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MEMORIAS
INMARCESIBLES

Dashten Geriott

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No se permite la reproducción total o parcial de este libro —disponi-
ble únicamente en formato digital—, ni su incorporación a un sistema
informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier
medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u
otros medios con fines lucrativos, sin el permiso escrito del editor.

Memorias Inmarcesibles
© Dashten Geriott, 2015
Perú
Fotografía de la portada: © Alik Griffin
Diseño de la portada: Ana Faviel
Código de registro: 1511075727444

Contacta al autor:
www.dashtengeriott.tumblr.com
En sus redes sociales: Dashten Geriott
Fecha de publicación: Noviembre, 2015

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NOTA DEL AUTOR

Voy a dejar que sean ustedes quienes le pongan voz


y vida a estos textos. Voy a convertirme en un lien-
zo en blanco y ustedes pintarán en mí lo que les
nazca tras saber lo que le oculto a las personas que
dicen conocerme. Voy a dejar que me odien por
ser un cobarde, por permitir que las cosas me calen
hondo, pero también dejaré campo abierto para
quienes decidan congraciarse conmigo y abracen
estas palabras con la fuerza que me falta para admi-
tir que, a mi pesar, me hace mucha ilusión saber
que alguien se detiene un momento de su vida para
leer algo que he escrito. Este libro, a fin de cuen-
tas, es el resultado de un montón de pretextos, fra-
casos, sonrisas, recuerdos, tanto míos como ajenos.
Me gusta mirar y escuchar a las personas que ocul-
tan buenas historias detrás de su silencio. Algunos
van a reconocerse aquí y eso será bonito, créanme.
Sin más, les dejo continuar con la lectura.

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Bienvenidos a mi mundo.
Confío en que los daños neuronales
no sean permanentes.

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EN MIS MANOS

E s un secreto —dijo, la sonrisa felina a un


par de centímetros de mi boca.
—¿Qué es tan secreto? —pregunté.
—Cuánto te quiero.
Rocé suavemente su mejilla con los nudillos
de mis dedos, como queriendo leer en su piel
alguna explicación que me sacase de dudas.
—Coqueteas mucho —atiné a decir—. Supongo
que es natural en ti, está en tus genes.
Me miró sin pestañear y sin perder la sonrisa.
Se inclinó lentamente y sentí sus labios recorrer
mi cuello, provocándome un leve escalofrío. Sus-
piré.
—¿Y tú? —murmuró—. ¿Eres seductor? ¿Está
en tus genes?
Le dediqué una sonrisa.
—No —contesté—. Está en mis manos.
Y comencé a acariciarla.

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LA CHICA DE LOS OJOS TRISTES

A veces, cuando miraba al cielo a través del


cristal de su ventana, parecía que el in-
vierno quedaba atrapado en sus ojos. La
lluvia, las calles anegadas de ausencia, le contaban
historias más interesantes de lo que era la vida real
misma. Lo veía todo con aire melancólico, como
si quisiera encontrar en aquellas avenidas embru-
jadas el rastro de ese alguien que se fue sin des-
pedirse.
Puedo asegurar, sin ir más lejos, que la nos-
talgia que se la devoraba por dentro la hacía pre-
ciosa. Yo la observaba, al otro lado de la calle, y
no temo confesar que mi momento favorito del
día era aquél que prometía instantes de su mirada
perdida en ninguna parte. Escondido entre som-
bras y silencio, supe que aunque el tiempo pasara
nada ni nadie podría arrancarle esa tristeza vene-
nosa que corría por sus venas. Para mí estaba cla-
ro que ella quería ver en el cielo esa vida que se le
negó o —supuse— llegó a perder por el camino.
Entendía también que yo nunca formaría parte de

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ella y que estaba condenado a mirarla de lejos, co-
mo se mira a todo sueño imposible, un sueño que
le pertenece a otra persona.
Durante aquel tiempo aprendí de memoria
sus citas con la lluvia y sus frecuentes intentos por
evadir la realidad. Aprendí, a solas, envenenado
de envidia, a odiar a aquel espectro en forma de
amor perdido que parecía impedirle que viera
más allá de su ventana, pero también odié a aquel
idiota que nunca tomó valor para decirle que la
quería, aunque sonara absurdo el hecho de poder
alimentar un sentimiento a base de miradas furti-
vas y deseos inconfesables. Algunas noches, inclu-
so, al mirarme en el espejo, comenzaba a odiarme
por ser quien era y no por ser lo que ella quería.
Sea quien fuere quien ocupaba su mente mientras
miraba al invierno teñir de gris el cielo, lo que
estaba claro es que era el hombre más afortunado
del mundo. Y también el más imbécil, por no
darse cuenta de la fortuna que había en sus manos
y por cómo permitía que se asfixiara con el peso
de la indiferencia.
Para mí se veía muy linda, a pesar de todo,
cuando pasaba horas encerrada en su mundo,
perdida en sus pensamientos. Pensamientos que,
para mal de mis pesares, nunca iban a ser para mí.

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LA CHICA SIN NOMBRE

S i hubiese habido la posibilidad de morirme


en su sonrisa lo habría hecho hace tiempo.
Aunque hubiera sido, sin embargo, una es-
pecie de contradicción. Su sonrisa era la única
cosa en este perro mundo por la que hubiera vali-
do la pena seguir viviendo.
La conocí en la secundaria, el último año.
Por entonces yo no veía en las chicas nada más
que una oportunidad para dejar el tedio del abu-
rrimiento a un lado. Una vez, mi amigo, que ha-
bía visto mi cara de idiota al mirarla, me dijo:
—Es una de esas por las que valdría la pena jo-
derse la vida.
Hasta aquel momento no supe si lo decía por
experiencia o como un modo de solventar un es-
cape de ese martirio que le venía todos los días en
forma de mujer. Había tenido una novia que un
día lo dejó plantado y cuando él fue a buscarla la
encontró con otro tipo de la mano en la puerta de
su casa. Nunca conocí a la chica, pero supuse que,

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por la visión que tenía mi amigo, debió valer la
pena, al menos por un tiempo.
—¿Y por qué no le hablas? —me preguntó,
solícito—. ¿Sabías que una de las peores maneras
de querer a alguien es en silencio?
Yo sólo miré al patio, donde ella hablaba con
sus amigas. Siempre estaba en el mismo lugar, y
debo reconocer que mi parte favorita del día era
ése. Por alguna razón, cuando la miraba a ella, el
resto de mujeres desaparecía como por ensalmo.
A la salida hacía el camino de regreso a casa solo,
arrastrando el alma y mi mochila con las cartas
que escribía en clase y nunca me atrevía a darle.
Los días pasaron entre casualidades y una doloro-
sa necesidad de poder mirarla a los ojos sin sentir
que estaba rompiendo alguna regla.
Los exámenes los pasaba en trance, fingiendo
una concentración proverbial por los números en
el papel que parecían un acertijo indescifrable,
aunque yo sólo me imaginaba trazando con cali-
grafía aritmética el talle de su cuerpo y calculando
la cantidad de carpetas que restaban para llegar a
la suya. Por aquel tiempo comprendí que nunca
iba a ser el mismo, que para mal de mis pesares
iba a tener que cargar con el recuerdo de mi co-
bardía taladrándome la conciencia, haciéndome
caer en la cuenta de que si hoy fuera posible re-

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gresar en el tiempo lo haría con el fin de abofe-
tearme y lanzarme a su encuentro.
Recuerdo un día en que mi compañero me
encontró en el recreo, sentado en una de las tri-
bunas del estadio del colegio, donde me refugiaba
en mis pensamientos, lejos del mundo.
—¿Cómo le dices a alguien que le quieres? —
pregunté.
Él me miró como si fuese idiota.
—Te paras en frente de ella y le gritas: “¡Te
quiero!”
Sonreí. Mi amigo era una de esas personas
que son capaces de romper el silencio con el
sonido de tu propia risa.
—¿Y si no me quiere a mí?
—Quién sabe. Tendrías que averiguarlo por ti
mismo. El amor es uno de esos desafíos a los que
uno se enfrenta sin estar preparado.

Al día siguiente, cuando fui a buscarla al pa-


tio, sus amigas hablaban entre ellas, cabizbajas.
No había rastro de la chica que me robaba el pen-
samiento.

Muchas veces he escuchado que el tiempo lo


dice todo, pero hasta ahora no sé qué fue de ella,

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ni por qué desde aquel día nunca más volvió a cla-
ses. Me gusta pensar que encontró algún lugar
mejor en el que estudiar y hacer amigos. Que su
vida y sus planes van viento en popa y que de vez
en cuando encuentra los recuerdos más bonitos
dentro de un par de canciones. De verdad lo es-
pero.
Nunca supe su nombre, y eso en parte es un
alivio. Supongo que, de haberlo sabido, habría
perdido la libertad de pronunciar cualquier otro
sin sentirme culpable. Luego conocí a otras chicas
pero me di cuenta de que no podría encontrar su
sonrisa en ninguna de ellas y que sería incapaz de
sentir lo mismo que sentí por la primera. Ya ni
quise intentarlo. Fue la primera chica que quise
en serio, y lo jodido es que nunca se lo dije. Mi
vida no ha sido la misma, como lo sospeché. He
perdido la habilidad de caminar por cualquier ca-
lle sin esperar encontrar a nadie que me traiga
noticias de ella. Estoy perdido. Mi amigo tenía
razón, ella lo valía.

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UN TERRENO PELIGROSO

R ecuerdo esa noche. El temporal se derra-


maba tras los cristales, acribillando con
balas de agua el departamento. La luz
eléctrica había sucumbido y todo estaba oscuro.
Iba a irme, pero en el umbral de la puerta me de-
tuve al oír su llamada. Isabella me observaba su-
plicante.
—Dime algo lindo —susurró—. Por favor…
Desvié la mirada un instante. Aún tenía tiem-
po, pero cerré la puerta, a mi pesar.
—Tomaría la mejor decisión del mundo si to-
mo tu mano, y estoy seguro de que si te abrazo al
frente de un atardecer, será el sol el que se deten-
drá a observarnos —dejé caer, sin pensarlo.
Una ventana contigua dejaba ingresar una luz
mortecina, permitiéndome adivinar su silueta in-
corporándose en la oscuridad. Me acerqué a to-
marla de la mano y la guié hacia mí. Tenía en la
mirada una oscuridad impenetrable, como si
ocultara un abismo detrás de sus ojos. Se inclinó y

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me abrazó. La rodeé con mis brazos, sintiendo su
cuerpo contra el mío.
—Dime, ¿cómo puedo así dejar de desearte?
—No sé. Me vengo haciendo la misma pre-
gunta sobre ti. Estamos pisando terreno peligro-
so.
Isabella se apartó, negando por lo bajo.
—Tú eres el que no lo quiere admitir y se es-
conde detrás de las negaciones.
—¿No quiero admitir qué?
Me miró a los ojos. Su mirada era una llama-
da de auxilio.
—Lo que sea que sientes por mí.
—Nunca lo he negado. De hecho, te lo he di-
cho más de una vez. Lo que aclaro es que me da
miedo lastimarte, eso; porque digamos que no soy
tan bueno con eso de las relaciones, creo que ya
he hecho daño más de la cuenta.
Medió un silencio espeso, de esos en los que
la vida suele avanzar más rápido.
—Dilo —susurró.
—Me gustas —admití.
La oí suspirar y la tomé de la mano, acercán-
dola de nuevo. La abracé en silencio.
—Me tienes un tanto fuera de órbita —con-
tinué—: es otra manera de decir que ando en las
nubes si pienso en ti. Y bueno, no sé si eso era lo
que querías que dijera, pero es lo que siento.

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—No hagas esto conmigo…
—No dejes que lo haga.
—No puedo.
—Yo tampoco puedo. ¿Entonces?
—Bésame.
La miré.
—Nos estás arriesgando demasiado, ¿sabes? A
veces quisiera decirte que no, pero, bueno…, sólo
tenlo en cuenta: nos estás arriesgando demasiado.
—Cállate y bésame.
—Sólo si aceptas las consecuencias.
—Julián, lo único que me interesa ahora es
que me beses y que no me sueltes —replicó con
firmeza.
No dije más. La rodeé por la cintura y la besé
sin contemplaciones. Sus labios quemaban, te-
nían sabor a esa esperanza que está a punto de
marcharse y que pide a gritos que la retengan. No
la solté un buen tiempo, hasta que el silencio nos
robó las palabras y permanecimos en la penum-
bra, escuchando apenas la lluvia y el palpitar de
nuestros corazones.
—Gracias, idiota —dijo por fin.
—Eres una tonta, ¿sabías?
—Lo sé. Pero eso te encanta.
Sonreí.
—Me encantas.

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UN CÍRCULO VICIOSO

P ermanecí en silencio sentado en el banco


de la plaza y observando el ir y venir de
personas que parecían felices. Estaba escri-
biendo en mi libreta algo relacionado con el
amor. Una cursilada. Levanté la vista al cielo. Nu-
bes oscuras resbalaban entre los tejados. El frío
era placentero. Aquella tarde prometía ser bonita.
—¿No tienes corazón? —preguntó la voz a mi
lado.
No la había oído llegar. Mirage me miraba,
sonriente. Había pasado tanto tiempo desde que
la última vez que la vi, tanto tiempo de ausencias y
silencios inconfesables. Tanto tiempo pensando
en una próxima oportunidad para encontrarla.
Supuse que las circunstancias habían conspirado
para que terminásemos en la misma plaza, y con
las mismas ganas de no ir a ningún sitio. Las ca-
sualidades a veces se presentan en forma de per-
sona. Advertí que su pregunta era por haber leído
una frase al azar en la hoja de mi libreta.

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—No. Trataba de llamar tu atención —contes-
té, sonriente—. Y ahora la tengo.
—¿Y para qué quieres mi atención?
—Para decirte que me pareces linda.
Sonrió.
—Ay... ¿Sólo para eso?
—Sí.
—Mientes.
—Tienes razón. También para decirte que a
veces escribo a escondidas pensando en ti, y que
nunca te lo he dicho por miedo a que te burles.
—¿En serio? ¿Por qué pensando en mí?
—Porque tienes esa capacidad de meterte en la
mente de uno sin permiso. ¿Quieres leer el texto
cursi que te escribí?
—Sí.
Le tendí mi libreta llena de tachones y bo-
rrones varios.
—Pero no se lo digas a nadie.
Me miró como mira una niña a punto de des-
cubrir un tesoro.
—Está bien. Secreto.
Mientras leía, la observé enarcar las cejas oca-
sionalmente, sonriendo con labios de terciopelo.
Supuse que había terminado cuando levantó la
vista. Su piel era blanca, pero en aquel momento
se había sonrojado.
—Ay...

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—¿Te gustó? —pregunté.
—Sí —contestó, percatándose de su sonrojo y
ocultando la mirada, sonriente.
—Genial.
—Qué dulce.
La invité a dar un paseo. Caminábamos como
quien lo hace más por inercia que por llegar a al-
gún sitio. Los últimos minutos habían transcurri-
do en otro mundo, un universo de miradas de
soslayo y tímidas sonrisas que a ella le venían bien.
Un aire gélido nos envolvía mientras caminába-
mos.
—¿Y cómo has estado? —solté, después de
percatarme de que si aquello fuera un concurso
de silencios habríamos terminado en empate.
—Pues, en general, bien, gracias. Ahora nada
más notaba que no tengo amigos cerca de casa pa-
ra salir —respondió con una sonrisa—, ¿y tú?
—Tenemos la misma crisis, pero mi ventaja es
que no salgo. No mucho, claro. He estado bien,
intentándolo. Tengo una larga lista de cosas pen-
dientes de las que apenas voy haciendo la mitad.
Mi vida es así de interesante.
—Bueno... yo quisiera salir, pero no tengo
amigos cercanos. Hoy ha sido casualidad encon-
trarte. Ya ves, si viviéramos cerca... Qué triste.
La miré, sonriente.

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—¿Pero por qué? Si estar encerrado es lo me-
jor de la vida.
—A veces se antoja algo de contacto humano —
replicó en un susurro.
—Supongo que nos pasa a todos. Eso explica-
ría los dolores constantes de cabeza y los bajones
diarios... No importa. ¿Qué has hecho última-
mente?
—Pues ando haciendo un trabajo, me toma
casi todo el día. Sólo hoy, que he salido para des-
pejarme y acabo encontrándome contigo. Es ge-
nial después de tanto estrés.
—Pues sí que necesitas salir más seguido.
—Sí. Pero soy toda una forever alone.
Sonreí, no sin cierta malicia.
—Yo también. ¿Te quieres casar conmigo?
La oí reírse a mi costa.
—Es muy precipitado, ¿no crees? No sabes si
soy una loca psicópata.
—Me enamoraría de tu locura. Y tendríamos
foreveralonecitos. Eso sería lindo.
Rió con más ganas.
—Foreveralonecitos..., qué ocurrente.
Terminaba de reír cuando me miró a los ojos.
—¿Crees en la poligamia? Mentira. No me
hagas caso.
—No. Yo soy egoísta.
—Pero la poliamoría está de moda.

