
nar que insistamos en la lengua, dado que el medio en el
que viven los dioses griegos es precisamente el lenguaje poé­
tico. Podríamos preguntarnos si las palabras de Hera no
son más que una simple figura estilística y si su «sudor»,
como el de un boxeador o una bestia, hay que tomarlo al
pie de la letra. Pero, ¿qué haríamos entonces con la trans­
piración de Hefesto, el dios de las fraguas al que Tetis halló
en el taller «bañado en sudor y moviéndose en torno a los
fuelles»? 25 Ahí el narrador afirma que, a su parecer, un
dios puede tener la piel sudorosa y debe tenerla así si tra­
baja. En resumen, el sudor está justificado y es legítimo en el
cuerpo de un olímpico. Aún más: incluso en el caso de que
quisiéramos a toda costa restarle importancia, tendríamos
que afrontar, aparte del sudor, todo aquello que lo provoca,
80 L a vida cotidiana de tos dioses griegos

a saber, la fatiga, el trabajo y las preocupaciones, ya que


Hera, en el momento en que se enfurece contra Zeus por
haber menospreciado sus hazañas, está defendiendo en rea­
lidad todo lo que ella hace por los griegos, todas las mo­
lestias que se toma por los aliados de los atridas contra
Troya y la familia de Paris. La fatiga es la exteriorización
más evidente de la preocupación, ksdos, que debería ser
ajena a los dioses, si se les llama aksdées (alfa privativa + ké-
dos). «Los dioses condenaron a los míseros mortales a vivir
en la tristeza, y sólo ellos están descuitados.» 26
En estas palabras de Aquiles encontramos uno de los
enunciados generales que se repite a lo largo de la litada y
que podríamos llegar a tomar al pie de la letra, como aque­
lla descripción de la visión de conjunto que aporta el texto.
Pero esto nos desorientaría totalmente, ya que si Aquiles
declara que los dioses son aksdées, por su parte los dioses
conocen el ksdos. Su madre, la diosa marina Tctis tan a
menudo desgraciada, se preocupa en numerosas ocasiones
por su hijo 27, ella está ksdoméns por él 28. Y además es el
propio Aquiles quien evoca los kaká ksdea, la «desgracia
cruel para su corazón» a la que los dioses van a poner fin 29.
El campo semántico de preocupación no es ajeno a los
dioses. Por el contrario y de una forma paradójica, si se
tiene en cuenta por una parte la frecuencia de uso de las
palabras pertinentes en relación con los sujetos divinos y,
por otra, la «definición» aparente de los dioses como ajenos
a la preocupación, se comprueba que la última es la excep­
ción y requiere por tanto algunas aclaraciones. ¿Acaso Aqui­
les está simplemente atacando a los dioses porque son in­
diferentes no ante los hombres, sino ante la desgracia de los
hombres? ¿Desea mostrar su desprecio por unos seres que
«no se molestan» en cierto modo como aquellos peces que
devoran «tranquilamente» los cadáveres humanos? 30 Se po­
drían hacer muchos comentarios sobre la frase pronunciada
por Aquiles. En resumen, cualquiera que sea el sentido atri­
buido al calificativo aksdées, resulta imposible ignorar el
enfrentamiento entre dos aspectos opuestos: la preocupa­
ción y la indiferencia que la / liada atribuye a los dioses.
Distribución del tiempo 81

Troya, ciudad abierta, sitiada por ios griegos. «Muertos mis hijos, escla­
vizadas mis hijas, destruidos los tálamos, arrojados los niños por el suelo
en el terrible combate y las nueras arrastradas por las funestas manos de
los aqueos» (litada, canto XXII, v. 62-65). Copa, firmada Brygos, 490-480
antes de J. C. Museo del Louvre, París. F. Lauros-Giraudon.

Sobre este punto se podría plantear la objeción de la


discontinuidad del texto homérico, su composición e histo­
ria. Por supuesto no hay que descartarla. La incoherencia
—cualquiera que sea la razón— es real y profunda, y viene
de muy atrás. Se observó ya en la época clásica como un
fallo inherente a la antigua teología, como una indecisión
sobre la propia naturaleza de las divinidades 31.
Por consiguiente los dioses no ignoran las preocupacio­
nes. Aún más: si existe relato, si se cuenta la vida —d e jo s
hombres y de los dioses—, es precisamente porque su ktdos
está siempre a flor de piel y listo para convertirse en aten­
ción, afecto, protección o ira, castigo y venganza. La preo­
cupación divina es, en sentido literal, el motor de la histo­
ria.
82 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Zeus y H era en acción

Observemos a dos divinidades responsables y sobera­


nas, Zeus y Hera, y dos maneras de actuar ante las preo­
cupaciones. En uno de los primeros sucesos que relata la
¡liada, Aquiles, el hijo de Tetis, está ciego de ira. Agame­
nón le ha ofendido y siente deseos de matarle. Coge su
espada. ¿Se lanzará? Una diosa interviene. El héroe se para
y recobra la sangre fría. El asesinato del rey se evita por
muy poco. Esta escena ha sido estudiada por P. Vidal-Na-
quet desde el punto de vista de la experiencia temporal:
Para el observador humano, el tiempo es pura confusión. Aqui­
les desenvaina y envaina luego la espada, sin que los presentes
comprendan esta secuencia temporal. De hecho Atenea, invisible
para los demás, le ha hablado y su discurso, como explica
R. Schaerer, pone ante él la perspectiva del tiempo 32.

Desde el punto de vista de la inteligibilidad, existe una


oposición real entre los espectadores humanos y Atenea,
frente a Aquiles que gesticula con la espada. Y es Atenea
quien introduce esta oposición, como señala P. Vidal-Na-
quet, mediante su intervención, por su presencia y el interés
que siente en aquel momento por lo que ocurre en la gue­
rra. Una diosa irrumpe en el tiempo de los hombres, que
muy bien podría transcurrir con plena autonomía, para in­
terrumpir e invertir el curso de los sucesos y remodelar el
futuro de los héroes. Pero, ¿por qué está allí Atenea? ¿Qué
la lleva a ese lugar? Literalmente la preocupación, el kédos
de Hera. «Me envía Hera, la diosa de los niveos brazos que
os ama a entrambos y por vosotros se preocupa (kedomé-
nS).» 33 Con estas palabras se presenta. Al principio de la
1liada, los héroes parecen actuar por el impulso de movi­
mientos instantáneos y estar sujetos al presente inmediato
—él me ofende y yo, raudo, le mato; pierdo una cautiva y
exijo otra inmediatamente; ¿reclamas a tu hija?, márchate
sin demora; ¿quieres la parte que me corresponde del bo­
tín?, ahora mismo me largo. Reaccionan sin esperar a más,
con la rapidez con que se elevan los humores: cólera, ira,
Distribución del tiempo 83

rencor. La celeridad es una característica de su poder y una


función del honor: no se puede tolerar una ofensa. Por otra
parte, una diosa se desliza en este ritmo trepidante de ac­
ciones, deseos y discursos para decretar una tregua, reservar
un espacio de tiempo a la espera, al intercambio diferido, a
lo que llamaríamos el sereno placer de la venganza. Atenea
le enseña a Aquiles un placer diferente, menos ardiente y
más provechoso: el del proyecto, el placer que se saborea
por anticipado y que va más allá de la tiranía impuesta por
el «ahora» del deseo heroico. Pero esta perspectiva de pa­
ciencia está engendrada por una actitud divina, la preocupa­
ción y, concretamente en este caso, una abnegada preocupa­
ción.
En resumen, los desvelos de Hera modelan el tiempo de
la ¡liada y salvan el relato, como señala P. Pucci 34. Al de­
tener a Aquiles cuando está a punto de matar a Agamenón,
el ksdos divino, opuesto a la presteza heroica, hace posible
e inaugura expresamente el porvenir relatado. Y no veremos
que decaiga esta preocupación generadora de historia. Por
su causa los argivos van a reaccionar ante la lluvia de flechas
devastadoras que lanza Apolo a su ejército 35 y Atenea, e
incluso la propia Hera, se pondrán en peligro siempre que
los efectos de otra voluntad, la de Zeus, las induzca a preo­
cuparse por el futuro de los mortales a quienes protegen.
En cuanto a Zeus, su acción sobre el destino de los
mortales se despliega en dos momentos —uno justo al prin­
cipio y el otro al final de la ¡liada— en los que «siente gran
inquietud (kédetai) y se compadece». Estas dos ocasiones
de solícita preocupación marcan el principio y la termina­
ción de las vicisitudes que sufrirán los hombres a causa de
una disputa entre héroes que tan sólo cobra importancia al
convertirla un dios en asunto personal. Para empezar, Zeus
se inquieta y se compadece —o al menos lo aparenta— por
el rey griego Agamenón. Por eso, dice, le envía un sueño
a partir del cual se inicia todo el drama 36. Mientras que
Apolo ha bajado del Olimpo para llevar a cabo su venganza
y cerrar así un ciclo de intercambio de violencias, Zeus
interviene para comprometer a todo el mundo, hombres y
84 L a vida cotidiana de los dioses griegos

dioses, en una nueva ola de actos sangrientos. El ksdos cons­


tituye para Zeus, al igual que para Hera, pero al servicio de
una estrategia diferente, un elemento dinámico primordial
con capacidad para iniciar el curso de los sucesos así como
para paralizarlos. Cuando de nuevo Zeus se preocupe y se
compadezca, lo hará por otro soberano, el troyano Pría-
mo 37. Y en virtud de esa inquietud decidirá establecer una
tregua. Será el final de la Ilíada.
Como se ve, la Ilíada es muy clara en el lenguaje y la
estructura: no existe por una parte el tiempo y por otra la
preocupación, como si fueran dos nociones independientes.
Por el contrario, esta última será la manera divina de que
exista el tiempo y de estar los dioses junto a los hombres.
Esto significa que la primera visión del mundo en la
antigua Grecia de la cual poseemos un relato continuo y
reconocido, plantea la relación del tiempo con la preocupa­
ción como constitutiva de la experiencia de tiempo. Hay
que observar, sin embargo, que se trata de sujetos cuyo
atributo principal y distintivo es la inmortalidad. Ahora
bien, si en el hombre la preocupación es la manera habitual
de estar en el tiempo, es debido —según una reflexión con­
temporánea muy conocida— a la muerte, con el fin de man­
tenerla alejada, lo cual resulta trivial y no del todo cierto.
Se trata de imprimir en lo cotidiano una ocupación y una
preocupación, no asumiendo por tanto el destino para el
cual cada uno de los mortales viene al mundo. Pero en la
Ilíada los hombres —cuando son héroes— van adelante y
salen siempre al encuentro de la muerte. Para ellos, el día
que cuenta es aquél en que posiblemente morirán. Los días
corrientes se suceden sin brillo, insignificantes. Por el con­
trario, los dioses viven su inmortalidad llena de inquietudes
y en una sucesión de días semejantes. Lo cotidiano, y por
tanto lo ordinario, es la dimensión de la vida de los dioses,
en la cual la ausencia de la muerte descarta cualquier he­
roísmo. Porque no tienen nada que perder. ¿No podrían
parecer, en opinión de algunos, ridículos pequeñoburgueses
alienados?38
Distribución del tiempo 85

Inquietudes y peligros

Y sin embargo, en sus hazañas en el campo de batalla,


los olímpicos llegan a rozar la muerte como si de un peligro
real se tratara. Los dioses, vulnerables, son heridos. De la
carne desgarrada por el hombre brota sangre no humana,
aunque no deja por ello de ser menos valiosa para su vida.
Los dioses sufren y recurren a los cuidados médicos: un
experto facultativo se halla permanentemente en el Olim­
po 39; se aproximan a lo más aciago. Ares confiesa que ha
estado a punto de quedarse en el campo de batalla entre los
cadáveres cuando Diomedes, con la ayuda de Atenea, le ha
herido 40. El héroe, semejante a un dios, se había lanzado
con un terrible grito de guerra sobre el dios verdadero.
Atenea, invisible al haberse puesto el casco de Hades, se
hallaba a su lado: ella misma cogió con una mano la lanza
que había arrojado Ares y la desvió; luego, con todas sus
fuerzas apuntó el arma de Diomedes «a la ijada de Ares,
donde el cinturón le ceñía». La «hermosa piel» del broncí­
neo dios se desagarró y su voz clamó «cual grito de nueve
o diez mil hombres que se hallaran luchando en la guerra».
De regreso al Olimpo, Ares muestra a Zeus la herida y la
inmortal sangre que de ahí mana. Suspira y se lamenta:
«¡Siempre los dioses hemos padecido males horribles que
recíprocamente nos causamos para complacer a los hom­
bres!» 41 Celoso de Atenea y de las preferencias que le con­
cede su padre, Ares la acusa de haber provocado e incitado
a Diomedes. En cuanto a él, admite sin mayor vergüenza
que sólo la huida le ha salvado del peor de los peligros: «Si
no llegan a salvarme mis ligeros pies, hubiera tenido que
sufrir horrores entre espantosos montones de cadáveres, o
quedar inválido, aunque vivo, a causa de las heridas que me
hiciera el bronce.» 42
Como vimos antes, Afrodita también fue herida por la
pica de Diomedes; al igual que Ares, pudo escapar de su
enemigo gracias a la huida. Con ayuda de Iris regresó al
Olimpo y se refugió en el regazo de su madre, Dione, quien
la recibe en sus brazos, la acaricia y consuela. ¿Quién ha
86 L a vida cotidiana de los dioses griegos

tenido el valor de maltratar a su querida hija? Afrodita cree


que es un simple mortal, un guerrero que se atreve a com­
batir con los olímpicos. Pero su madre la desengaña: Dio-
medes no es más que un ejecutor. Atenea, que odia a su
rival, le ha instigado a ello. Y, al igual que Ares, Dione se
lamenta de que por culpa de los hombres los dioses se pe­
leen entre sí:
Sufre el dolor, hija mía, y sopórtalo aunque estés afligida; que
muchos de los moradores del Olimpo hemos tenido que aguantar
ofensas de los hombres, a quienes excitamos para causarnos, unos
dioses a otros, horribles males. Las toleró Ares, cuando Oto y el
fornido Efialtes, hijos de Aloeo, le tuvieron trece meses atado con
fuertes cadenas en una cárcel de bronce: allí hubiera perecido el
dios insaciable de combate, si su madrastra, la bellísima Eribea,
no hubiese recurrido a Hermes, quien sacó furtivamente de la
cárcel a Ares casi exánime, pues las crueles ataduras le agobiaban.
Las toleró Hera, cuando el valeroso hijo de Anfitrión la hirió en
el pecho diestro con trifurcada flecha; vehementísimo dolor ator­
mentó entonces a la diosa. Y las toleró también el ingente Hades,
cuando el mismo hijo de Zeus, que lleva la égida, disparándole
en la puerta del infierno una veloz saeta, a él, que estaba entre
los muertos, le entregó al sufrimiento: con el corazón afligido,
traspasado de dolor —pues la flecha se le había clavado en la
robusta espalda y abatía su ánimo—, fue el dios al palacio de
Zeus, al vasto Olimpo 43.

En opinión de Ares y de la meditativa Dione, los graves


accidentes que hacen brotar la sangre de los dioses son de
origen divino. Estos habitantes del Olimpo parecen con­
vencidos de que, detrás del mortal que levanta la mano
contra uno de los suyos, se esconde en realidad un adver­
sario de su propia raza. El hombre que se deja persuadir
para atacar a un dios a sabiendas, es simplemente un pobre
idiota que ignora el destino que le espera. Por los hombres,
a causa de los hombres y en el país de los hombres, los
dioses llegan a conocer el peligro, pero en cualquier caso,
estas aventuras forman parte de la historia olímpica. Se diría
que la razón última de todo ello es la excesiva preocupación
por los hombres: los dioses se interesan demasiado por los
efímeros vivientes y de ahí proviene la experiencia de ríes-
Distribución del tiempo 87

go. En definitiva, ¿vale la pena todo eso? ¿N o es una locura


dedicar tantas atenciones y poner en peligro la propia paz
y felicidad por unos seres tan frágiles y despreciables? El
problema a veces se plantea explícitamente, como si los in­
mortales soñaran con la ataraxia. Un día, Ares pierde a
Ascálafo, hijo nacido de una mujer mortal y por quien sien­
te gran amor; el joven héroe ha muerto en el campo de
batalla. Y he aquí que este dios guerrero, azote de los mor­
tales, se siente afligido por la desaparición de un hombre,
de su propio hijo. Ciego de ira, quiere vengarlo. Ya está
dispuesto a coger las armas y salir corriendo de la asamblea.
Sus caballos están listos. Pero Atenea le alcanza y le quita
el casco y la pica. Ares estaba dispuesto a desafiar el rayo
de Zeus —que había prohibido cualquier intervención mi­
litar—, aunque su destino fuera caer tendido entre los muer­
tos, entre la sangre y el polvo. ¡Cuánta locura e impetuo­
sidad! Al parecer Atenea conoce mejor que Ares que los
hombres nacen para morir y que «es difícil conservar todas
las familias de los hombres y salvar a todos los indivi­
duos» 44. Seguramente la diosa de ojos garzos pensó en las
consecuencias, en la terrible cólera de Zeus, y halló un fácil
argumento para apaciguar al impetuoso Ares. Pero ella no
es la única en evocar el disgusto que le produce la agitación
y los problemas que provocan las relaciones con los hom­
bres. En otro momento, cuando casi todos los olímpicos se
hallan en el campo de batalla peleando unos contra otros,
se escuchan dos voces que recuerdan que no vale la pena
atormentarse y combatir entre dioses por unos simples mor­
tales. Al decir esto, Hera apartará a Hefesto del ensaña­
miento con que hacía hervir y arder a Janto, el río-dios 45.
Por idéntica razón, Apolo rechaza el desafío de su tío, Po-
seidón:
¡Batidor de la tierra! No me tendrías por sensato si comba­
tiera contigo por los míseros mortales que, semejantes a las hojas,
ya se hallan florecientes y vigorosos comiendo los frutos de la
tierra, ya se quedan exánimes y mueren. Abstengámonos, pues,
de combatir y peleen ellos entre s í46.
88 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Duelo con una divinidad detrás de cada combatiente. A la izquierda Ate­


nea y a la derecha Hermes gesticulando y atendiendo a su héroe. Anfora,
pintor de Andoxtdes, 530-320 antes de J. C. Musco del Louvre, París. F.
Alinari-Viollet.

Los dioses no deben enfrentarse entre ellos por unos


simples mortales. Esta alusión se repite a menudo. De cuan­
do en cuando, un olímpico retrocede; el peligro le frena y
se da cuenta de que es inútil sufrir o hacer sufrir a un
semejante por la salvación momentánea de un ser que está
destinado a la muerte. La desconfianza epicúrea hacia unos
dioses ausentes, indiferentes, no comprometidos, está sin
Distribución del tiempo 89

duda justificada. Sin embargo, la verdadera conducta de es­


tos dioses se inclina hacia el compromiso, al lado de los
hombres y en su trayectoria. Tenemos testimonios a lo lar­
go de toda la epopeya. De hecho los dioses son audaces y
temerosos, generosos y francamente ruines; tan pronto en­
cuentran normal el pelear a muerte, como el preservar su
«hermosa piel». En Ares y Atenea esta alternancia se per­
cibe con claridad: Atenea puede proponer a su hermano la
retirada del combate 47 para, poco después, atacarle y clavar
la pica de Diomedes en su ijada 48. Existe sin duda una
lógica en estos cambios de humor. Pero lo esencial parece
ser que el campo de lo posible se despliega ampliamente
ante los dioses. Algo tan vasto y tan rico como el deseo y
la posibilidad de esquivar los golpes —los olímpicos pueden
salir volando y desaparecer en cualquier momento— coe­
xiste con la admitida eventualidad del sufrimiento. Lo po­
sible llega incluso al extremo del peligro de muerte.
CAPITULO IV

EJERCER DE DIOS: U N ESTILO


DE VIDA

L
A Tierra está agotada; los hombres son una gran
carga. Solicita, pues, del gran Zeus un remedio que
la alivie. El soberano del Olimpo, conmovido, piensa en
una solución radical: diezmar la pululante masa de huma­
nos. Pero no lo hará de forma instantánea ni fulminante.
Una larga estrategia se va poniendo en marcha. Habrá un
matrimonio entre un mortal y una diosa, Peleo y Tetis, y
de él nacerá un héroe extraordinario, Aquiles. Zeus, perso­
nalmente, seducirá a una joven princesa, Leda, para engen­
drar a Helena, de inmensa belleza. Alrededor de la biografía
de estos dos personajes se tejerá el destino de la raza hu­
mana en la guerra de Troya, verdadero genocidio planeado
por un dios. El sabio Proclo resume así los hechos:
Zeus delibera con Temis sobre cómo provocar la guerra de
Troya. Eris aparece cuando los dioses festejaban la boda de Peleo.
Procura que una desavenencia enfrente a Atenea, Hera y Afrodita
para saber cuál de las tres es la más hermosa. Zeus ordena que
Hermes las lleve ante Paris-Alejandro, que vive en el Ida, para
que éste haga de juez. Alejandro elige a Afrodita, entusiasmado
ante la ¡dea de casarse con Helena. Después, siguiendo los con­
sejos de Afrodita, construye una flotilla de barcos [...]; Alejandro
llega a Lacedemonia, en donde es recibido como huésped por el
hijo de Tindáreo y más tarde en Esparta es acogido por Menelao.
Durante un festín, Helena recibe los obsequios de Alejandro. Des­
pués Menelao embarca hacia Creta tras haber recomendado a He-
92 L a vida cotidiana de los dioses griegos

lena que atendiera a los huéspedes hasta su partida. Entonces es


cuando Afrodita consigue que Helena caiga en brazos de Alejan­
dro.

Y, sin sospecharlo, toda la humanidad se ve metida en


el engranaje.
La Iliada no relata ninguno de estos episodios que apa­
recen en los Cantos ciprios, gran epopeya perdida de la que
no se conserva más que este lacónico resumen y algún otro
pasaje. En el siglo V antes de nuestra era, Eurípides recurrió
a este tema para contar de nuevo la historia de Helena y
justificar plenamente a la hermosa mujer, dándole su propio
destino. En lugar de presentarla como una mujer frívola y
conscientemente infiel, Helena debe ser considerada, según
Eurípides, como «el objeto demasiado hermoso» (kallísteu-
ma) de quien se han servido los dioses para «enfrentar a
griegos y frigios y provocar muertes con el fin de aliviar a
la Tierra, ofendida por los innumerables mortales que la
cubrían» ’ . Pero incluso en la 1liada, ese maravilloso cuerpo
programado para ser el azote de la humanidad y arrojado
por Afrodita en brazos de su huésped, no opone ninguna
resistencia ante la voluntad que lo dirige. Y nadie puede
escaparse a él. Helena, belleza fatal —en sentido propio—,
apremiante e irresistible, provoca el deseo como respuesta
inmediata, automática e ineludible a su presencia. El hom­
bre que sucumbe, atrapado por la anánke, la necesidad eró­
tica, no tiene nada que hacer. Los viejos troyanos de la
Ilíada lo saben muy bien cuando la ven caminar y subir a
las murallas: «N o es reprensible que los troyanos y los
aqueos, de hermosas grebas, sufran prolijos males por una
mujer como ésta, cuyo rostro tanto se parece al de las dio­
sas inmortales...» 2 Helena, belleza divina, materializa un
destino divino. «Pues a ti no te considero culpable —le dice
Príamo—, sino a los dioses, que promovieron contra noso­
tros la luctuosa guerra de los aqueos.» 3
¿Qué ocurre en esta historia con la decisión (krísis) de
París? El deseo le viene dictado y éste no es sino el cóm­
plice de las intenciones de Zeus, quien sabe que los encan-
Ejercer de dios: un estilo de vida 93

tos de Afrodita triunfarán sobre la atracción del poder mi­


litar y la soberanía. Si Helena es ofrecida a un mortal, la
respuesta es previsible. Por lo tanto, las estrategias de los
dioses se apoyan a veces en las pasiones de los hombres 4.
En este caso concreto, la suerte de toda la humanidad está
en juego. Los mortales, esa pesada carga que hay que arro­
jar del espacio en que viven, no tienen más remedio que
tomar consciencia de su finitud: pensar que son tan efíme­
ros como las hojas de una estación y demasiado sensibles
con los impulsos de su ser.

El juicio de París, preludio de la guerra de Troya. Copa, pintor Makron,


ceramista Hierón, 490-480 antes de J. C. Staatliche Museen Preussischer
Kulturbesitz, Berlín. F. J. Tietz-Glacow.

Reacciones divinas

Llegó el sueño a las tiendas de los guerreros griegos. Las


naves estaban amarradas algo más lejos. El dios arquero,
negro como la noche e invisible, se puso al acecho. La única
señal, sonora, de su presencia era el resonar de las flechas
en el carcaj. De repente, se produjo un terrible chasquido:
la primera flecha había sido lanzada. Después todo se de­
sencadenó: animales y hombres quedaron diezmados. Las
94 L a vida cotidiana de los dioses griegos

flechas de Apolo volaron durante nueve días, en los cuales


lo único que ocurrió fue que el dios masacró sin tregua.
«En el décimo día, Aquiles convocó al pueblo a junta.» 5
¡Ya era hora! Por fin reaccionaba algún hombre: la respues­
ta a la incursión desleal y feroz de Apolo es una prudente
iniciativa. Sin embargo, este hombre que ha sido el primero
en tener presencia de ánimo para convocar a príncipes y
guerreros sólo actúa motu propño en apariencia. Una vez
más es la diosa de los niveos brazos, Hera, quien pone este
pensamiento en su corazón 6.
Por lo tanto no son los hombres los que se rebelan ante
el azote de Apolo: es otra congénere suya, otra olímpica,
la que azuza y moviliza a las víctimas de su rival. Hera, fiel
a su alianza con los griegos, contra la ciudad del impruden­
te París, no tolera que se extermine a sus amigos. Mejor es
no plantearse qué hubiera ocurrido si una diosa del Olimpo
no se hubiera preocupado por su suerte. La inercia de los
mortales nos sorprende, pero hay que habituarse al insólito
papel que juegan los hombres en ese teatro de sombras que
atraviesan. Los mortales, tan pronto ágiles y rápidos en la
acción como paralizados por el estupor, responden de for­
ma discontinua ante los sucesos que llevan una señal divina.
En el orden del día de la junta de los griegos se plantea
una única cuestión: ¿cuál ha podido ser el error que ha
provocado las represalias de Apolo? Si el motivo fue algún
voto o hecatombe, quizá quemando grasa de corderos y de
cabras se le consiga apaciguar. Los dáñaos, indecisos y preo­
cupados, pero convencidos de haber cometido alguna falta,
preguntan al hombre que ha recibido de los dioses el don
de conocer el pasado, presente y futuro. Pero Calcas los
desengaña: no es un olvido cultural lo que ha enfurecido a
Apolo. Se trata de una afrenta al honor de uno de sus sa­
cerdotes, a Crises, a quien el rey Agamenón se negó a de­
volver la hija que fue hecha prisionera al tomar la ciudad
de Crisa. El anciano había ido a ofrecer un rescate a cambio
de su hija, pero el rey griego le había ofendido con su
negativa. Ahora bien, este insulto a Crises se dirige también
al dios Apolo, pues el sacerdote viste sus colores: a partir
Ejercer de dios: un estilo de vida 95

de ese momento, la joven tendrá que ser devuelta al propio


dios sin rescate y además con un gran sacrificio, una heca­
tombe, como desagravio. Con estas condiciones cesarán las
desgracias 7. Agamenón acepta: «Puesto que Febo Apolo
me quita a Criseida, la mandaré en mi nave con mis ami­
gos.» 8 Pero para salvar su prestigio y no verse desfavore­
cido respecto a los otros paladines, decide llevarse a otra
mujer cautiva: a firiseida, la que le había correspondido a
Aquiles en el reparto del botín.
He ahí, pues, la primera acción: la venganza de un dios
irritado, frenético, ciego de ira. La escena de la litada co­
mienza con los estragos que causa Apolo. Desde el princi­
pio, la presencia divina se manifiesta con la furia. Suscep­
tibilidad, resentimiento y violencia criminal: es decir, que
los olímpicos no son ni más prudentes ni menos pasionales
que los hombres. Agamenón sufrió esta triste experiencia
el día en que en Aulide —era una etapa del camino a Troya,
la flota estaba amarrada, el ejército acampado y el rey se
distraía con la caza— se le escaparon por imprudencia unas
cuantas palabras de las que se iba a arrepentir el resto de
su vida. «¡Ah, qué hermosa cierva acababa de abatir! ¡Ni
la propia Artemisa lo hubiera hecho mejor! «El rey estaba
orgulloso de su captura y olvidó lo que ningún mortal de­
bía ignorar: el hecho de que los dioses, todos los dioses,
aborrecen la idea de que se les aventaje. Imprudencia y
lamentable vanidad que no perdonó la hermana de Apolo,
la Cazadora: una repentina tempestad se levantó en el mar,
y Calcas, el reputado adivino, descifró en esas señales la
cólera de la diosa. Para conseguir su perdón, el propio rey
debía sacrificar a su hija. Agamenón accedió a degollar a
Ifigenia —aunque esta acción le costaría muy cara—, pero
en el instante en que el sable iba a hundirse en la garganta
de la víctima, Artemisa colocó una cierva en su lugar. Nadie
se dio cuenta de ello 9.
Antes de ofender a Apolo, Agamenón había provocado
a Artemisa; en ambos casos la respuesta es una cólera des­
piadada que sólo un sacrificio puede aplacar, pero para el
mortal se trata de un descuido, un error, una torpeza: em­
96 La vida cotidiana de los dioses griegos

peñarse en conservar a una cautiva porque es hermosa y


presumir de haber cazado una buena pieza. ¿Tan grave es
eso? Y sin embargo resulta suficiente para desencadenar los
ataques de ira en los habitantes del Olimpo. Los hombres
se ven expuestos a los humores de los dioses y éstos se
sienten ofendidos por las mínimas torpezas que inevitable­
mente siguen cometiendo aquéllos. ¿Por qué un rey piado­
so como Agamenón no evita ese desliz gratuito con los dos
arqueros? Se diría que si hay unas normas elementales para
mantener unas buenas relaciones con los dioses, él o bien
las desestima o bien no las conoce. Y ¿por qué los dioses
no son más tolerantes con estos seres tan distraídos y con
tan escaso dominio sobre sus palabras y gestos? Ahí reside
todo el problema de la presencia de los dioses en la Tierra.
A nadie le está permitido ignorar la ley y cualquier infrac­
ción lleva consigo un castigo; pero, ¿existe acaso un código
penal?
Hay transgresiones voluntarias y premeditadas, como
por ejemplo cuando los compañeros de Ulises mataron y
se comieron a las vacas del Sol en Sicilia. Estos animales
estaban terminantemente prohibidos y eran intocables: los
hambrientos marineros fueron en contra de una orden ex­
plícita y desafiaron la venganza y cólera divinas.
Si irritado y deseoso de vengar a sus bueyes de retorcida cor­
namenta el Sol exige a los dioses la destrucción de nuestra nave
—dijo desesperado Euríloco—, prefiero morir de una vez tragan­
do el agua amarga de las olas que languidecer y morir en esta isla
desierta 10.

Estos desgraciados, abatidos por el hambre y amenaza­


dos por una muerte espantosa, prefirieron degollar a los
animales sagrados. Se dispusieron a ofrecer un sacrificio a
los dioses, dándoles la parte que les hubiera correspondido
en una verdadera inmolación. Y debido a las circunstancias,
toda la ceremonia resulta equívocamente correcta: se cogen
hojas de encina en lugar de granos de cebada, puesto que
no hay, y se hacen libaciones con agua porque se carece de
vino. La mayor paradoja es que se comparte con los dioses
Ejercer de dios: un estilo de vida 97

unas víctimas que pertenecen en su totalidad a un dios.


¿Hay que extrañarse, pues, si por su parte las bestias sacri­
ficadas no están realmente muertas? Los pellejos se movían,
las carnes que estaban en el asador empezaron a mugir y
las que todavía estaban crudas contestaron a sus mugidos.
Como era de prever, el Sol clamó venganza y amenazó con
hundirse en el Hades y brillar para los muertos, ya que ese
rebaño siciliano era su alegría cuando ascendía hacia los
astros del firmamento y cuando, al terminar su carrera, vol­
vía a la Tierra. Entonces Zeus le prometió lo que deseaba:
«¡Sigue brillando, Sol, ante los inmortales y sobre la Tierra
cereal, ante los ojos de los hombres! ¡En cuanto a los que
te ofendieron, te prometo hundir su nave en el proceloso
mar con mi lívido rayo!» 11 Así fueron exterminados quie­
nes se habían alimentado de carne sagrada.
La decisión consciente de desobedecer constituye, sin
embargo, un caso aislado; son pocos los ejemplos de ofensa
deliberada como el de los compañeros de Ulises o, aún más
grave, el de los pretendientes de Penélope. Estos olvidaban
sistemáticamente las más elementales ofrendas que se deben
rendir a los dioses en las comidas; jamás hacían sacrificios,
se lo comían todo. En la fiesta de Apolo, se proponen que­
mar en su honor patas de cabra... al día siguiente l2. Tam­
bién ellos, como ya sabemos, serán exterminados durante
una comida ese mismo día. Pero la mayoría de las ofensas
que provocan la cólera de los dioses son, llamémoslo así,
involuntarias: son más unos actos fallidos que unas decisio­
nes. «[...] De vez en cuando alguna infracción en el cuito a
los dioses llega a trastornar nuestra vida», medita con tris­
teza el Agamenón de Eurípides ,3. Y cuando los griegos son
el blanco de las flechas de Apolo, intentan recordar qué
graves afrentas han podido cometer para merecer aquello y
se preguntan si no han olvidado algún voto. En efecto, se­
mejante olvido hubiera sido imperdonable como demuestra
otra versión del sacrificio de Ifigenia. Según este relato, en
las fechas en que debía nacer su hija, Agamenón cometió
la imprudencia de prometer a Artemisa el más hermoso
fruto del año, sin sospechar el sentido de estas palabras
98 L a vida cotidiana de los dioses grieg o ;

—sin pensar en su propio fruto— ni preocuparse tampoco


de cumplir esta promesa. Pero la diosa no lo había olvidado
y un buen día reclamó lo que se le debía M. Puesto que, en
aquella lejana estación, el producto más hermoso había sido
la hija nacida en casa del rey, ésa era, pues, la criatura ele­
gida que había que sacrificar, siendo así la víctima de la
ambigüedad que encerraban las palabras de su padre. Esa
era la única condición que permitiría a la flota inmovilizada
reemprender el viaje.
Los griegos, diezmados por Apolo, se preguntaban an­
gustiados si habían olvidado algún voto o si habían omitido
algún sacrificio. Esta última pregunta es también muy opor­
tuna, ya que conocemos la historia de Eneo, el Vinatero
—muy devoto por lo demás—, quien no le dedicó a Arte­
misa los sacrificios de la siega, mientras que inmoló heca­
tombes en honor de los otros dioses. Esta diosa de nuevo
hizo aparecer un jabalí en sus viñas. Hubo destrozo de los
ricos campos y muerte de numerosos cazadores que habían
llegado para acabar con la bestia: sólo Meleagro, el hijo de
Eneo, consiguió matarlo. Pero Artemisa, contrariada, pro­
vocó entonces una contienda entre el grupo de cazadores:
«¿quién conseguiría la cabeza y la hirsuta piel?» De este
modo en lugar de un justo reparto lo que hubo fue una
guerra entre amigos 15.
A Apolo, cuyo furor es el azote de los griegos, no se le
niega ningún sacrificio de víctimas ni el cumplimiento de
ninguna promesa. Tampoco se le ignora como a menudo le
ocurre a su hermano Dioniso, cuyas repentinas apariciones
suelen dar lugar a malentendidos. Este dios, nacido de Zeus
y una princesa tebana, que le llevó en su muslo los últimos
meses de gestación, recibió el peor de los insultos por pane
de su familia materna: en Tebas fue recibido como un ex­
traño y se empeñaron en negar su naturaleza divina. Pero
su primo Perneo sufrió la más cruel prueba de la divinidad
de Dioniso al ser desmembrado como un tierno cervatillo
por su propia madre presa de la manía, la locura báquica.
En Atica, porque su efigie recién introducida no fue reci­
bida y tratada con honores, envió la enfermedad al sexo de
Ejercer de dios: un estilo de vida 99

los hombres: únicamente la institución de un culto digno


de él y las procesiones de falos pudieron apaciguarle. Tam­
bién en Atica urdió una buena trampa porque no se daba
el debido aprecio a su bebida —los campesinos considera­
ron que el vino era mortífero ya que producía sueño, y
mataron a Icario, el hombre que lo había dado a probar. Se
acercaba Dioniso con el aspecto de un adolescente en la flor
de la gracia y todos, pletóricos de deseo, querían seducirle.
Pero Dioniso efebo suscitaba el deseo para desaparecer lue­
go, dejando a los campesinos atónitos y con una erección
—priápica— en sus miembros viriles. Como veremos más
tarde en la segunda parte de este libro, el percance concluyó
con la ofrenda de estatuillas de madera 16.

Apolo, scnt.ulo con exquisita dclicadc/a en el borde de un elevado trípo­


de (instrumento del oráculo délfico), con un carcaj a la espalda y tocando
la cítara. Hidria, pintor de Berlín, 480-470 antes de J. C. Museo Vatica­
no, Roma. F. Anderson-Viollet.

Al Apolo de la ¡liada no se le subestima respecto a un


dios rival —lo que a veces le sucede a Afrodita cuando una
joven se consagra a Artemisa y a la vida virginal— ; no fue
malinterpretado, por estupidez, como le ocurrió a Deméter,
cuando sometía a un niño al fuego depurador para hacerle
100 L a vida cotidiana de los dioses griegos

inmortal y la madre de la criatura, demasiado curiosa, lanzó


un grito de espanto al descubrir la escena: la diosa, enfada­
da, dejó al niño con su condición de mortal y ordenó que
se instituyera el culto de los misterios de Eleusis 17. En la
virtualmente infinita gama de errores que irritan a los in­
mortales, en el caso de Apolo se trata de una ofensa pro­
ducida —por la vehemencia de la pasión-— a uno de sus
sacerdotes. Su venganza puede parecer fuera de lugar, ya
que Agamenón no sale herido mientras que sus hombres
mueren a docenas, y desproporcionada, pues si nadie hu­
biera intervenido, tampoco hubieran cesado de producirse
los estragos. Pero en el mundo de los dioses ningún criterio
preestablecido determina la escala de castigos. Lo mismo
los dioses pueden matar por «una palabra que se escapa de
entre los dientes» que por un sacrilegio urdido con toda
intencionalidad. Por tanto, los que han asesinado delibera­
damente a las vacas del Sol y aquellos cuyo delito es per­
tenecer a la armada de Agamenón mueren de igual modo.

M etam orfosis y suplicios

Apolo exige un espléndido sacrificio. En efecto, el sa­


crificio es el medio por excelencia de reconciliación entre
olímpicos y mortales. Esta norma sufre, sin embargo, gran­
des excepciones, ya que hay faltas que los dioses consideran
inexplicables y sancionan con un castigo definitivo. Toda la
tradición tardía de las metamorfosis da testimonio de ello:
si se comete un error, se deja de ser lo que se era y queda
transformado en otro —animal, planta, estrella—, adoptan­
do para siempre, en la permanencia o en la reproducción,
una forma que será significativa del suceso que provocó la
mutación. La comadreja, por ejemplo, pare por la boca—se­
gún los Antiguos— porque así se recuerda y se reactualiza
la acción de la joven Galintias, que, contra la voluntad de
Hera, anunció con boca mentirosa (ore mendaci) el parto
de Alcmena y el nacimiento de Heracles ,8. La araña, con
esa tela que vuelve a empezar ininterrumpidamente, perpe-
Ejercer de dios: un estilo de vida 101

túa el trabajo de Aracne, la vanidosa tejedora que un día se


preció de ser más hábil que Atenea: si teje mejor que la
diosa, pues ¡que lo siga haciendoí 19 Cruel ironía que hace
de un cuerpo y de la repetición de sus gestos o cualidades
naturales la viva transcripción de un desagradable recuerdo.
A veces, como en la historia de Níobe, muerte y metamor­
fosis se aúnan. Níobe, madre de seis hijos y de seis hijas,
se sentía dichosa y orgullosa de su progenitura. «Leto, de­
cía, tenía dos hijos: ¡ella una docena!» 20 Tanta soberbia la
pagaron con sus vidas los hijos de Níobe, pues Artemisa y
Apolo —los hijos de Leto— se repartieron equitativamente
la tarea de hacerlos perecer. Lanzando una flecha tras otra,
Apolo mató a los hijos y Artemisa a sus hermanas, mientras
que Níobe fue transformada en peñasco. Todo esto «por­
que Níobe pretendía compararse con Leto, la de hermosas
mejillas» 2I.
Muerte, metamorfosis: aunque los dioses también tienen
otras maneras de vengarse de quienes les ofenden. Están los
suplicios eternos, los castigos que, en el Hades, son el des­
tino de unos hombres sumamente insolentes. Ulises encon­
tró a tres de ellos: Tirio, Tántalo y Sísifo. Tirio, hijo de la
Tierra, estaba inmovilizado en el suelo: su inmenso cuerpo
yacía sobre nueve estadios, pero tan buena presencia no
servía para nada, ya que dos buitres que anidaban allí le
devoraban el hígado. El gigante pagaba así por su osadía,
al haber intentado seducir a Leto, la amante de Zeus 22.
Había transgredido las reglas de la decencia amorosa como
Ixión, personaje que, según otras versiones 23, había sido
recibido personalmente en la morada del rey del Olimpo.
Gozaba, por tanto, de un trato de favor, puesto que, cul­
pable por haber derramado la sangre de su suegro, se ha­
llaba en el destierro y deshonrado por todos los hombres:
sólo el gran Zeus tuvo la generosidad de darle asilo para
purificarle. Pero en agradecimiento a tan elevado favor,
Ixión había acosado con sus atenciones a Hera, la propia
esposa del amo de la casa. Como castigo ejemplar, le ató a
una rueda que daba vueltas sin cesar. Tántalo, por su parte,
sufrió otra tortura: de pie en el agua, veía que ésta se acer­
102 L a vida cotidiana de los dioses griegos

caba a sus sedientos labios, pero en cuanto intentaba beber,


se retiraba, tragada por la tierra. Justo encima de la cabeza
había ramas de árboles cargados de fruta —peras, granadas,
manzanas, higos, ...— ; al extender la mano, una ráfaga de
viento se las llevaba 24. Tántalo, sediendo, hambriento y
paralizado en un impotente deseo de alimentarse y beber,
sufría las consecuencias de un gesto «prometeico»: era in­
vitado de honor en la mesa de los dioses, pues Zeus le hacía
partícipe de sus pensamientos, pero perdió la oportunidad
de ser el favorito cuando robó a los inmortales, para rega­
lárselo a los hombres, el néctar y la ambrosía, alimentos
divinos a los que debía su propia inmortalidad 25. En cuan­
to a Sísifo, emblema moderno de la condición humana, pa­
gaba sus incontables canalladas y, sobre todo, el haberse
mostrado indiscreto con Zeus arrastrando hasta la cima de
una montaña un peñasco enorme que volvía a caer por su
propio peso, y así indefinidamente 26.
Pero además de los castigos perpetuos, existe una vía
más fácil para el desagravio y el intercambio entre dioses y
mortales: el sacrificio.
CAPITULO V

DELEITARSE C O N EL PLACER DE
VIVIR

^ I» XISTE alguna sociedad donde la comida no


^ J sólo sea el medio para llenar los estómagos y
aplacar la sed, es decir, saciar una necesidad natural? Los
griegos, con una exquisita sensibilidad para la función sim­
bólica y social de los actos relacionados con la alimenta­
ción, pusieron en práctica el almuerzo, el banquete y el
simposio con la etiqueta y el arte que se hallan asociados a
esos momentos de intenso encuentro, charla y sociabilidad.
Desde los diálogos filosóficos llamados «Banquete» o «Ban­
quete de los siete sabios» hasta las elocuentes y eruditas
conversaciones tituladas «Charlas de sobremesa», los sabios
eligieron la situación convival como la ocasión por excelen­
cia para ponderar la cultura La mesa implica el correcto
reparto, la invitación y la alternancia de papeles y es, por
tanto, el lugar idóneo para apreciar múltiples signos, ahí
donde los hombres hablan y se manifiestan y la cocina in­
troduce una estética que responde más a un deseo que a
satisfacer un apetito.
Placer y relación social son los dos aspectos más sobre­
salientes de los convites tanto en la ciudad como en el mun­
do de Homero. Sin duda existe un hambre física, visceral
y astrictiva. «La urgencia del triste banquete» 2 hace nece­
sario el sustento, pues un hombre no vale nada y ni siquiera
puede trabajar un día completo sin alimentarse.
104 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Eso da fuerza y valor. Estando en ayunas no puede el varón


combatir todo el día, hasta la puesta del sol, con el enemigo:
aunque su corazón lo desee, los miembros se le entorpecen, le
rinden el hambre y la sed y las rodillas se le doblan al andar 3.

La necesidad obliga a almorzar. Pero la cena y el desa­


yuno son ante todo agradables pausas en días agotadores 4.
En la comida, los hombres gozan del placer de vivir, inclu­
so los más humildes. El porquerizo Eumeo le confiesa a
Ulises: «A pesar de la dura vida, los dioses son complacien­
tes cuando le conceden a un mortal el placer de la carne y
la dicha de convidar a los amigos.» 5
Los dioses, al igual que los hombres y aún más que
ellos, son sensibles al placer que proporciona el compartir
un festín: con los olorosos vapores que les llegan de los
altares donde los mortales les ofrecen sacrificios, con el re­
parto de ambrosía y néctar durante los banquetes que ellos
organizan y también con la presencia, más frecuente de lo
que se cree, en las mesas de los hombres.

Apetitosos vapores

«¡Oyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa


y a la divina Cila y reinas en Ténedos poderosamente!» 6
El sacerdote a quien Agamenón había ofendido ha recibido
su desagravio. Le han devuelto la hija y entregado las víc­
timas para la sagrada hecatombe; ya se está preparando el
gran ritual del sacrificio expiatorio. Los asistentes se han
lavado las manos y han cogido un puñado de granos de
cebada. Escuchan la invocación de Crises a su dios para que
ponga fin al azote que diezma a los argivos. Con los brazos
extendidos hacia el cielo, el anciano dirige la plegaria al
señor de Crisa: la palabra establece primero el contacto en­
tre los mortales y el divino, antes de que las bestias que se
hallan alrededor del altar sean inmoladas. Apolo, de lejos,
escucha las palabras de su sacerdote.
Pero tras este preludio verbal, viene una sucesión de
D eleitarse con el placer de vivir 105

acciones: se esparce la cebada sobre la cabeza de los bueyes,


«se retira la cabeza hacia atrás, se degüella y desuella, se
separan los huesos de los muslos que se cubren por ambos
lados de grasa y se colocan alrededor pedazos de carne cru­
da» 7. De este modo se ofrece la parte que le corresponde
al dios, la primicia que le va servida en forma de vapores.
Los huesos, la grasa y la carne cruda «son colocados por
el anciano sobre leña encendida y rociados de oscuro
vino» 8. Sólo después de haber ofrecido al dios su alimento
etéreo, los hombres piensan en sí mismos. «Quemados los
muslos, probaron las entrañas; y descuartizando lo demás,
lo atravesaron con pinchos, lo asaron cuidadosamente y lo
retiraron del fuego.» 9
Por lo tanto se cocina, o más bien se hace un rápido
guiso, para el banquete de los mortales. Pero, «cuando hu­
bieron satisfecho el deseo de comer y beber», los mancebos
llenaron las cráteras y distribuyeron el vino para las liba­
ciones: todos los presentes le ofrecen las primicias a Apolo.
«Y durante el día los aqueos aplacaron al dios con el canto,
entonando un hermoso peán al Arquero.» 10 Apolo, agra­
decido, se siente contento.
En la escena de la ceremonia, el asado de la carne, su
reparto y el almuerzo de los hombres siguen y preceden a
los dos momentos que representan la verdadera finalidad
del sacrificio: hablar y apaciguar al dios mediante la invo­
cación, el convite y las reverencias. Desde este punto de
vista, la solemne liturgia del sacrificio a Apolo es ejemplar:
el festín de los hombres acompaña a la ofrenda —poética y
alimentaria— que se rinde a un inmortal. Las ocasiones para
demostrar munificencia e interés son numerosas: agradecer,
aplacar, solicitar favores y conjurar las cóleras. Antes de
una batalla o después de una emboscada, con la esperanza
de lograr una alianza favorable, o bien para evitar el castigo,
los hombres se apresuran a invitar a los olímpicos a esta
recepción imaginaria, la ceremonia del sacrificio. Por esta
razón, los sacrificios homéricos de mayor pompa son prin­
cipalmente actos de culto y sólo de manera accidental oca­
siones de almuerzo para los celebrantes " . Sin embargo,
106 L a vida cotidiana de los dioses griegos

l-.l vaso Rica describe las diferentes secuencias del sacrificio de los ani­
males desde que se desuellan hasta que se corta la carne en trozos equi­
valentes y se ensarta. Hidria jónica, 450 antes de J. C. Villa Giulia Roma.
F. A. Held-Artephot.
Deleitarse con el placer de vivir 107

aun predominando este tipo de sacrificio, existen también


otras modalidades.
Puede ocurrir que se ofrezca una parte a la divinidad
durante un banquete en el cual el principal destinatario sea
un hombre, por ejemplo, un huésped. Eumeo, el fiel por­
querizo, inmola el mejor animal del rebaño para el extran­
jero que llega a su casa: ignora que se trata de Ulises, su
amo en persona, pero la intuición y la hospitalidad campe­
sina le inducen a tratar al desconocido con generosidad.
Esta situación tiene en realidad poco que ver con los in­
mortales y únicamente les concierne porque se les tiene en
cuenta. Sin embargo, Eumeo echa al fuego el pelaje de la
cabeza, que ha sido arrancado del cuerpo vivo de la víctima,
y quema los miembros cubiertos de grasa. Ofrece la prime­
ra parte de la carne asada para los invitados a Hermes y a
las Ninfas y él no prueba su ración sin haber derramado
antes una copa de oscuro vino para el resto de los dioses.
No olvidar a los dioses en una comida cuyo pretexto es la
hospitalidad humana significa de hecho dedicarles una con­
tinua atención: Eumeo reserva los dos lomos del cerdo para
el noble extranjero por quien ha sacrificado la bestia, pero
empieza por hacer una ofrenda a los inmortales. El huésped
recibe su parte de honor y los dioses tienen prelación en el
servicio 12.
Los olímpicos, bien como interlocutores principales en
la mayoría de las ocasiones, o bien, rara vez, como ausentes
a quienes no se olvida, están implicados en un reparto que
obedece al criterio de la primicia y, según otras opiniones,
a la ficción de lo completivo: los trozos que se les reservan
representarían de hecho el cuerpo entero de la víctima, aun­
que no por ello deja de ser patente la verdadera forma de
reparto. Pero la idea de distribución no coincide totalmente
con la idea de sacrificio. Hay holocaustos, pero también
hay comidas entre humanos durante las cuales se mata, se
come carne y se ignora a los habitantes del Olimpo.
El sacrificio total en el cual una víctima se consume por
completo en el fuego, es decir, el holocausto, ofrece el mo­
delo original de sacrificio según un historiador chipriota,
108 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Asclepíades, citado por Porfirio, filósofo neoplatónico del


siglo III de nuestra era. Al principio los hombres no mata­
ban: ni para los dioses ni para ellos. Un día instituyeron la
práctica de matar un cordero para hacer una oblación a las
divinidades: los hombres quedaban excluidos. Pero, en cier­
ta ocasión, un sacerdote se dejó tentar por un trozo de
grasa asada que había caído del altar: lo recogió y se rela­
mió los dedos. La primera transgresión que iba a iniciar el
régimen carnívoro de los mortales se había producido, y
así, el holocausto daba paso a la repartición l3.
Por el contrario, en el mundo homérico la ofrenda com­
pleta a los dioses, sin parte alguna para los hombres, re­
quiere una situación excepcional. Se queman animales en­
teros en la pira de Patroclo bajo el signo de la intemperan­
cia y la locura de Aquiles. En dos ocasiones los hombres
se deshacen del animal inmolado enterrándolo o echándolo
al mar. Se trata de sacrificios que consagran un juramento
y un pacto. Podríamos pensar que en estas ocasiones en que
se va a sellar un acuerdo inviolable entre mortales, los co­
mensales deben tener prioridad sobre la ofrenda. Sin em­
bargo y precisamente en estos casos, los hombres no prue­
ban la carne de las víctimas degolladas. El rito no tiene
ninguna connotación alimentaria, sino que se conviene en
el fundamento de una amenaza, del furor asesino que se
desencadenaría si se rompiera el trato. El hecho de hacer
una libación —derramar vino en la tierra para los dioses—
encubre un significado macabro: si alguien infringe el pac­
to, ¡que sus sesos y los de sus hijos se desparramen por el
suelo como la bebida que se ha vertido! Esa es la fórmula
de maldición que acompaña al gesto: es la prefiguración de
una venganza y la anticipación de represalias. A los dioses
se les invoca no sólo en calidad de testigos, sino también
como responsables de un eventual ajuste de cuentas. «Y si
en algo perjurare, dice Agamenón, envíenme los dioses los
muchísimos males con que castigan al que, jurando, contra
ellos peca.» M
Como situación opuesta al sacrificio en el que los hom­
bres se ven privados de su ración alimenticia, también pue­
D eleitarse con el placer de vivir 109

de suceder que los dioses sean totalmente ignorados en una


comida de mortales. Esto ocurre en la entrevista entre Pría-
mo y Aquiles, cuando el anciano rey va a implorar que le
devuelvan el cadáver de su hijo. Piensan ya únicamente en
la tregua y se miran con mutuo respeto y admiración: am­
bos hombres se asemejan a seres divinos. La audiencia no
es en absoluto sacrilega. Al contrario, ha sido Hermes, en­
viado por Zeus, quien ha conducido a Príamo hasta la tien­
da de Aquiles. Y no obstante el guerrero invita a su hués­
ped a degustar un cordero asado sin reservar parte alguna
para los dioses ,5. Tampoco nadie piensa en los inmortales
durante una cena que parece habitual y en la que los aqueos
degüellan bueyes en el campamento y disfrutan con un buen
«lemnos» 16.

L a relación del sacrificio

Un sacrificio ejemplar prevé el reparto de la carne entre


mortales e inmortales, alimento que los primeros ofrecen a
los segundos y del que ellos mismos participan. Existe una
versión autorizada del origen de esta costumbre, pues el
otro gran teólogo griego, Hesíodo, se hace eco de este re­
cuerdo. Hubo una vez una edad de oro. Los hombres y los
dioses vivían juntos, habitaban el mismo lugar, aquél en el
que la primera mujer, apenas esbozada, fue presentada a
unos y otros para su asombro. Hombres y dioses comían
juntos, pero ocurrió que un día el encargado de preparar el
buey para el banquete, «Prometeo, presentó un enorme buey
que había repartido con ánimo resuelto, pensando engañar
la inteligencia de Zeus. Puso, de un lado, en la piel, la carne
y ricas visceras con la grasa, ocultándolas en el vientre del
buey. De otro, recogiendo los blancos huesos del buey con
falaz astucia, los disimuló encubriéndolos de brillante gra­
sa» ,7.
Por haber intentado favorecer a los hombres, el Titán
puso fin a la fraternidad alimentaria que antes unía a olím­
picos y mortales. Zeus, ciego de ira, privó a los hombres
110 L a vida cotidiana de los dioses griegos

del fuego —que luego le robó con gran astucia Prometeo—


antes de enviarles una desgracia —sin duda sobrestimada—,
la mujer. £1 injusto reparto del buey inaugura en realidad
un nuevo tiempo: en adelante los mortales repetirán ritual-
mente en los altares la insolencia de Prometeo. Quemarán
para los dioses sólo los huesos de las víctimas, cubiertos de
grasa, y ellos se quedarán con la carne roja y las visceras.
De esta forma, el sacrificio establece un momento de
comunicación y de contacto entre los habitantes de la Tie­
rra y los del Olimpo. En una inmolación, el destinatario es
invocado e interpelado por quienes se la ofrecen. Apolo
comprende y escucha la plegaria de Crises; se complace con
los peanes que le cantan al tiempo que se derrama el vino
de las libaciones. Acepta gustoso la ceremonia y, en silen­
cio, recibe los ruegos que le son dirigidos formalmente. Al
día siguiente, cuando los emisarios de Agamenón se van de
Crisa, les envía vientos favorables. Los dioses no siempre
manifiestan sus reacciones ante las demandas que acompa­
ñan al ritual con signos visibles de consentimiento o recha­
zo. En estas cuestiones se muestran discretos. Agamenón
no sabe nada de las intenciones de Zeus cuando éste «acepta
a las víctimas, pero no se dispone a cumplir los votos* ,8.
Las mujeres troyanas no reciben una respuesta explícita
cuando prometen sacrificar a Atenea doce vacas de un año
a condición de que rompa la lanza de Diomedes 19, aunque
ella se niega sin ser escuchada. Los olímpicos pueden acce­
der o no a las demandas, manteniendo en la incógnita a los
postulantes. Los hombres formulan sus deseos, envían el
mensaje y ya sólo les queda esperar las consecuencias.
Los dioses a quienes se interroga mediante el sacrificio
contestan a los ruegos con unas respuestas más o menos
enigmáticas, pero ellos ya no se hallan allí presentes junto
a los hombres que les inmolan muslos de animales. El rito
revela el distanciamiento en el preciso momento en que per­
mite restaurar la comunicación mediante la ceremonia. Es
lo que queda de una relación de comensales antaño perdida.
Sin embargo, puede ocurrir que un inmortal llegue a asistir
física y personalmente al ritual que se le dedica. Por ejem-
D eleitarse con el placer de vivir 111

pío, cuando Atenea acompaña a Telémaco a casa de Néstor


para averiguar la suerte que había corrido su padre. Atenea,
con el aspecto del prudente consejero Mentor, tomó parte
activa en un sacrificio a Poseidón. Al atardecer interrumpió
el discurso —sin duda elocuente— del amo de la casa20.
Ella la sobrina del dios, una olímpica de noble estirpe, di­
rigió las operaciones del sacrificio dedicado al hermano de
su padre, antes de desaparecer dejando a todos atónitos;
pues después de saludar a los huéspedes con la voz de Men­
tor, había emprendido raudo vuelo convertida en un pigar­
go. Néstor la había reconocido: «N o hay duda de que se
trata de un habitante de la mansión olímpica, seguramente
la propia hija de Zeus, la gloriosa diosa Tritogenia...» 2I,
dijo, y sin más demora le prometió una vaca «a la que nadie
había puesto el yugo en su ancha testuz». Atenea se rego­
cijó y aceptó la plegaria así como el voto. Al día siguiente,
apenas amaneció, el rey se apresuró a cumplir el sacrificio
y la diosa estuvo presente. Apareció «con un paso seme­
jante al de los hombres e incluso al de su hermosa vícti-

L a ración de los dioses

En el mundo homérico, el sacrificio de una víctima ani­


mal representa para los dioses una ocasión para comunicar­
se con los hombres y compartir con ellos un alimento cár­
nico, aunque sea en forma de vapores. Aun repitiendo, gros-
so modo, la broma de mal gusto que tuvo Prometeo con
Zeus, el ritual se diferencia sin embargo en un aspecto fun­
damental. Admitamos que los «muslos» (méria) quemados
en el altar sean efectivamente fémures —es decir, los huesos
del muslo— y no los muslos enteros, lo cual no se sabe a
ciencia cierta; de cualquier manera, hay que reconocer que
los dioses de Homero no reciben nunca «huesos blancos»,
ostéa leuká, como le ocurrió a Zeus engañado por el Titán.
Encima de la grasa que envuelve a los mSria se coloca una
capa de carne cruda para que se queme y se convierta en
112 L a vida cotidiana de los dioses griegos

vapores para los dioses. Al menos en una ocasión, estos


trozos fueron tomados de los miembros del animal, y un
comentarista tardío escribió que, con estas lonchas de carne
los Antiguos querían ofrecer al dios un compendio de la
totalidad de la bestia 23. Así se explicaría la entusiasta aco­
gida que dan los olímpicos a los sacrificios de los hombres
homéricos: si es normal que Zeus segregue bilis al descubrir
los pulidos huesos bajo la grasa que los ocultaba, también
lo es que se regocije ante los altares llenos de huesos, grasa
y roja carne que humean en los campamentos de griegos y
troyanos.
Los dioses griegos son carnívoros. La ambrosía y el néc­
tar son indudablemente alimentos exclusivos y olímpicos,
pero ellos no rechazan la carne animal, siempre que les sea
servida en forma de olor. Esta es la hipótesis del relato de
Hesíodo: ¿por qué iba a enfadarse Zeus si no se sentía ofen­
dido al verse privado de carne? Este campesino amargado,
para quien todo resulta fastidioso, empezando por las mu­
jeres, es el único que no ve en estos sacrificios tan apetito­
sos para el resto de los inmortales, sino una repetición del
enojoso ardid que utilizó Prometeo.
Porfirio, teólogo pagano, nos aclara este aspecto del há­
bito alimenticio de los dioses en su discurso sobre la nece­
sidad de abstenerse de carne y rechazar el sacrificio. Ase­
sinar a seres vivos para ofrecer una parte a los dioses sig­
nifica atribuir a estas criaturas superiores unos gustos tan
innobles como los que tienen los hombres impíos. Según
él, habría que decir de quienes practican el sangriento sa­
crificio «que más que dioses perversos, lo que hay son men­
tes perversas, ya que consideran a los dioses como seres
malvados, desprovistos de cualquier superioridad natural so­
bre nosotros» 24. Así pretende denunciar el hecho de que
el sacrificio se fundamenta en una teología ilegítima y en
una idea francamente vulgar de la divinidad. Según este neo-
platónico, que reprocha a los cristianos la creencia en la
encarnación ateniéndose a la incompatibilidad entre natura­
leza divina y materia corpórea, se debe pensar que los dio­
ses son vegetarianos. Sólo habría que quemar en su honor
D eleitarse con el placer de vivir 113

frutos, grasas y briznas de hierba. Así es como los hombres


de antaño manifestaban la piedad y gratitud, antes de ofre­
cer sacrificios sangrientos, pues éstos tienen su origen como
consecuencia de diversos sucesos relacionados con «el ham­
bre y la injusticia que de ella deriva» 25.
Fue una mujer quien mató, por descuido, al primer cer­
do. «Tras lo cual su marido, haciendo prueba de prudencia
y creyendo que había cometido un acto ilegítimo, marchó
a Delfos para consultar a la Pitonisa.» Apolo «aceptó lo que
había ocurrido», ratificó el error y permitió así que se re­
pitiera. El primer cordero fue ofrecido a un dios como pri­
micia después de que el mismo oráculo impusiera una con­
dición previa: que el candidato «asintiera inclinando la ca­
beza hacia el agua lustral». En cuanto a la cabra y al buey,
ambos fueron degollados por un pecado de gula: la primera
cabra porque había comido hojas de vid, y el primer buey
por haber probado un pastel sagrado que, junto a otras
ofrendas vegetales, estaba destinado a Zeus Poliéus. El pri­
mer sacrificio, ya fuera un gesto involuntario o bien pro­
vocado por un cambio de humor, es para cada uno de los
animales un aciago accidente provocado por el imperfecto
control que tienen los humanos sobre sus actos. El dios se
limita a sancionar una conducta. En el caso del cordero, el
deseo de un hombre precede al consentimiento del animal
para su sacrificio. Se diría que la divinidad a quien se con­
sulta no desea pronunciarse. Deja que la cuestión, matar o
no matar, se plantee y se resuelva caso por caso entre el
verdugo y la víctima.
Es evidente que el papel que juegan los dioses plantea
un problema delicado para los teólogos, pues si fueran tan
ascéticos y zoófilos como pretende Porfirio, ¿no debería
haber castigado Apolo a los asesinos de animales o al menos
haber prohibido que se repitiera la fechoría? Nada impide
a los inmortales sancionar las faltas de los hombres, incluso
las que no son intencionadas. Ya hemos visto que por el
contrario eso suele ser lo habitual. Porfirio, para demostrar
que el sacrificio sangriento no tiene otra justificación que
el hecho accidental o la injusticia humana, evoca aquellos
114 L a vida cotidiana de los dioses griegos

relatos en que se afirma que la inmolación de seres vivos


está determinada por la ignorancia, la cólera o el temor.
Pero estos mismos relatos acusan a uno de los dioses olím­
picos, nada menos que a Apolo. Se presenta como cómpli­
ce, aunque sea a disgusto, de la institución de un ritual que
el filósofo tacha siempre de ilegítimo.
De hecho, la reflexión del teólogo sobre la alimentación
digna de los dioses oscila entre dos argumentos. Por una
parte, el atribuir a los inmortales un gusto por la carne
indica un error humano: este punto de vista presupone que
a un dios no le deberían agradar las víctimas de carne san­
guinolenta. Por otra parte, hay que admitir que algunas
divinidades se deleitan con los vapores cárnicos; estos seres
no son dioses, sino demonios maléficos: «Son aquellos que
se complacen con las libaciones y el olor de la carne», es­
cribe Porfirio citando la ¡liada, canto IX, verso 500. Ya que
la parte aérea y corpórea de su ser «vive de los vapores y
exhalaciones, de una vida alimentada con diversos efluvios;
obtiene su fuerza de los vapores que ascienden de la sangre
y carnes quemadas» 26. En resumen, si los dioses homéricos
se complacen con el olor de la sangre y la carne roja, es
que no son verdaderos dioses. A los Padres de la Iglesia les
agrada utilizar este tipo de inducción. Si Apolo ha elegido
como profeta a una mujer que, con las piernas abiertas,
recibe las exhalaciones a través del sexo, es porque el señor
de Delfos no es un dios, sino un malvado demonio. Por
ejemplo, Orígenes (siglo III de nuestra era) y Juan Crisós-
tomo (siglo IV de nuestra era) intentarán así hacer desapa­
recer el prestigio del oráculo pitio. Lo somático y lo carnal
son unos criterios muy operatorios para estos precursores,
cristianos o no, de la historia de las religiones. Y, en cuanto
a los placeres de la «mesa de los demonios», Celso y Orí­
genes estarán de acuerdo en lo esencial: el polemista pagano
reconoce:

Quizá no haya que negarse a creer en los sabios: dicen que


la mayoría de los demonios terrestres, absorbidos en la genera­
ción, destinados a la sangre y a los vapores de la grasa [...] no
Deleitarse con el placer de vivir 115

pueden hacer otra cosa que curar los cuerpos o predecir el destino
inmediato del individuo y la ciudad, y que su ciencia y su poder
sólo se aplican a las actividades de los mortales [VIII, 60, 6].

El apologista recomienda con empeño: contra estos de­


monios gulosos, lo mejor que se puede hacer es confiarse,
en cuerpo y alma, al Dios supremo a través de Jesucristo.

N éctar y am brosía

«Todo el día, hasta la caída del sol, estuvimos saborean­


do carnes sin parar y bebiendo dulce vino...» 27 (recuerdos
de Ulises a su paso por la mansión de la diosa Circe). «Ter­
minada la faena y dispuesto el banquete, comieron y nadie
careció de su respectiva ración» 28 (escena del banquete de
los dáñaos durante un sacrificio en una playa de Crisa).
Disponer del tiempo necesario —a veces todo un día com­
pleto—, esmerarse en el reparto para que sea del agrado de
todos y que nada falte en los corazones de cada uno: he
ahí la fórmula para el éxito de un festín.
Y nuevamente: «Todo el día, hasta la puesta del sol,
celebraron el festín; y nadie careció de su respectiva ra­
ción...» 29 Se repite la misma ¡dea de perfección con las
premisas de larga duración y abundancia de manjares; sin
embargo, esta cita corresponde a otro banquete, el de los
habitantes del Olimpo.
Los dioses comen y beben: la ambrosía y el néctar, ali­
mentos de inmortalidad, son desde la infancia el pan y vino
cotidianos. Cuando Leto fue acogida en la isla de Délos y
dio a luz a Apolo, no amamantó a su hijo, aun siendo una
diosa. Temis, con sus manos inmortales, le hartó de néctar
y deliciosa ambrosía. Pronto se vieron los efectos: la cria­
tura se revolvía con tanta fuerza que los pañales no podían
sujetarle. Se libró de este estorbo y se puso a hablar; recla­
maba con fuerza la lira y el arco, anunciaba el proyecto de
fundar un oráculo y, saltando de la cuna, comenzó a andar
por los largos caminos de la Tierra 30. Hermes nació en una
116 L a vida cotidiana de los dioses griegos

gruta en la que había tres armarios cerrados con una pesada


llave de oro: «Tres depósitos llenos de néctar y de deliciosa
ambrosía», en donde el alimento divino se guardaba junto
con los vestidos «como en las santas moradas de los dioses
bienaventurados» 31.
La ambrosía y el néctar, alimentos de los dioses y para
los dioses, pueden ser también un medio para divinizar y
dar la inmortalidad a un niño que, por nacimiento, está
destinado a morir. Deméter intentó infundir la inmortali­
dad a una criatura frotándole y dándole masajes en la piel
con estas sustancias activas. La noble diosa, que llevaba luto
tras la desaparición de su hija Perséfone, entró como no­
driza en la mansión de una familia de Eleusis.
Y así crió Deméter en el palacio al hermoso hijo del prudente
Céleo, llamado Demofonte, y cuya madre era Metanira, la de la
esbelta cintura. Crecía el niño como una criatura divina, sin to­
mar el pecho ni ningún otro alimento. Le frotaba Deméter con
ambrosía, como si hubiese nacido de un dios, y soplaba suave­
mente sobre é l3Z.

Pero la inmortalidad también puede llegar por vía oral.


Las Horas destilaban néctar y ambrosía en los labios de
Aristeo, hijo de Apolo y de una mujer, Cirene, para alejarle
de la muerte 33.
La naturaleza del cuerpo se puede transformar untando
la piel, frotándola, o bien echando en la boca con sumo
cuidado unas sustancias que evitan la muerte. ¿Cuál es su
función específica? Estas sustancias alimentan y sacian el
hambre y la sed; también pueden evitar el proceso de putre­
facción.
Un día Aquiles, ese inmortal malogrado que se encami­
na más trágicamente que ningún otro héroe hacia el destino
de una muerte prematura, se niega a ingerir cualquier tipo
de alimento. Desconsolado por el luto, quiere ser solidario
hasta el final con el amigo que ha muerto en combate lle­
vando sus propias armas y que conoció el día fatal en su
lugar. De nada sirven los apremiantes consejos de sus com­
pañeros de armas insistiendo en que la guerra no se gana
D eleitarse con el placer de vivir 117

con el estómago vacío y que los días de los hombres no


pueden transcurrir sin alimentos. Aquiles se enfurece y se
niega a probar bocado. Pero alguien le observa desde las
alturas del Olimpo. También Zeus sabe que las rodillas de
los hombres se doblan y se echan a temblar si les aprieta el
hambre. Decide por tanto que sea Atenea quien vaya a su
encuentro y le reconforte sin que él se percate. La diosa
emprende rápidamente el vuelo para ir en su ayuda. Pero
no le obliga a comer, sino que derrama en el pecho de
Aquiles deliciosa ambrosía y un poco de néctar «para que
el hambre cruel no hiciera flaquear las rodillas del héroe» 34.
De esta manera, un cuerpo debilitado por el ayuno en­
cuentra de nuevo toda su fuerza y vitalidad. Pero también
un cuerpo muerto, un cadáver ya rígido, puede percibir los
efectos benéficos de estas divinas panaceas. El cadáver de
Patroclo, unos restos mortales de excepción, será echado al
fuego y los restos —los huesos blanqueados y las cenizas—
enterrados. Pero antes de los solemnes funerales, transcurre
un lapso de tiempo y la carne de los humanos se descom­
pone rápidamente. Los gusanos de la maldita raza de las
moscas corrompen a los muertos. Tetis, para preservar el
cuerpo de Patroclo, le derrama ambrosía y rojo néctar en
la nariz.
Yo misma procuraré, dijo la diosa a su hijo preocupado por
el cadáver de su querido amigo, apartar los importunos enjambres
de moscas que se ceban en la carne de los varones muertos en la
guerra. Y aunque estuviera tendido un año entero, su cuerpo se
conservaría igual o mejor que ahora 35.

