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Doble casetera

En general se piensa a Rodolfo Walsh y a Manuel Puig en los antípodas de la literatura


argentina. Sin embargo, los dos compartieron durante los años ’70 una curiosidad inédita
por los alcances que el uso de una tecnología novedosa como el grabador podía tener en
la literatura. Así, poco después de que Walsh lo utilizara en ¿Quién mató a Rosendo? y
enseñara a usarlo durante la gestación de Semanario Villero, Puig armaría Sangre de
amor correspondido con la voz de un obrero al que entrevistó en Río. La posibilidad de
acceder a esas desgrabaciones de Puig, hasta ahora inéditas, llevó a María Moreno a
reflexionar sobre el sueño de ambos escritores de dar a luz una nueva literatura,
permitiendo a sus personajes convertirse en autores. Un asunto que, en tiempos de
cámaras, periodistas y noteros entrevistando a presos, villeros y víctimas del terrorismo de
Estado, sigue teniendo una poderosa actualidad.

 Por María Moreno

“Para voz no hay como la mía” es un juego de palabras de alusión sexual que bien podría ser el
slogan-síntoma del campo cultural de la Argentina de los años ’60 y ’70. Según un psicoanálisis
al paso, en el mismo momento en que se ponía en cuestión la noción de autor y era preciso
luchar contra la prepotencia del referente como denunciaba panfletariamente la revista Literal, y
se estrenaba la crítica estructuralista, el factor voz como retorno de lo reprimido se abrió paso
en la última temporada de la crítica. La voz reinó en el emergente género historia de vida
(Biografía de un cimarrón sobre el testimonio de un esclavo afrocubano y La canción de Rachel
sobre una vedette del teatro habanero, La Alhambra del cubano Miguel Barnet, Los hijos de
Sánchez de Oscar Lewis –esos Pérez García a la latina y abajo–, los registros periodísticos de
Julio Ardiles Gray en la revista Primera Plana que iban de la prostituta Ruth Mary al cantante
Miguel de Molina). La voz proliferó en los consultorios psi quizá como nunca en décadas
posteriores para ser secuestrada por la clínica de casos, hizo cruzas de distinto orden en los
personajes literarios (la primera persona de la Nanina de Germán García había sido liberada
por el Henry Miller de los Trópicos, la de Miguel Briante en King Kong por un Faulkner pasado
por Borges, la de Luis Gusman en El frasquito era serie B y tango canción) y, hacia fines de los
’70, como el reflejo de un espejo negro, en los campos de concentración, su sometimiento
trágico se tradujo en violencia sin pasar por la escritura.

Para ese escenario en décadas, Manuel Puig y Rodolfo Walsh fueron algo menos y por lo tanto
algo más que “esos diez” con que ranqueaba Manuel Mujica Lainez, más bien esos dos que
escribiendo daban que hablar y escribiendo hacían hablar. Se ha especulado en serio, en
zapada teórica y al tuntún sobre el impacto de la informática en todos los rincones hasta
alcanzar el arte y la literatura, pero mucho menos de un artilugio técnico que, estrella nazi,
comenzó a difundirse a mediados de los ’60, salvo excepciones precursoras: el grabador.
Pesados Geloso de los analistas sedentarios, Grundig con teclado de periodistas rigurosos,
Philips para amateurs sin problemas de columna. Walsh y Puig lo usaron, menos como
garantía de una fidelidad al testigo o al referente que como un robot ficcionalizador recargable y
de infinitas posibilidades.

LA CINTA DE WALSH

Rodolfo Walsh es ese escritor argentino a quien se considera un precursor de la no ficción. El


no trabajaba en la tensión entre ficción y realidad, entre hechos narrados con las prerrogativas
de la ficción o sobre ficciones referidas a materiales reales, o en híbridos perfectos que
operaran de diversos modos, según si el lector tenía o no el código o quería usarlo, sino con
textos que fueran capaces de liquidar esas cuestiones de fronteras, al intervenir en lo real,
haciendo de la escritura un acto, al darle la posibilidad de modificar las condiciones de aquello
que denunciaba. Su originalidad última radicó en concebir una literatura que con los únicos
elementos de la compaginación y el corte del testimonio, el documento y la historia de vida,
tuviera todas las perfecciones de la ficción.

