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KANT Y LA DEONTOLOGÍA1
ROBERT C. SOLOMON
Como reacción frente al utilitarismo, numerosos filósofos dirigieron su atención a una tradición en la
que los principios morales son absolutos y no dependen de las consecuencias ni constituyen simples
medios para alcanzar la felicidad. En cierto sentido, los orígenes de esta teoría se remontan al
comienzo de la historia humana, cuando el mandato del jefe, del rey o de Dios tenía valor
incondicional. Era imperativo obedecer sin tener en cuenta las consecuencias. Mientras las teorías
utilitaristas fundan la moralidad en la búsqueda de la felicidad humana, estas teorías fundan la
moralidad en el concepto de obligación. Conocemos estas teorías como deontológicas, término
procedente de la raíz griega deon que significa “deber”. En las teorías deontológicas una acción o una
clase de acciones se justifica mostrando que es correcta, no mostrando que sus consecuencias son
buenas (aunque se suele asumir que una acción correcta tendrá buenas consecuencias). Pero a
diferencia de las obligaciones incondicionales de las tribus primitivas o la obediencia incuestionada a
los mandatos divinos, en las teorías deontológicas la corrección de la acción no es impuesta por un
jefe, un rey o una entidad divina. Son obligaciones que nos imponemos a nosotros mismos. De acuerdo
con esto, la noción más importante en las teorías deontológicas es el concepto de autonomía: pensar y
actuar por sí mismo y hacer lo que uno sabe que está bien.
En la filosofía moderna, el principal representante de la teoría deontológica es Immanuel Kant. Kant
reacciona contra las “teorías de la utilidad” de Hume y otros filósofos de la Ilustración británica y
anticipa las posteriores objeciones al utilitarismo (su obra es setenta años anterior a la de Mill). Kant
insiste en que lo que hace que una acción sea buena o mala no son sus consecuencias —las cuales, con
frecuencia, están completamente fuera de nuestro control y dependen de la suerte— sino el principio,
la máxima que guía la acción2. “Nada hay que pueda considerarse como bueno sin restricción, excepto
una buena voluntad”, afirma Kant al comienzo de su Fundamentación de la metafísica de las
costumbres. Y tener una buena voluntad significa actuar con la correcta intención, de acuerdo con las
máximas o los principios correctos, obrar por deber y no por provecho personal o por lo que Kant llama
“inclinación” (deseos, emociones, estados anímicos, capricho, inspiración o simpatía). Este es el
corazón de la ética kantiana, “el deber por el deber mismo”, no en función de las consecuencias, así se
trate del propio bien o de “el mayor bien para el mayor número”.3
¿Cuál es, entonces, el criterio último de moralidad para las teorías deontológicas? El utilitarismo, al
igual que el egoísmo ilustrado o la teleología aristotélica podrían apelar a los deseos o aspiraciones
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Traducción y edición no oficial, para uso restringido como material de clase. Las notas a pie de página son de la
traducción.
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Para Kant, la “máxima” es el principio subjetivo del obrar. Por ejemplo, si hago ejercicio todas las mañanas, obro
siguiendo una máxima como: “hacer ejercicio es bueno para la salud”.
3
Para el utilitarismo, cuyos gestores principales fueron Jeremy Bentham (1748‐1832) y John Stuart Mill (1806‐
1873), el fundamento de la moral es la utilidad y su criterio el Principio de la Mayor Felicidad o Principio de
Utilidad: “La acción correcta es aquella que origina la mayor felicidad para el mayor número” (The greatest
happiness of the greatest number).
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humanas. Pero, por ser absoluta e incondicional, la deontología descarta que los deseos y las
aspiraciones puedan ser criterio de moralidad, lo cual no significa que para Kant, o para la mayoría de
los deontologistas, carezcan de importancia. El principio supremo de la moralidad para una teoría
deontológica es la razón. Kant la denomina “razón pura práctica”. Todos y cada uno somos racionales,
es decir, todos y cada uno tenemos la capacidad de descubrir por nosotros mismos la línea de acción
correcta, sin depender de autoridad externa alguna. Todos y cada uno podemos discernir por nosotros
mismos qué debemos hacer y qué no. La autoridad necesaria para justificar la moralidad reside en la
propia autonomía moral. Justificar la moralidad, por tanto, consiste en mostrar que es racional, y
justificar cualquier principio moral consiste en mostrar su concordancia con los principios de la razón4.