Ambrosía y néctar son los alimentos apropiados para


criar a un dios recién nacido, convertir a un mortal en in­
mortal e incluso para la asepsia de un cadáver. Pueden re-
vitalizar el cuerpo de un héroe debilitado por el hambre y
la sed, pero no sirven para devolver la vida a un cuerpo ya
muerto. Resucitar a un cadáver significaría más bien el re­
torno del Hades de aquello que sobrevive de la identidad
de un mortal, su doble desprovisto de corporeidad, el éidó-
lon. Ambrosía y néctar son pues una cura de inmortalidad,
118 L a vida cotidiana de los dioses griegos

unas sustancias que en los cuerpos tienen la virtud de re­


sistir al tiempo y desafiar a la muerte. En los cuerpos de
los inmortales conservan la belleza, el brillo y la energía
cuando se aplican con regularidad. Como hemos visto, Hera
se unta con ambrosía para un encuentro erótico. Pero am­
brosía y néctar son, ante todo, el alimento cotidiano de los
olímpicos. Y por esta razón constituyen un elemento de
particular importancia en la vida de los dioses.

E l placer de la felicidad

Decir que los dioses comen y beben no es suficiente


para el tema que tratamos. Es cierto que, entre otras mu­
chas actividades, también ésta ocupa un lugar y parece por
tanto compatible con la naturaleza divina. Pero aunque esto
sea exacto, habría que decir algo más. Si soñáramos con los
dioses como hacíamos antes de que Heine los desterrara,
podríamos decir que los dioses están bebiendo y comiendo.
Presente continuo. En ese instante, seguramente uno de ellos
—quizá Temis— ofrece una copa de néctar rojo oscuro a
Apolo que regresa y a Hera que se acerca, ya que no hay
una hora establecida ni unas ocasiones especiales o extrañas
para ello. «Todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron
el festín.» Cuando por ventura aparece Apolo, entonces «el
padre ofrece a su hijo el néctar y le da la bienvenida con
una copa de oro». O bien, cuando la augusta Hera llega al
escarpado Olimpo y encuentra allí reunidos a los otros dio­
ses inmortales en el palacio de Zeus: «Todos se levantaron
al verla y le ofrecieron copas de néctar. Y ella aceptó la que
le presentaba Temis, la de hermosas mejillas...» 36
El festín dura todo el día (própan émar) y resulta fácil
imaginárselo en todo momento, cuando se ofrece una copa
al recién llegado en cualquier esquina del Olimpo. El festín
llena todos los rincones del tiempo: el de la vida cotidiana
de los dioses en los lugares que sólo a ellos les pertenecen.
El festín de los dioses: Rafael, Giulio Romano, Tinto-
retto..., ¿qué sería la grandiosa pintura de la época clásica
D eleitarse con el placer de vivir 119

si los dioses que se eternizan en la mesa rodeados de opu­


lentas naturalezas muertas —manteles, vajilla y extraordi­
narios manjares— no compitieran con la sobria última cena
del dios cristiano de doble naturaleza, que reparte el pan y
el vino antes de la inminente muerte? Las moradas del Olim­
po seguirán siendo un lugar de banquetes o garden partid
indefinidamente reproducidos en los más variados paisajes,
en los teatros y en las cortes europeas, que rivalizan por
inventar nuevamente la vida de los dioses.
¿Sería acaso un festín infinito el emblema, la parte por
el todo de una vida feliz en donde la felicidad consistiría en
la alegría convival, olvidadiza de cualquier preocupación?
¿Habríamos por fin encontrado la clave de la beatitud olím­
pica y traslucido el secreto de estas palabras: «sin preocu­
paciones»; «de vida fácil»; «bienaventurados»? ¿La dura­
ción hasta el infinito del buen humor de los dioses consis­
tiría en la perpetuidad de un banquete o de un simposio?
¿Habría para los dioses tiempos de fuerte tensión, de tra­
bajo y trastornos que se destacaran en una continuidad de
placeres vividos con una copa en la mano, saboreando la
ambrosía? El banquete infinito ofrece un modelo de per­
fecta felicidad. Platón se burlará de los órficos, que no su­
pieron concebir la condición de los bienaventurados en el
más allá, si no era reunidos, para siempre, alrededor de una
mesa 37. Por una parte, los suplicios infernales consisten en
torturar con un deseo eternamente insatisfecho. Trenzar una
cuerda que se deshace, tender las manos hacia unos frutos
que se acercan y se alejan, llenar un tonel sin fondo o em­
pujar una piedra que volverá a rodar cuesta abajo: son otras
tantas variantes de una experiencia idéntica, la imposible
consecución de un deseo. Ocno, Tántalo, las Danaides y
Sísifo, todos ellos sufren con la intolerable persistencia del
deseo 38. Su vida cotidiana es una perpetua tensión. Por
otra parte, los bienaventurados viven en un tiempo de pla­
cer infinito, sujetos a una mesa que les procura una total
satisfacción.
120 L a vida cotidiana de ios dioses griegos

L a crítica de los filósofos

Cuando Lucrecio quiere comparar a los hombres que


malgastaron su tiempo persiguiendo bienes inútiles, y por
ello quedaron insatisfechos, con aquellos que tuvieron una
vida plena, toma como ejemplo a las Danaides condenadas
a llenar el tonel y al invitado que se levanta de la mesa
contento y satisfecho. Pero los bienaventurados de los que
se burla Platón no abandonan nunca su lugar, y al filósofo
le resulta fácil despreciar estas bacanales. Sin embargo, los
dioses no están encadenados a sus tronos de oro, a los pla­
tos de ambrosía y a la crátera en la que Hebe o Hefesto
beben a grandes tragos el néctar teñido de rubí. Los traba­
jos y las preocupaciones —como ya hemos visto— le alejan
muy a menudo de los placeres del Olimpo. Los dioses grie­
gos no son perezosos. Platón, una vez más, da fe de ello.
En contra de aquellos que, con anterioridad a Epicuro, pre­
tendieron que los dioses existían pero que no se ocupaban
de los hombres, el autor de las Leyes nos recuerda que «los
dioses tienen toda clase de virtudes y en particular la de
velar por el Universo» 39. Esta bondad se manifiesta a tra­
vés de la templanza, inteligencia, valor y virtud, nociones
que se oponen a la despreocupación, pereza y desidia. Y
puesto que esto es válido para los hombres e incluso para
¡os animales, también debe ser cierto para los dioses. Re­
sulta imposible concebir a los olímpicos como unos zánga­
nos o unos parásitos. Si son buenos —lo cual es un postu­
lado—, no son perezosos ni se entregan a la tryphg, al lujo
desmedido.
Para Platón, los dioses pueden hacer todo lo que hacen
los mortales y lo realizan inmejorablemente, llegando a es­
merarse en los mínimos detalles de sus obras. Hasta tal
punto les desagrada la pereza que sobresalen en la conse­
cución de los trabajos. Sin embargo, otro filósofo, Aristó­
teles, vendrá a mitigar esta confianza y seguridad de su
maestro. Aristóteles afirma que toda la mitología, centrada
en la representación de los dioses en forma humana, es una
tradición tardía que se incorpora a una creencia anterior,
Deleitarse con el placer de vivir 121

según la cual «los astros son dioses y lo divino abarca la


naturaleza entera» 40. Los dioses antropomorfos, con sus
historias y peculiar forma de vida, son invenciones pedagó­
gicas útiles «para persuadir a la multitud y servir a las leyes
e intereses comunes». En efecto, cuando el propio Aristó­
teles plantea la ética humana y el estilo de vida ideal y digno
del hombre, compara la vida de los mortales y la de los
olímpicos. Y aún va más lejos: se puede comprender en qué
consiste la felicidad de los hombres a partir de lo que se
puede conjeturar de la vida cotidiana de los dioses.
La vida que en mayor medida favorece al hombre es la
vida del espíritu. Esta clase de vida es también la que pro­
porciona mayor felicidad. Para Aristóteles esto es de una
claridad meridiana. Pero tiene que argumentarlo.
He aquí lo que también prueba que la perfecta felicidad es
una actividad contemplativa. ¿Acaso no hemos dado por supuesto
que los dioses estaban colmados de todo y eran especialmente
felices? Por lo tanto, ¿qué clase de acciones nos veremos obliga­
dos a atribuirles? ¿Las que son conformes a la justicia? Pero, ¿no
llegarán a parecemos ridículos si nos los representamos ligados
por contratos, obligados a devolver dinero y otras obligaciones
por el estilo? O bien, ¿serán acciones que inspiren valor? Y en
ese caso, ¿tendremos que verlos pasando por terribles pruebas y
expuestos a mil y un peligros con el pretexto de que dicha con­
ducta es honorable? ¿Serán acciones acordes con un hombre ge­
neroso? ¿A quiénes harán donaciones? Resultaría muy extraño
verles utilizar la moneda o cualquier otro medio de cambio. ¿Y
qué decir de su temperancia? ¿Cómo la manifestarían? ¿No sería
un elogio desconsiderado el privarles de indignos deseos? Haga­
mos una enumeración completa: todo lo que concierne a la acción
parecerá mezquino e impropio de los dioses. A pesar de ello,
todo el mundo está de acuerdo en pensar que viven y por con­
siguiente se dedican a alguna actividad —no como Endimión que
se halla sumido en el sueño. Por tanto, si a un ser vivo le priva­
mos del poder de actuar y, más aún, del de crear, ¿qué queda ya
sino la contemplación? De este modo, la actividad de Dios que
prevalece por su felicidad sólo puede ser contemplativa 4I.

Aristóteles priva, pues, a los dioses de una vida activa,


salvo que ésta sea vivida con el pensamiento. Y esta forma
de vida, la única que no resulta ridicula para un dios, es la
122 L a vida cotidiana de los dioses griegos

más digna para el hombre. Algunos siglos más tarde Séneca


repetirá en Roma que el filósofo vive feliz como un dios
—con (a salvedad de que su felicidad es efímera—, ya que
del tempus del que dispone hace una vita, es decir, trans­
forma el tiempo en una vida que le pertenece y abarca con
la vista el pasado, presente y futuro. Es feliz como un in­
mortal porque, en lugar de perder los días y dejarlos trans­
currir con infinidad de ocupaciones, es dueño de todos ellos
y los tiene ante su vista, siendo cada uno como su vida
entera. Al elegir el otium, «el sabio es tan feliz en su exis­
tencia como un dios a lo largo de los siglos» 42.
Este problema de la inmovilidad y de la extensión del
tiempo bajo la mirada de un dios que abarca toda la dura­
ción en un eterno hoy, sempitemum hodie, será muy del
agrado de la teología cristiana. Responde a la exigencia de
concebir el tiempo vivido por un ser divino como si estu­
viera consagrado al continuo ejercicio de la contemplación
y la sabiduría. Los dioses no son perezosos, protesta Pla­
tón, están ocupados en servir al mundo. Los dioses no son
perezosos, corrige Aristóteles, pero sólo pueden dedicarse
a una vida contemplativa, esa forma de vida que Séneca
llamará otium. Sin embargo, ningún filósofo habla del pla­
cer de vivir de los dioses en términos de festín.

E l placer de la vida

Y no obstante, la felicidad de los dioses se relata de la


siguiente manera: «El día en que estalla una disputa entre
Zeus y su esposa, Hefesto no oculta que su única preocu­
pación es que la discordia interrumpa “el placer del ban­
quete”.» Su poderosa madre, a pesar de la cólera, debe
«intentar ser amable con Zeus para que éste no vuelva a
turbarnos el festín» ° . Hefesto reclama literalmente la feli­
cidad (¿dos) y la ataraxia cuando desea que Zeus no turbe
(tarássein) la fiesta. Lo que en apariencia teme no es la in­
terrupción de una simple comida, sino el trastorno de un
día entero de placer.
Deleitarse con el placer de vivir 123

Podríamos decir: el trastorno de una vida entera de pla­


cer si, en lugar de hallarse entregada al tumulto de la epo­
peya homérica, contempláramos la vida de los olímpicos
como la describe Hesíodo, siempre idéntica e inmóvil. Mu­
cho antes, durante la edad de oro, los hombres vivieron
como los dioses. ¿Qué quiere decir esto? Sin preocupacio­
nes ni fatigas ni vejez. «Siempre jóvenes de brazos y pier­
nas, se divertían en los banquetes, lejos de cualquier pe­
sar.» 44 Los dioses son por tanto asiduos de la tháleia, del
banquete alegre, convival, del simposio, que entre los mor­
tales se halla bajo la égida de una musa, Talía, la que ayuda
al control del inhumano y bestial deseo de comida y bebi­
da 4S, la misma musa que al parecer reveló a los mortales
el komikós bíos, la vida cómica, la comedia 46.
Otro día el jovencísimo Apolo que por primera vez lle­
gaba al Olimpo, se encuentra con una escena habitual en la
existencia de sus congéneres. Su padre, muy feliz, le ofrece
una copa de néctar, como si los dioses no se ocuparan de
otras cosas.
Los inmortales, al verle, solamente piensan en la música y en
las canciones. Las musas le responden al unísono con hermosa
voz, cantando los imperecederos dones de los dioses y la suerte
miserable de los hombres; cantando las cosas que los dioses im­
ponen a esos seres que viven perdidos sin ser capaces, en su im­
potencia, de descubrir ningún remedio contra la muerte ni un
recurso contra la vejez 47.

Beber y disfrutar de los privilegios: ¡ésa es la felicidad


para los olímpicos! Muy pronto lo adivina el astuto Hermes
cuando patalea y se rebela ante los oscuros proyectos de su
madre. ¡Llevar una vida modesta en el fondo de una gruta
y lejos del Olimpo! «Vale más, exclama Hermes, vivir siem­
pre (émata partía) con los inmortales, ricos, opulentos y
prósperos, que pudrirse aquí, en esta gruta sombría.» 48 La
riqueza de la que aquí se habla, aunque parezca mentira, es
de alimentos. No se trata de néctar o ambrosía, sino de
ofrendas de sacrificio.
124 L a vida cotidiana de los dioses griegos

L a vid a cómica

Los dioses no sólo son unos invitados asiduos en las


moradas de quienes les invitan a cenar. Como ya hemos
visto, reciben también los vapores de las carnes asadas en
los altares de los hombres. Sienten un feroz apego por estas
cosas, y es tal su gula que, en una célebre comedia, Las aves
de Aristófanes, o en algunos diálogos de Luciano, será ob­
jeto de escarnio.
El día en que las aves del cielo deciden interceptar y
guardar para sí los apetitosos olores que llegan de los sa­
crificios, los dioses se ven obligados a suplicar a estos ani­
males y negociar un intercambio de favores: cederán sobe­
ranía si recuperan la pitanza. Al parecer, la ambrosía y el
néctar no alimentan a los dioses, ya que las aves creen que
los olímpicos morirán de hambre proverbial si desvían los
vapores de las carnes 49. Por lo tanto a los olímpicos no les
queda más remedio que elegir democráticamente a tres de­
legados, Poseidón, Heracles y Tribalo, este último repre­
sentante de los dioses bárbaros, y encargarles que lleven las
negociaciones y pacten con las aves. Pues como ha descu­
bierto Prometeo, enviado para espiar, desde que el aire está
colonizado por la ciudad de las aves, los vapores no llegan
ya a los dioses: el hambre y el ayuno se avecinan 50. Zeus
se ve obligado por los dioses bárbaros a reiniciar las im­
portaciones de entrañas. En cuanto a las aves, que se pro­
claman diosas e inmortales e incluso antepasados de los
olímpicos, prometen prestar a los efímeros humanos una
eficaz vigilancia llena de prosperidad y alegrías: si nos es­
timáis como a dioses, dice el corifeo, velaremos el tiempo
meteorológico y os anunciaremos los cambios. En lugar de
residir en el cielo para vivir retirados majestuosamente como
Zeus, estaremos presentes para ofreceros riqueza, salud,
vida, paz, juventud, risas, bailes, fiestas y leche de pájaro.
Será tal la opulencia de vuestras riquezas que os sentiréis
desbordados 51.
En efecto, los hombres podrán instalarse y vivir en la
ciudad de los dioses-aves, la felicidad Ies espera. «Si alguno
Deleitarse con el placer de vivir 125

de vosotros, oh espectadores, desea en adelante llevar una


vida placentera junto a las aves, que venga con nosotros»,
así de generosa es la invitación dirigida a los atenienses reu­
nidos en las gradas del teatro. Y los nuevos dioses prepa­
rarán un gran sacrificio y servirán una gran parrillada de
aves disidentes para... ellos mismos. Los tres olímpicos en­
viados como embajadores llegarán justo a tiempo de ver a
los pájaros a punto de asarse condimentados con queso ra­
llado, silpnium y aceite, y para expresar el nostálgico re­
cuerdo que les trae tan delicioso desayuno.
En el género cómico, la felicidad es ante todo saciedad
y exceso de plenitud material, tanto para los hombres como
para los dioses. Con la salvedad de que estos últimos al­
canzan rápidamente y sin obstáculos lo que desean. Frente
a las aves, nuevos dioses por ser los actuales dueños de los
vapores, los olímpicos condenados a consumirse no son más
que seres sometidos e indigentes. Destinados a un deseo
que no consiguen satisfacer, llegan a conocer lo que es el
desamparo humano. Imploran, confían y esperan. El festín
infinito, ese festín que no tenían que preparar, que estaba
siempre listo, inagotable, en ofrenda, se convierte en una
meta a conquistar, o bien a recobrar mediante el intercam­
bio.
Sobre este mismo tema, pero en una situación diferente
—una asamblea convocada de urgencia por un asunto de
vital importancia: cómo responder a las críticas de los filó­
sofos—, los olímpicos demostrarán que ni siquiera las cir­
cunstancias más trascendentes pueden obligarles a despren­
derse de lo que Luciano (siglo II de nuestra era) llamaba su
hábito cotidiano: pensar en alimentarse. «¡Nuestra ración,
nuestra ración! ¿Dónde está el néctar? ¿Dónde está el néc­
tar? Ya no queda ambrosía, ya no queda ambrosía. ¿Dónde
están las hecatombes? ¡Que haya víctimas para todo el mun­
do!» 52 Ante la carencia, los dioses se lamentan a gritos por
su apetito, el hambre y la sed, como si el hecho de reunirse,
aunque sólo fuera para una breve asamblea, les resultara
intolerable sin el acompañamiento de bebida y comida. En
esta ocasión, el debate es de capital importancia y concierne
126 L a vida cotidiana de los dioses griegos

precisamente a su manera de vivir: ¿se interesan en realidad


o no por los hombres? ¿A qué dedican su tiempo? Los
filósofos siembran la confusión. ¿Cómo responden los dio­
ses, los propios interesados? Muchos de ellos claman ven­
ganza, o bien se callan. Por el contrario, hay uno que se
toma las cosas en serio. Autocrítica: Epicuro lleva razón.
Según él, «a decir verdad, los dioses estamos aquí sin hacer
otra cosa que espiar a ver si alguien nos ofrece un sacrificio
o inmola una ofrenda en los altares, y el resto, llevado por
el azar, se va a la deriva» 53. No está muy clara la cuestión,
ya que todo esto se dice a puerta cerrada, cuando ningún
«hombre asiste a esta asamblea» 54, pero es una sorprenden­
te confesión. Sin embargo, Zeus no está en absoluto de
acuerdo.

Cenas de negocios
Mal rayo les parta a los filósofos que afirman que la felicidad
habita únicamente entre los dioses. Si supieran, al menos, todo lo
que padecemos por causa de los hombres, no anhelarían con cier­
ta envidia nuestro néctar y nuestra ambrosía ni darían crédito a
Homero, un hombre ciego y charlatán que nos llama «bienaven­
turados» y va explicando lo que pasa en el cielo, él, que ni si­
quiera podía ver lo que sucedía en la tierra. Así, Helios, el sol,
3 ue está ahí unciendo el carro, surca el firmamento a lo largo del
ía, vestido de fuego y resplandeciendo con sus rayos, y ni si-
3 uiera tiene tiempo libre —afirma— para rascarse el oído. Y si
esviara su atención, aunque sólo fuera un instante, los caballos
desbocados, desviándose de su camino, harían arder todo con
grandes llamaradas. Selene, la luna, también despierta, da vueltas
mostrando su luz a quienes caminan de noche y a quienes regre­
san sin hora de los festines. Apolo, así mismo, que se ha espe­
cializado en una actividad complicada, casi se ha quedado sordo
de oír a los que se enfadan porque no les favorecen los designios
del oráculo; tanto es así que no tiene más remedio que estar en
Delfos, poco después ir corriendo hasta Colofón, desde allí cru­
zar hasta Jamos y otra vez corriendo a Délos o a Brancidas. En
resumen, donde ía profetisa, tras haber bebido del manantial sa­
grado y haber masticado laurel y haber agitado el trípode, le
exhorta a estar presente, allí debe presentarse sin demora para
corroborar los oráculos; si no, a saber dónde iría a parar la fama
D eleitarse con el placer de vivir 127

de su arte. No diré, para poner a prueba su experiencia en la


mántica, cuántos inventos maquinan, cociendo para el en el mis­
mo perolo carne de carnero y tortugas, de modo que si no hu­
biera tenido un olfato muy fino, el propio Lidio se habría mar­
chado burlándose de él. Asclepio, a su vez, no deja de ser cons­
tantemente molestado por auienes están enfermos: «ve cosas te­
rribles, toca cosas desagradables y en las desgracias ajenas encuen­
tra provecho para las propias penas». ¿Qué podría decir de los
Vientos, que impulsan el crecimiento de las plantas y hacen na­
vegar a los barcos a su lado y soplan sobre los que aventan trigo?
¿O del Sueño, Hypnos, que vuela sobre todos, o del Ensueño,
Oneiron, que anda vigilante por la noche con el sueño y le sirve
de intérprete? Los dioses asumen todos esos penosos trabajos por
amor a los hombres, desempeñando cada uno su misión de cara
a garantizar la vida en la tierra.
Y los trabajos de los demás son, con todo, bastante llevaderos.
Hay aue ver, yo, rey y padre de todo y de todos, cuántas inco­
modidades soporto, cuántos problemas tengo, con la mente pues­
ta en tan gran número de preocupaciones. A mí me toca inexo­
rablemente, lo primero, inspeccionar las tareas de los demás dio­
ses que me ayudan de algún modo en mi gobierno, para que no
racaneen en ellas. Después tengo que hacer miles de cosas que
casi se me escapan por su pequeñez. Porque, organizando y ad­
ministrando yo mismo las más importantes de mis actividades
—lluvias, tempestades, huracanes y relámpagos—, no sólo no me
he liberado de preocupaciones de menos monta, sino que tengo
que hacer todo eso y al tiempo supervisarlo todo, como el pastor
en Nemea, ver a los que están robando, los que juran en vano,
los que hacen sacrificios por si alguien ha derramado la libación,
de dónde sube la grasa y el humo, quién, enfermo o en apuros
por el mar me llamó en auxilio, y lo más fatigoso de todo, en un
instante tengo que asistir a la hecatombe de Olimpia, observar a
los que guerrean en Babilonia, enviar una tromba de agua al país
de los getas y darme un buen banquete entre los etíopes. Y ni
aun así resulta fácil evitar las censuras, sino que, en muchas oca­
siones, «los demás dioses y algunos hombres con penachos de
crin de caballo» se duermen toda la noche, y a mí, a Zeus, no
me sorprende el dulce sueño. Porque, si me amodorrara un po­
quito, al punto se demostraría que tiene razón Epicuro cuando
afirma que no nos preocupamos de los asuntos de la Tierra. Y el
peligro no es en absoluto desdeñable si los hombres le hacen caso
en esc punto: los templos se nos quedarían sin coronas, las calles
sin olor a grasa y humo de las víctimas, las cántaras de vino sin
gente que nos haga libaciones, los altares fríos; en una palabra,
nos quedaríamos sin sacrificios y sin ofrendas, con lo que el ham-
128 L a vida cotidiana de los dioses griegos

bre sería abundante. En consecuencia, igual que los pilotos, me


he quedado solo en las alturas llevando el timón entre mis manos,
y los marineros, unos borrachos, si acaso, duermen, mientras yo,
en vela, sin comer, me preocupo por todos en lo más profundo
de mi ser y en mi corazón, pues he recibido yo solo la distinción,
al parecer, de ser el jefe. Así que con gusto preguntaría yo a los
filósofos que consideran felices únicamente a los dioses, cuándo
piensan que nos queda tiempo libre a nosotros, que tenemos mi­
les de asuntos que atender, para el néctar y la ambrosía 5S.

Le corresponde a Zeus en justicia ser quien, con cono­


cimiento de causa, zanje la cuestión de la felicidad de los
olímpicos. Una cosa es cierta: si hay que imaginarse una
actividad que llene el tiempo de los dioses, y puesto que se
les supone felices, ésta tendría que ser la de consumir am­
brosía y néctar, en el regocijo de un banquete. Sin embargo,
los olímpicos ni siquiera tienen tiempo para este placer que
les atribuimos. Están ocupados en otras cuestiones sin nin­
gún respiro. Y aún más: en lugar de dedicarse exclusiva­
mente al placer convival, tienen que encargarse de infinidad
de compromisos simultáneos. Ocupan su tiempo no sólo
en tareas sucesivas, sino que a cada instante están divididos.
Tienen que desdoblarse. Hacen todo a la vez. Incluso el
propio alimento, cuando se trata de vapores que provienen
de sacrificios, constituye una fuente de problemas. Y esto
por dos razones: primero, porque sujetos al intercambio
con los hombres, los dioses se ven obligados a preocuparse
de los asuntos de la Tierra a fin de recibir la parte corres­
pondiente de las víctimas y, segundo, porque el seguimien­
to de la actividad ritual en los altares y los templos supone
por sí mismo un trabajo considerable.
Kédos y hédos —preocupación y placer— son insepara­
bles. Y tanto más cuanto que en el Olimpo de la ¡liada los
festines son, si no siempre casi siempre, un momento para
los debates, deliberaciones y toma de decisiones. Si la asam­
blea convocada por Zeus en el diálogo de Luciano no puede
iniciarse antes de acallar las voces que reclaman ambrosía,
néctar y vapores, es decir, en la más absoluta abstinencia y
sobriedad, las reuniones de sesión plenaria en la morada del
Dioses asistiendo a un banquete en parejas, el marido recostado y la es­
posa sentada o en pie. Igual que los festines de los mortales: lechos, me­
sas y cojines decoran la casa, simbolizada visualmente con una columna.
De izquierda a derecha y de arriba abajo, vemos a Zeus y Hera, Poseidón
y Anfitrite, Dioniso y Ariadna y Ares y Afrodita. Copa, pintor de Ko-
dros, 430-420 antes de J. C . Museo Británico, Londres. F. Museo
Británico.
130 L a vida cotidiana de los dioses griegos

señor de los dioses son habitualmente sympósia regados de


néctar. A diferencia de los hombres, que suelen posponer a
los momentos de trabajo político las cenas y los placeres,
los dioses hablan con la boca llena. £1 sabor del néctar se
mezcla con el de las palabras a veces ásperas, biliosas o
llenas de dulzura, que permiten dirigir los asuntos de la
Tierra.
CAPITULO VI

INJEREN CIAS DIVINAS

V
OLVAMOS al momento decisivo, al instante inau­
gural en el que una diosa, mensajera de la inquie­
tud de otra, viene a poner de manifiesto la perspectiva de
tiempo —del proyecto y la espera— ante un mortal impa­
ciente. ¿Qué hace un dios cuando irrumpe en el mundo
para que prevalezca un deseo y se modifique una conducta?
¿Qué métodos escoge para ejercer su poder sobre los hom­
bres?
Entre Aquíles y Atenea lo que hay es un diálogo a cara
descubierta. Listo para saltar sobre el rey, el paladín ha
desenvainado la espada. Detrás de él, invisible para los de­
más, una mano le tira de la cabellera. Aquiles se estremece
y se vuelve. Su mirada asombrada se encuentra con los cen­
telleantes ojos de la virgen Atenea. El héroe, sorprendido
aunque poco intimidado al estar acostumbrado a tener re­
lación con los dioses, hace la primera pregunta:

¿Por qué, hija de Zeus, el que lleva la égida, has venido nue­
vamente? ¿Acaso para presenciar el ultraje que me infiere Aga­
menón, hijo de Atreo? Pues te diré lo que va a ocurrir: por su
insolencia perderá pronto la vida '.

Arrogancia de soldado y certeza de poder controlar el


futuro, como si un dios fuera alguien a quien hubiera que
132 L a vida cotidiana de ¡os dioses griegos

enseñar e imponer las propias intenciones. La emisaria del


Olimpo le responde atenta, con delicadeza y voz angelical:
Vengo del ciélo para apaciguar tu cólera, si obedecieres; y me
envía Hera, la diosa de los niveos brazos, que os ama cordial­
mente a entrambos y por vosotros se preocupa. Vamos, cesa de
disputar, no desenvaines la espada e injuríale de palabra como te
parezca. Lo que voy a decir se cumplirá: por este ultraje se te
ofrecerán un aía triples y espléndidos presentes. Domínate y obe­
décenos 2.

Al hombre que se deja llevar por la pasión la diosa le


enseña el control de sí mismo, es decir, una actitud subje­
tiva conforme con la razón. Pero al mismo tiempo le invita
a obedecer y, por tanto, a someterse a una autoridad, la
suya propia. «Domínate» significa «obedéceme». La diosa
le enseña al hombre a ser él mismo, a emanciparse de la
tiranía de los humores y los cambios del cuerpo. La bi­
lis que asciende, el corazón que palpita en el pecho, los ojos
que se oscurecen, todos los síntomas de un ataque de ira al
que están particularmente expuestos los temperamentos he­
roicos deben ser dominados en un gesto de poder y de
sumisión a la vez, como si el hombre fuera incapaz por sus
propias fuerzas de gobernar la extrema sensibilidad de su
cuerpo. La divinidad acude, pues, en ayuda de Aquiles para
que huya de los impulsos, y el piadoso paladín se rinde:
«Preciso es, oh diosa, hacer lo que mandáis, aunque el co­
razón esté muy irritado. Obrar así es lo mejor. Quien a los
dioses obedece, es por ellos escuchado.» 3 N o renuncia a la
cólera ya que, como dice Calcas, el profeta de Apolo, es
verdad que la bilis puede digerirse un día, pero el rencor
perdura «en el fondo del corazón hasta que logra ejecutar­
lo» 4. Dócil ante la divina voluntad, el guerrero «se conten­
ta con las palabras»: se desahoga con un raudal de insultos
en lugar de con la sangre del rey. En vez de saciar al ins­
tante la sed de venganza, se calma, pero conserva la amar­
gura de la ofensa sufrida.
Al impedir que Aquiles lleve a cabo la venganza en un
impulso instantáneo, Atenea abre ante él la perspectiva de
Injerencias divinas 133

un futuro desquite, de un resarcimiento más meditado, de


la espera calculada. El impetuoso paladín, por haber con­
sentido en contemporizar y esperar triples y espléndidos
presentes que un día le pedirán que acepte, toma partido
por el entendimiento con los dioses y llega incluso a aceptar
la estrategia de Hera, que interviene porque le ama tanto
como a su adversario. Aquiles agradece la amistad de la
diosa, aunque tenga que compartir este favor con el hombre
a quien un instante antes iba a degollar. Viniendo de él, es
un hecho significativo. Agamenón le había acusado de ser
un militar poco inteligente y a quien siempre le habían gus­
tado las riñas, luchas y peleas 5; sin embargo, es Aquiles
quien le da una lección de prudencia al rey. Cuando los
mensajeros reales se acercan a la tienda para reclamar a la
joven Briseida —pues Agamenón la desea ahora con la mis­
ma obstinación con que antes menospreciaba a Apolo por
amor a Criseida—, Aquiles pronuncia unas palabras medi­
tadas y piadosas:
¡Salud, heraldos, mensajeros de Zeus y de los hombres! Acer­
caos; pues para mí no sois vosotros los culpables, sino Agamenón
que os envía por la joven Briseida. ¡Vamos, divino Patroclo, de
jovial linaje! Saca a la doncella y entrégala para que se la lleven.
Sed ambos testigos ante los bienaventurados dioses, ante los mor­
tales hombres y ante ese rey cruel, si alguna vez tienen los demás
necesidad de mí para librarse de funestas calamidades; porque él
tiene el corazón poseído de furor y no sabe pensar a la vez en lo
futuro y lo pasado, a fin de que los aqueos se salven combatiendo
junto a las naves 6.

El rey, presa de la furia, no ve el peligro en que pone


a su ejército. Iluminado por Atenea, encomendando su pro­
mesa a los bienaventurados, el guerrero saborea la clarivi­
dencia.

Influencia sobre los hombres

El poder de Atenea para tranquilizar a Aquiles hace que


nos planteemos una cuestión esencial. ¿Cómo actúan los
134 La vida cotidiana de los dioses griegos

dioses sobre los hombres, de qué manera consiguen orien­


tar su conducta, hasta dónde puede llegar su influencia en
el alma de los mortales?
No cabe duda de que los dioses todo lo invaden. No
tienen un mínimo respeto por la dignidad de esos seres a
quienes no dudan en manipular mediante la posesión, la
alteración de las facultades, la modificación de los senti­
mientos, la neutralización de los gestos y, finalmente, con
la persuasión y la intimidación. Para conseguir sus fines, no
retroceden ante ninguna forma de injerencia, ni siquiera las
más traicioneras. Se diría que ningún principio les detiene
y que el funcionamiento intelectual, afectivo y somático de
los mortales soporta todos los trastornos imaginables.
Para un hombre dormido, ¿puede haber algo más con­
vincente que un sueño en el que un amigo le da un consejo?
Y sin embargo, esta imagen onírica es un dios travestido
que se introduce así en lo más íntimo de un ser para con­
fundirlo 7. Un hombre despierto puede, de repente, no ser
sino el disfraz, la máscara de un dios que lo utiliza como
si fuera un efímero guiñapo 8. ¿Habrá tenido Aquiles la
sensación de no ser él mismo el sujeto de la idea que Hera
ha depositado, como si fuera un objeto, en su corazón? 9
Y todos esos héroes a quienes Zeus inspira renovado cora­
je l0, a quienes Atenea inyecta valor " , en quienes Zeus
provoca pánico 12, ¿entienden todos ellos los cambios que
un dios —uno u otro— improvisa en sus personas? A veces
podemos pensar que sí. Poseidón infunde un fuerte vigor
en los dos Ayax; los dos paladines detectan una presencia
divina, pero cuando ésta se desembaraza bruscamente de la
voz y el rostro que había tomado, se convierte en pájaro y
desaparece 13. Después de lo cual, Ayax afirma que «a los
dioses se les reconoce fácilmente» M y siente el thymós que
el dios le ha provocado. Sin embargo, en el mismo instante
en que se ha producido ese ímpetu fogoso, antes de ver con
sus propios ojos el prodigio, los dos Ayax no sospechaban
que estuvieran guiados por un dios. Como tampoco pien­
san los reyes aqueos en la influencia de Poseidón cuando
éste les colma de fuerza l5. Los dioses colonizan los sueños
Injerencias divinas 135

y se revisten con cualquier identidad o cuerpo, dan pensa­


mientos y multiplican las alteraciones de los miembros y de
la mente: los dioses se encubren introduciéndose hábilmen­
te en las mismas raíces de la acción y del ser de los morta­
les. La diferenciación se hace entonces perfecta y la ofus­
cación absoluta, como si esos mismos hombres que, en ge­
neral, saben que están siempre a merced de lo divino no
tuvieran ninguna percepción ni control en las más profun­
das apariciones de los dioses.
A veces actúan sobre los hombres de una manera más
visible y franca, quedándose fuera, en las fronteras del ser.
Pero tampoco en estos casos resulta fácil descubrirlos. Sin
embargo, incluso cuando se disfrazan, guardan cierta dis­
tancia con la persona a quien se dirigen. La influencia se
ejerce a través del consejo, la invitación o la orden 16. En
resumen, por el intercambio de palabras que, a pesar de la
injerencia, la presión o el despotismo, preserva, no obstan­
te, la integridad de la persona.
Los hombres son maleables. Pero al mismo tiempo, si­
guen siendo responsables de sí mismos. Están a merced de
los dioses cuando éstos se entremeten y deben por el con­
trario arreglárselas solos cuando los inmortales les ignoran.
Cuando Zeus prohíbe a sus congéneres que intervengan en
la guerra, griegos y troyanos continuarán, sin embargo, con
el combate y seguirán tomando iniciativas tácticas. Los hom­
bres, bien con autonomía en las decisiones, o bien sin ella,
viven en la incertidumbre en cuanto a su propia subjetivi­
dad. Cuando Agamenón se dirige a Aquiles con ofensas,
actúa espontáneamente: su cólera, su bilis dictan tales pala­
bras. El propio Aquiles no ve sino un comportamiento irre­
verente. Sin embargo, luego, al reflexionar sobre sus actos,
el rey parece arrepentirse; en realidad lo lamenta y por la
misma razón lo atribuye a la voluntad de Zeus ,7. Aquí se
ve hasta qué punto la percepción de sí mismo se confunde
con el reconocimiento del poder absoluto e intangible de la
divinidad. Aunque el relato no diga que Agamenón había
sido inspirado por Zeus en su cólera, el propio personaje
no sabe retractarse de sus gestos si no es viendo en ellos la
136 L a vida cotidiana de los dioses griegos

señal de un dios. De igual manera se explica Paris la apari­


ción del deseo amoroso hacia Helena. Esta pasión irresisti­
ble no es para el joven príncipe el despuntar de un senti­
miento endógeno: es, por el contrario, un don de los dio­
ses. Un obsequio que no ha podido rechazar, un regalo que
no ha elegido I8.
El héroe homérico, aunque esté realmente guiado por
una divinidad, como en el caso de Paris, o bien, como Aga­
menón, sea responsable de sus reacciones, ve a los dioses
como una fuente de estados afectivos que irrumpen en él y
le dominan. El caso de Agamenón es particularmente sig­
nificativo puesto que la etiología divina de la cólera se con­
vierte poco a poco en la única explicación convincente.
Aquiles también acabará por pensar que «el prudente Zeus
le ha quitado el juicio» 19. La naturaleza pasional de la ira
y el amor puede justificar ante nosotros la idea de una fuer­
za externa con la cual parece extraño identificarse justo des­
pués. Pero en el universo de la epopeya, ninguna facultad
de la persona está a salvo de la manipulación. En particular,
la razón y la voluntad. Hay un personaje, Peleo, que parece
creerlo y quisiera convencer a su hijo Aquiles. El día de la
partida a Troya, le recuerda al joven guerrero que Hera y
Atenea son quienes dan la victoria si así lo desean. Por el
contrario, el dominio de las pasiones —en particular del
thymós, centro de los grandes impulsos de la afectividad—
depende de uno mismo 20. Reparto equitativo que deja un
sitio a la preocupación personal y al autocontrol; sin em­
bargo, reparto ilusorio, ya que es precisamente Aquiles
quien parece incapaz de dominar la cólera que Atenea debe
calmar. El es por excelencia el héroe impulsivo, susceptible
e impotente para controlar el corazón. Presa del rencor por
la pérdida de Briseida, la cautiva a la que dice amar 2I, sólo
se decidirá a salir de su obstinación el día en que pierda al
amigo más querido. Durante todo el tiempo, el hijo de Pe­
leo actúa apasionadamente, dividido entre los sentimientos
afectivos y los dioses.
Injerencias divinas 137

¿D ioses razonables?

No menos ilusorio es este otro reparto que da a enten­


der Atenea: los deseos imperiosos y ofuscadores quedan
para los hombres, mientras que la pedagogía y el sentido
común les corresponde a los dioses. En el dúo inicial del
poema, la imagen emblemática de la distancia y el acerca­
miento entre humanos y olímpicos puede llegar a hacernos
ver en ella el retrato griego arcaico del ser humano, ese ser
inexistente por hallarse dividido entre las pasiones y los
dioses y, por otro lado, doblemente determinado por fuer­
zas ajenas a él. El hombre homérico, según Snell, se ve
parcelado en el cuerpo y en el antagonismo de las fuerzas
que rivalizan en él, como si de un lugar vacío se tratara,
para la consecución de actos y discursos que no podríamos
considerar como «propios». En efecto, toda la conducta de
Aquiles habla de la inconsistencia del control sobre lo que
le afecta y de su impotencia para defenderse de la ira o para
desobedecer a un dios. De pronto, la melancolía y la pena
le invaden por la pérdida de Briseida e irrumpe en lágrimas.
El héroe llora. Da la espalda a sus amigos y mira el mar
sollozando como lo hará Ulises cuando la nostalgia se haga
insoportable a pesar del amor de la bella Calipso. Esos ojos
terribles que pueden petrificar al enemigo por la fuerza de
su brillo están ahora llorosos. El insigne hombre llama a su
madre.

Le oyó la venerable madre desde el fondo del mar e inmedia­


tamente emergió, como niebla, de las espumosas ondas, se sentó
al lado de aquél, que lloraba, le acarició con la mano y le habló
de esta manera: «¡Hijo! ¿Por qué lloras?» 22

Sabemos que Platón, aun estimando a Homero, consi­


deraba indecentes esta clase de escenas en las que los gue­
rreros más viriles perdían la compostura hasta el punto de
prorrumpir en lágrimas. Por esta razón preconizaba que se
censurasen todos los pasajes en los que los antiguos caba­
lleros daban mal ejemplo a los jóvenes soldados de la época,
138 L a vida cotidiana de los dioses griegos

lectores de la litada 23. Pero en el mundo épico la mani­


festación de los sentimientos y el estallido de las emociones
son un aspecto esencial de la naturaleza heroica: de una
sensibilidad a la medida de la grandeza de antaño —aunque
sin duda excesiva para un filósofo educador. Todos estos
personajes, extraordinarios por su belleza y coraje, su fuer­
za y resistencia, son también desmesuradamente pasionales.
El bisturí del filósofo no ha seccionado aún el alma en tres
partes: concupiscencia, irascibilidad y conciencia intelectual
y moral. El intelecto no es todavía el auriga que doma a
los otros dos componentes del alma, como si de caballos
que se encabritan se tratara. Cada héroe es menos el coche­
ro, metafóricamente hablando, del tiro de su alma que el
conjunto anárquico de deseos e inteligencia, de arrebatos y
virtud.
Por tanto, los dioses están ahí para ayudar a estas gran­
des máquinas anhelantes a no sucumbir ante los estados
afectivos, a inmunizarse contra los violentos impulsos que
les arrebatan. En Aquiles, el furor da paso a la desespera­
ción. Apenas ha sido refrenado por Atenea, necesita a Tetis
como madre consoladora y también por ser una diosa en
buenas relaciones con Zeus. Más tarde, también el rencor
contra Agamenón se verá relegado por el odio contra los
asesinos de su más querido amigo. De pasión en pasión, de
dios en dios, el héroe es en verdad tan mutable como las
hojas.
Todo ello es cierto, aunque no todos los dioses tienen
siempre el papel que representa Atenea en un momento
muy concreto de la guerra. Habría que decir, por el con­
trario, que esta escena no es emblemática, sino singular y
engañosa. Singular por la variedad de situaciones posibles
entre un hombre y un dios; y engañosa si la consideramos
como un ejemplo. Y para ello hay una razón primordial, el
hecho de que los dioses no actúan ni de la misma manera,
ni uno en relación a otro —cada uno tiene un estilo, una
forma de actuar—, ni cada uno según las circunstancias, ya
que, a pesar del estilo, un dios no es necesariamente siem­
pre igual. Y esta versatilidad es uno de los aspectos del
Injerencias divinas 139

tiempo cotidiano, es decir, efímero de los dioses: para ellos


como para los mortales, un día no es idéntico a otro. Cada
día trae su afán —ese afán que a menudo es la preocupación
por los hombres—, pero también se puede decir: cada día
trae sus humores.
Y es que, al igual que los hombres —y ésta es la segunda
razón por la cual la entrevista entre Atenea y Aquiles no
es ejemplar—, los dioses también tienen humores: deseos,
dolor, alegría, cólera, o lo que es igual, erecciones, lágrimas,
risas y oscura bilis. Estos supuestos «bienaventurados» no
son ni indiferentes ni impasibles: cambian y reaccionan ante
lo que les afecta con un repertorio de sentimientos que no
les pertenecen de manera exclusiva. La vida de los olímpi­
cos está animada y orientada por toda la gama de estados
afectivos: la diosa Ate, la que ciega impidiendo ver lo que
sin embargo es evidente, la que conduce al error, que es
una triste herencia sólo de los mortales, ha sido desterrada
del Olimpo. Y por esto no debemos considerar a los dioses
infalibles. Por el contrario, si Ate no puede ya poner los
pies en el reino de los dioses, es porque Zeus la ha expul­
sado, furioso por haber sido su víctima el día en que le puso
en su corazón (thymós) las palabras de jactancia que fueron
la perdición de su hijo Heracles 24.
En tercer lugar, si bien Atenea se acerca a Aquiles para
que éste entre en razón, no pocos dioses, y entre ellos nada
menos que Dioniso, Hera y Zeus, mandan a los hombres
la locura y la violencia más criminal.
Tetis, pues, deja su mansión marina y emerge de las
aguas. En la playa, madre e hijo, diosa y héroe, sostienen
una tierna conversación. Mientras ella le acaricia, quiere que
él le hable y le cuente lo que ha ocurrido. Sin duda la diosa
madre ya sabe la causa de las desgracias de su hijo, pero le
da ánimos para que se lo relate todo desde el principio.
Aquiles, dócil, le abre el corazón: empieza con la historia
de la afrenta hecha a Apolo, insiste en su cometido para
defender los derechos del dios frente al brutal Agamenón:
«Yo fui el primero en aconsejar que se aplacara al dios.» 25
Aquiles, olvidando mencionar su impulso de cólera y la
140 L a vida cotidiana de los dioses griegos

misión diplomática de Atenea, se presenta como el muy


sensato paladín del arquero Apolo; frente a él se levantaba
un rey descreído por estar dominado, encendido por una
ira que no controlaba 26.
Leal, responsable y cortés, así es como se describe el
más sanguinario de los aqueos en ese autorretrato de hijo
ofendido que ofrece a su madre. Con tacto, le recuerda que
ella goza de un trato de favor ante el señor del Olimpo.
¿Acaso no le prestó a Zeus un servicio muy valioso el día
en que le salvó de la conspiración urdida por Hera, Posei-
dón y Atenea? Querían encadenar al dios soberano, pero
Tetis pidió ayuda a un monstruo de cien brazos que, al
sentarse al lado del Padre, disuadió a los agitadores sólo con
su presencia. Aquiles le pide a su madre que interceda ante
Zeus para que Agamenón conozca la derrota y aprenda lo
que significa hacer una ofensa al más valeroso de los aqueos.
C A P I T U L O V II

PAISAJES DE SOBERANIA

E
L día en que Tetis, diosa marina que vive en el
fondo del agua, echa a volar hacia el Olimpo para
pedir venganza a Zeus, el lector de la litada deja por pr
mera vez el teatro terrestre de la guerra para penetrar en
los bastidores de la diplomacia divina y, en otra escena, el
espacio que habitan los dioses. La casa de los olímpicos es
un lugar de placer, pero ante todo un lugar en el que se
ejerce un poder cuyas gestiones son ambiguas: el de Zeus,
semidespótico, semicolegial, y el de sus congéneres.
Habrá de someterse a una larga espera: la corte olímpica
está ausente. Todos los dioses han acompañado a Zeus a
orillas del océano para visitar a los etíopes, unos mortales
de primera clase. La finalidad del viaje es un banquete. Te­
tis, pues, espera durante doce días.

Cuando después de aquel día, apareció la duodécima aurora,


los sempiternos dioses volvieron al Olimpo con Zeus a la cabeza.
Tetis no olvidó entonces el encargo de su hijo: saliendo de entre
las olas del mar, subió muy de mañana al gran cielo y al Olimpo,
y halló al longevo Crono sentado aparte de los demás dioses en
la más alta de las cumbres del monte. Se acomodó junto a él,
acarició sus rodillas con la mano izquierda, le tocó la barba con
la diestra y dirigió esta súplica al soberano Zeus, hijo de Crono '.

Esta secuencia de desplazamientos y gestos es uno de


142 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Tetis, la solícita madre de Aquiles, visita al dios de la forja, el industrioso


Hefesto, en su taller. Va a buscar las extraordinarias armas que el divino
artesano ha fabricado para el héroe. Copa, pintor de Kodros, 430-420 an­
tes de J. C. Staalichc Museen Preussischen Kulturbesitz. F. J. Tietz-
Glagow.

los bosquejos de la vida de los dioses en el que el efecto


de realidad en su existencia autónoma está mejor consegui­
do. Primero, la estancia en Etiopía. ¿Por qué en ese mo­
mento y por qué doce días? Podríamos pensar que se trata
de una estratagema del narrador que necesita intercalar en­
tre los llantos de Aquiles y la embajada de Tetis el episodio
de la entrega de Criseida a su padre y a continuación el
gran sacrificio a Apolo: en efecto, la reconciliación de los
aqueos con esta divinidad se sitúa entre estos dos sucesos.
Paisajes de soberanía 143

Pero, en realidad, este razonamiento no sería suficiente: la


expedición a Crises dura en total dos días y una noche,
teniendo en cuenta la ida y vuelta en barco y la monumen­
tal hecatombe ofrecida al Arquero en la playa, a la caída de
la tarde. El viaje de los dioses tiene por tanto otro sentido,
precisamente el de tratarse de un acontecimiento, corriente
o excepcional, en una vida que, no lo olvidemos, sigue su
curso. Subraya para el lector el hecho de que los dioses no
existen en función de los hombres, que tienen otras cosas
que hacer y pueden estar muy ocupados cuando un mortal
les necesita. Es, en suma, un detalle inútil y al tiempo va­
lioso, puesto que establece una respetuosa distancia entre el
tiempo de las aventuras que las divinidades comparten con
los hombres y el ámbito privado de sus propias costumbres.
Por esta razón, no basta con franquear al azar el umbral
del Olimpo para encontrar allí al dios soberano, aunque sea
un ser divino quien lo haga. Tetis no puede adelantar el
retorno de los olímpicos y debe esperar. Pero en cuanto
Zeus vuelve a su casa y llega a la cumbre más elevada de
las montañas, Tetis le hace una visita. Con los olímpicos,
el protocolo de las audiencias reales está lleno de sencillez:
Zeus, a falta de un maestro de ceremonias o de simples
sirvientes, recibe directamente a sus visitantes. Si Tetis se
pone en una actitud suplicante, se debe al motivo fortuito
que justifica el encuentro, ya que desea obtener un favor.
En otras circunstancias podría dirigir la palabra a su rey
estando de pie.
Lo que ponía trabas a la entrevista entre Zeus y Tetis
era sólo una coincidencia, ya que, en sí, las relaciones entre
los dioses son más bien rústicas. El prestigio del soberano
se manifiesta con signos externos: Zeus encabeza el cortejo
de sus congéneres cuando viajan juntos 2; en su mansión,
él es quien recibe los homenajes: cuando vuelve al palacio,
los dioses se levantan para ir a su encuentro 3; a menudo
se aleja de los demás, en una arrogante soledad, y se sienta
en una cumbre que sobresale entre las montañas del Olim­
po 4; a él también, como a cualquier otra divinidad celeste
y paternal, le gusta la elevación y las alturas, lugares dignos
144 L a vida cotidiana de los dioses griegos

de su majestuosidad y, por otra parte, muy adecuados para


una panorámica visión del mundo.
Un día, por ejemplo, Zeus está furioso contra los grie­
gos y aún más contra los dioses que los secundan y prote­
gen, es decir, contra su esposa Hera y su hija Atenea. A
una hora muy temprana convoca una asamblea, no en el
palacio como suele ser habitual, sino al aire libre y preci­
samente en el pico más alto del Olimpo, el de las innume­
rables cumbres. Les obliga por tanto a trepar hasta su retiro
montañés, un nido de águilas que constituye su espacio par­
ticular. Ahí arriba, ante sus congéneres, toma el primero la
palabra:
¡Oídme todos, dioses y diosas, para que os manifieste lo que
en el pecho mi corazón me dicta! Ninguno de vosotros, sea varón
o hembra, se atreverá a transgredir mi mandato; antes bien, asen­
tid todos, a fin de que cuanto antes lleve a cabo lo que me propon­
go 5.

* Primus ínter pares», Zeus afirma aquí sin rodeos su


supremacía sobre toda la sociedad divina. Una supremacía
que, dicho sea de paso —como la superioridad de Agame­
nón ante los otros reyes y príncipes—, precisa algunas acla­
raciones. En efecto, para afianzar las palabras que expresan
su deseo, el soberano tiene que añadir una amenaza:
Como yo vea que un dios intenta separarse de los demás para
socorrer a los teucros o a los dáñaos, volverá afrentosamente gol­
peado al Olimpo; o cogiéndole, lo arrojaré al tenebroso Tártaro,
muy lejos, en lo más profundo del báratro debajo de la tierra
—sus puertas son de hierro, y el umbral de bronce, y su profun­
didad desde el Hades como del ciclo a la Tierra— y conocerá en
seguida cuánto aventaja mi poder al de las demás deidades 6.

Zeus despotrica contra los eventuales transgresores de


las órdenes como si su estatuto de realeza no fuera sólido,
cierto e indiscutible, como si su jefatura pudiera ser igno­
rada o desaprobada. La violencia de sus palabras —a las que
sigue un desafío alucinante— responde a la necesidad de
reafirmar un poder que no se impone ante los demás dioses
Paisajes de soberanía 145

con una legitimidad absoluta e inquebrantable, sino que,


por el contrario, hay que mostrar, demostrar e incluso a
veces defender de verdaderas tentativas de sublevación 7.
Dicho de otra manera, el soberano debe hacer alarde de su
poder en esos juegos de fuerza donde se miden los dioses,
a fin de darse a valer. De ahí la extrema severidad de Zeus
y la escena de ostentación de su predominio, en ese mo­
mento de la guerra en que, como veremos, las múltiples
estrategias de los dioses interfieren en sus planes. Tras ha­
ber otorgado una concesión asombrosamente paternalista a
su hija Atenea, la única olímpica que se ha atrevido a abrir
la boca, el rey se retira, majestuoso, a otra montaña:

Unció los corceles de pies de bronce y áureas crines, que


volaban ligeros; vistió la dorada túnica, tomó el látigo de oro y
fina labor, y subió al carro. Picó a los caballos para que arran­
caran; y éstos, gozosos, emprendieron el vuelo entre la Tierra y
el estrellado cielo. Pronto llegó al Ida, abundante en fuentes y
fieras, al Gárgaro, donde tenía un bosque sagrado y un perfuma­
do altar; allí el padre de los hombres y de los dioses detuvo a los
bridones, los desenganchó del carro y los cubrió de espesa niebla.
Se sentó luego en la cima, ufano de su gloria, y se puso a con­
templar la ciudad troyana y las naves aqueas 8.

Así, de cima en cima, el divino padre va exhibiendo su


frágil omnipotencia y asiste al sangriento espectáculo de un
mundo humano desgarrado.

Zeus se compromete

£1 día en que Tetis le visita en la cumbre más elevada


del Olimpo, el soberano no convoca la asamblea con los
suyos ahí arriba. Por el contrario, retorna a su palacio. De
mala gana, acaba de escuchar la petición que le ha hecho la
diosa suplicante: ha prometido que castigará a los griegos
haciéndoles ver hasta qué punto depende su salvación de
Aquiles. Les conducirá al borde de la derrota y, así, el rey
146 L a vida cotidiana de los dioses griegos

rogará al héroe ultrajado que vuelva al combate. Zeus está


preocupado por haber cedido ante los ruegos de Tetis. Este
compromiso que no podía negar a una aliada antaño valio­
sa, va a trastocar el equilibrio. El mismo, el rey, va a tener
que tomar partido por uno de los dos ejércitos de los hom­
bres, mientras que su postura estratégica consiste en una
neutralidad distante y una altiva indiferencia hacia los res­
pectivos intereses de esos mortales que se matan unos a
otros.
En efecto, algunos dioses se han aliado con los hombres
por una solidaridad apremiante. Primero las tres diosas di­
vididas por el dictamen de París: Afrodita milita junto a los
troyanos, poniendo incluso en peligro su hermosa piel,
mientras que Hera y Atenea están constantemente apoyan­
do a los griegos. Ellas han hecho una promesa a Menelao
y no la olvidan: el marido engañado, el rey ultrajado, no
volverá a su patria sin que Troya haya sido destruida 9.
Entre los dioses varones, Apolo combatirá con los troya-
nos, incluso después de haber aceptado gustoso la hecatom­
be ofrecida por los griegos en desagravio por la ofensa al
sacerdote Crises. Se va a ver a menudo enredado en la con­
tienda. Poseidón, el hermano menor de Zeus, hermano y
cuñado de Hera, y bajo las presiones de ésta, se alistará en
las filas de los dáñaos, feliz de poder llevar así la contra­
ria al hermano mayor cuya supremacía tolera muy a su pe­
sar.
Cada uno de estos dioses persigue sus propios fines, no
siendo el afecto o la piedad por los mortales más que uno
de los móviles de una acción que depende sobre todo del
ajuste de cuentas entre rivales consanguíneos. Pero también
hay dioses que no toman partido por uno u otro ejército
de mortales: son las divinidades que, en sí mismas, encar­
nan la guerra y la discordia como fuerzas autónomas de
destrucción. En primer lugar Ares. Ares, hijo de Zeus y de
Hera, es el dios guerrero por excelencia. Su padre, el sobe­
rano, no siente gran afecto hacia él a causa de su naturaleza
belicosa que, al parecer, ha heredado de la combativa y
polémica Hera:
Paisajes de soberanía 147

Me eres más odioso que ningún otro de los dioses del Olim­
po. Siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas, y tienes el
espíritu soberbio, que nunca cede, de tu madre Hera, a quien
apenas puedo dominar con mis palabras 10.

Zeus dirige a Ares idénticas injurias que aquellas que


Agamenón lanzaba a Aquiles 11: «Me eres más odioso
que ningún otro de los reyes, discípulos de Zeus, porque
siempre te han gustado las riñas, luchas y peleas.» Sabemos
hasta qué punto las desavenencias entre un soberano y un
poderoso paladín pueden resultar peligrosas. Pero al con­
trario de Aquiles, Ares no entrará en un conflicto personal
con su rey. Frente a Zeus este dios encarna, en general, una
violencia absoluta e indiscriminada. Su pasión por la guerra
es tan ciega que parece incapaz de seguir una estrategia de
alianzas duraderas. Ares, indiferente a las causas de uno y
otro bando, es neutral, pero sirve a ambos de modo desor­
denado. Ofrece su ayuda a la ligera I2. Se une a los troyanos
en cuanto se lo ordena Apolo u , olvidando la promesa de
solidaridad hecha a Atenea y a Hera.
Otra divinidad que no se adhiere a un solo partido es
la Discordia, Eride. Cuando todos los olímpicos se mantie­
nen momentáneamente alejados de la contienda —para obe­
decer las consignas de Zeus—, ella se encontrará sola con
todo el campo libre entre los dos ejércitos H. Apenas sus­
penden los otros dioses las intervenciones tácticas, la Dis­
cordia se hace fuerte, pues es incapaz de alegrarse con una
masacre si ésta no es gratuita ni se conviene en una verda­
dera matanza. Lo que vemos entonces en el campo de ba­
talla es un intercambio equilibrado de ataques sangrientos,
infinitos.
La postura de Zeus antes de decidirse a rendir homenaje
a la madre de Aquiles es muy diferente a la de los otros
dioses. El soberano respeta sobre todo las opciones diplo­
máticas de los suyos, pero él se mantiene al margen. No
adopta una postura personal en esta guerra, salvo —si ha­
cemos caso de los Cantos ciprios— para la recíproca exter­
minación de unos y otros y la autodestrucción por consi-
148 L a vida cotidiana de los dioses griegos

guíente del género humano. El siente aprecio tanto por los


griegos como por los troyanos ,s; pero ha prometido a los
argivos que tomarán Troya. Si se compromete, es por el
honor de una persona de su raza. Una vez ligado a la ac­
ción, sigue una línea de conducta tortuosa. Se diría que, aun
habiéndose marcado como meta el dar una lección a los
griegos, quisiera ocultar su parcialidad. Por lo tanto, sus
actuaciones son comparables a las de Ares y Eride. Excepto
en que mientras que la Discordia está inmersa en la agitada
masa de guerreros que se matan unos a otros y observa la
contienda desde muy cerca, Zeus contempla de lejos, desde
muy lejos «a los hombres que matan y a los hombres que
mueren»: su mirada abarca la ciudad de los troyanos y los
navios de los griegos l6. Al tiempo que Ares cambia a la
ligera de una alianza a otra, el rey medita una complicada
estrategia gracias a la cual los griegos tendrán la ilusión de
que está con ellos antes de descubrir que les ha engañado.
Es decir, que el dios soberano entra en el juego diplo­
mático sin manifestar abiertamente su toma de postura. Ni
unos ni otros estarán nunca totalmente seguros de él. In­
cluso en el momento más feliz para los troyanos, uno de
ellos, el prudente Polidamante, no ocultará su perplejidad:
«Si Zeus altisonante, meditando males contra los aqueos,
quiere destruirlos por completo... deseo que lo realice cuan­
to antes.» 17 Pero como si se tratara sólo de una suposición
hipotética, sugiere una extrema prudencia en las maniobras
para cercar al enemigo. Del lado griego, la desconfianza
nace en Néstor, un anciano desengañado. El es quien sos­
pecha que Zeus ha elegido a los troyanos. Y tiene amargas
palabras para el rey de los dioses: «¿N o conoces —le dirá
al fogoso Diomedes— que la protección de Zeus no te acom­
paña? Hoy Zeus otorga a aquél la victoria; otro día, si le
place, nos la dará a nosotros.» 18 El pensamiento de ese dios
es impenetrable para los hombres por muy grandiosos que
sean, porque su poder sobrepasa a cualquier grandeza he­
roica. La libertad de modificar sus planes de un día para
otro obedece a una inteligencia para la cual nada resulta
imposible ni apremiante.
Paisajes de soberanía 149

L a m irada de H era

Los actos de Zeus pueden parecer arbitrarios para los


hombres, pero esto es debido a que no comprenden sus
motivos. El rey de los dioses actúa conforme a un código
de honor cortés y respetando en cierto modo las decisiones
de sus semejantes. Cuando retorna al palacio después de
haber dado su palabra a Tetis, tiene que hacer frente a la
mirada de Hera. Nada más sentarse en el trono, los indis­
cretos ojos de su esposa se clavan en él, le escudriñan y le
interrogan: estallan los celos y prorrumpe en recriminacio­
nes contra su soberano en presencia de la corte.
Pues Hera desconfía de cualquier decisión y de cual­
quier pensamiento que su marido no comparta con ella.
Quiere conocerlo todo y, de hecho, sabe adivinar todo lo
que Zeus hace o desea hacer. Como ya hemos visto, no se
perturba ante la lista completa de infidelidades amorosas.
Con una sonrisa escucha recitar el catálogo, a decir verdad
bastante breve, de las siete conquistas de su seductor espo­
so. Pero lo que sí le resulta insoportable es que le oculte la
complicidad militar con Tetis. Y el soberano parece incapaz
de sustraerse a la extraordinaria sagacidad de su esposa:
«De ti no me oculto» 19, se queja como si su pensamiento
—tan temible y misterioso para los hombres— fuera para
ella como un libro abierto.
Zeus, agobiado por una perspicacia tan abrumadora, sólo
sabe reaccionar con violencia: Hera le resulta odiosa y la
golpeará si no se sienta inmediatamente y guarda silencio.
La esposa, muda y furiosa, obedece. Sin embargo, esta dis­
puta aburre a la corte de inmortales. ¿Por qué enfadarse así,
entre dioses, por un asunto que concierne a los hombres?
¿Por qué estropear el placer de un banquete en el que re­
sulta tan agradable beber el dulce néctar en la intimidad del
Olimpo? Hefesto es quien invita a su madre a ser compla­
ciente con Zeus. Llena las copas para todo el mundo y
todos sonríen al verle cojeando en pleno ajetreo. Y de nue­
vo, «todo el día, hasta la puesta del sol, celebraron el festín:
y nadie careció de su respectiva ración ni faltó la hermosa
150 L a vida cotidiana de los dioses griegos

cítara que tañía Apolo, ni las Musas, que con linda voz
cantaban alternando» 20.
Transcurre un día en la armonía del simposio y de las
voces cantoras. Para Zeus, la mañana habrá sido difícil, pero
el resto de los dioses no se han dedicado durante todo el
día a otra cosa que a un larguísimo banquete. Al atardecer,
deseosos de dormir, se retirarán a sus moradas particulares.
Sólo Zeus padecerá de insomnio.

L a mentira de Zeus

El rey de los dioses medita. Con un gesto de la frente


se ha comprometido con su encantadora aliada, pero no ha
pensado en los detalles de la empresa. ¿Qué hacer? La no­
che le inspira. Por medio de un sueño llevará un mensaje
engañoso al rey de los griegos y desencadenará así toda la
acción. Sí, será necesario que Agamenón reciba en el sueño
el anuncio de su victoria definitiva. De esta manera actuará
y se precipitará él mismo en la derrota. Y para que no
existan dudas, hay que evitar los presagios con doble sen­
tido, los enigmas; Agamenón recibirá una noticia clara y
completamente falsa.
Zeus llama al Sueño, el mensajero nocturno, y le confía
la mentira para el rey durmiente. El recuerdo de la desa­
gradable escena con Hera le ha dado la idea de planear una
perfidia francamente irónica para su mujer. Al haberla tra­
tado con severidad y mandado callar, quiere hacer creer a
Agamenón que es ella, la diosa reina, quien ha ganado la
partida e impuesto su parecer a los olímpicos. «Todos se
han dejado persuadir con los ruegos de Hera.» 21 Néstor,
con su extremada prudencia, desconfiará de este sueño in­
verosímil: el viejo soberano de Pilos no se hace ilusiones
con Zeus. Pero Agamenón no tiene ninguna duda. Se lanza,
sin reservas, hacia el castigo que le espera. «¡Insensato! No
sabía lo que tramaba Zeus.» 22
Zeus es, pues, un dios desleal. Lo mismo se siente obli­
gado a seguir una conducta caballeresca cuando se trata de
Paisajes de soberanía 151

una divinidad a quien debe un favor, como se muestra des­


considerado con un rey a quien antes ha dado su palabra
de honor. Aunque a decir verdad, el rey de los dioses sólo
traiciona a su homólogo griego temporalmente y para darle
una lección. Sólo está aplicando una sanción que pertenece
al derecho heroico. Sin embargo, lo hace de una manera que
más bien parece una insidiosa venganza que el ejercicio de
un justo dictamen. En otras palabras, el hijo de Crono ac­
túa como un pérfido con el hijo de Atreo, al tiempo que
mantiene con él una relación de privilegio representada por
la transmisión del cetro, insignia de soberanía 2\ La finali­
dad de este objeto —que pasa de Hefesto a Zeus, de Zeus
a Hermes, de Hermes a Pélope, franqueando así la distancia
entre dioses y humanos; de Pélope a su hijo Atreo; de Atreo
a Tiestes, y de este último, por fin, a su heredero Agame­
nón— es unir directamente la dinastía de los atridas con el
rey de los dioses 24. Podríamos esperar que existiera una
solidaridad fundamental entre los pertenecientes a este «li­
naje» cuyo recorrido traza el símbolo. Pero en la práctica,
no ocurre nada de eso. Agamenón no forma parte de una
descendencia elegida. Llorará a mares cuando se dé cuenta
de la traición del Malvado.
Zeus es un dios mentiroso. Da una información falsa
para engañar, de forma deliberada y con cinismo, al impru­
dente Agamenón. Clemente de Alejandría no se equivocaba
del todo cuando exclamaba:
Ese Zeus profeta, protector de huéspedes y suplicantes, lleno
de benevolencia, de quien vienen todos los oráculos y vengador
de crímenes [oculta a otro] injusto, criminal, sin ley, impío, in­
humano, violento, corruptor, adúltero y apasionado 25.
En efecto, el descaro con que el rey de los olímpicos
utiliza el falso discurso resulta tanto más significativo cuan­
to que Zeus detenta el privilegio de la verdad, al ser la
divinidad de los oráculos por excelencia, no sólo en sus
propios santuarios como el de Dodona, sino también allí
donde Apolo envía mensajes adivinatorios a través de la voz
de sus profetas. Pues este joven dios piensa y transmite la
152 L a vida cotidiana de ¡os dioses griegos

voluntad de su padre. Pero para el público de Homero, la


indiferencia de Zeus y las libertades que se toma con la
verdad se perciben como un aspecto de su poder. Un poder
que oscila constantemente entre la garantía de un orden en
cierto modo «jurídico» y la más absoluta arbitrariedad. ¿Po­
demos imaginarnos algún acto o alguna actitud que sea im­
pensable para el padre de los dioses y de los hombres?
¿Existe algo verdaderamente incompatible con su carácter
y su posición? El lector de la litada tiene la impresión de
que nada es ajeno a este dios salvo, quizá, el deshonor. Lo
cual sólo significa que este personaje es bastante susceptible
y se obstina en mantener la supremacía frente a todo lo que
le rodea.
Por esta razón, el culto a la verdad no forma parte de
su ética del honor, ya que la sinceridad constante sería una
forma de sumisión a un imperativo categórico. N o siempre
mentiroso, ni siempre sincero, Zeus es el amo de la palabra.
Y esta arbitrariedad tiene como consecuencia una actitud
muy irrespetuosa por parte de los hombres. Se ven aban­
donados a la voluntad del rey del Olimpo y soportan mal
su despotismo. Por ello, Agamenón puede blasfemar impu­
nemente cuando denuncia el engaño del que ha sido vícti­
ma: «Así debe de ser grato al prepotente Zeus, que ha des­
truido las fortalezas de muchas ciudades y aún destruirá
otras, porque su poder es inmenso.» 26 Un troyano, vién­
dose en peligro ante los griegos que resisten con fiereza,
exclamará: «¡Padre Zeus! Muy falaz te has vuelto...» 27 Y
el destinatario de estos reproches no parece ofendido: sen­
cillamente, sigue adelante con sus planes.
Pero si bien los héroes de la Ilíada responden con des­
caro a las flagrantes mentiras del dios-padre y no ven más
que el signo de la omnipotencia en la palabra que les enga­
ña, existe al menos un lector para quien este intercambio
de mentiras y blasfemias resulta intolerable. Se trata de Pla­
tón. El filósofo, autor de La república, tiene una idea mu­
cho más moral y coherente de la divinidad. Lo divino es
incompatible con el mal, y por tanto con lo falso: «no hay
entonces razón para que un dios sea mentiroso». Por el
Paisajes de soberanía 153

contrario, «un dios es absolutamente franco y sincero en


las acciones y en las palabras, no cambia en sí mismo y no
engaña a los demás, ni con fantasmas ni con discursos ni
con signos enviados por él en la vigilia o en los sueños» 28.
En una ciudad bien gobernada, los relatos como el sueño
enviado a Agamenón deben ser censurados y prohibidos.
En esta cuestión, así como en la representación del héroe
llorando, Platón critica a Homero con severidad.
Pero en el texto homérico, y según este criterio, no debe
ser condenado sólo el sueño inventado por Zeus, ya que a
lo largo de toda la litada los dioses no paran de disimular
y mentir, de esconderse y engañar a los adversarios, con
una absoluta falta de lealtad.