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—Es que soy anticuado. Pero si quieres te
puedo dejar libre. Y ya encontraré a alguien más
dentro de otro par de décadas.
Me sonrió, ladina.
—¿Eso quiere decir que ya me estabas encade-
nando?
Ahora el que rió fui yo.
—No, pero cancelo el plan de encadenamien-
to. Yo nunca encadenaría a nadie. Sé lo que se
siente, y no, quiero que alguien sea libre. Y que
comparta su libertad conmigo, tan simple como
eso.
—Eso es lindo. Pero acabas de cancelar el en-
cadenamiento, lo que quiere decir que pensabas
en eso.
—Vivan las contradicciones. De todas formas,
¿no quieres venir? He adornado el calabozo con
rosas y hay chocolates y películas.
Rió de nuevo. No sabía si se daba cuenta, pero
cuando lo hacía se veía preciosa.
—¿Calabozo? No. Suficiente con todo el auto
encierro mental.
—Está bien..., voy a escribir textos más empa-
lagosos a ver quién cae.
—Entonces estás a la espera de quién cae —dijo
en un tono de decepción.
—No lo estaba hasta que dijiste que no querías
venir. Yo le llamo calabozo a mi vida. Ahora los

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adornos de rosas van a marchitarse antes de que
llegues. Y bueno, sería una lástima que pasara.
No sé, quizá algún día termine encontrando a al-
guien para decirle que si no quiere venir a que-
darse al menos que me ayude a hacer limpieza.
—Es que... No sé. Así de caótica soy, sin rum-
bo, sin norte, sin sol, sin luna, sin un tiempo, sin
nada. Mi caos es un vacío... y es tan grande que se
ha tomado todo en mí.
—Y te ves linda así; mejor no hago nada, no
quisiera que se arruine por mi culpa.
Un breve silencio.
—Llegué al punto en que no sé qué hacer con
el cariño... Hablo en serio.
—No, sí sabes, Mirage, lo que no sabes es qué
hacer con la persona.
—No, hablo en serio. No sé, el otro día mi
mejor amiga me dijo: Te quiero. Y yo respondí:
Ay, qué linda. Y ya.
—Ya veo. Creo que uno se desacostumbra a
eso. A mí me pasa algo similar. Nadie me dice co-
sas tiernas así que cuando alguien lo hace me que-
do mirándola a los ojos mientras me pregunto
"¿Y ahora ésta qué quiere?" Pero también hay
otra cuestión: que cuando alguien me muestra ca-
riño simplemente es algo como que me da igual.
Un tanto irónico para alguien que escribe de
amor. Lo chistoso viene aquí: Cuando soy yo el

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que muestra cariño me pongo tan sentimental
que si reaccionan como yo reacciono probable-
mente me deprima una semana completa.
Me dedicó una sonrisa.
—No sé... eso de ser apático es raro —comen-
tó.
—Pero funcional. Te evitas decepciones e ilu-
siones. Las últimas son peores.
—Sí. Por eso ando apática... no sé... la apatía
se ha vuelto una costumbre, pero a ratos me dan
ganas de sentir algo.
Suspiré.
—Yo ya me cansé de eso. Mi situación ahora es
que ando buscando algo y no lo encuentro.
—Bueno, yo andaba así antes de la apatía.
—¿Quieres decir que es un círculo vicioso?
—Sí, es un círculo vicioso.
—¿Entonces, te gustaría caminar conmigo en
este círculo vicioso?
—Tal vez si coincidimos en la misma etapa del
círculo. Tú ahora buscas algo y a mí no me im-
porta nada. Sería diferente si coincidiéramos en
la etapa de buscar algo. No sé.
—Te entiendo. Ojalá pueda encontrarte des-
pués.
Mirage paseó la mirada alrededor. Las perso-
nas pasaban de largo. Casi nadie se miraba a los
ojos y las sonrisas aquel día parecían prohibidas.

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Un manto de nubes grises desplegaba sus alas en
el cielo. Aquél era un cuadro demasiado triste.
—Es un mundo complicado —dijo.
—No lo creo. Algunos de nosotros solemos
ver mejor en la oscuridad. Quizá sólo debamos
dar nuevo rumbo. Yo creo que el mundo se mue-
ve de acuerdo al ritmo que le damos.
—Yo doy un paso en mi metro cuadrado y no
me muevo de él. Voy mal, ¿verdad?
—Sí, y en todo caso, vamos mal, porque yo
camino en círculos...
Ella asintió en silencio. Las primeras gotas de
lluvia comenzaban a caer cuando la miré de nuevo
y, con ganas de seguir hablando y no saber de qué,
decidí soltar esto:
—Oye, no sé, siento que eres como mi yo fe-
menino.
Sonrió, divertida.
—¿En serio?
—Sí. Y eres tierna.
—Soy malvada, pero no te das cuenta.
—Quizá. No sé. Sólo veo la parte que me
muestras y me gusta.
—Bueno, sí... Soy malvada, pero no sirvo para
hacer bullying.
—Todos somos malvados por dentro, mi
querida Mirage; algunos en cuestiones interper-
sonales, otros para sí mismos y hay quien se lo

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guarda como una manera de autodefensa. Supon-
go que es necesario algo de maldad, sino, ser bue-
no siempre resultaría un tanto aburrido. Me gusta
pensar que el mundo necesita de ese equilibro.
Así que también soy malvado. Y no sirvo para el
bullying. Creo que no debes preocuparte por eso.
Hay quien dice que a veces lo malo opaca a lo
bueno pero eso es cuestión de perspectiva. Yo
prefiero creer que eres mala sólo cuando tienes
miedo. Y que ahora, así como te veo, tierna y bo-
nita, eres mejor, porque a fin de cuentas te sale
bien eso de ser tú misma.

Sonrió y sus ojos comenzaron a brillarle. La


abracé en silencio, como robándole palabras para
dedicarle un poema con mis brazos.

Aquella tarde, mientras caminábamos toma-


dos del brazo por calles que rehuían la luz, entre
personas para las que parecíamos invisibles, supe
que habíamos coincidido en aquel círculo vicioso.
Y que yo, sin querer aceptarlo, había encontrado
lo que estaba buscando. Nos habíamos converti-
do en dos caminos con rumbo distinto que coin-
ciden en alguna parte del trayecto y se detienen a
conocerse. Todavía llovía cuando la miré a los
ojos y, con apenas un roce de labios, la besé.

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A BEAUTIFUL MESS

¿S aben cuando a veces nos olvidamos de


los detalles? Todavía recuerdo cuando
les sucedió a dos personas que se que-
rían. Aquella vez hablaban después de tiempo.
Apenas pasando algunos minutos de la mediano-
che, él le dijo que sentía ser tan odioso. Ocurrió
así:
—Te extraño, aunque tú ya no me extrañes —
empezó ella, con ese tono de decepción en la voz
que delataba cierto reproche.
Él levantó la vista y se encontró con sus ojos
tristes.
—¿Qué te hace pensar eso? Yo sí te extraño —
contestó, confundido.
—No. No es cierto.
—¿Por qué lo dices?
—Sabes por qué.
—No lo sé, la verdad..., pero te extraño. Si a
veces no lo digo es porque pienso que debes estar
muy ocupada y que no debería molestarte. Perdo-
na si te parezco absurdo.

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—Eres absurdo. Y eso me enoja —replicó ella.
—Perdona. Yo sólo sé que te quiero pero a
veces se me olvida cómo demostrarlo. Y suelo
odiarme por eso. No pasará de nuevo, ¿de acuer-
do?
Ella desvió la vista.
—Eso dijiste la vez pasada. Pero entiendo, de
igual manera estaré para ti en todo momento. Pa-
se lo que pase. Así pase el olvido, o lo que sea.
—Perdona de nuevo... Voy a dejar de ser así
de odioso. Te quiero. Y no pasará el olvido. Yo
no puedo olvidarte, Érika. Eso lo sé porque suelo
escribir cosas bonitas cuando me acuerdo de có-
mo sonreías a la cámara ese día. Y te quiero. Te
quiero.
Érika bajó la mirada.
—Sí me olvidarás. Y guardarás mi recuerdo en
un vago rincón de tu conciencia. A veces temo
eso... Pero por ahora, quiéreme. Quiéreme. Yo
te quiero.
Él se acercó a ella y la miró a los ojos, acari-
ciando con delicadeza sus mejillas.
—Sólo puedo decir que no voy a olvidarte. De
hecho, una de las razones por las que me martirio
es por el recuerdo, porque siempre estoy al pen-
diente del pasado, como si aquello solucionase
algo. Y también puedo decirte que no puedo pro-
meterte mucho, sólo sé que ahora te quiero. Y eso

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importa. Que te quiero y por esa misma razón
quiero olvidarme del mundo, no sólo del exte-
rior, sino de ese mundo al que a veces regreso, a
mi interior, donde guardo cosas que no me sirven
pero de las que soy incapaz de desprenderme. Yo
no tengo planes de hacerte un lugar ahí. Eso no.
Tú mereces estar ahora en el lugar más bonito de
mi vida. Aunque yo sólo sea un desastre o ruinas y
tú merezcas algo mil veces mejor. Tenlo en cuen-
ta, Érika. Así, todo hecho cenizas yo te quiero.
Aunque a veces olvide decirte que te extraño, yo te
quiero. Aunque a veces mi manera de demostrár-
telo sea tan absurda, yo te quiero. Con todo lo
que traiga encima.
A Érika le brillaron los ojos. Los separó un
largo silencio.
—Eres increíble —susurró.
—Quizá lo sea, no estoy seguro —contestó él—;
pero de lo que sí tengo la seguridad es de que tú
eres maravillosa. Y de eso no hay duda alguna.
—You're a beautiful mess —dijo ella dulcemente, en
la manera de quien con una palabra puede
solucionarlo todo—. Te quiero.

Y aquella noche fue diferente a tantas otras.


Fue como si a él le hubieran devuelto algo que ni
siquiera recordaba haber perdido. Fue como si

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ella por primera vez hubiera sentido que aquellos
te quiero eran sinceros, aunque ya le había sucedido
otras tantas veces, pero ya les digo, que aquella
noche fue mágica, porque cuando ambos habla-
ban volvían a sentir todo como si fuera la primera
vez.

31
EN EL CIELO

D ebe ser cierto eso de que a veces, cuando


estás al lado de alguien, de pronto todo te
parece hermoso, hay luz por todas partes,
la gente no existe y todo, de un plumazo, se esfuma,
desaparece como si mirar a los ojos fuera una espe-
cie de magia demasiado preciosa. Las horas se vuel-
ven segundos y el mundo gira pero uno se queda
contemplando ese rostro en cuyo paisaje el tiempo al
parecer se detiene. Fue así, como un salto a otra
dimensión, cuando estuve contigo.
No recuerdo cuándo, ni siquiera de en qué
momento fue que se hizo de noche, o en qué mo-
mento de pronto ya teníamos que despedirnos. Ha-
bíamos caminado sin más compañía que nuestras
manos temblorosas abrazándose, y nuestros ojos pi-
diendo a gritos que la distancia se acorte cada vez
que nos mirábamos fijamente. Si lo pienso todavía
puedo sentir ese cosquilleo. La gente me miraba ra-
ro pero a mí no me importaba. Joder, ¿cómo me

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iban a importar una pira de desconocidos, si estabas
tú? Vimos el atardecer hundirse en el reflejo de una
fuente en aquel parque. Yo sé que te acuerdas. Juga-
mos como niños que no conocen el mundo y sien-
ten que lo experimentan todo por primera vez.
La soledad me pareció imposible al mirarte la
sonrisa, me parecía que había desperdiciado dema-
siado tiempo estando triste por tonterías. Aquel día
hubo colores, la gente se hizo humo, y de pronto, te
abrazaba. Juro que volé cuando me diste un beso, te
juro que no me lo esperaba, pero de un momento a
otro me sentía invencible. Me sentí en cielo dentro
de tus brazos. Tuve la sensación de que era alguien
nuevo, alguien que tenía demasiada suerte. Como si
hubiera vuelto a nacer sólo para mostrarte la mejor
versión de mí, porque no te merecías al anterior.
Fuimos demasiado para un mundo que andaba en
sus asuntos. Al final creí que ese atardecer de verano
se detuvo para mirarnos. Es que, cariño, cuando
estoy contigo suceden cosas preciosas. Aquel día su-
cediste. Aquel día me sentí en el cielo.

33
SU MANERA DE QUERERME

D e vez en cuando, también me tomo des-


cansos. Dejo de lado las prisas y me remon-
to a aquel paisaje de azoteas, calles y edifi-
cios que se extiende frente a mi ventana.
Recuerdo una tarde gris; la primera vez que la
tomé de la mano. Lucía un vestido que jugaba con el
viento y la alegría de quien siente que cada paso que
da es un salto al infinito. Las calles, por entonces,
languidecían silenciosas, entre edificios carcomidos
por el viento y raídos por el olvido. Aquel día no fue
uno entre muchos. Aquel día ella estaba conmigo y
no me hacía falta nada más. Nuestro aliento dibu-
jaba trazos de vapor mientras la ciudad se desvanecía.
Aquel día llovió. Y nunca ella me pareció más linda.
Las gotas recorrían sus mejillas y ella sonreía al cie-
lo, como si aquello fuera una buena noticia. Fue
ahí, sentados en un banco de la plaza, cuando la to-
mé de la mano.
Ella me dijo que me quería. Sus labios conju-
raron una maldición que me ha acompañado desde
entonces. Quererme significaba clavarme un puñal

34
de frente y decir que se hacía con la mejor de las
intenciones. Pero aquel momento lo había olvidado.
Supuse que iba a quererme a su manera. Pensé
que sería una manera menos dolorosa. Al mirarla a
los ojos supe que no tenía marcha atrás, que no que-
ría rendirme y que dedicaría mi tiempo para que-
rerla de una forma diferente. No a mi manera, esa
dolía mucho. El resto iba a improvisarlo por el ca-
mino. Lo cierto es que miré su mano sobre la mía y
me gustó pensar en que hacer el amor no siempre
significaba terminar en la cama. Aquél fue mi pri-
mer paso. Luego iba a abrazarla, luego, quizá, iba a
besarla y, dentro de lo que me permitía dilucidar mi
inocencia, pensaba que para entonces le habría de-
mostrado que la quería bastante.
Pasamos varias tardes así después de aquélla.
Fue una época de lluvias interminables, promesas a
largo plazo y esperanzas intactas. Y nosotros nos
sentíamos dueños del mundo, aunque yo siempre
quise ser dueño de su sonrisa. La he querido cada
vez más. Y cuando se fue pensé, en mi maldita in-
genuidad, que quizá era por el bien de ambos. Que
ésa era su manera de demostrarme cuánto me que-
ría.
Hace muchos años ya de eso. Hoy he vuelto a
mirar aquellas calles y me he visto una vez más ca-
minando solo, sentado en el banco de la plaza a es-
perar a alguien que nunca me había prometido re-

35
gresar. Quizá entonces no lo habré comprendido,
pero ahora se me ocurre que quizá su amor tenía
otras reservas. Su manera de quererme al final dolió
más que la mía.

36
DÍAS GRISES

D e mis días de niñez lo que recuerdo quizá


con mayor claridad son esos en los que me
quedaba a solas frente a un papel en blanco
dispuesto a desgarrarme el alma a trazos. Por enton-
ces los días duraban más y había más tiempo libre sin
que una computadora me encerrara en sus garras.
Dibujaba hasta quedar satisfecho, cosa que rara vez
sucedía. Despertaba tarde y salía a la azotea a mirar
aquel parque que se extendía por encima de las de-
más casas, al otro lado de la calle. Era un recinto de
concreto en el que dejé mis energías y las ganas de
jugar fútbol. Ahora que lo pienso, yo por entonces
tenía amigos y era más alegre. Es triste mirarme
ahora al espejo y preguntarme en qué momento
cambié tanto, adónde se fueron esas ansias por que-
rer seguir viviendo.
Hasta hace poco seguía refugiándome entre
páginas en blanco a la espera de que plasmase en
ellas algún garabato. Aunque sabía que mis días esta-
ban contados. De aquel tiempo a ahora existe una
distancia gigantesca. No porque el tiempo haya pasa-

37
do rápido, sino porque pasaron muchas cosas en un
lapso que al principio parecía imposible. Aquel niño
con las piernas de acero, aquel pequeño gigante de
las mil sonrisas ha crecido muy rápido, quizá dema-
siado. Ha tomado su lugar alguien ciego y práctica-
mente inútil cuya estabilidad mental depende de
unas pastillas. Me inquieta la duda de quién o qué
fue lo que provocó un golpe tan fuerte que hasta hoy
quedan secuelas.
De mis días de niñez todavía me queda el re-
cuerdo de aquel chiquillo que se sentía libre. Tam-
bién la pasaba solo, siempre había tenido que escon-
derse pero al menos no era tan grave. Aquel tiempo
dolía menos. Mi vida se ha convertido en una dolo-
rosa colección de paisajes sin pintar, de dibujos in-
completos, compañeros abusivos, de amores imposi-
bles, lágrimas nocturnas y una eterna cobardía.
Es triste cuando de un momento a otro te das
cuenta de que todo lo bueno que la vida tenía que
ofrecerte ya pasó y ni siquiera lo notaste. Y queda la
terrible incertidumbre que roba el sueño y las ganas
de despertar otro día. Las mañanas comienzan tem-
prano, las tardes duran segundos y las noches son
para las palabras malditas de soledad y nostalgia.
Quizá por eso me parezca que merezco estar solo,
que si alguien viene de seguro perdería la sonrisa
como yo, que quizá se quedaría sin ganas de levantar
la mirada. Y sin embargo, siento la necesidad de te-

38
ner a alguien a quien pueda mostrarle mis heridas
sin tener vergüenza, que sepa que soy demasiado hu-
mano pero que ya estoy harto de equivocarme tanto.
Que si me diera la oportunidad, por ella sería otro y
me fugaría de esta cárcel. Puede incluso que le diera
todo de mí, bien para que me abrace los defectos o
para que termine de destruirme. Porque, si quiero
ser sincero, no me importa en absoluto. Quiero sa-
ber qué sentía aquel chiquillo que creía que el mun-
do era un paraíso.
De mi niñez lo que sigo atesorando únicamente
son días grises.