Es probable que la popularización del grabador como “testigo técnico” y superación del
cuaderno de notas incidiera en la manera en que Walsh tomaba testimonio, como debe haber
incidido en la proliferación de los registros que se realizaron durante los ’60 y ’70 en diferentes
disciplinas. Su misión de denunciante hizo que realizara sus grabaciones con especial atención
a los hechos incriminadores. En sus notas de investigación recopiladas por Daniel Link en El
violento oficio de escribir, que la taxonomía de época ordenaba bajo las categorías de “informe
especial”, “vida cotidiana” o “vida moderna” indiscernibles de sus libros emblemáticos por su
sedimento político, y en las que él decía hacer algo que era pero no era periodismo, los
registros se concentran en datos que la jerga de prensa llama “de color”, giros lingüísticos,
novelas familiares, anécdotas para el archivo de una picaresca popular federal. En ¿Quién
mató a Rosendo? se habilitan, contrariamente a Operación Masacre, las voces de los testigos,
que hacen progresar el relato desde la condición de lumpen a la de militante: se trata de una
conciencia en peripecias, es decir, se trata todavía de testimonios ejemplares. En cambio, en
notas como “La isla de los resucitados”, sobre un leprosario correntino, todavía Walsh, aunque
más atento al matiz, selecciona y compagina de acuerdo con clasificaciones y esquemas de
conflicto funcionales a la denuncia, así fragmenta y titula: Alcaraz: el desprecio, Isabel: El amor,
Vallejo: La soledad. Pero su desaparición interrumpió una aventura que, en medio de la
angustia por establecer y experimentar parámetros de una novela no burguesa, lo estaba
llevando a prestar atención al grabador como instrumento cuyos usos podrían ser subversivos:
Walsh siempre había pensado la categoría “cronista popular” como una figura independiente de
la del militante y del periodista “amigo”. Si en su obra como investigador tomaba testimonio, en
la Agencia Ancla (Agencia Clandestina de Noticias, dependiente de la organización
Montoneros) empieza a vislumbrar una colaboración activa en la que está latente el pase del
cronista informante al cronista redactor y editor, pase que daría cuenta en potencia de una
suerte de autoformación política individual, pero para una tarea colectiva. Mientras tomaba
testimonio a los hermanos Villaflor (importantes cuadros gremiales independientes de la
burocracia sindical), para ¿Quién mató a Rosendo? empezó a entender –según el relato de su
mujer, Lilia Ferreyra– que “dar voz a los que no la tienen” es también una apropiación,
poniéndolo sobre una pista que le exigía revisar su práctica: la posible delegación del grabador.

Durante una entrevista que le hizo Ricardo Piglia, Walsh fue bien explícito en la idea “de que el
testimonio y la denuncia son categorías artísticas por lo menos equivalentes y merecedoras de
los mismos trabajos y esfuerzos que se le dedican a la ficción. En un futuro tal vez se inviertan
los términos: que lo que realmente se aprecie en cuanto a arte sea la elaboración del
testimonio o del documento que, como todo el mundo sabe, admite cualquier grado de
perfección. Evidentemente en el montaje, la compaginación, la selección en el trabajo de
investigación, se abren inmensas posibilidades artísticas”.

Cuando preparaba el Semanario Villero, Rodolfo Walsh comenzó a transmitir el uso del
grabador, el arte del montaje y de la edición a quienes serían autores y protagonistas.