Kant caracteriza la moralidad como un sistema de imperativos categóricos, esto es, mandatos
incondicionales5. Incondicionales no solo en el sentido de que apliquen para cada quien sin tomar en
cuenta los intereses personales, sino en el sentido de que son principios racionales y, en cuanto tales,
no están ligados a las contingencias de la vida, son válidos independientemente de las consecuencias.
En esto consiste, para Kant, lo más propio de la razón, que concibe el mundo de acuerdo con sus
propios ideales y de forma incondicionada respecto a los hechos de la experiencia.
Dado que los principios morales son racionales, de acuerdo con Kant solo pueden probarse de manera
puramente formal. Si se quiere probar la inmoralidad de una acción no basta con mostrar que sus
consecuencias, efectivas o probables, serían desastrosas. Se debe mostrar que su principio mismo es
“contradictorio” e imposible. Podemos ilustrar esto con un ejemplo del propio Kant: Supongamos que
estoy considerando pedir dinero prestado a alguien con falsos pretextos, mintiéndole y asegurándole
que le pagaré la semana siguiente (siendo que, para entonces, me habré ido a Hawái sin intenciones de
volver). Un utilitarista haría un cálculo de las consecuencias (de la acción o del tipo de acción), pero
Kant insiste en que la acción es incorrecta sin importar cuáles sean sus consecuencias. ¿Qué pasaría,
argumenta, si pretendiera que todos aplicaran la máxima de mi acción (es decir, el principio subjetivo
conforme al cual actúo) y los instara a obrar de forma similar? Dado que la moralidad es esencialmente
un producto de la razón, debo poder hacer esto, pues los principios no pueden ser aplicados solo por
mí (con lo que estaría de acuerdo un utilitarista). ¿Cuál sería el resultado? La práctica de prometer
devolver el dinero prestado quedaría sin sustento, y si alguien dijera “¿puedes prestarme una plata y te
pago la semana que viene?” solo causaría risa; tales palabras habrían perdido por completo sus
sentido. La máxima se contradice a sí misma, sostiene Kant, en el sentido de que no podría ser
universalizada como principio de acción para todos sin socavar la posibilidad misma de llevar a cabo tal
acción. El punto aquí no es que la generalización de la máxima tendría consecuencias desastrosas. Se
trata de una inadecuación lógica o formal: la universalización de la máxima hace que la acción sea
incomprensible, pues ¿qué podría pasar por mentira en una comunidad en la que no se espera que
haya alguien que diga la verdad?6
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Kant define la moralidad como “la relación de las acciones con la autonomía de la voluntad, esto es, con la
posible legislación universal, por medio de las máximas de la misma”.
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En realidad, el imperativo categórico es solo uno, del que Kant, en la Fundamentación de la metafísica de las
costumbres (1785) presenta cuatro formulaciones diferentes.
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La primera formulación del imperativo categórico reza: “Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al
mismo tiempo que se torne ley universal”.
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Es de notar que no es que la filosofía kantiana niegue toda referencia o apelación a las consecuencias
de una acción. La formulación misma de la máxima incluye las consecuencias esperadas, pero dado
que es imposible establecer con anticipación cuáles serán las consecuencias efectivas de la acción,
¿cómo podría fundarse en ellas la moralidad de la misma? El propio Kant hace referencia a las posibles
consecuencias de la universalización de una acción o una máxima y no sería ajustado, por tanto,
sostener (como suele hacerse) que la descarte del todo. Pero el contraste con el utilitarismo resulta
evidente si se tiene en cuenta la atención casi exclusiva que este presta a las consecuencias.