39
LA VIDA COMO EN LAS PELÍCULAS

A veces me pregunto cómo sería la vida de las


películas. Me refiero, si podría vivir una. He
visto fotografías, he leído novelas y he visto —
aunque pocas— películas con cierto romance en las
que un par de enamorados se la juegan y al final
siempre terminan juntos. No me gusta el género,
pero a mi pesar es de lo que más escribo. Veo tam-
bién parejas sonrientes cuyas manos se entrelazan
mientras caminan. Las calles al parecer les aguardan
esa promesa que les enciende la esperanza de que
todo puede durar para siempre. La gente desaparece
para ellos y todo, durante aquel tramo que reco-
rren juntos, llega a importarles menos.
Al ver este tipo de escenas me pregunto cómo
sería mi vida con ella —sí, yo también pienso en al-
guien cuando abrazo la almohada—. Me digo a mí
mismo que es imposible pero ese hecho no me im-
pide soñar. Me veo envuelto en esa bruma que ofre-
ce el romance, llenándola de detalles, dedicándole
poemas y alegrando sus días. Puedo ver —y con nos-
talgia— a aquel caballero que era antes y cuya sensi-

40
bilidad ya no me acompaña, hacerla la chica más
feliz del mundo. Me gusta pensar en esas cosas. Me
gusta creer que por un instante la vida me concede el
privilegio de amar a alguien con las pocas fuerzas
que me quedan.
Mi vida ha girado en torno a un abismo oscuro
y desde entonces poco me importa tener una chica a
mi lado. Lo malo es que ese abismo tiende a mate-
rializarse y mientras más tiempo paso solo más vacío
me siento. Entiendo que a veces simplemente tengo
que esperar, pero la espera tiende a convertirse en
esa confirmación de la soledad que llega a todas lu-
ces a darme una mala noticia. Yo he llegado a querer
bastante a alguien, como siempre, en silencio, como
un cobarde que piensa que lo mejor que puede dar
al mundo es lo que menos espera de sí mismo.
Pero —debo confesarlo— la quiero; porque
cuando sonríe me convierto en alguien a quien se le
olvida estar triste. Todos los días se me ocurre bajar
al sótano del alma, donde oculto mis sueños perdi-
dos, y sólo quiero tener su boca cerca para perderme
en ella (porque no se me ocurriría un lugar más
bonito).
Podría incluso perderme en su cuerpo y sen-
tirme seguro, desear con todas mis fuerzas que nadie
lograra encontrarme jamás. Si la abrazo mientras
duermo y la beso en la penumbra, podría pensar que
por fin me siento feliz. Y si la muerte decidiera ve-

41
nir a por mí cualquiera de esas noches, yo la recibi-
ría con los brazos abiertos. Sin reproches, como en
las películas.

42
NO QUIERO OLVIDARTE

L a sombra de una ilusión afligida de incerti-


dumbre repta por mi mente cobrando a su
paso anhelo y malicia. Si lo pienso con dete-
nimiento, algo impide que te vayas por completo.
Quizá sea aquel destello del sol por las mañanas en
el que puedo adivinar tu sonrisa en un amago de re-
cuerdo que inunda mi habitación. Quizá sea aquel
aroma que se impregna en mi piel como un virus
letal que, sin consideración, me desencadena las
ganas de volver a mirarte a los ojos. Lo cierto es que
he tenido que aprender a vivir con la idea de encon-
trarte únicamente en sueños, y superar el maldito
reto de olvidarte al día siguiente. Eres una de esas
maldiciones con las que uno se atrevería a cargar
toda la vida.
Al paso que voy, seguramente terminaría por
perder la razón. Si salgo a caminar, me parece que
las calles se encogen, que los parques están vacíos y
los centros comerciales pierden clientes con la mis-
ma velocidad con la que yo pierdo la vida. Última-
mente los callejones son barridos por una brisa gris

43
que roba los colores y les confiere el aspecto de pri-
siones demasiado oscuras en las que no se sonríe si-
no hasta que llega la esperanza de morir el día me-
nos pensado. De por sí, sonreír ha llegado a ser par-
te de una canción triste que apenas recuerdo. Cada
lugar me cuenta sobre los momentos más bonitos de
mi vida que quedaron atrapados en fotografías bo-
rrosas criando polvo y olvido. En todos los lugares
estás tú y, al mismo tiempo, a todos les faltas. La
gente tiene frío; por las tardes todo parece formar
parte de un invierno cruel, pero a nadie se le ha
ocurrido pensar en que ese frío es una manera de
anunciar que te has ido, que ya no estás. La felici-
dad, al final, es un atuendo que a muchos nos viene
varias tallas grande.
¿Quién es el traidor? ¿El que apuñala o el que
da la espalda? Después de todo, ninguno de los dos
supo cómo retener la felicidad que prometía quitar-
nos el frío en días como éstos. Comprendí que amar
tanto a veces puede simplificar la vida a dos graves
cuestiones: la monotonía y, por último y no por eso
menos hiriente, el aburrimiento. Cuando estoy solo
pienso en que la felicidad se ha convertido en uno
de esos recuerdos en los que apareces sonriendo,
abrazándome; uno de esos recuerdos que se esfuma
cuando despierto. Tu sonrisa en mi vida es igual a
un espacio en blanco en el que nunca he tenido idea
de qué escribir.

44
A pesar de todo no quiero olvidarte. Tengo
miedo de no poder darte las gracias a tiempo. Gra-
cias por ser la pieza principal al rompecabezas que
ha sido mi vida. Gracias por haber estado a mi lado
para comprender lo mucho que duele la ausencia.
Gracias porque abriste caminos en mi interior que
no sabía ni que existían. Gracias por el mundo que
trajiste contigo y por hacer que te quiera como no
he aprendido a querer a nadie. Y sobre todo, gracias
por esas heridas tan bonitas que me tatuaste en el
alma. Sé que sería trivial si dijera que si no hubieras
llegado no sería el mismo, pero es cierto; mi vida
completa no tendría los paisajes que tiene ahora. No
quiero que te vayas de mi mente. Olvidarte es una de
esas misiones imposibles que se les delega a los ton-
tos de remate, o bien a quienes han perdido el orgu-
llo, el sentido común, y la esperanza.

45
UNA CARTA EN BLANCO

L a última semana la he pasado en trance. Me


han salido raíces en la silla del escritorio,
donde varias hojas en blanco se convierten en
un desafío invencible. Como si aquello de escribir
inspirase desidia cuando se hace para quien ya no
siente nada por uno. ¿Creerás que no puedo com-
pletar un solo párrafo? Se trata de una carta que
quiero enviarte, que he escrito, reescrito, corregido
y vuelto todo a escribir para terminar abandonándo-
la en un tacho de basura lleno de intentos fallidos.
Me he encontrado con gente por la calle. Me
dicen que te han visto feliz, con ese alivio que sien-
ten los que, de alguna forma, se han librado de una
carga pesada. Supongo que es cierto, aunque ya casi
no hemos hablado. Nuestras últimas pláticas se han
reducido a temas trillados. Pasamos horas recomen-
dándonos canciones, vídeos, películas. No me cuen-
tas ya nada, ni cuánto quieres a ese chico con el que
sales, con el que vas de la mano a todas partes, a visi-
tar paisajes donde siempre es verano, donde te sien-
tas a esperar que el sopor pase de largo, olvidándo-

46
me, besándolo como si nunca me hubieras conoci-
do. Mi vida se ha convertido en una promesa que he
pasado por alto; una de esas historias falsas en las
que nadie cree —o dejaron de creer con el tiempo—.
Contando los altibajos, pretextos vanos y sueños
quebrados, mi vida se ha vuelto en esa carta que que-
ría escribirte. Lo malo es que no sé por dónde em-
pezar. Si diciéndote que te extraño o pidiéndote que
no vuelvas (o quizá reprochándote, deseando que
seas infeliz).
Tengo miedo de que la leas, y a veces me asaltan
las ganas de mandarla al tacho de basura, junto a las
demás cartas, pensando que esa es la última salida.
No sé ni porqué te escribo. O porqué lo intento.
Pero tengo en claro que aunque tú quisieras a mu-
chos yo no podría querer a otras, no de la misma
forma. No se me ocurre querer a nadie más que a ti,
con todo tu infinito aval de puñales envenenados de
ilusiones. Date cuenta, esto va más allá de dedicarte
canciones, de escribirte poemas. La última semana
no he sabido cómo escribirte (como si fuera posible
reducirte a palabras ese pozo infinito que se ha ins-
talado en mi pecho), pero aunque lo hiciera, tú ya
eres feliz con otro. Has encontrado en él lo que es-
tabas buscando. Y creo que no hay nada que pueda
hacer al respecto.

47
Soy consciente de que el tiempo nos cambia,
porque antes no dejábamos de hablar de nosotros, y
ahora con suerte nos miramos en la calle.
Hoy las páginas siguen en blanco, esperando.
El silencio flota en el aire como marea alta. Las nu-
bes cubren el cielo. Aquí vuelve a ser invierno; allá
vuelve a ser verano. Las cosas son tan diferentes
cuando estamos lejos. Al final esta carta es otra que
irá al tacho de basura, porque no me siento capaz de
poder explicarte el nudo en la garganta de lo que es
vivir sin ti y que a ti no te importe. Qué más da. De
nuevo prefiero callarme.

48
NO SOY PERFECTO

N o soy perfecto, lo sé, me lo recuerdo a dia-


rio. Todavía me cuesta aceptar mi propia
compañía cuando no hay nadie. Siento esa
desidia de cuando me miro al espejo y me digo:
“¿Hasta cuándo?”
No soy perfecto y puede que no lo sea nunca.
La perfección, lo mismo que la felicidad, me parece
uno de esos idiomas raros que jamás lograría apren-
derme. Sólo sé que con toda esta facha te quiero.
Porque cuando te vi supe que lo haría sin más, que
eras tú en quien he pensado inconscientemente
cuando me decían que pidiera un deseo, hace años
ya. Sé que te quiero porque cuando te veo me tiem-
blan las manos, me siento capaz de matar a medio
mundo pero incapaz de mirarte a los ojos. ¿Alguna
vez lo has sentido?, esa magia que te inspira una mi-
rada bonita, unos labios preciosos, y asociarlo todo
con el cielo. Y debo admitir que me jode. Podría vi-
vir con mis defectos, pero me jode el hecho de que
no lo sepas. Me jode que para ti yo sea una persona
más entre tantas con las que te encuentras a diario, y

49
que para mí hayan desaparecido las demás al mirar-
te.
Debes saber que desde que te vi vengo deseando
que pudieras pasar por alto mis defectos y te que-
daras a besarme las virtudes. Que de un momento a
otro cambiaras mi vida y me quitaras el martirio de
tener que desacostumbrarme a esos te quiero que te he
dicho en sueños, que me ayudaras a evitar tragarme
una parte de mi vida que jamás te entregué, que no
fuera necesario asesinar unas esperanzas que se
aprendieron de memoria tu sonrisa. Me jode qui-
tarme estas ilusiones de encima y aceptar que estás
de paso, que te esperan en otro sitio y que tarde o
temprano tendrás que irte ignorando que te dedi-
caría todas las canciones que me gustan, aunque sean
tristes, y que sería incapaz de mirar a otra parte sin
querer encontrarte ahí siempre. Y confío en que
aquel que te espera al otro lado sea el indicado. Sé
que te gustan más altos, más alegres y que sepan ha-
cia dónde ponen el rumbo de su vida. Ojalá que se-
pa hacerlo todo bien, que te quiera mucho, y que te
dé aquello que me prometí darte y que jamás pude;
que sepa desnudarte completa, comenzando por tu
silencio y terminando por tu alma.
Es difícil adecuarse a la ausencia de alguien que
sólo estuvo de paso y supo crear una historia tan lar-
ga en tan poco tiempo. Es jodido aceptar que a veces
uno simplemente está de espectador en la película

50
que se proyecta desde otros ojos. Es triste porque a
esas personas que están de paso suele entregárseles la
vida completa y ellos nunca llegan a saberlo. Como
tú. Aunque sigo esperando que pueda ser diferente
contigo. Que te bajaras de aquel tren y cancelaras tu
viaje por la vida de otros que también te quieren.
Que de alguna manera nunca te vayas y me digas que
no tienes razones por que marcharte y que hay
oportunidad para crear otro final a esta historia.

No soy perfecto, pero te sigo esperando.

51
CARTA SUELTA

¿C ómo te encuentras? Y no es una pregun-


ta común como para que respondas con
un ordinario “bien”, es una pregunta
que requiere una respuesta sincera, que va más allá
de las sonrisas con la que enmascaras lo que de ver-
dad sientes. La gente puede pensar cualquier cosa
pero soy el que te conoce un poco más que cual-
quiera. ¿Sabes? Hace tiempo no hablamos y, la ver-
dad, me preguntaba si aún te acuerdas de aquellas
noches en que todo parecía más bonito si estábamos
juntos. Yo todavía lo hago, en las noches y a solas,
cuando a mi lado descubro un vacío agobiante y
pienso que si aún pudiera tocarte sería suficiente
para no desear volver a escapar jamás, y que el hecho
de estar a tu lado ya me serviría como rescate. Esas
noches son las más largas que recuerdo.
Me ha costado estar solo, porque es cuando
menos puedo aceptar que todo lo bonito que tengo
tiende por esfumarse cuando menos lo pienso. Su-
pongo que la soledad es la manera que tiene la vida
para mostrarnos cuánto hemos perdido. Yo quería

52
que fueras ese alguien que me pasé media vida bus-
cando, la persona de la que muchos hablaban para
referirse a la indicada. Supongo que al paso que voy
encontrar a alguien así se convierte en una meta
demasiado lejana. No he sido el mismo, tengo que
decirlo, y la idea me aturde. Me ha costado entender
que nadie está más cerca de nosotros que el espejo
en el que nos negamos a reconocernos. Porque
quiero irme de aquí, pero ya no tengo salidas, si eras
la única persona por la que me hubiera jugado la vi-
da que ahora me falta. No hay peor ruptura que la
de separarse sin siquiera despedirse. Nunca dijimos
adiós pero lo recuerdo como si hubiese sucedido,
quizá para que las cosas me duelan menos. Fuimos
demasiado silencio acumulado. Cuando abrimos la
boca simplemente sucedió que tenía que suceder.
Mis amigos me preguntan por ti y yo sólo cam-
bio de tema para evitar responderles, aunque a veces
no digo nada, esperando que el silencio pueda sig-
nificar más que la ausencia de alguien que nos roba
las palabras. Y bueno, al final creo que es algo pro-
pio eso de pensar demasiado y encerrarme en mi
mente, deseando encontrar la salida a un laberinto
que tiene demasiadas trampas. No es nada nuevo pa-
ra mí.
Eso era todo. Si te preguntas cómo estoy, creo
que te di suficiente respuesta. Ahora espero la tuya.