LAS CINTAS DE PUIG

Manuel Puig fue ese escritor al que la crítica se tentaría de pensar como en los antípodas de
Rodolfo Walsh y muy pocas veces trabaja sobre los aspectos que su obra tiene de denuncia.
Su uso de diversos géneros menores y la puesta en escena de personajes que hablan en
primera persona sin el nexo autorizado de un narrador han hecho exclamar a escritores de la
talla de Juan Carlos Onetti: “Yo sé cómo hablan los personajes de Puig, pero no sé cómo
escribe Puig”. Es extraño que, en un cierto sentido, Puig realizara el proyecto de Walsh,
aunque se detuviera en el momento de pasar el grabador, en el sentido de jaquear la autoría
especializada.

Manuel Puig utilizó notas, luego grabador, en principio de manera convencional, para poder
conservar y consultar información y capturar ciertos tonos. Es en Sangre de amor
correspondido en donde quedó capturado en una cinta que no venía de Hollywood al utilizar
una serie de grabaciones, exacerbando al máximo la exclusión de un narrador omnisciente.

El entrevistado fue un obrero empleado temporariamente en su casa de Río, casi analfabeto y


con un “complejo paterno” con el que Puig dice haberse identificado. Fue por la generosidad de
Carlos Puig, hermano de Manuel, que accedí a algunas de esas desgrabaciones. Su lectura es
sorprendente. No sólo Puig parece realizar la utopía de Walsh en cuanto a una literatura en
donde sólo la selección, el montaje y la compaginación de un testimonio “abren infinitas
posibilidades artísticas”, sino que su mayor intervención es durante la grabación, a través de
preguntas que interrumpen una y otra vez el giro del relato para exigir que éste se detenga en
los detalles, forzándolos por sistemática inducción. Como si Puig se propusiera extraer la
escritura del relato oral en directo, cada pregunta permite la emergencia de lo que aún no es
texto, frase por frase (ver recuadros).

Puig pasa el relato –ahora nos enteramos– de llamémosle X al de Josemar en tercera persona
y arma un efecto de transposición de voces flanqueadas de guiones. No realiza un excesivo
montaje sino que utiliza la repetición como resonancia poética, ya que el ordenamiento, del que
hay muchas notas previas sobre los temas a tocar, durante las grabaciones –como un guión
estrictísimo para una improvisación–, está determinado por el de las preguntas. La selección
del narrador oral, punto clave del sistema Walsh, es importante igualmente para Puig, la de
alguien que, como él le dice a Kathleen Wheaton en una entrevista para The Paris Review,
posee “sus propias cualidades musicales y pictóricas”.

Puig no sólo jaquea las jerarquías del saber al permitir a su testigo tomar la palabra y pasarla a
la escritura sin demasiadas correcciones (las correcciones que pude ver son de tipeo y las
desgrabaciones han sido realizadas por profesionales) sino que en el mismo acto de escuchar
y grabar se hace enseñar la lengua por X, ya que en el momento de las entrevistas hacía poco
que había llegado a Río y no conocía muy bien el portugués.

Existen diferentes éticas del uso de personajes reales. La plusvalía extraída de las musas
parlanchinas es un tema político que excede las características personales del mediador: en la
película Capote y en la biografía de Gerald Clarke (en castellano por Ediciones B) se sugiere
que Capote espera, si no desea, las ejecuciones de sus narradores porque de otro modo
podrían dar su propia versión de los hechos, diferente a la de A sangre fría. Pero, ¿cuál sería la
propia versión? Según diversas fuentes, Perry Smith quería ser un escritor y un cantautor, pero
fue su transferencia con Capote la que le hizo comprender que era su propia experiencia de
vida el capital literario: esa experiencia no era independiente de las preguntas, las expectativas
transmitidas a través del diálogo y, sobre todo, la tasación de Capote.