Lo que en parte motiva la deontología kantiana es la firme convicción de que la moralidad consiste en
algo más que las costumbres o el ethos de una sociedad particular, en algo más que un conjunto de
sentimientos simpatéticos que experimentamos hacia otra gente u otras creaturas. Lo que Kant cree e
intenta probar es que la moralidad, fundada en la estructura de la mente humana al igual que las
categorías básicas de la verdad y el conocimiento, ha de ser la misma en todas partes, sin excepciones.
Esto no equivale a decir que todo el mundo en todas partes acepte de hecho los mismos principios
morales; tampoco acepta todo el mundo los principios de la ciencia moderna que, según Kant, son
verdaderos de forma universal y necesaria para todo ser racional. Su argumento es que todo ser
humano posee la facultad de la razón, si bien no todos la cultivan y la despliegan al mismo nivel. En
efecto, lo que Kant se propone con su filosofía (tal como Aristóteles lo hacía con la suya) es ayudar a
que la gente cultive su propia facultad racional mediante una mayor comprensión de lo que significa
ser moral y, consecuentemente, llegue a ser más moral. Pero admite también que la mayoría de la
gente y la mayoría de las poblaciones del mundo están aún lejos de esa racionalidad ideal.
El punto crucial en Kant es su idea de que no son solo nuestras “inclinaciones” personales lo que nos
motiva a actuar. Hay una fuente de motivación mucho más noble, y esta es la razón misma. En otras
palabras, Kant piensa que la visión del egoísmo ilustrado es falsa. No es solo el interés personal lo que
nos motiva. También somos movidos a actuar por fuerza de la sola razón. El reconocimiento de que
tenemos un deber no tiene por qué fundarse en la realización del interés propio. Basta con que
reconozcamos nuestro deber y, dada nuestra racionalidad, queremos que sea así. Este es también el
sentido de la noción de autonomía, que ocupa un papel tan importante en la filosofía de Kant. No solo
podemos pensar por nosotros mismos y distinguir el bien del mal; podemos también actuar en contra
de nuestras inclinaciones, en contra incluso de nuestras emociones y nuestros más intensos deseos si
estos no se conforman con los dictados de la razón práctica. Si algo hace de la postura kantiana la más
aguerrida defensa de la moralidad “pura” en la historia de la ética, es este sentido de la motivación
moral autónoma, animada no por la simpatía u otra inclinación cualquiera, sino por la “ley moral en
mí”.7
Este énfasis en la ley moral interna y la noción de autonomía se contrapone a la fundamentación de la
moralidad en la “utilidad” o cualquier otro concepto social. Para Kant, la moralidad es esencialmente
un asunto tanto individual como universal. Es individual por cuanto, como sujeto autónomo, cada
quien tiene tanto la capacidad como el deber de razonar e identificar lo que está bien. Es universal en
7
“Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, cuanto con más frecuencia y
aplicación se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí”, consignaba Kant al
cierre de su Crítica de la razón práctica (1788).
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tanto que, dado que cada uno de nosotros es un ser racional, todos compartimos necesariamente las
leyes de la razón y los principios de la moralidad dictados por la razón. Pero lo que queda por fuera de
esta polaridad es el tejido social de un ethos, nuestro sentido de ser “animales sociales”, según la
definición que diera Aristóteles hace tanto tiempo. Esto no quiere decir, por supuesto, que Kant
careciera de un agudo sentido de la comunidad y de nuestra sentida necesidad de pertenencia. De
hecho, una de las formulaciones del imperativo categórico reza que deberíamos actuar siempre como
miembros de una comunidad perfecta a la que llama “el reino de los fines”8. Pero lo esencial de la
moralidad es que cumplamos con el deber; es de esperarse que de allí se seguirá la buena sociedad. La
moral como tal no es una cuestión social, aunque una buena sociedad dependa, obviamente, de la
moralidad de sus ciudadanos. Kant es consciente de que tanto las sociedades como los individuos
pueden ser inmorales. Pero la moral no puede estar conformada por valores y relaciones al interior de
una sociedad. La razón trasciende todas las sociedades particulares y dicta un cuerpo de principios
racionales que han de ser obedecidos por todos.