53
LOS MILAGROS SÍ EXISTÍAN

E lla es una droga de esas a las que uno se afe-


rra para, en lugar de perder la vida, recupe-
rarla, porque es capaz de contradecir las le-
yes, y eso es lo que más encantador que tiene. Su ca-
bello es del color del amor cuando florece, rojo co-
mo sus labios; una sonrisa que llega justo a tiempo
para ahuyentar al frío y el cielo primaveral más bo-
nito tras sus pestañas
No recuerdo cuándo, pero fue un día de lluvia.
El cielo estaba gris y parecía que iba a ser otra de esas
tardes que pasaría delante de una vida con las piezas
incompletas sin saber qué hacer; una partida que
había perdido hace tiempo. Entonces llegó. Vino
cuando apenas quedaban recuerdos. Tocó el timbre
y para mí fue una canción de victoria que nadie ha-
bía vuelto a cantar desde que comencé a acariciar la
idea de jugar a la ruleta rusa. En las paredes todavía
podían leerse las crónicas de mujeres que estuvieron
aquí, las mismas que un día decidieron que yo no
valía otro abrazo, ni otra cita. Vio las ruinas y deci-
dió quedarse. Al principio no lo había comprendi-

54
do, aunque en aquel instante, sin titubeos, supe que
me gustaban las pelirrojas. O quizá no. Sólo ella.
Me abrazó sin mediar palabra y pude compro-
bar que los milagros existían, y que existía también
ese mundo fuera de las paredes que habían sido mi
cárcel. Los silencios dejaron de ser ausencias de
palabras, se convirtieron en un idioma distinto, uno
que sólo nosotros entendíamos. La quise por eso,
por el mundo que trajo consigo, y porque cuando
dijo quererme para mí significó un rescate, el des-
pertar de una vida que tenía adormecida.
Aquella tarde, mientras tomábamos un café y
las gotas de lluvia resbalaban en la ventana, me di
cuenta de que a su lado la tristeza se quedaba sin ar-
gumentos y de que la vida se había vuelto más ama-
ble. Con el tiempo sonreír se me hizo menos dolo-
roso. Aquél era otro universo, un mundo de gestos y
miradas, de respuestas a preguntas que nunca tuve
tiempo de formularme. Ella supo demostrarme que
siempre estaba un paso al frente, porque al verla me
entraba la certeza de que a este mundo todavía le
quedaba algo de futuro. O a mi vida, si acaso.
Con el tiempo aprendí a interpretar sus silen-
cios y esas manías que la hacían preciosa. Era como
un atardecer instalado en casa, con mi lugar fa-
vorito del mundo tatuado en su sonrisa al que acudía
a veces cuando necesitaba creer de nuevo en la ma-
gia. Aprendí a amar su manera de decir quédate con

55
una mirada, su forma de encender el mundo en una
noche y apagarlo al día siguiente. La quise porque
fue lo más bonito que me salía hacer con ella. Que-
rerla. Como si aquello pudiese solucionarlo todo,
sanarme las heridas del alma, encender esa llama que
la esperanza dejó apagada. Creo que a pesar de mis
cicatrices aún me quedaba esa ilusión de que alguien
llegase tarde o temprano para arreglarme la vida,
porque de pronto la habitación no me pareció tan
vacía, las paredes estaban limpias y en mi vida que-
daba una página en blanco en la que comencé a es-
cribir esta historia. Veíamos películas en las tardes
en las que llovía o soleaba, pero que siempre hacía
frío. Luego tomaba su mano y le daba un beso, re-
conociendo en ella la vida que se me había negado.
No fue casual que me haya fijado en ella, si al cono-
cerla pude entender que hay caminos que, en lugar
de llevar a algún sitio, llevan a una persona.
Me gustaba mucho, lo juro, tanto, que en lugar
de reírse me parecía que cantaba canciones, y que
cuando me abrazaba era capaz de formar un escudo
impenetrable contra el miedo. No necesito que na-
die lo entienda. Cualquiera que la hubiera visto co-
mo yo la vi hubiera creído que estar enamorado es la
manera más sincera que tenemos para admitir que
nunca hemos estado cuerdos del todo.
Esa chica cambió mis planes, aumentó los es-
quemas de mi vida, apaciguó soledades, traía la feli-

56
cidad envuelta en papel de regalo aun cuando no
eran días festivos. Maldita sea, ¿cómo no iba a que-
rerla? Era una revolución completa. Y fue bonito
sentirse querido después de ser yo mismo la persona
que más odiaba en el mundo.
Y entonces lo que no comprendí al principio
lo comprendí con el tiempo: Ella había llegado a
inspirarme a sacar todo lo bueno que podía quedar-
me, era una chica por la que valía la pena, sino mo-
rirse, al menos dedicarle la vida. Se llamaba Érika, y
estoy seguro de que su nombre es el más bonito que
pueda ponérsele a una estrella que, en lugar de es-
perar a que le pidan deseos, decide convertirse en
uno.

57
AQUELLA NOCHE

M e había acercado tanto a ti, que lo único


que pude ver en tus ojos era que todavía
estábamos lejos. Qué grandes verdades se
encierran en tus pupilas, y qué cobardía a veces me
inspira el hecho de tener que enfrentarlas.
Hoy te vi en sueños. Era de noche, y estábamos
a punto de bailar. La música sonaba, las parejas to-
maban sus lugares, tú y yo llegábamos tarde. Traías
un vestido que dejaba tus hombros desnudos; tu piel
clara y suave dictándome una sentencia de muerte a
través de aquel escote milagroso y el talle ceñido y
frágil que no hacía secretos de tus caderas. Tú siem-
pre me habías parecido un ángel con su propio cie-
lo, su manera independiente de volar y hacer mila-
gros. Quienes te vieron esa noche sabían que eras
imposible. (Todavía puedo cerrar los ojos y ver la
baba que se les caía a cuantos hombres volteaban a
verte.) Y las chicas te fulminaban con la mirada por
dos razones: una, porque eras la más guapa; dos,
porque sabían que nunca podrían llegar a ser como
tú. Esa noche me sentí invencible, fuerte, capaz de

58
volar y ser el dueño del mundo. Te tomé por la cin-
tura y las demás parejas dejaron de existir; me pa-
reció que éramos los únicos en esa pista de baile; las
luces parpadeando, ambos moviéndonos con la
seguridad de ser los dueños de la fiesta. Tú sonreías
y yo sólo pensaba en lo lindo que sería pasar el resto
de mi vida contigo, como si por alguna razón fuera
posible sacarte de mi sueño y traerte a mi lado.
Aunque allí no sabía que estaba soñando. Su-
pongo que es así: cuando pasan cosas bonitas mien-
tras duermes a ti te parecen reales, y en ese momen-
to no piensas en otra cosa más que en disfrutarlo
todo mientras dure porque, en sí, lo que te saca mil
sonrisas a veces tiende a durar sólo un momento. No
puedo recordar la música; se me pasaron muchos
detalles por mirarte a los ojos, un par de pozos infi-
nitos llenos de promesas sin dueño. Yo siempre ha-
bía tenido expectativas de la vida, y tú siempre habías
sabido superarlas todas.
Cuando desperté aún abrazaba la almohada.
Era tarde, me sentía agotado. Sólo entonces me di
cuenta de la migraña que me atenazaba la cabeza, de
los dolores que me recorrían el cuerpo con látigos
de fuego; aunque más me dolió el saber que te ha-
bías quedado atrapada en un sueño que se desvanecía
con el tiempo. Yo te había visto preciosa. Los chicos
del baile sabían que eras imposible y, cuando me vi
solo en aquel lecho de tristeza, para mí también lo

59
fuiste. Te tenía cerca, mis brazos rodeándote con
delicadeza; y aun con tu calor supe que estabas lejos.

Y es que de todos los sueños imposibles de la


vida, a mí siempre me pareciste el más bonito, y su-
pe que siempre acabaría por elegirte. Porque te
quiero. Porque aquella noche me sentí afortunado.

60
TU TRISTEZA SIN SENTIDO

L o que más me gustaba de ti era tu tristeza sin


sentido. Deja, me explico: Había días en los
que te refugiabas en un extremo de la habita-
ción y pasabas horas en silencio. Al otro lado, junto
al alféizar, yo te observaba mientras fingía leer un li-
bro y me preguntaba qué ideas inundaban los reco-
vecos de tu mente. El tiempo me había enseñado a
leer tu abanico de inquietudes y aquéllos no eran
simples silencios que, de buenas a primeras, te car-
comían el alma, las esperanzas, y la sonrisa. A mí me
gustaba observarte así, decaída, y no me malinter-
pretes, claro que quería que fueras feliz, era simple-
mente el hecho de que, cuando tenías las ganas y el
alma por el suelo, yo disfrutaba ser el primero en
evitar que se te desprendieran por completo.
La soledad me había propinado en su momento
una lección que jamás he olvidado: A veces la mane-
ra de algunos para pedir un abrazo, atención y,
cuando no, auxilio, es guardar silencio mientras se
desmoronan por dentro. (Esto va en explicación a
aquellos abrazos que te di cuando no los esperabas, a
aquellas miradas de soslayo que te dedicaba hasta sa-
61
carte una sonrisa, una confesión o una esperanza
que creías perdida, lo que se terciase primero.) Así,
me decía, quizá con palabras torpes, chistes malos o
un “te quiero”, lograría hacer más interesante tu
nostalgia, romper tu tristeza, hacer que bajaras la
guardia para abrazarte como sólo alguien que de
verdad te quiere sabe hacerlo: despacio, como si de
algo tan hermoso como tu sonrisa dependiera su
mundo.
Después de aquel protocolo volvías a ser tú
misma, la chica risueña, loca, ocurrente y tierna.
¿Ves? Por eso me gustaba tu tristeza sin sentido.
Porque yo era el afortunado que te veía la felicidad
después de un trance abarrotado de inquietudes.
Desde ya te digo que no hay sonrisa más bonita que
aquella que se ve después de una jornada de tristeza
desgarradora. Luego de ocultarte por un tiempo en
aquel rincón, a mí siempre me parecías más linda.

62
NOCHES PERFECTAS

T enía las ojeras cargadas de sueños perdidos.


Le gustaba leer, escuchar música, mirar al
cielo para despejarse y escribir poesía: una
manera perfecta de aprovechar la vida y el tiempo —
aunque yo, en silencio, sospechaba que intentaba
encontrarse con la vida que nunca tuvo—.
Creía en amores imposibles, sonreía con una
palabra bonita y casi siempre se sonrojaba cuando
me quedaba mirándola a los ojos. Por las tardes salía
abrigada bajo un cielo que prometía ilusiones grises
en pequeñas dosis de soledad, y yo aprovechaba
siempre para abrazarla y quedarme en silencio como
queriendo decirle que no estaba sola. Siempre he
estado seguro de que si fuera por mí me hubiera
quedado para siempre con ella a pasar horas sen-
tados leyendo libros y encontrando la magia en no-
sotros por las noches. Le hubiera ofrecido una vida
llena de historias interesantes, cines los fines de se-
mana, tardes de música; días de arte. Los días hu-
bieran transcurrido perfectos, sin esa preocupación
por hacer las cosas bien porque cuando dos personas

63
heridas se atreven a quererse, de alguna manera, esas
grietas se juntan; se detiene la hemorragia de tristeza
y encuentran un refugio lejos del miedo en el abrazo
de la otra persona. El amor nos hace ver las heridas
de quienes queremos como una manera de com-
prensión. Nos hace abrazar los defectos —aunque
para mí era perfecta—, y nos convence de que los
sueños imposibles no existen, que detrás de un par
de ojeras se encuentra un universo de prodigios, y
que hay un paraíso enmascarado por un par de
labios preciosos.
La tristeza, el miedo, la soledad, vienen a ser de
otro mundo. Por eso la quería, porque el amor era
lo único que me salía hacer bien con ella: a su lado
los días eran menos crueles, las tardes siempre eran
más interesantes y las noches, ni qué decirlo, las
noches eran perfectas (como ella).

64
UN ERROR IRREMEDIABLE

T ambién cometimos errores, como los bue-


nos amantes que fuimos. A escondidas, de-
trás de mil telones, donde la gente pensaba
que terminaba el mundo, nosotros creábamos un
universo entero. Compartimos varias noches de luna
llena, como un par de lobos hambrientos; nos qui-
tábamos el miedo, el frío y la vergüenza. El mundo
dormía. Las calles estaban desiertas. Y a mí siempre
me parecía que la noche era larga, interminable,
como esas palabras que se me ocurren cada vez que la
tengo cerca.
Quizá me quería, pero lo cierto es que me daba
miedo a veces. Me miraba, relamiéndose los labios, y
yo no sabía si aquello era una señal de aceptación o
exilio. Aun con todo, me sentía un prófugo cuando
estaba en su mundo. Cuando me tomaba de la mano
y me transportaba al cielo de su cuerpo. Cuando la
escuchaba susurrar esas ansias que durante mucho
tiempo mantuvo en secreto. Yo sólo pensaba en que
quizá fuera lo mejor para ambos. Memorizaba su

65
textura y disfrutaba cuando nuestros labios no per-
donaban nada. Las noches se me hicieron infinitas.
Quererla siempre me significaba una nueva
aventura, cuando no el mayor de los peligros. Al fin
y al cabo sólo la tenía a ella; a ella y su encanto.
Pero por alguna razón, supe que había cometi-
do un error irremediable. Quizá fuera esa ausencia
que sentía cuando dormía a su lado. Quizá esa sen-
sación de creerla lejana cuando más de cerca me
miraba. No sabría decir más que yo la quise. Que
cuando estaba con ella todo llegaba a importarme
menos. Supongo que fue un error, pero yo jamás
me sentí tan afortunado.

66
EL AMOR QUE NOS FALTA

E ste día huele a distancia. ¿Se han puesto a


pensar lo lejos que estamos de nosotros
mismos? De las calles y las personas, de
aquellos te quiero que dejamos en alguna parte y que
ahora, por mucho que estiremos los brazos, sólo
logramos sentir el frío de la ausencia.
¿Lo recuerdan? Las sonrisas por un caramelo,
la adrenalina al estar en la parte superior del colum-
pio y sentir que estábamos en la cima del mundo;
cuando papá nos parecía invencible y mamá la mujer
más fuerte de todas. Cuando todo lo veíamos desde
abajo y al cerrar los ojos creábamos otros universos.
Éramos príncipes y princesas sin necesidad de que
alguien nos lo dijera para creérnoslo. ¿Adónde ha
ido a parar esa parte de nuestra vida? El juego a las
escondidas y los rompecabezas. Las heridas en las
rodillas y las tardes de fútbol; los amigos con los que
peleábamos todo el tiempo y con los que todo el
tiempo seguíamos jugando, cuando todo parecía tan
fácil y nada se rompía porque sí.

67
Supongo que con el tiempo los días se apagan,
pierden colores y nosotros dejamos a un lado las ga-
nas de ensuciarnos la ropa para ensuciarnos la vida.
Para dejarnos llevar por el espejo, para que los de-
más digan de nosotros mismos aquello que jamás
hubiésemos pensado decir.
Ya no invitamos a nadie a la fiesta del cumplea-
ños; los regalos se han reemplazado por notifica-
ciones de Facebook, los amigos por los mensajes de
gente desconocida, la piñata por un día más en casa
con la soledad golpeándonos con la rutina a ver qué
llevamos dentro, pero estamos vacíos. Nos falta al-
guien y es ese pasado que se esfuma y aquellos días de
los que ya no nos acordamos. Hemos comenzado a
envejecer desde los doce años. Vemos al mundo en-
tero como una amenaza. Nos enseñaron a ser ama-
bles con los demás sin advertirnos que nadie más lo
sería con nosotros.
A lo mejor es porque el mundo se ha marchita-
do, o quién sabe. Lo cierto es que papá ya no nos
lleva del sofá a la cama cuando nos quedamos dor-
midos, a mamá el tiempo le ha dibujado las expe-
riencias en la piel y los años les han coronado esa sa-
biduría blanca que ahora llevan en la cabeza todos
los días. Son lo único que nos queda. El refugio del
que hemos salido y al que terminamos despreciando.
Nos hemos descuidado de ellos: se están consumien-
do en silencio, en la sombra de nuestra arrogancia.

68
¿Cuándo volveremos a decirles te quiero sin que pa-
rezca una obligación?, ¿cuándo dejaremos de re-
procharles por nuestros propios errores? Quizá he-
mos querido a las personas equivocadas, y las correc-
tas siempre estuvieron esperándonos en casa, con la
cena lista, con los abrazos que nadie nos da ahora,
con esas palabras que no escuchamos de nosotros
mismos.
¿Y saben qué? Estoy seguro de que ése es el
amor que nos falta. Yo tengo mucho que decirles.
A mi padre: tenías razón.
A mi madre: tenías razón.
A ambos: Me equivoco a diario y cuando pienso en esto me
siento de nuevo como un niño. Quizá porque nunca dejé de serlo, en
el fondo, y hoy me he dado cuenta. Los quiero. Perdónenme por ha-
ber desperdiciado tiempo escribiéndoles a esos amores de paso, en
lugar de haberlo invertido escribiéndoles a ustedes, los eternos amo-
res de mi vida.