... y la de Agamenón

En cuanto el Sueño se va, dejando su voz divina flotan­


do en torno a Agamenón, el rey se despierta lleno de espe­
ranza. Zeus le da la victoria. Pero curiosamente, él a su vez
decide tender una trampa a sus hombres. Quiere ponerlos
a prueba y provocarlos. Y, sin saberlo, creyendo desfigurar
el mensaje de Zeus, se acerca a la verdad que éste oculta.
Un poco como Edipo cuando va a Tebas convencido de
desmentir las previsiones del oráculo, pero cumpliéndolo a
pesar de ello, Agamenón dice a los guerreros en asamblea
que Zeus le ha enviado un funesto sueño y que hay que
volver al mar sin haber tomado la ciudad. Para sopesar el
coraje de sus hombres, les anuncia la derrota: «¡Amigos,
héroes dáñaos, ministros de Ares! En grave infortunio me
envolvió Zeus. ¡Cruel! Me prometió y aseguró que no me
iría sin destruir la bien murada Ilion, y todo ha sido funesto
engaño...» 29 ¡Ofuscadora clarividencia digna del mejor hé­
roe trágico! Agamenón no sabe todavía que sus palabras
son ciertas —salvo que la trampa de Zeus está en el sueño
y no en la antigua promesa. Más tarde, estas mismas pala­
bras volverán a sus labios, el día en que constate la realidad
de la derrota y el engaño de Zeus 30.
154 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Por el momento ignora la catástrofe. Incita a sus hom­


bres para partir y, cosa extraña, toda la armada se siente
presa del entusiasmo, la embriaguez del final de la guerra,
el retorno y la paz. Todos los soldados, alborozados, se
lanzan hacia los barcos. Y como si la jugada de Zeus no
hubiera provocado las consecuencias esperadas, la guerra,
de hecho, corre el peligro de terminar así. «Se hubiera efec­
tuado entonces, antes de lo dispuesto por el destino, el re­
greso de los argivos...» 31, a no ser por la intervención de
una divinidad. Pero no se trata de Zeus queriendo restable­
cer el curso de los acontecimientos tal y como los había
previsto, sino de Hera.
La reina contrariada y vencida por su esposo, levanta la
cabeza. No es posible que los griegos se vuelvan dejando a
Helena, esa perra, en manos de los troyanos, como signo
de triunfo. Es necesario que recuperen a la mujer, si no la
ciudad. Así, aun estando en desacuerdo con él, Hera favo­
rece los planes de Zeus —la reanudación de la guerra— a
fin de que sus aliados no pierdan la oportunidad de conse­
guir la victoria.
Nunca como en este momento el entrelazado de arabes­
cos entre lo humano y lo divino resulta tan complejo y tan
trágico. Zeus miente a Agamenón, que a su vez miente a
sus hombres. Y estos últimos —esta tropa agotada, ajena a
todos los entretejidos de la guerra— parecen de pronto po­
der escapar, por un descuido, de ese teatro heroico ponien­
do punto final a la masacre. Pero de golpe la trampa se
cierra. El campo de batalla se encuentra de nuevo bajo vi­
gilancia. Y como si fueran desertores, los soldados son rein­
corporados a sus puestos. Hera envía a Atenea para alentar
a Ulises y que éste intente retener a los hombres 32. Se
acabó la ilusión. Incluso Néstor —que desconfiaba del sue­
ño recibido por el rey— se muestra favorable a la reanuda­
ción de los combates: la antigua promesa de Zeus de tomar
Troya le hace olvidar lo extraño del sueño. Sin duda, Zeus
así lo desea y hay que destruir la ciudad.
Es cierto que Zeus no olvida el compromiso que antes
había contraído con los griegos. Como sabemos, la caída de
Paisajes de soberanía 155

Troya vendrá más tarde. Pero primero hay que limpiar el


honor de Aquiles y de su madre. Los verdaderos planes
quedan, sin embargo, en la penumbra hasta el canto XV;
durante la mayor parte del relato todo sucede como si los
hombres —y los dioses— no entendieran nada en absoluto
del encadenamiento de circunstancias y acciones que Zeus
ha concebido. Los hombres se pelean ciegamente y los dio­
ses juegan sus propias bazas, ignorando el proyecto global
planeado por el rey, el único y verdadero estratega. Así
Hera, cuando empuja a los argivos para atacar y tomar la
ciudad, les envía derechos a la derrota que Zeus en un prin­
cipio había preparado. Ella, que tan bien sabe desbaratar
los planes de su esposo cuando quiere, en este caso no hace
nada para impedir la matanza de sus aliados. ¿Indiferencia
por la carne de cañón o bien incapacidad para calcular con
precisión los proyectos del hijo de Crono? Se diría que la
diosa tiene sólo una vaga percepción de estos proyectos y
sabe que su esposo desea la muerte de los argivos por mi­
litares. El mismo en persona la pondrá al corriente de las
fases de la guerra. Zeus le anuncia que los aqueos se darán
a la fuga ante Troya gracias a que Apolo les infundirá co­
bardía. En la huida se acercarán a las naves de Aquiles, el
héroe ultrajado. Este enviará a su amigo Patroclo que será
herido de muerte por Héctor. Aquiles entonces actuará y,
con una cólera aún más irreprimible que su resentimiento,
matará a Héctor. «Desde ese instante —continúa Zeus—
haré que los teucros sean perseguidos por las naves, hasta
que los aqueos tomen la excelsa Ilion, siguiendo el deseo
de Atenea.» 33
Toda la intriga de la Ilíada se halla en una confidencia
entre Zeus y su esposa. El rey de los dioses es el único que
conoce los sucesivos movimientos de los ejércitos, el enca­
denamiento de las hazañas heroicas y las muertes que ven­
drán a sumarse a otras muertes. Esta solución le permite
cumplir dos promesas sucesivas —la caída de Troya y la
honra de Aquiles y Tetis— y no parece obedecer a ninguna
otra lógica. El plan de guerra concebido por Zeus sin con­
sultar a nadie más es un secreto para los olímpicos y en
156 L a vida cotidiana de los dioses griegos

mayor medida para los humanos. El infortunado Agame­


nón, cegado por la certeza de tomar Troya antes de la caída
del s o l34, ignora que no sabe nada. Su ilusión es completa,
tanto más cuanto que Zeus finge aceptar el sacrificio pro­
piciatorio que precede al ataque y que, ese día, le concede
al soberano un aspecto extraordinario. Agamenón se parece
a un mismo tiempo al propio Zeus, a Ares y a Poseidón.
Sus ojos y su frente recuerdan los del rey del Olimpo, la
cintura es la del dios guerrero y el pecho evoca el potente
tórax del soberano de las aguas 35. Pero este espléndido cuer­
po que tiene apariencia divina es sólo un engañoso adorno
para quien lo disfruta, pues Zeus le ha brindado una más­
cara de soberano destinado a la victoria para embaucarlo
mejor 36.

H era y Poseidón

Para observar con más atención los juegos de poder y


astucia, de proyectos y fracasos, sigamos en la contienda a
dos hermanos, a Poseidón y Zeus. Durante la guerra de
Troya, el rey de los dioses se distrae, o mejor dicho, se le
distrae de la vigilancia del campo de batalla. Aunque sólo
por un instante, su plan va a ser modificado. Hera le ha
hecho caer en la trampa de una siesta amorosa. El Sueño le
ha cerrado los ojos. Su hermano Poseidón, el amo del mar,
tiene ante sí el campo libre para dirigir el combate y con­
ducir a un ejército de mortales, los dáñaos, contra la armada
troyana en una contienda sin par. El dios, blandiendo una
temible espada y semejante al rayo, se lanza en primera
línea contra Héctor y sus hombres. En seguida consigue
que la lucha se incline a favor de los griegos. Los troyanos
en fuga son presa del pánico. Pero de pronto, Zeus se des­
pierta. Abre los ojos, ve el espectáculo de la batalla dirigida
por su hermano y junto a éste a su esposa. Le han apartado
de la guerra. Se ha vivido una conspiración para oponerse
a sus proyectos y desafiar su poder.
Estalla la cólera y el furor recae en la astuta esposa.
Paisajes de soberanía 157

Llueven las amenazas de golpes y el recuerdo de otros cas­


tigos antaño aplicados. Pero Hera se defiende, miente y
perjura que no tiene nada que ver con la hazaña de Poseidón:
No es por mi consejo por lo que Poseidón, el que sacude la
tierra, daña a los teucros y a Héctor y auxilia a los otros; su
ánimo debe impelerle y animarle, o quizá se compadece de los
aqueos al ver que son derrotados junto a las naves 37.
Según Hera, Poseidón estaba empujado por su propio
thymós. Pero ella se guarda muy bien de mencionar el suyo,
ese corazón al que Zeus atemoriza y Poseidón llena de ale­
gría, y que le había empujado a montar todo el plan de
seducción 38. En un brusco cambio que parece una verda­
dera traición, la aliada de Poseidón se muestra dispuesta a
apartar a éste de la guerra y se sitúa sin dudar en el bando
de Zeus. Y he aquí al soberano queriendo soñar que su
esposa podría ser siempre así y estar de acuerdo con él
cuando celebran las asambleas de los olímpicos. La volun­
tad de Poseidón se estrellaría contra semejante solidaridad
de corazones.
Sin embargo, Zeus desconfía. «Si en este momento ha­
blas franca y sinceramente, ve a la mansión de los dioses...»,
le dice 39 como si no pudiera descubrir la mentira y su
capacidad de conocimiento tropezara con la opacidad abso­
luta de las palabras que le dirigen. Al igual que Hera tiene
que avasallarle para que confiese los planes que ha tramado
con Tetis, también el propio Zeus carece de clarividencia y
de medios para conocer lo que no se menciona. Los dioses
no se leen recíprocamente el pensamiento, como tampoco
detectan la presencia de uno de ellos si éste desea ocultarse.
Zeus, con los párpados cerrados, es prisionero del sueño
que con toda eficiencia le impide que vea a Poseidón. En
el preciso momento en que piensa esconderse con Hera en
una nube de oro que le proteja de la mirada de todos los
dioses, resulta que otra divinidad, su hermano, es quien se
oculta de él 40.
En cuanto a Hera, es indudable que la franqueza no es
su principal cualidad: después de haber renegado de Posei-
158 L a vida cotidiana de los dioses griegos

dón, se somete a Zeus por temor, pero sigue empeñada y


obstinada en su rencor. Lo que en realidad piensa de Zeus
se lo confiará a Temis cuando todos los dioses se hallen en
el Olimpo celebrando una asamblea: «Tú misma sabes cuán
soberbio y despiadado es el ánimo de Zeus.» Y ese día,
durante todo el banquete, la diosa estará sonriente aun te­
niendo el alma enfurecida41. La diosa, durante un tiempo
sometida, va a contribuir a que se cumplan los deseos de
Zeus: Poseidón entrará en razón y dejará el campo de ba­
talla. Sin embargo, ella no desistirá de sus planes.
Poseidón es un dios casi heroico. Debido a su natura­
leza impetuosa y sincera se le considera un mal diplomáti­
co. Durante una asamblea en la que los dioses deben de­
terminar la conducta a seguir frente a las ya conocidas acu­
saciones de los filósofos, oirá decir que tiene «ocurrencias
de atún», hasta tal punto es impetuoso y tajante cuando se
trata de defender el honor de la raza olímpica 42. Enfrenta­
do a Apolo, está dispuesto a luchar mientras que su sobri­
no, algo desengañado, le recuerda que no tiene sentido que
los dioses peleen a causa de los hombres. Por lo tanto Po­
seidón es el único que se expone a la cólera de su hermano
al querer ayudar a los griegos. También es el único dios
que por una cuestión de principios discute la legitimidad
del despotismo de su hermano mayor. Hera trata a Zeus de
arrogante, Atenea denuncia la arbitrariedad de sus reaccio­
nes, Ares le encoleriza; pero todos, desde Apolo a Hermes,
y todas se abstienen de desobedecer al padre y esposo. Zeus
siempre se impone con el argumento del poder, con la ame­
naza de repetir antiguas demostraciones de fuerza, y los
otros dioses, temblando o bien calculando lo caro que les
costaría, acaban por someterse sin discusión aunque mur­
murando por lo bajo. Poseidón por el contrario discute.
Cuando Zeus le envía a Iris para comunicarle que tiene que
poner fin inmediatamente al combate y el señor del Olimpo
no encuentra otros medios de persuasión que las amenazas
de castigo en nombre de su violencia, Poseidón se enfurece,
aunque de una manera muy razonable: «Con soberbia ha­
bla, aunque sea valiente, si dice que me sujetará por fuerza
Paisajes de soberanía 159

y contra mi voluntad; a mí que disfruto de sus mismos


honores.» A la brutalidad de los hechos contrapone la ley
del reparto y la igualdad jurídica.
Tres somos los hermanos nacidos de Rea y Crono: Zeus, yo
y, el tercero, Hades, que reina en los infiernos. El universo se
dividió en tres partes para que cada cual imperase en la suya. Yo
obtuve por suerte habitar siempre en el espumoso y agitado mar,
Hades en las tinieblas sombrías y a Zeus le correspondió el an­
churoso cielo, en medio del éter y las nubes; pero la Tierra y el
alto Olimpo son de todos 43.

Si Poseidón recuerda la historia de la repartición del


universo —en el que la Tierra se halla no como un lugar
habitado y poseído por los hombres, sino como una pro­
piedad de todos los dioses, indivisa al igual que el Olim­
po—, convirtiéndose en el paladín del orden olímpico en
términos casi jurídicos, no es con el fin de reclamar un
reconocimiento ocasional de su dignidad divina.
Ya hemos visto que Hera actúa así cuando se subleva
contra Zeus para conseguir que se valoren los esfuerzos que
realiza por los mortales a quienes protege. «¡También yo
soy una diosa!», exclama puntualizando que sus padres son
los mismos que los de su hermano y esposo. Hera, para
hacerse respetar, recuerda la consanguinidad, el origen co­
mún de ella y Zeus, pero en forma diferente a la argumen­
tación de Poseidón. Hera recurre al criterio aristocrático de
su nacimiento, como también lo hará en otras ocasiones,
siempre que desee justificar sus atenciones hacia Aquiles.
En primer lugar, cuando Zeus —que sin embargo ya tenía
previsto e inscrito en el programa este suceso— acusa a su
esposa de haber provocado el retorno de Aquiles al com­
bate. «¡Por fin conseguiste tus fines, augusta diosa de gran­
des ojos!» 44, reprocha Zeus. Y ella responde que por su­
puesto que pretende llevar a cabo sus propósitos. ¿Puede
haber algo más adecuado a su título de first lady, de «pri­
mera entre las diosas», literalmente aristS thedOn, título que
le corresponde por doble partida, su nacimiento y el ma­
trimonio con el señor de todos los inmortales? Y más tarde,
160 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Poseidón, estatua encontrada en Beocia, siglo V antes de J. C. Museo Na­


cional, Atenas, AP.
Paisajes de soberanía 161

la diosa proyectará también sobre Aquiles la sombra de su


propia dignidad. En el momento en que casi todos los olím­
picos están dispuestos a poner fin a los malos tratos que el
vencedor Aquiles inflige al cadáver de Héctor, surge la voz
de Hera contra la propuesta de Apolo:
Sería como tú dices, oh tú que llevas arco de plata, si a Aqui­
les y a Héctor los tuvierais en igual estima (timé). Pero Héctor
fue mortal y diole el pecho una mujer; mientras que Aquiles es
hijo de una diosa a quien yo misma alimenté y crié y casé luego
con Peleo, varón muy amado por los inmortales 45.

Frente a Apolo, que valora la buena conducta de Héc­


tor, sus virtudes de sacrificador generoso y benemérito,
Hera recuerda otro criterio de valoración: el nacimiento, el
origen divino que sitúa a Aquiles en un plano superior al
de su víctima. Hera desde luego también evoca las atencio­
nes alimentarias que los dioses deben a Aquiles, pero se
trata del festín de bodas celebrado con motivo del matri­
monio de Peleo y Tetis, banquete en el que participaron
todos los olímpicos. Es un alimento compartido en la mesa
de un mortal privilegiado, en el preciso momento en que
se une a una diosa y no, como en el caso de Héctor, de
vapores ofrecidos con regularidad por un devoto piadoso.
Hera maneja coherentemente los argumentos de su con­
ciencia de clase: nacimiento, origen y privilegio; Poseidón
por su parte responde a Zeus en nombre de otros valores:
igualdad de derechos, repartición y sorteo. Pero Zeus gana
siempre, puesto que su poder obedece en cada ocasión a los
más diversos principios. Zeus, a veces autoritario, otras con­
ciliador y a menudo astuto, hace malabarismos con los de­
seos y los derechos de los demás. Por lo tanto, a propósito
del cadáver de Héctor, impondrá su opinión sobre la de
Hera, concediéndole primero que Aquiles no reciba los mis­
mos honores que un mortal cualquiera, pero recordándole
después que Héctor era muy querido por él y atento con
todos los dioses, ya que, no lo olvidemos, los grandes va­
pores de los pemiles son muy gratos a todos los habitantes
del Olimpo... 46 Zeus mezcla con mucha habilidad su pro­
162 L a vida cotidiana de los dioses griegos

pió interés con el de los demás, empezando por el de su


¡nterlocutora a quien convence rápidamente. Por el contra­
rio, Zeus se impondrá a Poseidón con un argumento de
jurista: puesto que Poseidón habla de igualdad entre her­
manos, que recuerde otra ley por la cual se establece el
derecho de primogenitura, la prioridad del mayor sobre el
segundón. Y Poseidón, ante tal argumento, condesciende 47.
Así pues, tras la treta de la siesta, el Padre de los dioses
y de los hombres recupera con rapidez el control de los
asuntos. La estratagema erótica de la esposa y los generosos
impulsos del hermano fracasan de inmediato. El ingenuo
Poseidón se acordará quizá de este lamentable suceso cuan­
do, a su vez, Zeus le haga pasar por un contratiempo se­
mejante. Un día Poseidón estará distraído —ausente en un
banquete con los etíopes— y, aprovechando la ausencia,
Zeus hará que Ulises se escape de la diosa Calipso. Posei­
dón tiene prisionero a Ulises lejos de su isla, en la morada
de una amante por la que él no siente deseo. ¡Terrible su­
plicio! Ese mortal demasiado astuto expía así la horrible
herida que ha infligido al Cíclope, hijo de Poseidón. Mien­
tras el dios del mar se distrae, deja a Ulises a merced de los
olímpicos y Zeus se aprovecha: Calipso recibe a un men­
sajero, el cautivo se hace a la mar y vuelve a su casa. Po­
seidón sólo podrá vengarse incordiando con continuas tem­
pestades el viaje de retorno que ha planeado su mortificante
hermano mayor. Es el principio de la Odisea.

Dificultades del poder

Al triunfar Zeus, Poseidón fracasa y Hera se somete. La


única decepción que realmente reconoce es el nacimiento
frustrado de Heracles. Su esposa es mucho más pérfida que
él. Pero desde el instante en que precipitó al Error (Ate) a
la Tierra, Zeus ya no se deja engañar. No obstante, sería
estúpido creer en la omnipotencia del señor del Olimpo,
pues el ejercicio efectivo de su poder se basa, por el con­
Paisajes de soberanía 163

trario, en la continua iniciativa dentro de un campo de fuer­


zas contradictorias y peligrosas.
No cabe duda de que Zeus es el estratega de la historia.
£1 modela la duración y decide la distribución del tiempo
de los hombres y los dioses. La guerra de Troya es un
verdadero ejemplo de este poder «providencial». Sin embar­
go, la realización de su proyecto, una vez en marcha, no
está dirigida por la fuerza de un determinismo que sería el
efecto ineluctable de la voluntad divina y, por consiguiente,
de su absoluto poder de eficacia. El encadenamiento de los
sucesos proyectados por Zeus se revela frágil: se ve conti­
nuamente vulnerado por el azar y la contingencia. Los pla­
nes de Zeus tropiezan a menudo con otros planes y otros
deseos de los demás dioses y también de los hombres. Y en
estos impactos no tiene la partida ganada. £1 designio de
Zeus no se impone necesariamente. Por el contrario, en
cada ocasión el resultado es aleatorio. Y a veces la voluntad
de Zeus se cumple como por azar, gracias a una concurren­
cia de circunstancias.
Ya hemos visto que el relato de la Iliada se inicia con
la decisión de movilizar a la armada griega y enviarla al
ataque de Troya para que sufra una derrota. Pero el sueño
que Zeus envía con dicho fin conduce a un resultado con­
trario e imprevisto: ¡el destinatario del sueño hace retroce­
der al ejército! Zeus no ha determinado totalmente la eje­
cución del proyecto y por lo tanto ha dejado a Agamenón
con libertad para reaccionar ante el sueño. Este introduce
su propia iniciativa y de inmediato pone en peligro la eje­
cución de la voluntad divina. Además, ni siquiera es Zeus
quien corrige el fallo. Atenea, enviada por Hera, salva el
plan... en su contra, puesto que desea que los griegos ata­
quen Troya, ¡pero para triunfar! Hera, al poner en marcha
su propio juego, que se opone al de Zeus, vuelve a empren­
der el proyecto que éste había concebido en claro desacuer­
do con ella. Y no es una manipulación, sino que se trata de
la propia voluntad de Hera.
También hemos visto que Zeus ha decidido que, tras la
muerte de Patroclo, Aquiles mate a Héctor. Se lo dice con
164 L a vida cotidiana de los dioses griegos

solemnidad a Hera. Pero para culminar ese proceso que


Zeus tiene virtualmente coordinado, es... Hera quien entra
en acción. Ella envía a Iris a la tienda de Aquiles para con­
vencerle de que retorne al combate; sin esto Héctor nunca
habría muerto..., según el plan de Zeus. Y lo hace no sólo
por propia iniciativa y estrategia, sino también a espaldas
de Zeus, el cual después le reprochará el haber culminado
en contra de él un plan del que ya no se reconoce autor.
El retorno de Aquiles al combate se convierte, en efecto,
en un asunto de su esposa.
¿Amnesia divina, pereza o negligencia en el seguimiento
de los asuntos de la Tierra? El lector de la litada se asom­
bra de los antiguos filósofos. Se trata de un racionalismo
espontáneo. A no ser que se siga el relato sin más. Porque,
reflexionemos un instante: si Zeus era realmente todopode­
roso, si sus proyectos tenían la fuerza del destino y su vo­
luntad no encontraba ningún obstáculo, entonces, ¿qué se­
rían los otros dioses? ¿N o se encontraría un tanto solo? Y
además cualquier asunto estaría hecho, consumado y termi­
nado en un instante. Se sabría todo de antemano y ese todo
sería nada o casi nada. ¿N o es acaso el relato una epopeya
de deseos que se oponen, cobran vigor y se refuerzan? ¿No
extrae el relato, y en particular la novela, todas sus fuerzas
de la percepción de lo contingente, es decir, de lo posible?
La epopeya es un síntoma de la imperfección de Dios: algo
se le resiste y todo ello puede relatarse. Incluso el Dios
del Génesis demuestra su debilidad al crear el mundo en
seis días, en lugar de hacerlo sin duración, de golpe, en un
instante.
En resumen, desde el momento en que hay relato, hay
dioses «débiles», con un poder moderado, múltiple y rela­
tivo. La absoluta tiranía pertenece a un tiempo pasado en
el que un padre angustiado ante la idea de perder su cetro
devoraba a sus hijos. Este padre, Crono, deseaba el poder
para él solo, para siempre: sin repartos ni relevos. Uno de
sus hijos, salvado por su madre Rea, sobrevivió y destronó
al déspota: fue Zeus, y con él se inauguró un tiempo de
poder menos totalitario pero más real y manifiesto. Crono,
Paisajes de soberanía 165

obsesionado exclusivamente con la idea de preservar su rei­


nado, no hacía otra cosa que embarazar a su esposa y de­
vorar a los descendientes. Zeus, por el contrario, necesita
incluso que se valore su poder relativo y se ve a menudo
obligado a imponerse por la astucia, en contra y a pesar de
los demás, a quienes acepta y arrastra en su juego; Zeus es
un dios lleno de energía y actividad y sus días desbordan
vida y proyectos.
CAPITULO VIII

LOS DIOSES Y LOS DIAS 1

S
I hacemos caso a los testigos de muy eruditos deba­
tes —jueces y parte a un mismo tiempo, puesto que
se llaman Cicerón, Luciano y Séneca—, el mayor problema
que los dioses de su época suscitan es de carácter práctico:
«¿Qué hacen?» O mejor dicho: «¿Hacen realmente algo?»
Pues aunque se dicen muchas cosas, confiesa Cicerón, sobre
el aspecto que tienen y los lugares que habitan, las viviendas
y las hazañas de su vida, lo que constituye ante todo la
causa y el objeto de la controversia sobre su naturaleza es
saber si no hacen nada, si no intervienen en nada, si se
abstienen de cualquier preocupación o desvelo 2. En ade­
lante, cualquier reflexión de natura deorum tiene que salvar
este primer escollo, el dilema del hacer, el actuar y las preo­
cupaciones. Es la primera cuestión, ya que la propia exis­
tencia de los seres inmortales se ve afectada por ello. ¿Dio­
ses ociosos, despreocupados e impasibles? N o se sabría qué
hacer con ellos. Resultaría imposible imaginárselos. Inútiles
y por tanto imposibles; injustificados por carecer de obje­
tivos. Este es un ateísmo tímido, que tiene miedo a decla­
rarse, claman los adversarios del pensamiento de Epicuro.
Así es como se plantea la crítica a la existencia de los dioses
en Grecia y Roma antes de la era cristiana: preguntarse en
primer lugar sobre su actividad como piedra de toque de
su presencia en el mundo; postular luego, dándolo por su­
168 L a vida cotidiana de los dioses griegos

puesto, la conexión entre estar ahí y hacer, y por consi­


guiente considerar absurdo —tanto más para un dios— el
simple hecho de estar en el mundo sin ocuparse del mundo.
Esta forma de pensar lo divino como si fuera una pre­
sencia activa, ocupada y preocupada puede entenderse des­
de dos perspectivas: como una constante o una obstinación
del pensamiento religioso, y como una ¡dea maestra, un
rasgo distintivo del pensamiento griego.
Atribuir a los dioses el deseo y el poder de hacer parece
ser la idea más difundida para dar forma a la superioridad
e incluso a la excelencia de las divinidades sobrehumanas \
Ya sea por una vocación creadora original o por un conti­
nuo compromiso de vigilar el mundo, gobernar a los hom­
bres y regular la naturaleza, desde siempre y en todos los
países, son innumerables las divinidades que han puesto de
manifiesto su grandeza realizando una obra o llevando a
cabo tareas. Bien como seres supremos o como miembros
corrientes de grupos politeístas, ¿cuántos dioses practican
la indiferencia y la absoluta inercia? Evidentemente los hay.
Por ejemplo, los del taoísmo.
En este caso el ser supremo no es ni creador ni juez que
se interese por los hombres. Tampoco es, sin embargo, un
dios ocioso, en paro o indolente como los hay en Grecia y
Sumer. La suprema divinidad es más bien una figura muy
abstracta en el orden del mundo o, como escribe Granet,
«una Realidad caracterizada por su necesidad lógica y con­
siderada bajo el aspecto de un Poder de Realización pri­
mordial, permanente y omnipresente» 4. El sabio, cuando
alcanza la contemplación, puede exclamar:
¡Oh Señor mío, oh Señor mío! ¡Tú que destruyes a todos los
seres y no eres cruel, Tú que colmas con tus buenas acciones a
todo el mundo y no eres bueno, Tú que eres más viejo que la
más remota antigüedad y no tienes edad, Tú que cubriendo o
llevando todo como el cielo y la Tierra, eres el autor de todas las
cosas y no eres nada industrioso! 5

El Tao, imposible de definir o de delimitar con catego­


rías unívocas, es un principio de tiempo cíclico con capa­
Los dioses y los días 169

cidad para introducir orden y diferenciación en el caos ori­


ginal. Aun siendo la causa del cosmos, no es el demiurgo.
En el siglo IV, cuando se elaboró una teoría de la inmorta­
lidad como recompensa a la conducta humana y se hizo
necesario atribuir a Dios la atenta vigilancia de un juez,
vimos aparecer a una divinidad auxiliar, el Gobernador de
los Destinos, secundado a su vez por un personal adminis­
trativo. Ya que como señala Granet, «ocuparse de las tareas
de los seres vivos no podía ser el trabajo de la Suprema
Unidad» 6.
Si se piensa que un dios sigue la vida de los hombres,
también se considerará que regula su propia vida a imagen
de la de éstos, que les concede su tiempo y está allí por
ellos. El taoísmo se resiste a aceptarlo, hasta el punto de
que incluso los inmortales, esos hombres convertidos en
«dioses» tras una muerte violenta y gracias a sus virtudes,
forman una sociedad aparte, etérea y refinada, tan poderosa
como insensible a las peticiones que les dirigen los mortales.
En las lejanas montañas de Kou-ye habitan seres divinos. Su
piel es fresca como la nieve escarchada y son delicados y discretos
como las vírgenes. No se alimentan de cereales, sino que aspiran
el viento y Beben el rocío. Suben a las nubes y a los vientos,
cabalgando en dragones voladores para ir a juguetear más allá de
los confines del mundo. Mediante la concentración de su espíritu
pueden proteger a los seres de la peste y hacer que maduren las
cosechas... ¡Qué hombres! ¡Qué poder! Abarcan a diez mil seres
siendo uno solo.
Estos inmortales poseen, pues, unos admirables poderes
con los que podrían ayudar a sus congéneres mayores, a
quienes la enfermedad y el hambre les hacen débiles y frá­
giles. Pero a ellos no les gusta ser útiles. «Los hombres de
este mundo les piden que vengan a poner orden, pero ¿por
qué iban a cansarse ellos con los asuntos de aquí abajo f» El
Tchouang-Tseu tiene un cierto aire epicúreo. «A estos hom­
bres nada puede herirles; aunque sobrevenga un diluvio y
lleguen las aguas hasta el cielo, no morirán; aunque el calor
haga fundir las piedras y quemar tierras y montañas, ni
siquiera sentirán calor...» 7
170 L a vida cotidiana de los dioses griegos

En Grecia, Epicuro es el filósofo que más criticó la ima­


gen de la divinidad preocupada por el hombre. Estableció
un recuento de todas las incoherencias. El espectáculo del
mundo en su imperfección, comparado con la certeza de
que existen seres extraordinarios, amables con nuestras vir­
tudes, severos con nuestras debilidades que regulan el uni­
verso con una justicia infalible, obliga a sacar unas conse­
cuencias decepcionantes.
Dios, dice Epicuro, o bien desea suprimir los males y no pue­
de; o bien puede pero no quiere; o bien ni lo desea ni puede; o
bien lo desea y puede. Si lo desea y no puede, es débil, lo cual
no corresponde a un dios; si puede y no quiere, es que es envi­
dioso, lo que también es ajeno a un dios; si ni quiere ni puede,
es a la vez envidioso y débil y, por consiguiente, no es Dios; si
quiere y puede, lo único acorde con un dios, ¿cuál es, pues, el
origen de los males o por qué no los suprime? 8

Suponer que el mundo es algo que concierne a los dio­


ses y que son susceptibles de actuar en nuestro bien, obliga
a preguntarse por qué no lo hacen, por qué nos abandonan
en el desorden, la injusticia y el mal. ¿Acaso el hecho de
atribuir a un dios la tarea de ocuparse de los hombres no
es una ocasión para pillarle en falta, para considerarle im-
becillus invidus o negligente? Por lo tanto, Epicuro niega
que los dioses tengan algo que hacer por nosotros. Los
dioses están ahí, en su espacio y tiempo, gozando de una
felicidad uniforme y una beatitud que ningún suceso podría
trastornar. Al igual que los inmortales taoístas, «¿por qué
iban a cansarse con los asuntos de aquí abajo?»
En contra de innumerables pensamientos religiosos que
hacen coincidir la existencia de los dioses con su compro­
miso en el mundo, taoísmo y epicureismo intentan mante­
ner una postura rigurosa: insistir en que la diferencia y la
distinción de un dios es no tener nada que hacer. ¿Se puede
encontrar algo más ajeno al espíritu del antiguo politeísmo,
tan turbulento, y al de las tradiciones judías y cristianas?
Los dioses y los días 171

¿ E l Génesis como un trabajo diario?

£1 cristianismo, al asumir la responsabilidad de demos­


trar inductivamente la existencia de Dios —puesto que el
mundo está ahí, hay que admitir que exista un autor— y
al definir a Dios en primer lugar como Creador, Padre
y Soberano, hace de la equivalencia entre existir y actuar el
pedestal de su doctrina. El Antiguo Testamento presenta
el trabajo creador de Dios Padre en el Génesis, así como el
cuidado que tiene por el seguimiento de su obra. Mirar,
observar, espiar; escuchar, descubrir los secretos, detectar
las mentiras; y por último, pero sobre todo, para dar una
finalidad a esta continua vigilancia: castigar y premiar, ele­
gir y condenar. El dios de Israel es el más grande debido
al resultado de su trabajo creador. «Es el más temible de
todos los dioses, porque los dioses de los pueblos son ído­
los, pero Yahvé es quien hizo los cielos.» 9
El Libro de los Salmos es un continuo homenaje a la
boca, los oídos, y en especial a los ojos de Dios. Pero es
sobre todo el Génesis el que, al relatar el Principio, y por­
que lo relata, marca una distribución del tiempo para la
divinidad, levantando así, para la exégesis de los siglos ve­
nideros, los problemas que el cuerpo, el tiempo y el mundo
constituyen para Dios.
Dios trabaja y crea el mundo en una duración temporal
que constituye una sucesión de días. El séptimo día descan­
sa. De la nada y después de la confusión, Elohim abre la
vía para la diferenciación de los seres. Da forma y separa.
Primero hace que surja la luz y, en seguida, divide el día y
la noche: apenas dibujado el espacio —la Tierra deslindada
del cielo—, introduce el tiempo. Un tiempo en el cual van
a entrar, en la alternancia de la claridad y la oscuridad,
todas las obras divinas. Al principio hay un Dios que, al
querer hacer el mundo, inventa lo cotidiano. Lo inventa
como si no existiera otra forma de realizar una obra, como
si desde el comienzo hubiera que situarla en un tiempo
medido en esa escala. El principio de la Biblia consagra para
172 L a vida cotidiana de ios dioses griegos

nosotros la idea de que el tiempo con que el mundo se


inaugura es en su origen el tiempo de un deseo de hacer,
de un trabajo que produce cansancio y que no carece de
preocupaciones. Es decir, lo cotidiano tal y como lo cono­
cemos. Y los hombres tendrán que imitar a aquel que un
día les creó. Trabajarán en períodos iguales a los de la crea­
ción y se abstendrán de realizar cualquier tarea el día que,
cíclicamente, trae de nuevo el sabbath, el descanso del Se­
ñor. Por lo tanto sus vidas serán una copia, con un retorno
semanal periódico, de ese segmento de vida cotidiana al que
Dios dio forma para que todo comenzara. Fidelidad a un
modelo, pero también ejemplaridad del modelo. Si los hom­
bres pueden y deben vivir en el tiempo a semejanza de
Dios, es porque Dios, sin renunciar a la eternidad, se ha
unido a este tiempo que destinaba a los mortales. Se
ha sometido al orden cosmológico que él había establecido.
Ha hecho su propio presente de los instantes que convertía
en mensurables. Más allá de la historia, el tiempo del mun­
do nació cotidiano. Por supuesto que la finalidad del Gé­
nesis es el no ser tomado al pie de la letra. Sabemos todo
lo que se pone en juego en la elección de una u otra lectura
para la tradición judía y para los cristianismos. Pero, en la
raíz de los más doctos debates, ¿no hay acaso un relato?
Por ello, todas las exégesis —por muy sabias que se consi­
deren— se miden y encuentran con el contenido de un cuen­
to. Sólo evocaremos aquí tres episodios, tres debates que
dan una idea de los problemas que surgen cuando el tiempo
está recreado 10 como en el Génesis. El primer debate, de
gran intensidad, es el que enfrenta a Orígenes y Celso en
el siglo III de nuestra era: la disputa se centra en la conve­
niencia de un relato que atribuye al Creador un uso con­
tradictorio y vulgar del tiempo. El segundo es la contro­
versia que estalla en el siglo XVI entre católicos y protes­
tantes sobre la legitimidad de las imágenes antropomorfas
de Dios. El objeto del debate es el cuerpo de Dios, que
parece ser una conjetura en el texto bíblico. El tercer mo­
mento es aquel en que se enfrentan, en pleno siglo X IX , los
partidarios de la microbiología de Pasteur y un naturalista
Los dioses y los dias 173

convencido de la existencia fundada de la generación espon­


tánea. En este asunto vuelve a surgir un debate teológico:
¿cuáles son los límites de la obra de Dios?
Celso, un hombre extremadamente erudito en la tradi­
ción de los filósofos griegos y en especial de Platón, refuta
y sobre todo desprecia la concepción de lo divino que se
desprende tanto del Nuevo como del Antiguo Testamento.
Señala la paradoja de un relato que afirma la omnipotencia
de un dios al hablar de un personaje que trabaja, y que
además lo hace día tras día. Este dios vive, pues, en el tiem­
po como los hombres, lo necesita para terminar la creación
del mundo y realiza su hazaña de manera tan humana que
se cansa y debe descansar.

El relato escriturario sobre el origen de los hombres es una


hermosa ingenuidad, escribe Celso, pero la mayor estupidez es la
de dividir la creación del mundo en varios días antes de que
existan los días. En efecto, no habiendo aún sido creado el cielo,
ni consolidada la Tierra, ni girando el Sol en tomo a ella, ¿cómo
es posible que hubiera días?

Para empezar, pone en evidencia la inconsecuencia de


un tiempo ya cotidiano, puesto que está contado en días,
que precede a la llegada efectiva del día y la noche. El mo­
vimiento del Sol es lo que constituye esas divisiones de
tiempo. Ahora bien, el Sol no fue creado hasta el cuarto
día. Lo cual supone un contrasentido.

Pero además, continúa, volviendo a examinar las cosas desde


el principio, examinemos cuán absurdo sería que el primer y muy
grandioso Dios ordenase que tal cosa, o aquélla, o tal otra sea y
produzca el primer día sólo una cosa, el segundo alguna cosa más
y así el tercero, el cuarto, el quinto y el sexto.

¡Sorprendente debilidad para un dios la que le obliga a


distribuir el trabajo durante una semana, como si tuviera
que reservar sus fuerzas! No nos extrañará entonces el verle
agotado, tras haber terminado con la creación de un ser a
su imagen que manifiesta su debilidad.
174 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Después de ese trabajo, como si de un malísimo obrero se


tratara, estaba agotado por la fatiga y tuvo necesidad de descansar
para reponerse. No es lícito decir que el Dios Primero se cansa,
ni que trabaja con sus propias manos, ni que ordena. Dios no
tiene ni boca ni voz [...]. Tampoco Dios ha hecho al hombre a
su imagen; porque él no es como el hombre y no se parece a
ninguna otra forma " .

Celso condena en suma todo lo que tiene de incoherente


la creación entendida como una obra progresiva y por tanto
de incompatible por el hecho de que el sujeto es un dios.
Aún más, señala una aporta muy importante cuando se bur­
la de la existencia de los días antes de la existencia del día.
En efecto, en cuanto un sujeto actúa, es necesario que el
tiempo mensurable esté ya ahí, pues es la condición previa
para cualquier acción. Ya que la acción ocupa necesaria­
mente algo de tiempo, un tiempo que dura y se cuenta. A
menos de que fuera instantánea, cualquier creación dura
minutos, horas, días. Por consiguiente, en tanto que el ori­
gen está concebido como el trabajo de un sujeto, el tiempo
medido se convierte a la vez en el a priori y en el resultado
de ese trabajo. De ahí la franca ambigüedad del texto bí­
blico. Pero a decir verdad, Celso razona en griego.
Los griegos siempre han concebido el tiempo como «algo
perteneciente al movimiento», a saber, un efecto del despla­
zamiento de objetos en el espacio, de cuerpos celestes y,
sobre todo, del Sol en el cielo. Para un griego, el tiempo
es un fenómeno cosmológico que presupone por definición
el universo y sus movimientos. Cuando Celso se pregunta
«cómo es posible que hubiera días» antes de la creación del
firmamento (segundo día) y del Sol y de la Luna (cuarto
día), lo que hace es plantear un problema griego. Filón de
Alejandría con anterioridad ya había argumentado que era
completamente increíble que el mundo hubiera sido hecho
en seis días y, de manera más general, en el tiempo, ya que
éste es una continuidad de días y noches determinados por
los amaneceres y las puestas del sol en el cielo. Por consi­
guiente, el tiempo es posterior al mundo y a él le debe su
existencia 12. Y muchos siglos antes, Platón había relatado
Los dioses y los días 175

el nacimiento del mundo, presentando a un demiurgo que


primero hace el cielo y sólo después piensa en «esa cosa
que llamamos tiempo (chrónos). En efecto, los días y las
noches, los meses y las estaciones no existían antes del na­
cimiento del cielo, pero su aparición se produce a la vez» ,3.
Platón se sustrae a la crítica de Celso porque él no habla
de «días» para situar las obras del demiurgo cuando éstas
preceden al cielo.

E l Génesis: ¿un trabajo digno de D ios?

En el siglo XVI, descubrimos otra cuestión del debate


que nos ocupa. El creador de la capilla Sixtina, blasón de
la Iglesia católica y romana, vendrá a recordar las disputas
que, en torno a las imágenes, han dividido al cristianismo u .
Por una parte, en el Exodo, X X , 4, Yahvé prohíbe cualquier
representación suya. Por otra parte, numerosos pasajes na­
rrativos hablan de Dios cuando se aparece a los hombres,
en especial a David. ¿Qué opción tomar: el mandamiento
o el ejemplo? N o es un dilema estético sino una decisión
de fondo, ya que los cristianos ven ahí un punto crucial de
cualquier pensamiento religioso: ¿Se puede representar a un
dios? ¿Cómo se hace presente?
Para los cristianos esta cuestión ha sido históricamente
difícil de resolver debido al doble testimonio de las Sagra­
das Escrituras. Protestantes y católicos, apelando a la auc-
toritas bíblica hicieron su elección. Los primeros seguirán,
con algunos matices, el enunciado de la regla «N o harás
ningún ídolo, ni imagen alguna de lo que está allá en los
cielos». Por el contrario, la Iglesia romana confirmará en el
Catecismo romano (1566), surgido del concilio de Trento,
la opción adoptada desde el segundo concilio de Nicea en
el 787 por la que se respeta la representación de las escenas
relatadas, por ejemplo la Creación. Puesto que la Biblia
narra la historia del Génesis y a continuación la redención,
y ella misma presenta a Dios como a un personaje que
habla y actúa, condenar las imágenes de Dios sería censurar
176 L a vida cotidiana de los dioses griegos

el Antiguo Testamento. Por tanto, la pintura está autoriza­


da a representar al Altísimo, siempre que imite los modelos
iconográficos enunciados en el libro.
Frente a las intransigencias de la Reforma, el catolicismo
de Trento confirma el antropomorfismo sugerido por la Bi­
blia. Aunque sea pura pedagogía, el hecho en sí es éste:
Dios recibe un cuerpo. Y aún más, ya que el concilio in­
duce a dar prioridad a las imágenes de Dios en acción, sor­
prendido en un gesto o realizando alguna de las hazañas
que le son atribuidas. De esta manera, el cuerpo está situa­
do en el tiempo. La historia enumera los instantes de su vida.
Un último ejemplo de las cuestiones que la Biblia sus­
cita por su naturaleza narrativa, se refiere al alcance de la
actividad de Dios. En el siglo X IX , trescientos años después
de que Francesco Redi descubriera la reproducción sexual
de los insectos, la generación espontánea era todavía una
teoría vigente que contaba con fervientes defensores. Uno
de ellos, el eminente biólogo Félix Aquímedes Pouchet, no
dudaba en reforzarla con una atenta lectura del Génesis.
Así, la creación de los animales y las plantas está de tal
manera relatada que se puede interpretar con toda legitimi­
dad como «una verdadera generación espontánea que se pro­
duce bajo la inspiración divina» I5. Elohim dice: «Que sal­
gan de la tierra los animales vivos según su especie», y or­
dena a la tierra que engendre lo que él crea sin ningún tipo
de transmisión. Pero Pouchet aún va más lejos, ya que quie­
re demostrar que la reproducción de algunos seres vivos
situados en la base de la pirámide es siempre idéntica: es­
pontánea y divina. A este efecto, intenta probar que el Crea­
dor no ha cesado en su obra, es decir, que el Eterno dedica
su tiempo a una «acción incesante», una «incesante activi­
dad», una «obra de todos los instantes» 16. El Génesis pre­
cisa que después del sexto día Dios descansó, dice Pouchet.
Pero, ¿en qué versículo del libro sagrado nos anuncia que
no volverá a reemprender nunca más su obra? ¿Dónde se
dice que después de este descanso rompiera sus moldes y
aniquilara su facultad creadora? 17 Contra aquellos que pre­
tenden «que obligarle a realizar innovaciones diarias supone
Los dioses y los días 177

degradar la suprema majestad» 18, Pouchet recuerda que,


por el contrario, inmovilizar al genio creador en la eterni­
dad «seria negar su omnipotencia». Y con un gran acom­
pañamiento de citas bíblicas, celebra la perpetua e infatiga­
ble actividad del Altísimo.
Presentamos escuetamente este ejemplo para calibrar el
alcance de una cuestión que de otro modo parecería equí­
voca. ¿Qué hacen los dioses con su tiempo? Desde los más
trascendentes hasta los más próximos a los humanos, todos
ellos tienen que dar una respuesta: de ello depende su exis­
tencia.

L a vida de los dioses y la vida de los hombres

La segunda perspectiva desde la que se puede situar la


antigua forma de pensar lo divino en términos de vida ac­
tiva es, como ya hemos dicho, propiamente clásica. Se trata
de la reflexión sobre la vita y en primer lugar la vida de los
hombres. En efecto, los filósofos que se preocupan por la
naturaleza de los dioses, destacando sobre todo la verosi­
militud de sus ocupaciones, son aquellos para quienes la
filosofía está esencialmente destinada a ofrecer reglas para
vivir mejor. Tocjos los enunciados de la filosofía se refieren
a la vida. Así es como Cicerón introduce el debate De na­
tura deorum. Pues la vida de los hombres es el punto de
partida y la garantía de la vida de los dioses.
Quien niega a los dioses la actividad y preocupación por
los hombres, priva a la vita hominum de su sentido. Ya
que, si los dioses no hacen nada por ios hombres, no tiene
ya sentido ninguna práctica ritual. ¿Por qué rendir culto a
unos seres indiferentes, insensibles a nuestras oraciones e
incapaces de mostrar su gratitud? La pietas, pues, no estaría
justificada. Pero, junto a la piedad, muchos otros valores
pierden todo su fundamento: la fides, la mutua confianza,
la societas y, finalmente, la justicia ,9. En resumen, los lazos
sociales y sus reglas se vienen abajo en el momento en que
se deja de creer que los dioses son responsables de ello, que
178 L a vida cotidiana de los dioses griegos

les concierne o al menos que muestran un mínimo interés.


Es decir, que la ética de las relaciones entre los hombres se
sostiene sólo gracias a la atenta mirada que les prestan los
dioses. Si creemos que los inmortales nos ignoran, nos apar­
taremos de ellos y dependeremos del respeto hacia nuestros
semejantes. Los dioses son un modelo ajeno, alguien que
observa nuestra vida, que nos sigue con la mirada, y ante
quien somos responsables de nuestra conducta. La filosofía
helenística es quizá mucho más una filosofía de la vida que
del sujeto: la vida como tiempo en el que se tejen los lazos
entre el individuo y el mundo.
Este discurso, tan preocupado por los peligros que la
impasibilidad divina provoca en el edificio social, está diri­
gido, como es de suponer, contra los epicúreos. Son ellos
quienes difunden la duda. Pero, de hecho, para los filósofos
de la Escuela del Jardín se trata más bien de una exigencia
de rigor: si los dioses son bienaventurados, deben abstener­
se necesariamente de todo lo que sea causa del trastorno y
por tanto de la preocupación, de la cura, que es el destino
de los mortales atareados en el mundo. El privar a los dio­
ses de la preocupación por el mundo —ya sea en la crea­
ción, el juicio o la predestinación—, significa concebirlos
de manera lógica: devolverles a la plenitud de la beatitas
que desde Homero siempre se les atribuye, pero que se les
niega con obstinación puesto que pretendemos que se vean
implicados y envueltos en nuestras historias. Los poetas son
los principales responsables de una teología absurda, llena
de olímpicos ciegos de ira, ardiendo en deseos, comprome­
tidos en guerras, batallas y combates en los que llegan in­
cluso a ser heridos. Odios, discrepancias y desacuerdos; na­
cimientos y muertes; peleas y quejas; deseos, en fin, que
les empujan a cualquier forma de intemperancia: adulterios,
enredos e incluso asuntos de alcoba con individuos del gé­
nero humano, hasta el punto de que algunos mortales son
engendrados por un dios 20. Poder, guerra y amoríos: de­
masiado bien sabemos que la vida activa es una continua
agitación que oscila entre proezas y pasiones, tensiones y
movimientos, y en la que nos vemos afectados por la hos­
Los dioses y los días 179

tilidad y la atracción. Todo ello es tan indigno de un dios


que los inmortales llegan a tener descendencia mortal.
¿Cómo compartir unas opiniones tan frívolas cuando los
hombres, todos sin distinción, conciben a los seres divinos
en la beatitud y la eternidad? La coherencia exige que un
ser bienaventurado y eterno no se ocupe de «ningún asunto
y a nadie exija ningún esfuerzo; nadie puede provocar su
cólera ni obtener sus favores, ya que esta clase de senti­
mientos son signos de debilidad (imbecilla essent omnia) 21.
Respecto a la religión homérica, para un epicúreo la exis­
tencia de los dioses se define con rasgos negativos. Es la
perfección de un tiempo idéntico que ningún suceso alcanza
a afectar, puesto que ningún deseo penetra en él. N o hay
vestigios de acción; ninguna inclinación a la aventura; nin­
guna envidia, fuente de preocupación. Por el contrario, y
sin que sea paradójico: mucho placer, un desbordamiento
de voluptates. Esta vida, apartada de cualquier libídines, de
todos los deseos, es una vida colmada de placer. ¿Cómo es
posible? ¿Cómo pueden gozar vuestros dioses? 22 Esta pre­
gunta tan clara es la que plantean con insistencia los detrac­
tores de los epicúreos. Y esta pregunta se cruza con otra
que los epicúreos dirigen a la religión de aquéllos: ¿por qué
desean vuestros dioses? 23 Toda la problemática del tiempo
divino se perfila en este intercambio de preguntas.
En cuanto a la concepción epicúrea de la felicidad de los
dioses, el problema se plantea de la siguiente manera: ¿qué
vida llevan los dioses (quae vita deorum sit)? ¿Cuál es la
distribución del tiempo (quaecque ab iis degatur aetas)? 24
Una vez admitido que no hacen nada, queda por saber en
qué consiste para ellos ese tiempo vacío, ese tiempo muerto,
esa desocupación. Quae ergo vita? 25 ¿Cuál puede ser, en
fin, su vida? Ahí se ve la preocupación por un tiempo que
no estuviera ocupado, lleno, desbordante de cosas hechas y
por hacer. Al igual que se les pregunta qué necesidad hay
de que sus dioses tengan un cuerpo puesto que no lo uti­
lizan. N o es que no tengan respuesta sino que por el con­
trario su réplica vuelve a replantear la pregunta.
180 La vida cotidiana de los dioses griegos

Tu escuela y tú mismo, Balbo, dice el epicúreo Veleyo a su


interlocutor del Pórtico, tenéis la costumbre (soletis) de pregun­
tarnos qué clase de vida llevan nuestros dioses, cómo transcurre
el tiempo para ellos. Es evidente que no puede uno imaginarse
nada más feliz, nada tan desbordante de alegría. Un dios no está
comprometido con ninguna obligación, no se encarga de ningún
trabajo; disfruta (gaudet) de su saber y su virtud; tiene abierta
ante él toda una perspectiva de goces (voluptatibus) máximos y
eternos 26.
Un dios goza satisfecho de su propia virtud, que no
tiene que alcanzar; lleno de un saber que no debe buscar,
deja que el tiempo transcurra por él y le inunde de placer.
Saciado desde siempre y para siempre, ve cómo le llegan

Dioses reunidos, conversando en pequeños grupos, más o menos organi­


zados. A la izquierda, el insigne Zeus, sentado junto a Hera, sujeta con
una mano el cetro real y con la otra el fuego celeste en forma de haz. Se
diría que está confiando un mensaje a Iris, la de vibrantes alas. Entretan­
to, parece que Atenea, con la cabeza vuelta hacia Poseidón, se confía al
dios del mar, sentado en una silla plegable, quien sujeta con toda seriedad
un atún, vigilado por Hermes, de pie tras Poseidón. Anfora de Nikóxe-
nos, hacia el siglo V antes de J. C. Staaliche Antikensammlungen, Mu­
nich. F. Hirmer.
Los dioses y ios días 181

unos placeres que no podrían ser ni más intensos ni más


numerosos. Y sobre todo, no tiene que proyectarse en el
porvenir por ambición o espera. Porque la felicidad de ma­
ñana la posee ya, idéntica a la de ayer: siempre presente sin
que tenga que desearla o desear más.
Así pues, un dios epicúreo vive. Está en el tiempo, pero
sin las preocupaciones y trabajos que abruman a los dioses
laboriosissimi, a quienes se les considera creadores o gober­
nantes del mundo. Y un epicúreo devuelve la pregunta a
aquellos para quienes un ser divino es en primer lugar un
creador vigilante: ¿por qué de pronto desear (concupiscere)
hacer un mundo? 27 ¿Por qué despertarse de repente (re­
pente)i de un sueño eterno? A los dioses a quienes se supone
que dan un sentido a la vida mediante la acción no hay que
preguntarles cuál es su empleo del tiempo, sino por qué han
dado forma al tiempo que emplean. ¿Por qué esta ruptura
en el continuum de la eternidad que precedía a la reparti­
ción de los días? ¿Qué deseo les ha empujado de golpe a
cambiar el panorama del espacio? Mientras que lo cotidiano
de los dioses no guarda ningún misterio, es el mismo ins- •
tante del primer centelleo de un deseo lo que parece no
tener explicación. Por una parte, una voluptuosidad sufi­
ciente e interminable que se considera imposible; por otra,
una repentina voluntad que inaugura el tiempo para los se­
res, algo inimaginable.
El tratamiento, la matización del deseo es, en efecto, el
tema principal de la ética epicúrea. El hombre —y la mujer,
ya que el Jardín está abierto también a las mujeres—, ase­
diado por las pasiones, expuesto a todo lo que a su alrede­
dor le atrae y le repele, le encanta y produce temor, puede
elegir entre dos vías: o bien decir sí a todo lo que el mundo
le ofrece y abrirse ante las cosas, o bien permanecer en
guardia. Desear el placer no es en sí malo. Lo que nos
refrena es saber que ahí existe el peligro de un señuelo. Para
la filosofía griega, deseo y placer no están hechos el uno
para el otro, puesto que el deseo procede de la carencia y
la engendra. Pero para Epicuro lo importante no es domi­
nar los deseos, los epithymíai. Se trata más bien de saber
182 L a vida cotidiana de los dioses griegos

manejarlos, interrogarlos. «A todos los deseos hay que ha­


cerles la siguiente pregunta: ¿qué me ocurrirá si consigo el
objeto que persigo y qué si no lo consigo?» 28 Conviene
establecer un diálogo con la naturaleza y persuadirla sin
violencia: saciar los deseos naturales y necesarios, escuchar
la voz de la carne que dice no tener hambre, no tener sed,
no tener frío 29. En estas charlas el sabio aprende a conocer
lo que debe dar a su cuerpo y lo que, por no ser indispen­
sable, procede únicamente de su imaginación. Al contrario
que todo el mundo, Epicuro sostiene que el vientre, en sí
mismo, no es insaciable: es más bien la idea que tenemos
la que hace que su plenitud sea ilimitada 30. La naturaleza
es limitada. Sólo para las personas engañadas por sus vanas
opiniones lo suficiente en lugar de llenar, resulta escaso 31.
Un alma ingrata es la que hace al ser vivo alguien «eterna­
mente ávido de la variedad de la existencia cotidiana» 32, ya
sea por gula, ambición o sensualidad.
Desde este punto de vista, se comprende cuán estúpido
es atribuir a un dios a quien se llama bienaventurado el
extraño deseo de triunfar en una empresa tan poco necesa­
ria para su placer: fabricar un mundo del que, además, ten­
drá que ocuparse. Si el hombre consigue la serenidad en la
ataraxia (ausencia de inquietudes), la aponía (ausencia de
cansancio) y la apatía (ausencia de pasiones), ¿por qué un
dios a quien nada obliga se apartaría de esto? El sabio,
aquel cuya vida transcurre día tras día, noche tras noche,
lejos de la preocupación «vive como un dios entre los hom­
bres» 33. ¿Por qué querer que un dios no viva así en su
morada, entre los dioses?
La idea que nos hacemos de la vida cotidiana de los
hombres —de lo que es y de lo que debe ser— corresponde
a la que nos hacemos de los dioses en el tiempo. Los epi­
cúreos son muy lúcidos en esta cuestión, tanto cuando in­
ducen a partir de la felicidad humana los contenidos de la
beatitud divina como cuando analizan las nefastas conse­
cuencias para los mortales de una determinada representa­
ción de los dioses.
Tener miedo a los inmortales, temer sus cóleras y men­
Los dioses y los días 183

digar el perdón: para estos filósofos es la mayor estupidez


religiosa. Los griegos tienen una palabra para designar este
terror cuando es excesivo: deisidaimonía, que en latín se
llama superstitio y traducimos por superstición. La deisidai­
monía es una actitud de terror continuo ante los poderes
divinos. Proviene de la percepción de una amenaza perma­
nente y determina una conducta que se convierte en un
verdadero modo de vida. El sentimiento de peligro obliga
a estar al acecho de cualquier signo, de los mínimos indicios
de lo que los dioses quieren que se haga, que se evite, que
se diga. El miedo obliga a un ritual incesante, ya que per­
manentemente y sin descanso, hay que enfrentarse a la có­
lera de Zeus o a la venganza de Hécate. Puesto que vive en
la angustia, el supersticioso vive en el culto. Este acapara
todo su tiempo. Para Teofrasto y para Plutarco, es un enfer­
mo 3<.
Pero para Epicuro la deisidaimonía no es una excepción,
sino la evidencia del error de la religión ordinaria. El temor
comedido es un resorte de la devoción tal y como se prac­
tica. Pero desde el momento en que hay temor, hay supers­
tición. Por lo tanto, la devoción de la gente es ya de por sí
supersticiosa. Pero, ¿cómo podría ser de otra manera?
¿Quién no temería a unos seres que suponemos gobiernan
el mundo y nos vigilan sin descanso? La idea de que los
dioses se ocupan de nosotros los hace obligatoriamente per­
secutorios.
Nos metéis en la cabeza a un amo eterno a quien temeremos
noche y día. ¿Quién no temería, pues, a un dios que todo lo
vigila, piensa en todo y todo lo observa; que considera que todo
le concierne, que es curioso y desborda actividad? 35

Imaginemos a un dios activo todo el tiempo, cuya vida


está saturada de preocupaciones por el cuidado de los hom­
bres: los días y las noches de éstos estarían a su vez guar­
dados por su mirada y su presencia. A una de las versiones
de este dios estaba dirigido este hermoso salmo: «Todos
mis días, tus ojos veían / y en tu libro todos estaban ins­
critos.» 36 El epicureismo dice no a los días inscritos.
SEGUNDA PARTE

LOS DIOSES EN LOS


PLACERES DE LA CIUDAD
CAPITULO IX

CU A N D O LOS OLIMPICOS SE
VISTEN DE CIUDADANO S

E
N un día de fuerte viento el dios Bóreas se con­
virtió en ciudadano de Turios, la nueva Síbaris de
la Magna Grecia. Para ser más exactos, en el año 379 ante
de nuestra era Dionisio de Siracusa, en guerra contra los
cartagineses, envió una expedición naval contra Turios: tres­
cientos navios cargados de hombres armados, los hoplitas,
los hombres de bronce. El Viento del Norte soplaba de
proa y Bóreas hundió las embarcaciones. Fue, pues, una
catástrofe para Dionisio, en tanto que los ciudadanos de
Turios, salvados por el dios Bóreas, votaban un decreto
concediendo la ciudadanía al Viento: le asignaron una casa
como a un nuevo ciudadano, le otorgaron un terreno e
instituyeron una fiesta anual en su honor ’ . Para no ser
menos, los atenienses, que habían jugado un papel de pri­
mer orden en la fundación de la nueva Síbaris, decidieron
que Bóreas se convirtiera en un «pariente por aliañza» 2. Ya
tenían, sin embargo, en las márgenes del Iliso un santuario
dedicado al Viento del Norte que años atrás, en el 480, les
había ayudado contra la armada de los persas cerca del cabo
Artemision 3. Tras un sacrificio y por decreto de la asam­
blea, un dios recibe la ciudadanía, una vivienda semejante
a la de los hombres y una parcela de tierra para asegurar
su subsistencia o los ingresos proporcionados por el culto.
Pero el Viento del Norte no es realmente el arquetipo del
188 L a vida cotidiana de los dioses griegos

olímpico, ni aun si su aventura revela con todo detalle hasta


qué punto una ciudad griega se siente soberana cuando toma
la decisión de naturalizar a una divinidad.
Pongamos por caso a un dios ejemplar: Dioniso. En una
pequeña ciudad de la Arcadia en la margen del Alfeo lla­
mada Héráia, cuyo nombre proviene de Hera, la obstinada
madrastra de Dioniso, existe un templo consagrado a esta
diosa y otro al dios Pan \ En hpnor de Dioniso hay otros
dos: en el primero como AuxitBs, el que hace nacer y cre­
cer, el dios de la savia, de los fecundos humores de la tierra,
el dios que hace crecer la viña en un solo día 5. En el se­
gundo se halla como Dioniso Polítés: un Dioniso Ciudada­
no diferente del Dioniso de Teos, donde cumple la función
de divinidad principal de la ciudad, a veces calificado de
«público» como en Traes o «de todo el pueblo» como en
Cumas, en la Eólida 6. De modo inusual en los olímpicos,
Dioniso se presenta en este caso como un simple ciudada­
no, de manera abstracta, sin hacer referencia a una ciudad
concreta como le sucede a Heracles con Tasos o a Zeus con
Lacedemonia. Por lo tanto, tenemos a un Dioniso de la
Arcadia vestido de ciudadano, aun siendo el mismo dios
continuamente alabado en su ciudad natal de Tebas, en don­
de los descendientes de Cadmo, el fundador de la ciudad,
repiten sin cesar cuán grande es su dios. Un Dioniso tebano
a quien le place metamorfosearse en las proximidades de la
ciudad en una divinidad que posee por sí sola doce altares 7,
los altares de los Doce Dioses, una manera de decir el Olim­
po en pleno, la totalidad del mundo divino declinado en el
modo duodecimal; doce altares para el más grande de los
olímpicos. Y para provocar aún más a esa familia dueña del
vasto cielo cuyas moradas olímpicas habitan tíos y primos,
Dioniso anuncia que reserva tres de los altares a su madre,
Sémele, una de las hijas de Cadmo, una mortal convertida
en inmortal y cuyo nombre divino y dionisiaco es La De­
lirante, Thyóne, Sémele la Ménade que brinca en la bóveda
del cielo.
Un Dioniso Ciudadano y dios del Olimpo entre sus
congéneres: un nuevo malabarismo para el maestro del dis-
Cuando ¡os olímpicos se visten de ciudadanos 189

Dioniso, siglo IV antes de J. C. Museo Nacional, Atenas, AP.


190 L a vida cotidiana de los dioses griegos

fraz y su afición por la paradoja. Pero este doble epíteto


revela un proceso perfectamente inscrito en la historia de
los olímpicos; un importante cambio para la sociedad
de los dioses entre los cuales, y de ello podemos estar se­
guros, los más despreocupados por estos asuntos no se per­
catan en un principio de sus consecuencias. Consecuencias
y repercusiones que sin duda han calculado desde el primer
golpe de vista los más sagaces de la familia olímpica.
Por ello, un día los olímpicos, reunidos en asamblea,
decidieron elegir las ciudades en las que cada cual recibiría
sus propios honores 8. Según nos cuentan esto sucedió en
una asamblea —utilizando así un término político (compla­
ció a los dioses, como en los decretos de la ciudad)—, y no
en un consejo o en una reunión de familia. De hecho, hacía
ya algún tiempo que entre los olímpicos no era un secreto
el interés que sentían por las ciudades de sus protegidos.
En la cumbre se hablaba de ello abiertamente, a veces in­
cluso a gritos. Cuando Hera, furiosa, quiere franquear las
puertas de Troya y devorar a Príamo, a los hijos de éste, a
todos los troyanos y a cualquier ser vivo, Zeus la amenaza:
«Cuando yo tenga deseo de destruir alguna ciudad donde
vivan amigos tuyos, no reprimas mi cólera y déjame obrar.»
Y Hera le contesta: «Tres son las ciudades que más quiero:
Argos, Esparta y Micenas, la de anchas calles; destrúyelas
cuando las aborrezca tu corazón, y no las defenderé.» 9 El
tono de voz se eleva y el comentario llega a oídos de los
curiosos; pero ninguno ha oído hablar todavía de un repar­
to de ciudades entre los dioses, aunque cada cual tiene sus
preferidas. Zeus sólo jura por el altar de Príamo y sus ape­
titosos vapores. En cuanto a Apolo, no puede negarle nada
a su sacerdote Crises, y la ciudad de Ténedos le es tan
querida como la de Crisa.
Ya antes había habido repartos entre los dioses: los tres
hermanos, hijos de Crono y de Rea se habían dividido el
universo y cada uno recibió su reino, su timé, su área de
competencia. A Poseidón le correspondió habitar el blanco
y espumoso mar; a Hades las tinieblas sombrías del reino
de los muertos, y a Zeus el anchuroso cielo de éter y nubes.
Cuando los olímpicos se visten de ciudadanos 191

Pero a pesar de esta distribución, «la Tierra y el alto Olim­


po son de todos» 10. Después vinieron los repartos obliga­
torios cuando Zeus, poseedor del trueno y del rayo de fue­
go, venció a su padre Crono. El dios de los cielos decide
entonces «repartir todas las cosas de manera igual entre los
inmortales y definir sus honores, sus timái» 11. Pero la
soberanía de Zeus se va fraguando en otros conflictos, en
enfrentamientos de mayor duración, en particular con los
Titanes, rivales de los hijos de Crono. A los dioses que
toman partido por él, Zeus promete dejarles disfrutar de sus
privilegios cuando los tuvieren, u otorgárselos en su defecto
como es justo I2. Entre los hijos de Crono y los Titanes se
establece la lucha por el poder y la repartición de competen­
cias.
Cuando los bienaventurados dioses cesaron en su terrible es­
fuerzo y resolvieron por la fuerza sus conflictos de competencias
(timái) con los Titanes, entonces, inspirados por la sabiduría de
Gea, incitaron a Zeus, el olímpico de potente voz, a tomar el
poder para reinar sobre los inmortales, y éste repartió entre ellos
los honores, los tim ái,J.

El gran dios procede a una erogación que sin duda su­


frirá reajustes: Hermes, aunque llega tarde, obtendrá una
plaza en el Olimpo, recibirá sus competencias y al mismo
tiempo aumentará las ya numerosas funciones de su herma­
no mayor, Apolo. Así mismo, a raíz de la crisis de Eleusis,
los poderes de Hades, Deméter y Perséfone serán objeto de
un nuevo reparto M. Pero siempre bajo la autoridad de Zeus,
el soberano del Olimpo.