¿Fue expropiado X al quedar anónimo en Josemar, o protegido? Manuel Puig entendió que
había un conflicto cuando decidió compartir con él y por contrato las ganancias de Sangre de
amor correspondido, pero X prefirió una suma fija; luego reclamó más dinero, afirmando que la
novela lo había perjudicado e incluso había recibido amenazas de muerte. Quizá no era mero
oportunismo sino un modo de hacer saber que entendía la radicalidad del procedimiento y su
precaria resolución jurídica. Por otra parte, y según contó el mismo Puig, X –alentado por el
valor de su material y tal vez apremiado por la insistencia de las preguntas– se puso a adornar,
a inventar, es decir, se puso en autor y no en mero trabajador por contrato que trata de cumplir
expectativas ajenas.
Si en el reproche de Perry Smith a Truman Capote clamaba una frustrada vocación de escritor,
es probable que X no deseara llevar más allá su capacidad narrativa (como la “Jesusa
Palancares” de Elena Poniatowska, a quien sólo le interesó de su libro compartido Hasta no
verte Jesús mío la imagen religiosa de tapa), ya que para él era un medio y no un fin: el “verso”
para conseguir muchachas. Pero los que dan testimonio, incluso los que lo hacen como
víctimas del terrorismo de Estado y son solicitados con insistencia, no siempre justiciera, fuera
de los tribunales –por periodistas, cronistas, autores de no ficción devenidos “fiolos de
intensidad”–, advierten que, en un tiempo que pone en duda la experiencia, son despertados
por otros al valor de sus relatos “fuertes” y apropiables. ¿Qué sucedería si se pasara el
grabador, es decir, si se socializara un procedimiento que va mucho más allá de la técnica? ¿Si
se jaqueara el par experto-objeto y se hiciera rodar un casete entre pares (la palabra es muy
blanda, toda transferencia genera poder y ni hablar de la escritura)? ¿Si se volviera al autor-
escucha? ¿Si se lo liberara de esos espacios tutelados/privados de ciudadanía, gerenciados
por la política partidaria o reciclados por la cultura progresista en productos de exotismo pop
(cárceles, villas, organizaciones de piqueteros, cartoneros, etc.), y se dejara el grabador a
aquellos que, para la ciudad posmoderna, siguen teniendo un nombre de injuria, “los negros”,
amenazantes ágrafos, “leídos” y no “lectores”?

En Rodolfo Walsh y Manuel Puig había un proyecto común involuntario de hacerse soportes de
voces heterogéneas, una jugada para que “El Otro” mítico dejara de ser objeto de estudio
antropológico, diagnóstico psi o pintoresquismo literario y se deshiciera de la tutoría
paternalista del médium letrado para montar unas ficciones de las que no se podría saber nada
anterior a una práctica, tal vez, venidera.

No se trataría, claro, de casos testigo de la verdad sobre el pueblo, ni de documentos carnales


del museo de la revolución, ni de campos parlantes para los especialistas (los científicos de la
entrevista ignoran cuánto el otro, imaginado por ellos como inocente, puede detectar en sus
preguntas presurizadas y su fashion justiciero, la lengua de un deseo caníbal), ni encuestables,
ni edificantes. Tal vez, sí, autores de una fresca maldad e inutilidad como la mejor literatura, en
nuevas tensiones y desafíos de una proliferación aún sin cartillas.

Leer a Walsh con Puig es seguir haciendo pintadas contra el pensamiento bipolar que sigue
separando, si se permite la expresión senil, vanguardias artísticas y vanguardias políticas.
¿Acaso Puig, por entre sus archivos de estrellas y sus bordados del diálogo, no estaba
hablando siempre de política? ¿No había en los disfraces conspirativos de Walsh –el profesor
de inglés, el jardinero, el detective–, en sus mapas y diagramas para la reconstrucción de los
hechos, un espíritu definitivamente pop? Los dos tenían un oído absoluto para una música, un
estilo y unos matices que se fugaban hipnóticos por sobre la voluntad de sentido de los
“subalternos”. Los dos estaban tanteando un procedimiento cuyo límite era el remilgado locutor
literario que ordena desde arriba las figuras con una voz a lo Marcos Mundstock para unas
“Noches cultas” a lo Telecataplum: es decir, un enemigo. ¡Panasonic al poder!

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