69
MI MALA MEMORIA

A veces se me olvidaba, también, que estabas


triste, que eras tan impredecible. No veía esa
necesidad de abrir las ventanas, de abrazarte
sin razones; a mí nunca se me ocurrió el hecho de
que odiabas la soledad cuando ésta te robaba los
buenos recuerdos. Se me olvidó. Y luego pensé en
que no quería que te fueras.
Abrí los postigos, corrí las cortinas, me quedé a
tu lado y, luego de un tiempo, yo me he quedado a
contemplar atardeceres a través de aquella ventana
que nunca te atreviste a abrir. Aquellos días eran de
invierno. La gente caminaba de arriba a abajo dibu-
jando trazos de vapor con el aliento, las calles lan-
guidecían escarchadas y se veían tristes sin nosotros
caminando por ellas; y tú no aparecías.
Hubo una tarde en que, cansado de seguir bus-
cándote con la mirada, decidí apartarme del venta-
nal cuando me pareció verte entre el gentío. Tenías
tus ojos sobre los míos; la mirada rota por los re-
cuerdos. Bajé de inmediato pero al salir a la calle ya
no estabas. Nadie parecía haberte visto. Aquello me

70
significó un peso muerto atorado en la garganta.
Quise gritar, pero apenas podía contener las lágri-
mas. Te busqué hasta que no me quedaron lugares
en los que podrías haber estado.
Decidí volver cuando las últimas luces del sol
pintaban de púrpura el horizonte sobre el que se
contrastaban las siluetas de los edificios. Subí los
peldaños de la casa sintiendo que el alma se me que-
daba afuera, con tu espejismo. Para mal de mis pesa-
res, te veía en todas partes; llenabas cada rincón de
un hogar que de no ser por tu recuerdo me hubiera
parecido demasiado solitario. Estabas en la habi-
tación, leyendo, mirando películas, diciéndome con
canciones que siempre estarías conmigo. Resulta
duro pensar que volveré a verte sólo cuando cierre
los ojos. Resultan odiosas las horas que paso delante
de la puerta esperando a que entres para quitarme el
frío una noche de éstas. Pero te espero. Aún abrazo
la almohada imaginándote. Si vuelves, comenzaría
de cero, lo haría todo de nuevo. Cometería menos
errores y esta vez te dejaría sin ganas de irte. Hare-
mos lo que tú quieras, incluso marcharnos juntos. Y
ojalá fuera suficiente para compensarlo. Suficiente
como pago por mi mala memoria. Porque a veces se
me olvidaba que estabas triste.

71
LAS GANAS DE QUERERLA

E xisten secretos que se tatúan en la profundi-


dad de un silencio. La realidad se ha conver-
tido en una permanente amenaza, así que
ocultamos lo que sentimos en el interior de lo que
en realidad somos. Hay amores que viven en la oscu-
ridad de las sombras esperando ser descubiertos. Se
derriten en máscaras de indiferencia pero siguen
siendo los mismos. Lo sé porque he sido uno de
ellos. Pero supongo que no me queda más que espe-
rar.
En ocasiones lo he pensado y termino pregun-
tándome: ¿Hasta cuándo? ¿Y qué haré mientras tanto? La
gente no es más que un estorbo a la soledad; se vis-
ten de sonrisas, hablan de amor y al parecer son fe-
lices. Yo simplemente me quedo al otro lado, ajeno,
como una isla que se aleja. No existe soledad más
desesperante que la que se siente cuando no esperas
llegar a ninguna parte. Cuando al final comprendes
que no encontrarás esa persona que quiera quedarse
para siempre. Escribo el resto de mis días junto a la
ventana, mirando atardeceres que nunca compartiré

72
con nadie. Los colores se desprenden, el sol se aleja
y a mí no me queda más que cruzarme de brazos.
El mundo tiene un sabor amargo, y a pesar de
eso me da ganas de surcarlo, atreverme a desplegar
estas alas cansadas y salir a decirle que la quiero. En-
contrarme con su sonrisa y tener la esperanza en que
nadie vendrá a destrozarnos la vida. Me bastaría in-
cluso con mirarla a los ojos y encontrarme con el fi-
nal de mi tristeza. Tener la seguridad de que es
quien se merece conocer este amor que no me he
atrevido a pronunciar en voz alta. Si llegase aquel
día, probablemente el mundo daría un giro brusco.
Quizá las tardes serían más cálidas y no me daría
miedo cerrar los ojos en las noches. Mientras tanto,
seguiré manteniendo esas ganas de quererla, porque
no soy lo suficientemente valiente para desarraigar-
me de mis miedos. Mi secreto es simplemente que la
quiero. Mi mayor miedo es, sin ir más lejos, que ella
no sienta lo mismo.

73
BLANCO Y NEGRO

E l blanco y negro le sentaba bien. Los colores,


por alguna razón, me parecían más vivos,
más sinceros cuando se posaban en su cuer-
po. Al margen de todo, el gris siempre me había pa-
recido adecuado.
Aquella noche ella permanecía en silencio; la
luz mortecina lamiendo sus contornos mientras el
último aliento de las velas se extinguía formando vo-
lutas de humo que ascendían en espiral. La miré a
través de la transparencia del velo de humo y sonrió.
Lo supe entonces: su sonrisa ya la había visto en sue-
ños. Sus ojos sombríos, profundos como pozos de
aguas negras, se clavaron en mí y me pusieron la piel
de gallina. Era demasiado linda; la recuerdo perfec-
ta. La única luz que nos quedaba, hasta ese momen-
to, era la de la luna. Me tomó de la mano y la acer-
qué hacia mí. La abracé un instante, esperando que
hiciera menos frío. La soledad de dos personas po-
dría significar el rescate de ambas, cuando se juntan.
Las cortinas ondeaban en los ventanales y un aire
tibio nos envolvió en el lecho. La besé en la penum-

74
bra, guiándome únicamente por sus gemidos. Se
aferró a mí, herida de abandono y desprecio. Supe
también que aquella noche iba a ser la única a su la-
do. Supe que al abrir los ojos de nuevo ella se habría
marchado. Pero por un instante ignoré la posibili-
dad de caer en el abismo y la tomé. Se entregó con
rabia y anhelo. Sus labios quebradizos me besaron el
alma. Mis manos temblorosas la recorrieron com-
pleta. Durante un tiempo que me pareció infinito,
desaparecimos del mundo. Nos sumimos en un le-
targo gris, intentando sanar las heridas, formando
una sola alma. Nada en el mundo me supo más dul-
ce que aquel triunfo. Entonces comprendí que había
cumplido uno de mis sueños. Me dije que, incluso si
la muerte llegaba aquella misma noche a por mí, yo
la recibiría con los brazos abiertos.

75
TE QUIERO

Y o sé que hay días en los que no te soportas, y


que si fuera por ti cambiarías muchas cosas
de tu vida. Sé que a veces, echada en la cama,
cuando nadie te mira, los ojos te llueven; llevas el
invierno impregnado en el alma.
Y, ¿sabes? A mí me encanta el invierno. Me
gusta porque ahí los abrazos suelen sentirse más rea-
les. Yo sé que en ocasiones, al mirarte al espejo, una
grieta se forma en tu cuerpo. No tomas en cuenta
que para mí eres perfecta. Eres preciosa tal como
eres. He aprendido a enamorarme de tu sonrisa, de
esa ternura infantil que esbozas, de tu alma de fuego
y esa pasión cuando estamos juntos. Me he enamo-
rado de ti, completa; y tú sigues fijándote en tus de-
fectos.
Ojalá pudieras mirarte como yo te miro; por-
que cuando te vi las virtudes, tus defectos se me hi-
cieron invisibles. Casi todas las noches me pongo a
pensar en que contigo lo quiero todo y aun así todo
me parecería insuficiente (siempre te querré más).
Ojalá que esta parte de tu vida no sea una de las que

76
quieras cambiar porque yo no cambiaría nada de lo
que eres por otra cosa.
Sé que a veces piensas que soy indiferente,
cuando en realidad simplemente respeto tus silen-
cios. Eres una chica complicada y así me gustas, por-
que la vida para mí es más bonita si es impredecible,
si estás tú para ponerla de cabeza si es necesario
(porque también amo esa locura tuya de hacerlo to-
do a tu manera). Y ojalá que pienses en mí cuando
tardas en dormir. Ojalá que no se te olvide esa his-
toria que tenemos por delante.
Sé que hay ocasiones en las que no te soportas
pero siempre me tendrás aquí para cuando quieras.
Respeto tus silencios pero me encanta cuando me
hablas, me encanta escucharte y estar ahí cuando te
sientes sola —porque conmigo nunca lo estarás—.
Hay veces en las que me pregunto cómo es posible
que quieras desaparecer cuando me haces la vida más
bonita. Te quiero.

77
EL SIGNIFICADO DEL AMOR

L a ventaja fue que, cuando nos quisimos, se


nos olvidó el significado del amor. Lo escri-
bimos entonces, y lo reescribimos. Replan-
teamos ideas y al final de varias vueltas descubrimos
que seguíamos sin saber nada. Por eso me gustaba,
porque con ella el amor siempre tenía un signifi-
cado diferente. Un día era igual a soñar despierto,
abrazarla por las noches; otro día era contarnos
chistes juntos, reírnos como idiotas, jugar como ni-
ños y pensar que no existía un mañana, que la vida
apenas comenzaba al besarnos. Luego aquel ápice de
felicidad se fue tornando borroso, como una imagen
que se desvanece en la niebla. A veces me daba ganas
de confesar que tenía miedo. Y me parece increíble
el hecho de que cuando todo vaya perfecto, como
por arte de magia, aparezca ese maldito sentimiento
de estar sobre una cuerda floja. Yo tenía miedo de
que de pronto encontrara otra cosa mejor que hacer
en lugar de escribirme; tenía miedo de que sus ojos
me vieran y estuvieran mirando a otra persona; de
que por las noches esperara que alguien más dur-
miera a su lado.

78
Los días siguientes aquel miedo fue materiali-
zándose en momentos en los que las palabras se nos
acababan. Ya no mirábamos las mismas películas, ya
no salíamos juntos; aparecieron pretextos y nació
una maldita horda de inseguridades. Yo la tomaba
de la mano y la sentía más lejos que nunca, las calles
nos miraban con ojos tristes y el cielo parecía escon-
derse detrás de un velo de nubes espesas. Al buscar
su sonrisa me miraba con ojos vacíos; yo no sabía si
interpretar aquello como una señal de auxilio o de
despedida. Al besarla me parecía que esa magia de su
boca me abandonaba. Las noches fueron más frías a
pesar de dormir abrazados. Su piel ardía pero no me
quitaba el frío. Ya no.
Y luego tuve que ver, resignado, cómo aquel
significado que le habíamos atribuido al amor se
desmoronaba, como un castillo de arena. He pasado
varios días sin comprender la naturaleza de este em-
brollo. Es que, a pesar de que pase el tiempo, siem-
pre habrán heridas que dolerán como si recién estu-
viesen hechas; recuerdos que aparecerán de súbito al
ver una foto, una película, al escuchar una canción y
darnos cuenta de que ese alguien nos sigue doliendo
a pesar de estar tan lejos. Y es que es demasiado iró-
nico que la persona que te olvida sea a quien más re-
cuerdes.

79
ENVENENADOS DE TRISTEZA

E stamos envenenados de tristeza. Míranos.


Somos un par de locos que se acompañan
porque les aburre estar solos. El mundo si-
gue girando en torno a esa rutina que intenta en-
mascarar su propia miseria, pero eso es lo de menos
porque al final todos nos dañamos de alguna ma-
nera. Por ejemplo nosotros: recordamos a pesar de
que nos hace daño. Sí. Recordar es un acto suicida;
mata de a poco. Cuando menos lo piensa ya está uno
acabado.
Yo recuerdo habértelo dicho, que cuando todo
esto termine quemes los recuerdos y te deshagas de
ellos. Porque mirar hacia atrás no es tan fácil cuan-
do la única opción es seguir caminando. Buscamos
las respuestas en todas partes, intentando recuperar
un pasado que se nos va de las manos. Nos encerra-
mos en nuestro mundo y cuando vemos a alguien
por la calle intentamos robarle sus sueños, intenta-
mos mirar con sus ojos para saber por un momento
qué se siente vernos desde afuera, si todo es tan fá-
cil, si somos los únicos que sufrimos. Todo el mun-

80
do, sin embargo, esconde secretos, heridas que tar-
dan en cerrarse. Lo que le mostramos a la gente no
es más que lo que no nos molestaría que supieran de
nosotros. Porque siempre guardamos algo para la
noche en que nadie nos mira y lloramos en silencio;
durante aquel momento estamos desnudos, sin na-
die ya a quien mentirle, con nuestros demonios, con
nuestro infierno
Y nos sentimos solos, extrañando a personas
que nunca debieron venir, robándole a la soledad
un poquito de sentido, rogando, quizá, a Dios para
que se apiade. Y al final decidimos que lo mejor se-
ría limpiarnos las lágrimas y aceptar la realidad, que
afuera nadie está para salvarnos. Ni tú, ni yo nos
merecemos esto. Borra los recuerdos, o al menos no
dejes que te afecten. Yo ya he hecho lo propio. Me
he escondido del mundo pero también soy sincero
conmigo mismo. Si alguna vez nos quisimos ya no
importa. Si estamos juntos es sólo para acallar nues-
tra alma. Pero estamos heridos, llenos de grietas que
sangran recuerdos. ¿Lo ves? Era mejor que nunca
hubiésemos llegado a conocernos. O quizá lo mejor
hubiera sido nunca despedirnos. Lo repito: ya no
importa. Es hora de seguir viviendo.

81
ANALFABETOS SENTIMENTALES

Y en cuanto a quererte, nadie te ha pensado


más que yo. También en cuanto a hacerte el
amor. Te he escuchado reír y has sonado a
todos los ríos del mundo. Y cuando lloras el sol se
detiene, antes de desaparecer por completo, en
aquel ángulo que parece hecho sólo para enfocarte a
ti y a tu boca. Lloras y la mitad del mundo se silen-
cia, la otra mitad no sabe qué decir, simplemente.
Luego el tiempo pasa y te abrazo. Aquella noche hi-
cimos el amor hasta tarde, como se aman siempre
los que tienen miedo de desaparecer de la mirada de
la otra persona. Hasta que amanece. Y el calendario
se gana un día menos.
Han pasado las suficientes horas como para
darnos cuenta de que las heridas ya no importan co-
mo antes. Nos toca rescatar a ese par de idiotas que
se querían, que éramos nosotros antes de ser noso-
tros ahora: dos sonrisas cicatrizadas incapaces de
medir la distancia que separa nuestras manos vacías.
“Te quiero.” Ojalá nuestras bocas se decidieran a
aprender ese idioma. Ojalá dejemos de ser analfabe-

82
tos sentimentales. Te cojo de la mano al caminar.
Hace frío: es la forma que tiene el invierno de ha-
blar con nosotros. La brisa mueve tu pelo y me en-
tran ganas de acariciarlo para que baile en mis ma-
nos, como baila la luna en tus ojos aquellas noches
en las que despertamos de madrugada y salimos a
mirar estrellas como quien cuenta oportunidades
perdidas. En aquellos instantes no importa nada más
que la forma en que decidamos continuar con la ila-
ción de una historia que tiene demasiados silencios
intercalados.
Enciendo un cigarro, te miro; tengo ganas de
consumirme tus labios, drogarme con ese veneno
por el que muchos han muerto sin haberlo probado
nunca. El humo asciende de entre mis dedos. No
me he atrevido a fumar, nunca lo he hecho. No
importa a final de cuentas. Únicamente me importa
saber lo que callas cuando te pregunto en qué pien-
sas y te limitas a mover la cabeza. Pasamos otra noche
en vela, juntos, abrazándonos e intentando ralenti-
zar el tiempo de un juego en el que vamos perdien-
do. Aquella noche no hicimos el amor, sólo tuvimos
sexo, porque ya no eras tú, de alguna forma, ni yo;
éramos un par de salvajes intentando saciar una sed
que nos controlaba. Nos desconocíamos.
Al día siguiente olvidamos nuestros nombres:
se ha hecho tarde de nuevo, maldita sea. Te extraño
de una forma desesperante. Agoto las horas pensan-

83
do en ti, frente a la puerta, esperando el momento
de verte entrar, que dejes tus cosas y me abraces
mientras me haces recordar las razones por las que
he llegado a quererte tanto. Y, joder, mientras te es-
pero la soledad quema, aunque es invierno, pero
sabes bien que el mundo y yo nunca compartimos el
mismo clima. Ojalá que logremos encontrarnos a
tiempo, antes de marcharnos para siempre y que el
calendario decida vengarse de nosotros; antes de que
sea tarde y termine por olvidar tu sonrisa hasta caer
enfermo, intentando convencerme de que besarte la
ausencia es la única forma que me queda de hacer el
amor con alguien.