Elegir una ciudad

Ahora bien, cuando toca elegir la ciudad en que cada


uno de los dioses tendrá unos honores particulares, aquello
en seguida se convierte en el puerto de arrebatacapas. No
cabe duda de que la decisión se toma en asamblea, quizá
con mayoría absoluta, pero, como en tiempos de la guerra
192 La vida cotidiana de ¡os dioses griegos

de Troya, los dioses se enfrentan, se desafían y pelean, a


veces a lo largo de varias generaciones, arrastrando a los
mortales, ciudadanos de Atenas o de Argos, a unas aven­
turas con frecuencia desastrosas. La única consigna es: dis­
cordia, éris. Disputas, arrebatos de cólera y hechos resolu­
tivos. Hay que reunir urgentemente al jurado; los árbitros
atraviesan el país, y en más de una ocasión emiten dictáme­
nes que son bien aceptados. Vuelve a surgir la cizaña con
renovado ímpetu, por ejemplo, en la Argólide l5. Hera con­
sidera que la tierra de Argos le pertenece: ¿acaso no es ella
desde siempre Hera Argiva, Hera de Argos? Poseidón no
opina lo mismo: Argos, rica en agua, es urta provincia na­
tural perteneciente a su imperio sobre las aguas dulces, sub­
terráneas o de manantial. Reivindica sus derechos sobre la
poderosa ciudad de los argivos. ¿Y cómo arbitrar este pro­
blema si no es llamando a las divinidades del lugar, a los
dioses-río que fluyen durante las apacibles jomadas miran­
do cómo Foroneo, el Primer Hombre, construye castillos
de arena y sueña con ciudades imposibles a orillas del Ina-
co? Desde los tiempos de Océano, padre de todos los dio­
ses, de quien nacen todos los ríos, no se había conocido
semejante agitación. Los Tres Ríos se reúnen, deliberan y
están de acuerdo con su hermano ¡naco cuando éste afirma
que, en efecto, la tierra de Argos es propiedad de la her­
mana-esposa de Zeus. Furia de Poseidón ante la ingratitud
de sus primos oceánicos: ni una gota más de agua en ade­
lante. Argos «rica en agua» se convierte en «la sedienta».
Así se la encontrarán las hijas de Dánao cuando, tras huir
de Egipto y de los primos saqueadores, arriben a los límites
del territorio argivo, al borde del mar, en el lugar en que
Poseidón, todavía inflexible, acampa.
En el Atica, la tierra primero llamada Acté («Cabo»,
«Costa escarpada») y luego Cecropia derivado de Cécrope,
ese híbrido medio serpiente, medio humano, tiene lugar otro
violento enfrentamiento 16 entre Poseidón y Atenea. Am­
bos dioses dejan huellas de su dominio sobre este territorio.
Poseidón con un golpe de tridente hace brotar en medio de
la acrópolis agua salada, prueba irrefutable de que el Señor
Cuando los olímpicos se visten de ciudadanos 193

del Mar reina en la pane más elevada de la ciudad. Pero,


como veremos, Atenea triunfará gracias al testimonio de un
hijo de aquella tierra. Avisa a Cécrope, que no había per­
dido su tiempo: nada más nacer de la Tierra se puso a
asentar los fundamentos de la civilización. Al parecer llegó
incluso a promover la monogamia, a fin de poner término
a las uniones desordenadas y a la promiscuidad que impe­
raba. Impulsó la sexualidad cultivada, la pareja, una mujer
y un hombre, de tal modo que cada uno supiera quién era
su padre además de su madre 17. ¡Virtuoso Cécrope! Ate­
nea, pues, hizo que brotara un olivo en la tierra que se
hallaba en litigio, el primero de los olivos sagrados, hoy
todavía verde en el Pándróseion. Este nombre proviene de
una de las hijas de Erecteo, segundo en obtener la autocto­
nía, ya que se forjaba con lentitud, a través de las genera­
ciones. Cécrope se acerca; llega para testimoniar que Ate­
nea, en efecto, había hecho brotar el primer olivo, insigne
gloria de la tierra ática 18. El testimonio de este hombre
impresiona favorablemente al jurado, a veces formado por
jueces enviados por Zeus, y en la mayoría de las ocasiones
por el Olimpo en traje de ceremonia, los Doce Dioses. Los
dioses al completo son siempre doce, independientemente
de su número. A veces se convoca a la ciudad entera para
que decida con su voto. Mujeres y hombres, reunidos en
la misma asamblea, se hallan divididos: todas las voces mas­
culinas apoyan a Poseidón y (as mujeres a Atenea, «virgen
sin madre», únicamente «nacida de su padre». Las mujeres,
que son mayoritarias —¿tal vez por una sola voz?— dan la
victoria a Atenea. Es la propia diosa quien las va a repre­
sentar a todas, puesto que se van a ver privadas del voto
por el resentimiento de Poseidón, y sin la oposición de «la
que reside en la acrópolis», quien con gusto confiesa ser
«absolutamente partidaria del varón» ,9. Y que no le hablen
de matrimonio, pues eso la horroriza. Allá las mujeres, si
al fin y al cabo es algo que concierne a la Tierra.
La cólera de Poseidón rara vez se manifiesta de forma
diplomática. Por temperamento, le gusta expresarse con seís­
mos o cataclismos. En esta ocasión Poseidón provoca la
194 L a vida cotidiana de los dioses griegos

súbita crecida del mar hasta Eleusis. Luego, con Erecteo,


Eumolpo, llamado el Buen Cantor, el adversario de Atenas,
vendrá la guerra de los habitantes de Eleusis y de los ate­
nienses, los mercenarios tracios y el combate de Poseidón
contra Erecteo. Inolvidable enfrentamiento en el que un
asesino da su nombre a la víctima, desde entonces llamada
Poseidón-Erecteo, incluso en el Eréchtheion. Una tragedia de
Eurípides, escrita entre el 423 y el 422, recrea en la escena
teatral el odio de Poseidón hacia Atenea, abarcando la ac­
ción desde Cécrope hasta las hijas de Erecteo y su madre
Praxítea, la ateniense, la autóctona protegida por Atenea,
quien con su audacia y coraje levantará de nuevo los ci­
mientos de la ciudad 20.
Poseidón tiene pleitos en siete u ocho lugares. Con Dio-
niso en Naxos; con Zeus en Egina; con Atenea también en
Trecén, o con el Sol en Corinto. En la mayoría de las oca­
siones se desestima su demanda. En Corinto, y bajo el ar­
bitrio del gigante Briareo, llega a un reparto del territorio
con el Sol 21. Sólo en Trecén, Poseidón recibirá el ansiado
título de dios «que posee la ciudad» (polioüchos) 22. Cada
vez que se enfrenta con su sobrino Apolo, tiene lugar un
pacto de amistoso entendimiento: Apolo recibe de Posei­
dón las ciudades-santuario de Délos o de Delfos y a su vez
reconoce la soberanía de Poseidón sobre el cabo Ténaro o
Calauria 23. Ya en la litada, en plena «teomaquia», cuando
los dioses de los ejércitos se enfrentan de dos en dos, Po­
seidón y Apolo de común acuerdo evitan el duelo 24.
Cuando escribe el relato de la Atlántida, Platón no duda
en imaginar una versión diferente: el sorteo de toda la Tie­
rra con el arbitrio de la Justicia, de modo que cada uno de
los dioses recibe exactamente aquello que más le conviene.
Así se evita cualquier sorpresa; y los dioses en persona ins­
tituyen cultos y sacrificios antes de engendrar a la especie
humana que va a poblar cada nueva ciudad. Es un reparto
sin disputas 25, sobre seguro, y, además, conforme con la
imagen de los dioses que propone la teología platónica, pero
que sólo se consigue con una radical distorsión de la tradi­
ción: pues en el diálogo Critias, las ciudades nacen después
Cuando los olímpicos se visten de ciudadanos 195

de la repartición, mientras que Poseidón y Hera, o Atenea


y Poseidón, según la versión más extendida, se disputan
unas tierras ya habitadas, cultivadas en mayor o menor me­
dida, es decir, ciudades fundadas e inauguradas por los hu­
manos sin que los dioses hayan contribuido en absoluto.
Un buen día los hombres, los mortales a quienes los dioses
alejaron de sus mesas de banquete para diferenciarlos de su
sociedad inmortal, francamente inventivos, se ponen a cons­
truir ciudades, a imaginarse una manera de vivir agrupados
que se llama ciudad. En el mundo mesopotámico la ciudad
es una invención de los dioses. El rey, constructor del tem­
plo o ciudad, se enorgullece al reproducir el plano o mo­
delo dibujado por un gran dios de quien también aprendie­
ra el arte de trazar signos, ideográficos o no, en tablillas de
arcilla sin cocer tal y como están escritos en el cielo. Nin­
gún habitante del Olimpo se imagina una ciudad ideal o
trivial para el placer de los dioses 26. Sólo un dios desterra­
do del cielo alcanzará cierto renombre en la profesión de
constructor y arquitecto, pero siempre a la sombra de un
mortal, de un fundador perteneciente a la especie humana 27.
La sorpresa de los dioses olímpicos al descubrir de re­
pente las grandes y hermosas ciudades edificadas por esos
seres vivos tan escasos de «fuerza vital» (aiórt) 28 se parece
algo a la nuestra ame el paisaje politeísta de Grecia entre el
800 y 700 antes de nuestra era. A vista de pájaro, y por
tener una visión panóptica, el mundo de los dioses parece
dividido en dos bloques contrastados. Por una parte, en
altorrelieve, está la sociedad de los dioses extremadamente
individualizados que habitan las moradas del Olimpo, los
olímpicos poseedores del anchuroso cielo, los luminosos
dioses de la litada que, lejos de la Tierra, saborean el néctar
y la ambrosía. Por otra, más cercanos, en bajorrelieve, los
primeros lugares de culto, levantados por los descendientes
de esos mismos seres endelebles, las ofrendas en un princi­
pio escasas y poco a poco más abundantes, que permiten
vislumbrar, aun siendo tan nuevas para los olímpicos de
Homero, ampliamente liberados de los servicios de culto,
las huellas de la inscripción de los dioses en la Tierra, entre
196 La vida cotidiana de los dioses griegos

los hombres que caminan por este mundo: un altar cons­


truido y permanente; el templo por y para la estatua divina;
el recinto, el múrete de piedra, que enmarca el terreno re­
servado a los dioses, el témenos. Nuestra sorpresa sin duda
viene en parte provocada por la distancia material entre la
perfección formal de los dioses en la literatura de Homero
y los defectuosos restos exhumados por los arqueólogos al
descubrir unas divinidades informes y oscuras en el mo­
mento en que parecen surgir de los pliegues de la tierra, en
lugar de descender del cielo totalmente armados. Unas
divinidades diseminadas en emplazamientos disgrega­
dos, mientras que los dioses de la epopeya, residentes del
Olimpo, presentan el aspecto unificado de un grupo fami­
liar.
Por un accidente de la historia se tiende a relacionar a
los dioses de Homero con los inicios del politeísmo en las
ciudades del siglo VIH; y una realidad muy autóctona pre­
tende que, desde el siglo VII, la epopeya y sus olímpicos
sirvan de referencia obligada a todos los discursos sobre los
dioses, ya sean de una ciudad singular o bien de inspiración
panhelénica. El sincronismo en estado puro es irrecusable.
En efecto, el siglo VIII ve los comienzos de la ciudad más
o menos en el momento en que los dioses perciben y dis­
cuten entre sí la cuestión. Los griegos empiezan a fundar
ciudades por todas partes, y el fenómeno es tanto más evi­
dente cuanto que las nuevas ciudades aparecen en su ma­
yoría -en Sicilia y en la Magna Grecia. Colonizan tierras: el
sur de Italia durante más de tres siglos va a servir de labo­
ratorio a los creadores de las ciudades. Y es que en todo
fundador, en el sentido griego del término, que rotura y
conduce, que abre la vía a una pequeña tropa, existe un
creador. Fundar una colonia es concebir idealmente una ciu­
dad con sus componentes esenciales, es proyectar un mo­
delo abstracto de ciudadanía sobre la superficie de la tierra,
una tierra extranjera. Crear sobre la tabla rasa de un lugar
que ni siquiera es aún un emplazamiento.
Cuando los olímpicos se visten de ciudadanos 197

Construir un territorio, crear dioses para cada ciudad

En esta actividad por excelencia griega de reiterada crea­


ción de ciudades, se tiene en cuenta a los dioses. Poseen un
lugar, mejor dicho, su lugar. Tenemos información conco­
mitante y de primera mano gracias a la epopeya homérica,
a los relatos de la Odisea. Los feacios son grandes nave­
gantes, hasta el punto de que sus navios adivinan el pensa­
miento de los marinos y se guían solos en el mar 29. Tanto
en el puerto como en el agora, los habitantes relatan la
historia emblemática del fundador de la ciudad de Alcínoo,
el rey de los feacios, anfitrión de Ulises en el viaje de vuelta
a Itaca. El fundador se llama Nausítoo. Un contemporáneo
casi legendario de la implantación en Sicilia de la nueva
ciudad de Megara Hiblea en un avanzado siglo VIII. Para
fundar la ciudad de los feacios, Nausítoo realiza cuatro ta­
reas: traza un recinto para la ciudad; edifica templos para
los dioses; construye casas y reparte la tierra entre los ciu­
dadanos 30. Un diagrama feacio para una colonia griega tal
como la descubren tras veinticinco años de inteligentes ex­
cavaciones los arqueólogos dirigidos por Georges Vallet en
el emplazamiento de Megara H iblea31: un fundador con­
cibe globalmente el plan de conjunto, trabaja como un geó­
metra, prevé la repartición de espacios que permitan el fun­
cionamiento de la vida cívica con su ágora, el terreno pú­
blico, pero también con los dioses, ese panteón que los
colonizadores de Megara llevaran consigo. Esos dioses son
más «cosas mentales» que estatuas o imágenes transportadas
en los cofres del navio. Dioses que están en la cabeza, re­
presentaciones mentales de divinidades de lo invisible que
permiten organizar el mundo, pensarlo de manera diferen­
ciada, a través de clasificaciones, del mismo modo que un
modelo de ciudad establece el espacio humano, el centro,
el límite, los confines y los recorridos a partir de una de­
terminada idea de ser y de actuar en conjunto. Al crear
ciudades, al implantar decenas de comunidades en lo que
un día se llamará la Magna Grecia 32, los fundadores en
sentido técnico (llamados oikistés «quien hace habitar» y
198 L a vida cotidiana de los dioses griegos

más tarde ktístis «quien rotura y conduce» 33) empiezan,


pues, a modelar a unos dioses a la medida de un proyecto
político.
Con los olímpicos, pero en cierto modo a sus espaldas,
los inventores de la ciudad van a fabricar dioses ciudadanos,
divinidades llamadas políades, que regentan el panteón de
una ciudad, dioses estrechamente implicados en lo cotidia­
no de la vida social y política. Los olímpicos se hallan por
tanto en el aire que se respira y en la mente. Entran más
por los oídos que por la vista. En Grecia todos conocen a
los olímpicos por haber escuchado los cantos de la epopeya
en las recitaciones de los aedos y de los rapsodas M, y gra­
cias a ellos existe en toda la Hélade un saber compartido
de las «formas del Olimpo», de los esquemas (schsmata) del
Olimpo en el sentido de formas estructurales del mundo de
los dioses 3S. Este saber se organiza en torno a dos o tres
cosas esenciales que circulan en la cultura del siglo VIII, e
incluso en proposiciones explícitas en la Odisea y la / lia­
da 36. La primera de estas proposiciones es: «Todos ofrecen
sacrificios a los sempiternos dioses, quienes a uno, quienes
a otro.» 37 En segundo lugar, en algunas ocasiones hay que
«ofrecer a todos los dioses inmortales santas hecatombes» 38,
a todos, sin olvidar a ninguno como desgraciadamente le
ocurrió al amo de Calidón, el padre de Meleagro, provo­
cando así la cólera de Artemisa 39. La tercera proposición
también enunciada por Homero es la siguiente: cada uno
de los dioses ha recibido unas «tareas», unas erga 40, un
área de acción, las obras del himeneo para Afrodita y las
de la guerra para Ares, por ejemplo. Por lo tanto, se trata
de áreas de competencia que recortan los privilegios y los
honores repartidos entre los inmortales. Son dioses diferen­
ciados en una totalidad, en un conjunto posteriormente lla­
mado panteón, un conjunto organizado de divinidades
opuestas con poderes complementarios.
Cuando los olímpicos se visten de ciudadanos 199

Formas, saberes y poderes

La teoría de estas «formas», de esta estructura de la


sociedad de los dioses, volverá a ser formulada tres siglos
más tarde por los contemporáneos de Herodoto, pero esta
vez desde el punto de vista de los hombres, aunque eso sí,
de aquellos que se consideraron como los más cercanos a
los dioses, los habitantes de Egipto, anteriores a los griegos
en varios milenios y sustituidos por unos pregriegos llama­
dos los pelasgos 41. En el confuso bloque de lo divino, en
la nebulosa «dios» a la cual los hombres primitivos ofrecen
sacrificios y dirigen ciegas invocaciones, poco a poco y des­
de el saber de los egipcios, los primeros griegos irán apren­
diendo cuáles son los verdaderos nombres, los eponymíai
de los dioses; cómo se reparten los honores, los timaí, y
los saberes o las competencias, las técbnai, entre las divini­
dades; de qué manera, en fin, se dibujan y se significan
(sémáinein) las formas visibles de los dioses, sus ¿idea *2.
La figuración, el nombre y el saber completan el poder: con
o sin el patrocinio de los egipcios, antes de que los comen­
sales de los dioses se retiraran, los primeros hombres de la
Tierra, ya fuera en la Argóüde o en el Atica, inventan, ins­
tituyen e inauguran unos dioses en su singularidad. Foro-
neo, tan activo en mil y una tareas inacabadas, apenas ha
descubierto el fuego del fresno comienza a sacrificar a la
divinidad soberana del territorio, dándole el nombre de
Hera, fabricando armas para esta diosa que tan bien conoce
las artes de la guerra 43. O bien Cécrope, el primer humano
pero cuya parte inferior termina todavía en cola de serpien­
te, al tiempo que da el último toque a su proyecto de mo­
nogamia, invoca al hacer el sacrificio el nombre del Altísi­
mo Zeus, el Zeus Hypatos, y le ofrece en un altar tortas de
cereales de la tierra ática 44. Ni sangre ni seres vivos, un
sacrificio puro en honor del dios-Cielo.
Entonces aparecen las primeras estatuas de dioses, imá­
genes pintadas o formas esculpidas, talladas en la madera de
los primeros árboles frutales: el peral, el olivo y el nogal.
Una generación de ídolos de pequeño tamaño, estatuas que
200 L a vida cotidiana de los dioses griegos

se llevan, se trasladan y son fáciles de sustraer. Los dioses


se hacen individuales, reciben un nombre propio, su verda­
dero nombre, el que engloba la multiplicidad de sus epíte­
tos, de funciones, de servicios, de atribuciones o simple­
mente toponímicos. Estos nombres que han sido individua­
lizados por los relatos de sus extraordinarias hazañas —las
que cuenta la tradición mitológica— son a su vez definidos
por unas formas específicas, una apariencia física, unos ges­
tos, objetos y actitudes organizados en torno a su aparien­
cia humana. Y los aedos, los poetas, en sus himnos y teo­
gonias, cantos que celebran la generación de los dioses, es­
tablecen un catálogo de las «habilidades» singulares y se
entregan a un elogioso inventario de los saberes y poderes
de las divinidades del Olimpo.
Formas del Olimpo, «esquemas» del mundo de los dio­
ses que todos aprenden y conocen a través de los poemas
de Homero y de Hesíodo, pero también de poetas desco­
nocidos, olvidados, que rivalizan en justas, concursos y tor­
neos de recitación dentro de los santuarios panhelénicos,
cuando de todas partes de Grecia los helenos confluyen
hacia Délos, Delfos y Olimpia para entregarse al placer de
los juegos, las razones atléticas y las composiciones poéti­
cas. Al mismo tiempo que los hombres preparan hermosos
lugares para reunirse fuera de sus respectivas ciudades, co­
locan a los poderes divinos en las plazas públicas, ante la
puerta de las casas y los distribuyen teniendo en cuenta las
formas de actividad, los ámbitos de su espacio social, den­
tro de la red tejida por la ciudad entre naturaleza y cultura.
Sin darse cuenta, los olímpicos se ven capturados en la red
de los mil y un servicios que Ies naturalizan en las ciudades
humanas que hacen de ellos unos ciudadanos activos, inclu­
so antes de seducirles con el cargo de políade, uno de esos
títulos del panteón local, o cantonal, en donde cada uno de
ellos parece por fin gozar de una influencia visible sobre
esos mortales de pensamientos ilusorios que arrastran los
pies por la superficie de la tierra.
En general, los olímpicos no sufren de hipotrofia del
ego. Tienen una opinión bastante buena de sí mismos. ¿Acá-
Cuando los olímpicos se visten de ciudadanos 201

so no les basta echar una ojeada sobre los que se alimentan


de pan, «semejantes a las hojas», que «ya se hallan flore­
cientes y vigorosos, ya se quedan exánimes y mueren»? 45
Así denosta a los hombres Apolo, el dios llamado Febo,
protector de los troyanos, el día en que explica a su tío
Poseidón cuán insensato sería que unos olímpicos llegaran
a las manos por semejantes individuos. Y sin embargo, el
poderoso dios del mar acaba de rememorar el tiempo de
común servidumbre, un año entero, incluso quizá «un gran
año» (es decir, ocho años completos), al servicio de Lao-
medonte, el padre de Príamo, en esa misma ciudad de Tro­
ya, para construir a su alrededor una larga y soberbia mu­
ralla, y para que al final se les amenazara con expulsarlos
como si de miserables jornaleros se tratara, obligados a tra­
bajar a discreción. Por supuesto, los dos optaron por el
exilio. Zeus entonces les retiró una parte de los poderes
divinos, una privación aparentemente menos importante que
la de la ambrosía y el néctar con que se castigaba a los
dioses que cometían perjurio ante el agua del Estige. A lo
largo de un gran año, «yaciendo sin voz y sin fuerzas» 46,
quedaban privados de vitalidad. Era la sombra de un dios
entre el sueño y la muerte. Un dios sin aión, sin fuerza
vital. El tío lo sabe tan bien como el sobrino: los hombres
y los dioses tienen una madre común, la Tierra, Gea, aun­
que formen dos razas, dos especies distintas, antaño sepa­
radas 47. A pesar de llamarse olímpicos, los dioses forman
parte integrante del mundo. Están sometidos al cosmos y
por tanto mezclados en el orden político, en la organización
humana que construyen los mortales cuando edifican co­
munidades de ciudadanos, sin duda francamente respetuo­
sos con la divinidad políade, admitida de buen grado por
un lejano antepasado. Y ahí están, si no como ciudadanos
al menos como dioses de la ciudad, dioses de un país, una
tierra, y protectores oficiales de un pedazo de espacio so­
cial, de un puñado de ciudadanos con esposas, hijos, bienes
y esclavos. Viven asociados de la manera más íntima al gé­
nero de vida de los hombres, apartados de su vocación «ura-
niana», de la atracción que ejerce sobre el más olímpico de
202 L a vida cotidiana de los dioses griegos

todos el cielo luminoso y lejano, ése que un día va a llenar


el «Primer Motor Inmóvil», como dice Aristóteles. Los fun­
dadores así lo han decidido: en cada ciudad habrá dos apar­
tados en los asuntos comunes y en la administración del
Estado. Por un lado, los asuntos de los dioses y, por otro,
los asuntos de los hombres 48: unos y otros competen a las
mismas asambleas y constituyen conjuntamente el dominio
llamado público, siendo también la esfera de la publicidad.
En otras palabras, los legisladores van a encargarse de los
asuntos de los dioses cada vez que tengan que escribir leyes,
y cada vez que una asamblea de ciudadanos ponga en el
orden del día «los asuntos de los dioses» tomará decisiones
por mayoría sobre los sacrificios, fiestas, el calendario y los
reglamentos de los santuarios. Organizará de la mejor ma­
nera posible la vida de los olímpicos convertidos en ciuda­
danos, realmente muy activos en toda la extensión del es­
pacio social.
CAPITULO X

U N JA RD IN POLITEISTA

L
A característica más destacada de la vida de los dio­
ses en las ciudades de Grecia es la pluralidad: la
¡dea de que los dioses son numerosos, que hay muchos. E
griego «muchos dioses» se dice polytheos, término de don­
de proviene politeísmo tras una larga y ajetreada historia
(idolatría, Filón de Alejandría, el coro de los Padres de la
Iglesia, los paganos, una guerra plurisecular, etc.) entre mo­
noteísmo y politeísmo Pero cuando Esquilo escribe Las
suplicantes, obra con la que triunfa en las Grandes Dioni-
siacas del 463 2, en el paisaje de la ciudad abundan los dio­
ses. En el sentido de que los dioses están por doquier, hasta
en la cocina, rondando el horno de Heráclito 3; y también
en el sentido de que los poderes divinos forman pequeñas
sociedades visibles, se reúnen en tomo a la plaza pública o
bien parecen tener fervientes asambleas en cualquier lugar
del territorio, ya sea en un recinto detrás del ágora de los
hombres o en una colina aislada y cercana a la ciudad 4.
Veamos la llegada de las Danaides, una banda de muje­
res, unas extranjeras de piel quemada por el sol. Ante ellas
una ciudad, Argos, hacia la que les empuja Dánao, un padre
que se acuerda de su parentesco con la tierra argiva y de
lo, sacerdotisa, amante y ternera enloquecida por el deseo
y el odio de Hera la Soberana, su soberana. Las Danaides
llegan perseguidas, hostigadas por la violencia e incluso por
204 L a vida cotidiana de los dioses griegos

el deseo de los varones, los cincuenta hijos de Egipto, sus


primos hermanos. Ante ellas, en un puesto avanzado de la
ciudad, se alzan un cerro boscoso y numerosos dioses. Al­
gunos inmediatamente identificados, como Zeus, Helio, el
dios Sol y Apolo; otros reconocibles por algunas señales:
Poseidón por el tridente y Hermes por el caduceo; otros
apenas vislumbrados. Ahí están erigidos, tienen «altares co­
munes» 5, son los dioses del país, un oquedal de poderes
divinos; y, cuando haya que presionar al amo de Argos, las
hijas de Dánao tomarán la decisión de colgarse por las cin­
turas 6 de las altas efigies de los dioses protectores del te­
rritorio 7. Un «santuario polytheos, lleno de dioses»8.
¿Cuántos hay? ¿Cómo están distribuidos, en qué orden,
por parejas, tríadas?... No es momento propicio para un
inventario teológico.
Pausanias atraviesa una pequeña ciudad de Acaya en el
siglo II de nuestra era y descubre la plaza pública, una sim­
ple agora con un Hermes cuadrangular y barbudo junto al
altar de Hestia, el Hogar público. Un centro, un punto fijo,
un lugar cerrado, y con el Hermes del ágora el espacio
abierto, atravesado y recorrido: Hermes y Hestia forman
una pareja fuerte, una dualidad operatoria 9. Muy cerca se
halla una fuente consagrada a Hermes. En ella está prohi­
bido pescar: los peces pertenecen al dios. Un Hermes con
abundantes peces o pescadero, lo cual no es nada trivial.
Pausanias no se detiene ahí, aún hay más: al lado del Her­
mes de la plaza pública y de la fuente de los peces aparece
un campo de piedras. Se levantan treinta pilares tan cua­
dranglares como el Hermes barbudo, pero ninguno tiene
grabados o esculpidos ni un rostro ni una figura humana.
Sin embargo, los ciudadanos de Faras «veneran a los treinta
pilares dándole a cada uno el nombre de una divinidad» 10.
Singular asamblea. Para prevenir la extrañeza que pudiera
provocar a los lectores de su obra Descripción de Grecia en
el tiempo de Adriano, Pausanias vuelve a los orígenes: an­
taño, el conjunto de los griegos erigía bloques de piedras
blancas en lugar de estatuas familiares. Sigue siendo sor­
prendente un panteón constituido por piedras en bruto a
Un jardín politeísta 205

las que da forma un nombre pronunciado por los ciudada­


nos de Faras, dando así vida a estelas mudas, a esos cipos
informes que han sido alineados en las vías.
Existe otro «santuario polytheos, lleno de dioses», pero
dioses voluntariamente «anicónicos», sin imágenes y próxi­
mos a otros que tienen la apariencia de un brote humano.
En plena ¿poca clásica, junto a estatuas que le representan
como a un efebo perfecto de miembros siempre jóvenes,
Apolo se encarna en una pequeña piedra cónica, que se
sitúa ante la casa en la vía pública. Es el Apolo del camino
trazado, el Apolo de las calles, llamado Agyiéus (de agyiá,
la vía, el camino abierto) " .
Dioses múltiples, los rurales, los urbanos, los de las al­
turas, los terrenales, los que están bajo tierra, los uraniano-
celestes, los del ágora, del dormitorio nupcial, de la fres­
quera y de las terrazas. Dioses con formas resplandecientes,
de luminosos miembros, o dioses pétreos de oscuros nom­
bres, semejantes a los kolossói, a los sustitutos de los muer­
tos sin sepultura, a las pesadas estelas clavadas en el suelo,
en Cirene, bajo el sol de Libia l2. Dioses individuales o bien
divinidades en el límite del anonimato como los demonios,
los demonios vengadores, los demonios «en la superficie de
la tierra» y los otros bajo la corteza terrestre. Grecia sin
duda forma parte de las sociedades con numerosos dioses,
poderes divinos, fuerzas demoniacas, a semejanza de las so­
ciedades arcaicas como la India, el mundo de los hititas o
las civilizaciones del Africa negra: Malí, Senegal o Daho-
mey, ricas en «cosas-dios», en fetiches, en poderes-objetos
o en fuerzas invisibles cuyo poder, a menudo inmenso, no
se deja jamás individualizar si no es por la fuerza o por
sorpresa.
Hay diferentes maneras de imaginarse las múltiples di­
vinidades, de organizarías, de divulgarlas y de dominarlas
sintiéndose al mismo tiempo dominados por ellas. En Malí
prosperan entre otros las «cosas-dios», que no son ni genios
ni altares, pero que están compuestos de materiales e ingre­
dientes muy variados: zarpas de león, un poco de vello, una
mata de pelo de hiena, o elementos vegetales. Es una «di­
206 L a vida cotidiana de los dioses griegos

versidad condensada», un individuo material, bañado con


frecuencia con la sangre de las víctimas. Una cosa individual
a la vez por las manipulaciones de las que es parcialmente
objeto, y por algunos restos de saber, de relatos fragmen­
tados de una historia local y concreta 13. En otros lugares,
las prácticas de posesión son las que organizan la escena en
la que los poderes ancestrales y divinos van a tomar forma,
en el sentido propio, en un determinado momento y local­
mente, en el cuerpo y en la cabeza de un poseso. El orisha
o el vudtí constituyen un mundo de formas puras, de po­
deres posesivos que no se hacen perceptibles sino en su
aprehensión por un ser humano. El tiempo del trance se
inaugura con la «violencia ancestral». Los antepasados di­
vinizados reclaman monturas humanas, es decir, hombres y
mujeres sobre los que cabalgar. Aún más, quieren que estos
posesos sean el soporte del sacrificio. El poseso, sometido
a un orisha, se convierte en altar, un altar vivo. Se cubre
con la «vestimenta de sangre» del animal degollado sobre
él, coagulada en su cuerpo. Poderes de posesión lentamente
halagados, atraídos por los cantos, por las consignas, a pe­
sar de su violencia, y cuyo nombre finalmente es arrancado
de la boca del poseso. Un nombre de lo invisible, una for­
ma encarnada en la agitación de un cuerpo ensangrentado,
se organiza a través de un modo de comunicación ,4.
Muy diferente es la manera de administrar los poderes
divinos en los Estados centralizados en torno a una realeza
que dispone de la escritura para clasificar a los dioses. Por
ejemplo, cuando Hattusa, hoy Bogazkoi, se convierte en el
segundo milenio antes de nuestra era en «el lugar de asam­
blea de los dioses», estableciendo su residencia en la capital
del reino hitita, un reformador, el rey Tudhaliya IV, lleva
a cabo una completa reforma del panteón. Interviene des­
pués de un período de agitaciones y de la destrucción de
los santuarios más importantes. El poder central decide re­
plantear el panorama de los santuarios y reestructurar la
sociedad de los dioses. Los dioses ordinarios se reparten en
tres grupos: divinidades de la tempestad, diosas de la fe­
cundidad y divinidades de la guerra. Los administradores
Un jardín politeísta 207

del nuevo panteón son nombrados por el rey: a ellos les


corresponde la ubicación de los nuevos ídolos en templos
de materiales resistentes. Unas estatuas antropomorfas de
hierro, revestidas de metales preciosos, reemplazan a las pie­
dras levantadas y a las estelas desbastadas. La noción de
dios en hitita se basa en adelante en la figuración: la inte­
gridad de esta forma coincide con la esencia de la divini­
dad 1S. Además, los dioses son de nuevo censados, registra­
dos e inscritos en las tablillas de los administradores y del
clero real. Desde Sumer, los antiguos habitantes de Meso-
potamia inscriben a sus dioses en tablillas de arcilla sin co­
cer. Sus escribas, letrados y adivinos, clasifican cuidadosa­
mente a la población divina. En una lista que data del se­
gundo milenio conservada en el Museo del Louvre, cuatro­
cientas setenta y tres divinidades están catalogadas y distri­
buidas en grandes familias en torno a quince parejas 16. Gra­
cias a la escritura, los letrados se entregan a la exégesis teo­
lógica de los dioses a través de la pluralidad de sus nom­
bres. El ejemplo más significativo es la lista de los nombres
de Marduk que pone fin al poema épico del Enuma Elisb,
relato babilónico sobre la creación (hacia el 1300 antes de
nuestra era) ,7. Los nombres y las virtudes de dichos nom­
bres están expresados de manera detallada a partir de una
lectura bilingüe de los sumerogramas y su equivalente aca-
dio. La lista parte de un solo nombre y se obtienen tantas
palabras sumerias como las que serían necesarias para abrir
un espacio teológico que podría considerarse como un pan­
teón instalado en el interior de un dios, en este caso el gran
dios Marduk. Una totalidad divina inscrita mediante la es­
critura en la materialidad de un solo nombre.
Los dioses griegos de la ciudad, como sabe el mundo
occidental, no son en absoluto elementos que resulten de
una sustancia más o menos individual y manipulada, ni de
la sangre caliente que alimenta a la materialidad-dios. Como
tampoco han nacido de un cerebro centralizador que im­
pone a todas las provincias de un Estado unificado una
única manera de nombrar, de representar y de jerarquizar
a los poderes de lo invisible, sino que de un extremo a otro
208 L a vida cotidiana de los dioses griegos

del mundo griego existe un estilo de politeísmo con carac­


terísticas propias. En primer lugar existe un principio de
diferenciación: mientras que otros postulan la circulación y
el intercambio permanente entre las plantas, los animales y
los dioses, o bien entre los antepasados, los hombres y las
divinidades, los griegos plantean el mundo de los dioses
como autónomo. El héroe que se convierte en dios es una
excepción y los hombres de la ciudad no se llaman hijos de
dios; no ambicionan convertirse en semejantes a los dioses,
salvo en esas digresiones muy selectivas de cierto modo de
vida filosófico. La segunda característica es que los dioses
están firmemente individualizados, son grandes actores
puestos en escena por una mitología de alto vuelo a través
de sus creadores, los aedos, cantores y poetas, de sus teó­
logos como Hesíodo de Ascra (finales del siglo VIH antes
de nuestra era), inclinados a reflexionar sobre los nombres,
las configuraciones y las historias de los dioses, sobre el
conjunto de preguntas que permiten formular disputas en­
tre poderes divinos o la organización del mundo de una
generación de dioses a otra. Es por lo tanto una mitología
muy elaborada y a una escala panhelénica, en tomo a san­
tuarios como Olimpia, Delfos o Délos cuyos juegos, con­
cursos y fiestas favorecen el reconocimiento de un discurso
ampliamente compartido sobre el mundo divino, con sus
extraordinarios dioses, sus ámbitos de competencia y sus
respectivos saberes. El tercer punto es el tipo de politeísmo:
su riqueza de organización a través de las relaciones de dos
o varias divinidades, de las correspondencias de oposición
y complementariedad explícitas entre los dioses, de confi­
guraciones jerárquicas patentes en los altares, en el espacio
de los santuarios o en los preceptos de un ritual. A medida
que se van descifrando nuevos calendarios grabados en pie­
dra, leyes sagradas, reglamentos religiosos exhumados por
los arqueólogos, publicados y analizados por los epigrafis­
tas, el panteón griego se configura cada vez más rico en
agrupaciones de divinidades, en enunciados de jerarquías y
en figuras de simetría, antagonismo o afinidades.
Un jardín politeísta 209

Acopio de estructuras

Desde hace algunos años vamos prestando mayor aten­


ción a las fuentes directas de un politeísmo como el de
Grecia, Roma, el mundo caucásico o el de la India entre
los Vedas y el hinduismo. En esta cuestión ha jugado un
papel decisivo Georges Dumézil (1898-1986). Al mismo
tiempo que Claude Lévi-Strauss iniciaba la antropología con
el análisis de las operaciones intelectuales de un pensamien­
to salvaje sobre «lo mitológico», Georges Dumézil sugería,
en los años cuarenta, que la definición de un dios en las
sociedades en las que existen hasta centenares de ellos, debe
ser diferencial y clasificatoria. No se debería definir a un
dios en términos estáticos, sino delimitarlo a través del con­
junto de posiciones que ocupa o puede ocupar en toda su
gama de manifestaciones.
En los comienzos de su carrera, en pleno entusiasmo
por The golden Bough de sir James George Frazer, nos
encontramos con un Dumézil comparativo, inclinado a pen­
sar que, en la historia de las civilizaciones, los temas se
mantienen mientras que los dioses pasan y se van. Son dio­
ses efímeros cuando la cabalgata de muertos y centauros
resuena en las fiestas de fin de año desde los lejanos tiempos
de los indoeuropeos hasta el folclore de las sociedades eu­
ropeas. Pero poco a poco, al ir pasando de las palabras a los
conceptos, para el joven Dumézil ¡ndoeuropeísta empie­
zan a cobrar importancia los dioses, las jerarquías de divini­
dades, las estructuras conceptuales puestas de manifiesto en
las clasificaciones de dioses y la dilatada duración de estos
«campos ideológicos» habitados por los dioses. En una serie de
civilizaciones, en particular aquellas que ponen sus esperanzas
en dioses sumamente individualizados, los poderes divinos
no son formas evanescentes sino que continúan a lo largo
de los siglos clasificando y organizando el mundo. Y éste es
el caso de Grecia con sus panteones y formas geométricas
recreadas desde la educación del joven Aquiles hasta el Re­
nacimiento de las ciudades italianas pasando por los sabios,
los filósofos y los nativos habituados al pensamiento reflexivo.
210 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Es conveniente aprehender el politeísmo griego a la ma­


nera de Pausanias, describiendo un campo abierto de dio­
ses-pilares junto a un Hermes barbudo y cuadrangular en
compañía de una pequeña Hestia, en la plaza pública de
Faras. Tanto en las islas como en el continente, en el sur
de Italia o allí donde florecieran las ciudades, se pueden
observar las estructuras elementales de unos panteones en
actividad. La mirada del antropólogo historiador a veces va
más allá de Pausanias o de cualquier otro observador nati­
vo, puesto que a menudo nos ofrecen datos fácticos y mo­
delos «caseros» respetables e incluso indispensables para
quien desea comprender y construir los modelos de un sis­
tema completo de divinidades y de sus relaciones internas.
En principio está el «hecho de la estructura», como le gus­
taba decir a Dumézil en los tiempos en que quería domeñar
a «los guardianes de la Historia», y con este apelativo aludía
en especial al venerable y vetusto departamento de Antiguas
Sociedades. Tenemos por lo tanto unos elementos organi­
zados, pequeñas arquitecturas de dioses en un altar o en un
rito de sacrificio: y bastaría con no hollarlos al pasar sino
prestarles atención y aprehenderlos con delicadeza.
Nos encontramos, por ejemplo, con altares de múltiples
dioses. En Claro, Asia Menor, en un gran santuario célebre
por sus oráculos, dos divinidades comparten el altar, Dio-
niso y Apolo 18. Ambos dioses conviven en el centro o
cima del mundo griego, en Delfos. Nos encontramos con
un elevado número en el altar de Anfiarao, a doce estadios
de Oropo, entre Tanagra y el Atica. Un altar para todo un
panteón en medio del cual está el divino Anfiarao, venerado
como un dios desde tiempos remotos ,9. La mesa del altar
está dividida en cinco partes: una para Heracles, Zeus y
Apolo Curandero, llamado Paión. La segunda está ocupada
por los Héroes y sus esposas. Una tercera reúne a dos pa­
rejas: por una parte Hestia y Hermes y por otra Anfiarao
y su hijo Anfíloco, un adivino igualmente reputado. La cuar­
ta está reservada a Afrodita, a Panacea, Jasón, Higía y Ate­
nea Paiónia. La quinta, finalmente, la ocupan las Ninfas,
Pan y los ríos Aqueloo y Cefiso. N o se trata de un grupo
Un jardín politeísta 211

confuso, sino de una compleja construcción: quedan dibu­


jados grupos, tríadas y parejas recurrentes que en torno al
agua de Anfiarao, adivino y curandero, unas aguas subte­
rráneas de las que al parecer surgió Anfiarao transformado
en dios después de haber sido engullido con su carro por
la boca abierta de la tierra 20.

Dioniso entre las Ménades. 1:1 dios revestido con una túnica abigarrada
contempla a una mujer que baila en tomo a su ídolo. Otras tres bacantes
se contorsionan a su alrededor en tanto que una mujer músico acompaña
las evoluciones. Copa firmada Makron, 490 antes de J. C. Staatliche Mu-
seen Preussischer Kulturbesitz. F. I. Geskc.

Pero ya sean veinte o veinticuatro, según el número con­


cedido a los Héroes y a sus esposas, las divinidades no
forman una totalidad tal y como la piensan los griegos.
Cuando Dioniso, en una partida de campaña, desea ser el
conjunto de los dioses, manda que se le erijan doce altares.
Cuando Hermes en la noche arcadia prepara sabiamente el
sacrificio de las vacas de Apolo con la esperanza de ser
212 L a vida cotidiana de los dioses griegos

reconocido olímpico de pleno derecho, divide las víctimas


en doce partes 2I, dado que en total hay doce dioses cuando
se les considera como una totalidad. Y es que al parecer se
les llama los Doce desde el siglo VII en Délos, Olimpia,
Atenas y Cos 22. Doce dioses en un solo altar como el que
se erige en el ágora de Atenas, fundado por Pisístrato el
Joven, nieto del tirano 23, distribuidos generalmente en seis
parejas o en cuatro tríadas.
En Délos, el Dódekátbeon, el primitivo santuario traza­
do en la prolongación del dominio de Leto, del Lstdon, se
presenta como un espacio cerrado, un témenos, con cuatro
altares de tres dioses 24. La primera tríada la componen Zeus,
Hera y Atenea: el Soberano de los dioses, su esposa legíti­
ma y la hija nacida de su padre. El segundo grupo es De-
méter, Core y Zeus Eubuleo: la divinidad de la tierra cul­
tivada, su hija, esposa del dios de los muertos, y un Zeus
del Buen Consejo que reina en el mundo infernal. La ter­
cera tríada está formada por Leto, Apolo y Artemisa: célula
inicial en Délos, lugar de nacimiento de los hijos de Leto.
El cuarto y último grupo no tiene rostros.
En Olimpia, Heracles se halla como fundador de altares
y de los juegos de dicha ciudad. Junto a la tumba de Pélope,
el hijo de Zeus funda y consagra seis altares para los Doce 25.
Quizá los reuniera en un mismo recinto como el que «mi­
dió* 26 para el santuario de Zeus llamado de Olimpia y
homónimo del olímpico. La inauguración de los juegos y
de los santuarios se hace en presencia del Destino, de las
Moirai, las Moiras, y del Tiempo, el dios Crono, el «que,
solo, da testimonio de la auténtica verdad» 27. Seis parejas
instaladas por Heracles, que inspirado por las circunstancias
se convierte en teólogo. El río Alfeo, al que le gusta re­
montarse hacia su punto de nacimiento, forma parte de los
Doce, y comparte un altar con Artemisa, diosa a la que arde
en deseos de estrechar en sus brazos de río oceánico 28.
Hay otras parejas que también confirman una complemen-
tariedad que se repite en toda Grecia: Hermes y Apolo; las
Cárites (las Gracias) y Dioniso; Zeus Olympios y Poseidón,
Crono y Rea venerados por sus nietos. Y, finalmente, la
Un jardín politeísta 213

pareja femenina: Hera y Atenea, una alianza de poderes.


Por lo tanto un mismo dios puede ocupar entre Olimpia,
Cos y una lista de lugares sin ubicación definida 29 tres
posiciones fundamentales en cuanto a su definición clasifi-
catoria. Hermes y Afrodita en compañía de Ares forman
un triángulo evocado por Apolo en la comedia de Demó-
doco sobre los amores de Ares y Afrodita, con Hefesto en
el papel de gran cornudo 30. En Cos, Hermes responde a
Dioniso, su cómplice en más de una ocasión. Mientras que,
sin embargo, en Olimpia el hermano menor vuelve a en­
contrar al gran hermano Apolo en contra del cual, pero
también junto a quien, Hermes consigue que se le reconoz­
can sus privilegios de olímpico 31. Del mismo modo Apolo
se desplaza entre Artemisa, Leto-Artemisa, Hermes o Po-
seidón, el tío respetado, el compañero de exilio y el cola­
borador en los grandes proyectos de fundación 32.
A veces, los Doce son simplemente estatuas sin un altar
fijo, sin recinto ni santuario: estatuas que van en procesión
el día de la fiesta de Zeus, el Salvador de la ciudad, SOsípolis,
en Magnesia del Meandro 33. Mientras que en Megara sus
efigies están al abrigo en el santuario de Artemisa Salvado­
ra, Sdteira 34. Los Doce en su totalidad alternan en el altar,
el santuario-recinto y el templo-habitación. Algunos san­
tuarios pueden englobar no sólo varios altares sino varios
templos. Y el mismo templo puede albergar, aún mejor que
un altar, tres dioses, la tríada de los focenses, en el camino
que lleva de Aulide a Delfos, en donde Zeus se sitúa entre
Hera y Atenea, en el lugar reservado a las asambleas comu­
nes de la gente de Fócide 3S. O bien en Lesbos, en el país
de Alceo 36, hallamos una trinidad francamente perversa for­
mada por Zeus dominante junto a una Hera Generadora de
todo, la Genétbla, que a su vez se halla junto a Dioniso,
quien se proclama hijo de Thyéne, de su madre mortal,
pero aquí bajo su nombre divino 37. Es, pues, una trinidad
en la que surgen múltiples conflictos: por una parte entre
los esposos soberanos y por otra entre la madrastra y
el hijo de Zeus, quien no obstante se hace llamar «hijo
de su madre» 38. Es decir, antagonismos a plena luz, una
214 L a vida cotidiana de los dioses griegos

sagrada familia empuñando armas venenosas en pleno fron­


tón.

Configuración de dioses y jerarqu ía de poderes

Sin embargo, hay otras coexistencias menos apasionadas


y más intelectuales: la de Hermes y Afrodita en el templo
de Apolo en Argos 39. En él, Apolo desempeña la función
de políade, dios soberano de la ciudad, pero es también el
dios que acompaña a un lobo, Lykeios, como recuerdo de
la victoria de Dánao, el padre de las Danaides, que llegó al
exilio como un lobo que se apodera de la ciudad. En la
memoria de Argos, el Apolo de los lobos interviene aún
como un dios terrible y sediento de venganza. ¿Qué hacen
ahí Afrodita y Hermes? ¿N o será Afrodita la Persuasión
que va en ayuda de Hipermestra, la Danaide que salva la
vida de su primo en aquella sangrienta noche en contra de
la orden de su padre? ¿No se trata también del Hermes de
amorosas pláticas, el dios que susurra al oído de Afrodita,
como preludio al placer sexual, al erotismo en el que ambos
son reputados expertos?
Extrañas genealogías se inscriben en lugares secretos. En
el «demo» —que nosotros llamaríamos cantón— de Colo­
no, el de Edipo, en los márgenes del dominio de Atenea,
existe un santuario-recinto, un témenos, consagrado a la di­
vinidad que da nombre a la ciudad de Atenas, que encierra
una antigua estatua de Prometeo en un altar. Pero en la
parte inferior del altar se ve un bajorrelieve en el que está
esculpido, como réplica al altar de Prometeo, del Titán, el
inventor del fuego y de sus artes, otro altar, esta vez co­
mún, compartido por Hefesto y Atenea. Hefesto sujeta el
cetro como primogénito. Se trata de Hefesto el Antiguo,
responsable del saber y el pensamiento de Prometeo; ambos
están en un nivel inferior dominados por la Atenea Sobe­
rana del santuario, mostrando así la diosa un aspecto jerár­
quicamente superior, aun siendo la hermana menor de aquel
que lleva el cetro 40.
Un jardín politeísta 215

Hermcs, en actitud de «pregonero» y dando paso a una escena que pre­


side Apolo. Está tocando la cítara pero se vuelve hacia una ménade que
sostiene unos crótalos (instrumento de música báquico), con un seno al
descubierto. La ménade mira al otro ángulo de la escena, a un personaje
simétrico a Hermes, Dioniso, el dios de la crátera con la copa en alto. An­
fora de Nikóxenos, hacia el siglo V antes de J. C. Staatliche Antikensamm-
lungen, Munich, F. Hirmer.

Se pueden leer otras estructuras elementales en las for­


mas de sacrificio, bien enunciadas en la descripción de un
observador de rituales como los que existían ya desde el
siglo V, o bien anotadas más escuetamente en el reglamento
de un santuario o en el calendario de sacrificios. Los gestos,
el contenido de una libación, la manera de hacer el fuego
con determinada madera, de quemar, comer o separar cierta
parte de la víctima son otros tantos procedimientos para
recordar en el sacrificio, con ocasión de una fiesta anual o
de un servicio regular, unas jerarquías entre divinidades,
unas formas de subordinación circunstanciales de una res­
pecto a otra. Del mismo modo que puede remarcar el doble
216 L a vida cotidiana de los dioses griegos

carácter de una divinidad singular y su ambivalencia en una


de sus funciones, o la capacidad de una misma divinidad
para combinar dos rangos, de pasar de un nivel a otro, ya
sea en rituales próximos pero distintos, ya sea dentro del
mismo espacio de sacrificio.
A mitad del siglo V, en un extenso documento, la asam­
blea de los argivos redacta un protocolo de acuerdo entre
la ciudad-madre Argos y dos de sus plazas cretenses, Tiliso
y Cnoso 4I. Un protocolo que concede un lugar importante
a las relaciones entre Hera, soberana de Argos, y los san­
tuarios cretenses de Zeus Machanéus y de Ares junto a
Afrodita. Si se sacrifican a Zeus Machanéus sesenta carne­
ros, Hera recibirá sesenta piernas de cordero, una por víc­
tima, parte escogida y de honor del animal que se reserva
para el sacerdote o bien para la divinidad 42. En ese mismo
texto se acuerda que cada vez que se sacrifique una oveja a
Artemisa Ortia de Argos, Apolo debe recibir un carnero 43,
sin duda alguna en el santuario de su hermana. Hacer un
sacrificio a un dios en el altar de otro pone de manifiesto
un sentido de jerarquía, jerarquía que puede ser de un lugar
y de un día: en Magnesia del Meandro, Apolo Pitio recibe
un sacrificio en el altar de Artemisa el día del ritual dedi­
cado conjuntamente a Zeus Sósípolis, el Zeus Salvador de la
ciudad, a Artemisa Leukóphrys y al Pitio 44; mientras que
Apolo, fundador de la ciudad de Magnesia, preside junto a
Dioniso un poblado panteón 4S. Zeus recibirá tantos sacri­
ficios en altares ajenos que se llegará a llamar en esos casos
el Zeus de Hera, Zeus Heraios o Zeus de Deméter, Zeus
Damátrios 46.
De nuevo Zeus, pero ahora dividido en su propio ritual
cuando se presenta como Meilíchios, a un tiempo el Bené­
volo y el dios-de-la-miel 47. Zeus tiene dos caras: es el po­
der de las alturas y la divinidad de los infiernos. El calen­
dario de Erquia, en el Atica, prevé un ritual en dos tiempos,
separados por el momento de consumir las visceras asadas
(las splánchna): antes de comer los trozos de carne ensar­
tada no tiene que haber ninguna libación de vino, como
corresponde a un dios ctónico y cuyo epíteto de Meilíchios
Un jardín politeísta 217

indica una preferencia por la miel o el aguamiel 48. El vino


está permitido en cuanto se entra en la segunda fase, la de
repartición de la carne, bajo el signo del Benévolo y del
olímpico. Son, pues, dos aspectos de una misma divinidad:
lo infernal en el dios del Olimpo, en un ritual donde pre­
domina lo olímpico y donde se consume la carne de la
víctima. El vino es lo único que marca la diferencia entre
las dos caras de Zeus: ausente o presente.
Veamos un nuevo procedimiento para la Afrodita de
Sición 49. Un santuario cuyo acceso está reservado a dos
mujeres: una casada, pero que una vez que ocupa su puesto
no puede tener relación alguna con hombres. En tanto que
«Neócora» es la responsable del santuario. La otra es una
virgen, una parthénos; ejerce un sacerdocio anual, es la que
lleva el agua del baño y se la denomina loutrophóre. A la
Afrodita de Sición se la mira de lejos, desde el infranquea­
ble umbral. Las dos mujeres ejecutan el ceremonial en dos
tiempos y en tres niveles. Los muslos de las víctimas se asan
a la manera olímpica, es decir, enviando vapores a la diosa
que está en lo alto. El resto del animal, o sea prácticamente
todo, se echa a las llamas alimentadas con madera de ene­
bro; holocausto, pues, al modo ctónico. Pero esta separa­
ción del rito entre aspecto olímpico e infernal se ve corre­
gido por un detalle. Existe una planta llamada paidérds,
«apasionado deseo de un cuerpo», que crece únicamente
ahí, alrededor de la estatua y del altar. Las oficiantes reco­
gen una hoja y la colocan sobre el muslo cuyo humo as­
ciende hasta Afrodita. La hoja de paidérós no es aromática;
es bicolor, clara por un lado y oscura por el otro, como la
hoja del álamo blanco, el árbol que crece en el mundo in­
fernal 50. Los dos aspectos de Afrodita están reunidos en el
nivel olímpico, en las manos de Afrodita la Antigua, la Ne­
gra de cabeza coronada que sujeta la adormidera y la man­
zana.
También en Sición, Heracles propone una configuración
de sacrificio próximo, aunque algo diferente 51. Se organiza
teniendo en cuenta su doble origen y sus dos rangos: los
habitantes de Sición tienen por costumbre rendirle culto
218 L a vida cotidiana de ¡os dioses griegos

según el rito reservado a los héroes. Un hijo de Heracles


llamado Festo, convertido en rey de Sición, se niega a se­
guir la costumbre: Heracles es un dios y por tanto hay que
hacer los sacrificios según el rito divino. De ahí que, desde
los tiempos de Pausanias, los ciudadanos de Sición empie­
cen por quemar las piernas en el altar a la manera olímpica,
cuando degüellan corderos para Heracles. En cuanto al res­
to de la carne, sigue un doble proceso: una mitad se con­
sume una vez que se ha ofrecido su parte a los dioses,
mientras que la otra se consagra según el rito heroico, es
decir, que no se reserva nada para los mortales y es des­
truida por completo. Por lo tanto, se trata también de un
ritual en dos tiempos, en el que la segunda fase, la de las
prácticas alimenticias, enuncia las dos naturalezas de Hera­
cles, dando preeminencia al olímpico respecto al heroico.
La dualidad heracliana se percibe incluso en los dos nom­
bres que se dan a la fiesta cuya duración es de dos días: el
primero es Herácleia, y el otro, que no ha llegado a nues­
tros días, debía de referirse o bien a la historia de Festo, o
bien al nombre divino de Heracles 52. El olímpico, que se
desposa con la Juventud, Hebe, y se convierte en inmortal,
mantiene en su ritual los signos de su doble rango, pero
englobándolos en el nivel divino, según la orientación de
sus trabajos y de una vida dedicada a hacer reconocer su
calidad de hijo de Zeus. Es un modelo jerárquico que riva­
liza con el modelo dualista aprobado por Herodoto de Ha-
licarnaso. El historiador comenta sus investigaciones:
Considero muy sabia la conducta de aquellos griegos que han
dedicado santuarios a dos Heracles y ofrecen a uno ac ellos, lla­
mado Olímpico, sacrificios como los que corresponden a un in­
mortal, mientras que al otro le rinden honores fúnebres como a
un héroe 53.

Se produce una división en el espacio y en la topografía


social y religiosa de la ciudad de Tasos, perfectamente co­
nocida por Herodoto y estudiada por J. Pouilloux. En el
ágora, el Heracles Olímpico recibe las ofrendas a la manera
divina, mientras que, próximo a las puertas, como defensor
Un jardín politeísta 219

de la ciudad y experto guerrero, el héroe Heracles preside


los sacrificios de las víctimas degolladas y consumidas por
completo 54.
En los comienzos de Grecia, las ciudades surgen de la
tierra y los dioses brotan por doquier. Se produce una do­
ble germinación. Aparecen ciudades a centenares: la mayo­
ría son minúsculas, con menos de mil habitantes, y como
territorio tienen un pequeño valle de cultivo, o bien una
llanura costera. Algunas están encajadas en otras, en forma
de fratrías, de grupos de hermanos, y de demos, pequeñas
unidades territoriales. Pero en todas ellas abundan los dio­
ses. Cada una despliega sus estructuras de lo invisible, edi­
fica para sí unas arquitecturas de divinidades, organiza com­
plejos panteones locales que parecen tan autónomos como
cada ciudad en su deseo de autarquía y totalidad. Y al igual
que las ciudades, sea cual fuere su tamaño, parecen ofrecer
todas ellas los mismos rasgos morfológicos, los poderes di­
vinos, independientemente de su concreción y su singulari­
dad anclada en el detalle del paisaje, presentan estructuras
comunes, se responden de una ciudad a otra y parecen des­
plegarse según el mismo principio. Se trata de un moderado
principio de abstracción con variaciones muy matizadas de
microsociedades de dioses, héroes, heroínas y demonios y,
por otra parte, rigen unos enunciados panhelénicos que ven
cómo rivalizan los Doce dioses, el Hogar público y su dios
o diosa Poliade, o bien el Hellénion, es decir, el santuario
común de todos los griegos, el helenismo como poder di­
vino, a menos que, como en el santuario de Delfos, las
formas del mundo divino cristalicen en torno a la pareja
esencial de Apolo y Dioniso.
Se trata de un politeísmo cuya estructura es lo suficien­
temente flexible como para amoldarse a las obligaciones de
las pequeñas comunidades rivales e independientes y, a un
tiempo, lo suficientemente poderoso para constituir un
mundo de formas sometido a sus propias reglas, así como
unos valores compartidos por el conjunto del mundo griego.
CAPITULO XI

EL COM ERCIO DE LOS DIOSES

A
N TA Ñ O , en un tiempo que parece anterior al
advenimiento de los dioses ciudadanos, las divini­
dades tenían la costumbre de salir juntas del Olimpo co
una periodicidad regular. Descansaban de los asuntos co­
rrientes y de las preocupaciones cotidianas de sus asambleas.
Se iban a un extremo del mundo, junto al Océano, en di­
rección al país de los etíopes, bien hacia Poniente bien hacia
Levante. Un largo fin de semana en el que celebraban ban­
quetes con los hombres irreprochables llamados «caras que­
madas» (Aithíopes, etíopes) debido a la proximidad del sol
al amanecer y al atardecer ’ . Gozaban del placer de los ban­
quetes como en los tiempos de la edad de oro: sentados a
la misma mesa asistían a perfectas hecatombes; dioses y
etíopes juntos; un festín común para los hombres «caras
quemadas» y los olímpicos 2. Los dioses del Olimpo, des­
cansados y quizá algo más morenos, volvían a sus activida­
des con los otros humanos, a buen seguro menos irreprocha­
bles.
Más tarde las costumbres cambiarán bastante. Hay dis­
putas en la plaza pública, impera la injusticia: ha comenza­
do la edad del hierro. Hesíodo, el teólogo de Ascra, anuncia
la desaparición de los dioses y su definitiva jubilación. Ma­
ñana, las dos únicas divinidades que aún residen en la Tierra
la abandonarán para siempre: «entonces, la Consciencia y
222 L a vida cotidiana de los dioses griegos

la Vergüenza, AidSs y Némesis, ocultando la belleza de su


cuerpo bajo blancos velos, subirán hacia la tribu de los in­
mortales 3. ¿Quedan los hombres definitivamente separados
de los dioses? En el momento en que decenas de nuevas
ciudades, de altares y santuarios elevan hacia los poderes
divinos los vapores de las ofrendas, ¿resulta conveniente
para los dioses compartir con unas comunidades políticas
en plena expansión el vapor de los corderos y de los bueyes
sacrificados casi a diario? Pero a la inversa, ¿qué griego en
estos comienzos de la ciudad hubiera dado la razón a He-
síodo cuando se imagina que en honor de «reyes de injustas
sentencias» y por encima de la gleba que los alimenta, in­
numerables inmortales se dedican a «vigilar las sentencias
de los mortales, sus malintencionadas obras, envueltos en
la bruma y yendo y viniendo (pboitán) por toda la Tie­
rra»? 4 Las ciudades griegas no viven con la obsesión de los
dioses; ni los ciudadanos de Megara ni tampoco los de Si-
racusa se sienten dominados por unos poderes sobrenatu­
rales que espían sus actos, escuchan todas y cada una de sus
palabras y ejercen como policías en todo instante. Los dio­
ses ciudadanos no son ni poderes lejanos ni divinidades ¡n-
vasoras, a juzgar por la manera en que los hombres se preo­
cupan por los dioses, por ofrecerles cultos y relacionarse
con ellos.
En griego «creer en los dioses» es una manera trivial de
reconocer su presencia en la ciudad, su importancia en la
vida de los hombres en sociedad y en particular cuando el
grupo social se organiza en una comunidad política 5. En
nuestra lengua corriente, la palabra «creer», cuando se apli­
ca a los dioses, está lo suficientemente delimitada comó para
no aceptar el significado que le han atribuido otras culturas,
las cuales han concebido el «creer» y la creencia según de­
cisión soberana. Por ejemplo, en la India védica donde la
Creencia es una divinidad con el nombre de Sraddha b. Y
en los Vedas, la Creencia rige en la celebración de los ritos;
incluso siente un gran afecto por todos aquellos que ahon­
dan en los misterios del sacrificio. La Creencia ama a los
obsesos del ritual, a los locos del sacrificio y les concede
E l comercio de los dioses 223

—ya sean brahmanes o dioses apasionados por el sacrifi­


cio— el reconocimiento de su capacidad para realizar el
sacrificio, la acreditación en estas tareas, la «credibilidad» y
la condición de expertos en los ritos de sacrificio. Por tanto,
la Creencia es «inmanente al Veda en tanto que el Veda
prescribe lo que hay que hacer»; es ella quien posibilita las
relaciones de sacrificio; es la fuerza motriz, que reside en
las palabras del Veda, en la materia vocal del rito del sacri­
ficio. Pero no hay nada en la Creencia tal y como de ella
hablan los Vedas que haga alusión a un saber de lo invisible,
a un modo de «creer» religioso como ha modelado la cul­
tura cristiana a través de sus teólogos del siglo XII, quienes
distinguen tres grados del creer: creer que Dios existe (cre-
dere Deum) 7, el punto cero del vivir cristiano. Creer en lo
que dice Dios (credere Deo), llevando al mismo tiempo una
vida propia. Y el tercer grado: creer en Dios con amor
(icredere in Deo) como corresponde a los verdaderos cris­
tianos. A partir del siglo XIII se produce la división entre
fe implícita y fe explícita, la que el clero va a exigir que
expliciten los laicos en forma de credo; una fórmula cuida­
dosamente redactada, pero para leer y pronunciar en voz
alta, que profesa con un cortejo de dogmas: la Trinidad de
las divinas Personas, la Encarnación, la Pasión y la Resu­
rrección, etc. Una fe que se basa en un credo obligatorio de
vocación universal, en el corazón de una religión en forma
de iglesia 8.
Así, pues, dos modelos, el uno védico y el otro católico,
pero igualmente insólitos para una sociedad que pretende
dirigir en el mismo espacio social y político los asuntos de
los dioses y los asuntos de los mortales, y que piensa con­
juntamente las conductas reguladas por la tradición, ya se
apliquen éstas a los poderes divinos o a las relaciones so­
ciales. En este caso el «creer» griego abarca el conjunto de
lo que se debe ofrecer a los dioses: sacrificios, oraciones,
cantos, danzas, purificaciones, así como «ritos» de prácticas
reconocidas, conforme a lo que es conveniente decir o ha­
cer 9. Es un código de buena conducta que hace referencia
al orden, al mundo ordenado, a un nomos, a un orden que
224 L a vida cotidiana de los dioses griegos

hace que, por ejemplo, los hombres no se devoren entre sí,


al contrario de las fieras salvajes, y ofrezcan a los dioses un
ritual perfectamente organizado 10. Pero «creer en los dio­
ses» es también una forma de decir que se está en relación
con ellos y se busca su compañía, que se les frecuenta. Bus­
car y cultivar (therapéuein) la sociedad de los dioses, en el
doble sentido de rendirles culto y de mantener relaciones
amistosas con ellos, acudir a sus altares y frecuentar a las
divinidades (phoitdn) 11 son tres formas de manifestar con
sentido común que se cree en ellos, que existe una práctica
social o más bien «política» como es costumbre en una
ciudad. Si por casualidad dos ciudades se reconocen mutua­
mente unos derechos recíprocos, si no simétricos, prevén
que los mismos ciudadanos sacrifiquen en los mismos alta­
res que los nativos y que frecuenten (phoitdn) los mismos
cultos públicos y en las mismas condiciones que los ciuda­
danos de la Tierra n . «Llevar una vida de ciudadano» es
estar presente en los templos y en las fiestas y tomar así
mismo parte en las asambleas de deliberación y en los tribu­
nales ,J.

U na práctica social: «creer en los dioses»

Honrar a los dioses según la costumbre y rendirles culto


es una forma de «creer» eminentemente práctica en la que
los dioses están identificados con unos gestos, unas conduc­
tas, un ceremonial tanto cívico como «piadoso», un sistema
de valores que impone el respeto por los antepasados, los
muertos, los suplicantes, así como por los poderes divinos
que garantizan el orden social y religioso. En este sentido,
no «creer en los dioses» supone quedar excluido de la co­
munidad de los hombres, hundirse en la locura y entregarse
a una violenta desmesura. El mito de las razas confía a los
mortales de la raza de plata la urea de ilustrar el drama de
la impiedad, la tragedia del insensato que no «cree en los
dioses». Su vida comienza con una desgracia biológica: son
niños con retraso, centenarios bajo las faldas de su madre
E l comercio de ¡os dioses 225

y pueriles. Cuando por fin son adolescentes les invade el


descomedimiento, «se niegan a ofrecer culto (therapéuein)
a los inmortales o hacer sacrificios en los santos altares de
los bienaventurados, según la ley de los pobladores de la
Tierra» La única solución es sepultarles y recubrirlos de
tierra, hacerlos desaparecer.
En la ciudad y en su jurisdicción, la impiedad es un
delito público. Existen por supuesto infracciones leves pe­
nalizadas y previstas por los reglamentos grabados en pie­
dra, que se encuentran en las entradas de los santuarios.
Pero, si se tiene la certeza de que un ciudadano encargado
del sacerdocio público o un sacerdote responsable de los
misterios ha cometido una grave negligencia, será persegui­
do por un delito de impiedad. En particular cuando se trata
de sacrificios ancestrales o de las ceremonias de los miste­
rios, como el de Eleusis en Atenas. En estos casos el pro­
cedimiento es idéntico al que se aplica en las revueltas re­
volucionarias: el llamado «mensaje» de urgencia ante el Con­
sejo l5. N o «rendir a los dioses» el culto adecuado supone
cometer una afrenta contra la ciudad, sus principios, su mis­
ma esencia. Con Anaxágoras, los meteorólogos y ios físicos
que discuten el movimiento de los astros y la naturaleza de
los dioses en el cielo y con Sócrates acusado de no honrar
a los dioses de la ciudad, el «creer en los dioses» se con­
vierte para una minoría de intelectuales en «creer en la exis­
tencia de los dioses» ,6. El ateo ya no es ese desgraciado
ser «dejado por los dioses», como Edipo, en su máxima
soledad 17. Los sofistas le han enseñado que los dioses son
un fenómeno al igual que la política es una téchné, un arte,
y al contribuir en la construcción de un discurso sobre los
dioses, sobre la cultura y sobre el lenguaje posibilitan que
Platón perfile un primer esbozo de las pruebas acerca de la
existencia de los dioses. Pero la ciudad, incluso en la baja
época helenística, nunca exigirá a un candidato a la magis­
tratura ni a un aspirante a la ciudadanía la confesión de su
creencia en la existencia de los dioses. Permanecerá fiel a la
evidencia de los dioses y a los ritmos de una liturgia de
sacrificios y de fiestas en donde las creencias no están nunca
226 L a vida cotidiana-de los dioses griegos

separadas de la práctica, donde los miembros del grupo so­


cial creen en los dioses de la ciudad porque les ofrecen
sacrificios, porque frecuentan sus altares y porque recono­
cen su presencia a través del conjunto de la vida social y
religiosa. Por lo tanto, no existe un saber de lo invisible
organizado en forma de credo y nadie se convierte o intenta
que otro crea en los dioses de la ciudad. Unicamente la
cualidad de ciudadano abre el camino hacia los altares al
tiempo que la práctica regular de los sacrificios es la que
nutre el ejercicio cotidiano de la ciudadanía.
Las ciudades del mundo griego son carnívoras: la carne
y los cereales ocupan el primer lugar en uii régimen alimen­
ticio que se manifiesta también en los altares y los sacrifi­
cios ,8. Es cierto que toda la población, y a diario cuando
sus ingresos son modestos, come pan con pescado, calama­
res, sepias, mariscos, así como aceitunas y cebollas. Pero
para este pueblo tan habituado a la mar ningún ser vivo de
agua salada tiene en los altares la importancia que se le
otorga a los productos de la tierra y en especial a los ani­
males de sangre caliente que gozan del privilegio de esta­
blecer la relación entre los hombres y los dioses. Incluso
Poseidón, que ha recibido en herencia la extensión marina,
se deleita con el olor de las hecatombes de corderos y bue­
yes, y el único pescado que llega a sus altares, pero en
circunstancias excepcionales, es el atún 19 que también san­
gra y cuya sangre recuerda la de ios animales domésticos
degollados antes de ser cocinados en el recinto del santua­
rio. A los ojos de otros pueblos —como por ejemplo los
egipcios evocados por Herodoto 20, quienes detestan todo
esto—, son tres los instrumentos que definen la manera
griega de comer y de sacrificar en general: el cuchillo, el
espetón y el caldero. Un cuchillo para hacer que brote la
sangre de la víctima en el altar, para cortar luego los miem­
bros y dividirlos en trozos; un espetón para asar al fuego
las visceras que en una primera fase comerán juntos el ofi­
ciante y aquellos que ocupan un lugar en el primer círculo;
y un caldero, en fin, para guisar la carne, hacerla hervir o
cocer a fuego lento antes de distribuirla entre el resto de
E l comercio de los dioses 227

los Invitados. Un sacrificio jamás debe parecerse a un cri­


men: la víctima, antes domesticada, asiente y el cuchillo
escondido bajo el grano en el canasto se hunde en un ins­
tante fugaz; un único instante de dulce violencia que auto­
riza a los hombres a comer en compañía de los dioses unos
animales tan semejantes a los mortales.
En toda la tradición griega el hecho de comer es, en
primer lugar, dividir y repartir. La comida solemne, de sa­
crificio, se llama en griego dais, festín, banquete, pero en
tanto que hay repartición (dáiein, dividir, repartir)21. Un
reparto y una distribución igualitaria: los festines de los
dioses son banquetes en los que hay un reparto equivalente;
en los altares donde se les ofrecen libaciones y vapores de
grasa siempre hay dispuestas mesas «en las que todos reci­
ben su ración». Raciones idénticas en el sentido en que el
reparto se hace más entre pares, que entre todos... Una
precisión más: en los «banquetes a partes iguales» (dais e'isé),
el concepto de igualdad está más en función de la reparti­
ción que de la parte distribuida. En efecto, en la sociedad
aristocrática de la epopeya, la igualdad geométrica prevalece
sobre la aritmética: las partes de honor, los muslos, los
solomillos, han sido separados antes para los dioses o las
personas de rango que asisten al banquete o celebran el
sacrificio 22.
El sacrificio, base de las relaciones entre los hombres y
los dioses, cumple varias funciones. Permite pensar en los
demás y en uno mismo, como lo demuestran los estudios
de Herodoto que señalan la singularidad de los escitas y de
los egipcios, los primeros por la manera de cocer el buey
con su tripa y los segundos por la repugnancia que sienten
por el cuchillo que utilizan los griegos para degollar. El
sacrificio permite así mismo clasificar a los dioses, diferen­
ciarlos unos de otros, o al menos enunciar ciertas caracte­
rísticas propias de cada ser inmortal, como dos aspectos de
una misma divinidad, una jerarquía circunstancial entre dos
dioses o la virtud singular de uno de ellos. Sin embargo,
hay que hacer una salvedad: la práctica de sacrificios no es
en Grecia el ámbito adecuado para la especulación sobre los
228 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Detalles del vaso R ica, hidria jónica, 540 antes de J. C. Villa Giulia, Roma.
F. A. Held-Artephot.
E l comercio de los dioses
229
230 L a vida cotidiana de los dioses griegos

dioses, como tampoco es el terreno idóneo para poner de


manifiesto el sistema distintivo de las divinidades del pan­
teón. El ejercicio del sacrificio, más que marcar los rasgos
diferenciales de los dioses entre sí, evidencia la proximidad
y la distancia entre los hombres y los poderes divinos en
general. Pero el sacrificio en el espacio de la ciudad asume
también otra función más directa: señalar los derechos po­
líticos de cada uno, poner de relieve las estructuras del cuer­
po social, e incluso enunciar la naturaleza de las relaciones
entre dos o más ciudades.