Las teorías deontológicas, como la kantiana, triunfan precisamente allí donde fracasan las teorías
utilitaristas: en mostrar que los principios morales son incondicionales y no dependen de la utilidad,
especialmente en aquellos casos en los que la consecución del mayor bien para el mayor número
podría acarrear injusticia o crueldad. No basta con mostrar que la sociedad quedaría mejor servida con
que, por ejemplo, uno o dos individuos inocentes pero infortunados fueran torturados o condenados a
muerte para divertir al resto. Tampoco valdría que una sociedad beneficiara a la mayoría a costa de la
injusticia para con la minoría, puesto que hay imperativos morales que se imponen a pesar de que no
pueda procurarse la mayor felicidad. Pero el deontologista tropieza con problemas justo donde el
utilitarista tiene éxito. Una de las grandes atracciones del utilitarismo es su énfasis en el bienestar y la
felicidad de la humanidad. Los deontologistas no pueden ser indiferentes a tales intereses, pero es
claro que estos juegan un papel secundario en la teoría de la moralidad. En cierta forma, esto resulta
comprensible: el fundamento de la moral debe ser independiente de las inclinaciones personales
(incluyendo el deseo de ser feliz) por ser estas mutables y poco fiables en lugar de universales y
necesarias. Y, en contraste con la noción kantiana de autonomía, pertenecen a la esfera de la
“naturaleza” y no al ámbito de la libertad racional. Pero ¿es posible o tolerable oponer la moralidad a
la felicidad? Con toda seguridad, hay ocasiones en las que nos vemos obligados a hacer algo que no
queremos; pero ¿es necesario generalizar esta oposición y marcar un antagonismo radical entre vivir
bien y hacer lo correcto, entre buscar la felicidad y cumplir con el deber?
Es justamente esta conclusión intolerable lo que rechazan tanto el egoísmo ilustrado como el
utilitarismo. Si la moralidad significa cumplir con el deber, y si el deber se aparta de o se opone a lo que
representa nuestro interés propio, ¿cómo podría la persona moralmente buena permanecer ajena a la
felicidad? Kant rechaza esta conclusión e insiste en que incluso tenemos el deber de ser felices.9 La
razón que da, un tanto peculiar, por cierto, es que una persona infeliz no tendría el estado anímico
8
Otra formulación del imperativo categórico reza: “Obra de tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu
persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca solamente como un
medio”.
9
Kant no propone propiamente que tengamos el deber de ser felices. Lo que plantea es que debemos ser dignos
de la felicidad. Entre nuestros deberes se incluye procurar nuestro propio perfeccionamiento y la felicidad de los
demás, con la admonición de no invertir los términos.
4
idóneo para llevar adelante sus deberes. Además, afirma, la razón nos dicta que no sería razonable
esperar que cumpliéramos con nuestro deber si no hubiera justicia, ni equilibrio entre la bondad y la
felicidad, ni castigo por el mal cometido. Pero, siendo obvio que no siempre encontramos tal justicia en
este mundo, Kant argumenta que su ausencia debería conducirnos a concluir racionalmente que debe
haber justicia en otra parte, en una vida futura, con Dios como juez omnisciente, todopoderoso y
benevolente. Como muchos otros deontologistas anteriores, Kant termina vinculando así su estricto
sentido de la moralidad y el deber con la religión, si bien se trata de una religión de corte racional, una
que se sustente en la sola razón. Pero nótese que Kant no recurre a la autoridad divina para
fundamentar la moral, sino que sitúa la creencia religiosa sobre un fundamento moral. En respuesta al
dilema de Eutifrón10, Kant no define la moral desde la religión sino que remite tanto la moral como la
religión al tribunal de la razón autónoma.
10
Eutifrón o Sobre la piedad: es un diálogo de Platón, en el que se plantea la cuestión de si Dios manda las cosas
porque son buenas o las cosas son buenas porque Dios las manda.
TEXTO ORIGINAL:
Kant and Deontology, en: SOLOMON, R. On Ethics and living well. Belmont, CA: Thomson Wadsworth, 2006.
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