84
UNA BELLEZA DOLOROSA

T iene una belleza dolorosa, maldita sea. ¿Sa-


bes como cuando te das cuenta de que, al fi-
nal de todo, nada de lo que has visto tiene
que ver con la realidad de las cosas? Como un espe-
jismo, en medio de un desierto, del que ya no espe-
ras salir vivo; un desierto por el que has caminado
hasta perder la noción de todo lo que significa real-
mente estar con los ojos abiertos, el comprender
por qué existes, por qué estás aquí.
Puede que quizá mi vida no haya sido del todo
un invierno, o un aluvión de desesperanza ajena, si-
no un maldito y perturbante desierto: encontré más
espejismo que otra cosa. Abracé un futuro que se
desvaneció al mínimo contacto. Intenté que la feli-
cidad durase más tiempo del que me ha llevado estar
solo y, joder, qué absurdo, te digo. Pero era hermo-
sa. Ella y su forma de mantenerme en equilibro cada
vez que llegaba para cambiar las cosas. Su forma de
cegarme de la manera más bonita e irresistible.
También dolía, claro. Podía doler todo cuanto se lo
propusiera. Sólo sonreía como únicamente pueden

85
hacerlo esos deseos que saben que por más que
cierres los ojos y los pidas jamás vas a alcanzar que se
cumplan. Dolía tanto como un sueño del que des-
piertas queriendo saber qué sigue después. Tanto
como las respuestas que nunca llegan a tiempo.
Yo sólo me he dedicado a mantenerme al
borde del precipicio, al lado de un vacío al que cada
vez me siento más tentado a saltar aun sabiendo lo
que eso conlleva: alargar las horas mirando a ningu-
na parte, perdido en un lugar del que no puedo en-
contrar la salida a pesar de que me conozca sus rin-
cones de memoria; apagando despertadores de golpe
y no por no querer salirme de la cama, sino porque
siempre despierto antes. Dejar de mirarme en el es-
pejo por temor a encontrarme con un extraño, pen-
sando en mil cuestiones de mi vida que no tienen
arreglo y en personas que ni me conocen. Aunque
ella me conocía, pero nunca supo tomarse un tiem-
po para conocer esa otra parte de mí que la llamaba
por las noches, que deseaba a gritos que dejara de
ser sólo un pensamiento abstracto y esas ganas de es-
capar hacia un lugar en donde no me doliesen tanto
las cosas.
Y que no, joder, que no se fuera cuando abrie-
ra los ojos, y que supiera quedarse aun cuando todo
jugara en nuestra contra. Los espejismos aparecen
cuando la desesperación, en lugar de hacernos co-
rrer hacia la salida, nos hace sonreír ante la certeza

86
de nuestra propia muerte para recibirla con los bra-
zos abiertos.
Quizá al final sí, fue una suerte de rescate el
que haya venido a mostrarme una cortina de humo
para no desesperarme tanto. Pero ojalá nunca hu-
biera sabido más de la cuenta, ojalá que nunca se me
haya dado por hacerme demasiadas preguntas.
“Oye, que te quiero, y quiero que logremos ser algo más que
un naufragio. ¿Tú me quieres?”
Y ella sonreía. Y yo sólo pensaba en llevar sus
labios a mi boca para suicidarme de una vez por
todas.
“Tú ya sabes la respuesta: te quiero.”
Ojalá que todo siga siendo una mentira porque
a estas alturas sería lo más cercano a una verdad a
medias que no duele y que disipa los temores tem-
poralmente. Que, a ver, estoy tan jodido que si vie-
ne a pintarme un paisaje me quedaría a vivir en él
para siempre aun si se tratara de un lienzo vacío. Yo
todavía creo que los atardeceres son los momentos
perfectos del día a los que vale la pena dedicarles to-
da la nostalgia acumulada en el alma. Me habría bas-
tado con dejar de pensar, ser como las hojas de oto-
ño y dejarme llevar por el vendaval de la desidia con
tal de no soltarme de la única esperanza de la que
pendía mi vida. No espero que nadie lo entienda
porque escribir siempre te abre esa otra parte de la
realidad en la que te das cuenta de que por mucho

87
que alguien te lea no podrá comprenderte por com-
pleto, o por más que escribas no podrás decir ni la
mitad de lo que tienes atorado en la garganta.
A veces envidio la suerte de algunos ingenuos
cuando quieren a alguien y se dejan llevar; los que al
final mueren sin saberlo y sin tener que enfrentarse
a la fatídica responsabilidad de ser sinceros consigo
mismos.

88
ME QUERÍAS

R ecuerdo que me querías, y que me pasaba es-


perándote para cenar los fines de semana, o
mirar películas mientras ordenábamos una
pizza. También recuerdo los roces, las caricias y to-
das esas cosas de las que probablemente no quieras
acordarte. Me aprendí de memoria tus curvas y tus
alienaciones a la pulcritud de la belleza; eras el per-
fecto lugar para perderse. Apagábamos las luces para
encendernos la piel. Vivíamos la noche para noso-
tros, y el resto del mundo se quedaba siempre tras
los cristales. Al final, siempre conseguía idealizarte
de todas las formas y de todas las formas te hacía po-
sible. Ya no había lugar para nada más, sino para el
tiempo que pasaba contigo a solas mientras te que-
dabas quieta y yo deseaba ser aquel punto invisible
que mirabas en cualquier parte como buscando las
palabras que no me decías.
Me gustabas callada, con tus labios sellando se-
cretos que probablemente nunca llegaste a contar-
me, y es que ésa era la mejor parte, que ambos tuvié-
ramos nuestro propio lugar al lado del otro. Como

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dos caminos que se juntan para llegar al mismo sitio.
Tus silencios se comían la nostalgia, y lo que más me
gustaba de ti era tu manera de salvarme con una
sonrisa y con esa ternura que nunca había visto en
otras. Nunca he creído en la magia, ¿sabes?, pero
siempre supe de sonrisas que eran capaces de sus-
pender el tiempo. Yo creo que, sin ir más lejos, te
habías convertido en la manera más bonita de cantar
victoria después de tomarte la mano.
Yo me había enamorado, claro, ¿cómo no
quererte tanto? Conseguías esconderme la tristeza y
facturar la nostalgia, le robabas minutos a la muerte
y traías la felicidad a casa. Contigo aprendí que el sol
podía salir a las tres de la mañana, y que las estrellas
nunca estarían solas si te quedabas a contemplarlas.
Mientras lo hacías yo me sentaba a tu lado. Y juraba
que las noches nunca habían sido tan largas, ni tan
bonitas.
Recuerdo también cuando llovía y te abrazaba
como si fuera la primera vez que abrazaba a alguien,
como queriendo encerrar todos mis deseos en tu
cuerpo, como diciéndote “Quédate” con los brazos.
Eras esa respuesta al socorro que vino a mí antes de
hundirme por completo en esta incertidumbre. Me
aferraba para no dejarte escapar, temiendo que fue-
ras a esfumarte. Tú sólo sonreías y me decías: “No voy
a irme, idiota, he venido para arreglarte la vida”. Y yo siempre
era capaz de joderme un poquito con tal de que te

90
quedases más tiempo. Claro que lo recuerdo, cari-
ño. Fueron los únicos días en los que me di cuenta
de que nunca había deseado tanto que alguien se
quedase conmigo para siempre.

91
LA MEJOR PARTE DE MI VIDA

P ara mí tu voz lo es todo, y tu sonrisa inun-


dando mi vida, con esa casualidad predesti-
nada a iluminar el camino que me llevaba
hasta tus piernas. Yo no sé si hice bien al quererte,
sólo sé que un día te encontré y entonces algunas
grietas se juntaron; la tristeza desancló sus garras de
mi alma el día en que te vio y supimos, los dos, que
se le había acabado el tiempo.
Todavía no sé cómo lo hiciste, pero ahí me te-
nías: un perfecto idiota queriéndote con el alma he-
cha pedazos, cuando ya las vistas a su interior tenían
las ventanas empañadas de invierno.
Yo no creía en nadie, pero creí en ti, porque
nadie me había sonreído tan bonito, ni me había
hecho sentir tantas explosiones dentro del cuerpo al
mismo tiempo; me cazaste la atención al vuelo, y una
vez me sacaste una sonrisa, el resto de mi mundo ce-
dió a ti con la inercia del efecto dominó: me sor-
prendí a mí mismo abriéndote puertas que a otras
les cerré en la cara.

92
Era precioso saber que había alguien que tenía
miedo de perderme.
Porque yo nunca supe cómo encontrarme del
todo, y porque ya le había perdido el rastro a una fe-
licidad que me cambió por otro, como si fuese un
objeto desechable. Así me sentía antes de que llega-
ras.
Antes, incluso, de que me dijeras que en mí
encontraste al hombre que pasaste tantas noches
idealizando. No te he dicho todavía que la fortuna
más grande para una persona como yo es tener a al-
guien que haya sabido confeccionar mis deseos y ha-
cerse un vestido con ellos. Porque, maldita sea, eres
preciosa. Preciosa como saber que existe la magia sin
truco. Como saber que por mucho que el miedo me
aprisione no voy a quedarme solo de nuevo.
No sabes la de veces que he deseado que nunca
amaneciera, cuando el alba me sorprendía acari-
ciando con mis ojos tus curvas, el perímetro de tu
cuerpo, centímetro a centímetro, mientras tu respi-
ración le ponía banda sonora a mi silencio. Pensaba
entonces que era imposible que hubiese otro hom-
bre en el mundo con mucha más suerte que yo. A tu
lado era incapaz de imaginar alguna catástrofe.
Me has quitado las ganas de regresar al pasado.
Te has quedado a vivir en una ciudad desprovista de
playas, donde sólo hay frío por todas partes. Creo
que todos tenemos una estación prolongada en

93
nuestro interior, ésa que dura más que las demás.
Pero también sé que algunas personas vienen de no-
che y hacen que de un momento a otro amanezca.
Tú eres una de ellas. Te estás quedando con el tiem-
po de la mejor parte de mi vida. No me lo devuelvas.
Jamás.

94
UNA TRISTE EXCUSA

T odo al final me parece una triste excusa: no


dejo que nadie me quiera porque tiendo a
hacerle daño a quien me demuestra que
estoy tan solo que soy incapaz de admitirlo. Me ha
resultado absurdo pensar que dentro de este barco
lograría salir ileso de la tormenta, y que algo, por
primera vez en mi maldita vida, iba a salirme bien.
Son demasiados años —ya perdí la cuenta— los
que pasé reprimiendo palabras que ahora están aho-
gándome. Yo quería gritar lo feliz que era, lo jodido
que estaba, el miedo que me comía por dentro si al-
guien me soltaba la mano en un lugar con demasiada
gente que no conocía. Al final usaban el mismo pre-
texto: “Así vas a ser más fuerte.” Lo que se les olvidó
mencionar es que quizá llegue a sentirme dos veces
más débil. Por eso ahora sólo me queda escribir, que
es como la oportunidad que nadie dijo que podría
tener. He aprendido a la fuerza a jugar en solitario,
y a buscarme una salida en medio de un montón de
causas perdidas que alguien olvidó llevarse y en las
que, a mi pesar, he aprendido a vivir al punto de

95
edificar muros invisibles de silencio, por si todavía
existiese alguien con ganas de saltarse algunas señales
de advertencia.
Me di cuenta de que tengo un infierno en el
corazón: lo supe hoy al mirarme en el espejo. Y no
se lo he contado a nadie, no vaya a ser que se le ocu-
rra intentar cambiar esto en lo que me he converti-
do: otro más al que se le da difícil no saber cómo
callarse tantas cosas. Llevo días intentando hallarle
sentido a mis insomnios. Y ojalá que la próxima
persona que se atreva a romper mi silencio haya
aprendido primero a apagar un incendio, si no,
imagínate, terminaría dañándola también. El círcu-
lo vicioso de la esperanza: una triste excusa, como
decía.

96
VOLVERÁS ROTA

Y o recuerdo lo mal que me caía el tipo con el


que salías hace algunos años, y lo irónico
que me resultaba el que hayas cruzado el
puente que un día, también, nos unió a nosotros.
“Volverás hecha pedazos”, te dije. Y tú me ase-
guraste que tomabas la mejor decisión de todas. Cla-
ro que conmigo no era necesario darle más vueltas;
no soy la mejor opción, después de todo. Y te fuiste.
Te tatuó los besos de otras en el cuello, y te dijo
que era por amor. Te besó con los mismos labios
con los que juró querer a otras mujeres que también
vieron el amanecer desde su cama. Y, maldita sea;
yo, que no había visto un paisaje más bonito que el
que despertaras a mi lado, creí que quizá estabas en
lo cierto. Porque me sentía tan miserable que pensé
que no te merecía. Te dejé ir como se deja ir lo que
más quiere uno en la vida: por cobarde.
Se te olvidó pensar en los cortes que te harías
con los filamentos en los que convertiste la mitad de
mi vida, tras un beso en la mejilla y un “adiós” que
lo arruinó todo. Te dijo que iba a escribir para ti la

97
canción más bonita. Que sus poemas nunca tuvieron
sentido hasta que llegaste y le pintaste su mundo con
todos los colores que le quitaste al mío. Pude ver
cada parte de mí derramada en un romance que no
tenía ni pies ni cabeza. Dolió, pero hay quien asegu-
ra que toda herida se cierra y que las personas que
un día vienen a vivir en nosotros algún día termina-
rán mudándose. Nunca había sentido tantas ganas
de que alguien venga a decirme que por mucho que
te esperara no ibas a regresar, al menos con las mis-
mas ganas y los mismos sueños, con todos los ador-
nos que le quitaste a esta casa que de no ser por mí
ya me la habrían embargado hace tiempo.
Y tus ojos, ahora, fijos en los míos, con esa mi-
rada que no desencajaría en un purgatorio. Has
vuelto, y es lo más triste: el que yo ya no te haya esta-
do esperando. El que haya cerrado la puerta a la
conciencia y haya decidido que la próxima parte que
tendrás de mí será ese rincón al que nunca se me
ocurre mirar por si me da demasiado asco. Te pon-
dré su canción de fondo. Te recitaré los poemas que
te escribió un día para que sepas cómo duelen las
palabras cuando las dices para alguien que no tiene
intención de escucharte. No es que sea malo. Yo ya
te lo había advertido desde el principio: volverás ro-
ta. Aunque lo más gracioso —y esto no me lo puedes
negar— es que te hayas atrevido a volver.

98
HE COMENZADO A ODIARTE

L o peor de que no estés aquí es y será siempre


el hecho de poder recordar todo lo que no
hicimos como si hubiese sucedido. Rememo-
rar momentos fantasmas de un amor cuyo cadáver
todavía soy incapaz de enterrar. La escena del cri-
men siempre tuvo unos pocos metros cuadrados, en
donde sólo hacía falta estar en la cama para quemar
el frío y la distancia que cargábamos en la mirada.
Supimos abrazarnos aun con las manos vacías, igno-
rando que con cada caricia y roce de labios sólo ex-
tenderíamos esa sed que, ahora, somos incapaces de
saciar.
Yo quería huir lejos, contigo, y olvidarme de
todo lo que había conocido para redescubrir la vida
a tu lado. “Tengo que irme, espero lo entiendas”,
dijiste. Tuve que deshacer las maletas y resignarme a
pasar los meses siguientes buscándole un sentido a
todo. Te fuiste dejando un rastro que se diluía en la
niebla de tus indecisiones. Te fuiste en silencio, que
es como más se escucha una derrota. Sólo me ha
quedado seguir incompleto y, por necesidad, he

99
aprendido a sobrevivir a todos los inviernos, pero
eso no significa que no haya tenido ganas de quedar-
me por el camino. Porque el camino, si bien ter-
mina lejos de nosotros, pasa por todo lo que fuimos.
Incluso hay una esquina que dobla hacia tu casa, y
hacia esa valentía que no tuvimos para cumplir las
promesas.
Pero es tarde y a estas horas todo tiene el aspec-
to de una ciudad olvidada, vacía, en donde siempre
es de noche. Me parecería inútil intentarlo. Tú ya
no estás y seguir me significa una pérdida de tiempo.
Así que cada vez que quiera huir serás la última en
saberlo. Y un día vas a acordarte de mí pero ya será
demasiado tarde. Para entonces ya me habré muda-
do solo a ese lugar en el que había reservado una ce-
na para dos, una cama de matrimonio, y una vida
que va a quedarme demasiado grande. Creo que he
comenzado a odiarte, cariño. Espero lo entiendas,
aunque luego no le encuentres ningún sentido.

100
LOS DESASTRES

A mí es que siempre me han gustado los desas-


tres. Como el arte, la realidad de las cosas y,
por qué no decirlo, la manera que tenías de
mirarme en silencio. Voy a ser sincero: para mí eras
preciosa, pero eras un auténtico desastre. No es-
cribo tu nombre para que nadie sepa cómo se llaman
ahora mis heridas. Sólo diré que a ti te conocí en
otoño, y que tus ojos tenían el color del cielo cuan-
do se entristece. Eras, entonces, un desastre otoñal
de cielos tristes.
Cariño, te has ido, y eso es tan irrefutable co-
mo el hecho de que jamás vaya a sentirme de nuevo
en casa. Hasta mis manos, que han acariciado a otras
mujeres, se niegan a reconocer que no estás, que de
alguna forma esta historia no debía estancarse a me-
dio camino y que pudiste quedarte para sobrellevar
conmigo esta guerra que sólo terminaba por las no-
ches. Pero qué puedo decirte sobre el amor. Yo lo
redescubro con cada chica, y tú eras como uno de
esos idiomas raros que moría por aprenderme, por-
que, de alguna forma, sabía que si llegaba a tu vida

101
no iba a quererme ir jamás. Que en ti tenía asegura-
da una tregua indefinida para mi mundo, esa clase
de mundo que de la paz lo único que conoce es una
bandera blanca en la que bien podrían escribirse to-
das las razones para morirme.
Y sí, que eras preciosa aun con tus cimas y tus
abismos, y que tus cielos eran tan tristes como lo
eran tus ojos arrastrando toda la felicidad que te
quitaron a la fuerza. Pero dolías. Dolías como sólo
puede doler todo el futuro que nunca podrás lograr
con alguien. Dolías como los planes cancelados a úl-
tima hora, como aquel tren al que me subo sabiendo
que no me lleva a tu casa. Supongo que al final todo
llega aquí y aquí muere, mientras que uno se queda
pensando en lo jodido que es saber que el amor
también tiene esa parte que se parece mucho a un
acantilado. Un acantilado demasiado precioso a la
vista de cualquier suicida, que terminé siendo yo
junto a esta soledad a la que le busco razones para
justificar que no se haya marchado todavía.
Sigues siendo ese desastre al que nunca voy a
ponerle nombre. Y yo sigo intentando traducir a tu
idioma toda la angustia con la que puedo cargar si
hay quien se empeña en joder mi significado del
amor y aun así convertirse en las cuatro estaciones de
mi vida.