Derechos políticos, carne y sacrificios

En su sometimiento a lo político, podemos observar que


la utilización que dan los griegos a la carne responde por
una parte a la dialéctica y por otra, la más importante, a
los pesos y medidas. Hay dos maneras de cortar un animal
sacrificado y una de ellas es siguiendo las articulaciones 23.
Sócrates hace un elogio a este arte en el diálogo Fedro: hay
que «saber cortar en trozos según la pieza, teniendo en
cuenta las articulaciones naturales» 24, sin desgarrar. Así
procede el buen dialéctico que conoce el arte de dividir. Sin
duda alguna lo adecuado para ofrecer al dios, al sacerdote
o al invitado elegido es una pierna o el solomillo de la
víctima. El segundo método requiere una menor habilidad:
consiste en dividir el resto de la carne indistintamente en
partes iguales 25. Partes iguales según el peso y mediante
una balanza 26 que verifica la precisión de la repartición de
la carne sin tener en cuenta la calidad de las partes del
animal. Mediante la intervención del carnicero, el sacrificio
pone en marcha un sistema de igualdad que funcionará du­
rante siglos en los sacrificios públicos, basándose en la nor­
ma de las partes iguales. A la precisión de la balanza, la
democracia añade la práctica del sorteo 27, tan convincente
a la hora de reafirmar la igualdad absoluta de los invitados-
ciudadanos. Durante estos grandes actos que incumben a
toda la comunidad se recuerdan los derechos igualitarios de
E l comerrío de los dioses 231

todos los ciudadanos. En los concursos en honor a Hera,


los argivos ofrecían un sacrificio de «cien bueyes» cuya car­
ne se repartía entre todos los ciudadanos 28. Todos aquellos
que gozaban de la ciudadanía, recibían una ración de carne
de idéntico peso si no de mismo tamaño. En Délos, durante
el período de la Independencia, se invitaba a todos los ciu­
dadanos al banquete de las Poséideia, la fiesta en honor a
Poseidón: en esta ocasión unas mil doscientas personas re­
cibían individualmente una ración de carne; a quienes no
pudieran asistir y recoger la parte que les correspondía, se
¡es asignaba su equivalente en dinero metálico 29. Así, pues,
son sacrificios que hubieran permitido hacer un censo pre­
ciso anual de los ciudadanos activos en el caso de que la
ciudad lo hubiera juzgado necesario, y que en ocasiones
posibilitan a los historiadores modernos estimar la pobla­
ción de una comunidad política.
En las Pequeñas Panateneas en honor de la diosa Ate­
nea, si bien una considerable cantidad de carne se reparte
entre los ciudadanos de Atenas sin distinción, en primer
lugar reciben su ración los magistrados, según su orden de
importancia: cinco partes para los pritaneos, tres para los
nueve arcontes, una para los tesoreros de la diosa, otra más
para los hiéropes encargados de la administración de los
santuarios y tres para los estrategas y los taxiarcas o jefes
militares 30. Se establecen dos círculos de participantes, el
primero de ellos revela la jerarquía de las magistraturas en
el ámbito de la repartición del sacrificio. En otros lugares,
la procesión que lleva a las víctimas hacia el altar ofrece el
espectáculo de una ciudad entera conducida por sus prime­
ros magistrados, como los de Haliarto en Beocia, que llevan
hacia el santuario de Apolo Ptóios un buey cuyo muslo y
•parrilladas» estarán destinados al arconte, principal magis­
trado, a los tres polemarcos, jefes del ejército, y a los guar­
dianes de la Ley y el derecho de Beocia, es decir, a las
autoridades políticas que deben «hallarse presentes» en el
sacrificio ofrecido por la ciudad de Haliarto 31. La parte del
banquete que sigue al sacrificio, el segundo círculo, es a
veces objeto de una reglamentación impuesta por la econo­
232 L a vida cotidiana de los dioses griegos

mía: los ciudadanos comerán por tribus y, en la tribu, por


«grupos familiares», «asociaciones de vecindad» y «fami­
lias» 32.
Además de estos sacrificios plenarios, pero espaciados
en el tiempo, existen unos sacrificios diarios celebrados por
los representantes de la ciudad en torno al altar en el que
arde el fuego público, el altar de Hestia, el Hogar común 3}.
Reunidos corporativamente, los ciudadanos ejercen las fun­
ciones de arcontes o de pritaneos, miembros del Consejo,
y comparten a diario las libaciones, la sal y las víctimas
sacrificadas a Hestia costeadas por las arcas públicas. Los
magistrados en ejercicio, compañeros de mesa, instalados en
la sala de banquetes en el interior o junto al pritaneo, ponen
en práctica el reparto igualitario de alimentos. En Teños, en
las Cicladas, en torno al arconte, el pritaneo acoge a un
número que oscila entre doce y veinte páredros, compañe­
ros de mesa o invitados, en otras partes llamados «parási­
tos» en el sentido de «quienes comen con» 34, como los
invitados-parásitos oficiales que se sientan en la mesa de los
santuarios de Atenea, Heracles, Hera o Apolo, en casi to­
dos los rincones del mundo griego. La práctica de la co-
mensalía forma parte del proyecto político de la ciudad: en
Atenas, Solón obliga a todos los ciudadanos, por tumos, a
tomar parte en los banquetes públicos. Ser parásito significa
exactamente mostrar apego a la comunidad, a los «asuntos
de todos» (koiná) 35. En Náucratis, al menos tres veces al
año, todos los ciudadanos varones comían en el pritaneo,
con las blanquísimas vestimentas pritánicas. El menú era
abundante y sagrado, y se consumía por completo en el
recinto de Hestia 36. La corporación política al completo
consume y comparte idénticos alimentos, reafirmando así
su cohesión y su unidad en torno a la idea de la ciudad en
forma de Hogar público.
Al igual que los lazos políticos entre ciudadanos se for­
talecen alrededor del altar y la mesa, las relaciones de los
derechos entre ciudades pueden expresarse en el espacio de
los sacrificios en términos de víctimas ofrecidas a los dioses
y destinadas al consumo. En Lócride occidental, dos pe­
E l comercio de los dioses 233

queñas ciudades, Miania e Hipnia, establecen un convenio


y graban las cláusulas de su acuerdo de sympolitía hacia el
año 190 antes de nuestra era. Las respectivas aportaciones
de soldados para asegurar la defensa del territorio, de jueces
para regular los problemas jurídicos entre las dos comuni­
dades, de embajadores en el extranjero y de magistrados de
la nueva colectividad se establecen «proporcionalmente, de
acuerdo con la participación en los sacrificios», es decir, en
función del número de víctimas que aporta cada una de las
ciudades en las ceremonias comunes 37. También en Lócri-
de, dos ciudades disputan en cuanto a su participación en
la Anfictionía, asociación religiosa de los que viven en tor­
no a un santuario, y en particular por la divergencia de
opinión de los locrios epicnemidios en la asamblea de los
anfictiones. Una de ellas reivindica que le corresponde un
tercio en la representación anfictiónica: «es la proporción»,
según consta en la sentencia arbitral publicada en Delfos,
«con la que siempre hemos contribuido al suministro del
ganado destinado a los sacrificios y a todas las ofrendas que
anteriormente correspondían a los anfictiones» 38.
El ejercicio de los sacrificios en la ciudad, cualquiera
que sea su configuración en el orden público, pone en ac­
ción una manera de relacionarse con los dioses. Es un in­
tercambio que señala la diferencia en mayor medida que la
distancia, tan vilipendiada por la teología de Hesíodo. Al
rememorar la traición de Prometeo y sus consecuencias en
el primer reparto de la víctima del sacrificio entre los dioses
y los hombres, el autor de la Teogonia pone en escena el
infortunio de la humanidad devorada por el hambre, con­
denada a alimentarse con la carne muerta de los animales y
por esa misma razón destinada a conocer la vejez, el dete­
rioro y la muerte. Por su parte, los dioses, en apariencia
engañados por la astucia de Prometeo, recibían los huesos
imputrescibles recubiertos de blanca grasa y consumidos
por el fuego que los transformaba en apetitosos aromas, en
aromas inmateriales como corresponde a unas divinidades
que habitan en las cimas del Olimpo 39. Sombría visión de
Hesíodo: la edad de oro ha pasado, en adelante la distancia
234 L a vida cotidiana de los dioses griegos

entre los hombres y los dioses se hace insalvable. Pero la


ciudad no está de acuerdo con el pesimismo del teólogo de
Ascra, y prefiere creer que los hombres y los dioses, con
sus diferencias, han nacido de la misma madre, y que unos
y otros forman parte del mundo incluso aunque las dos
razas, en un momento de la historia, se separaran en el
curso de su respectiva diferenciación.

Presencia de los dioses

Varios datos del ritual del sacrificio parecen indicar que


los dioses toman parte en la ceremonia, que asisten a la
matanza de las víctimas y que en cierto modo participan en
la fiesta y el banquete de los humanos en la ciudad 40. En
primer lugar está el rito de la llamada, la invocación dirigida
a la divinidad del altar, al dios del santuario, al poder divino
que habita en el templo. Se le pide que venga, se aproxime
y se muestre, que aparezca en el templo, junto al altar, en
el lugar del sacrificio 41. Algunos himnos de Calimaco están
compuestos como cantos de «advenimiento» y celebran la
llegada del dios, su epidemia, es decir, su presencia en el
lugar, o bien su epifanía el día de la fiesta o del sacrificio
en su honor. En Cirene, el laurel de Apolo se estremece,
todo el templo se pone a temblar, las llaves del santuario
giran por sí solas y los pies de Febo tropiezan con las puer­
tas. «Apolo se muestra..., se aparece a los mejores y quien
le ve se engrandece.» 42 En Olimpia, en la ciudad de los
eleos, el Colegio de las Dieciséis Sacerdotisas invoca a Dio-
niso el día de la fiesta llamada del Surtidor, cuando el vino
se pone misteriosamente a hervir en las cubas detrás de las
puertas cerradas de la morada del dios. Le invitan a venir
al templo puro de los eleos, «brincando con pezuña de toro»
y todos los años cantan las mismas fórmulas, anotadas por
un oficiante y conservadas por Plutarco 43. Y al igual que
Apolo se muestra y está presente en su templo de Cirene,
Dioniso al parecer se manifiesta entre los eleos durante la
E l comercio de los dioses 235

fiesta del Surtidor y de los Brincos (epiphoitan) 44 con los


fieles de esta ciudad. Parusía e intercambio.
El segundo indicio que aponan los teóricos griegos de
la fiesta, en particular Platón, el autor de las Leyes, es el
siguiente:
Un día los dioses se apiadaron de la raza de los hombres
condenada por naturaleza al trabajo, e instituyeron para ella, como
tregua a sus penalidades, los intercambios festivos con los dioses,
y les dieron como compañeros de alegría a las Musas, a Apolo
Musageta y a Dioniso, a fin de que estas divinidades controlaran
la rectitud y el modo de guiarse durante estas fiestas celebradas
en compañía de los dioses 45.

Plutarco insistirá en la firme creencia general de que los


dioses están presentes en las fiestas y en los banquetes 46,
y que se establece contacto con ellos 47 mediante las ofren­
das, las oraciones y todo el ritual del sacrificio. Los hom­
bres y los dioses mantienen «una mutua relación» 48 de ale­
gría y placer compartido en el ámbito del sacrificio. Los
dioses están presentes en los banquetes de las fiestas que los
griegos llaman «taifas», que proviene de Taifa, una de las Es­
taciones o una de las Gracias, llamadas Chantes 49. Son «festi­
nes para los dioses» y «festines de dioses», hasta el punto
de que cierto día Dais Tháleia (Banquete de fiesta) fue con­
sagrada como «la imagen más antigua de las divinidades» 50.
Las leyes de sacrificio y los reglamentos de los santua­
rios confirman la presencia de los dioses en torno a los
olorosos altares. Con más exactitud: en la mesa dispuesta
junto al fuego en el que se consume una parte de lo que
les corresponde a ios dioses. Otras se depositan en la mesa
y en las inscripciones se denominan «la ración sagrada», «la
porción del dios» o simplemente «las panes de la mesa».
En más de una ocasión vemos a los sacerdotes o a los ayu­
dantes «preparar la mesa», «adornar la mesa» y «servir la
mesa» para los dioses. La ración de ios dioses está junto a
la del sacerdote, a su vez bien servido con trozos selectos
a los que en algunos casos se añade «la porción del dios»,
que pasa de una mesa a otra 51. Así ocurre en las fiestas
236 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Los dioses en un sacrificio. Apolo coronado con laurel se halla en su san­


tuario. El omphalós revela el carácter oracular de este dios que ve llegar
la procesión de sacrificio hacia él y hacia sus altares. Crátera firmada
Kleophón, 440 antes de J. C. Museo Nacional, Ferrara. F. A. Held-
Artcphot.
E l comercio de los dioses 237

llamadas Theoxénia o Theodáisia cuando los dioses son re­


cibidos como huéspedes y son acogidos en las ciudades en
las que, según dicen, viven en persona, o bien cuando ellos
mismos son anfitriones como el Apolo de Delfos. La mesa
acoge tanto a los dioses del Olimpo como a los héroes y al
conjunto de los ciudadanos invitados al festín 52.
Son sacrificios de excepción, pero ejemplares por la pre­
sencia conjunta de hombres y dioses en torno a los altares.
Presencia que parece ser natural para los feacios, tan fami­
liarizados con los dioses que si casualmente uno de ellos al
caminar en solitario se encuentra a un individuo, éste no se
oculta sino que le saluda con la mayor amabilidad. «Es
costumbre que los dioses se nos aparezcan en persona en
las magníficas hecatombes, coman junto a nosotros y se
sienten a nuestro lado.» 53 La mesa es la misma y los asien­
tos comunes. Cuando el rey de los feacios hace esta cons­
tatación en la que insiste en la comensalía de la especie
humana y la raza de los dioses, no está evocando en abso­
luto una edad de oro ni tampoco tiempos pasados. El dios
a quien se destinan las hecatombes y los espléndidos sacri­
ficios está normalmente presente en la tradición épica: res­
ponde a la llamada de la oración y de los vapores que suben
del altar, «está delante» 54 de las víctimas animales: Atenea,
por ejemplo, junto al palacio de Néstor en el sacrificio de
la ternera de un año cuyos cuernos habían sido cubiertos
de oro antes de entregarla al hacha y al cuchillo en honor
a la hija de Zeus. O bien Apolo cuando al principio de la
Ilíada todos esperan que, como de costumbre, «asista» a la
ofrenda de corderos y cabras cuyos vapores tanto le rego­
cijan. El dios se presenta de frente como nos lo muestran
las imágenes de los vasos en los que camina la procesión
del sacrificio en dirección al altar; donde la espera un poder
divino vuelto hacia los sacrificantes 55. O bien también Po-
seidón en los banquetes de los lejanos etíopes: «hallándose
delante» de los toros y los corderos de la hecatombe, este
dios está presente en un festín volcado en el placer del per­
fecto sacrificio. Y por lo menos hasta el siglo III de nuestra
era, las ciudades de Grecia y de Asia Menor 56 van a asociar
238 L a vida cotidiana de los dioses griegos

las manifestaciones de los dioses, sus resplandecientes «epi­


fanías» en las mesas, los altares y las liturgias festivas que
no cesan de ofrecerse, a sus dioses y al conjunto de todos
aquellos que llevan una vida de ciudadano.
CAPITULO XII

D EL ALTAR AL TERRITORIO: EL
HABITAT DE LOS PODERES
DIVINOS

A
fínales del siglo IV antes de nuestra era, la ciudad
de Colofón, en Asia Menor, entre Esmima y Efe-
so, recobra la libertad —lo que agradece a Alejandro y m
aún a Antígono— y decide englobar en sus murallas a «la
antigua ciudad» en ruinas y, al parecer, abandonada desde
hace mucho tiempo '. En la antigua ciudad de Colofón, la
del filósofo Jenófanes y el poeta Mimnermo, los antepasa­
dos habían «fundado» los templos y «consagrado» los alta­
res «con el permiso de los dioses». Una comisión de diez
miembros va a dirigir los trabajos de urbanismo para esta­
blecer, de acuerdo con el arquitecto elegido, el trazado de
las calles y la parcelación, reservando un lugar para el agora,
los talleres y todos los terrenos públicos necesarios. Pero,
antes de esto, la asamblea decide hacer un recorrido por los
altares erigidos por sus antepasados y realizar los tradicio­
nales sacrificios. Bajo el mando del sacerdote de Apolo, los
sacerdotes, las sacerdotisas y el prítano —supremo magis­
trado, rodeado del Consejo y acompañado por los diez res­
ponsables del proyecto— se dirigen a la antigua agora para
ofrecer sacrificios «en los altares que los antepasados deja­
ran a sus descendientes para orar al Zeus Salvador, a Po-
seidón de sólida base, a Apolo de Claro, a la Madre llamada
Antáia, “la que aparece de frente”, a Atenea Poliade y a los
otros dioses, a todos y todas, así como a los héroes y a
240 La vida cotidiana de los dioses griegos

quienes poseen la ciudad y el territorio». Se vuelve a fundar


la ciudad de los antepasados cuyas tierras, al ser nuevamen­
te comunales, se ponen en venta en lugar de ser distribuidas
como hubiera ocurrido en una ciudad de nueva implanta­
ción. Pero antes se despierta a los antiguos dioses, se les
reanima con oraciones y sacrificios y se les restituye en sus
templos y altares, en los emplazamientos que les eran pro­
pios. Se devuelve la ciudad y el territorio de la antigua Co­
lofón a los héroes, a los poderes del lugar, a las fuerzas del
territorio, otra vez en activo tras un período de latencia.
Así, en el momento en que Antígono, dueño de Asia, pro­
clama la libertad de las ciudades griegas, los dioses, las dio­
sas y los héroes de Colofón vuelven a encontrar altares,
santuarios y templos. Esto sucede de manera muy sencilla:
se hacen nuevos sacrificios para los antiguos dioses y para
los héroes de antaño que, por cierto, son los mismos que
los de la nueva ciudad.
Sin embargo, el procedimiento es diferente cuando tiene
lugar la refundación de Mesene bajo la dirección de Epa-
minondas, después de la batalla de Leuctra, en el año 371
antes de nuestra era 2. Se produce la derrota de Esparta, que
había esclavizado a los habitantes de la región de Mesenia
con gran dureza en guerras sucesivas, hasta la desaparición
de la última fortaleza. Tras la victoria de Tebas, se llama de
inmediato a los supervivientes, a los emigrados de Mesenia
dispersos por los confines del mundo. Un sacerdote de De-
méter anuncia en sueños a Epaminondas que los dioses ya
no están furiosos y que el resentimiento de los Dióscuros
ofendidos por dos jóvenes mesemos ha sido aplacado. Otro
sueño revela el emplazamiento de la nueva Mesene en el
monte ¡tome, ahí donde una noche anterior al inevitable
final el último rey de los mesemos había escondido el ta­
lismán que aseguraba el renacer de su pueblo 3. En una urna
de bronce se guardaban delgadas hojas de estaño enrolladas
como hojas de papiro en las que estaban escritos los mis­
terios de las grandes diosas. Los mesenios aceptan ese lugar
y Epaminondas convoca a los adivinos para saber si los
dioses a su vez «desean residir ahí». Los adivinos hacen el
D el altar a l territorio... 241

sacrificio, ios signos son favorables y por lo tanto puede


empezar la fundación. Se llama a hombres especialistas,
«gente hábil en el trazado de calles, vías de comunicación,
en edificar santuarios y viviendas y rodear la ciudad de
murallas». A los arquitectos y urbanistas les ayudan traba­
jadores del oficio.
Antes de ponerse a la obra, Epaminondas y los cofun-
dadores de Mesene se vuelven hacia los dioses, esas divini­
dades a quienes han interrogado y han aceptado el nuevo
territorio elegido por los mesemos. Los tebanos, los argivos
y los mesenios van conjuntamente a ofrecer víctimas a los
dioses: Epaminondas y sus hombres hacen sacrificios a Dio-
niso y a Apolo Ismenio, a la manera tebana, como corres­
ponde a las dos mayores divinidades de Tebas. Los argivos
hacen lo propio para los dioses soberanos de Argos: Hera
Argiva y Zeus de Nemea. Los mesenios, por su parte, se
dirigen al Zeus del Itome y a los Dióscuros. Sus sacerdotes
cumplen igualmente con los sacrificios que se les deben a
las grandes diosas, cuyos misterios están tan íntimamente
ligados a la supervivencia y al renacimiento del pueblo me-
senio, sin olvidar a Caucón, el introductor de estos miste­
rios en Mesenia. Sus grandes dioses se hallan de vuelta en
compañía de las divinidades mayores de los argivos y de los
tebanos, los cuales se han comprometido activamente en la
fundación de la nueva ciudad. Mesenios, tebanos y argivos,
juntos y uniendo sus voces, van a llamar a los héroes para
pedirles que vuelvan «a vivir con ellos». En primer lugar a
Mesene, hija de Tríopas, la heroína-topónima, la divinidad
de la tierra de Mesenia; después a Eurito, Afareo y sus
hijos, los grandes antepasados del pueblo mesenio, así como
a los hijos de Heracles, Cresfontes y Epito, asociados a la
más antigua ocupación de Mesenia. El héroe más intensa­
mente aclamado por todos fue el de la última resistencia de
Mesenia: Aristómenes.
El día entero se dedicó a las oraciones y los sacrificios.
Desde hacía tres siglos —dice Pausanias—, los últimos me­
senios vivían en el exilio, lejos del Peloponeso. Al parecer,
los dioses también regresan del destierro. Mientras en la
242 L a vida cotidiana de los dioses griegos

antigua ciudad de Colofón habían sido privados de sus he­


rederos en los primeros altares y otros les habían relevado
en la nueva ciudad, en Mesenia, por el contrario, los ciu­
dadanos habían desaparecido y quienes alimentaban a los
dioses de la ciudad y quemaban las víctimas degolladas en
. honor de los héroes del país se hallaban ausentes del terri­
torio 4. Colofón, como Mesenia, es tierra griega, donde des­
de la segunda mitad del siglo VIII los héroes locales, los
pequeños «dioses de la tierra», reciben culto por lo general
cerca de una tumba, para nosotros micénica y que para los
contemporáneos indica la señal visible de un hombre de
antaño, un testigo de la edad heroica, cantado por los aedos
en las epopeyas s. De ahí la importancia en Mesenia, en
Colofón y en todo el antiguo territorio griego de estos hé­
roes «que poseen la ciudad y el territorio». Héroes de la
patria chica, poderes de la tierra que llevan sin complejo el
nombre de determinado lugar, héroes-topónimos próximos,
a otros cuya genealogía, de importancia similar, se remonta
a Heracles en el mejor de los casos. Y la razón por la que
a su regreso los mesemos les invocan tan intensamente a la
hora en que declina el sol es porque los héroes de antaño
«vivían con ellos» (el mismo verbo significa al mismo tiem­
po «casarse, vivir juntos») 6 y constituían el arraigo, las raí­
ces de una comunidad en su territorio.
Cuando Epaminondas pregunta a los dioses de los me­
semos si desean habitar 7 en el emplazamiento de la nueva
Mesene, la pregunta no es nada teórica: los dioses son au­
tónomos y podrían rechazar el lugar, pero ellos son ya los
dioses «del país» (enchórioi), los poderes que poseen el te­
rritorio desde siempre o, al menos, hasta donde se remonta
la memoria del hombre.
No ocurre lo mismo si, en lugar de volver a fundar una
antigua ciudad que ha decaído o se ha degradado, el fun­
dador emprende los planos de una ciudad completamente
nueva 8. Y tanto más si ésta se sitúa en tierras extranjeras,
en las costas del sur de Italia o en Sicilia, allí donde, desde
el siglo VIII, los griegos ponen en práctica la fundación a la
manera de los feacios y de Nausítoo. El procedimiento pa­
D el altar a l territorio... 243

rece ser completamente diferente: el fundador de una colo­


nia no se preocupa por saber si los dioses, los que trae
consigo, desean o no habitar la llanura o la montaña en
donde piensa erigir los altares y santuarios; y cuando de­
sembarca tampoco se dirige a los eventuales «dioses del
país» 9. El oráculo de Delfos ha dado plenos poderes al
fundador: Apolo. Al otorgarle su conformidad, habla en
nombre de todos los dioses y, en primer lugar, en nombre
de los de la metrópoli de donde es originario el fundador.
En cuanto al lejano país hacia el cual se dirigen los navios
griegos, se trata en principio de una tierra sin ocupantes,
vacía y desierta desde siempre 10. ¿De qué «dioses del país»
habrían, pues, de preocuparse? Los santuarios que el fun­
dador va a levantar, los altares que va a construir y los
templos que va a edificar están reservados a los dioses de
la ciudad, a los poderes que a partir de entonces se conver­
tirán en los dioses «que poseen el país y la ciudad».

D el altar a la ciudad

El altar, el santuario y el templo son otras tantas formas


que se destacan con nitidez en el horizonte de una funda­
ción, en un espacio recientemente organizado. En primer
lugar el altar, pues es un lugar escogido para la divinidad:
ahí encuentra los vapores de los sacrificios cada vez que
acude " . Para cualquier poder divino, constituye la base
idónea para las ofrendas del vino, la grasa y los banquetes
a partes iguales ,2. Se erige en el dominio reservado a los
dioses, en el espacio «recortado» para ellos, lo que los grie­
gos llaman témenos (del verbo témnein, recortar) 13. Los
más antiguos altares edificados son los de Samos en el san­
tuario de Hera, contemporáneos de los descritos en la lita­
da y la Odisea H. Desde el siglo VIII antes de nuestra era,
un altar griego se define por una serie de rasgos y en primer
lugar por su naturaleza arquitectónica. Se trata de una cons­
trucción, por muy modesta que sea, con elementos entre­
lazados de cuernos de las víctimas, escalonamientos de pie-
244 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Cabeza de Apolo. Siglo v antes de J. C. AP.


D el altar a l territorio... 245

dras brutas o un delicado trabajo realizado por expertos en


«aquello que está bien construido con líneas regulares y
superpuestas» ,5. Por otra parte, el altar incita al movimien­
to: se dirigen hacia él, se depositan ofrendas o partes de las
víctimas en la mesa y se va en procesión a su alrededor
siempre que hay un sacrificio ,6. La tercera característica
del altar aparece en el discurso de la epopeya: algunos dio­
ses le prestan más atención que otros. Por ejemplo, Apolo:
los grandes rituales del sacrificio en la ¡liada se desarrollan
en torno al dios del arco, el que se acerca al principio del
primer canto, «semejante a la noche» 17.
En el concepto global de santuario —un lugar consagra­
do a los dioses—, el altar es la parte más importante para
el culto, pues permite comunicarse con los poderes divinos.
El fuego se enciende en el altar y la sangre de las víctimas
debe salpicarlo; ahí es donde la ración de los dioses debe
ser devorada por las llamas y la de los mortales, consistente
en porciones de visceras, debe ser asada antes de que el
sacrificador y sus allegados la consuman en el ritual. El altar
tiene vocación inaugural, en tanto que abre la instalación de
un santuario y constituye la primera piedra de una nueva
ciudad. Con él se inicia el proceso de formación territorial:
fabricar y construir un espacio. Apolo, tras haber aceptado
el emplazamiento de Delfos, se preocupa por el servicio de
su santuario, se metamorfosea en delfín y salta al navio
cargado de cretenses que serán sus sacerdotes, los técnicos
de sus «tareas» (de un término arcaico: orgia, que procede
de la familia érgon) en los altares. Lo primero que hace
cuando consigue que el barco encalle en la playa es instruir
a sus ocupantes sobre los trabajos rituales. Apolo manda
que erijan un altar en el límite entre la tierra y el agua. Los
cretenses, reunidos en torno al altar, con fuego y un sacri­
ficio de harina blanca se ponen a rezar invocando a Apolo
Delfinio, a un tiempo dios de Delfos y dios del delfín (delp-
his). El altar así levantado en el límite del dominio de Apolo
será un monumento conmemorativo bautizado como «del-
finado» por el propio dios ,8.
Así mismo en Naxos, los primeros colonos de Sicilia
246 L a vida cotidiana de los dioses griegos

conducidos por Teocles, su fundador, construyeron en la


orilla un altar en honor del dios de Delfos, de Apolo Ar-
quegeta. Un altar de Apolo en el que durante siglos harán
sacrificios antes de embarcarse los theórói, los embajadores-
espectadores enviados por todas las ciudades griegas im­
plantadas en Sicilia para representarlos en Delfos, en el san­
tuario de Apolo ,9.
Y después de Delfos, Rodas: aparece un altar, un sacri­
ficio y una ciudad. Son dos fundaciones que se escalonan:
Tlepólemo evocado en la Iliada y el dios Sol en una Olím­
pica de Píndaro. Tlepólemo es violento y colérico. Un día,
en Tirinto, mata al hermano bastardo de Alcmena. Tlepó­
lemo debe marcharse y el oráculo le indica la dirección de
la isla del Sol. Tlepólemo se hace fundador y se convierte
en Arquegeta, con un culto anual y sacrificios semejantes a
los de «un dios». Pero su fundación trae el recuerdo de otra
más antigua que data de la edad del Sol: el día del reparto
de la tierra y de sus ciudades entre Zeus y los inmortales,
el Sol estaba ausente y «nadie le adjudicó su parte». Se
hablaba de volver a efectuar el sorteo cuando el Sol vislum­
bró una isla que surgía de los abismos del mar y la convirtió
en su patrimonio. Los hijos del dios Sol subían hacia la
Acrópolis bajo el consejo de su padre: querían ser los pri­
meros en fundar un altar y ofrecer un sacrificio en honor
de Atenea, la que surge de la cabeza de Zeus; un sacrificio
«sin fuego» a fin de poner los cimientos del santuario y de
Rodas con sus tres ciudades, Lindo, Yáliso y Camiro 20.
El altar, pues, como primer trabajo: la tierra salvaje se
«pone en cultivo», se lleva a cabo un trazado y un recorrido
en una porción de espacio, se marca un recinto, un límite
que rodea al altar, y el sacrificador se pone rápidamente en
acción, camina en círculo alrededor del altar, lo rodea y lo
purifica con agua lustral y un cesto lleno de grano. Por
lo tanto, del altar a la ciudad sólo hay un paso, y Apolo lo
da cuando así lo desea, franqueando los santuarios que se
complace en edificar. Es arquitecto y dueño de las funda­
ciones: «Siguiendo los pasos de Febo, de Apolo, los hom­
bres han aprendido a medir con cordel» 21, a dibujar el
D el altar a l territorio... 24 7

plano, a recortar las formas en el suelo, así como a edificar


los altares, los templos y las viviendas de los hombres.
Hay que rodear la ciudad con una muralla, repartir la
tierra entre los ciudadanos-colonos, construir casas para los
hombres, pero también edificar templos para los dioses 22:
cuando Nausítoo funda la ciudad de los feacios no se olvida
de reservar parcelas de tierra para los poderes divinos 23.
Los dioses reciben una parte del suelo para sus altares, hacia
los que se ven atraídos por los olorosos sacrificios y en
donde se hacen presentes; pero este terreno sirve también
para el santuario que delimita su dominio y para el templo
que les «hace habitar» 24 en forma de ídolo o de estatua.
Un santuario entre el lote y el patrimonio 25: témenos, una
parcela de tierra separada, recortada y entregada como pri­
vilegio; en la Ilíada se adjudica a un jefe militar, Meleagro
o Belerofonte, o a un dios, Zeus, en la cima del Ida, que
regresa a su oloroso altar y a su «santuario» (témenos) 26 o
bien al río Esperqueo que disfruta en su lugar de nacimien­
to de idéntico complejo de «santuario con altar» 27. Un al­
tar calificado por las ofrendas a los dioses, por los olorosos
vapores que desprenden las sustancias quemadas.
Para decir «santuario», la lengua griega utilizará después
de Homero la palabra hierón, «el lugar consagrado», mar­
cado por las ceremonias del culto, en particular por los
gestos del sacrificio y las víctimas ofrecidas a los dioses,
también llamadas hiera. Junto al altar, en general, en frente
y en la misma parcela atribuida al dios, se levanta su mo­
rada, su habitación (naos), la casa que los hombres «hacen
habitar» a la divinidad consagrando para ella su figura, su
imagen y su estatua. En la epopeya homérica los dioses ya
conocen el templo, a veces de piedra 28, con puertas y llaves
y, en su interior, una estatua, como cuando las Antiguas
subían a la Acrópolis para depositar «en las rodillas» 29 de
Atenea un velo ricamente bordado.
A principios del siglo VIII antes de nuestra era, en la
época geométrica, aparece una nueva organización del es­
pacio 30. Surge como ruptura con el modelo micénico. La
mayoría de los dioses griegos ya están inscritos en tablillas
248 L a vida cotidiana de los dioses griegos

y en los documentos administrativos de los palacios de la


época micénica, pero las ofrendas registradas se depositan
en las capillas domésticas, en las casas y en los palacios que
albergan a los ídolos divinos al mismo tiempo que al rey,
es decir, a los detentadores del poder soberano. Por el con­
trario, entre los años 800 y 750 aparecen importantes luga­
res de culto separados del hábitat de los hombres, pero al
mismo tiempo accesibles a un buen número de ellos que no
tienen que ser necesariamente habitantes del lugar Jl. Olim­
pia, Délos y Delfos son tres emplazamientos en los que se
atesoran las ofrendas a los dioses: grandes trípodes de bron­
ce y estatuas primero en Olimpia y, hacia el año 800, en
Delfos; en tomo al año 730 aparecen las primeras construc­
ciones en piedra o madera como en Eretria para el Apolo
Portador de Laurel (Daphnéphóros). A menudo las ofren­
das llegan de muy lejos: de Etruria, de Italia o de la costa
oeste del Adriático.
Delfos, Délos y Olimpia: así empiezan los grandes san­
tuarios panhelénicos 32, acumulando objetos preciosos, los
productos de una metalurgia suntuaria, las primeras crea­
ciones de un arte estatuario en el que la forma humana y
la figura de los dioses se cruzan y se intercambian sin difi­
cultad. El dominio de los dioses se distingue del reino de
los hombres, el santuario-témenos se halla delimitado bien
por hitos, bien por un muro que lo rodea (peribolé) o bien
por recipientes de agua lustral situados en las vías de acceso
al terreno consagrado. Estos nuevos santuarios tienen una
función de agrupación no sólo de individuos, sino de ciu­
dades o pueblos. Los grandes santuarios, en virtud de su
extraterritorialidad, se convierten durante las fiestas y los
juegos en lugares de asamblea. Varias localidades o «pue­
blos» de la misma región se asocian, se federan en torno a
un santuario común. Forman así una amphictionía, es decir,
una asociación de «quienes habitan alrededor» (amphí, al­
rededor, y -ktíones, del verbo ktízein, fundar-habitar), de
vecinos que reconocen todos ellos a una divinidad y su
dominio, establecida o situada fuera del territorio de cada
uno de los pueblos representados 33. Cerca de Micale, en
D el altar a l territorio... 249

Asia Menor, el santuario de Poseidón Helikonios sirve de


emplazamiento a la confederación jónica y celebra «la fiesta
de todos los jonios», las Paniónia, cuyo acceso está abierto
a todos aquellos que practican los mismos cultos. En Ca-
lauria, Poseidón reúne también a las ciudades marítimas pró­
ximas al golfo Sarónico. Cerca de Termopilas, el santuario
de Démeter Pyláia congrega periódicamente a una parte de
los pueblos del norte de Grecia. En todas estas ocasiones
los federados son compañeros de mesa, comen y beben jun­
tos el vino de la libación, que se mezcla en una crátera
común 34.
A los santuarios panhelénicos de Olimpia, de Delfos y
de Délos acuden numerosas ciudades, todas las que tienen
la misma lengua, los mismos dioses y se reconocen como
«helenas» 37. En los panegíricos se observa una voluntad de
congregación y un deseo de concurrir, de competir en los
juegos 36. Agón, en su acepción homérica, significa a la vez
asamblea y concurso, reunión y justa, y las dos actividades
se aúnan bajo la mirada de Apolo, el dios de Délos, en el
Himno homérico 37; un Apolo en actitud de theorós, de
espectador que se dedica a contemplar.

El dios se regocija cuando se reúnen (agéirein, como hay ago­


ra y agón) los jonios de largas túnicas en las hermosas plazas
(agyiá, amplia calle, que evoca al Apolo llamado agyiéus) con sus
hijos y esposas, y se entregan para su placer a la lucha, la danza
y los cánticos cuando organizan los juegos (agón).

Al verles así «reunidos», «se diría que son inmortales y


desconocen para siempre la vejez». En el placer de las asam­
bleas y de los concursos, los humanos son semejantes a los
poderes divinos y reflejan en el olímpico que les contempla
su propia imagen, en medio de la asamblea de dioses, es­
pectadores soberanos, inmortales de eterna juventud.
250 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Singularidad, del templo griego

En las moradas de los dioses nos encontramos con nu­


merosas construcciones, pero predominan tres modelos, dos
de los cuales se presentan como templos «verdaderos» 38.
Hay que dejar de lado el tipo de construcción llamado «te­
soro», que encierra bajo llave objetos preciosos, entre los
cuales se hallan estatuas allí depositadas; también está ce­
rrado al mundo exterior, al culto o a los sacrificadores. Por
su contenido, el «tesoro»-edificio hace la función de ofren­
da. El dios no habita en absoluto en un «tesoro*: no hay
altar para los sacrificios ni estatua mirando a los fieles. Los
verdaderos templos habitados por los dioses son de dos
tipos: uno de ellos aúna en los altares y estatuas de culto
los diferentes elementos de un paisaje religioso; el otro con
altares exteriores, se abre hacia fuera a fin de mostrar la
figura del dios y ofrecerla a la mirada de todos.
El santuario llamado Erecteo en Atenas o el de Apolo
en Delfos son templos-paisaje. El Eréchtheion está lleno de
hornacinas, altares aglutinados, con varios dioses, antiguos
reyes y venerables héroes, y en el suelo las huellas de las
principales epifanías, las cicatrices de una historia, la de la
autoctonía. Alberga, mejor dicho esconde —por miedo al
robo—, la vieja estatua de Atenea tallada en olivo. Se dice
que cayó del cielo, sin duda con razón. En Delfos, el tem­
plo está edificado en un lugar «oracular», en la profética
boca de la Tierra. La gran sala, llamada Mégaron, compren­
de el hogar de Apolo Pitio, el fuego siempre encendido de
Hestia y el altar de Poseidón. AI fondo, en un lugar secreto,
se halla el ádyton, ’zona prohibida como el ombligo de la
Tierra, el laurel sagrado, la tumba de Dioniso y la boca
profética 39. Constituyen otras tantas señales del panteón de
Apolo y sobre ellas velan unos sacerdotes llamados «los
puros», los Hósioi. Es un templo cerrado sobre el oráculo
que lo habita. Sin embargo, esto no impide que el santuario
del Pitio tenga también unos altares exteriores y una amplia
superficie abierta al espectáculo de los juegos para los par­
ticipantes de sus fiestas panhciénicas, en las que también se
Erecteo, pórtico de Lis cariátides, Acrópolis de Atenas. AP.
252 L a vida cotidiana de los dioses griegos

hacen públicas algunas decisiones políticas y reglamentos


sagrados.
Precisamente, el concepto arquitectónico del segundo
modelo de templo prevalece gracias a la publicidad. La es­
tatua cultual, colocada en la estancia principal, se deja ver,
y el templo está construido de manera que se ponga de
relieve la figura del dios, hasta el punto de que los arqui­
tectos harán desaparecer progresivamente la columnata axial,
interna, a fin de trazar mediante dos series de columnas
paralelas un acceso directo, al menos para la mirada, hacia
la estatua casi siempre monumental 40. Se trata, pues, de dos
conceptos de la figuración de los dioses 4I. El ídolo del
Eréchtheion es una estatua de madera, burda, primitiva, con
algo de extraño si no de inquietante; «xilografías» de dioses
caídas del cielo, surgidas del mar o esculpidas por un mis­
terioso artesano. Conviene, además, que se hallen ocultas o
que sólo se exhiban en ocasiones señaladas, pues provocan
la locura o matan a quienes las miran a destiempo. En opo­
sición al ídolo aparece la elevada estatua de piedra, mármol
o bronce entre los siglos VII y VI. Un dios erigido en medio
del templo, adolescente desnudo, o una diosa, joven de in­
maculados pechos: una estatua que realza la perfección del
cuerpo humano. Es, por tanto, una figuración cultual en la
que los dioses habitan la forma humana en su desarrollo y
en la que la estatua expuesta en medio del templo abierto
«exterioriza la presencia del dios» 42.
A veces ocurre que un santuario se erige en el lugar
exacto en que una divinidad se ha revelado por medio de
una estatua milagrosamente aparecida: es el caso de la Ar­
temisa de Efeso; su ídolo surge en la marisma de la desem­
bocadura del Caístro, y el templo ha seguido reconstruyén­
dose en el mismo emplazamiento 43, al igual que el de Del-
fos, siempre reedificado en la boca de la Tierra. Un histo­
riador que siga atentamente los pasos de Pausanias en ese
peregrinaje casi exhaustivo por los lugares de culto de toda
Grecia encontrará en algunos lugares santuarios que sólo se
abren un día al año. Pero el modelo de templo implantado
en un espacio imaginado vacío y orientado a la publicidad
D el altar a l territorio... 253

de los dioses y de los asuntos de la ciudad es el que impri­


me originalidad al mundo griego respecto a las civilizacio­
nes del antiguo Próximo Oriente o del hinduismo.
En la tradición mesbpotámica, el rey es quien dibuja y
construye el templo, pero bajo el diseño establecido por el
gran dios Enki o Marduk. Al igual que los dioses de Me-
sopotamia inventan la Ciudad antes de crear al Hombre, así
también empiezan por fundar el Templo 44, precisamente
mediante el dibujo y la escritura. En el segundo milenio,
en los depósitos de las bases de los templos la piedra ins­
crita va a sustituir al antiguo clavo de fijación que anclaba
la morada de los dioses a la tierra. El templo, caído del
cielo, va a llenarse de signos escritos, de tablillas que en las
dinastías asirias se convertirán en el palimpsesto de unos
santuarios siempre nuevos, aun siendo copia de otros más
antiguos que se remontan a los confines del mundo divino.
En el antiguo Egipto nos encontramos con una relación
idéntica entre los dioses, el rey y el templo 45, pero con un
impacto cosmogónico más intenso: el primer templo surge
de las aguas del Caos. Se produce un primer levantamiento
de tierra que emerge en el origen, una colina primordial que
va a ser cubierta por el vuelo inmóvil de un ser divino, el
Halcón. Cada templo consagrado por el faraón va a repro­
ducir la creación del mundo, invocando el saber de Seshat,
la diosa de la escritura y del cordel. La construcción del
templo se realiza según los escritos del dios-arquitecto, del
arquitecto convertido en dios, Imhotep. Los dioses egipcios
son siempre los maestros de obra de los santuarios habita­
dos por sus estatuas divinas.
Por último, en la India hinduista 46, en donde se valora
el terreno de sacrificios pero atribuyéndole un estado se­
dentario, al revés que en la India védica, el emplazamiento
del templo está fijado por la epifanía de un poder divino,
por la súbita aparición en determinado lugar de la forma
material directa de la diosa o la divinidad. Allí, el espacio
está rigurosamente orientado de acuerdo con los puntos car­
dinales, concediendo un valor simbólico a las diferentes po­
siciones y repitiendo en los mismos lugares unas represen­
254 L a vida cotidiana de los dioses griegos

taciones divinas semejantes. Es un espacio afianzado en un


sanctasanctórum reservado a los brahmanes, en la cúspide
de las castas, y que se extiende o se retrae según integre o
rechace a los grupos de hombres más o menos numerosos
del territorio dominado. En cierto modo, el gran templo
sivaíta del sur de la India engendra en torno a sus ar­
quitectos múltiples recintos de localidades, ciudades en­
tre palacio y pueblo o aldeas que se consideran reinos
según la importancia de la función real y su autoridad so­
cial 4 7
Por el contrario, en el modelo de ciudad programado
por los griegos del siglo VIII el templo forma parte del do­
minio asignado a los dioses por el fundador-arquitecto, el
témenos no desciende del cielo y si bien los olímpicos pue­
den habitar unas moradas «todas de bronce» como la de
Hefesto 48, ninguno de ellos se atribuye el haber dibujado
el primer templo ni haber fijado su canon. El templo griego
no se rige por un modelo cosmogónico ni es portador de
un simbolismo cósmico. En cuanto a la orientación hacia el
este o el oeste, son el terreno, la configuración, las exigen­
cias del paisaje y el urbanismo los que lo determinan. Nin­
gún adivino, ningún sacerdote está cualificado para recortar
el espacio ni para garantizar la edificación. El témenos grie­
go no se parece en absoluto al «templo» romano, al tem-
plum como lugar de consulta a los dioses.
Roma sustenta a augures, a sacerdotes expertos en inte­
rrogar a los dioses y en el arte de «recortar» direcciones en
el cielo, de observar y clasificar la serie de signos enviados
por Júpiter. En la tierra, un «templo» en sentido augural
define un terreno cuadrangular, previamente «liberado» de
poderes hostiles o impuros. Los templos de Roma, asigna­
dos a los dioses de esta manera, son emplazamientos fijos
e inmutables 49. Pero cuando Nausítoo, después de haber
repartido la tierra en parcelas, procede a otorgar a los dioses
una morada, sólo recibe su propio consejo en tanto que
fundador que ha recibido de Delfos la legitimidad. Por lo
tanto hay una autoridad oracular que preside las operacio­
nes de fundación, pero que deja a cada «dirigente», a cada
D el altar a l territorio... 255

responsable de una colonia, la libertad de asignar tanto a la


ciudad como a sus dioses el lugar más adecuado 50.
El templo griego no es un microcosmos, sino que forma
parte de la ciudad, de su orden social, pertenece al universo
espiritual, es decir, al cosmos cuyo valor político ha sido
ratificado por los filósofos jónicos. Por esta razón, los gran­
des santuarios de las principales ciudades van a jugar un
papel de espacio publicitario como el ágora, la plaza pública
o el pritaneo, centro de decisiones en el que se reúnen los
prítanos, los magistrados encargados por turno de adminis­
trar los asuntos comunes 51. Las leyes más antiguas, las de
Creta, se grabaron en los muros del templo de Apolo Pitio
en Gortina; en Drero, los primeros textos políticos se ex­
pusieron en el santuario de Apolo Delfinio, el Apolo delfín.
Los grandes templos son verdaderos museos lapidarios; las
estelas cubiertas de escritura son tan numerosas que en la
época helenística los altares monumentales van a ser recu­
biertos a su vez con inscripciones, incluso hasta en las es­
caleras que conducen a la mesa de sacrificios. Desde la épo­
ca geométrica hasta el final de la Antigüedad, el santuario
griego sigue siendo un espacio accesible a todos los miem­
bros de la comunidad.

Asuntos locales

Todo ello no impide que los dioses de estos templos,


además de gozar de determinadas funciones, mantengan a
veces unos lazos más estrechos con el territorio de una ciu­
dad. En particular en el interior de Grecia, en el continente,
las viejas metrópolis u otras menos antiguas suelen plantear
el principio de que hay que pertenecer al terruño para ofre­
cer sacrificios a algunos poderes de la tierra, como por ejem­
plo al Zeus llamado de la Tierra o a Deméter, también ella
«ctoniana» y ambos de Míconos 52. Llegan incluso a mani­
festar que los dioses de un país son muy sensibles a la
manera «típica» local o regional de sacrificar o de realizar
ofrendas: unas hierbas de tal santuario, unos cereales pro­
256 L a vida cotidiana de los dioses griegos

cedentes de unas tierras próximas al templo o unas tortas


«del país» cuya forma y sabor son únicos. Existe una cocina
regional de sacrificio y Tucídides (área 455-400) dejará que
los atenienses enuncien este principio:
Quienquiera que como dueño disponga de un país determi­
nado, ya sea grande o pequeño, dispone igualmente de sus san­
tuarios siempre y cuando se atenga en la medida de lo posible a
los usos (a los trópoi) vigentes hasta entonces 53.

Si es cierto que los griegos se identifican entre sí por la


forma de sacrificar que les diferencia de los no-griegos, de
los bárbaros, también es verdad que prestan mucha aten­
ción a las particularidades cultuales que realzan las formas
originales de sus hábitos alimenticios.
Algunos territorios parecen encomendarse más en secre­
to a poderes divinos o heroicos cuyos emplazamientos se
mantienen celosamente ocultos y que a menudo reciben de
noche la visita de altos mandatarios M. Si un enemigo des­
cubre el camino y es el primero en sacrificar en ese lugar,
los poderes protectores pueden rápidamente cambiar de sig­
no. Se cuenta que así fue como Solón se apoderó de Sala-
mina: una barca en la nocturnidad y en el momento preciso
inmoló unas víctimas a los «héroes fundadores del país» 5S.
Los atenienses, expertos en autoctonía, llevaron las cosas
tan lejos que cuando un día el oráculo les aconsejó ceder a
sus vecinos de Epidauro dos troncos de olivo para dar cuer­
po a unas divinidades muy deseadas de la fertilidad y de la
fecundidad, llegaron a exigir a los beneficiarios de estos
ídolos una entrega anual en sacrificios que debía ratificar la
pertenencia de estas diosas de Epidauro a su verdadero te­
rritorio, el único en el que crece el árbol de hojas siempre
verdes, el olivo que la diosa Atenea había hecho brotar. Y
no se quedaron ahí las cosas, pues cuando los habitantes de
Egina se apoderaron de tan fecundas estatuas, los atenienses
fueron a reclamarles el mismo reconocimiento cultual con
tanta insistencia que éstos —exasperados con las incursio­
nes de los impenitentes propietarios que afirmaban que los
ídolos construidos con madera de su país siempre serían
D el altar a l territorio... 257

atenienses— decidieron en asamblea de urgencia que en ade­


lante no se importaría nada que viniera del Atica, aunque
tan sólo se tratara de una copa de arcilla 56. Los habitantes
de Egina boicotean así las importaciones atenienses y deci­
den beber el vino en vasos de la tierra 57 y nunca más en
la vajilla ática, que entonces disfrutaba del monopolio del
mercado de exportación.
Las dos divinidades en madera de olivo entre Egina y
Atenas revelan, llegando casi al límite del ridículo, la incli­
nación «chovinista» de los atenienses cuando se dejan llevar
por la fatuidad del discurso autóctono, tan extraño a la
forma de pensar de quienes desde el siglo VIII inventan el
arte de crear ciudades en países siempre nuevos. Al parecer,
estas divinidades del terruño denominadas Damia y Auxesia
carecen de cualquier ambición panhelénica, como corres­
ponde a unos poderes tan espontáneamente calificados como
«paisanos».
Los dioses más recientes, los más modernos en los co­
mienzos de Grecia, son aquellos que se corresponden entre
una ciudad y otra, que con tanta presteza se reúnen en las
amplias plazas de célebres lugares panhelénicos y que no
son tributarios ni de actitudes aborígenes ni de materiales
de un lugar exclusivo, sino dioses lo suficientemente pode­
rosos como para empezar a vivir en la vida de las formas
sin renunciar a unas competencias territoriales ni a unos
modos de presencia en ocasiones concretos.
CAPITULO XIII

ASUNTOS DIVINOS, ASUNTOS


HUM ANOS

L
OS dioses no dependen ni de lo accesorio ni de lo
superfluo; pertenecen a lo esencial de lo cotidiano.
Quien pretenda llevar una vida de ciudadano debe frecuen
tar casi todos los días los altares y santuarios. Al igual que
en la tradición mítica les corresponde a los primeros mor­
tales del territorio decidir cuál de los olímpicos será nom­
brado divinidad poliade, en la vida real cada miembro de
la ciudad participa en unas asambleas que deliberan sobe­
ranamente sobre las cuestiones relativas a los dioses de la
ciudad, esos poderes divinos que forman parte integrante
de la propia definición de ciudad. La vida en común, que
tiene como finalidad el «buen vivir» —según la definición
aristotélica de ciudad—, exige que el ciudadano se preocupe
de los dioses, que vele atentamente por sus asuntos, los
cuales dependen en sentido estricto de los que son comunes.
Uno nace griego pero se hace ciudadano progresivamen­
te, subiendo peldaños y pasando por tres niveles acumula­
tivos de participación el reconocimiento por una fratría,
la inscripción en un demos y la actividad en la ciudad. Es
decir, unos «hermanos», un enraizamiento territorial y un
espacio político.
En primer lugar está la fratría, una asociación basada en
relaciones de familia, en alianzas y vecindad 2. Los miem­
bros se llaman «hermanos» siguiendo criterios de relación
260 L a vida cotidiana de los dioses griegos

social y no de sangre, o adelphói. Una fratría aúna a ricos


y pobres, a aristócratas y a gente de condición humilde, sin
tener en cuenta las jerarquías; funciona como una estruc­
tura de recibimiento: se entra en ella cuando el grupo fa­
miliar presenta al nuevo miembro. Esta primera presenta­
ción se hace tras el nacimiento. El niño griego, reconocido
por el padre, integrado en la casa, al amparo de su hogar y
habiendo adoptado un nombre, obtiene una primera iden­
tidad por parte de los dioses de la casa y de la familia:
Apolo PatrOos 3 y Zeus Hérkeios, las dos divinidades cuyos
altares deberá un día «mostrar» públicamente si se convierte
en arconte, uno de los primeros magistrados de la ciudad.
El Zeus del Recinto y el Apolo de los Antepasados: la casa
en tanto que recinto singular y con unos lazos de sangre
que se remontan a tres generaciones. Pero estos dioses del
círculo familiar, que tal vez tengan que testimoniar un día
a favor de la ciudadanía del devoto, son así mismo unas
divinidades de la fratría 4, ante la cual se hace dicha presen­
tación oficial.
A los dieciséis años, en el momento de la pubertad legal
y, por tanto —según el criterio de edad ateniense—, dos
años antes de la mayoría cívica, se introduce al futuro «her­
mano» ante la asamblea de los «hermanos» 5. Las fratrías
celebran sacrificios convivales, tienen sus altares, se reúnen
en asambleas, votan, graban decretos, disponen de un re­
gistro de inscripción y sirven de estado civil. Tienen lugares
para la publicidad: los nombres de los candidatos pintados
en tablillas de madera se exhiben en el lugar de reunión de
la gente de la fratría. La presentación oficial de un nuevo
«hermano» se ve ratificada con un sacrificio llamado kou-
réion, cuyo nombre proviene de la víctima inmolada con
ocasión de la esquila de las ovejas y las cabras, así como de
la «esquila» de los jóvenes que alcanzan la pubertad. El
sacrificio se celebra el tercer día de la fiesta de las Apatou-
ria 6, de «los que tienen el mismo padre». Es una fiesta
común al conjunto de las fratrías, bajo el patronato de un
pequeño número de olímpicos: Apolo, Poseidón, Zeus y
Atenea 7.
Asuntos divinos, asuntos humanos 261

El segundo peldaño es el demos 8: unidad territorial,


medio pueblo, medio ciudad en miniatura. Los demos tie­
nen rango de «ciudad» antes de la reforma de Clístenes en
el 508 antes de nuestra era. Disponen de una asamblea y de
magistrados encabezados por un demarco, un jefe del de­
mos. Al contrario que las fratrías, que no tienen ni un ca­
lendario propio ni santuarios autónomos, los demos dispo­
nen de poblados panteones, redactan sus propios calenda­
rios y organizan sacrificios inéditos, fiestas desconocidas en
otros lugares. Por ejemplo, en Torico, en un demo del Ati­
ca, el calendario en piedra —hoy instalado en el museo
J. Paul Getty— nos descubre tres días de fiesta específicos
de ese lugar: el día llamado del verde (chloíe) con ocasión
del nacimiento de los primeros brotes, el día del inicio de
las labores venideras (Prerosia) y, finalmente, el que corres­
ponde a la primera flor de la espiga de trigo (Antheia), del
fruto de Deméter 9.
Los demos conocen tres clases de fiesta: las que son
particulares, las que se celebran en «la ciudad» con su par­
ticipación y, por último, aquellas que los demos celebran
conjuntamente con «la ciudad» y tienen lugar en su propio
territorio ,0. Los demotas son ya ciudadanos. Estar inscri­
tos en el demos, en el registro y en la lista que lleva al día
el escriba significa pertenecer a los miembros activos de la
ciudad. Pero en primer lugar supone participar en todo lo
que comparten los demotas, ciudadanos a pequeña escala:
«hacer sacrificios en común y encontrarse en las reunio­
nes» " , «tener fiestas que son un bien común» 12 o «sacri­
ficios y a la vez asuntos comunes (koiná)» ,3. Al igual que
la gran ciudad, la verdadera polis, el demos concibe al mis­
mo tiempo el culto ofrecido a los dioses y el bien común,
los asuntos de todos. Imita o prefigura el discurso de la
ciudad en sí misma, en sus valores y en su jerarquía de
valores.
A mediados del siglo VI antes de nuestra era aparecen
en las ciudades de Grecia los «maestros de escrituras públi­
cas» H. Son personajes importantes en la medida en que
poner las leyes de la ciudad por escrito en forma monu­
262 L a vida cotidiana de los dioses griegos

mental significa instaurar la publicidad, organizar el campo


de lo político y fundar el Estado de derecho con vocación
«isonómica», es decir, valorando la igualdad ante la ley. Los
escribas públicos, expertos en letras «rojas» o «fenicias»
como se las llama, juegan un papel esencial en la definición
y formulación del «bien común» (synón) y de la ciudad-es­
tado (koinón). Las leyes escritas ponen en marcha unas prác­
ticas políticas, intervienen activamente en las relaciones so­
ciales y van modelando la vida pública de la ciudad. En
otros tiempos, los primeros escribas eran elegidos a mano
alzada «entre los ciudadanos más ilustres y dignos de con­
fianza de la ciudad» IS, y tres estatuas arcaicas en la acró­
polis de Atenas nos los presentan en el ejercicio de su fun­
ción: la tablilla de escribir colocada sobre las rodillas, sen­
tado muy derecho y con un manto de rígidos pliegues. For­
tuitamente, los privilegios del contrato redactado para uno
de ellos nos dejan entrever una nueva forma de definir el
dominio público de la ciudad.
Espensitio, el demiurgo —es decir, ciudadano de prime­
ra clase—, experto en letras rojas o fenicias, encontrado en
una montaña de Creta, es contratado a precio de oro por
una pequeña ciudad aún hoy sin localizar ,6. Con cargo
vitalicio y tratado como un cosmos —es decir, un primer
magistrado—, el maestro en escritura recibe el cargo de es­
criba «de los asuntos públicos de la ciudad, tanto los de los
dioses como los de los hombres». Se ocupa, por tanto, de
escribir todo lo relativo a los asuntos públicos comunes
(damósia). Pero en su contrato se repite en tres ocasiones
la división del ámbito público en dos áreas: la de los dioses
y la de los hombres. Estos dos apartados constituyen el
ámbito del ejercicio de lo político, de los asuntos de la
ciudad. Y el contrato de Espensitio, que no es ni un archi­
vero ni el cronista de los sucesos de la ciudad, prevé que
«siempre que se trate de asuntos de dioses y asuntos de
hombres, también el escriba estará presente y participará en
todos los casos en que el cosmos (el primer magistrado) esté
presente».
Por este escrito, sin duda monumental, Espensitio se
Asuntos divinos, asuntos humanos 263

convierte en actor político e incluso en protagonista al dar


una publicidad nueva y más eficaz a todo lo que la ciudad
considera esencial. En tanto que actor —y su contrato así
lo especifica— le corresponde «hacer los sacrificios públicos
para todos los dioses que no tienen designado un sacerdote
y se encargará de los dominios sagrados». Se le nombra así
responsable del ritual y de los sacrificios, y por tanto se
inviste de la misma dignidad, del mismo honor (timé) que
los magistrados, cuya autoridad —según nos recuerda Aris­
tóteles en la Constitución de Atenas— les viene otorgada
por el Hogar Común, por Hestia 17. Magistrados que tie­
nen rango de arcontes, de reyes o de prítanos, que están
encargados de realizar los «sacrificios comunes», también
llamados en Atenas «ancestrales» y por esta razón inscritos
«en las mesas y en las estelas» por el legislador ateniense
Solón, que mucho antes que su colega cretense ejercía como
escriba y «maestro de escritura pública».
El contrato de Espensitio confirma la importancia de los
asuntos de los dioses tratados junto con los de los hombres
en la autodefinición de la ciudad y de lo político. Se trata
de hacer y escribir sacrificios comunes: los dioses de la
ciudad, con el poliade a la cabeza, tienen como punto de
referencia al más político de ellos, el Hogar común, Hestia,
esa idea de la ciudad, antaño divinidad del Olimpo, que se
ha convertido en el más ciudadano de los poderes divinos ,s.
En el tercer peldaño, la ciudad, es donde se imponen
«los asuntos de los dioses y los asuntos de los hombres».
Una fórmula que van a conservar las ciudades cretenses
hasta la época helenística: los ciudadanos de Itano van a
jurar, en el siglo III antes de nuestra era, que «serán ciuda­
danos con la misma situación de igualdad y semejanza en
todo lo que concierne a los dioses y a los hombres» ,9. Así
mismo, un decreto aprobado por la asamblea de los itanios
prevé como castigo para aquel que se niegue a prestar ju­
ramento «la exclusión de los asuntos divinos y los asuntos
humanos» 20. Al recibir la ciudadanía, al convertirse en ciu­
dadano de pleno derecho, se participa en el dominio de los
dioses y el ámbito de los hombres21. En otras partes se
264 L a vida cotidiana de los dioses griegos

hablará de «sacrificios y de asuntos comunes» 22 o, de una


forma más trivial, de «cosas sagradas y cosas civiles» 23,
hiera kái hósia, como cuando los efebos juran defender la
ciudad, su territorio, «los Límites de la patria, el Trigo,
la Cebada, las Viñas, los Olivos, las Higueras».

Dioses en la médula de lo político

Cualquiera que sea la fórmula, siempre incluye dos tér­


minos: los dioses y los hombres, enunciados en este mismo
orden, según una jerarquía fácil de verificar. En primer lu­
gar, al estudiar las modalidades de integración de un nuevo
ciudadano, vemos como, para formar parte de una comu­
nidad política en la que no ha nacido, el candidato a la
ciudadanía debe necesariamente participar en los sacrificios
públicos, tener acceso a los altares, a los santuarios, a los
dioses de la ciudad y después a las asambleas y magistratu­
ras. Tomemos el ejemplo de un extranjero que recibe el
derecho de ciudadanía, un derecho real y no virtual como
ocurre a menudo para recompensar a los benefactores de la
ciudad 24. Deja de ser considerado como un extranjero de
paso, que siempre necesitaría los servicios de un ciudadano
cualificado para acercarse a un altar. Sin duda tampoco es
uno de esos residentes extranjeros 2S, llamados metecos o
paréeos, que están excluidos de la comunidad cívica, si bien
en ocasiones la ciudad les invita a algún banquete de toda
la colectividad o tolera su presencia en cultos marginales,
como los ofrecidos a héroes locales o la fiesta de Hefesto,
el dios hospitalario de los artesanos y de todos los que
ejercen un oficio contrariamente al ciudadano libre que
siempre está ocioso 26. El futuro ciudadano entrará en una
fratría, quedará inscrito en una tribu y, de este modo, re­
cibirá una parte legal de los sacrificios, un lugar legítimo en
el banquete junto a sus iguales 27. Puede que incluso se le
pida que se presente ante la asamblea de «hermanos» o de
la «tribu» a fin de exponer los motivos de su inscripción y
convencer a los miembros de esa ciudad en miniatura 28.
Asuntos divinos, asuntos humanos 265

Una vez aceptado, participará en todo lo que participan


los ciudadanos activos, y antes que nada en los sacrificios
comunes.
Así pues, un primer derecho seguido de otro que no
siempre se le otorgará, pero que manifiesta muy claramente
el valor que la ciudad concede a los asuntos de los dioses.
Este otro derecho, compartido con cierta cautela, es el de
tomar parte en las deliberaciones de la asamblea autorizada
a discutir sobre los asuntos de los dioses. Más exactamente,
de ocupar también un asiento en la primera parte de la
asamblea, la que se encarga de «las cosas sagradas» (hiera)
y cuya discusión está reservada a los ciudadanos de pleno
derecho, a los que gozan de «todos los derechos». Este
privilegio rara vez es concedido, como lo demuestra la his­
toria de Tisámeno en Esparta. Tisámeno es un famoso adi­
vino. El oráculo predice que vencerá en cinco combates que
él encabezará, por lo que Esparta quiere contratarle de in­
mediato. Tisámeno solicita en su contrato una cláusula que
indique que obtendrá la ciudadanía completa «con todos los
derechos»; los espartanos se indignan y Tisámeno va a ver
qué le ofrecen en otra parte 29.
Todos los derechos: eso es exactamente lo que los ate­
nienses otorgan, pero de manera excepcional, a los platen-
ses, a sus incondicionales aliados, a los supervivientes del
terrible asedio de la ciudad por los lacedemonios. «Los pla-
tenses, a partir de ese día, serán ciudadanos de Atenas con
los mismos derechos que los otros atenienses, y poseerán
las mismas prerrogativas en las cosas civiles.» 30 Pero inclu­
so en este caso se establecen dos restricciones: por una par­
te el acceso al sacerdocio y a los cultos mistéricos transmi­
tidos hereditariamente y, por otra, el formar parte de los
nueve arcontes. En virtud de este decreto, los platenses se
distribuyen entre los demos y las tribus, y son admitidos
en la asamblea que trata los asuntos de los dioses. Otra
forma de expresar la plenitud de derechos es «participar en
los cultos y en las magistraturas» como ocurre en el regla­
mento de la pequeña ciudad-fortaleza de Pidasa absorbida
por la ciudad de Mileto. Solamente aquellos que han pres­
266 L a vida cotidiana de los dioses griegos

tado juramento y figuran en la lista confeccionada por los


comisarios llegados de Mileto participan sin restricción ex­
plícita «en todo aquello en que participan los otros mile-
sios» 31.
Suele ser mucho más corriente compartir los altares y
los sacrificios que participar en la gestión de los asuntos de
los dioses. En el año 198 antes de nuestra era, durante una
campaña contra los macedonios, el cónsul romano T. Qu.
Flaminius sitia la ciudad de Elatea, en Fócide. Esta cae y
los elateos se refugian en Arcadia, junto a los ciudadanos
de Estinfalo, sus «parientes» lejanos 32, quienes les dan alo­
jamiento en las casas, les acogen en el hogar y en los sacri­
ficios familiares y les otorgan unas tierras que pertenecen
al dominio público. Transcurridos varios años, los elateos
retornan a su patria y votan en seguida un decreto en honor
de la ciudad y los ciudadanos de Estinfalo: además del de­
recho de asilo, éstos «participarán en los sacrificios públi­
cos» de los elateos, y los asuntos de Elatea serán estudiados
en primer lugar, inmediatamente después de la asamblea
que trata las «cosas sagradas» 33. ¿Acaso fue la gratitud la
que empujó a los elateos a ofrecer a los ciudadanos de Es­
tinfalo un derecho de fiscalización en sus asuntos más sim­
bólicos? ¿Franquearon en realidad el umbral de una asam­
blea tan cerrada?
Numerosas ciudades griegas distinguen entre el tiempo
de los asuntos de los dioses y el de los asuntos de los hom­
bres. Utilizan la fórmula «en primer lugar, después de las
cosas sagradas» para indicar los asuntos «políticos» que se
debatirán con urgencia 3'4. Pero también aparece en los de­
cretos honoríficos que otorgan el derecho de ciudadanía a
algunos extranjeros elegidos: «Serán admitidos en el conse­
jo y en la asamblea inmediatamente después de los asuntos
de los dioses.» 35 Los dioses en primer lugar y entre ciuda­
danos de mayor rango, los que precisamente se reservan el
sacerdocio y las magistraturas más importantes. En Delfos,
a los ciudadanos de alto rango se les llama «demiurgos»,
«oficiales públicos» 36; son los actores de la ciudad; y en
Marsella gozan del título de timucos. Gente de noble cuna
Asuntos divinos, asuntos humanos 267

«que disfruta del derecho de ciudadanía desde hace tres ge­


neraciones» 37. En Perga, en Panfilia, el cargo sacerdotal
más relevante, el de Artemisa llamada de Perga, sólo puede
ser concedido a una «ciudadana» que resida en la ciudad y
cuyos padres hayan vivido en ella desde hace tres genera­
ciones por vía paterna y materna 38.
En el espacio político de la ciudad, que incluye los asun­
tos de los dioses y los asuntos de los hombres, las «cosas
sagradas» delimitan un primer círculo, similar al formado
en los primeros tiempos del sacrificio sangriento alimenticio
por el grupo reducido de los que consumen las visceras en
el espetón. Estos comensales escogidos, reunidos en torno
al sacrificador, tienen derecho a los órganos vitales de la
víctima, a esas partes formadas por sangre coagulada; son
los primeros en probarlas y comerlas. La sangre, por su
parte, debe salpicar el altar para los poderes divinos 39.
En el ámbito ciudadano, tan preocupado por realizar
adecuadamente los sacrificios ancestrales, el estrecho círculo
de los habitantes de primer rango se cierra alrededor de lo
que resulta ser lo primero y lo más elevado en la ciudad:
los dioses y sus asuntos. Tenemos, pues, un primer círculo
en el interior del dominio público, en la médula de lo que
los griegos del siglo V llaman «lo político» o también «los
[asuntos] políticos», los de la ciudad. Valga como prueba
un relato de Lisias, orador y rico fabricante de escudos, que
escribió más de doscientos discursos, interviniendo así en
la democracia ateniense sin haber recibido jamás el derecho
de ciudadanía 40. Por otro lado, Andócides se vio mezclado
en el escándalo de los Hermes mutilados; al ser denunciado,
denuncia a su vez; al mostrar su «arrepentimiento», se libra
de la condena pero, en virtud de un decreto para los «arre­
pentidos» de su clase, recae sobre él la atimía, es decir, la
privación de derechos. Se le impide la entrada al agora y a
los santuarios. Andócides parte al extranjero y sufre, erran­
te, el exilio. Después de la restauración retorna, y la am­
nistía le devuelve sus derechos. Pero sus adversarios le de­
nuncian y quieren que sea arrestado: Andócides tiene el
estigma de la impiedad, aunque se disponga a participar en
268 L a vida cotidiana de ios dioses griegos

los asuntos de la ciudad (politiká). «Acude al consejo, par­


ticipa en las deliberaciones sobre sacrificios, procesiones,
oraciones y oráculos» 4\ lo que exactamente constituye el
orden del día de la asamblea de las «cosas sagradas», de los
hiera, es decir, el alma de lo «político» 42.
Un largo decreto grabado en piedra a mediados del si­
glo V antes de nuestra era, que fue descubierto a principios
de este siglo en Argos, revela las decisiones de una «asam­
blea que vela por los asuntos de los dioses» 43; aquellas que
se establecen mediante un pacto entre los argivos y dos
ciudadanos cretenses, Cnoso y Tiliso. La mayoría de los
artículos fijan unos sacrificios comunes, ofrendas concomi­
tantes en santuarios paralelos, jerarquías de víctimas y de
partes distribuidas, así como la organización de los respec­
tivos calendarios. Las otras decisiones reglamentan lo con­
cerniente a la guerra, las relaciones de derecho con las otras
ciudades o las fronteras entre Tiliso y Cnoso, pero todas
ellas se toman en una asamblea que, como se señala en la
pane inferior de la estela, vela por las «cosas sagradas», que
abarcan el ámbito de los asuntos públicos.