102
OTRA DE ESAS NOCHES

E sta se parece a una de esas noches en las que


te pedí que te quedaras y terminaste despi-
diéndote dos veces. Luego encendía el televi-
sor y mataba el poco tiempo que me quedaba antes
de perder mi dignidad por completo. Los titulares
eran siempre los mismos: muertes, guerras, corrup-
ción. Y entonces me reía del mundo sabiendo que
en realidad me reía de mí mismo. Mira, si estás tan-
to tiempo viviendo a oscuras, el que alguien encien-
da la luz de súbito se parecería mucho a un golpe en
los ojos. Por eso aquellas noches apagaba las luces,
me acostaba temprano y me dejaba la radio encendí-
da por si sonaba alguna canción que me hiciera pen-
sar en la parte bonita de las despedidas. Pero no
dormía. Sólo pensaba. En ti. En nosotros. En aquel
desequilibrio mental al que me expongo cada vez
que te extraño. Pensaba en cómo son capaces algu-
nos portazos de abrir heridas y en aquel intento de
sobrevivir en el que se convertían los días siguientes.
Supongo que todos lo hacemos en algún mo-
mento de nuestra vida, y que luego de hacernos tan-

103
tas preguntas decidimos que no nos gustan del todo
las respuestas. No te imaginas lo que sería capaz de
ofrecer a cambio de no saber demasiado, de ser ca-
paz de pronunciar tu nombre sin que aquello me
abriese las cicatrices.
La madrugada me sorprendía despierto y caía
en la cuenta de que, a mi pesar, te estaba esperando.
Te había esperado porque soy un idiota romántico
que cree que esperar a alguien es una bonita decla-
ración de amor. Sin embargo, sabía que me tocaba
sobrevivir de nuevo. Lo último que recuerdo de los
días anteriores es que estuve a punto de dejarme la
vida en la calle junto a la vida de otros que, como yo,
estaban incompletos y seguían sonriendo como dis-
culpándose por sentir demasiado. No estoy muerto,
vale, pero si a esto le llamo vida preferiría darme un
tiro ahora mismo. El otro día salió por las noticias
que un cuerpo fue encontrado en una de las aceras
del centro. Te juro que hasta ahora no me explico
cómo es que pude tomar fuerzas y llegar hasta aquí.
Supongo que a la prensa se le olvidó mencionar esa
parte. No estoy seguro, sólo sé que hoy será otra de
esas noches.

104
QUE TE QUIERA OTRO

L a soledad te pinta en las paredes de mi


cuarto. Si quieres la verdad, a mí no se me ha
dado por esperar milagros desde hace tiem-
po, sólo estoy aquí, simplemente, aguantando la res-
piración en una vida que me ahoga porque hasta la
fecha yo no he podido entablar amistad con una
nostalgia más bonita que tú. Pero, vamos, me haces
falta. A veces olvido que la parte que más me gustaba
de vivir era que estabas conmigo. Lo recuerdo luego,
cuando me doy cuenta de que he perdido la opor-
tunidad de encontrar a alguien con quien pensar
que los abrazos de una persona son el lugar perfecto
para refugiarme para siempre.
Estoy fuera. Soy ese plan de fin de semana que
nadie tiene en su agenda. Nadie se ha tomado el
tiempo de conocerme realmente, y a veces creo que
sólo eso me hace falta. Que para mí sería suficiente
si alguien se atreviera a leer estas páginas internas y
decidiese desvelarse conmigo, aguantando mi forma
de ser y mis lágrimas cuando lloro como desahogán-

105
dome de algo que nunca supe cómo aceptar por
completo: ser yo mismo.
Mira, voy a ser claro: En este mundo, donde
hay muchas leyes, la única injusticia que se me ocu-
rre es que no estés conmigo. Que se me hayan apa-
gado las luces de la esperanza y que mis sueños ten-
gan por vigencia el tiempo que tardes en venir para
cumplirlos. Ha pasado mucho, también. Mis días se
han reducido a cantarle canciones a la tristeza y ha-
blar con ella de ti, de cómo es que he terminado en
este lugar, y de cómo, aparentemente, la felicidad se
ha vuelto alérgica a sacarme una sonrisa.
Date cuenta de que el problema de la mayoría
de las cosas se encuentra en la raíz que las origina.
Por ejemplo: el problema no es que yo esté aquí, el
problema es que tú me trajiste. El problema es que
la única cosa que me dejaste son esas ganas de viajar
al lugar en el que escondes tus secretos, de ver que
hay paisajes cada cierto tramo y pensar que ésas son
las mejores partes del camino. Quizá fui incapaz de
abarcar todo aquello en mi vida, que está tan rota
que la poca alegría que tiene se escapa por las grietas.
Venga, que te quiera otro, un chico completo, que
sepa jugar bien las cartas y entienda que tú siempre
serás más de lo que alguien merece.

106
UNA HISTORIA PRECIOSA

C laro que bailábamos, sólo que cada quien


por su lado y con la canción que prefería-
mos. Y cuando nos mirábamos parecía que
descubriéramos un universo distinto. No sé si me
dejo entender, pero cuando conoces a alguien se te
da por olvidarlo todo, porque quieres reconocer el
mundo desde una perspectiva distinta. Me sucedió
así con ella, porque quererla era mi manera de odiar
mi pasado, de no dejar un espacio libre en mi agen-
da, porque todo mi tiempo era para ella. Para su ri-
sa, para sus locuras, sus ocurrencias, para esos silen-
cios en los que parecía que cupiesen todos los poe-
mas de amor del mundo.
A veces no sabía qué decir y sólo me quedaba
callado, escuchándola, diciéndole con la mirada que
el tiempo valía la pena si me pasaba las horas hacién-
dole compañía escuchando su voz, porque siempre
parecía que cantaba canciones. Luego hacíamos el
amor. Lo hacíamos como queriendo vengarnos del
mundo. Hacíamos el amor deshaciendo las cicatri-
ces, arrancándonos la soledad de golpe y envene-

107
nándonos la tristeza. Hacíamos el amor como espe-
rando que eso nos resucitara la esperanza de volver a
creer en las cosas bonitas. Y funcionó. Luego vino el
otoño y las hojas se tiñeron del color de sus ojos.
Ella siempre me recordaba a lo mucho que uno
puede querer a alguien. Y a veces sentía que me que-
daba corto cuando le decía “Te quiero”. Cómo ex-
plicarlo… siempre iba a quererla más, joder. Era to-
marla de la mano y dar un salto al vacío. Sus ojos
eran estrellas que siempre brillaban aunque fuera de
día. Tenían un abismo precioso, al que me provoca-
ba lanzarme aun sin paracaídas. Ella se merecía to-
dos los poemas el mundo, claro, y quería ser yo
quien se los escribiese. Quería que su sonrisa llevara
mi nombre, como un recordatorio de que a veces los
poetas tristes también podemos alegrar a alguien.
Claro que antes de ella había conocido a otras muje-
res, pero en aquel momento se me olvidó, como se
olvidan las cosas que no merecen mucho la pena. Si
me preguntan cuánto la quería, sólo diré que cuan-
do la conocí hubiera jurado que no había conocido
a nadie antes. No sé si me explico. Que ella vino a
ser el prólogo de una historia preciosa.

108
TÚ Y YO CONTRA EL MUNDO

“S omos tú y yo contra el mundo”, dijiste,


como si aquello cambiara el hecho de que
algún día terminarías yéndote. Entonces
no lo sabíamos, ninguno de los dos. Nos bastaba con
llegar temprano a las citas en las noches con nuestros
brazos dispuestos a quitarnos el frío. Yo sonreía en
silencio, pretendiendo que aquello durase el tiempo
que duré yo la última vez que me quedé solo.
Fue triste, ¿sabes?, despertar antes de que el
sueño terminara. Quedar con las expectativas y las
manos vacías a la espera de alguna esperanza huérfa-
na para adoptarla y cubrirnos las cicatrices. El amor
por entonces nos parecía la cura, el lugar perfecto
para salvaguardar sonrisas en peligro de extinción.
Vivíamos al margen de las circunstancias, esquivan-
do los golpes y sonriendo cuando fallábamos. Como
cuando nos disparan y decimos que no nos ha doli-
do. Haciendo del dolor una rutina. Claro que éra-
mos nosotros contra el mundo, pero nunca pudi-
mos especificar de qué mundo estábamos hablando.

109
Supongo que solemos identificamos más por
estar en contra que a favor de algo. Yo estaba en
contra de los trenes que no me llevaban hasta tu
casa, y del tiempo cuando pasaba y no me dejaba es-
tar contigo lo suficiente para dormir menos y mi-
rarte más. Luego vino la catástrofe, de imprevisto.
Se fueron abajo los castillos y los charcos de melan-
colía rebasaron sus límites. Nos consumió el tiempo
o quizá el simple hecho de no saber cómo llevar las
riendas de un amor demasiado bonito. Nos conver-
timos en ruinas que se necesitan para mantenerse en
equilibrio, para sostener el alma de una vida que se
cae a pedazos. Perdimos la costumbre de dedicarnos
canciones, las ganas de caminar juntos. Incluso nos
hemos olvidado de abrazar a esa persona como si nos
aferrásemos a la vida. Nos hemos olvidado a noso-
tros, en alguna parte. Sólo nos ha quedado la página
vacía y el bolígrafo con tinta indeleble. Hace tiempo
que escribir no se me da si es para algo bonito, y
creo que las historias de amor terminaron envene-
nándome las ilusiones hasta el punto de creer que
todo es un cuento.
Escribe tú un final que termine sin dolernos
mucho, uno en el que no salgamos perdiendo, aun-
que parezca imposible. Hemos terminado amon-
tonados de recuerdos. El pasado es un libro que
debemos quemar. Pasar página ya no es un recurso.

110
Y claro que éramos tú y yo contra el mundo, pero
no pudimos ganarle.

111
HOY SOÑÉ CONTIGO

H oy soñé contigo. Y me he preguntado có-


mo es que algo tan repetitivo pueda no
cansarme. No lo sé. Hoy desperté, simple-
mente, y vi tras los cristales el mundo gris que había
formado con la complicidad de mi soledad. Es in-
vierno, aunque aquí el frío quema. Maldita sea, cala
los huesos. Las sábanas son demasiado blancas. He
comprobado que cuando alguien falta la mitad de
los colores desaparecen. Y el amor ahora me cabe en
los mismos cajones en los que guardabas tu ropa.
Antes de irte, claro.
Te veo en todas partes: tomando desayuno en
la mesa que solíamos compartir juntos, mirando pe-
lículas, leyendo un libro, escuchando tu música fa-
vorita o contemplando la lluvia en la terraza. Me he
aprendido tus manías de memoria y tus horarios
para ir a la cama. Y es jodido porque a veces tengo
que asesinar esperanzas que tenían tu sonrisa y tu
forma de ver la vida. Y, a ver, te explico; que no es
que te quiera, es que tú siempre has sabido estar en
todo aquello que he aprendido a querer con el tiem-

112
po. Has sabido introducirte en mi mente y elaborar
los enganches exactos para poder verte aunque mire
a otra parte.
La realidad es otra, sin embargo: es esa tipa de
la esquina que se vende a quien sepa pagarle más ca-
ro. Yo tengo que serme sincero, aunque duele por-
que no hay nada más horrible que clavarse el puñal
uno mismo.
Y entonces la soledad me sonríe, esperándo-
me en una cama en donde lo más cerca que tengo de
hacer el amor es mirar tu foto y abrazar a la almoha-
da. Desde entonces vengo siempre buscando la cura
para las heridas que puede dejar una cama dema-
siado vacía, sin ti al otro extremo y con mis ganas de
acariciarte varadas en la maldita incertidumbre de si
otro estará en ese mismo instante quitándose el frío
con tu piel. Cómo explicar la nostalgia. Supongo
que es como una pareja que se casa hoy y mañana se
divorcia.
Mis manos todavía mantienen el anillo de com-
promiso. A tu boca aún le queda el sabor de la pro-
mesa que nos hicimos un día. Creo, en el fondo,
que aquellos sueños bonitos que tenemos no son
más que una cura para ese vacío desesperante que
inspira la incapacidad de aceptar que a veces lo eter-
no puede reducirse a una noche. Una noche que pa-
rece interminable, como un río que al final desem-
boca en tener que aceptar las consecuencias catastró-

113
ficas de querer a alguien como si nunca hubiésemos
querido a nadie.

114
OTRO DÍA DE ÉSOS

H a sido otro día de ésos, cariño. Creo que a


estas alturas ya debes saber de lo que hablo.
Ha sido un día en donde pongo las cartas
sobre la mesa sin saber ya qué movimiento hacer.
Qué rumbo debo tomar. Adónde ir. Porque todas
las oportunidades que he tenido las aprovechó al-
guien más; todos los rumbos que he tomado son ca-
minos en círculos; aunque eso no es lo peor, porque
lo peor es que sé que quiero ir contigo pero te en-
cuentras lejos.
A veces deseo despertar en la mañana contigo y
darte un beso de esos que hagan que mi vida sea un
tanto más interesante. Ya estoy harto de quemarme
la lengua con el café del desayuno, siempre en el
mismo lugar, siempre en donde debería estar tu bo-
ca. Desde ya las posibilidades eran irrealizables. Las
partes bonitas que me han tocado vivir resultaron ser
barcos con demasiadas grietas. No sé si me entien-
des. Que yo siempre supe que detrás de todas las
mujeres que conocí en mi vida iba a haber alguien
que me haría pensar que apenas estoy conociendo al

115
mundo, aunque no sabía ni quién era, ni de dónde
venía, ni qué iba a ver en mí, estando tan roto, pero
de por sí supe que se merecía todas las canciones bo-
nitas que pudiera dedicarle a alguien. Luego te co-
nocí y comencé a entenderlo.
Creo que de algún modo todos merecemos la
oportunidad de volver a sumergirnos en el mar de la
esperanza con salvavidas. Y entonces lo supe. Nada
fue lo mismo. No es que sea un romántico, es que es
la verdad. Porque me di cuenta de que incluso cuan-
do escribía necesitaba pensar en ti para asegurarme
de que estaba haciendo algo bonito. Has llegado pa-
ra perfeccionar el arte y darle algo de sentido al
nuevo rumbo que he tomado al mirarte completa,
cuando decidí aferrarme a tus caderas como un sui-
cida que se aferra al borde del precipicio de una es-
peranza que le abandonó hace tiempo: con esa de-
sesperación que inspiran las cosas más bonitas y pa-
sajeras del mundo.
Que no sé si todo esto será para siempre pero
mientras nos dure estoy dispuesto a que sea infinito.
Que los poemas que escribí cuando tenía quince no
son ni la mitad de aceptables que los que escribo
ahora si se te da por sonreír. Quizá es que todos
mejoramos en algo con la práctica, pero yo mejoré
con alguien, que fue contigo, y cuando me mirabas
me sentía capaz de perdonarme los errores que co-
metí, en especial ese de no saber decir “quédate” a

116
tiempo. Y entonces sonreír ya no me dolía tanto.
Con otras mi vida ha sido siempre un naufragio. Lo
sé porque tus brazos fueron mi costa y tus labios esa
segunda oportunidad que me dio la vida para reme-
diar las circunstancias. Yo no creía en la magia, ¿sa-
bes?, pero bueno, aquí me tienes, intentando dete-
ner el tiempo cuando te abrazo. Y qué puedo decir-
te, eres el primer salvavidas que conozco en persona.
El placer es todo mío.