¿Dioses dominados por los hombres?

Sería un error concluir de buenas a primeras que la ciu­


dad griega se halla, en última instancia, bajo el dominio de
los dioses. Por el contrario, la práctica de las asambleas que
ponen en el orden del día los asuntos de estos dioses podría
hacemos creer que, en cierto modo, los poderes divinos
están sometidos a las decisiones de la comunidad de los
hombres. La obligación del escriba Espensitio de redactar
para la ciudad todo aquello que concierne a los dioses y a
los humanos es acorde con el comportamiento de los legis­
ladores, en particular de aquel que mejor conocemos por
su actividad política y por los pormenores de sus leyes:
Solón de Atenas 44, quien se sentía orgulloso de haber es­
crito las leyes de la ciudad tanto para los ricos como para
los pobres en los albores del siglo VI.
Asuntos divinos, asuntos humanos 269

Cuando Solón decide publicar y poner al alcance de


todos las reglas fundamentales de la ciudad, escribe o man­
da escribir en un artefacto de madera y bronce unas pres­
cripciones referentes al sacrificio, datos del calendario, pre­
cisiones sobre el precio de las víctimas, los destinatarios, los
actores y los beneficiarios de las ceremonias del sacrificio.
Una parte importante de las «leyes de Solón» desborda el
ámbito que nosotros llamaríamos «político» en un sentido
restringido 45. Su legislación abarca los hiera, las cosas sa­
gradas, y las hósia, los asuntos civiles 46: un doble registro
perfectamente legible cuando, en el año 410, los atenienses
confían a Nicómaco, redactor que preside una comisión de
leyes, la tarea de revisar el código de Solón y de grabarlo
en un ancho lienzo del muro de la Basileios Stoá. Código
en trazos monumentales que los atenienses consideraban
como la obra de Solón 47.
Dracón, el legislador del siglo Vil, publica además de sus
famosas leyes sobre el homicidio (recogidas luego por So­
lón), unas listas de sacrificios, «leyes sagradas» y calenda­
rios de fiestas 48. Platón, el autor de las Leyes, dispone que
se instituyan todas las prácticas cultuales: los intérpretes y
guardianes de las leyes las redactarán, pero la ciudad habrá
consultado previamente al oráculo de Apolo en Delfos para
saber «cuáles serían los sacrificios más ventajosos e intere­
santes para la ciudad y a qué dioses conviene ofrecerlos» 49.
Así pues, un trabajo de comisiones y discusiones de
asamblea, ya que los asuntos de los dioses son competencia
de los ciudadanos, de todos sin excepción. Entre los años
485-484, el pueblo, el demos ateniense, decide proteger los
santuarios de la Acrópolis y en particular el Hecatómpedos:
queda prohibido llevar la olla y el fuego para el sacrificio 50.
¿Qué ocurre si se produce un reagrupamiento de habitan­
tes? Cuando varias ciudades se fusionan en una sola —como
es el caso de Mícono en el siglo III antes de nuestra era—,
la asamblea se reúne y tiene que elegir, elaborar un calen­
dario común, reorganizar los panteones locales e instituir
nuevos sacrificios, respetando sin duda la tradición, pero
también corrigiendo, «rectificando» 51. Es un trabajo del
270 L a vida cotidiana de los dioses griegos

que nos gustaría conocer las peripecias, los procedimientos


en los que intervienen expertos, las decisiones políticas, el
peso de los intereses locales, las inevitables confrontaciones
y los compromisos, es decir, todo lo que buenamente abar­
ca la fórmula «rectificar». La ciudad asevera que el nuevo
calendario de sacrificios debe ser mejor que los precedentes.
Los dioses también están informados. Incluso a veces, al
redactar los artículos sobre las fiestas y los sacrificios, la
asamblea de ciudadanos manifiesta que el reglamento no
podrá ser modificado si no se hallan presentes al menos cien
demotas (ciudadanos del demo) 52.
Es indudable que los dioses no están a merced de un
cambio de la mayoría y las guerras civiles no conducen
necesariamente a la destrucción de las estatuas de los ven­
cidos. Cualquier cambio importante tiene que estar respal­
dado por Delfos, y el oráculo mantiene un sentido de la
tradición tan fuerte como el de los consultantes que se di­
rigen a la Pitia. Pero la actividad de los hombres afirma su
autonomía sobre todo en el ámbito de los «asuntos de la
ciudad» (politiká). Ahí es donde gobierna, en tanto que en
lo relativo a los «frutos de la tierra», las simientes y las
plantaciones son los poderes divinos los que marcan el rit­
mo de los trabajos, hacen brotar y conceden con magnani­
midad el alimento o bien lo niegan a todos aquellos que
rinden culto a las Estaciones, a Deméter, las Cárites, las
Gracias o Dioniso. Según la fórmula de Jenofonte en el
diálogo El económico 53: cultivar la tierra es rendir culto a
la tierra, a los dioses protectores de los granos y frutos. El
verbo therapéuein significa al mismo tiempo cultivar y ren­
dir un culto.
En la asamblea, en el ágora, en el consejo y en el ejer­
cicio de las magistraturas, los dioses son numerosos y entre
ellos están los más insignes olímpicos: Zeus, Atenea, Arte­
misa, Hermes, Afrodita y también Apolo M. Los dioses es­
tán presentes incluso en la decisión política, pero lo están
de un modo diferente al del ámbito de la guerra o del cul­
tivo de la tierra, en donde el hombre parece sentir una ver­
dadera dependencia respecto a los poderes divinos 55. Los
Asuntos divinos, asuntos humanos 271

inventores de la ciudad son los hombres, los mortales; ellos


son quienes trazan el dominio de lo político, quienes ima­
ginan y adaptan el espacio de la publicidad y asientan pau­
latinamente la autonomía a través de instituciones, con prác­
ticas razonadas, mediante un trabajo de conceptualización
y de abstracción a un tiempo. Por ejemplo, la primera hija
de Zeus, el Fuego doméstico, Hestia, se convierte en el
Hogar común, símbolo de la ciudad, una idealidad de lo
político 56, «la propia legalidad» 57 que atrae en torno a sí
a otras figuras igualmente abstractas, las cuales imponen un
simbolismo político inédito entre los dioses familiares del
politeísmo.
Al igual que los otros poderes divinos, las figuras-sím­
bolo de lo político son parte integrante del mundo y, ade­
más, llevan la impronta del pensamiento imperante en la
ciudad. Están modeladas desde el interior, ajustadas de ma­
nera exacta a las ideas abstractas creadas por los diferentes
teóricos de los «asuntos humanos», por todas las experien­
cias sobre el gobierno de los hombres y para los hombres.
En resumen, llevar una vida de ciudadano no consiste úni­
camente en rendir un culto casi cotidiano a los dioses re­
conocidos por la ciudad, sino en formar parte de la pequeña
sociedad, intrépida e incluso temeraria, que determina el
lugar de lo simbólico desde el espacio abierto por un es­
tricto reparto, sin concesiones, entre los asuntos humanos
por un lado y los asuntos de los dioses por otro.
Los dioses de la ciudad griega no son activistas como
los de Homero, en donde vemos a tantos de ellos sufrir por
los hombres y someterse entre sí a los peores tormentos a
fin de complacer a unos pobres mortales; pero tampoco son
unos dioses indiferentes como los que imagina Epicuro, dio­
ses lejanos, aislados en su beatitud, que se contemplan a sí
mismos ignorando la agitación de los asuntos humanos. En
tanto que ciudadanos y a veces poliades, los dioses se ven
fuertemente implicados en todos los sectores de la vida hu­
mana; están asociados al conjunto de prácticas, gestos e
instituciones que forman el tejido social de la vida del ciu­
dadano. Reinan en todos los actos de la humanidad ejercí-
272 L a vida cotidiana de los dioses griegos

tándose en vivir «políticamente» en las nuevas ciudades y


en otras más antiguas; reinan pero, como muy bien se ha
dicho 58, no gobiernan.
Dos ejemplos nos permiten apreciar de qué manera in­
tervienen los poderes divinos sin que pueda hablarse de
dominio: por una parte en la identidad y la educación de
los ciudadanos y, por otra, en el campo que llamaríamos
de la sexualidad. En el primer caso seguiremos a unas di­
vinidades femeninas entregadas a la fundación, así como al
deseo de nacer de sí mismas, y continuaremos en el segun­
do con un Dioniso a quien se interroga desde su efigie en
forma de falo.
Así, pues, investigaremos esta sociedad de dioses sobre
los que cada individuo de la Antigüedad tiene una clara
visión y a quienes puede imaginar bajo la apariencia de
estatuas familiares 59, pero cuya complejidad, que ellos co­
nocen intuitivamente, no nos llega a través de ningún H o­
mero antropólogo.
CAPITULO XIV

HERA, ATENEA Y COM PAÑIA:


LA FUERZA DE LAS MUJERES

E
N la búsqueda de una ciudad y de un territorio que
reconozcan su soberanía, Poseidón sale siempre
malparado y rechazado aunque por ciertos aspectos de s
personaje divino parezca más cualificado que muchos de
sus rivales para ejercer un dominio efectivo sobre la exten­
sión de las tierras. En esa repetición cotidiana de invoca­
ciones que llegan a los altares, ¿no es acaso el dios que
tiene, que posee la tierra, el dios de extensa y firme base 2
e, incluso, el señor-esposo de la Tierra bajo el aspecto pre­
lunar de una Deméter negra, tan negra como la Arcadia de
salvajes yeguas? ¿Será quizá su inmediata naturaleza de di­
vinidad, en cierto modo genérica del basamento y del pe­
destal, un obstáculo en su carrera de dios soberano para
regentar una ciudad desde las alturas? Si bien siempre, o
casi siempre, resulta perdedor, en más de una ocasión Po­
seidón no lo pierde todo. Sus adversarios parecen incluso
estar interesados en reconocerle unos derechos sin los cua­
les ellos mismos no podrían disfrutar de las codiciadas ciu­
dades.
En dos ocasiones, en Argólide y en el Atica, Poseidón
tropieza con poderosas diosas y es vencido por las mujeres:
en primer lugar por las atenienses, mayoritarias en el efí­
mero reino de Cécrope; luego, también en Atenas, por Pra-
xítea, que no duda en sacrificar a su hija para asegurar el
274 L a vida cotidiana de los dioses griegos

triunfo de Atenea y su victoria sobre Poseidón, sometido


al culto de Erecteo, el que habita los cimientos de la Acró­
polis 3. Una vez más sale derrotado en la tierra de Argos,
y siempre por mujeres, aunque en esta ocasión vengan de
fuera para instaurar el reino de Hera *. En este caso Posei­
dón conoce otro tipo de sometimiento: el que proviene del
deseo, la persuasión y el matrimonio de mutuo acuerdo.
Seducido por la belleza de Amimone —una de las cincuenta
Danaides—, el dios de las fecundas y desbordantes aguas
pone fin a la contención que su cólera había impuesto a los
ríos de Argólide contra los primeros habitantes de la tierra
argiva cuando tomaron partido por Hera y rechazaron sus
propias pretensiones. Había provocado una extrema sequía:
todas las aguas se habían retirado a los confines de la ciudad
y su territorio; así pues, una pertinaz sequía en esas orillas
en donde Poseidón, dios de las fuentes, habitualmente hacía
brotar manantiales de aguas dulces, incluso desde el fondo
del mar, en vastos torbellinos en medio de los cuales, para
su placer, precipitaba de forma brutal caballos enjaezados.
Cuando las Danaides llegan, o mejor dicho cuando vuel­
ven al país de sus antepasados, desembarcan cerca de Lerna
y buscan inmediatamente agua, sin la cual les es imposible
hacer sacrificios a los dioses del país. Y al aventurarse en
los bosques cercanos a Argos, antaño «rica en agua» y aho­
ra sedienta, una de las hijas de Dánao, armada con una
jabalina, encuentra una cierva, apunta, falla y despierta a un
sátiro dormido en el bosque quien, a su vez, provoca la
intervención de Poseidón, que habita en las cercanías de
Lerna. Se producen reacciones en cadena. El dios de las
aguas subterráneas pone fin a la violencia: por Amimone
inventa la fórmula del contrato que une a las parejas en un
mutuo respeto. De esta manera Poseidón entra en el ámbito
de Hera, su rival en la soberanía de la tierra de Argos y al
mismo tiempo divinidad que afirma su «igualdad de dere­
chos» con Zeus, el rey de los dioses, en esta ocasión legí­
timamente tratado de compañero de lecho y no como señor
ni como déspota en el hogar. Por la gracia de Poseidón,
Amimone va a presidir las ceremonias del matrimonio, las
H era, Atenea y com pañía... 275

aguas lústrales, las fecundas aguas del territorio, asemeján­


dose a Hera, llamada en Samos «nacimiento, raíz de todas
las cosas» 5. Esa Hera tan parecida, cuando así lo desea, a
la Tierra, su cómplice a la hora de tener hijos sin la inter­
vención del macho, siendo éstos unas veces monstruosos y
otras tan perfectos como la Juventud, su hija Hebe, nacida
cierto atardecer de una lechuga tierna y jugosa 6.
Paralelamente a Amimone, otra de las hijas de Dánao
afirma, en contra de su padre, el derecho que tiene una
mujer a elegir ella misma al esposo y el derecho de amar
frente al deber de matar, de derramar sangre por mandato
del padre. Hipermestra es la única de las Danaides que la
noche de bodas con los hijos de Egipto, sus primos, se
niega a verter sangre. Se va a convertir en la primera sacer­
dotisa de la Hera de Argos, al tiempo que primera reina de
la tierra argiva: en el hemiciclo de los reyes de Argos, con­
sagrado en el año 369 por los argivos, la estatua de Hiper­
mestra precede a la de Linceo y está en segundo lugar, justo
después de la de Dánao. Los reyes del país descienden de
Hipermestra y de Linceo. Es un poder real en femenino
como corresponde a un territorio bajo la protección del
Héraion, del santuario en el que reina majestuosamente
Hera, cetro en mano, y a sus pies el lecho conyugal ador­
nado con las Cárites, divinidades del intercambio que se
enfrentan al escudo de la poliade armada, la Hera guerrera
como réplica a la Hera soberana. Y desde entonces Posei-
dón alimenta sin rencor las aguas nocturnas de Lerna ofre­
cidas a Amimone, la hermosa portadora de agua o zahori,
mientras que su fuente dedicada a las jóvenes esposas goza
tanto en verano como en invierno de un caudal siempre
idéntico. La potencia subterránea de Poseidón, liberada gra­
cias a una Danaide, va a asentar el poder de las mujeres a
través de la realeza de Hera en tierras de Argos.

Atenea misógina
En la tradición argiva las mujeres intervienen después
del juicio dictado por los dioses-ríos, mientras que en el
276 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Atica una versión parafraseada por el autor de La dudad


de Dios cuenta la acción decisiva de las mujeres cuando
toda la ciudad, en representación del primer autóctono, es
requerida para zanjar el conflicto entre los dos pretendien­
tes 7. Las mujeres se sientan junto a los hombres: así lo
quiso el primer rey del Atica, Cécrope, el de la parte infe­
rior de serpiente, representante de la más antigua autocto­
nía. Extraño mediador: mitad serpiente y mitad hombre, el
primer nacido Cécrope inventa la relación monogámica; en
vez de las confusas uniones de los animales instituye la
pareja, una mujer y un hombre; y, más aún, cada hijo se
define conociendo tanto al padre como a la madre 8.
Las mujeres poseen derechos políticos, van a la asam­
blea y votan. Cuando la progresista ciudad de Cécrope se
reúne para decidir si Atenea o Poseidón será la divinidad
poliade, los machos y las hembras se enfrentan, las parejas
se deshacen, el partido de las mujeres en bloque aprueba la
candidatura de Atenea y el de los hombres cierra filas en
torno a Poseidón. Cécrope tenía todo tan bien dispuesto
que ya había descubierto la decisión de la mayoría. Y, como
señal de asimetría, la parte femenina dispone de una unidad
más que la masculina. Atenea gana y Poseidón es vencido.
Las primeras atenienses eligen a una divinidad femenina, es
decir, a una de ellas, para ejercer la primera magistratura
simbólica de la ciudad. ¿Acaso ignoraban la profesión de fe
de Atenea que se decía «virgen sin madre», nacida «sólo»
de su padre? ¿Pensaban que esta divinidad virgen, parthé-
nos, estaba totalmente consagrada a lo femenino, encerrada
en una pura feminidad? Pero, ¿podían imaginar que la Ate­
nea surgida de la cabeza de Zeus, toda ella vestida de bron­
ce, resplandeciente de belleza guerrera, iba a proclamar ante
toda la ciudad, en otra asamblea, que ella era «absolutamen­
te partidaria del varón», salvo en el matrimonio 9, que que­
ría seguir siendo siempre virgen en ese aspecto femenino
que desea, que hace el amor, que engendra y tiene hijos?
¿O quizá se equivocaron con Atenea las atenienses de la
época de Cécrope?
Pero no sólo existe la ateniense de fuego y hielo. El
H era, Atenea y com pañía... 277

territorio de Olimpia conoce a otra en Elis, a quien deno­


mina Madre debido a circunstancias muy significativas 10.
La ciudad es destruida en una guerra y la flor de la juventud
se ve diezmada. Las ciudadanas de Elis quieren salvar la
ciudad para que renazca. Se vuelven hacia Atenea y le piden
la gracia de tener hijos tras la unión amorosa con los ma­
ridos. Y Atenea consiente sin protestar ni hacerse la virgen
mojigata. En agradecimiento recibe un santuario en el que
se le da el nombre de Madre: Atenea Métér. Hasta aquí
todo parece correcto: hacer el amor e inmediatamente con­
cebir para salvar a la patria; es la Atenea patriota. Pero
según el mismo relato, lo más extraño es que el lugar en
que las ciudadanas se unieron a los esposos recibió el nom­
bre de Placer (en dialecto, Bady), tan grande fue el goce
que unos y otras sintieron. Una Atenea sensibilizada al pla­
cer amoroso y más sensual que Hera a quien recordamos
hasta qué punto se sintió ofendida cuando Tiresias, tras su
metamorfosis en mujer, y por tanto capacitado para hablar
objetivamente, revelara la inmensa superioridad del placer
sexual de las mujeres (según sus cálculos, nueve veces ma­
yor que la de los hombres) " .
En cualquier caso, la virgen más virgen del Atica, una
vez consagrada divinidad poliade, nada va a hacer para ayu­
dar a defender los derechos de la mujer. Unos derechos
adquiridos que Poseidón enfurecido por el voto del partido
femenino va a pedir que Atenea anule en su territorio. En
La ciudad de Dios (413-426 de nuestra era) San Agustín,
parafraseando a Varrón (el escritor romano del siglo I antes
de nuestra era que da testimonio de esta versión), no deja
las cosas claras: para apaciguar la cólera de Neptuno (nom­
bre latino de Poseidón), las mujeres reciben un triple cas­
tigo. Pierden el derecho al voto; ningún hijo llevará el nom­
bre de la madre y ni siquiera serán llamadas «atenienses».
El tiempo de Cécrope ha pasado, en adelante las mujeres
están bajo el gobierno de la Virgen, «absolutamente parti­
daria del varón». Pero había otras maneras de calmar la ira
de Poseidón, por ejemplo, la que utiliza Hera en Argólida.
Y es que Atenea es misógina: lo dice y lo demuestra con
278 L a vida cotidiana de los dioses griegos

sus actos. Sólo hace excepciones con sus sacerdotisas, esas


mujeres de gran fortaleza entregadas a su persona. Como,
por ejemplo, Praxítea en una versión de la autoctonía fe­
menina escrita por Eurípides en Atenas, en el último cuarto
del siglo V.
¿Eurípides misógino o «filógino»? 12 Estos años de des­
pertar son una buena ocasión para hacer una reflexión sobre
el sexo en la mitología ,3. La cuestión se debate ampliamen­
te en un espíritu de polémica que pretende denunciar, aquí
como en cualquier parte, la injusticia cometida durante mi­
lenios contra la condición femenina. Así ocurre en el pro­
ceso del rodaballo M, con Hesíodo, la ciudad y Aristóteles,
por mencionar sólo a los principales testigos ,5. También
con el asunto de Pandora, el sueño (¿de Hesíodo o de los
griegos?) de un mundo sin mujeres. Y de forma aún más
sutil, los pérfidos machos que cuentan la historia de Atenea,
del pequeño Erictonio y de la madre Gea quieren, sin lugar
a dudas, negar a las mujeres lo poco que les queda en este
mundo masculino y pretenden despojarlas de su materni­
dad, atribuyéndosela a la Tierra «para mayor seguridad» l6.
Algunos se preguntan si el plan es bueno, y por qué poner
en escena el fracaso del deseo masculino, Hefesto confuso,
un hijo sin padre y la complicidad triunfante de las mujeres
entre sí, la Tierra, Atenea y sus tres cómplices, Aglauro,
Herse y Pándroso. Y cuando de la cabeza de Zeus hendida
por el hacha de dos filos de Hefesto-partero (la cesárea
como una hazaña de demiurgo) surge lanzando un terrible
grito la Virgen de cuerpo broncíneo, ¿hay que echar la cul­
pa, sin más, a ese dios masculino que usurpa el parto, que
hace inútil el vientre femenino, que hace de nuevo «un tre­
mendo desaire... a la maternidad de las mujeres»? 17 Estos
son textualmente los reproches que le dirige Hera a Zeus,
cuando ve que en su cabeza anida la Atenea de ojos fasci­
nantes: «¿No hubiera podido parirla yo, a quien todos los
inmortales llaman tu esposa?» La continuación del Himno
homérico a Apolo 18 cuenta cómo Hera, tan proclive a pe­
lear contra su esposo, pone en marcha unos refinados mé­
todos para procurarse una progenitura sin la más mínima
H era, Atenea y com pañía... 279

intervención de Zeus, quien queda absolutamente al mar­


gen. ¿Supone esto una evidente afrenta a la paternidad de
los ciudadanos, cuestionada en la persona del esposo
de Hera? Las lecturas de la mitología en clave de «reflejo» de
lucha de clases nunca han sido muy convincentes y aquellas
en clave de guerra de sexos no parecen ser más concluyentes.
En resumen, el análisis de los mitos es más provechoso
si se comparan previamente las distintas versiones o se con­
frontan los relatos míticos que se corresponden entre Argos
y Atenas, o incluso entre un estrato y otro de la misma
ciudad. Por ejemplo, la autoctonía ateniense en femenino
frente a la autoctonía política en masculino: la historia de
Praxítea y Aglauro frente a la de Erecteo en la misma Acró­
polis. Volveremos sobre este tema.
Desde lejos, la autoctonía parece ser una idea fija de los
atenienses que se dejan llevar por el deleite del narcisismo
y producen en el modo de oración fúnebre un inmenso
discurso repetitivo sobre el autóctono, sobre el perfecto ate­
niense «nacido de la propia tierra» de la patria, siempre
semejante a sí en la excelencia de sus virtudes y de sus
hazañas en cuanto a palabras y actos ,9. En el siglo V, en el
apogeo de su poderío marítimo y de su imperio sobre nu­
merosas ciudades aliadas que le rinden tributos, la ciudad
ateniense alcanza el punto culminante de la hipertrofia de
su egocentrismo. Llega al punto crítico.
Observándola de cerca, la autoctonía se diversifica, como
se ha demostrado 20 en múltiples versiones, en diversos pun­
tos de enraizamiento, de autóctonos sucesivos como Cécro-
pe o Erecteo el Muy-Ctoniano, el de la Ilíada a quien Ate­
nea instalara antaño en su triple santuario, llamado así por­
que la tierra de labor (chtón en griego) le concibió, lo «creó»
en su hegro vientre, esa Tierra tan llena de vida 21. Cécrope,
el rey de cola de serpiente, el anguípedo del proyecto mo-
nogámico, propone una autoctonía anterior a la de Atenea
y sitúa a la especie femenina en un lugar privilegiado frente
a la especie masculina. Existe también una distancia entre
Erecteo y Erictonio, siendo el primero la forma lingüística
abreviada del segundo, aunque de hecho Erictonio aparece
280 L a vida cotidiana de los dioses griegos
H era, Atenea y com pañía... 281
282 L a vida cotidiana de los dioses griegos

como un recién nacido en el escenario en que el hermano


persigue amorosamente a su hermana y pierde el semen en
un pasillo de la Acrópolis. Y en tanto que Hefesto desapa­
rece entre bastidores, Atenea, que se había escabullido con
presteza, vuelve a recoger en un ovillo de lana el esperma
fraterno que coloca luego en una cesta y entrega a la Tierra;
otra vez la Tierra hace lo demás, igual que cuando se lo
pide Hera. Erictonio, el pequeño autóctono entre mujeres,
entre la umbría Tierra, la sombría nodriza y las tres primas,
hermanas mayores que deben velar por él, pero sin ver ni
conocer los funestos secretos. Mientras que Erecteo, en su
regia madurez, prepara los triunfos de Atenea y las princi­
pescas fiestas organizadas en las Grandes y Pequeñas Pana-
teneas. Y observando también de cerca, aparecen las dife­
rencias entre el Agora con sus héroes fundadores abstrac­
tos, los diez Epónimos y en el mismo rango Cécrope y
Erecteo con uniforme; el Agora que no es la Acrópolis de
infancias y nacimientos reales, ni tampoco el Cerámico con
sus alineamientos de tumbas, sus sepulturas monumentales
que exaltan la dicha de morir por ella, y la patria entusias­
mada con su cosecha de muertos, de atenienses idénticos a
quienes se les ha prometido el eterno renacimiento 22.
Subiendo del Cerámico hacia la Acrópolis a través del
Agora, la autoctonía se decanta por lo masculino en polí­
tica. ¿Quiénes mueren por la Madre-Patria sino los machos
prestos a defenderla? Felizmente, Eurípides introduce la sor­
presa al imponer en la escena trágica una versión femenina
de la autoctonía ateniense. Una autoctonía para las mujeres
y por la fuerza de las mujeres, que enlaza con una parte de
la mitología sobre los orígenes de Atenas ignorada por los
bossuet de los funerales nacionales o por los portavoces del
servicio de pompas fúnebres.

Praxítea, una anti-Clitemestra

En torno al año 430 según unos y al 420 según otros


antes de nuestra era, los atenienses proyectaban construir
H era, Atenea y com pañía... 283

un nuevo Eréchtbeion en el emplazamiento del antiguo, el de


los Pisistrátidas, que a su vez era ya el tercer santuario
consagrado a Erecteo. Un verso de la tragedia escrita por
Eurípides, titulada Erecteo 23, hace alusión a un edificio de
piedra levantado en honor de Erecteo-Poseidón por deci­
sión de Atenea, una vez la ciudad había sido salvada del
peligro 24. La intriga comienza con el enfrentamiento de
Atenea y Poseidón. Las dos divinidades se disputan la Acró­
polis y los derechos sobre el Atica. La querella, al parecer
constitutiva de la afirmación de autoctonía, se inicia en el
reinado de Cécrope y se retoma bajo Erecteo 25. Según esta
versión, Poseidón dispone de una base territorial: Eleusis.
La ciudad de Eleusis está en guerra con Atenas y amenaza
la existencia de una Atenas autóctona. Los habitantes de
Eleusis se muestran tal y como son cuando recurren a unos
extranjeros, los tracios, verdaderos bárbaros conducidos por
Eumolpo, el Buen Cantor, hijo de Poseidón. Frente al otro,
a la alteridad salvaje de Poseidón y de Eleusis, Erecteo y
Atenea reafirman la identidad ateniense, su intacta autocto­
nía. Esta vez la batalla es decisiva. Erecteo quiere consultar
a Delfos: ¿cómo conseguir la victoria? La respuesta del orá­
culo es que debe sacrificar a una de sus hijas. Erecteo re­
toma a Atenas, informa a su esposa Praxítea de la exigencia
formulada por el oráculo délfico y, en total acuerdo con
ella, conduce a su hija al altar y la degüella a fin de salvar
la ciudad. La sangre se derrama. Pero las tres hijas de Pra­
xítea y Erecteo habían hecho la promesa de no sobrevivirse;
las dos hermanas de la sacrificada se degüellan 26. A partir
de ese momento el desenlace de la batalla está asegurado.
Erecteo mata a Eumolpo, se produce la confusión en Eleu­
sis y entre los mercenarios tracios, y Poseidón interviene.
El dios está encolerizado por la muerte de su hijo. Con un
golpe de tridente hiende la roca de la Acrópolis, sepulta a
Erecteo en la tierra y amenaza a la ciudad con un seísmo
devastador. Atenea se enfrenta, conmina a Poseidón a vol­
ver al mar y a contenerse con la muerte de Erecteo. Anun­
cia después a Praxítea, la única superviviente, que sus hijas,
convertidas en diosas, recibirán culto eterno en la ciudad,
284 L a vida cotidiana de los dioses griegos

que su esposo Erecteo, así mismo divinizado, se convertirá


en el Augusto Poseidón con un santuario en medio de la
ciudad. En cuanto a Praxítea, Atenea la nombra sacerdotisa
de su culto poliade. «Deseo que tú seas la primera, en nom­
bre de la ciudad, en llevar ofrendas a mis altares.» 27 Eleusis
quedará sometida a los atenienses, pero la ciudad rival ten­
drá derecho a celebrar los Misterios fundados por Eumolpo.
En esta tragedia de la autoctonía el verdadero héroe se
llama Praxítea28 más que Erecteo. Ella, reina de Atenas,
lleva un nombre casi funcional cuyo sentido proviene de las
palabras de Atenea al consagrar su estatuto de sacerdotisa
oficial: es la ejecutora de la diosa. Tanto Praxítea como las
Praxidíkai 29, Ejecutoras de la justicia, representan un as­
pecto de las Erinias-Euménides. «Deseo que se te reconoz­
ca como a mi sacerdotisa (hieréa), y seas la primera, en
nombre de la ciudad, en llevar ofrendas a mis altares.» A
ella le corresponde realizar los sacrificios públicos en nom­
bre de la ciudad, para la diosa que reside en la Acrópolis,
la Poliade. Una ciudad cuya autoctonía está proclamada por
la ejecutora de Atenea. Praxítea mantiene el discurso de la
identidad ateniense en el momento en que hay que actuar.
Erecteo ya no es el protagonista, el destino se lo lleva y la
Acrópolis se convierte en su tumba. Praxítea nombra la
autoctonía antes de encamarla en solitario. «Nosotros so­
mos autóctonos» 30, por nacimiento y por naturaleza. Un
nosotros en tanto que ciudad, una ciudad que no es como
las otras, cuyo pueblo viene de fuera y es extranjero.
Los atenienses habitan desde siempre el mismo país, ig­
noran su fundación, mientras que «las otras ciudades, for­
madas de elementos diversos como las piezas de un juego
de azar han sido fundadas por una mezcolanza de origen
dispar» 31. Sólo Atenas es una ciudad «natural», las otras
son producto del azar, de sucesivas ocupaciones, mezclas,
reencuentros, metecos de toda índole y ciudadanos «de pa­
pel») (habría que decir «de papiro») ante el público de Aris­
tófanes, que preferiría hablar en términos de «paja» y «gra­
no» 32. Por lo tanto, a su alrededor sólo habría ciudades de
paja, pobladas de inmigrados, de ciudadanos de «nombre»,
H era, Atenea y com pañía... 285

sin consistencia, que no son y que no pueden ser los ver­


daderos brotes de la tierra de la ciudad. Entre el año 430 y
el 420, Atenas está llena de no-ciudadanos que residen y
trabajan en ella; son numerosos los extranjeros que contri­
buyen con su inteligencia, creatividad, saberes y riqueza
financiera. A ellos va dirigido el discurso megalómano de
la reina de Atenas: «Quienquiera que abandona una ciudad
para ir a habitar a otra es como una pieza llevada a otra
estructura, es un ciudadano de nombre pero no lo es de
hecho [en sus actos].» 33
Praxítea habla con voz propia cuando hace semejante
elogio de la autoctonía. No es en absoluto la portavoz de
Erecteo. En calidad de reina, habla en nombre de Atenas,
con el «nosotros hemos nacido autóctonos» de los atenien­
ses. Y lo que es más, de los atenienses y de «todas las
atenienses» que por un decreto emitido hacia el 450 antes
de nuestra era tienen idénticos derechos de ejercer el sacer­
docio de Atenea Victoria, Atenea Nike 34. Praxítea sabe lo
que dice, ella proviene directamente del territorio ateniense,
es la hija de Cefiso 3S, un río del país, la hija de un padre
que con sus aguas riega la tierra ateniense. Praxítea sólo
puede ser autóctona.
Tiene que serlo para cumplir con lo que Atenea y la
ciudad esperan de su intervención: sacrificar a su propia
hija y derramar de acuerdo con Erecteo la sangre exigida
por el oráculo para salvar Atenas. Praxítea se muestra digna
de su nacimiento. Cuando Erecteo vuelve de Delfos con el
terrible oráculo, cree que Praxítea se va a rebelar, que va a
arrebatar la hija y que pondrá obstáculos para la salvación
de la ciudad. Mientras se dirige a Atenas piensa en una
solución de compromiso: la adopción de una joven que sea
la víctima requerida por el oráculo, de modo que Praxítea
no pierda una hija. Erecteo subestima la fuerza de la des­
cendiente de Cefiso, la fortaleza de la ateniense autóctona.
Praxítea denuncia la falsa ciudadanía, a todos aquellos falsos
ciudadanos que no constituyen los auténticos granos de ce­
bada, la delicada flor de la tierra. ¿Cómo es posible que un
hijo adoptado pueda sustituir a un hijo verdadero? «¿Dón­
286 La vida cotidiana de los dioses griegos

de está la fuerza de aquellos a quienes se adopta? Los frutos


de la naturaleza son más poderosos que los resultados de
las disposiciones legales.» 36 Ante la idea de que otra vida
pudiera tener el mismo valor que la sangre de su hija, Pra-
xítea se enfurece, se desata y va a demostrar a Erecteo y a
todos los ciudadanos reunidos cómo actúa una autóctona,
cómo una madre autóctona es capaz de derramar la sangre
de su propia hija y ofrecerla a la Tierra que se halla sedienta.
Praxítea es la otra cara de Clitemestra: «Yo misma daré
a mi hija para que la degüellen.» 37 Hace un elogio de la
muerte por la patria: «Sólo mi hija obtendrá la corona al
morir por la ciudad.» 38 Ella salvará «los altares de los dio­
ses y la patria» 39. Y detrás de esta patria, la reina autóctona
hace surgir a la Tierra, a Gea. La sangre vertida va a derra­
marse en la boca y en el vientre de la Tierra: «Por la tierra
sacrificaré a esta hija (kóré) que es mía sólo por naturaleza,
por nacimiento.» 40 Praxítea ocupa aquí el lugar asignado a
Erecteo en una obra cercana a Eurípides: «El ha tenido el
coraje de matar a sus hijas degollándolas para la tierra.» 41
Se trata de un homenaje ofrecido por Créusa en el lón. Y
el yo de Praxítea hace que se olvide el «nosotros los autóc­
tonos»; un yo que hace desaparecer a Erecteo como si ya
la guerra y la muerte-le envolvieran y se lo llevaran hacia
el santuario, hacia los subterráneos de la Acrópolis. Praxítea
como protagonista 42 y ya única autóctona: «Sin mi con­
sentimiento, nadie puede abolir las antiguas leyes de nues­
tros antepasados.» 43 Como reina que sabe devolver a Gea
lo que le pertenece, toma solemnemente partido por Atenea
y por la salvación de los ciudadanos, la victoria, ofrece «el
fruto de sus entrañas» 44. Unas entrañas que son también
las de Gea. El vientre de la Tierra ya no se halla sujeto
como con Atenea que juega a las nodrizas e ignora la exis­
tencia de la matriz. Praxítea y Gea están de acuerdo.

Fundadora y madre patria


Una versión, la de Demarato, llega incluso a dar a la
hija degollada el nombre de Chtonia, Hija de la Tierra, su
H era, Atenea y com pañía... 287

sangre va a salpicar el altar de Perséfone, se derrama en las


entrañas de la Tierra y llena la boca de aquella a quien se
suele llamar Kóre, la Joven 4S. Todo sucede entre mujeres.
La tierra Atica está marcada por la sangre de las muje­
res. Atenea establece las características institucionales: las
tres hermanas, enterradas juntas, serán las protectoras ofi­
ciales del territorio; como diosas, recibirán un culto seme­
jante al de las Euménides; antes de cualquier compromiso
militar, unos sacrificios sangrientos darán a la ciudad la cer­
teza de la victoria 46. Como réplica femenina de Erictonio,
ya se llamen Primera-Nacida (Prótogéneia) o Pandora 47, en
este caso joven autóctona dorada, las hijas de Praxítea tie­
nen en común una dulce muerte. La corona es para la pri­
mera degollada, a quien su madre cubre con las más her­
mosas vestiduras como si fuera a conducir una procesión,
una «teoría» de fiesta 48: va en solitario y destaca de las
demás por su excepcional gloria mientras que, según Pra­
xítea, «los hijos de la ciudad caídos en batalla comparten
con muchos otros la tumba y la gloria» 49. Es una alusión
a los funerales nacionales, al cementerio del Cerámico abier­
to democráticamente a los muertos por la ciudad, aquellos
a los que Atenas y sus oradores dedican su Epitafio, el
elogio de los autóctonos. Son, pues, tres hermanas, dos de
las cuales van a reunirse con la primera, tras haberse dado
muerte degollándose como corresponde a tan valientes au­
tóctonas. Juntas van a recibir «un nombre que será célebre
en la Hélade: los mortales las llamarán las diosas Hiacínti-
des» 50. Tendrán una hermosa muerte y recibirán la gloria
de los guerreros caídos para salvar a la patria y un culto
anual: «Es necesario que todos los años, sin que el paso del
tiempo traiga el olvido, los ciudadanos les rindan un ho­
menaje con sacrificios y víctimas sangrientas.» 51 La ciudad
entera vela por su culto: habrá coros de jóvenes mujeres y,
quizá, danzas de muchachos armados 52.
Es más, las hijas de Praxítea, en tanto que poderes gue­
rreros encargados de la defensa del territorio, deben «tener
un recinto inviolable». «Hay que impedir a cualquier ene­
migo que venga a hacerles un sacrificio a escondidas: para
288 L a vida cotidiana de los dioses griegos

ellos, esto supondría la victoria y para esta tierra la rui­


na.» 53 En esta ocasión, el ritual da lugar a una descripción
técnica: el sacrificio debe realizarse antes del compromiso
como hacen los espartanos en honor de Artemisa, aunque
en su caso se haga en el campo de batalla y a la vista del
enemigo. Atenea es muy precisa:
En primer lugar habrá que sacrificar las víctimas a las Hiacín-
tides antes de afrontar el combate con el enemigo sin tocar la viña
que da el vino y sin hacer libaciones en el fuego, sólo ofreciendo
el fruto recogido por la industriosa abeja mezclado con agua fres­
ca sacada del río 54.

Ctonia y sus hermanas se convierten en poderes de la


Tierra, en divinidades tan ctonianas como las Euménides
que sienten aversión por el vino y no quieren ninguna otra
libación que no sea de aguamiel 55. Las Hiacíntides no sus­
tituyen a las poderosas Euménides, sino que se suman a
ellas en la guerra como guardianes de la ciudad y, aunque
habitan bajo tierra, están siempre vigilantes para defender
las fronteras y prevenir las conquistas extranjeras. Las hijas
de Praxítea, ya se hallen en la Acrópolis o bien en las fron­
teras 56, están encargadas del territorio de la ciudad, el mis­
mo al que juran proteger los efebos cuando se presentan en
el santuario de Aglauro, otra autóctona situada al mismo
nivel que Cécrope y que juega a la vez el papel de Praxítea
y el de sus hijas al suicidarse por la salvación de Atenas.
La Tierra ha bebido la sangre de las jóvenes autóctonas,
pero aún exige otra víctima, Erecteo, el Muy-Ctoniano,
cuyo cuerpo apresado en la roca de la Acrópolis va a re­
forzar los cimientos de la ciudad, incluso los de su autoc­
tonía. En el preciso momento en que la fuerza de Poseidón
se desata contra el rey de Atenas, el dios marino cae en una
trampa y queda inmovilizado al servicio de Atenea, su rival,
que vence de nuevo. Poseidón, dios de los seísmos, hace
«temblar el suelo de la ciudad» 57, su tridente clavado en la
Acrópolis abre una tumba para Erecteo que es engullido
por la tierra. El Muy-Ctoniano vuelve así a las profundi­
dades de donde había nacido al convertirse en Erecteo. Ate­
H era, Atenea y com pañía... 289

nea, sin duda con la ayuda de Zeus, refrena la violencia del


dios de los mares y lo une con su víctima. «En cuanto a tu
esposo —dice Atenea a Praxítea—, ordeno que se le cons­
truya un santuario en medio de la ciudad, con un recinto
de piedra.» Y en ese santuario estarán a la vez Erecteo y
Poseidón: «Erecteo llevará el nombre de su asesino: así le
invocarán los ciudadanos cuando le inmolen hecatombes de
bueyes.» 58 ¿Poseidón-Erecteo o Erecteo-Poseidón? 59 La
primera fórmula parece se utiliza en el culto y, en general,
con la forma Poseidón y Erecteo. La segunda, inédita, im­
plica la intención de someter el asesino a su víctima 60: Erec­
teo divinizado en Poseidón y en esta ocasión dios de los
cimientos, de las inquebrantables bases, el Poseidón de
los basamentos eternamente firmes. Poseidón queda inte­
grado en la autoctonía 61.
Una autoctonía que tras la muerte de Erecteo y la des­
aparición de las tres hermanas es enteramente asumida por
Praxítea, la sacerdotisa de Atenea, que de modo tan enér­
gico ha tomado partido contra Poseidón: «Y no se verá en
las rocas de la Acrópolis, en lugar del olivo y de la Gorgona
de oro, erigirse el tridente coronado por Eumolpo y sus
guerreros tracios, ni a Palas despojada de todos sus hono­
res.» 62 La fórmula que se emplea con Praxítea, la ejecutora
de las obras de Atenea, pero a quien la diosa victoriosa
califica de «fundadora» es: «Tú eres quien ha sabido resta­
blecer los cimientos de la ciudad.» 63 La autoctonía atenien­
se, en la versión ofrecida por Eurípides, necesita ser funda­
da, afianzada y profundamente enraizada, mediante la san­
gre de los propios originarios de Atenas entregada a la Tie­
rra y el poder estabilizador del dios extranjero que parecía
amenazar la virtud autóctona de Atenea. Morir por ella, eso
es lo que la Tierra autóctona pide a los ciudadanos. Praxítea
se muestra ejemplar al sacrificar a su hija, nacida de la Tie­
rra, como ella misma surgió de Cefiso. Un homenaje ofre­
cido a las atenienses, a la fuerza de las mujeres de Atenas,
autóctonas sin complejos e incluso fundadoras de la autoc­
tonía.
290 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Una mujer a la cabeza de los efebos

Al igual que Praxítea puede encamar64 la autoctonía


ateniense cuando se dirige a los ciudadanos con la doble
autoridad de reina que sacrifica a su hija en los altares de
la Tierra y como sacerdotisa de Atenea Poliade, represen­
tante de toda la ciudad en los sacrificios públicos, otra he­
roína ateniense, madre e hija a la vez, afirma las virtudes
autóctonas de Atenas con la sangre y la guerra, pero esta
vez ejerciendo oficialmente la función de iniciadora de los
jóvenes en edad de llevar armas y convertirse en ciudadanos
adultos. Se llama Aglauro o Agraulo 65 y es una de las hijas
de Cécrope, así como la madre de los Cecrópides (hijos de
Cécrope). Si traducimos estos dos nombres siguiendo las
teorías de unos componentes etimologistas, el significado
de Aglauro será algo parecido a «Agua clara» y el de Agrau­
lo «Hija de los Campos», si bien no cultivados, e incluso
según un antiguo filólogo (llamado Tranquilo, Hesiquio),
«La que de noche duerme en los campos, en la linde de los
bosques» 66. La traducción de Agua clara, aunque adecuada
para una joven autóctona, nos aleja sin embargo de lo esen­
cial: su aspecto sombrío y violento. Dejémosle, pues, el
nombre de Aglauro para el solemne juramento de morir
por ella pronunciado por los efebos 67, pero reconozcámos­
le la pasión de Agraulo cuando se lanza desde lo alto de la
Acrópolis para salvar la ciudad.
Veamos la versión de Filocoro, autor de una atthis, his­
toriador de los orígenes de Atenas, del siglo III antes de
nuestra era. La ciudad está en guerra: Eumolpo ataca a Erec-
teo 68 —como en la historia de Praxítea 69. Una vez más el
oráculo predice que el final será desastroso si no se sacrifica
alguien por la ciudad. Según la tradición tebana, durante el
reinado de Creonte la ciudad se ve amenazada y Meneceo,
el hijo del rey, se lanza desde lo alto de las murallas de
Tebas: Tiresias predecía la victoria de los tebanos si se de­
gollaba a Meneceo en honor de Ares 70. Aglauro-Agraulo,
voluntariamente, se entrega a la muerte. Sube a la muralla
y se lanza al vacío, estrellándose en la base del muro. El
fie ra , Atenea y com pañía... 291

enemigo se aleja. En el lugar en que Aglauro-Agraulo ha


muerto, allí donde su sangre se ha derramado, los atenien­
ses levantan un altar en su honor, al pie de las murallas que
rodean la Acrópolis 71. Los efebos prestarán juramento en
ese lugar antes de partir a la guerra 72. Aglauro-Agraulo
será así la primera sacerdotisa de Atenea 73. Una heroína
que aúna en ella los dos papeles asumidos en la tragedia de
Eurípides por Ctonia y su madre Praxítea. Es otra Praxítea
que lleva las insignias de la sacerdotisa de Atenea, que pre­
feriría matarse antes de degollar a su hija junto a Erecteo.
Ya no se trata, pues, de la Tierra, ni de Perséfone y su altar,
ni siquiera de ese Ares tan presente en el mundo de Aglau­
ro-Agraulo. Sólo están los muros, la muralla, el santuario
trazado ante la puerta y la sangre exigida para proteger la
muralla. La sangre de una autóctona 74 para «restablecer los
cimientos de la ciudad», como dice la Atenea de Eurípides.
O más exactamente, para fundar Atenas y afianzarla en su
autoctonía, para establecer unas raíces de sangre en la piel
de la Tierra.
Aglauro-Agraulo, autóctona fundadora, encarna unos
valores guerreros, los de Ares y los efebos, y unos valores
femeninos, de las mujeres en sociedad, de los poderes de
fecundidad de la tierra, de las Estaciones, de los frutos y
las ramas. Aglauro y Ares forman pareja 75. Son las prime­
ras divinidades a quienes la sacerdotisa de Aglauro dirige
los «sacrificios de entrada», en el mes que precede a Boe-
dromión (septiembre-octubre), cuando empieza el servicio
de los efebos 76. Aglauro es la esposa de Ares 77, y guerrera
desde tiempos inmemoriales, incluso «antes de la guerra de
Troya». De ello da testimonio un santuario en Salamina,
ciudad chipriota fundada en el siglo XI antes de nuestra era,
cuya importante muralla hoy en día ha sido exhumada. En
Salamina, «la más griega de las ciudades de Chipre» según
¡Sócrates (436-338 antes de nuestra era) 78, Agraulo preside
junto con Atenea un ceremonial sangriento de efebos 79: un
hombre empujado por los efebos entra en el santuario; per­
seguido, da tres vueltas al altar corriendo. El sacerdote de
Agraulo le clava entonces la lanza en la garganta 80: muerte
292 L a vida cotidiana de los dioses griegos

guerrera en honor de Agraulo. El cuerpo, colocado en la


hoguera ya dispuesta, se consume por el fuego. Más tarde
Diomedes ocupará el lugar de Agraulo, pero un Diomedes
de Ares, homólogo de la heroína que reúne en su santuario,
hoy localizada al este de la Acrópolis y próximo al Prita-
neo, a los poderes de la guerra, tanto los antiguos, Enio
con Enialio 81, como Ares formando pareja con Atenea
Aréia 82. Una Atenea de Ares como existe un Ares de Agrau­
lo. Agraulo de los efebos, de los jóvenes camino de la edad
adulta, la ciudadanía en armas, pero también una Agraulo
de las mujeres. Aquella por quien las mujeres casadas suelen
jurar 83, singularmente cuando se encuentran entre sí, con
ocasión de la fiesta de las Tesmoforias. En esta festividad
de la que los varones están excluidos, las mujeres forman
una efímera ciudad, ofrecen sacrificios sangrientos y fingen
tener el dominio de las armas, las armas del sacrificio —o
las de la guerra que bien podrían manejar a su antojo 84.
Por lo tanto, Agraulo está en el ritual de sacrificios jun­
to a las mujeres activas, en tanto que madre o hermana de
Pándroso, a su vez estrechamente vinculada a Atenea 85.
Pándroso es otra Cécropide, la primera tejedora de lana y
de vestimentas para los hombres 86 y quien les encamina
hacia la vida cultivada, de la misma manera que las muje­
res-abeja, las Damas Mélissai del Deméter Tesmófora, ofre­
cen la miel y los vestidos tejidos para cubrir la desnudez y
para establecer nuevas relaciones entre los sexos 87. Al igual
que Agraulo al ofrecer su vida por la tierra ática propone
a cada efebo un modelo de comportamiento, Pándroso y
con ella la Kourotróphios, la que hace crecer a los jóvenes,
son poderes femeninos que inventan el primer núcleo de
cultura, a semejanza de los precursores masculinos más co­
nocidos, como Erecteo y Cécrope, el que tiene la parte
inferior de su cuerpo de serpiente.
En su santuario eminentemente político, Aglauro orga­
niza en torno a sí a una doble serie de divinidades. Una de
ellas está volcada hacia la guerra, la otra hacia la fecundidad
y el esplendor del territorio. El brillo de Aglauro se nutre
de la violencia dirigida hacia el agresor. Cuando la sacer­
H era, Atenea y com pañía... 293

dotisa de Agiauro efectúa los sacrificios llamados de entrada


en función 88, empieza por invocar a Agiauro y a Ares, la
pareja guerrera. Después se vuelve hacia el Sol, Helios, las
Estaciones, HÓrai, Apolo y los otros dioses «según la cos­
tumbre ancestral». El Sol y las Estaciones disponen todo el
tiempo de la Tierra, otorgándole sus más hermosos frutos:
los atenienses les hacen conjuntamente sacrificios en mayo
y en octubre y les ofrecen carnes hervidas en vez de asadas,
ya que, según nos cuenta un liturgista griego, al estar pro­
tegidos los frutos de la tierra (también llamados hórai como
las Estaciones) de la sequía, alcanzan la madurez bajo el
efecto de un calor moderado y de lluvias regulares 89. Apo­
lo, el siguiente en la lista, ocupa también un lugar preemi­
nente: reina en las asambleas, protege las puertas de la ciu­
dad y defiende el territorio. El propio reparto entre dioses
de la guerra y divinidades de la tierra fructífera ordena la
sucesión de los poderes invocados por los efebos cuando
pronuncian en el recinto de Agiauro el juramento de de­
fender con las armas el territorio de la ciudad, a sus habi­
tantes y a sus dioses 90. Un juramento que coloca a Agiauro
en primer lugar, incluso antes que el Hogar común, antes
de Hestia, la Dama del Pritaneo, del centro político en don­
de comienza el servicio militar de los efebos. Después de
Agiauro y de Hestia viene un grupo compacto de divini­
dades de la guerra. En cabeza se halla el sector femenino
con una pareja arcaica: Enio flanqueada por Enialio. Les
siguen Ares y la Atenea de Ares, Atenea Aréia. Ares no es
un desconocido en Atenas, y la guerrera Enio, la Belona
romana, tenía una estatua en el santuario de Ares, curiosa­
mente al lado de Atenea y de Afrodita, en el ágora de Ate­
nas 9I. Detrás de la Atenea de Ares aparece Zeus abriendo
el paso al cortejo de las Estaciones, llamadas Thalló, «la de
las ramas», AuxÓ, «la del crecimiento» y Hégémóné, «la
que conduce». Zeus no tiene atributos, pero bien puede ser
el Olímpico, el Zeus del cielo y del agua del cielo; el Cto-
niano, el dios del suelo y de la tierra que asegura la subsis­
tencia; y, finalmente, el Poliéus, el dios de la ciudad política
como réplica de Hestia y de Atenea Poliade.
294 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Hégémóné, «la que conduce» cierra el cortejo de las


Estaciones y precede directamente a Heracles, seguido de
los «Límites de la patria», pues está en calidad de protector
de los efebos, así como del Apolo que aleja el peligro, de­
fendiendo el territorio y su integridad precisada por los
Límites y que reparte igualmente las riquezas que aportan
las Estaciones, los campos y los vergeles cargados de frutos.

E l recorrido de los santuarios

Aglauro desde su tumba, desde su santuario situado muy


cerca del Pritaneo, vela por el servicio militar impuesto a
los jóvenes que van a llevar una vida de ciudadanos. El
servicio de los efebos se inicia en el Pritaneo y termina en
la Acrópolis 92. Los sacrificios comienzan bajo el signo de
Hestia, del Hogar común y de los dioses que le son fami­
liares y terminan con los consagrados a tres divinidades
femeninas: Atenea que reside en la Acrópolis, la Poliás; la
Kourotróphos, es decir, la Nodriza de los jóvenes, similar a
la Tierra que aporta el sustento; y Pándroso, la tejedora, la
Cecrópide que inaugura para los efebos el ámbito de la vida
cultivada 93, como la Poliade Atenea les asegura el ejercicio
de la ciudadanía, en potencia y en actos. Probablemente los
efebos prestarán juramento a Aglauro a la salida del Prita­
neo, en el santuario que se encuentra a dos pasos del de
Hestia 94. Allí es donde reciben sus armas. En la tercera
etapa, los efebos dirigidos por el KosmStCs, el «director»
elegido para ir a la cabeza de la promoción, hacen «el re­
corrido de los santuarios» 95. ¿En qué orden? ¿Cuál será el
recorrido? ¿Se trata de santuarios urbanos o suburbanos, de
campo o de las fronteras? Los espartanos tienen una cere­
monia semejante, pero la reservan para el hombre mayor de
sesenta años y de mayor mérito, al último senador elegido
en el Consejo de los Ancianos, la Gerousía. El nuevo se­
nador, coronado y en cortejo, iba de santuario en santuario
acompañado de multitud de jóvenes que le colmaban de
cumplidos y alabanzas y de un séquito de numerosas mu­
H era, Atenea y com pañía... 295

jeres que proclamaban sus méritos y celebraban su compor­


tamiento con cánticos 96. Por su parte, los jóvenes de la
ciudad ateniense hacen un primer recorrido para reconocer
a los dioses, los de la ciudad y los del conjunto del terri­
torio 97, pero ellos van solos, sin corona y seguramente a
paso gimnástico. Aquí vemos a los efebos ofrecer sacrificios
«a los dioses del Atica* 98, y en esta ocasión se hallan en
«las fronteras», en esos «Límites de la patria» invocados en
su juramento.
Durante todo el servicio militar —tiempo en el que se­
rán llamados perípoloi" , «los que van en torno*— los jó­
venes de Agraulo van de fiesta en concurso, de sacrificio en
procesión, participando cada semana a lo largo de todo un
año en las fiestas en honor de los dioses, en el orden que
marca el calendario ,0°. A partir de mediados de septiembre
y sin tregua, recorren los caminos del panteón: en honor
de la Artemisa de Maratón, la Virgen de los confines, los
jóvenes armados, con los músculos tensos y al borde del
vértigo compiten en carreras; para la Joven y la Madre en­
colerizada, Core y Deméter, se trasladan los «objetos sa­
grados» de Eleusis a Atenas, en el Eleusinion, y luego en
sentido inverso, siempre armados, pero coronados en esta
ocasión con mirto fresco y provistos de trozos de carne
para reponer fuerzas; en honor de la Madre de los dioses
se celebra la fiesta de las Galaxias, como alusión a la leche
(puesto que es bebedora de leche); le ofrecen una phiálé, la
copa para las libaciones. Después viene Teseo, con más ca­
rreras, las Oscbophória: en ellas hay que llevar corriendo
unos sarmientos cargados de racimos de uvas y el más rá­
pido recibe a la llegada la codiciada mezcla de aceite, vino,
miel, queso y harina de cebada. Un recorrido que va de
Dioniso a la Atenea de los bosques bajos, la Skirás. Sin
olvidarnos de los Epitáphia, los muertos en la guerra, con
servicios fúnebres y un desfile en impecable orden. No hay
que engañarse: para inculcar la disciplina y los buenos mo­
dales hay un director a la cabeza (el kosmStés) y un censor
detrás, el sOphronistes, uno por tribu, diez en total, quienes
con largas y flexibles varas en la mano se encargan de im­
296 L a vida cotidiana de los dioses griegos

buirles el concepto de sOphrosynS, el superarse, el dominio


de sí mismo, la espina dorsal del ciudadano. Un ejercicio
favorito de los discípulos de Aglauro es el que consiste en
coger entre varios un buey, un toro o una vaca y levantar
al animal, cargarlo a hombros vivo o casi vivo y entregarlo
así al cuchillo degollador, todos en orden y uniformados,
hasta que la sangre les salpica y cesan los estertores de la
bestia 101. Tras el sacrificio vienen las felicitaciones del cen­
sor, del director y en una inscripción sobre piedra queda
grabada la satisfacción de los pedagogos por tan hermoso
sacrificio.
Y una vez más Dioniso con las procesiones nocturnas,
la estatua, el viejo ídolo que se traslada desde el altar lla­
mado eschára hasta el teatro; las Dionisiacas en El Píreo,
las fiestas llamadas Leneas y las grandes Dionisiacas urba­
nas, con procesiones en las que se exhibe el falo para Dio­
niso, enorme, solemne, antes de los concursos, tragedias y
comedias.
El calendario los arrastra: Artemisa a orillas del mar,
Salamina después de Maratón, regatas y sacrificios; después
Ayax y el Zeus que hace retroceder al adversario, el Zeus
Trofeo, Tropáios (del verbo trépein, dar la vuelta). Y Ayax
con su estatua de hoplita armado sobre un lecho, y nueva­
mente más carreras, «largas carreras» y más concursos nava­
les.
Las fiestas de Atenea, las de Zeus, ya sea el Salvador o
no. Y a veces los jóvenes, con ocasión de un ritual más
«político», más esencial para la ciudad, aparecen como si ya
estuvieran integrados, con el estatuto que obtendrán a su
regreso, al final del servicio. Es la fiesta de las Venerables,
las Semmái theái, las Euménides, antiguas divinidades de la
colina de Ares, en donde se asienta el Areópago, el consejo
nocturno de la ciudad. Las Euménides, en este culto, beben
la leche que se deposita en los vasos; se alimentan de sucu­
lentos pasteles de harina preparados por los más destacados
de los efebos. Tortas de la Tierra hechas por los hijos de la
Tierra: las Viejas Damas de la colina, en esta merienda fa­
miliar no quieren en torno suyo más que a hombres libres
Ayax persigue a Casandra que busca la protección de Atenea abrazando
su efigie. Copa, pintor de Kodros, 480 antes de J. C. Museo del Louvrc,
París. F. Lauros-Giraudon.

y mujeres libres, y de irreprochable reputación. Ningún es­


clavo debe estar presente 102, y no hablemos de los extran­
jeros. La vieja Atenas abre las puertas a sus hijos. Los hijos
de Aglauro pueden subir a la Acrópolis y ofrecer por fin
los sacrificios de clausura a la tríada femenina que les espe­
ra: Atenea Poliás, la Kourotróphos y Pándroso, la buena
tejedora. Son recibidos con los brazos abiertos. Los valien­
tes autóctonos están de vuelta, debidamente instruidos so­
bre la configuración de la sociedad de ios dioses, sobre las
298 L a vida cotidiana de los dioses griegos

principales modalidades de inscripción de los poderes divi­


nos en el espacio social de la ciudad y, cómo no, sobre el
papel eminentemente activo que tienen en el reino de Ate­
nea las diosas, las heroínas o simplemente las mujeres.
CAPITULO XV

U N FALO PARA DIONISO

E
N la Grecia politeísta, los dioses forman una so­
ciedad, están organizados, tienen áreas de compe­
tencia, privilegios que los otros respetan y saberes o pode
res que se ven limitados por los de sus allegados o asocia­
dos. En cierto modo, en el panteón existe una división del
trabajo: cada uno de los dioses ha recibido unos «trabajos»,
un área de acción. A veces globalmente, sin más precisión
que las obras de la guerra para Ares o el himeneo, el ma­
trimonio, para Afrodita Pero un poder divino en un pan­
teón tan estructurado no puede confundir su radio de in­
tervención: más allá del matrimonio, Afrodita reina sobre
el placer sexual (en griego apkrodísia), sobre el acto de «ha­
cer el amor» (aphrodisiázein) 2, sobre los cuerpos que se
funden y sobre los seres vivos que se ven abocados a en­
trelazar 3 sus miembros, sus formas, ya pertenezcan al mun­
do de los animales o a la especie humana. También está la
Afrodita armada, la potencia uraniana, la divinidad negra
asociada a las Erinias, a las fuerzas de la venganza y a los
poderes del destino, las Moiras; por no hablar de la Afro­
dita barbuda que aúna los dos sexos. Aparición ésta muy
inoportuna en la escena del matrimonio, en el ámbito ins­
titucional en el que, por otra parte, Afrodita está celosa­
mente custodiada, ya que comparte el área conyugal con
otras ocho o nueve divinidades presentes en la ocasión, bajo
300 L a vida cotidiana de los dioses griegos

la altiva vigilancia de Hera y del Zeus de Hera, quienes


juntos actúan de oficiantes con las vestimentas de ceremo­
nia 4.
Una primera forma de definir la presencia de los dioses
en la extensión de la vida social consistiría en elegir una
institución como la del matrimonio y medir diferencialmen­
te la parte que corresponde a cada uno de los dioses en los
esponsales desde los primeros hasta los últimos gestos. Cada
divinidad se vería así analizada en su modo de acción espe­
cífico, el cual, a su vez, sería contrastado en todos los cam­
pos de la actividad humana desplegados por la sociedad
griega. La ausencia de dioses que cabría esperar en el marco
de una institución también debería ser significativa: así, en
las ceremonias del matrimonio, un discreto Dioniso parece
sin embargo merodear por los alrededores.
Otro procedimiento puesto en práctica con éxito por
Georges Dumézil consiste en confrontar 5 un objeto con­
creto con una serie de poderes, incitados a reaccionar, a
ofrecer un medio de aproximación con el objeto, una forma
de verlo y de conceptualizarlo. Por ejemplo, el caballo, el
carro y el bocado: Atenea y Poseidón son divinidades re­
lacionadas con el caballo y el carro, pero no los utilizan del
mismo modo. Atenea actúa mediante el bocado, interviene
en el dominio del caballo y del carro por una parte a través
del instrumento técnico con el que se maneja al animal y,
por otra, por el ajuste de piezas de madera que dan forma
al vehículo; mientras que Poseidón se manifiesta en la fo­
gosidad, en el poderío inquietante o incluso incontrolable
del caballo, criatura que surge de las aguas que brotan o
que nace como una fuerza de la Tierra. Así pues, son dos
poderes del caballo, pero uno más ecuestre y la otra más
caballuna 6.
Se trata también de confrontar un objeto concreto o una
parte del cuerpo: el pie, la cabeza o el corazón. O bien el
falo, el órgano sexual viril, a la vez objeto fabricado y cuer­
po-objeto eminentemente cotidiano y singularmente presen­
te en el centro de una.configuración compacta de poderes
divinos. En primer lugar, Dioniso lleva el falo en procesión;
Un falo para Dioniso 301

Afrodita, sin embargo, estará directamente implicada por su


nacimiento: ella toma forma, la admirable forma de su cuer­
po femenino, en el semen, en el esperma que brota del
miembro de Urano, cortado por Crono bajo la instigación
de la todopoderosa Gea 7. Junto a Afrodita, y muy vincu­
lado a ella en el ritual del matrimonio, está el Hermes vo­
luntariamente itifálico, en forma de pilar dotado de un sexo
en erección; y muy próximos a ellos Príapo y el dios Pan:
Príapo, el más pequeño de los dioses, provisto sin lugar a
dudas del mayor pene 8 y Pan, el macho cabrío con silueta
humana que ataca a sus víctimas con un falo dispuesto a
penetrarlas, un dios con una sexualidad tan violenta que
podía volver itifálica a toda la población masculina de una
ciudad 9.
Como podemos ver, Dioniso no tiene el monopolio del
falo en el panteón griego. Incluso algunos expertos llegan
a decir que «en el origen» el falo nada tiene que ver con
é l 10. En efecto, en sus representaciones el dios no se mues­
tra nunca itifálico ni se confunde con los Sátiros de su cor­
tejo. Lo que ocurre es que Dioniso es el único dios que se
manifiesta por y a través del pene, cuya representación fi­
gurativa ocupa un lugar central en su culto y en sus fiestas
más importantes. Aparecer en forma de falo e instituir para
toda la ciudad la procesión del falo: es evidente que Dio­
niso tiene algo que decir sobre el pene, sobre cómo, en
tanto que dios, actúa mediante y sobre el falo y cómo uti­
liza unas estrategias sexuales con unas Ménades obstinada­
mente castas, unos Sátiros de exuberante energía sexual y
con el placer de ambos sexos en la vida cotidiana.
Hagamos un breve comentario sobre las Faloforias «po­
líticas», es decir, las procesiones del falo organizadas por la
ciudad y por todos los ciudadanos, incluidas las ciudadanas.
El falo se lleva a plena luz y de manera oficial durante las
Grandes Dionisiacas de marzo-abril n , después de las Dio-
nisiacas del Campo en diciembre, seguidas de las Leneas en
enero-febrero y de las Antesterias en febrero-marzo. Un
Dioniso invernal en los albores de la primavera y evanes­
cente en verano. Las Grandes Dionisiacas son fiestas urba-
302 L a vida cotidiana de los dioses griegos

ñas 12 que atraen a multitud de gente, tanto más cuanto que


los concursos de ditirambos y las representaciones de tra­
gedias se suceden durante cuatro días. En Atenas y en Dé­
los, las Faloforias dan lugar a grandes preparativos. Los
aliados de los atenienses, colonias como la de Brea en Tra-
cia, tienen que contribuir con un falo para Dioniso en las
Grandes Dionisiacas 13. Al igual que en las Panateneas, de­
ben ofrecer a Atenea, la que reside en la Acrópolis, un buey
y una panoplia. Panateneas y Dionisiacas son dos festejos
de igual importancia, en los que el falo es para Dioniso lo
que para Atenea es el armamento guerrero y el más grande
animal de sacrificio.
El falo se fabrica, es un trabajo de carpinteros que uti­
lizan madera, cola y clavos. La contabilidad de Délos nos
ofrece pieza por pieza los elementos y su precio desde el
año 321 hasta el 169 antes de nuestra era. Es el falo de la
Independencia. Se presenta en forma de pájaro cuya cabeza
y cuello están reemplazados por un pene. Un pájaro-falo
pintado al encausto e instalado sobre un carro que debe ser
equilibrado con plomo M. En las Dionisiacas rústicas, el
falo se vuelve pedestre y es de tamaño inferior. El pájaro-fa­
lo de Dioniso recién pintado y cuidadosamente instalado
está dispuesto para su aparición. El día señalado, va a des­
filar ante toda la ciudad escoltado en particular por las jó­
venes de buena familia que hacen el oficio de canéforas, es
decir, las que llevan los cestos del sacrificio ,5.
El pájaro-falo en honor de Dioniso es un objeto autó­
nomo; es sin duda un pene, pero está provisto de alas y no
es nunca un sexo que prolonga la forma corpórea de un
dios. Esta diferencia la señala Herodoto en sus observacio­
nes. Probablemente los egipcios fueron los primeros en co­
nocer a Dioniso. También ellos tenían ceremonias para Dio-
niso-Osiris, al igual que los griegos, pero con la diferencia
de que en lugar de pasear unos falos como los helenos, las
mujeres egipcias llevaban en procesión unas estatuillas arti­
culadas que movían con cuerdas y cuyo miembro viril se
agitaba vigorosamente; un pene que, por otra parte, era tan
largo como el resto de la estatuilla 16. A este desproporcio-
Un falo para Dioniso 303

El falo de la Independencia (hacia el 300 antes de nuestra era). Monu­


mento dedicado por un corega en Délos. Aquí en forma de pájaro-falo,
tal y como iría en procesión anual entre la gente de Délos. F. Ro-
ger-Viollet.
304 L a vida cotidiana de los dioses griegos

nado sexo montado sobre un Dioniso-Osiris, Herodoto hu­


biera podido llamarlo Príapo, tal y como el que aparece en
Lámpsaco un siglo más tarde.