117
OJALÁ NO TARDES MUCHO

Q ue yo no estoy esperando ningún tren, sólo


me he resignado a verlos pasar porque a
quien en realidad quiero es a ti. Puede irse
todo el mundo, yo no los he llamado. Puedo que-
darme solo, aquí, convirtiéndome en otoño en ple-
na primavera o en invierno a mitad de enero. Puedo
circular por las calles de una canción triste, o imagi-
nar que alguien viene a pintarme los sueños de espe-
ranza. Yo creo que todavía lo merezco, ¿sabes?, que
alguien viniese a abrirme las puertas que me cerré a
mí mismo. Sin permiso, porque el tiempo me ha
reblandecido la voluntad y ahora soy un títere que se
deja llevar por los hilos invisibles de la desidia.
Hace demasiado frío en mis manos, y necesito
el abrigo de otras manos que quieran quedarse; ne-
cesito un par de ojos que al mirarme brillen como si
yo fuese la persona que han buscado tanto tiempo.
Yo creo que todavía tengo chance, una oportunidad
de esas que se les reserva a quienes se atreven a soñar
a último momento, justo al borde del precipicio,
antes de caer por completo a una soledad vertigino-

118
sa. Y lograr radicalizar las circunstancias: hacer, por
ejemplo, que las agujas del reloj girasen en dirección
contraria y el tiempo devuelva todas las alegrías que
terminó llevándose. Quizá entonces podamos per-
donarle.
Estoy sentado en el andén y hay niebla por to-
das partes; son fantasmas de las despedidas que nun-
ca debieron darse, de parejas que también creyeron
en un para siempre y que no volvieron a verse desde
aquel último volveré. Quizá nosotros también nos ha-
yamos ido sin darnos cuenta. Y que este tiempo no
es más que el remedo de una realidad que sólo esta-
mos soñando. No lo sé, cariño; me gusta pensar que
volverás cualquier día de éstos. Que verás en mí a ese
alguien en quien piensas cuando escuchas una can-
ción bonita. Y volveremos a ser nosotros. Yo creo
que nos merecemos la última oportunidad de resta-
blecerlo todo. Y ojalá no tardes mucho.

119
SÓLO QUIZÁ

N os hemos alejado demasiado. ¿Te has fija-


do? Antes mirábamos la lluvia juntos y
ahora parece que es otra forma que tiene el
cielo para decirnos que es mejor mantenernos lejos.
No sé quién de los dos carga más orgullo, si yo por
no intentarlo o tú por no darme la oportunidad.
Creo que al final dejamos las cuestiones de tiempo
para esa ingenuidad disfrazada de esperanza. Ya no
tomas la misma ruta de los autobuses, y yo me
aprendí de memoria los horarios como para dejarte
ir del todo. La gente camina solitaria, parece triste,
o quizá seré yo y mi manera de ver las cosas por su
lado más trágico. No sé, cariño. Supongo que el
problema es que a final de cuentas todos tenemos a
alguien que nunca se ha ido por completo.
Tampoco he dejado ir a la esperanza, y qué
tontería la de buscarla a estas alturas. Ahora cuando
llueve me parece ver que mi vida se va con el agua
que se arrastra por las alcantarillas. Luego voy a casa,
enciendo la calefacción para escapar del invierno,
aunque nunca es suficiente porque el frío lo siento

120
dentro, en el mismo lugar que ocupaste un día con
tus sonrisas y que se convirtieron en recuerdos de
otras épocas, como esas competencias de silencios en
las que yo siempre perdía.
Mi vida se ha convertido en un baúl de espe-
ranzas empolvadas, de trastos viejos que nunca llegué
a utilizar esperando que la ocasión adecuada se pre-
sentase pronto. Otro fracaso. He llegado a la con-
clusión de que los recuerdos son los restos de un tal
vez que no ha cicatrizado. Todavía sangramos de la
misma herida en la que pusimos nuestros nombres,
cuando aún éramos capaces de creer en el amor sin
mirar esa parte que se parece demasiado a las des-
pedidas prematuras. Ya te lo decía: amor también es
acercarse al precipicio del abismo interior de la otra
persona, y entender de una vez por todas que tocar
fondo a veces puede resumirse simplemente en ser
incapaces de llegar a la superficie. Me he convencido
de todo esto, y me avergüenzo de esta incapacidad de
cambiar algo. De tatuarme de nuevo tus labios en mi
boca y pensar que estamos a tiempo. Pero debo de-
jarte ir, y es difícil. La desventaja de las historias que
no terminan nunca es que comienzan todos los días.
Y estás ahí, al otro lado de la puerta, tocando el
timbre como si tú también creyeses que todavía
estamos a tiempo de llegar a la cita que sucedió hace
tanto con otros personajes que nunca fuimos noso-
tros. Es posible que al final termine abriendo la

121
puerta. Yo qué sé. Lo único que tengo en claro es
que no me cabe la posibilidad de mirar a otra parte
sin desear verte allí siempre. Porque yo todavía vivo
en la última foto que nos tomamos. Quizá todavía
no sea demasiado tarde, cariño. Sólo quizá.

122
UN SENTIDO QUE NO EXISTE

T e quedas, echado en la cama, leyendo un li-


bro que has leído más de tres veces pero que
no te cansas de hacerlo porque es como un
vicio, el único que te queda para escapar de la absur-
da realidad en la que se ha convertido tu vida. Te
pasas las horas pensando en que quizá las circuns-
tancias algún día serán un poco más amables, menos
predecibles y alejadas de esa maldita rutina que te
consume entre cuatro paredes como si salir para ti se
hubiera convertido en una especie de fobia. No
aceptas que el tren ya ha pasado, que de nuevo te has
hecho tarde, y que pronto tendrás que buscarle
sentido a todo. Un sentido que no existe. Tu vida
parece una canción, pero una mala, que se repite
cada vez que acaba. Así pasan tus días, sin nada nue-
vo, salvo esas ganas de desaparecer que vienen de
noche, siempre distintas, renovadas, más fuertes.
Te has enamorado, y ese ha sido uno de los
tantos errores; te has enamorado sabiendo que los
imposibles te han llevado hasta ese estado en el que
te encuentras, sin ganas de intentarlo, pero desean-

123
do, si es posible, que algo cambie y te salve de esa os-
curidad que crece dentro de tu alma sin que nadie se
dé cuenta, en especial esas personas que dicen ser tus
amigos.
Cuando hablas con alguien te quedas en si-
lencio como si lo que fueras a decir no tuviera im-
portancia alguna, y entonces te rompes, por dentro,
claro, para que nadie lo note y piense que eres débil.
Pero nadie mejor que tú sabe que la noche es la par-
te de todo el día en que más sincero eres contigo
mismo, y tiras la toalla, como si alguna vez hubieses
luchado; sabes que eres un cobarde y no puedes ni
mirarte al espejo porque tus ojos te delatan. Enton-
ces buscas refugio, pero aquellos libros han resulta-
do ser un camino en círculos. “Ojalá algún día cam-
bie algo”, piensas, sabiendo de antemano que no
cambiará nada y que es posible que al día siguiente
amanezcas con ganas de desaparecer de nuevo, para
terminar tu día, nuevamente, leyendo un libro que
has leído más de tres veces. Cierras los ojos. Necesi-
tas que alguien te salve ya. Aunque ya no esperas a
nadie. Hay personas a tu lado pero sabes que se han
ido hace tiempo. Y tú siempre recuerdas a los que se
van. Y es triste. Muy triste.

124
UNA VIDA QUE QUIERO A SU LADO

E lla sigue creyendo que cuando le digo “Te


quiero” sólo le estoy diciendo eso. No se ha
detenido a pensar un momento en que de-
trás de esas palabras se encuentra una vida que quie-
ro a su lado. No se ha puesto a pensar en los abrazos
a media noche que quiero darle al encontrarla dur-
miendo a mi lado como si aquello fuera parte de un
milagro.
No he pretendido buscar la felicidad en nin-
guna parte, de veras; siempre he tratado de verla co-
mo un espejismo lejano y abstracto que a estas altu-
ras ya no tiene nada que ofrecerme. Aunque ahora
me parece increíble todo porque cuando la conocí a
ella me pareció ver que las cosas volvían a su sitio,
que los recuerdos se quedaban atrás y no volvían
para martillearme la conciencia ni oscurecerme los
amaneceres. Quizá sean estas esperanzas y su manía
de quedarse cuando todos se han ido, o quizá fuera
mi afán ingenuo de intentarlo varias veces hasta que
algo me salga bien, o no sé, pero cuando le dije que
la quería le estaba diciendo que con ella me daba lo

125
mismo salir herido si me dejaba su nombre en las ci-
catrices. Que a su lado era capaz de sacrificar mi vida
y jugar mi última carta al todo por el todo. Porque
nada me valía más que sostener su mano y declararle
mi venganza al mundo y a la soledad y restregarles
una felicidad que me habían negado. Supongo que
nunca había pensado en eso, ni en todos los poemas
que escribiría con tal de sacarle una sonrisa, ni en
todas las canciones que le cantaría al oído en un su-
surro, bajito, para que nadie más pueda oír que el
mundo ahora nos pertenece; ni en todos los atar-
deceres que quería a su lado, ni en todos los besos
que quería darle. Y que el tiempo se detendría cada
vez que se animara a mirarme a los ojos. Y que por
fin había perdido el miedo de mirar el reloj para
cerciorarme de que llego a tiempo a algún sitio,
porque para entonces ya no habrían lugares a los que
me hubiera gustado escapar que no fueran sus ojos,
o sus labios, o su piel. Ella sigue creyendo que cuan-
do le digo que la quiero sólo le estoy dando un par
de palabras vacías. Pero no, no es así, y ustedes, des-
de ahora, lo saben.

126
QUISE QUE FUERAS DISTINTA

S upongo que es inevitable el miedo que corroe


por dentro al ver la sonrisa de esa persona en
la mirada de alguien más. Sentir que tu cuerpo
se vuelve un tanto desprotegido y la conciencia ame-
tralla la mente con el peso de una condena. Pensé
que lo entenderías si fuera yo el que lo dijera. Yo
siempre creí que las cosas serían distintas contigo.
Quise tener la certeza de que si soltaba tu mano es-
perarías a que volviera, sin importar el tiempo por-
que yo siempre regresaría a tu lado, desde donde
fuera. (Eso puedo asegurarlo porque no conozco a
nadie que tenga tu sonrisa, ni mucho menos tu bo-
ca.)
Contigo me sucedió que encontré lo que no
sabía que buscaba ni mucho menos que me hacía
falta, y por eso te escogí de entre todas, por tener un
aval interminable de sorpresas y la pura magia en los
labios. Quise con todas mis fuerzas que fueras dis-
tinta, que al mirarnos la gente volviera a creer en los
milagros, que rompiéramos la rutina y que hiciéra-
mos del mundo uno de esos lugares raros en los que

127
valdría la pena morir una noche cualquiera, debajo
de las sábanas o sobre las nubes. Supongo que eso de
por sí está fuera de nuestro alcance, aunque no pue-
do dejar de mencionar que me gustaba de ti la forma
que tenías para decirme mil verdades por medio de
un beso, la forma en que lograbas encerrarme los
espacios con un abrazo, como si quisieras cuidarme
de los muros invisibles que me separaban de ti. Co-
mo si tuvieras miedo de perderme. Aunque, ahora,
al mirarte, lo único que encuentro es la escena de
un títere roto, triste y cansado, que te observa desde
un rincón mientras alguien te acaricia la mejilla.
Lo malo no está en que alguien más te quiera,
sino en que le permitas llegar más lejos. Te miro,
amparado en esa soledad cobarde de los incautos, y
me pregunto qué es lo que he hecho mal. Si quizá,
aunque tú al final fuiste diferente, yo te quise igual y
cometí los mismos errores que cometí con otras.
Quizá, después de todo, mi vida está jodida por mi
propia mano. Y duele, ¿sabes? Es odioso saber que
a veces la vida tiene ese sabor amargo que provoca
nuestra propia existencia. Por eso me odio, por no
haber sabido quererte de la manera correcta.

128
DESACOSTUMBRARNOS DE ALGUIEN

N o puedes, simplemente, desviar la mirada y


ver otros cuerpos. No puedes porque toda-
vía estás pensando en uno, en ese que no se
parece a los miles que hay delante de ti, el mismo
que a partir de ese día te resignaste a mirar de lejos,
de la misma manera en la que miras las esperanzas
cuando ya no tienen nada que hacer contigo. De un
momento a otro te olvidas hasta el nombre de los
días. Te sientes incompleto, así, sin más, como si te
hubieran arrancado la mitad del alma y te dejaran
justo esa parte que no quieres porque ahí no está
ella.
Te la has imaginado de tantas formas que no te
diste cuenta de que la habías perdido hace mucho
aunque nunca haya estado a tu lado. Sólo la soñaste y
creíste, en tu ingenuidad, que si llegabas a pensarla
lo suficiente la distancia desaparecería como por ar-
te de magia. Y al final la única magia que obtuviste
fue sentir que las noches eran interminables, que la
tristeza terminaba con un “te quiero” y que no había
necesidad de pasarse las tardes en blanco, en un rin-

129
cón, imaginando cómo sería todo si tomases su ma-
no. Pero soñaste demasiado, tanto que la idealizaste.
Pasabas horas tendido en la cama, mirando al techo
con la certeza de que allí se encontraban todas las
respuestas; veías su foto y sonreías, te sentías capaz
de vivir mil años atrapado en su sonrisa sin querer
salir nunca porque pensabas que esa era la única
manera que tenías para hacer que la realidad te do-
liese menos. Y te duele, claro que duele: a todos nos
cuesta desacostumbrarnos de alguien. Nos jode des-
pertarnos a mitad de un sueño que parecía real. Nos
jode que la única salida sea resignarnos y aceptar que
somos títeres de una vida que se ríe en nuestra cara.
Porque siempre habríamos querido tener la
oportunidad de ver atardeceres al lado de alguien,
de sentir que el cielo nos sonríe y que la vida resulta
ser menos desgarradora. Debes saber que tu vida ha
girado demasiado en torno a una esperanza hueca y
unos sueños que se pulverizan con el tiempo, con
ese maldito tiempo que resulta ser un agujero negro
que se dedica a tragarte la vida. Al final, la realidad
era lo que contaba: Tú estabas lejos. A tu lado no
había nadie. Escribías para quien nunca había pro-
metido estar a tu lado. Y ahora tienes que seguir vi-
viendo como si aquélla fuera la respuesta.
Supongo que está bien eso de joderse la vida
por culpa de alguien, pero al final sólo quedas tú.

130
Te conviertes en lo único que te queda aunque no
quieras tenerte cerca.

131
ATRAPADO EN TU SONRISA

Q uedarme atrapado en tu sonrisa. Sólo eso.


Seguramente atrapas a muchos pero quiero
ser quien permanezca en ella. Es fácil dete-
nerse en la calle y observar rostros de gente desco-
nocida, pero es diferente si se trata de ti; porque lo
que tú no sabes es que al verte has hecho que vuelva a
creer en el amor. Has logrado saciar una sed que no
sabía que tenía y me he dado cuenta de que por pri-
mera vez en mucho tiempo he sentido esa explosión
en el pecho que se da cuando ves el futuro pasar
frente a tus ojos.
Siento que contigo mi vida tiene por fin algo
que la impulsa a mejorar. Porque me he pasado años
buscando respuestas en mi interior y cada vez he ter-
minado más confundido. Vacío. Como cuando bus-
cas qué ofrecerle al mundo y no encuentras más que
el deseo incandescente de caminar de la mano con
alguna persona, o de sentir que los abrazos a una al-
mohada gélida cuentan como consuelo. He llegado a
pensar que lo mejor sería esconderme y quemar re-
cuerdos a base de ausencias, dejar que la soledad me

132
consuma con la esperanza de que al abrir los ojos de
nuevo todo hubiese cambiado o, al menos, que yo
fuese distinto; encajado en otro cuerpo, en otra piel
donde me sienta menos culpable. Pero entonces,
cuando mi propia mente parecía aplicarme su más
grave condena, apareciste tú y lo convertiste todo en
viento.
Conocerte fue similar a ver un huracán llevarse
mis miedos y dejarme desnudo, con mis heridas y
máscaras expuestas, sin ganas ni oportunidad de
mentirle ya a nadie. Supe entonces que eras tú ese
amor que a miles no les llega y del que la mayoría se
queja. Me sentí afortunado, ¿sabes? Pero admito
que también me gustaría poder pronunciar tu nom-
bre sin sentir que rompo alguna regla; poder adue-
ñarme de la exclusividad de llamarte cuando quisiera
que vinieras para sanarnos un poco, o confesar
cuánto nos hemos echado de menos. Quisiera ser
aquel que te cuente los lunares y grabarte mis anhe-
los en tu piel de terciopelo, maldecir a esa vida vacía
que tuve antes de que llegaras; retar a la muerte con
la seguridad de que si me oculto en tus brazos jamás
llegaría a encontrarme.
Sin ir más lejos debo decir que he encontrado
en ti ese querer que ha sazonado mi existencia, y que
conocerte me ha servido de rescate, porque durante
mucho tiempo he querido sentir que pertenezco a

133
algún sitio. Y dejé de buscar lugares desde que me
encontré con tu sonrisa.

134
Gracias por haber llegado hasta aquí. ¿Crees que el libro vale la
pena ser difundido? Te invito a hacerlo. Comparte este libro
con alguien a quien pueda gustarle. Ayudarás así a extender este
bonito arte literario. El esfuerzo del autor tanto como el de los
editores se lo merece.

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NOTA BREVE ACERCA DEL AUTOR

Dashten Geriott nació en Chiclayo, ciudad del norte


del Perú, en donde ejerce su oficio de escritor detrás
de un peculiar seudónimo que, como él dice, nació
de la noche a la mañana. Cuando se le preguntó
acerca de por qué guarda con tanto celo su identi-
dad, simplemente contestó que quiere ser de esas
pocas personas que se conocen de adentro para
afuera. Y que sus lectores lo entenderían perfecta-
mente.

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Memorias Inmarcesibles
Dashten Geriott
Noviembre, 2015

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