L a epifanía del falo

La invención de la «procesión del falo» se realiza a con­


secuencia de una aparición de Dioniso, en griego llamada
epidemia, «llegada al país». Dioniso se presenta como un
dios que llega, surge e irrumpe, descubriendo el vino en el
país de Icario o en la ciudad ateniense del rey Anfictión.
Precisamente, en los dos relatos que nos han llegado, «trans­
portar el falo» tiene lugar entre la epifanía en el país de
Icario (desventurado viticultor víctima de un vino puro) y
la llegada de Anfictión a la mesa, quien va a conocer de
labios de Dioniso las reglas del buen uso del vino, es decir,
cómo se hace la mezcla exacta del agua y el vino puro 17.
Veamos el primer relato ,8. Una pequeña ciudad en los
límites del Atica que se llama Eleuteras; un mediador lla­
mado Pegaso emprende el camino hacia Atenas llevando
bajo sus brazos la «estatua» de su dios, embajador y misio­
nero de Dioniso, aquel que cada año durante las Grandes
Dionisiacas se traslada en una capilla-altar por los caminos
de Eleuteras para ser de nuevo transportado al teatro de la
ciudad por los efebos de servicio. La primera vez Pegaso es
mal recibido; los atenienses apartan la vista, por lo que
Dioniso se enfurece terriblemente. Su cólera es negra como
la camisa de piel de cabra que lleva cuando se muestra como
Melánaigis a las hijas de Pegaso, dios imberbe, ceñido de
cuero negro *9; cólera que trae consigo una enfermedad ful­
minante para estos desvergonzados y que afecta al órgano
sexual masculino. Es una enfermedad ineluctable, ya que
ningún remedio puede calmarla. Inmediatamente consulta­
do, el oráculo de Delfos les comunica que la curación sólo
será posible si las gentes del Atica «llevan» al dios con to­
dos los honores correspondientes a su rango. En seguida
los atenienses se ponen a «construir», a «fabricar» falos,
Un falo para Dioniso 305

bien de uso público o privado, para rendir homenaje al dios


con estos objetos que conmemoran lo que habían padecido.
Por tanto, un Dioniso encolerizado porque no se le rin­
de culto y que elige el miembro, la verga, para que lleguen
a comprender cuál es el símbolo con el que quiere que se
le honre. Una vez reconocido, las gentes del Atica le erigen
falos como «homenaje» al dios, imitando del modo más
verosímil la «efigie» (ágalma) que Pegaso llevara desde Eleu-
teras. Un Dioniso doblemente insólito. Un dios descono­
cido que, además, se aparece en forma de verga solitaria que
se revelará soberana. La estatua consagrada por el culto re­
produce a veces fielmente la epifanía que lo inicia. Así, cuan­
do Dioniso se aparece a los pescadores de Metimna como
una máscara de madera que surge del mar, pretende que le
rindan culto bajo esta apariencia. El propio dios elige su
efigie 20.
¿Una estatua de Dioniso en forma de falo? Las inscrip­
ciones de Délos dan testimonio de ello, ya que el pájaro-
falo, clavado, pegado y debidamente pintado para el día de
la procesión, aparece en los libros del santuario de dos ma­
neras: a veces como «efigie» (ágalma) para Dioniso y otras
como «efigie» (ágalma) de Dioniso 21. Es un hecho cono­
cido desde hace mucho tiempo que en las mismas piedras
grabadas «efigie» (ágalma) alterna con phallós 22. El falo
para Dioniso, fabricado por las colonias y los valiosos alia­
dos, es por tanto el falo de Dioniso o, incluso, el propio
Dioniso como miembro viril.
La segunda versión habla de Icario 23, campesino de Ate­
nas, que fue el primero en recibir una cepa de viña y en
dar generosamente a conocer a su entorno la nueva bebida.
El vino puro resulta prodigioso, pero los bebedores caen en
un sueño tan profundo que sus compañeros, nada más lle­
gar al banquete, los dan por muertos. Acusan a Icario y le
matan a golpes. De nuevo Dioniso se encoleriza. Esta vez
es el propio dios quien llega en persona bajo la turbadora
apariencia de un joven en la flor de la vida. Los campesinos
de Icario se vuelven locos de deseo por Dioniso, «deseo de
hacer el amor con él. Les incita incluso a seducirle, a vio­
306 L a vida cotidiana de los dioses griegos

larle». Después y de repente, Dioniso desaparece, se vuelve


invisible, y la gente de Icario, una vez que el joven les ha
prometido satisfacer sus deseos, llegan al cénit de la excita­
ción arrastrados por sus impulsos. Cuando el hermoso Dio­
niso desaparece, «se quedan así, para siempre, inundados
por una pulsión erótica inextinguible debida a la cólera de
Dioniso». Se ven obligados a acudir a Delfos, donde el orá­
culo les ordena «fabricar figurillas de barro cocido que con­
sagran para salvarse a sí mismos y poner así término a la
locura, la manía que les poseía». Como en la primera ver­
sión, Dioniso se apacigua cuando se le ofrecen unos falos,
unos sexos viriles autónomos y no unos cuerpos tensos por
la erección.
Pero, una vez más, Dioniso enfurecido vuelve a atacar
el sexo de los hombres haciéndoles padecer la violencia de
una pulsión erótica que nada puede calmar. Dioniso desen­
cadena en el país de Icario una verdadera locura sexual: los
machos, único objeto de su resentimiento, están poseídos
por un deseo detenido en el más alto grado de excitación.
Una verdadera locura sexual. Semejante estado —dicen los
médicos griegos— ya nos es conocido: pathologia sexualis.
Se presenta bajo dos formas clasificadas como «priapismo»
y «satiriasis» 24: satiriasis cuando uno se entrega al acto se­
xual con un desgaste infinito, seguido de un goce desme­
surado, excesivo, llegando hasta el agotamiento mortal; pria­
pismo cuando hay un aumento permanente de la verga sin
placer sexual. El miembro está paralizado, sin posible vo­
luptuosidad. Es una verga de madera seca. Al sufrimiento
se añade la impotencia.
Así pues, tanto Príapo como los Sátiros son evocados
cuando se saca a colación la locura sexual enviada por Dio­
niso, un dios ciertamente rodeado de falos en erección, los
de los Sátiros o los asnos de su séquito, si bien él mismo,
en las imágenes, no se muestra nunca provisto de un sexo
erecto ni a fortiori de un falo descomunal. Dioniso no se
confunde con los Sátiros de orejas puntiagudas, colas de
caballo y sexos tan largos como los de los asnos. En las
vasijas, éstos se lo pasan en grande, se masturban, copulan
Un falo p ara Dioniso 307

con animales, agreden a las mujeres sorprendidas en el sue­


ño, las Ménades que, por otra parte, se defienden con fuer­
za. En los laterales de las copas y de los vasos se representa
un verdadero teatro de falos-objetos: bastón-falo, jabalina-
falo, tirso-falo, toda clase de instrumentos fálicos manipu­
lados pero igualmente autónomos, ya que están dotados de
un ojo situado en el glande: el ojo del deseo y de la vida,
de la fuerza animada del falo 25.
En cuanto a Príapo, menos cercano a Dioniso que los
Sátiros, también conocemos su ficha descriptiva 26: dios pe­
queño, feo, deforme, antropomorfo puro sin rasgos de bes­
tialidad, es un niño con cabeza de viejo afligido por un sexo
monstruoso, tan largo como el resto del cuerpo, por lo
demás tan inútil como doloroso. En su breve biografía, Pría­
po se cruza en más de una ocasión con Dioniso, pero para
diferenciarse más de él. Nace del vientre de Afrodita, en
algunas versiones seducida por su padre, aunque bien podía
ser la amante de Adonis o incluso de Dioniso. Hera, siem­
pre vengativa, toca el vientre preñado de Afrodita, augu­
rando al niño una perfecta monstruosidad. Afrodita se re­
tira a Lámpsaco, a orillas del Helesponto, y da a luz un
pequeño monstruo que de inmediato repudia. Pero las mu­
jeres de Lámpsaco no piensan igual que ella y sólo tienen
ojos para el niño y su miembro. El joven Príapo «con su
enorme instrumento» parece dispuesto a responder a las
solicitudes y a «engendrar ciudadanos». Es un sexo fecun­
dante al servicio de la patria. Los maridos ponen algunas
pegas, Príapo tiene que exiliarse y las mujeres, como es
lógico, deshechas en lágrimas, se vuelven hacia los dioses y
les suplican que acudan en su ayuda. Entonces es cuando
una grave enfermedad se abate sobre el sexo de los ciuda­
danos de Lámpsaco. Según el oráculo, la enfermedad sólo
cesará si Príapo retorna a su patria, pero deberá limitarse a
ser el «dios de los jardines», si bien con templos y sacrificios.
He aquí a Príapo encargado de alejar a los ladrones y
en general el mal de ojo, y de asegurar en el huerto la
fecundidad antes prometida a la población. El «gran instru­
mento» que le ha dado la Naturaleza gracias a Hera no
308 La vida cotidiana de los dioses griegos

conocerá ni placer ni satisfacción mesurada. Es un sexo pa­


ralizado en el mismo priapismo con el que quisiera castigar
a los despreciables maridos de sus admiradoras. Condenado
al continuo fracaso amoroso, impotente y estéril, Príapo se
ve abocado a la función de jardinero hipocondriaco, con­
minado a la vigilancia de un bancal de hortalizas y destina­
do a padecer esa vergonzosa enfermedad que revela su feal­
dad eterna 27. Príapo no será jamás el rival del alegre Falo,
que camina «bien erguido» detrás de la joven que dirige el
cortejo en las Dionisiacas campestres 28. ¡Nada de Falofo-
rias para Priapón! Y la distancia entre él y Dioniso se ahon­
da de manera definitiva. Probablemente, la enfermedad se­
xual provocada por Príapo en Lámpsaco era un pseudopria-
pismo, mientras que la locura fálica desencadenada por Dio­
niso, lejos de ser la satiriasis del entorno, permitía entrever
el poderío de un dios que se manifiesta a través del falo.

Dioniso en conejo. Le precede un sátiro tocando el gargavero. El dios


con una crátera en la mano camina con paso apresurado, y tras él dos be­
bedores tienen que sujetarse mutuamente. Crátera, pintor de Gotinga,
490 antes de J. C. Museo Nacional, Tarento. F. A. Held-Anephot.
Un falo p a r a Dioniso 309

E l corazón y el miembro viril a l margen de la erótica

£1 epidémico Dioniso no escatima las más variadas epi­


fanías. Sin embargo, cuando aparece repentinamente jamás
elige la locura afrodisiaca, el delirio erótico, aunque dicha
locura exista precisamente en las regiones de Grecia donde
Dioniso va a perturbar a la población femenina. Así en la
Argólide, las hijas del rey Preto caen en el «desenfreno»:
desnudas y locas de amor corren por los campos. Pero la
responsable de su delirio es una Hera irritada por las burlas
de que es objeto por parte de las Prétides 29. Dioniso, en
la Argólide, transforma a las mujeres en Ménades, las ex­
pulsa de la ciudad, hace que griten el evohé, el grito dio-
nisiaco, y que practiquen la oribasía, la carrera por los mon­
tes, aunque no llega a afectar su comportamiento sexual.
Las hijas de Eleuter se parten de risa al ver a Dioniso con
camiseta negra: están atacadas de «locura», pero nada tiene
que ver con la erótica.
Las Bacantes y las Ménades no conocen el delirio sexual
ni en los relatos ni en las imágenes. Las vasijas áticas las
representan castas y púdicas, cultivando la «moderación»,
la sabiduría de la que hacen alarde en una escena de Las
bacantes de Eurípides. La Ménade es, así mismo, una mujer
sobria, ebria de Dioniso pero no de su bebida; es semejante
a esas mujeres que escancian el vino en los vasos dionisiacos
y que dejan apreciar las manipulaciones del divino licor en
torno o delante de un Dioniso-pilar con máscara y vesti­
menta 30. Las Ménades podrían entrar en trance ante el falo
erguido de Dioniso o por Dioniso, pero nunca (en la do­
cumentación que tenemos hasta la fecha...) se convierten en
«bacantes» poseídas por Dioniso mediante el sexo, ya sea
el del dios o el suyo propio. La erótica en Grecia no es un
medio de salir de sí mismo ni tampoco el camino utilizado
por la posesión dionisiaca.
El Dioniso-pilar de cuerpo truncado afirma su presencia
con la mirada y con la cara vuelta hacia el espectador o
hacia las Ménades que giran 3I. No tiene sexo y ningún falo
se dibuja bajo su ropaje, mientras que el Hermes-pilar de
310 L a vida cotidiana de los dioses griegos

forma cuadrangular (trívializado como bermés) que los P¡-


sistrátidas regalaran a la ciudad de Atenas exhibe un hon­
roso falo en erección, de tamaño proporcionado al cuerpo
humano, sin ningún parecido con ese falo largo como un
día sin pan que ostenta Príapo el calvo. Un Príapo a quien,
evidentemente, no se suele invitar a las ceremonias del ma­
trimonio, en tanto que Hermes acude presuroso y llevando
a Afrodita en su carro. Es el dios que conduce a la despo­
sada a casa del marido, quien le hace atravesar el umbral y
la introduce en la alcoba nupcial: como mensajero es quien
inspira las palabras amorosas y seductoras a los recién ca­
sados, como inventor del fuego por frotamiento de dos tro­
zos de madera es un dios muy presente en el intercambio
sexual que favorece la cohabitación de lo femenino y lo
masculino en torno al mismo hogar, en el espacio que com­
parten Hestia, Hermes y Afrodita.
Dos vasos con dos figuras representadas exhiben la pre­
sencia cultural del falo. En uno de ellos, una pequeña cotila
de Munich 32, un sexo de gran tamaño, con el ojo abierto
en el glande, se levanta junto a una mesa de ofrendas cuya
altura llega a triplicar. Por otra parte, un ánfora con figuras
negras que está en el Museo Nacional de Atenas 33 muestra
a dos Sátiros ejecutando una danza alrededor de un sexo en
progresiva erección que parece despertarse en un decorado
arborescente de viñas y racimos. Una epifanía del falo, del
dios-falo, acompañada por la danza de dos compañeros de
Dioniso; en la escena también aparecen dos Sátiros: uno
con una gran cítara de siete cuerdas y el otro itifálico salu­
dando la erección del dios-objeto.
Como en los pasos a nivel, un falo puede no dejarnos
ver otro. El sentido del falo de o para Dioniso hay que
buscarlo, en primer lugar, en el discurso autóctono, en la
semántica griega del falo, en las configuraciones específicas
de Dioniso y, en particular, en la fisiología que despliega
el poder propio del «hijo de Sémele», como le gusta llamar­
se a este dios cuando se muestra. Sus apariciones y sus
epifanías lo demuestran: es tan aficionado al vino que mana
como a brincos 34. Dioniso preside la ceremonia en la que
Un falo para Dioniso 311

brota el vino puro en la fiesta que se le dedica en el país


de Elis, cuando las Dieciséis Sacerdotisas le invocan bajo la
forma del toro «que brinca». Es la fiesta de la Efervescencia
(Thyia), porque los calderos sellados se llenan de repente,
sin ninguna intervención, de un vino espumoso y burbu­
jeante. Como un fuego líquido, el vino nuevo brota de las
cubas; pero el mismo dios del vino puro reina en la sangre,
en el burbujeo de la sangre que, de manera privilegiada,
habita en el cuerpo de la Ménade. Desde Homero, la Mé­
nade es una mujer de «corazón palpitante», es la que se ve
arrojada fuera de sí misma, lejos de la ciudad, a la montaña.
La Ménade sometida a Dioniso brinca, se ve transportada
por una efervescencia interna que tiene su foco en el cora­
zón, en el órgano desbordante de sangre, la parte del cuer­
po femenino enteramente poseída por la sangre más violen­
ta. Las Ménades llevan el nombre de Thyades y son exac­
tamente las Efervescentes.
En la tradición biológica a la que pertenece el modelo
fisiológico del dionisismo, el corazón 35 inaugura la vida, es
el primero que nace en cada ser viviente y, sin embargo, el
último que muere cuando la vida se retira del cuerpo. La
teología de los órficos, los discípulos de Orfeo, cuenta cómo
Dioniso, el niño dios degollado por los Titanes, escapa a la
completa destrucción gracias al corazón, la única parte del
cuerpo que no le ha sido devorada y de la que va a renacer
el dios, lo que demuestra que Dioniso se reconoce particu­
larmente en el órgano de la sangre, una sangre palpitante y
efervescente. El corazón está dotado de autonomía, como
insiste Aristóteles en su Tratado sobre el movimiento de los
animales-, es algo vivo y autónomo, con sus movimientos
espontáneos y una vitalidad autóctona 36. Pero no es la úni­
ca parte del cuerpo que goza del privilegio de una vida
autónoma; también está el falo, otro órgano vivo que se
pone en movimiento sin que lo dirija el intelecto, que au­
menta y disminuye de volumen, se contrae y alarga y posee
en sí, al igual que el corazón, un «humor vital». Su auto­
nomía estalla en «el poder del esperma que brota de él como
si fuera un animal» (la fórmula es de Aristóteles) 37. El falo
312 L a vida cotidiana de los dioses griegos

significa el «poder generador», como escribe Jámblico en el


siglo IV de nuestra era en su trabajo De los misterios 38, al
interpretar la costumbre de erigir falos en las fiestas de Dio-
niso y, en particular, en las Dionisiacas de marzo-abril,
cuando la tierra empieza a llenarse de savia, de jugos y
humores, cuando llega la consagración de la primavera y
ante los Sátiros saltarines se despierta el falo-Dioniso.
El falo y el corazón encarnan el mismo poder de Dio-
niso, de idéntica naturaleza que el brotar del vino puro.
Que no sufra el corazón de las feministas: Dioniso, que
ama y deja en tan buen lugar a la Ménade (cuando, en
cambio, siempre bestializa el cuerpo masculino), no ha op­
tado por el sexo masculino en contra del de las mujeres.
Dioniso no puede confundirse con un vulgar falócrata, pues­
to que el falo manifiesta la «potencia vital» de la Naturaleza
y no pertenece a ningún cuerpo macho. El falo trasciende
el cuerpo, va más allá de la sexualidad humana, como la
fuerza del vino puro desborda los límites del banquete y la
crátera compartida por bebedores e invitados. El día del
falo Dioniso muestra su omnipotencia; para la ciudad en­
tera representa el espectáculo de la fuerza vital que riega la
Naturaleza, las plantas, los árboles y los seres vivos, cua­
lesquiera que sea su sexo y los pormenores de sus relacio­
nes. Otros habrán de ser quienes las determinen 39.
NOTAS

IN TRO D U CCIO N

' H. LEFEBVRE, La Vie quo- se refiere al día concluido, pero


tidienne dans le monde modeme, también al hecho de realizar un
París, 1968 (después de varias programa cada mañana; JÁMBLI-
obras iniciadas en 1946 sobre este CO, Vie de Pytbagore, 256 (ed.
mismo argumento). L. DEUBNER, pág. 138, 4).
2 Id. op. cit., págs. 60-61. 7 SÉ N E C A , Cartas a Lucilio,
1 Lo cotidiano vuelve rápida­ 82
mente tras cualquier fracaso re­ * Cf. en general, S. A C C A M E,
volucionario, como señala H. L e ­ «La concezione del tempo nell’e-
febvre , op. cit., pág. 149. tá omerica ed arcaica» (1962),
4 J. Starobinski , «El orden continuando en Gli albori delta
del día», en Le Tempt de la ré- critica 2, N á p o l e s , s . d . ,
flexion, IV, 1983, págs. 101-125; págs. 299-355.
«Tiempo del día, tiempo de la fe­ 9 Id. ibid., pág. 312.
licidad», Studi filosofía, I, Ñapó­ 10 O disea, c a n to X V I l i ,
les, 1978, págs. 7-18; «Los días v. 136-137.
plurales de Ronsard», Mélanges 11 Odisea, canto X X I, v. 85: la
J.-P. Vernant, París, EHESS, gente vulgar es la que tiene ante
págs. 407-433; y también otros sus narices los ephéméria.
muchos artículos. 12 Efímero, sometido al día,
* M. FOUCAULT, «La Escri­ marcado por el cambio cotidia­
tura de sí mismo», en Corps écrit, no. Cf. H. F raenkel , «Man’s
5. L’Autoportrait, París, 1983, “ Ephemeros” Nature according
págs. 3-23. to Pindar and others», en Tran-
6 Examen de conciencia que sactions and Proceedings of the
314 L a vida cotidiana de los dioses griegos

American Philological Associa- 17 Esto cantan las Musas en


tion, 77, 1946, págs. 131-145. torno a Apolo (Himno homérico
13 C f. E . DEGAN1, Aión da a Apolo, v. 186 y ss.) a quienes
Omero ad Aristotele, Padua, también debemos la despectiva
1961. manifestación de la ¡liada, can­
M H e s ÍO D O , Fragmentos, 1, to XXI, v. 462-466.
v. 6-8 (ed. West-Merkelbach). 18 H ero d o to , I, 131.
15 ¡liad a, c a n t o X X I , 19 Este bosquejo de la socie­
v. 464-466. dad olímpica fue presentado en
16 P ÍN D A R O , Nemeas, v i, el Grand Atlas des religions por
v. 1-10. GlULIA SlSSA, París, 1988.

CAPITULO 1

1 A l p a r e c e r , la le c tu r a p ú b li­ mero refuta lo que afirma el se­


c a d e p o e m a s h o m é r ic o s fu e in s ­ gundo, es decir, que la sociedad
titu id a en A t e n a s en el s ig lo v i homérica estaba regida por valo­
p o r el tir a n o H i p a r c o , h ijo d e P i- res morales. Otra vía que tampo­
Hipparque
s ís t r a t o ( P s. P L A T Ó N , co seguiremos es el plantearnos
oh l’homme áspide, 2 2 8 b ). la intervención personal de una
2 ¡liada, canto II, v. 13-15. divinidad con un héroe, como
3 ¡liada, canto I, v. 2. hace J . STRAUSS C LA Y , ( The
4 ¡liada, canto I, v. 44-45. Co­ Wrath of Athena. Gods and Men
mo punto de partida tenemos que in the Odyssey, Princeton Uni­
precisar que en esta obra no va­ versity Press, Princeton, 1983). Si
mos a tratar el inmenso proble­ quisiéramos indicar una perspec­
ma de la libertad de los hombres tiva de aproximación con la que
en relación con los dioses y por nos sintiéramos afines, sería con
lo tanto una ética griega en ma­ la de J . G r if f in , «The divine au-
yor o menor medida garantizada dience and the religión in the
por unos principios de justicia di­ ¡liad», Classical Quarterly, 28,
vina. N o entraremos, pues, en el 1978, págs. 1-22. En efecto, se
debate que enfrenta a A. W. W. trata de volver a leer la ¡liada des­
A D K IN S, («Homeric gods and the de el punto de vista de los dioses.
Valúes of Homeric Society», Como dice GRIFFIN muy opor­
Journal of Hellenic Studies, 92, tunamente, estamos convencidos
1972, pág. 10 y ss.) con H. de que: «sólo a la luz de la na­
L L O Y D - JO N E S (The Justice of turaleza y la perspectiva de los
Zeus, University of California dioses es inteligible la vida huma­
Press, Berkeley, Los Angeles- na, y la concepción de la vida y
Londres, 1971), en el que el pri­ la muerte que caracteriza a la ¡lia­
N otas 315

da es el corazón poético del poe­ 6 Este aspecto de la vida de


ma y de su grandeza» (pág. 6). los dioses será tratado en el capí­
5 El Olimpo no es un lugar tulo V, Deleitarse con la felicidad
vacío. Muestra unos atributos fí­ de vivir.
sicos: se dice que es escarpado 7 S e g ú n F . B R A U D E L , La
(¡liada, canto V, v. 367,868), sur­ dynamique du capitalisme, P a r ís,
cado por precipicios (litada, can­ 1 9 8 5 , p á g . 1 7 , é s te d e b e s e r el
to I, v. 499; V, v. 754), que se alza p la n te a m ie n to d e u n h is t o r ia d o r
con muchas cumbres de diferen­ a t e n to a la h is t o r ia m a te r ia lista .
tes alturas (¡lia d a , canto V, * A p o l o d o r o , Biblioteca,
v. 753). A veces se ve cubierto de II, 4 -5 .
nieve (litada, canto I, v. 420), a 9 ¡lia d a , canto XIX,
pesar del clima inmutablemente v . 9 5 -1 3 3 .
sereno que se le atribuye en la 10 H e s ÍO D O , la Teogonia,
Odisea (canto VI, v. 41-46). Ro­ v . 3 9 -4 1 .
deado de muros (¡liad a, can­ 11 S o b r e lo s e f e c t o s a v e c e s
to VIH, v. 435) y abierto con b e n é fic o s d e l o lv i d o , v é a s e N .
puertas al exterior (¡liada, can­ L o r a u x , « E l o lv i d o e n la c iu ­
to Vlll, v. 11), hay que imaginar­ dad», Le Temps de la réflexion,
se el espacio habitado por los dio­ I , 1 9 8 0 , p á g s . 2 1 3 -2 4 1 .
ses como un conjunto de mora­ 12 A r ist ó t e l e s , la Metafísi­
das. La de Zeus sirve para las ca, 7, 1072b; 1704b. Podríamos
asambleas y los festines, mientras continuar con la comparación en­
que las casas individuales no tie­ tre Hesíodo y Aristóteles. Así
nen en apariencia más función como para el autor de la Teogo­
que la de acoger a su propietario nia, la felicidad que las Musas
para dorm ir (¡lia d a , canto 1, aportan a los hombres es de idén­
v. 607). Hay un personal que tra­ tica naturaleza que la que cono­
baja: el médico, Peón (¡liada, cen los dioses, con la salvedad de
canto V, v. 899); una criada para que está sometida a una duración
todo, Hebe, que a veces hace las intermitente y efímera, así tam­
funciones de doncella (¡liad a, bién el autor de la Moral a Nicó-
canto V, v. 905) y otras de pala­ maco escribe que «si bien los dio­
frenero (¡liada, canto V, v. 722); ses pasan toda la vida en una per­
un heraldo, Iris, que es enviado fecta felicidad, la existencia de los
con regularidad a cumplir misio­ hombres no conoce ese estado
nes con los interlocutores huma­ más que en la medida en que pre­
nos; unos conserjes, las Horas senta algún parecido con una ac­
(Hórai) «a ellas está confiado el tividad de ese tipo» (X , 8). Y en
espacioso ciclo y el Olimpo para su obra la Metafísica precisa este
remover o colocar delante la den­ pensamiento diciendo que: «Su
sa nube» (¡lia d a , canto Vlll, vida (el principio que determina
v. 393-395). el movimiento del mundo) alean-
316 L a vida cotidiana de los dioses griegos

za la más elevada perfección, pero 16 Ibíd., pág. 14.


nosotros no la vivimos sino por 17 Ibíd., pág. 13.
poco tiempo, lista vida, en efec­ ,s R. B a r t h e s , Mythologies,
to, siempre la tiene él (lo que para París, 1957.
nosotros es imposible) ya que su 19 R. B a r t h e s , Le Plaisir du
goce es su propio acto.» (7, texte, París, 1973, pág. 85.
1072b.) 20 Ibíd., pág. 85.
13 A r i s t ó t e l e s , la Metafísi­ 21 F . BRAUDEL, La Dynami-
ca, 1000a. Hesíodo y los otros que du capitalisme, pág. 13.
mitológicos «consideran que los 22 M . de CERTEAU, L'Inven-
principios han nacido de los dio­ tion du quotidien, Arts de faire,
ses y dicen que los seres que no París, 1980.
han probado el néctar y la am­ 23 P. RlCOEUR, Temps et ré-
brosía han nacido mortales [...] cit. III Le Temps raconté, París,
Si los dioses prueban estos bre­ 1985. «Lo cotidiano no se limita
bajes en función del placer, el a producir imágenes caídas, sino
néctar y la ambrosía no son en que también funciona como un
absoluto la causa de su ser; si por recuerdo del horizonte [...] del
el contrario los toman en función mundo, que el subjetivismo de
de su ser, ¿cómo podrían ser eter­ los filósofos de las vivencias —y
nos unos dioses que necesitan ali­ también (añadiríamos nosotros)
mento?». la tendencia intimista, incluso del
14 H e s ÍO D O , la Teogonia, propio Heidegger, de todos los
v. 793-804: «Cualquiera de los análisis centrados en el scr-para-
inmortales, dueños del nevado la-muerte— pone en peligro de
Olimpo, que vierta este agua (la perder de v ista.» (Pág. 119,
del Estige) para cometer perjurio, nota 1.)
permanece yaciendo sin respira­ 24 Iliada, c a n t o V, v . 3 3 0 - 4 3 0 .
ción un año entero. La ambrosía 25 U. ECO, Apostille au Nom
y el néctar no llegan ya a sus la­ de la rose, París, Livrc de poche,
bios para alimentarle. Se queda 1988, págs. 45-46. El salgarísmo,
yaciendo sin aliento y sin voz so­ es decir, el hecho de escribir
bre una alfombra como lecho; como Salgari, autor de novelas de
una cruel torpeza le envuelve. aventuras para la juventud, con­
Cuando después de un largo año siste en aprovechar un momento
se terminan estos males, aún se le del relato y una circunstancia de
imponen otras pruebas más du­ la intriga para introducir explica­
ras. Durante nueve años queda al ciones didácticas: «Los persona­
margen de los dioses que gozan jes de Salgari huyen por el bos­
de vida perenne, sin participar en que, acorralados por los enemi­
sus consejos ni en sus festines.» gos y tropiezan con una raíz de
15 F . BRAUDF.L, La Dynami- baobab: en ese momento el na­
que du capitalisme, pág. 13. rrador interrumpe la acción para
N o ta s 317

damos una lección de botánica puesto que se presta al arte del


sobre los baobabs.» (Pág. 46.) El comentario.
autor de El nombre de la rosa 26 C f. J. PEPIN, Idees g rec~
precisa cómo ha conseguido evi­ ques sur l'homme et sur Dieu, Pa­
tar este procedimiento que, por rís, 1971, pág. 3.
el contrario, nosotros seguiremos

CAPITULO II

1 lita d a , canto VIH, q u ilo en re la c ió n c o n lo s u s o s d el


v. 143-144. té r m in o en la c o le c c ió n h ip o c r á -
2 li t a d a , c a n to V I I I , t ic a » , Revue des études anciennes,
v. 201-211. Un día Hera propone 83, 1981, p á g s. 3 3 5 -3 5 4 ; B . Z a n i-
a Poseidón formar una coalición N IQ U IR IN I, «Ichdr, il s a n g u e d e -
entre todos los olímpicos contra g li d e i » , Orpheus, IV, 2 , 1983,
Zeus quien les prohíbe tomar p á g s . 3 5 5 - 3 6 3 ; N . LO R A U X , « E l
pane en los combates de la gue­ c u e r p o v u ln e r a b le d e A r e s » , Le
rra de Troya. Zeus se quedaría Temps de la réflexion. V il, 1 9 8 6 ,
en ese caso solo y aislado, alimen­ p á g s. 3 35-354.
tando sus penas. Poseidón se nie­ 10 ¡liada, c a n t o X IX , v . 1 0 5 .
ga, alegando que Zeus es mucho 11 ¡liada, c a n t o X IX , v . 102.
más fuerte. litada, canto X X I, 12 ¡liada, c a n t o XVI, v . 7 8 9 -
v. 192 y ss. Zeus demuestra que 805.
es mucho más fuene que todos ¡liada, c a n t o X III, v . 6 8 - 7 1 .
13
los dioses-ríos. ¡liada, c a n t o XVIII, v . 3 2 1 ;
14
3 ¡lia d a , c a n t o XX, Odisea, c a n t o X IX , v . 4 3 6 .
v. 367-368. 15 ¡liada, c a n t o XVII, v . 4 4 7 .
4 ¡lia d a , c a n t o XVII, 16 ¡liada, c a n t o V, v . 4 4 0 -4 4 2 .
v. 446-447. 17 ¡liada, c a n t o III, v . 3 8 6 -
5 ¡lia d a , c a n t o XXIV, 398.
v. 525-526. 18 ¡liada, c a n t o XIV, v . 15 9-
6 ¡liada, canto I, v. 588; can­ 160.
to XIX, v. 8. 19 ¡liada, c a n to XIV, v . 170-
7 ¡liada, canto v, v. 331-351. 177.
8 Detalle muy significativo; 20 Odisea, c a n t o VI, v . 2 2 0 -
no es el consumo de carne lo que 224.
produce sangre en los mortales. 21 ¡liada, c a n t o I, v. 3 1 4 .
9 ¡liada, canto V, v. 339-342. 22 Odisea, c a n t o VI, v . 9 6 ;
Véase sobre esta cuestión j . 220.
JOUANNA y P. DEMONT, «El 23 ¡liada, c a n t o XIV, v . 178-
sentido de ichdr en Homero y Es­ 186.
318 L a vida cotidiana de los dioses griegos

24 ¡liada, canto XIV, v. 187- meditas cuanto te place. Mas aho­


188. ra mucho recelo en el fondo de
25 ¡liada, canto XIV, v. 214- mi alma (katá phréna) que te
217. haya seducido Tetis, la de los ar­
26 Himno homérico a Afrodi­ gentados pies, hija del anciano del
ta, v. 34-39. Sobre el conjunto de mar.»
este texto, véase el excelente es­ Pecho (stéthos): ¡liada, can­
tudio de A. T. L . B E R G R E N , «The to X X , v. 20-25. Poseidón le pide
Homeric Hymn to Aphrodite. a Zeus detalles sobre sus planes y
Tradition and Rhetoric, Praise éste le responde: «Comprendiste,
and Blame», Métis, 1989. Poseidón, que bates la tierra, el
27 El poder ejercido por un designio que encierra mi pecho
dios se vuelve a veces contra él, (en stethesi houlé) y por el cual
como hemos podido observar a os he reunido: me preocupo por
propósito de Ares. El más vio­ ellos aunque van a perecer. Yo
lento de los olímpicos parece que me quedaré sentado en la cumbre
se expone especialmente a los del Olimpo y recrearé mi corarán
efectos de la guerra, a las heridas (phrén). Y los demás id hacia los
e incluso al peligro de muerte. Cf. teucros y los aqueos, y cada cual
N. LORAUX, «El cuerpo vulnera­ auxilie a los que quiera, según le
ble de Ares», Le Temps de la ré- dictamine su juicio (noüs).»
flexion, Vil, 1986, págs. 335-354. Corazón (kér): ¡liada, can­
28 ¡ l i a d a , c a n to x iv ,. to I, v. 569. Hera, contrariada por
v. 293-294. Zeus, guarda silencio, refrenando
29 ¡ l i a d a , c a n t o X I V , el coraje de su corazón (phílon
v. 314-328. El dulce placer kér). Canto XXIV, v. 423: Hermes
(glykys hímeros) se apodera de habla de Héctor como de un
Zeus (hairéó) literalmente c o m o hombre querido por el corazón
se apodera (hairéó) de Anquises. (kér) de los dioses.
10 ¡liada, c a n to 111, 24 Otro florilegio verdadera­
v. 441-446. mente ejemplar: ménis, el rencor,
21 Odisea, canto V , v. 213. es justo la primera palabra de la
32 Odisea, canto V , v. 215- ¡liada, como si la cólera de Aqui-
220. les coincidiera con el objeto del
23 N o daremos aquí más que poema. Sin embargo es otro mé­
unos cuantos ejemplos elegidos nis, el de Apolo, el dios enfure­
en función de su importancia na­ cido (canto 1, v. 9) que desciende
rrativa. Diafragma (phrén): ¡lia­ del Olimpo con «el corazón irri­
da, canto I, v. 551-556. Hera pide tado» (choómenos kér: canto I,
a Zeus que le explique sus pla­ v. 44) el que determina el primer
nes: «N o será mucho lo que te suceso relatado: la lluvia de fle­
haya preguntado o querido ave­ chas criminales que hacen estra­
riguar, puesto que muy tranquilo gos en el campamento de los grie­
N otas 319

gos (canto I, v. 75). El rencor, nos: ¿cómo conciliar la cólera de


que no califica específicamente a Dios con su perfección? Lactan-
uno u otro olímpico, se presenta cio no dudará en reanudar la po­
en cualquier dios a quien se ofen­ lémica contra las ideas de los epi­
de con un olvido de los hombres cúreos (un dios debe quedarse
(canto V, v. 178). Ménos, el furor, impasible) para justificar las iras
es el atributo de Ares (can­ del Padre (La Cólera de Dios).
to X V III, v. 264). Cbóómenos, 36 La voluntad de Zeus dirige
irritado, está Zeus cuando Hera todo el desarrollo de los sucesos
le engaña al retrasar el nacimien­ que conciernen a los dioses y a
to de Heracles: «Un dolor agudo los hombres. En cuanto a su in­
aquejó a Zeus en el diafragma. Oe teligencia, noüs, cf. litada, can­
repente, cogió a Error por la ca­ to X X , v. 25.
beza de brillantes trenzas, con el 37 Iliada , c a n t o VII, v . 2 5 .
corazón irritado (chóómenos 38 ¡liada, c a n t o VIII, v . 6 .
phresí).» Ochthetn, enfurecerse, 39 ¡liada, c a n t o X X , v . 3 2 .
se aplica a todos los dioses reu­ 40 ¡liada, c a n t o II, v . 3 - 5 .
n idos en asam blea (canto I, 41 ¡Hada, c a n to II, v . 8 1 4 ; c an ­
v. 570). t o XIV, v . 2 9 1 ; c a n t o X X , v . 7 4 ;
3S litada, canto I, v. 35. La O disea, c a n to X , v. 3 0 5 ; c an ­
irritación caracteriza en particu­ t o XII, v . 6 1 .
lar a los dioses soberanos y pa­ 42 Himno homérico a Afrodi­
ternales. Esto planteará un difícil ta, 1 1 3 -1 1 6 .
problema a los teólogos cristia­

CAPITULO III

1 Odisea, c a n t o VI, v . 4 2 -4 6 . da, canto i, v. 606 cuando los


2 ¡liada, c a n t o XI, v . 1-2. dioses se recogen.
3 ¡liada, c a n t o XIV, v . 2 5 9 . 6 Odisea, canto III, v. 1-3.
4 ¡liada, canto I, v. 605-611. 7 ¡liada, c a n t o XVIII, v . 2 3 9 -
5 Así termina una tarde de 242.
festín en la morada de Ulises, en 8 ¡liada, c a n to XVI, v. 2 3 3 y
Itaca: «Los otros se entretenían, ss.
para esperar la noche, con los pla­ 9 ¡liada, canto X IX , v. 98 y ss.
ceres de la danza y las alegres can­ 10 Odisea, canto X X , v . 2 4 1 -
ciones; todavía se divertían entre 2 4 5 . Pcnélope se ha echado a los
las sombras del atardecer; por fin brazos de Ulises cuando por fin
todos volvieron a sus casas para le ha reconocido. «La Aurora de
acostarse.» Este último verso es rosados dedos les hubiese encon­
literalmente idéntico al de la ¡lia ­ trado llorando si Atenea, la diosa
320 L a vida cotidiana de los dioses griegos

de ojos glaucos, no hubiese alar­ e Hiperión. La Aurora, unida a


gado la noche que cubría al mun­ Astreo, engendró los Vientos, los
do. Retuvo a la Aurora a orillas Astros y la Estrella de la Mañana
del Océano, cerca de su trono de (371-374). Por lo tanto, el Día se
oro, impidiéndole uncir a su ca­ halla entre los hijos de la Noche
rro los veloces corceles que lo con todo aquello que, para He-
arrastran para llevar la luz a los síodo, constituye el desgraciado
hombres.» Plasticidad, pues, del destino de los mortales. La idea
tiempo mensurable que aquí tam­ de que el Día haya sido engen­
bién se halla en función de la drado por la Noche y sea nieto
preocupación y el deseo. Atenea del Caos original se ajusta muy
esperará a que la pareja de aman­ bien a la sombría imagen con que
tes haya gozado de los placeres Hcsíodo presenta el tiempo coti­
del amor, se haya relatado sus diano en su obra.
respectivas pruebas y disfrutado 16 Veamos algunos ejemplos:
finalmente del sueño, para des­ «alejar el día de (a esclavitud»
pertar a la Aurora y dejarla rea­ (litada, canto Vi, v. 463); «Qui­
lizar su viaje cotidiano (344-348). tar el día de la libertad» (canto VI,
11 litada, canto XIV, v. 243- v. 455). Un guerrero pelea por
248. «apartar el día implacable» (can­
12 ¡liada, canto XIV, v. 260- to VIII, v. 484). Pero el «día fatal»
261. llega por sí solo (Odisea, canto X ,
13 O v i d i o , Las metamorfo­ v. 175).
sis, canto XIII, v. 581-582. 17 litada, canto V ill, v. 71-72.
14 Ibíd., 591-592. En la cos­ 18 EPICURO, Carta a Hero-
mología dramática de la litada, el doto, 76. Epicuro, para evitar
Sol que se sumerge con su carro cualquier confusión entre el fun­
en el Océano atrae a la negra N o­ cionamiento del mundo y la vida
che. Cf. A. BA LLA BR IG A , Le So- cotidiana de los dioses, recordará
leil et le Tarare, París, 1987. que: «En las cosas del cielo, no
15 H E S ÍO D O , la Teogonia, hay que pensar que movimiento,
123-124: «Del Abismo (Caos) na­ trópicos, eclipse, amanecer, atar­
cieron Erebo y la negra Noche. decer y fenómenos de esta índole
Y de la Noche, a su vez, surgie­ se han iniciado durante el ejerci­
ron el Eter y el Día a quienes cio de una persona que aseguraba
concibió en su amorosa unión o debía asegurar el orden al tiem­
con Erebo.» El Día no pertenece po que gozaba de la incorrupti­
a la misma descendencia que las bilidad unida a la completa feli­
divinidades encargadas de produ­ cidad —ya que los asuntos, las
cir la duración cotidiana median­ preocupaciones, las pasiones y los
te sus desplazamientos en el cie­ amores no se llevan bien con la
lo. El Sol, la Luna y la Aurora felicidad, sino que todo ello s.e
nacieron del matrimonio de Tía desarrolla en la debilidad, el mié-
Notas 321

do y la necesidad del prójimo—, mete al Sueño su agradecimiento


como tampoco hay que pensar a ♦ para siempre». Pero el Sueño,
la inversa que, aun siendo una desconfiando de ese siempre de­
concentración de fuego, unos se­ masiado igual, le recuerda a la
res que gozan de la mayor felici­ diosa una fecha concreta, «el día
dad puedan decidir un día por un en que» por haber adormecido a
acto de voluntad crear los movi­ Zeus sufrió las más terribles re­
mientos que vemos.» Existe in­ presalias (canto XIV, v. 235-276).
compatibilidad entre la felicidad 20 O V ID IO , Las metamorfo­
y el movimiento físico o psíqui­ sis, I, 168-171.
co. En este sentido, ARISTÓ TELES 21 Sin duda fastuoso, pero
afirmaba que: «Dios siempre ex­ apenas más lujoso que la morada
perimenta un placer simple y úni­ de un rey humano, como la de
co, puesto que el acto no consis­ Menelao en Esparta, por ejemplo.
te únicamente en el movimiento, «Bajo los altos techos del ilustre
sino también en la ausencia de Menelao parecían resplandecer el
movimiento y el placer se baila sol y la luna.» Unos huéspedes
más bien en el descanso que en el de paso, Telémaco y Pisístrato,
movimiento* (Moral a Nicóma- están maravillados. El primero
co, V il, 14). susurra al oído del compañero:
19 Todos los dias: émata pán- «¿Te has fijado, hijo de Néstor,
ta. Algunos textos, como el que amigo queridísimo del alma, en
citamos al principio de este capí­ el fulgor del oro, la plata, el elec­
tulo (Odisea, canto VI, v. 42-46), tro, el bronce y el marfil bajo las
incitan a pensar que los dioses vi­ altas techumbres? ¿Tiene Zeus
ven sumergidos en una beatitud más esplendor en su morada
ininterrumpida tal y como los olím pica?» ( O disea, canto IV,
imaginan Píndaro y Hesíodo an­ v. 71-74). Menelao, al sorprender
tes de la filosofía. Por lo tanto, la conversación, responde que
lo cotidiano de los olímpicos se Zeus no tiene rival aquí en la Tie­
reduciría a una única experiencia rra. Pero, dejando aparte el gra­
de duración: la homeostasis en la do de esplendor, esto no impide
identidad. Sin embargo, un pasa­ que el aspecto del Olimpo debía
je de la litada ¡lustra perfecta­ de estar inferido por analogía con
mente la imposible permanencia, el de los palacios reales.
en el relato, de ese «siempre» col­ 22 Los dioses calificados de
mado de felicidad, y muestra que bienaventurados: Iliada, canto I,
la expresión R em ata pánta» se v . 339; 406; 599; canto IV, v . 127;
aproxima a •ém ati toi», «ese día» canto V, v . 340; 819; canto VI,
y que los dioses conocen el tiem­ v . 141; canto V il, v . 550; can­
po en su aspecto continuo tanto to X IV , v . 72; 143; canto X V ,
como en el discontinuo. Cuando v . 38; 54; canto XXIV, v . 23; 99;
Hera desea dormir a Zeus, le pro­ 377; 422. A menudo el atributo
322 L a vida cotidiana de los dioses griegos

es empleado como un sustantivo: Comell University Press, Ithaca,


los mákares son los Bienaventu­ 1987.
rados por excelencia. 35¡liada, c a n t o 1, v . 56.
23 Odisea, c a n t o VI, v . 4 6 . 34¡liada, c a n t o II, v . 27.
24 ¡liada, c a n t o IV, v . 5 6 . 37 ¡liada, c a n t o XXIV, v . 1 7 4 .
25 ¡liada, canto xvm , v. 372. 38 Esta es la firme opinión de
26 ¡liada, c a n to XXIV, v . 5 2 5 - F . C O D IN O en ¡ntroduzione a
526. Omero, Turín, 1965, pág. 168.
27 ¡liada, c a n t o XVIII, v . 53. 39 ¡liada, c a n to V, v . 8 9 9 .
28 ¡liada, c a n t o XXIV, v. 104. 40 ¡liada, c a n t o V, v . 8 8 5 -8 8 6 .
29 ¡liada, c a n t o XVIII, v. 7. Véase sobre este punto N. Lo-
30 ¡liada, c a n t o X X I, v . 123. RAU X, «El c u e r p o vulnerable de
31 Al menos así es como EPI- Ares», Le Temps de la réflexion,
CURO crítica la representación V il, 1 9 8 5 , p á g s . 3 3 5 -3 5 4 .
tradicional de los dioses. Cf. Car­ 41 ¡liada, c a n t o V, v . 8 7 2 -8 7 4 .
ta a Meneceo, 123. 42 ¡liada, c a n t o V, v . 8 8 5 -8 8 7 .
32 P . V i d a l - N a q u e t , 43 ¡liada, c a n t o V, v . 3 8 2 -4 0 0 .
«Tiempo de los dioses, tiempo de 44 ¡liad a, c a n t o XV , v . 1 40-
los hombres», Le Chasseur noir, 141.
París, 1983, págs. 69-94, cita 45 ¡liada, c a n t o X X I, v . 3 7 9 -
pág. 72. 380.
33 ¡liada, canto 1, v. 208-209. 46 ¡liada, c a n t o X X I, v. 4 6 2 -
34 P. PUCCI, Odysseus Poly- 467.
tropos. ¡ntertextual Readings in 47 ¡liada, c a n t o V, v . 3 1 -3 4 .
the «Odyssey» and the •¡lia d », 48 ¡liada, c a n t o V , v . 8 5 6 -8 5 7 .

CAPITULO IV
1 E u r íp id e s , Helena, 16 3 9 - 10 Odisea, canto XII, v. 348-
1642. 351.
2 ¡liada, c a n t o III, v . 1 5 6 -1 5 8 . 11 Odisea, c a n to XII, v . 3 8 5 -
3 ¡liada, c a n t o II!, v . 1 6 4 -1 6 5 . 388.
4 E s l o q u e a fir m a e x p líc ita ­ 12 Odisea, c a n t o X X I, v. 2 5 7 -
m e n te P l u t a r c o en Sobre los 268.
oráculos de la Pitia, 2 2 . 13 E u r íp id e s , ¡figenia en Au-
5 ¡liada, c a n t o I, v. 54. lide, v. 2 4-25.
4 ¡liada, c a n t o 1, v . 5 5 . 14 EURÍPIDES, ¡figenia entre
7 ¡liada, c a n to 1, v . 9 3 -1 2 9 . los lauros, v . 17-24.
8 ¡liada, c a n t o I, v . 1 8 2 -1 8 4 . 15 ¡liad a , canto IX, v. 530-
9 E s t e r e la to ta m b ié n fo r m a 550. «Los otros dioses recibieron
p a r t e d e lo s a n te c e d e n te s a la g u e ­ sus hecatombes, y sólo a la hija del
r r a d e T r o y a y n o s e in c lu y e en gran Zeus dejó aquél de ofrecer­
la ¡liada. las, por olvido o por inadverten­
Notas 323

c ia , c o m e t ie n d o u n a g r a v e f a lt a .» 20 ¡ l i a d a , c a n t o XXIV,
16 S o b r e la in g r a titu d q u e re ­ v . 6 0 8 -6 0 9 .
c ib e siste m á tic a m e n te e ste d io s , 21 ¡liada, c a n t o XXIV, v. 607.
v é a se la o b r a d e M . D E T IE N N E , 22 Odisea, c a n to X I, v. 5 7 6 -
Dionysos a ciel ouvert, P a rís, 581.
1 986. 21 PlNDARO, Píticas, II.
17 Himno homérico a Demé- 24 Odisea, c a n t o X I, v . 582-
ter. 59 2 .
18 O V ID IO , Las metamorfo­ 25 PÍN D A R O , Olímpicas, I.
sis, IX, 3 2 2 . 26 Odisea, c a n to XI, v . 5 9 3 -
19 O V ID IO , Las metamorfo­ 600.
sis, VI, 5 y s s .

CAPITULO V

1 J e n o f o n t e , El banquete; combatir los griegos hacen sacri­


P LA T Ó N , El banquete; PLUTAR­ ficios a diferentes dioses); can­
CO, El banquete de los siete sa­ to VI, v. 311 (las mujeres troya-
bios, Cuestiones convivales; ATE­ nas prometen una becerra a Ate­
NEO, Festín de palabras. nea para que rompa la pica de un
2 ¡liada, c a n to XX III, v . 4 6 . enemigo); canto Vil, v. 314 y ss.
2 ¡liad a, canto X IX , v . 161- (Agamenón inmola un buey a
166. Zeus); canto X , v. 571 (se ofrece
4 En cuanto a los ritmos ali­ un sacrificio a Atenea tras una pe­
menticios de los hombres homé­ ligrosa expedición de dos batido­
ricos, cf. A t e n e o , Deipnosophis- res en campo enemigo...). La idea
tae. de sacrificio, si se la considera
5 Odisea, c a n t o XV, v . 3 7 1 - sólo desde el punto de vista de
373. los dioses, corresponde a la satis­
6 ¡liada, canto I, v. 451-452. facción de una petición. El rito
7 ¡liada, canto I, v. 458-461. es perfecto cuando el destinatario
8 ¡liada, canto I, v. 462. considera que no falta nada en su
9 ¡liada, canto I, v. 464-466. altar (canto XXIV, v. 66-70). En
10 ¡liada, canto 1, v. 472-474. cambio, esto no impide que des­
11 Los grandes sacrificios de de el punto de vista de los sacri-
la ¡liada se dirigen a una o a va­ ficadores el banquete asociado a
rias divinidades. Cf. canto I, las ofrendas se considere como
v. 450 (el gran sacrificio para apa­ una ocasión en la que «al cora­
ciguar a Apolo); canto III, v. 103 zón no le falta comida y todos
y ss. (corderos para la Tierra, el reciben su ración» {¡liada, can­
Sol y Zeus antes de un pacto); to I, v. 468). En este mismo enun­
canto 11, v. 400 y ss. (antes de ciado dos palabras, altar (bómós)
324 L a vida cotidiana de los dioses griegos

y c o r a z ó n (thymós) s o n in te r c a m ­ 34 ¡liada, c a n t o X IX , v . 3 4 7 -
b ia b le s . 354.
12 Odisea, canto XIV, v. 418- 35 ¡liada, c a n t o X IX , v. 3 0 - 3 3 .
438. En este caso, incluso grama­ 36 ¡liada, c an to 1, v. 6 0 1 ; Him­
ticalmente, el destinatario de la no homérico a Apolo, 10; ¡liada,
ofrenda es el huésped, declinado c a n t o XV , v . 8 4 -8 8 .
en dativo. 37 P l a t ó n , República, n ,
13 PORFIRIO, Tratado de abs­ 363c-d .
tinencia o de la carne de animales. 38 C f. G i u l i a S i s s a , Le
14 ¡liada, c a n t o X IX , v . 2 6 4 - Corps virginal, P a r ís , 1987.
265. 39 P L A T Ó N , Leyes, 9 0 0 b .
15 ¡liada, c a n t o XXIV, v . 621 40 A r is t ó t e l e s , Metafísica,
y ss. 1074b.
16 ¡liad a, c a n t o V il, v . 4 6 5 - 41 A r is t ó t e l e s , Moral a Ni-
475. cómaco, X, 7 .
17 H e s ÍO D O , la Teogonia, 42 SÉNECA, Cartas a Lucillo,
535-541. 5 3 , 11.
18 ¡liada, canto II, v. 400. Cf. 43 ¡liada, c a n t o I, v . 5 7 5 - 5 7 9 .
canto III, v. 270. 44 HESÍODO, Trabajos y días,
19 ¡liada, c a n t o V I, v . 3 1 1 . 1 0 9 -1 1 9 .
20 Odisea, c a n to III, v . 3 3 1 - 45 PLUTARCO, Charlas de so­
336. bremesa, IX, 14. L a p a la b r a « s im -
21 Odisea, c a n t o III, v . 3 7 7 - p ó s i c o » r e m ite a l s i m p o s i o , m o ­
378. m e n to en el q u e t o d o s b e b e n ju n ­
22 Odisea, c an to lll, v. 430- to s.
436. 46 A ntología P alatin a, IX ,
23 Comentario a la iliada, I, 504.
460. 47 Himno homérico a Apolo,
24 PORFIRIO, Tratado de abs­ 186.
tinencia o de ¡a carne de animales. 48 Himno homérico a Her-
25 ¡bíd., II, 1 0 , 2 . mes, 166.
26 ¡bíd., II, 42, 3. 49 A r is t ó f a n e s , Las aves,
27 Odisea, c a n t o XII, v . 2 9 3 . 186.
28 ¡liada, c a n t o I, v . 4 6 8 . 80 ¡bíd., 1 5 1 5 -1 5 2 4 .
29 ¡liada, c a n t o I, v . 6 0 1 - 6 0 2 . 51 ¡bíd., 7 2 3 -7 3 6 .
30 Himno homérico a Apolo, 52 L u c i a n o , Zeus trágico,
I, 1 2 0 -1 3 4 . 13.
31 Himno homérico a Her- 53 ¡bíd., 22.
mes, I, 2 4 7 - 2 5 1 . 54 ¡bíd., 21.
32 Himno homérico a Demé- 55 LUCIANO, D os veces acu­
ter, 1, 2 3 3 - 2 3 9 . sado o ¡os tribunales, 1-3.
33 PfN D A RO , P íticas, IX,
1 0 8 -1 1 1 .
N otas 325

CAPITULO VI

1 ¡liada, c a n to I, v. 2 0 2 -2 0 5 . 16 Cf. ¡liada, c a n to I, v. 206


2 ¡liada, c a n to I, v . 2 0 7 -2 1 4 . y ss.
3 ¡liada, c a n to I, v . 2 1 6 -2 1 8 . 17 ¡liada, canto II, v . 3 7 5 - 3 7 8 .
4 ¡liada, c a n t o 1, v . 8 1 -8 3 . 18 ¡liada, c a n t o III, v . 6 5 - 6 6 .
s ¡liada, c a n t o I, v . 177. 19 ¡Hada, c a n t o IX , v . 3 7 7 .
6 ¡liada, c a n t o I, v . 3 3 4 - 3 4 4 . 20 ¡liad a, c a n t o IX , v . 2 5 4 -
7 ¡liada, c a n to 11, v . 16. 258.
s ¡liada, c a n to II, v . 27 9 . 21 ¡liad a, c a n t o IX , v . 3 4 1 -
9 ¡liada, c a n t o I, v. 55. 343.
10 ¡liada, c a n t o VIII, v . 3 3 5 . 22 ¡liada, c a n t o i, v . 3 5 7 - 3 6 2 .
11 ¡liada, c a n t o X , v . 4 8 2 . 23 P l a t ó n , República, III.
12 ¡liada, c a n t o X I, v . 5 4 4 . 24 ¡liad a, c a n t o X IX , v . 9 0 -
13 ¡liada, c a n t o XIII, v . 4 3 . 131.
14 ¡liada, c a n t o XIII, v . 72. 25 ¡liada, c a n t o I, v . 3 8 6 .
13 ¡liada, c a n t o XIV, v . 135. 26 ¡liada, canto I, v. 387.

CAPITULO VII

1 ¡liada, c a n t o I, v . 4 9 3 - 5 0 3 . troyanos por la generosidad de


2 ¡liada, canto I, v. 495. sus sacrificios.
3 ¡liada, c a n t o II, v . 3 3 3 - 3 3 5 . 16 ¡liada, c a n t o X I, v . 8 0 .
4 ¡liada, c a n t o I, v. 499. Cf. 17 ¡liada, c a n t o XII, v . 6 7 -6 8 .
c a n t o V, v . 753-754. 18 ¡liada, c a n to VIII, v . 140-
5 ¡liada, canto VIII, v. 5-9. 143.
6 ¡liada, c a n t o VIII, v . 10-17. 19 ¡liada, c a n t o I, v . 5 6 1 .
7 Cf. ¡liada, canto xrv, v. 35 20 ¡Hada, c a n t o ! , v . 6 0 1 - 6 0 4 .
y ss. 21 ¡liada, c a n t o II, v . 1 4 -1 5 .
8 ¡liada, c a n t o VIII, v . 4 1 - 5 3 . 22 ¡liada, c a n t o II, v . 3 8 .
9 ¡liada, c a n t o V, v . 7 1 5 -7 1 6 . 23 ¡liada, c a n t o IX , v . 3 7 - 3 8 .
10 ¡liada, canto V, v. 890-893. 24 ¡liada, c a n t o I!, v . 1 0 1 -1 0 9 .
11 ¡liada, c a n t o ! , v . 1 7 6 -1 7 7 . 23 C lem en te de A l e ja n ­
12 ¡liada, c a n t o XIII, v . 2 9 8 - d r ía , Protréptico, II, 3 7 , 1.
303. 24 ¡lia d a , c a n t o II, v . 1 1 0 -
13 ¡lia d a , c a n t o V, v . 8 3 0 - 1 1 8 ; c a n t o IX , v . 1 7 -2 5 .
8 3 4 ; c a n t o V, v . 4 5 5 . 27 ¡liada, c a n t o XII, v . 164.
14¡liada, c a n t o XI, v . 7 2 -7 7 . 28 PLA TÓ N , República, Ul, 2¡.
,s Zeus ha prometido a los 29 ¡liada, c a n to II, v . 1 1 0 -1 1 4 .
griegos que vengarán a Menelao 30 Iliada, c a n t o IX , v . 1 6 -2 1 .
tomando Troya, pero ama a los 31 ¡liada, c a n to II, v . 1 5 5 .
326 L a vida cotidiana de los dioses griegos

32 ¡liada, c a n t o II, v . 1 5 7 -1 6 5 . 42 L uciano , Zeus trágico, 24.


33 ¡liada, c a n t o XV, v . 6 0 -7 1 . 43 ¡liad a, canto X V , v. 185-
34 ¡liada, c a n to H, v . 4 1 3 - 4 1 4 . 193.
33 ¡liada, c a n t o II, v . 4 7 8 - 4 7 9 . 44 ¡liada, c a n t o v m , v . 2 1 0 -
36 ¡liada, c a n to I, v. 4 8 0 - 4 8 3 . 211.
37 ¡liada, c a n t o XV, v . 4 1 -4 4 . 45 ¡liada, canto XXIV, v. 56-
3® ¡liada, c a n t o XIII, v. 153- 61.
16 1 . 46 ¡liada, canto XXIV, v. 65-
39 ¡liada, c a n t o XV , v . 5 3 -5 4 . 70.
40 ¡liada, c a n t o XIV, v . 3 4 2 - 47 ¡liad a, c a n t o XV , v . 204-
345. 217.
41 ¡liad a , c a n to XV, v . 93-
10 3 .

CAPITULO VIII

1 E s t e t e x to a p a r e c ió e n L ’E- 14 Este problema está expues­


crit du temps, 1988. to y desarrollado de manera ex­
2 C ic e r ó n , De natura deo- celente por F. BOESPFLUG, Dieu
rum, I, 7. dans l'art, París, 1984.
3 V é a s e s o b r e e s te te m a el e s ­ ,s F. A. POUCHET, Hétéro-
t u d io c o m p a r a tiv o d e R . PETTAZ- gémie oh Traité de la génération
Z O N I,L'Essere supremo nelle re- spontanée, París, 1859, pág. 95.
ligioni primitive, T u r ín , 1957. 14 lbíd., págs. 99-101.
4 M . G R A N E T , La Religión 17 lbíd., pág. 97.
del Chinois, P a r ís, 1951 (s e g u n d a 18 lbíd., pág. 97.
e d ic ió n ) , p á g . 124. 19 CICERÓN, De natura deo-
5 lbíd., p á g s . 1 2 8 -1 2 9 . rum, l, 2.
lbíd., p á g . 135.
6 20 lbíd., I, 16.
7 K. S C H IP P E R , Le Corps 21 lbíd., i, 17.
taoiste, P a r ís, 1 9 8 2 , p á g . 19. 22 lbíd., I, 19.
8 LACTANCIO, La Cólera de 23 lbíd., i, 9.
Dios, 13, 2 0 . 24 lbíd., 1, 20.
* S a lm o XCVI, 4 - 5 . 25 lbíd., i, 40.
10 E m p le o e s ta p a la b r a se g ú n 24 lbíd., I, 20.
Temps et récit III.
P . R lC O E U R , 27 ¡bíd., 1, 9.
Le temps raconté, P a r ís , 1985. 28 F.PICU RO , Sentencias vati­
11 ORÍGENES, Contra Celso, canas, 71. Edición y traducción
VI, 5 0 ; 6 0 ; 6 1 ; 6 2 . de J. B O L L A C K , La pensée du
12 F il ó n de A l e ja n d r ía , plaisir. Epicure: textes moraux,
Legum allegoriae, I, 2 . commentaires, París, 1975.
13 P L A T Ó N , Timeo, 3 7 d -e . 29 ¡bíd., 33.
N otas 327

30 Ibid., 59. XVI (El supersticioso). PLUTARCO,


31 Ibid., 68. De la superstición.
32 Ibid., 69. 35 CICERÓN, De natura deo-
33 EPICURO, Carta a Mene- rum, I, 20.
ceo, 135. 36 Salmo CXXXIX, 16.
34 TEOFRASTO, Caracteres,

CAPITULO IX

1 E L IE N , Histoires variées, 11 H e s ÍODO, la Teogonia,


XII, 6 1 . Con elanálisis d e A. JA C - v. 71-74.
Q U EM IN , « B ó r e a s ho Thourios», 12 La Teogonia, v. 390-396.
Bulletin de correspondance hellé- 13 La Teogonia, v. 881-885.
nique, 10 3 , 1 9 7 9 , págs. 1 8 9 -1 9 3 . 14 C f . el ensayo sobre el re­
2 E l i e n , Histoires variées, parto de los timái escrito por J.
XII, 6 1 . R U D H A R D T , «A propósito del
3 H E R O D O T O , V il, 1 8 8 -1 8 9 . himno homérico a Deméter»,
4 PAUSAN1AS, VIII, 2 6 , 1. Museum helveticum, 35, 1978,
5 Cf. M. D E T 1EN N E , Diony- 1-17.
sos a del ouvert, París, Hachette, 15 Tradiciones estudiadas por
1986, págs. 54-65. M . D e t ie n n e , L ’écriture d'Orp-
6 Según una inscripción con­ hée, París, Gallimard, 1989 (Las
temporánea de Augusto y tenien­ Danaides entre sí o la violencia
do en cuenta los «misterios pen- fundadora del matrimonio).
tetéricos» fundados por la ciu­ 16 Cf. U. K r o n , Die Zehn
dad: R. HODOT, «Decreto de attischen Phylenheroen. Ges-
Cumas en honor del prítano chichte, Mythos, Kult und Dars-
Kleanax», The J . Getty Museum t e l l u n g e n , B e r lín , 1 9 7 6 ,
Journal, 10, 1982, págs. 165-180. págs. 84-103.
7 T E Ó C R IT O , Lénai (Bacan­ 17 C learco de S o l e s , F . 73
tes), LXXVI, v. 5-6. En F.rcia, W e h rli ( = A T E N E O , XIII, 5 5 5 c ).
demo del Atica, Dioniso compar­ P adre y m a d re : Schol. Arist. plou-
te con Sémele el mismo altar y tos, v. 773.
las mujeres les hacen los sacrifi­ 18 A p o l o d o r o , Biblioteca,
cios el mismo día. Referencias en III, 14, 1. Cf. en c u a n t o al o liv o ,
M. D e t ie n n e , op. cit., núm. 45, el e f e b o y la c iu d a d , M . DET1EN -
pág. 105. NE, L ’écriture d'Orphée, París,
* A p o l o d o r o , Biblioteca, G a llim a r d , 1 9 8 9 .
III, 1 4 , 1. 19 Versión seguida por Va-
9 ¡liada, canto IV, v. 52-53. rrón y que cita SAN AGUSTIN, De
10 Iliada, c a n t o X V , v . 1 87- chítate Dei, 18,9. ¿Cólera de Po-
193. seidón o regateo de Atenea? El
328 L a vida cotidiana de los dioses griegos

amor del macho, menos el himen Ñ a p ó le s, 1980, p ágs. 7-19.


en el sentido institucional del ma­ 31 Cf. G . V A L L E T , «Resulta­
trimonio: véase E s q u i l o , Eumé- do de las investigaciones en Me-
nides, v. 737-738. gara Hiblea», Annuario della
20 Volvemos a tratar el tema scuola arcbeologica di Atene, 50,
de las mujeres y la autoctonía en 1982, págs. 174-181; «Villa y ciu­
el capítulo XIV, en donde se dad. Reflexiones sobre las prime­
cuenta con detalle las aventuras ras fundaciones griegas en Occi­
de Erecteo y compañía. dente», en L ’idée de la ville, ed.
21 PAUSANIAS, II, 1, 6. F . G U E R Y , París, Champ Vallon,
22 P l u t a r c o , Teseo, 6 ,1 : le 1 9 8 4 , págs. 5 6 - 6 4 ; M. G r a s , «As­
corresponden las primicias de las pecto de la investigación sobre la
cosechas. colonización griega. A propósito
23 PA U SAN IA S, 11, 3 3 , 2 (Ca- del Congreso de Atenas: notas de
lauria-Delfos); X, 5, 6 (Calauria- lectura», Revue belge de Philolo-
D elfos); E S T R A B Ó N , V III, 3 7 4 gie et d ’Histoire, 64, 1986,
(Calauria-Délos). págs. 5-21.
24 ¡liada, canto XXI, v. 435- 32 Expresión empleada por
469. Timeo de Tauromenium, pero
25 P L A T Ó N , C rin as, 109b; que seguramente es más antigua.
113b-c. Cf. S. M A ZZA R IN O , II pensiero
26 Cf. J. R U D H A R D T, La ciu­ storico classico2, I, Bari, 1966,
dad en el pensamiento religioso págs. 235-237.
helénico, en Du mythe, de la re­ 33 M. CASEW ITZ, Le vocabu-
ligión grecque et de la compré- laire de la colonisation en grec an­
hension d'autrui, Ginebra, Droz, den, París, 1985, págs. 69-72;
1981, págs. 92-101. págs. 103-107.
27 Se trata de Apolo arquitec­ 34 Sobre el fenómeno panhe-
to y fundador, empezando por las lénico (fiestas, cultos, representa­
murallas de Troya y tantas otras ciones de los dioses, sistemas de
obras. valores) cfr., para una reflexión
28 HESfODO, Fragmenta, I, precisa y general, GR. NAGY,
v. 6-8, ed. WEST-MERCKELBACH. Hesiod, en Andent Writers, ed.
29 Odisea, c a n t o VIII, v. 5 5 9 - T. J. LUCE, Nueva York, 1982,
563. Cf. M. DET1ENNE y J. P. págs. 43-73.
VERNANT, Les rases de l’intelli- 35 Titanomachie, c f . 6 e d .
gence. La métis des Grecs, París, A L L E N (Homeri Opera, V, O x ­
1974, p á g s. 2 30-233. f o r d , pág. 111). Texto que expo­
30 Odisea, canto VI, v. 10. Cf. ne GR. N agy , Hesiod, pág. 61.
CL. MOSSE, «Itaca o el nacimien­ 36 Bien estudiado, en especial
to de la ciudad», Annali dell'Is- por W . B U R K E R T , Griechische
tituto universitario oriéntale. R e l i g i ó n , S t u t t g a r t , 1977,
Archeologie e storia antica, II, págs. 331-343.
N otas 329

37 litada, canto 11, v. 400. 41 H E R O D O T O , II, 4 : lo s e g ip ­


38 Odisea, canto XXIII, v. 279- c io s s o n lo s p r im e r o s q u e u sa n
281: Oráculo de Tiresias. A su n o m b re s v erd ad ero s p ara lo s
regreso Ulises tendrá que partir D o c e D io s e s . T a m b ié n in v e n ta n
de nuevo al interior de las tierras, lo s a lta r e s, las e s ta tu a s y lo s te m ­
muy lejos del mar, para sacrificar p lo s .
tres víctimas a Poseidón (toro, 42 H E R O D O T O , II, 5 2 -5 3 .
camero y verraco) y volver a ha­ 43 H y g in , Fable 1 4 3 ; 2 7 4 , 8,
ca a fin de ofrecer a todos los dio­ ed. Rose.
ses las santas hecatombes. Eu- 44 P a u s a n i a s , i, 2 6 , 5 ; V lll,
meo, testigo de los piadosos sa­ J. L . D U R A N D , Sacrifice
2, 3. C f.
crificios en medio de unos pre­ et labour en Gréce ancienne, P a -
tendientes impíos y glotones, re­ rís-R o m a , 1986, p á g . 29.
cuerda dos reglas esenciales: no 45 ¡liada, c a n t o XXI, v . 4 6 2 -
olvidar a los dioses (Odisea, can­ 467.
to XIV, v. 421) y dirigir oraciones 46 H e s ÍO D O , la Teogonia,
a todos (v. 423). v . 7 9 6 -7 9 7 .
39 ¡liad a, canto IX , v. 533- 47 Cf. supra, 22.
598. 48 Cf. infra, 259-272.
40 litada, canto V, v. 428-430.

CAPITULO X

1 Historia que ha sido recien­ 3 C f . L . R O B E R T , «Heráclito


temente estudiada de manera ex­ junto a su horno. Una palabra de
haustiva en una excelente obra: Heráclito en Aristóteles (Partes
L ‘impensable polythéisme. Eludes de los animales, 645a)», Annuai-
d ’historiographie religieuse, ed. F. re de l’Ecole Pratique des Hautes
SC H M ID T, París, 1 9 8 8 . Señalamos E lu d e s , I V ' section, Pa rí s,
que Esquilo es anterior a Filón, 1965-1966, págs. 61-73.
el cual habla de polytheía junto 4 R . M a r t i n , Recherches sur
al adjetivo polytheos. La «multi­ Vagora grecque, París, 1951,
plicidad de los dioses» es una ca­ págs. 169-174; C H . P lC A R D ,
tegoría griega, y al menos tan an­ «Las “ ágoras de los dioses” en
tigua como Esquilo; indiferente Grecia», Annual o f the British
por tanto a la presión «monoteís­ School at Athens, 46, 1951,
ta». págs. 132-142.
2 Esta discusión ha sido pun­ 5 E SQ U IL O , Las suplicantes,
tualizada por A. F. GARVIE, v. 189 (pagos... agonion thedn);
Aeschylus Supplices. Play and Tri- v. 208-221; 222 (koinobomian).
logy , C a m b r i d g e , 1969, 6 E SQ U IL O , Las suplicantes,
págs. 1-28. v. 465.
330 L a vida cotidiana de los dioses griegos

7 E SQ U IL O , Las suplicantes, su significado político», en F.


v. 482 (enchórioi); v. 493 (polis- D u n a n d y P. LE V E Q U E , ed. Les
so&choi). syncrétismes dans les religions de
8" E s q u il o , Las suplicantes, VAntiquité, Brill, Lciden, 1975,
v. 424. págs. 87-95. Hacia 1250 el mismo
9 Cf. J. P. VERNANT, «Hes- rey, Tudhaliya IV, manda escul­
tía-Hermcs. Sobre la expresión pir en piedra el panteón situado
religiosa del espacio y el movi­ en Yazilikaya. Dos cámaras na­
miento en los griegos», en Mythe turales de paredes verticales y a
et pensée chez les Grecs (ed. re­ cielo descubierto; una cincuente­
visada y aumentada), París, 1985, na de dioses y diosas en cortejo
págs. 155-201. y que están frente a frente. Cf. E.
10 P a u sa n ia s , VH, 22, 4. L A R O C H E , «Piedra inscrita: Ya­
11 Cf. en general la investiga­ zilikaya, un santuario rupestre hi-
ción de E. di F il ip p o B a l e st r a z - tita», en el D ictionnaire des
Zl, « L ’Agyeius e la citta», en Mythologies, ed. Y. Bonnefoy, II,
Centro di ricerche e documenta- París, 1981, págs. 265-266.
zione sulV antichita classica, Atti 16 T a b l i l l a del L o u v r e
( 1 9 8 0 - 1 9 8 1 ) , R o m a , 1984, A05376 reproducida en el catálo­
págs. 93-108. go de la exposición Naissance de
12 Ritual de los kolossoí en l'écriture, París, 1982, pág. 219.
Cirene: J. SERVAIS, «Los supli­ 17 J. BO TTER O , « L os nom­
cantes en la “ ley sagrada” de Ci­ bres de Marduk, la escritura y la
rene», Bulletin de Correspondan- “ lógica” en la antigua Mesopota-
ce h ellé n iq u e , 1 9 6 0, mia», en Ancient Near Eastem
págs. 112-147. Cf. J. P. V ER ­ Studies in Memory o f ] . ] . Fin-
N A N T, Mythe et pensée chez les kelstein, Connecticut Academy o f
Grecs (ed. revisada y ampliada), Arts and Sciences, 19, 1977,
París, 1985, págs. 326-338. págs. 5-28.
15 J. BA7.IN, «Retomo a las 18 «El oráculo de Claro», en
cosas-dios», Le Temps de la ré- La civilisation grecque de l’Anti-
flexion, vil, 1986, págs. 253-273; quité a nos jours, ed. CH . DEL-
M. AUGE, Le Dieu ohjet, París, VOYE y G . ROUX, I, Bruselas,
1988. Y no hay que olvidar el vo­ 1966, págs. 305-312.
lumen colectivo: Ohjets du féti- 19 P a u s a n i a s , i, 3 4 , 3. P a r a
chisme, N ouvelle Revue de p u r ific a r s e a n te s d e la c o n s u lta ,
Psychanalyse, 2, 1970. se h a c e el s a c r if ic io al d io s , a s í
14 A . ZEMPLENI, «Seres de c o m o « a t o d o s lo s n o m b r e s q u e
sacrificio», en Sous le masque de e stá n in s c r ito s e n el a lta r » (PAU-
1'animal, ed. M. Cartry, París, SANIAS, I, 3 4 , 5 ).
1987, págs. 267-317. 20 Cf. P. ROESCH, «El Anfia-
15 E . LAR O CHE, «La reforma reon de Oropo», Temples etsanc-
religiosa del rey Tudhaliya IV y tuaires, ed. G. ROUX, Lyon, Mai-
N otas 331

so n de l ’ O r i e n t , 1 9 8 4 , doce dioses. Cf. J. y L. ROBERT,


págs. 173-184. Bulletin épigraphique, en la Re-
21 Himno homérico a Her- vue des études grecques, 1973,
mes. núm. 77.
22 Excelentes puntualizacio- 34 P a u s a n i a s , i , 4 0 , 3.
nes de E. WlLL, Le Dódekátheon. 35 P a u sa n ia s , x , 5 , 1-2.
Texte (Exploration archéologique 36 ALCEO, Fr. 129 Lobel-Pa-
de Délos, fase. X X II), París, ge (Poetarum Lesbiorum frag­
1955, págs. 178-183. Informe m e n t a 2, O x f o r d , 1 9 6 3 ,
siempre vigente de Ch. R. L O N G , págs. 176-177). Santuario «co­
The Twelve Gods o f Greece and mún» (xynón).
Rome, Leiden, Brill, 1987. 37 En ALCEO, Fr. 129, v. 9,
23 H. A. T h o m p s o n y R. F.. al menos «se alimenta de carne
W YCHERLEY, «El Agora de Ate­ cruda». Hijo de Sámele en Fr.
nas», en The Athenian Agora, 346, v. 3. Pero según SAFO de
t. 14 , P r i n c e t o n , 1 9 7 2 , Tione, Fr. 17, v. 10, Lobel Page.
págs. 129-136. En Rodas, el Dioniso con falo en
24 C f. E. WlLL, op. cit., madera de higuera lleva el título
págs. 178-179. de Thyonídas, «el hijo de Tione».
25 P ÍN D A R O , Olímpicas, X, 38 C f. Himno homérico a
v. 22-58 (v. 25: bómón hexárith- Dioniso, I, v. 1-2; 55-56.
mon ektíssato, y 49: dódeka). 39 P a u s a n i a s , h, 19, 6 .
26 PÍND AR O, Olímpicas, X, 40 H a r p o c r a t io n , S.V. Ko-
v. 45. lónaitas; Scholie a Sophocle, Oe-
27 Ibíd., v. 51-55. dipe a Cohne, v. 56. Cf. M. D el -
28 C f . PAUSAN1AS, VI, 2 2 , 9 : COURT, Héphaistos ou la légende
Santuario de Artemisa Alpheiáia du m a g ic ie n , P a r í s , 1957,
en Elide. págs. 192-193.
29 Scholies á Apollonios de 41 W. VOLGRAFF, «El decre­
Rhodes, Argonautiques, II, v . 5 3 3 . to de Argos relativo a un pacto
30 Odisea, c a n t o VIII, v . 3 2 1 - entre Cnoso y Tiliso», Vcrhan-
342. deling der koninklijke Neder-
31 Himno homérico a Her- landsche Akademie von Wetens-
mes. chappen, Afd. Letterkunde, L l,
32 En Delfos, en Troya. núm. 2, A m s t e r d a m , 1948,
33 Cf. O . K.ERN, Die Insch- págs. 1-105.
riften von Magnesia am Maean- 42 Fr. vi, 29-31.
der, Berlín, 1900, núm. 98, 1, 43 Fr. V, 30-34.
págs. 41-44. Unas estatuas que se 44 F. SOKOLOWSKI, Lois sa-
pueden transportar y un altar en crées d ’Asie Mineure, París, 1955,
el agora. Hay que señalar que el núm. 32, págs. 52-53.
calendario de los habitantes de 45 C f. M. D e t ie n n e , «Apo-
Magnesia está consagrado a los llon und Dionysos in der grie-
332 L a vida cotidiana de los dioses griegos

Die Res­
c h isc h e n R e lig ió n » , en 49 PAUSANIAS, II, 10, 4 -6 .
tauración der Gótter, Antike Re­ 50 La comparación con el ála­
ligión und Neo-Paganismus, ed . mo blanco proviene de PAUSA-
R . F a b e r y R . SC H LE SIE R , K ó - NIAS, II, 10, 6.
1986, p á g s . 124-132.
n ig sh a se n , 51 PAUSANIAS, II, 10, 1. Fes-
44 H eraios: F . SO KO LO W SKi, to es quien introduce el rito lla­
Lois sacrées des cités grecques, Pa­ mado «extran¡cro»: PAUSANIAS,
rís, 1969, 1, A, 1, 19-20. Dama- II, 6 , 6 -7 .
trios en: Inscriptions de Lindos, 52 PAUSANIAS, II, 10, 1.
núm. 183, ed. Chr. B L IN K E N - 53 H E R O D O T O , II, 4 4 .
BERG. Sokolowski también infor­ M J. P O U U .LO U X , «El Hera­
ma sobre un Zeus Aphrodisios en cles de Tasos», Revue des études
Paros (IG, X II, 5, 220, 2). anciennes, 1 9 7 4 , págs. 3 0 5 -3 1 6 .
47 L . D e u b n e r , Attiscbe Fes- Por último, los análisis críticos de
t e 2, Berlín, 1956, págs. 155-157. C . B O N N E T , Melqart. Cuites et
48 G. D aü X, «La gran de- mythes de l ’Héraclés Tyrien en
marquía: un nuevo calendario de M éditerranée, Louvain-Namur,
sacrificios en el Atica (Erquia)», 1 9 8 8 , págs. 3 4 6 - 3 7 1 , que invitan
Bulletin de Correspondance hellé- a reconsiderar el doble estatuto
nique, 1963, págs. 606 (A 40-43) cultural de Heracles en Tasos.
y 620 (comentario).

CAPITULO XI

1 Se recuerdan aquí tres pasa­ inicialmente me persuadieron


jes: ¡liada, canto I, v. 423-425; para volver sobre un modelo de
Odisea, canto I, v. 22-26; can­ sacrificios muy familiar. Cf. in-
to vil, v. 201-205. Su importancia fra, n. 40.
para definir las relaciones entre 2 H e s í O D O , Fr.71, v . 6-8, ed.
los dioses y los hombres ha sido West-Mcrkelbach. La única dis­
excelentemente analizada por tancia: la diferencia de «fuerza vi­
C h a r l e s K e r e n y i , La religión tal». Desigualdad de aidn. Etío­
antique. Ses lignes fondamentales pes: c f . A . B A LLA BR IG A , Le So­
(tr. fr. Y . L e L a y ) , Ginebra, led et le Tartare. L'im age mythi-
1957, págs. 128-159 (en particu­ que du monde en Gréce archa'i-
lar, págs. 138-139). Un texto al que, París, 1986, págs. 107-110;
que, aunque tarde, tenemos que J . P. V e r n a n t , en M. D e t i e n -
rendir homenaje. Al igual que a n e , J . P . V e r n a n t , et alii, La

sus análisis de theoria (la «visión» cuisine du sacrifice en pays grec 2,


en la experiencia de los dioses: París, 1983, págs. 239-249.
págs. 98-117). Fueron las obser­ 3 HESfODO, Trabajos y dias,
vaciones de G i u l i a SlSSA las que v. 197-200.
N otas 333

4 H ESÍO D O , Trabajos y días, fr., P arís, 1981, págs. 7-19.


v. 252-253. 9 J. R u d h a r d t , Notions fon-
5 Theoús nomízein, cf. W. damentales de la pensée religieu-
F a h r , Theoús nomízein. Zur se et actes constitutifs du cuite
Problem der Anfange des Atheis- dans la Gréce classique, Ginebra,
mus bei der Griecher (Spudasma- 1958, págs. 141-142.
ta, t. 26), Hildesheim-Nueva 10 H e s í O D O , la Teogonia,
York, 1969. Dos aproximaciones v. 417: katá nómon.
a la creencia: en forma de «ver­ " Pl a tó n , Leyes, iv ,
dades», de enunciado de verda­ 716d-717a.
des, P. V EY N E, Les Grecs ont-ils 12 Sylloge \ 286, 1-5: decreto
cru a leurs mythesf, París, 1983; de isopolitía entre Olbia y Miie-
sobre la forma generalizada del to, (circa 334).
«hacer creer», los análisis de M. 13 H. E n g e l m a n n y R.
de C E R T E A U , L'invention da M e r k e l b a c h , Die lnschiften
quotidien. I. Les arts de faire, Pa­ von Erythrai und Klazomena'i,
rís 1980, y el volumen colectivo Bonn, 1972, núm. 2, B, 1. 1,
Faire croire (Collection de TEcole 16-17, pero con la corrección de
franqaise de Rome, t. 51), Roma, Haussoulier y de Wilhelm. Cf.
1981. Léase, por la calidad de la los comentarios de B. HAUSSOU­
reflexión, Fr. H e r a n , «El rito y LIER, «Inscripciones de Quios y
la creencia», Revise franqaise de Entras», Revue de philologie, 33,
so cio lo g ie , 27, 1986, 1909, págs. 11-12.
págs. 231-263. 14 HESfO DO , Trabajos y días,
6 Cf. Ch. M A l.A M O U D , « L a v. 127-139.
diosa Creencia», en Michel de 15 C f . j . R u d h a rd t, «L as
Certeau, ed. L U C E G i a r d , (Co­ d e fin ic io n e s d e l d e lito d e im p ie ­
llection Cahiers pour un temps. d a d s e g ú n la le g is la c ió n á t i c a » ,
Centre Georges Pompidou), Pa­ Museum helveticum, 17, 1960,
rís, 1987, págs. 225-236. p ágs. 87-105.
7 Cf. J. Cl. SCHMITT, «Sobre 16 El verbo «ser» está expli-
el buen uso del “ credo” », en Fai­ citado en la Apología, 261, 3-4 y
re croire, 1981, págs. 337-361. en especial en el libro X de las
* Una distancia entre el cris­ Leyes. Cf. el informe establecido
tianismo y los dioses griegos que por w . F a h r , op. cit.
con tanta pasión ha denunciado 17 S ó f o c l e s , Edipo rey,
W. F. OTTO en una serie de obras v. 661.
(cf. como introducción, M. DE- ,s En general, cf. M. D ET IEN -
T IE N N E , «Al principio era el N E , J . P. V e r n a n t , et alii, La
cuerpo de los dioses», prefacio cuisine du sacrifice en pays grec 2,
a W. F. OTTO, Les dieux de París, 1983, y, en este caso, las
la Gréce. La figure du divin au págs. 7-35 en particular.
miroir de l'esp rit grec, trad. 19 C f . J. L . D u r a n d , « D e l
334 L a vida cotidiana de los dioses griegos

ritual como instrumental», en M. 30 L . D E U B N E R , Attische Fes-


D etienne , J. P. VERNANT et alii, te (reimpresión), Berlín, 1956,
La cuisine du sacrifice en pays pág. 26.
grec2, París, 1983, págs. 178-179. 51 P. ROESCH, Etudes béo-
20 HERODOTO, II, 41. tien n es, París, 1982,
21 Para el banquete de sacri­ págs. 243-254.
ficio en la epopeya, cf. S. SAÍD, 32 C f . L . R O B E R T . U n d e c r e ­
«Los crímenes de los pretendien­ t o d e ll i o y u n p a p i r o r e la tiv o a
tes, la casa de Ulises y los festi­ lo s c u lto s re a le s, Mélanges C. B.
nes en la Odisea», en Etudes de Welles, 1966, p á g s . 1 8 4 - 1 8 6 ; J . y
littérature ancienne, París, ENS, L . R O B ER T , Buüetin épigraphi-
1979, págs. 9-49. que e n Revue des études grecques,
22 Cf. los análisis de J. SVEN- 1977, n úm . 405, p ág . 390.
BRO, «En Mégara Hiblea: los 33 Cf. St. G . M i l l e r , The
agrimensores», Annales E.S.C ., Prytaneion, Berkeley-Los Ange-
1982, págs. 953-964 (en particu­ les-Londres, 1978, Informe de
lar pág. 954), y de G. BERTHIAU- Délos: Cl. V IA L, Délos indépen-
ME, Les roles du Mageiros. Etude dante, págs. 203-210.
sur la boucherie, la cuisine et le 34 Inscripciones publicadas
sacrifice dans la Gréce ancienne, en 1953 por M. N . K O N TO L E O N
Lcidcn, 1982, págs. 50-51. y comentarios de J. y L. ROBERT,
23 Cf. J. L. DURAND, «Bes­ Bulletin épigrapbique en REG,
tias griegas. Propuestas para una 1955, núm. 181, pág. 253.
topología de los cuerpos que sir­ 35 P l u t a r c o , Solón, 2 4 , 5.
ven de alimento», en M. DETIEN- 36 HERMEAS en A TE N E O , IV,
NE, J. P. V ernant et alii, La cui­ 149d (= Fr. 112 Tresp, Die Frag­
sine du sacrifice en pays grec2, mente der griechischen Kultsch-
París, 1983, pág. 151. rifsteller).
24 P latón , Fedro, 265e. 37 J. B O U SQ U E T , « C o n v e n ­
25 G. B e r t h i a u m e , op. oí., c ió n e n tr e M ia n ia e H i p n i a » , en
pág. 50. Buüetin de correspondance hellé-
26 Cf. L. ROBERT, Le sanc- nique, 8 9 , 1 9 6 5 , p á g s . 6 6 5 - 6 8 1 .
tuaire de Sinuri prés de Mylasa, 38 G . D A U X , Delphes au I"
I, París, 1945, págs. 49-50. et au IP siécle, París, 1936,
27 Cf. P l u t a r c o , Moralia, págs. 335-341.
642e-f. 39 Cf. J. P. V e r n a n t , «En la
28 Scholies a Pindare. Olím­ mesa de los hombres. Mito de la
picas, vil, 152b. fundación del sacrificio en Hesío-
29 Cl. V ial , Délos indépen- do», en M. D e t i e n n e , J. P. V e r ­
dante (314-167 av. J . C,). Etude n a n t et alii, La cuisine du sacri­
d ’une communauté civique et de fice en pays grec2, París, 1983,
ses institutions, París, 1984, p ágs . 37-132 (e n particular
págs. 18-20. págs. 43-44).
N otas 335

40 Estos datos, argumentados p á g in a s de H . J E A N M A IR E ,


aquí en mayor o menor medida, Dionysos. Histoire du cuite de
habían llevado ya a H. KERENYI Bacchus (reimpresión), París,
hacia unas conclusiones sobre el 1970, págs. 28-31.
sacrificio y las relaciones entre los 50 Só f o c l e s , Fr. 548 Radt.
hombres y los dioses que cuando 51 Cf. D . G lLL, «Trapezóma-
escribimos La cuisine du sacrifice ta: A Neglected Aspect of Greek
nos parecieron poco convincen­ Sacrifice», H arvard Theological
tes. Sin razón, y hay que hacer Reviese, 67, 1974, págs. 117-137,
un homenaje a sus análisis: La re­ y la mesa móvil sobre los vasos
ligión antique. Ses ligues fonda- in J . L . D U R A N D , Sacrifice et la-
mentales, tr. Y. L e L a y , Gine­ bour en Crece ancienne, París-
bra, 1957, págs. 128-149 (en par­ Roma, 1986, págs. 116-123.
ticular 137-140). 52 Cf. L . B r u i t , «Sacrificios
41 Excelente informe: L. WE- en Delfos. Sobre dos figuras de
NIGF.R, «Theophanien; altgrie- Apolo», Revue de l'histoire des
chische Gótteradvente», en Ar- re lig io n s, 201, 1984,
chiv fiir Religionssvissenschaft, págs. 339-367 (en particular
22, 1923-1924, págs. 18-22. 362-367).
42 CAI.ÍMACO, Himno a Apo­ 33 O d i s e a , c a n t o V i l ,
lo, ed. F. Williams, v. 1-10. v. 201-204, trad. Ph. JA C C O TTE T.
43 P l u t a r c o , Las cuestiones 34 Verbo antiáo: responder a
griegas, 36, 299a-b. Cf. M. D e - la llamada, presentarse, enfrentar­
TIENNE, Dionysos á riel ouvert, se, mantenerse delante, estar ahí.
París, 1986, págs. 86-87. Verbo que señala la «presencia»
44 P a u s a n i a s , v i, 2 6 , 1. de Poseidón en el sacrificio {O di­
45 P l a t ó n , Leyes, II, 653d. sea, canto I, v. 25), de Atenea
Texto que forma el núcleo del li­ (Odisea, canto III, v. 435-436) y
bro de P. BO YAN C E, Le cuite des de Apolo (¡liada, canto I, v. 67).
Muses cbez les philosophiques is Por ejemplo, Apolo senta­
g r e c s 2, París, 1972, do mirando hacia el altar y los
págs. 170-175. N os basamos en sacrificantes: crátera en campana
sus comentarios para traducir el ática con figuras rojas, Agrigento
pasaje de Leyes así como en la 4688 (reproducido en J. L. Du-
versión de L. RO BIN , en el Pla­ RAND, Sacrifice et labour en Gré-
tón de «La Pléyade». ce ancienne, París-Roma, 1986,
44 P l u t a r c o , M o r a lia , 129, fig. 51). O bien Atenea pre­
1102a. sente en su sacrificio: museo de
47 P L A T Ó N , L e y e s , i v , la Acrópolis, Atenas 581 (docu­
7 1 6 d - 7 1 7 a ; VI, 7 7 1 d . mento analizado por D. Wl-
48 P L A T Ó N , E l banquete, LLERS, Zu den Anfangen der ar-
188c. chaischen Plastik in Griechen-
49 Cf. supra, pág. 123 y las land, Berlín, 1975, pl. 31).
336 L a vida cotidiana de los dioses griegos

56 M a n ife s ta c io n e s d e lo s d i o ­ rie, París, 1958, págs. 272 y 365.


s e s q u e in te rv ie n e n v isib le m e n te C f. P. ROUSSEL, « L os misterios
d u r a n t e la s f ie s t a s , l o s s a c r if ic io s de Panamara», Bulletin de corres- t
y l o s b a n q u e te s c o n la « m e s a d e l pondance hellénique, 51, 1927,
d i o s » a b ie r ta a t o d o s : A . LAU M O - págs. 123-137.
NIER, Les cuites indigénes de C a­

CAPITULO XII

1 B. D. M E R IT T , «Inscrip- bridge-París, 1982, pág. 117 (sin


tions of Colophon», American dar precisiones).
Journ al o f Archaeology, LVI, 5 Cf. el reciente ensayo de A.
1 9 3 5 , págs. 3 6 1 - 3 7 1 : L. R O B ER T , S n o d g r a s s , « L os orígenes del
O p era m in ora, II, 1 9 6 9 , culto a los héroes en la antigua
págs. 158-159; R. M ar t In , Grecia», op. á t., págs. 107-119.
L'Urbanisme dans la Gréce anti­ «Establecer vínculos con un an­
cue 2, París, s .d ., p á g s . 5 5 - 5 6 . tiguo habitante del territorio»
1 PA U SAN IAS, IV, 2 6 , 1 -2 7 , 8. (pág. 117).
C f. I. M a l k i n , Religión and Co- 6 M . CA SEV ITZ, Le Vocahu-
lonization in ancient Greece, Lei- laire de la colonisation en grec an­
den-Nueva York, Brill, 1987, den, París, 1985, págs. 195-208.
p á g s . 1 0 4 -1 0 6 . 7 PAUSANIAS, IV, 27, 5: hou-
3 La «desesperación» de los lésetai... epichórisai.
mesenios, la epopeya de Aristó- 8 PLA TÓ N p la n te a e s ta a lte r­
menes y la cólera de Artemisa es­ Leyes, V, 7 3 8 a , 5 -6 .
n a tiv a en la s
tán analizadas en P. ELUNGER, 9 Como sucede a menudo en­
Recherches sur les situations ex­ tre griegos o gente que tiene dio­
tremes dans la mythologie d'Ar- ses del mismo rango.
témis et la pensée religieuse grec- 10 Eremos, desierto «desde un
que (Tesis de Estado, 1988), t. 3, tiempo infinito» como se dice en
págs. 906-920 (próxima publica­ las Leyes, IV, 704c, 6-7, en donde
ción). hay que fundar una ciudad de
4 S in e m b a r g o , p a r e c e s e r q u e manera radical, «como una colo­
lo s c u lto s m e s e n io s no fu e r o n nia». Historiadores y arqueólo­
a b a n d o n a d o s y c o n tin u a r o n h a s ­ gos corrigen celosamente este va­
ta e l s i g l o V, c o m o s e ñ a la A. cío del espacio. Una visión del
SN O D G R A SS, « L o s o r íg e n e s d e l espíritu, sin duda, pero del pro­
c u lto d e l o s h é r o e s e n la a n tig u a pio espíritu de los fundadores, de
G r e c i a » en La Mort, les morts quienes inventan la ciudad entre
dans les sociétés anciennes, e d . G . los siglos VIII y Vil antes de nues­
G n o u y J . P . V ER N A N T , C a m ­ tra era. Estamos totalmente de
N otas 337

a c u e r d o c o n I . M A L K IN , « E l lu ­ 23 El fundador de la colonia
g a r d e l o s d i o s e s en la c iu d a d d e cretense en forma de ciudad filo­
l o s h o m b r e s . E l p e r fil d e la s á r e a s sófica (en las Leyes, v. 738d) pre­
s a g r a d a s e n la s c o lo n ia s g r ie g a s » , vé que al repartir las tierras se em­
en Revtte de l ’histoire des reli- piece por dar a los dioses, a los
gions, 1 9 8 7 , p á g s . 3 3 1 - 3 5 2 . demonios y a los héroes unos «te­
11 S e c a lific a a l a lta r , bomós, rrenos escogidos» (exáireta temé-
c o m o o l o r o s o , thuéeis. ne).
12 ¡liada, c a n t o IV, v . 4 8 ; c a n ­ 24 Himno homérico a Apolo,
to XXIV, v . 6 9 . v. 298 (naón náiein).
13 A l t a r o l o r o s o y témenos: 25 Los recientes análisis de M.
¡liad a , c a n t o VIH, v . 4 8 ; c a n ­ CASEVITZ, «Templos y santua­
t o X X IH , v . 1 4 8 ; O disea, can ­ rios: lo que aporta el estudio le­
t o VIH, v . 3 6 3 . xicológico», en Temples et sanc-
M Cf. D avid W. R upp, «R e- tuaires, ed. G. ROUX, Maison de
fle c tio n s o n th e D e v e lo p m e n t of l’ O r ie n t ( L y o n ) , 1984,
A lta r in th e E i g h t h C e n tu ry págs. 81-95.
B . C . » , en The Greek Renaissnace 26 ¡liada, canto VIH, v. 48.
o f the Eighth Century B .C .: Tra- 27 ¡liada, c a n t o X X III, v . 147.
dition and Innovation , e d . R . 28 Odisea, canto VI, v. 263-
HÁGG, E stocolm o, 1983, 266 (ágora construida en piedra
p á g s . 1 0 1 -1 0 7 . en torno al santuario de Posei-
15 S e n tid o d e éudmetos, d el dón, el Posideiori).
v erb o démein. téuchein,
Ju n to a 29 ¡liada, canto VI, v. 88-93.
t r a b a jo d e a r q u it e c t o y c o n s tr u c ­ 30 Seguimos aquí los riguro­
to r. sos análisis de Cl. ROLLEY, «Los
16 C f . ¡liada, c a n to I, v . 4 4 0 grandes santuarios panheléni-
y 448. cos», en The Greek Renaissance
17 ¡liada, c a n t o I, v. 47. o f the Eighth Century B .C .: Tra-
18 Himno homérico a Apolo, dition and ¡nnovation, ed. R.
v. 3 8 8 -510. HÁGG, E s t o c o l m o , 1 9 8 3 ,
19 TUCÍD ID ES, VI, 3 , 1. C f . I. págs. 109-114.
M A L K IN , Religión and Coloniza- 31 Cf. Cl. ROLLEY, art. cit.,
tion in ancient Greece, L e id e n , págs. 113-114.
B r ill, 1 9 8 7 , p á g . 1 4 0 . 32 L . GERNET, Le Génie grec
20 PÍNDARO, Olímpicas, Vil, dans la religión, París, 1932 (nue­
v. 2 0 -95. va edición 1970), págs. 164-179.
21 C al Ímaco , Himno a Apo­ 33 G. ROUX, L ’Amphictionie,
lo, v . 5 5 - 6 4 . C o n u n o s c o m e n ta ­ Delphes et le temple d‘Apollan au
r io s p o r m e n o r i z a d o s d e F r . W I­ lV ' siécle, Lyon-París, 1979, vh-
LLIAMS ( Callimachus, Hymn to XI, y págs. 1-19.
Apollo, O x f o r d , 1 9 7 8 ). 34 E ST R A B Ó N , 9 , 4 1 9 e H lP É -
22 Odisea, c a n t o VI, v . 9 - 1 0 . RIDES, Discurso sobre Délos, en
338 L a vida cotidiana de los dioses griegos

ATENEO, El banquete de los so­ Du mythe,


s o h e lé n ic o » , 1 9 7 9 , e n
fistas, 1 0 , 4 2 4 e ( c ita d o s p o r L . de la religión grecque et de la
GERN ET, op. cit., p á g . 1 6 7 ). compréhension d ’autrui, G in e b r a ,
35 P r im e r u s o del t é r m in o 1981, p á g s. 92-1 0 1 .
« p a n h e le n o s » en H E SÍO D O , Tra­ 45 E. A . E. R e y m o n d , The
bajos y dios, v . 5 2 8 . C f . G . N a g y , mythical origin o f the Egyptian
Hesiod (op. cit.), p á g . 4 4 . Temple, Manchester, 1969.
34 El agonal como analizó V. 46 Cf. L'Espace du Temple,
EH RENBERG, O st an d West, l-II, ed. J . Cl. G a i .EY, París, Edi-
1935, págs. 63-96. tions de L ’EHESS, 1985-1986 (es­
37 Himno homérico a Apolo, pecialmente J . C. GALEY, Intro-
v. 146-155 (según un texto del duction, I, 9-22, y M. L. REIN1-
que da testimonio TüC ÍD ID ES , III, CHE, Le Temple dans la localité.
104). Quatre exemples au Tamilnad, i,
38 L a mejor y más extensa re­ págs. 75-119.
flexión sobre estos problemas es 47 Cf. M . L . REINICHE, op.
la de G . R O U X : «Tesoros, tem­ cit.
plos y sepulturas», en Temples et 48 ¡liada, canto XVIII, v. 370
sanctuaires, ed. G . R O U X , Mai- (y las observaciones de M. D el -
so n de l ’ O r i e n t , 1 9 8 4, COURT, Héphaistos ou la légende
págs. 153-171. du m a g i c i e n , P a r í s , 1957,
39 C f . G . R O U X , Delphes, son págs. 62-63).
oracle et ses dieux, París, 1976, 49 C f . G . D U M É Z IL, La reli­
págs. 19-51 (en cuanto al panteón gión romaine archaique 2, P a r ís ,
délfico). 1 9 7 4 , p á g s . 5 8 6 - 5 8 7 , y ta m b ié n
40 G . R O U X , « T e s o r o s , te m ­ H . B A R D O N , « E l n a c im ie n to d e
plos y sepulturas», op. cit., u n t e m p lo » , Revue des études la­
p á g . 171. tines, 3 3 , 1 9 5 5 , p á g s . 1 6 6 -1 8 2 .
41 C o n c e p t o s e x t e n s a m e n t e 50 Discreta presencia de los
a n a liz a d o s p o r J . P. V ER N A N T, adivinos en los estudios sobre la
« d e s d e la p r e se n ta c ió n d e lo in ­ colonización: 1. MALKIN, Reli­
v is ib le a la im ita c ió n d e la a p a ­ gión and Colonization in Ancient
r ie n c ia » (1983), c o n tin u a d o en G reece, Lcidcn, Brill, 1987,
Mythe et pensée chez les Crees págs. 92-113. Nosotros seríamos
(e d ic . re v is a d a y a u m e n ta d a ), aún más críticos que Malkin. Del-
1985, p á g s . 339-351. fos convierte a los adivinos en re­
42 J. P. VERNANT, op. cit., dundantes.
pág. 347. 51 Cf. M. D e t ie n n e , «El es­
43 C al ÍMACO, Himno a Ar­ pacio de la publicidad: sus ope­
temisa, v . 2 3 7 - 2 3 9 , e d . F . BO R N - radores intelectuales en la ciu­
MANN, F lo r e n c ia , 1 9 6 8 . dad», en Les savoirs de Técriture.
44 C f . J . RUDH ARDT, « L a En Gréce ancienne, ed. M. D e -
c iu d a d en el p e n s a m ie n to r e lig io ­ TIENNE, Lille, Presses universi-
N otas 339

taires de Lille, 1988, págs. 41-44. el Oedipe d Colone» en Mythe et


52 Prohibido para el «extran­ tragédie Deux, d e J. P . V ER N A N T
jero»: F. SO KO LO W SKI, Lois sa- y P. V i d a l - N a q u e t , París,
crées des cités grecques, París, 1986, págs. 175-211. Y más aún,
1969, núm. 96 (calendario cultu­ según el Erecteo de E u r í p i d e s ,
ral de Mícono hacia el año 200 las hijas de Praxítea, la Autócto­
antes de J. C.), 1, 25-26. Los úni­ na ateniense, enterradas juntas en
cos cultos prohibidos de todo el un lugar inviolable, protegerán el
calendario. territorio ateniense contra los
53 TU C ÍD ID E S, IV, 9 8 , 2 . enemigos a condición de que nin­
54 En Tebas el poder está vin­ gún adversario de Atenas llegue
culado con una tumba secreta, la a ofrecerlas un sacrificio «a es­
de Dirce, con unos sacrificios condidas», pues en ese caso con­
nocturnos, sin fuego, en los que seguiría la victoria y sería un de­
el primer magistrado transmite a sastre para Atenas.
su sucesor las insignias del poder, 55 P l u t a r c o , Solón, 9 , 1 .
la lanza y el sello (PLUTARCO, De 56 H e r o d o t o , V, 82-88.
genio Socratis, 5, 578 B). La tum­ 57 Retorno irónico a la arcilla
ba de Edipo se halla en Colono, del país, con una orguilosa acti­
en las fronteras de Atenas (cf. e.g. tud de reserva que es una de las
los análisis de A . J . FESTUGIERE, caras de la ciudad autárquica y
«Tragedia y tumbas sagradas» auto-suficiente. La «cerámica»,
(1973), en Eludes d'histoire et de los vasos, la vajilla como inven­
p h i l o l o g i e , P a r í s , 1 9 7 5, ción de Atenas, elogiada por Cri-
págs. 47-68, y la investigación tias, cf. Fr. LlSSA RA G U E, Un flot
tanto institucional como espacial d’images. Une esthétique du ban-
de P. V id a l - N a q u e t , «Edipo quet grec, París, Adam Biro,
entre dos ciudades. Ensayo sobre 1987, pág. 134.

CAPITULO XIII

1 L a p a la b r a c la v e in d íg e n a mente pág. 171 en cuanto a «par­


metéchein e s tá e x te n s a m e n te a n a ­ ticipar» en la ciudad griega).
liz a d a p o r D . R O U SSE L , Tribu et 2 D . R O U SSE L , Tribu et cité,
cité, P a rís-B e sa n fo n , 1976. U n a París-Besangon, 1976,
c o m p a r a c ió n d ife r e n c ia l e n tr e la págs. 139-156. El reglamento de
c iu d a d a n ía e n G r e c i a y en R o m a : una fratría de Delfos, la de los
P h . G A U T H 1ER, « L a C iu d a d a n ía labiadas, está expuesto con todo
en G r e c ia y en R o m a : p a r t ic ip a ­ detalle por G . R O U G E M O N T ,
c ió n e in te g r a c ió n » , Ktema, 6, «Leyes sagradas y reglamentos
1981, p ág s. 167-179 (e sp e c ia l­ religiosos» en Corpus des Inscrip-
340 L a vida cotidiana de los dioses griegos

tions de Delphes, I, París, 1977, " ISEO, Fr. 5, ed. P. ROUSSEL.


núm. 9 y 9 bis, págs. 26-88. 12 IG II2, 1172.
3 Cf. es estudio con la nueva 13 IG II 2, 1 2 0 4 .
interpretación de los aspectos ar­ 14 Cf. M. DETIENNE, «El es­
queológicos sobre Atenas: Char­ pacio de la publicidad: sus ope­
les W . H ED R1C K Jr. «The Tem­ radores intelectuales en la ciu­
ple and Culi of Apolo Patroos in dad», en Les Savoirs de l’écriture.
Athens», American Journ al o f En Gréce ancienne, ed. M. D e -
A r c h a e o lo g y , 92, 1988, TIENNE, Presses universitaircs de
págs. 185-210. Lille, Lille, 1988, págs. 64-72.
4 Nada de dioses del indivi­ 15 A r is t ó t e l e s , La Consti­
duo en Grecia. tución de Atenas, 54, 3.
3 J. L a b a r b e , «La edad que 16 M. DETIENNE, art. cit.,
corresponde al sacrificio del págs. 67-70.
«kouréion• y los datos históricos 17 A r is t ó t e l e s , La Consti­
del sexto discurso de Iseo», Bu- tución de Atenas, 57, 1.
lletin de l'Academie Royale de 18 C f . M . D e t ie n n e , «H es-
Belgique, Classe des Lettres et des tia m is ó g in a . L a c iu d a d en s u a u ­
Sciences morales et politiques, 5.* t o n o m ía » , e n L'écriture d'Orp-
serie , t. 39, B ru selas, 1953, hée, P a r ís , G a llim a r d , 1989.
págs. 358-394. 19 S y ll1, 526,29-31.
6 Cf. P. V i d a l - N a q u e t , Le 20 Inscriptiones creticae, III, 4 ,
chasseur noir 2, París, 1983, 7, p á g s . 8 7 -8 8 , e d . M . G U A R D U C -
págs. 155-159. CI.
7 Cuya selección está por de­ 21 Cf. El decreto de los ciu­
finir en relación a la configura­ dadanos de Cnoso para dos bien­
ción de cada uno, cf. datos de D. hechores de Magnesia: Inschrif-
R O U S S E L , T r i b u et c i t é , ten von Magnesia, ed. O . KERN,
págs. 133-137. núm. 67 (= S y ll3, 721, I. 32-33).
* Cf. D. WHITEHEAD, The 22 J. y L. R o b e r t alegan es­
Demos o f Attica, Princcton, 1986, tos ejemplos en Bulletin épigrap-
y R. Parker, «Festivals of the At- hique, Revue des études grecques,
tic Demes», en Acta Universitatis 1973, núm. 345, págs. 129-130.
U psaliensis, Bóreas 15, 1987, 23 Estela de Acamas, repro­
págs. 137-147. ducida por C h r . PE LEK ID IS, en
9 Cf. G. DAUX, «El calenda­ Histoire de l’éphébie attique. Des
rio de Tonco en el museo J. Paul origines a 31 avant Jésus-Christ,
Getty», en L 'Antiquité classique, París, 1962, págs. 112-113.
1983, págs. 150-174. Texto (pro­ 24 Cf. las observaciones de
visional): 1. 5, 38, 44. Ph. GAUTHIER, «El Derecho de
10 S e g u im o s la s o b se rv a c io ­ ciudadanía en Atenas», Revue des
nes de R. Pa rker , art. cit., études grecques, 1986,
págs. 140-143. págs. 128-131.
N otas 341

25 La residencia no favorece 36 Cf. Cl. VATIN, «Damiur-


en absoluto la adquisición de la ges et épidamiurges á Dclphes»,
ciudadanía: Ph. GAUTHIER, art. en Bulletin de correspondance he-
cit., pág. 129. llénique, 85,1961, págs. 236-255,
26 Cf. D. WHITEHEAD, The así como G. ROUX, L'amphictio-
Ideology o f the Atkenian Metic, nie, Delphes et le temple d’Apo-
Cambridge, 1977, págs. 86-89. llon au IV’ siécle, Lyon-París,
27 Cf. A. WlLHELM, «Bürge- 1979, págs. 62-65.
rrechtsverleihungen der Athe- 37 ESTRABÓN, IV, 1, 5.
nen», Athenische Mitteilungen, 38 C f . L . R O B E R T , Hellenica,
39, 1914, págs. 257-295. V, París, 1956, págs. 64-69. Texto
28 Decreto de Tasos en el si­ griego en Lois sacrées d'Asie Mi-
glo III antes de nuestra era: Choix neure, ed. F . SOKOLOWSKI, Pa­
d ’inscriptions grecques, ed. J. rís, 1955, núm. 73, págs. 6-8.
P O U IL L O U X , P a r í s , 196 0, Idéntica exigencia, al parecer,
núm. 33,1. 4, págs. 124-126. para los arcontes de Atenas: Po-
29 H erodoto , IX, 33. LLUS, VIII, 85 (citado por SOKO-
30 [DEMÓSTENES], Contra LOWSKl, pág. 172, n. 1).
Neera, 104. 39 C f . M . D e t i e n n e , Diony-
31 Delphinion, núm. 149, ci­ sos mis a m ort2, París, 1980,
tado por J. y L. ROBERT, «Una págs. 174-179.
inscripción griega de Teos en Jo- 40 LISIA S, Discursos, Vi, e d . L .
nia. La unión de Teos y de Ci- G ernet e t M . B lZ O S. E n s u re ­
biso», Journal des Savants, 1976, señ a ( p á g s . 8 9 - 9 3 ), L. G ernet
p á gs . 1 53-235 ( s o br e t o do e x p lic a la s r a z o n e s p a r a d u d a r d e
págs. 230-231). q u e s e m e ja n t e « d ia tr ib a » h aya
32 M. M itsos, «Inscripción s i d o e s c r ita p o r L i s i a s . P o c o im ­
de Estinfalo», en Revue des étu- p o r ta e n e s te c a s o .
des grecques, 59-60, 1946-1947, 41 Discursos, v i , 3 3 .
págs. 150-174. 42 ESQUINES, Contra Timar-
33 L. 29-30; comentario: 155. co, 23, describe cl ceremonial de
34 Estudio sobre la asamblea la ciudad cuando delibera «sobre
de las «cosas sagradas»: G. BU- los asuntos más serios». En este
SOLT y H. Swoboda , Grieschis- orden: las «cosas sagradas», los
che Staatskunde 2, Munich, 1920, heraldos, los embajadores y las
I, págs. 514-516. «cosas civiles». Hiera, relaciones
35 Decreto de Histieo en ho­ exteriores, hósia. Idéntico esque­
nor al banquero Atenodoro de ma según A r i s t ó t e l e s , L a
Rodas: IG, XI, 4, 1055, traducido Constitución de Atenas, 43, 6.
y comentado en Choix d ’inscrip- 43 W. VOLGRAFF, Le décret
tions grecques, ed. J. POUILLOUX, d'Argos relatif á un pacte entre
París, 1960, núm. 7, 1. 25-35, Knossos et Tylissos, Amsterdam,
págs. 42-44. 1948, en particular pág. 89.
342 L a vida cotidiana de los dioses griegos

44 Cf. N. LORAUX, «Solón y 55 J e n o f o n t e , Oeconomi-


la voz de lo escrito», en Les sa- cus, v, 12.
voirs de l’écriture. En Gréce an- 54 R . M a r t i n , Recherches
cienne, ed. M . DETIENNE, Lille, sur l'agora grecque, París, 1951,
1988, págs. 95-129. págs. 174-194.
43 S. DOW, «The Law Codes 55 Cf. J . P. V E R N A N T , Mythe
of Athens», Proceedings o f the et pensée chez les Grecs 12, París,
Massachussets Historical Society, 1985, pág. 281.
71, 1953-1959, págs. 3-35. 54 C f . M . D E T IE N N E , L ’écri­
46 L isia s , Contra Nicómaco, ture d ’O rphée, París, 1989,
25. págs. 85-98.
47 K . C l i n t o n , «The Natu- 37 Según palabra de Terame-
re of the fifth-century revisión of ncs amenazado de muerte por
the Athenian law code», Hespe­ Critias y que salta hacia el altar
ria, Suppl. X I X , 1982, de Hestia en el ágora: JE N O F O N ­
págs. 27-37. T E , Helénicas, II, 3 , 5 2 .
48 Cf. el testimonio de P O R ­ 58 Observación de L. GER-
FIRIO, De abstinentia, IV, 2 2 , y N E T y A . B o u l a n g e r , Le Génie
también R. S. ST R O U D , «Dra- grecdans la religión, París, 1932,
kon’s Law on Homicide» (Uni- pág. 171. Libro excepcional, el
versity o f California. Classifical mejor en este campo, que hemos
Studies, 3), Berkelcy y Los An­ seguido en todo nuestro estudio.
geles, 1968, págs. 65-83. 59 « C l a r a v is ió n » en el se n ti­
49 Platón , Leyes, 818a. d o g r ie g o d e enargés e m p le a d o
50 F. SOKOLOWSKI, Lois Sa- por E p ic u r o , Epicúrea, e d . H .
crées des cités grecques, París, U SE N E R , III, p á g . 1 2 3 ); p la n te a
1969, núm. 3, págs. 5-8. q u e « l o s d io s e s e x is te n , y el c o ­
51 Id. ibíd., núm; 96, 3 (y el n o c im ie n to q u e te n e m o s d e e llo s
conjunto): epanorthón. e s u n a c la r a v is ió n » . C f . las o b ­
52 F . SOKOLOWSKl, Lois sa- s e r v a c io n e s d e P . V EY N E, « S e ­
crées des cités grecques. Supplé- m ió t ic a d e lo s d io s e s d e l p a g a n is -
ment, París, 1962, núm. 18, B, m o», Poétique, 54, 1983,
págs. 11-14. p á g s . 1 3 1 -1 3 3 .

CAPITULO XIV

1 U n a b u e n a p r e g u n t a p a ra meliouchos: E. W U ST , s.v. «Po-


lo s in v ita d o s q u e h a r e u n id o P L U ­ s c id ó n » , Paulys Realencyclopddie
TA R C O , Cuestiones de mesa, IX , der classischen Altertumswissens-
6 , 741a-b . chaft, X X , 1 (1 9 5 3 ), c . 4 9 3 - 5 0 4 .
2 Asphaleios, gaiéochos, the- 3 Cf. supra, págs. 193-194.
N otas 343

4 M. D E TIE N N E , «Las Danai- autoctonía, el dilema de saber si,


des entre sí. Una violencia fun­ verdaderamente «no hay autocto­
dadora del matrimonio», en L ’é- nía para las mujeres», sobre lo
criture d ’Orphée, París, Galli- oportuno de la siguiente cuestión
mard, 1989. mitológica: ¿«a quién beneficia»
5 A LC E O , Fr. 129 Lobel-Pa- tal o cual relato?
ge. Cf. W. PÓTSCHER, Mera. Ein 14 Le Turbot, de G ü NTER
Struklturanalyse im Vergleich mit GRASS, gran libro de mitología
A t h e na , D a r m s t a d t , 1987, (tr. fr. de J. AMSLER, Seuil, 1979)
págs. 14-19. ameno y con muchos datos.
6 M . D E TIE N N E , «Guisos de 15 Al azar: V. SOLEIM, «A
mujeres o cómo engrendar sola», Greek dream. To render women
en L ’écriture d ’Orphée, París, supcrfluous», Social Science In­
Gallimard, 1989. f o r m a t i o n , 2 5 , 1, 1 8 7 6 ,
7 V ARRÓ N en S a n A g u s tín , págs. 67-82.
La dudad de Dios, 18, 9. 16 N . L o r a u x , op. cit.,
11 Scholie a Aristophane, Plou- págs. 12-15; 20-22.
tus, 773. 17 N . L o r a u x , op. cit.,
9 E s q u i l o , Eu mé ni de s, p á g . 145.
V . 737-738. 18 Himno a Apolo, v. 311;
10 P a u s a n i a s , V, 3 , 2. 314-320.
11 C f . L . B r i s s o n , Le Mythe 19 Véase N. LO R A UX , L 'in­
de Tirésias. Essai d'analyse struc- vención d ’Athénes. Histoire de
turale, Leiden, 1976. l’oraison fúnebre dans la •a té
12 C f . C l a i r e N a n c y , « E u ­ classique», París-La H aya, Mou-
r íp id e s y el p a r t id o de las m u je ­ ton, 1981.
r e s » , Quademi Urhinati di cul­ 20 Cf. « L a a u to c t o n ía , u n t ó ­
tura classica, 1 7 , 1 9 8 4 , p ic o ateniense», en N . L O R A U X ,
p á g s . 1 1 1 -1 3 6 . Les enfants d'Athéna, París, 1981,
13 Pregunta que se plantea p á g s . 3 5 -7 3 .
implícitamente en el excelente li­ 21 ¡liada, c a n to U, v . 5 4 7 -
bro de N . L o r a u x , Les enfants 5 5 1 : tíktein... zéidoros.
d ’Athéna. Idées athéniennes sur 22 Volviendo otra vez a N.
la citoyenneté et la división des LORAUX, Les enfants d ’Athéna y
sexes, París, F. Maspéro, 1981. L ’invention d ’Athénes.
Un libro nuevo, valiente a la hora 23 Además de los trabajos de
de tomar postura y que incita a COLIN A u s t in , «Nuevos frag­
discutir francamente como lo he­ mentos del “ Erecteo” de Eurípi­
mos hecho con el autor, a viva des», en Recherches de papyrolo-
voz y en más de una ocasión. Dis­ gie, IV, París, 1967, págs. 11-67,
cusión que se centra sobre el sen­ con un comentario esencial, re­
tido de la historia de Praxítea, las comendamos una edición muy
relaciones entre la fundación y la completa de la obra realizada por
344 L a vida cotidiana de los dioses griegos

P . C A RR A R A , Euripide. Eretteo, 32 Cf. J. T a j l l a r d a t , Les


Florencia, 1977. Images d ’A ristophane, París,
24 Fr. 18, v. 90-91, ed.P. CA­ 1965, págs. 391-393.
RRARA. 33 Fr. 18, v. 11-14.
23 N o está en absoluto olvi­ 34 IG / 2, 24.
dada, sino que incluso aviva la ri­ 33 L IC U R G O , Contra Leócra-
validad de las sacerdotisas de Ate­ tes, 98.
nea y de los sacerdotes de Posei- 36 Fr. 8, v. 1-2, ed. P. CARRA­
dón-Erecteo elegidos en el mis­ RA de quien tomamos la interpre­
mo genos, la misma familia de los tación (62): fuerza, krátos.
Eteobútadas, pero en unos lina­ 37 Fr. 10, v. 38-39.
jes que, al parecer, no se cruzan 38 Fr. 10, v. 34-35.
entre sí. Cf. R. S. J. G A R L A N D , 39 Fr. 10, v. 15.
«Religions Authority in Archai'c 40 Fr. 10, v. 38-39: pro gáias.
and Classical Athcns», Annual o f 41 Ion, 278: pro gáias sphágia
the British School at Athens, 79, parthénous ktanéin.
1984, págs. 77-78. Véase respecto 42 Y cuando Atenea le habla
al altar de Olvido, situado en el a Praxítea del esposo, de Erecteo
Erecteion según N. L O R A U X , y «tu esposo...» (Fr. 18, v. 16; 66;
del discurso político que hace la 90).
cxégesis, «El Olvido en la ciu­ 43 Fr. 10, v. 43-45.
dad», Le Temps de la réflexion, 44 Fr. 10, v. 50-51: lochéuma-
l, 1980, págs. 213-242. ta.
26 Según FA N O D EM O , en F. 45 D e m a r a t o en F. Gr. Hist.
Gr. Fíist. 325 F r. 4 Jacoby: Pri­ 42 F 4 Jacoby.
mera-Nacida y Pandora heautás 46 Fr. 18, v. 67-89.
sphagén ai, con las gargantas 47 Una Pandora que no es el
abiertas. maniquí, el artefacto-mujer del
27 Fr. 18, v. 96-97, ed. P. CA­ buen Hcsíodo. Pandora y Proto-
RRA RA. genia: unos nombres transmiti­
22 De acuerdo con H. Van dos por FANODEMO (F. Gr. Hist.
LOOY, «El Erectco de Eurípi­ 325 F 4 Jacoby) que ve en gran­
des», Mélanges Marie Delcourt, de, seis hijas, una familia numero­
Bruselas, 1970, pág. 121. sa.
29 C f. B. G . D lE T R lC H , 48 Confidencia de Arístides,
Death, Fate and Gods, Londres, ed. Dindorf, 1, pág. 191.
1965, págs. 102-104; P. ROESCH, 49 Fr. 10, v. 32-35.
Etudes béotiennes, París, 1982, 30 Fr. 18, v. 73-74.
págs. 215-216. 31 Fr. 18, v. 75-82.
30 Fr. 10, v. 8, ed. P. C A R R A ­ 32 El papiro de la Sorbona
RA. está demasiado deteriorado en el
31 F r. 10, v. 5-10, ed. CARRA­ v. 82.
RA: ktízein. 33 Fr. 18, v. 87.
N otas 345

54 Fr. 18, v. 83-86. Cf. las ob­ 919d). Cf. M. D E TIE N N E , «¿Qué
servaciones sobre los «sacrificios es un emplazamiento?» en Tracés
sin vino»: J. BlNGEN, «Eurípides, de fondation, ed. M. D E TIE N N E
Erecteo, 84», Chronique d ’Egyp- (próxima edición).
te, 43, 1968, págs. 56-58. 44 Desmintiendo así la afir­
55 E s q u i l o , Euménides, mación pesimista de que no exis­
V. 107. te autóctona femenina y matizan­
54 Cf. P. CARRARA, Euripide. do también las tímidas conclusio­
Eretteo, Florencia, 1977, pág. 86. nes de quienes insisten en el pa­
57 Fr. 18, v . 4 8 , e d . P . C A ­ pel de la mujer en la transmisión:
RRARA. «[la mujer ateniense] transmite la
58 Fr. 18, v. 9 0 - 9 4 , e d . P . C A ­ autoctonía» (P. B r u l e , La filie
RRARA. d'Athénes, París, 1987, pág. 395).
M Poseidón y Erecteo están 45 Cf. los recientes análisis de
asociados encl culto ateniense P. B r u l e , La filie d ’Athénes, Pa­
mucho antes de la «fusión» for­ rís, 1987. Y también de P. B r u -
mulada (¿o inventada?) por Eu­ LE, «Aritmología y politeísmo.
rípides. Véanse datos y recons­ En la lectura de L. Gerschel», en
trucciones en M. L ACORE, «Eu­ Les grandes figures religieuses.
rípides y el culto de Poseidón- Lire les Polythéismes 1, París,
Erecteo», en Revue des études 1986, págs. 35-47.
artciennes, 1983, págs. 215-234. 44 P. b r u l e , La filie d ’Athé­
40 U n a víctima que adopta el nes, París, 1987, pág. 29.
nombre de su asesino o un ase­ 47 C h r . PE LEK ID IS, Histoire
sino que toma el nom bre de su de l ’éphébie attique, París, 1962,
víctima (com o A p o lo que se con­ págs. 111-113.
vierte en Hyákinthos): M . L A C O - 48 FlLO C O R O , F. Gr. Hist.
RE, op. o í., pág. 217, n. 4. 328F 105 Jacoby.
41 Más que convertido en 49 ¿Aition o «relato explicati­
dios autóctono, como dice M. vo» de un rito de transición, el
LAC O R E, op. o í., pág. 233. de la adolescencia de los jóvenes?
42 Fr. 10, v. 46-49. Es algo breve, sobre todo para
43 Fr. 10, v. 95 (eksanorthósa un historiador que escribe su te­
bátbra). Fórmula semejante, pero sis sobre historias de este tipo (P.
en un tipo de fundación radical BRULE, op. cit., pág. 31). Más tar­
bajo la que lentamente se descu­ de, el mismo historiador (op. dt.,
bre otra, anterior, en tanto que págs. 112-113) invita a reflexionar
aparece el dios Apolo «levantan­ sobre la Agraulo hija de Cécrope
do» (anorthón) y «fundando de culpable de curiosidad al mirar lo
nuevo» (pálin katoikizei) la ciu­ que contiene la caja negra entre­
dad de Magnesia, la ciudad de las gada por Atenea, y que se suicida
Leyes puesta en escena en la úl­ o muere a causa de la cólera de
tima obra de PLATÓN (Leyes, XI, Atenea. Es la Aglauro asociada a
346 L a vida cotidiana de los dioses griegos

la fiesta de luto de los Plyntéria, art. cit., p á g . 6 0 , n . 3 7 ) a lo s d io ­


cuando se le quitan las vestimen­ s e s tr a d ic io n a le s ( C h r . PELEKI-
tas al viejo ídolo de Atenea, se la DIS, op. cit., p á g s . 2 1 7 - 2 1 8 ).
lava y se la viste luego con ropa 77 Agraulo, esposa de Ares:
nueva. Quizá Aglauro está aquí tradición en tomo al Areópago,
como patrona de los «servicios [A P O L O D O R O ], Biblioteca, II!,
domésticos» y su muerte, por la 1 4 , 2; HELLAN1KOS, F. Gr. Hist.
falta cometida, invita a la comu­ 329a FI Jacoby.
nidad a iniciar «la gran limpieza 78 Evagoras, 47. Cf. J. POUI-
de principios de verano». L L O U X , «¿Sincretismo religioso
70 Cf. F. VIAN, Les origines en Salamina de Chipre?», en Les
de Thébes. Cadmos et ¡es Spartes, Syncrétismes dans ¡es religions de
París, 1963, págs. 206-215. l ’A n t i q u i t é , L e id e n , 1975,
71 Situado al este de la Acró­ págs. 76-86.
polis; estudio topográfico en 79 PO R FIR IO , De Abstinentia,
G. S. D o n t a s , «The True Aglau- II, 54.
r i o n » , He s p e r i a , 52, 1983, 80 Un golpe de jabalina mató
págs. 48-63. al «caballo de octubre» en Roma,
72 Fórmula de FlLO C O R O (F. durante una fiesta claramente
Gr. Hist. 328 F 105 Jacoby). Los guerrera de Marte, el homólogo
propylaia de la polis, en el senti­ latino de Ares. Cf. G. D um ÉZIL,
do de Acrópolis con su muralla, Fétes romaines d'été et d ’autom-
la ciudad reducida, condensada, ne, París, 1975, págs. 145-149; y
esencial. por el puro placer de leer un mag­
73 Testimonio del propio Fl­ nífico análisis sobre la cola y la
LOCORO (F. Gr. Hist. 328 F 105 cabeza, véase «los últimos estre­
Jacoby). mecimientos del caballo de octu­
74 De pasada, P. BRULE cali­ bre» (págs. 181-219).
fica a Aglauro como autóctona 81 M . GUARDUCCI, «Una
pero sin convicción (op. cit., nuova dea a Naxos in Sicilia e gli
pág. 113). La autoctonía femeni­ antichi Icgami fra la Naxos sice-
na ateniense habría orientado de liota e l’omonima isola del le Ci-
manera diferente su investigación cl adi », Mélanges de l'E co le
en La filie d ’Athénes. franfaise de Rome, 97, 7, 1985,
7i C f. P. BR ULE, op. cit., págs. 7-34.
págs. 32-33. 82 El juramento de los efebos,
76 Inscripción que fue publi­ del siglo IV antes de nuestra era,
cada en 1983: Hesperia, 52,1983, grabado en la estela de Acamas,
52, 1, págs. 1-12. No son los «sa­ un demo del Atica, se presenta
crificios de entrada» de los efe- como una consagración hecha
bos, ofrecidos en el Pritaneo por el «sacerdote de Ares y de
(nueva dirección, señalada por Atenea Areia».
D O N TA S : «20, Tripodon Street», 83 A r is t ó f a n e s , Mujeres en
N otas 347

las Tesmoforias, v . 5 3 3 ; B lO N DE 93 IG I I 2 1039, 1. 5-6, 57;


P R O C O N E SO ,F. Gr. Hist, lll b, 2221, 1.21 (PELEKIDIS, op. cit.,
pág. 166Jacoby. pág. 256).
84 M. D E TlE N N E , «Violentas 94 El escenario cronológico es
eugénies. En plenas Tesmoforias: dudoso. No se conoce fecha para
mujeres cubiertas de sangre», en el juramento. En Pianepsion, mes
M. D E TlE N N E , J. P. V e r n a n t et de las «fiestas del retorno», como
alii, La cuisine du sacrifice en pays sugiere P ie r r e V i d a l - N a q u e t
g r e c \ París, 1981, págs. 183-214. en Le chasseur noir 2, París, 1983,
85 C f. P. BR ULE, op. cit., pág. 164.
p á g s. 3 4 -38. 95 A r i s t ó t e l e s , Constitu­
86 En tanto que es Aglauro, ción de Atenas, 42, 3.
la sacerdotisa de Atenea, la que 96 P l u t a r c o , Licurgo, 26, l.
inventa el hábito, los adornos 97 Al redactar el artículo
(kósmos) (Anécdota graeca, I, «agrónom os», guardianes del
2 7 6 , ed. I. B e k k e r ) ; luego viene agros, del territorio abierto, el
la «colada», con las Plinterias, en Platón de las Leyes pone a punto
recuerdo de la muerte, según se un método para cuadricular el es­
dice (P. B r u l e , op. cit., pacio, lo que en dos años pro­
págs. 105-113). porcionará a los jóvenes un per­
87 Scbol Pittd. Pytbiques, IV fecto conocimiento del país en
1 0 6 a, e d . A. G . DRACHM ANN, sus mínimos detalles.
t. II, p á g . 11 2 , 1 7 , c it a n d o a M na - 98 Cf. Chr. PELEKIDIS, op.
SEAS DE PATARA (Fragmenta his- cit., pág. 271.
toricorom graecorum III, p á g . 150 99 Véase en general sobre este
e d . M ú lle r ). aspecto del efebo, vagabundo,
88 T e x t o p u b lic a d o en Hespe­ «cazador negro», las investigacio­
ria, 52, 1983, 52, 1, p á g s . 12-14, nes de P. V i d a l - N a q u e t , op.
e d . D O N T A S. cit., págs. 123-207, y las aposti­
89 Cf. los textos analizados llas tituladas «The Black Hunter
revisited», Proceedings o f the
por M . D E TlE N N E , Les Jardins
Cambridge Philological Society,
d ' A d o n i s 2, P a r í s , 1 9 7 9 ,
núm. 212, 1986, págs. 126-144.
págs. 206-207.
100 También nosotros segui­
90 Cf. Chr. PELEK1DIS, His-
m os a P E L E K ID IS , op. cit.,
toire de l’éphébie attique, P a r ís , págs. 211-256.
1962, p á g s . 112-113. 101 Cf. G. B a r b if .RI, J. L.
91 P a u s a n i a s , i , 8 , 4. D u r a n d , «Con ¡1 bue a spalla»,
92 Cf. Chr. PE LEK ID IS, op. Bolletino d ’Arte, 2 9 , 1985,
cit., págs. 211-256, en donde se págs. 1-16 (sobre todo 9-14).
analiza con minuciosidad epigrá­ 102 C f. F i l ó n , Quod omnis
fica la participación de los efebos probus líber sit, 140 y lo que co­
en «la vida religiosa y agonística menta L . D e u b n e r , Attische Fes-
de la ciudad». te (reed.), Berlín, 1956, pág. 214.
348 L a vida cotidiana de los dioses griegos

CAPITULO XV

1 Cf. supra, pág. 197. gence. La métis des G recs2, Pa­


2 Papyrus de Dervéni, c. 17, rís, 1978, págs. 176-200.
8- 10. 7 H ESÍO D O , la Teogonia,
3 La mixis, la Mezcla, Afro­ 187-206. Cf. J. RUDHARDT, Le
dita-Armonía: tanto a lo largo de Role d ’Erós et d'Aphrodite dans
todo el Himno homérico en su les cosmogonies grecques, París,
honor como en el poema de Em- 1986.
pédocles (cf. J. BOLLACK, Empé- * C f. en ú lt im o lu g a r , M.
docle. I. Introduction d ¡ ’ancien- O L E N D E R , « E l n iñ o P r ía p o y s u
ne physique, París, 1965, (passim). f a lo » e n Souffrance, plaisir et pen-
* P l u t a r c o , Las cuestiones sée, e d . J . C A ÍN y A . d e M ljO -
romanas, 264B y otros elementos LLA , P a r ís , 1 9 8 3 , p á g s . 1 4 1 - 1 6 4 ;
en M . DETIENNE, s.v. «Matrimo­ « P r í a p o e l c o n tr a h e c h o » e n Le
nio (Poderes del...)» en el Dic- temps de la réflexion, V il, 1 9 8 6 ,
tionnaire des mythologies, ed. Y. p á g s . 3 7 3 -3 8 8 .
B o n n e f o y , i i , P arís, 1981, * Ph. BORGEAUD, Recherches
págs. 65-69. Una excelente intro­ sur le dieu Pan, Ginebra, 19789,
ducción en el estudio L ’amore in págs. 116, 132.
Grecia, ed. C l. CALAME, Roma- 10 H. J e a n m a ir e , Dionysos.
Bari, 1983. En su Dionysos (Pa­ Histoire du cuite de Bacchus2,
rís, 1985), M. D a r a k í pone las París, 1970, pág. 42, de acuerdo
Antesterias como núcleo de un con L. Deubner. A su manera,
análisis global sobre el que no W. F. OTTO (Dionysos. Le mythe
queremos insistir aquí, si no es et le cuite 2 [1948], tr. fr. P. L ev y ,
para constatar que la invasión «de París, 1969, págs. 181-189) ha
la sexualidad en estado puro» en puesto de manifiesto el lugar de
el rito de las Antesterias, denun­ la sexualidad en el dionisismo,
ciada por M. DARAKI, no apare­ pero en realidad cl falo no tiene
ce en ninguna pane (salvo en un tanto interés pues hay demasia­
contrasentido a propósito de das madres y nodrizas, y es «au­
symméixis y en un pequeño vaso ténticamente femenino».
de Lucania muy retocado). El 11 L . D e u b n e r , Attische Fes-
sexo salvaje de Dioniso no está te, B e r lín , 1 9 5 6 , p á g s . 1 3 8 -1 4 2 .
en la reunión. N o es el único, en 12 Sobre las ceremonias cívi­
este Dionysos. cas y el sentido que se despren­
3 Por ejemplo, en La religión de, véase S. GOLDHILL, «Antro­
romaine archaique 2, París, 1974. pología, ideología y las Grandes
O también Petes romaines d'été Dionisiacas», en Anthropologie et
et d ’automne, París, 1975. théátre antique, ed. P. GHIRON-
6 Cf. M. DETIENNE y J. P. B lS T A G N E , Montpellier, 1 9 8 7 ,
VERNANT, Les Ruses de l'intelli- págs. 5 5 - 7 4 , «Great Dionysia and
N otas 349

c iv ic ¡d e o l o g y » , Journal o f Helle- Métis, II, 1, 1987, págs. 63-90.


nic Studies, 1 9 8 7 , p á g s . 5 8 -7 6 . 24 Cf. los artículos de M.
13 L . D EU BN ER, op. cit., Ol.ENDER citados en la n. 8.
p á g . 1 4 1 , y R . M E IG G S y D . LE - 27 Datos e interpretaciones de
WIS, A Selection o f Greek Histo- M. OLENDER en esos mismos ar­
rical ¡nscriptions, O x f o r d , 1980, tículos. La próxima aparición de
n ú m . 4 9 , 1, p á g s . 1 1 -1 3 . su libro nos ofrecerá la síntesis
M P h . B r u n e a u , Recherches de sus recientes investigaciones.
sur les cuites de Délos, P a r ís , 28 A r is t ó f a n e s , L os Acar-
1970, p á g s. 312-319. nianos, v. 259-260, así como PLU­
15 Schol. Aristophane, Achar- TARCO, Sobre el amor a las ri­
niens, 2 4 2 . C f . la f a lo f o r ía tr a s lo s quezas, 8, 527 D.
tre s l ic n o fo r o s — p o r t a d o r e s del 29 F. Vían , «Mclampo y las
h a r n e r o s a g r a d o — en la in sc r ip - Prétides», Revue des études an-
c ió d e l t ía s o d e T o r r e N o v a en el ciennes, 1965, págs. 25-30.
M e t r o p o lita n M u se u m . 30 Cf. en particular los análi­
16 H ero d o to , 11, 4 8 . sis de Fr. FRONTISI-DUCROUX,
17 C f . M . D E T IE N N E , Diony- «Imágenes del menadismo feme­
sos d ciel ouvert, P a r ís , 1986, nino: los vasos de las "lencas” »,
p á g s. 1 2 -25; 50-54. en L ’A ssociation dionysiaque
18 Schol. Aristophane, Achar- dans les sociétés anciennes, ed. O.
niens, 2 4 3 . D e CAZANOVE, R om a-París,
19 M . D E T IE N N E , op. cit., 1986, págs. 165-176.
p á g . 51. 31 Fr. FRONTISI-DUCROUX,
20 PAUSAN1AS, X, 19, 3 . «Los límites del antropomorfis­
21 P h . Bru n eau , op. cit., mo; Hermes y Dioniso», en Le
p á g s. 3 1 2 -314. temps de la reflexión, Vil, 1986,
22 M . P . N lL S S O N , Griechis- págs. 193-211.
che Feste, 1 9 0 6 , p á g s . 2 8 0 -2 8 2 . 32 Munich 8934: M. ROBERT-
23 Schol. Lucien, Dialogue SON, «A mufled Dancer and ot-
d es d i e u x , 1-5, e d . R A B E , hers», Mélanges A. D. Trendall,
p á g s . 2 1 1 , 1 4 -2 1 2 , 8. Sydney, 1979, págs. 129-134
24 P r i a p i s m o : G a LIEN, Vil, (pl- 34, 3-4).
7 2 8 ; X, 9 6 7 - 9 6 8 ; XIII, 3 1 8 , y S a - 33 Atenas 9690: H. METZ-
t ir ía s is : XIX, 4 2 6 e d . K Ü H N . T e x ­ GER, Recherches sur l’imagerie
t o s e x p u e s t o s en s u s a n á lisis d e a th én ien n e , P a r ís, 1965,
P r ía p o p o r M . OLENDER, « E l págs. 50-51.
n iñ o P r ía p o y s u f a l o » , en Souf- 34 Hemos insistido en ello:
france, plaisir et pensée, ed. J. Dionysos á ciel ouvert, París,
C a ín y A. D e M ijo l l a , P a r ís, 1986, págs. 79-99.
1 9 8 3 , p á g . 14 8 . 35 Dionysos a ciel ouvert,
23 F . L issa r a g u e , «So b re págs. 89-95.
la sexualidad de lo s S á tiro s» , 34 703b 3-26.
350 L a vida cotidiana de los dioses griegos

37 Parties des animaux, IV, posturas, muy apreciado en por­


11, 689 a 20-31. nografía por los Antiguos y las
3® JÁMBLICO, De mysteriis Antiguas. Hoy en día dispone­
Líber, I, 11. Con las observacio­ mos de un estudio sobre esta mu­
nes de P. B o y a n c e , «Dionisia- jer de talento gracias a D. W. J.
ca», Revue des études anciennes, VESSEY, «Filaenis», en Revue bel-
1966, págs. 43-44. ge de Philologie et d ’Histoire, 54,
39 Por ejemplo cuando Filae- 1976, págs. 78-83.
nis escribe un tratado sobre las

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