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Los efectos del estrés crónico

Cuando vivimos en un estado de estrés constante, el centro del corazón


entra en incoherencia y
ahoga nuestra capacidad de crear. Como reacción al desorden en el ritmo
cardiaco, el cerebro
sufre des-integración e incoherencia, y esa incoherencia se refleja en las
dos vertientes del SNA.
Si el sistema parasimpático es el freno y el simpático es el acelerador,
cuando funcionan en
discrepancia tu cuerpo recibe un mensaje parecido a dar gas al mismo
tiempo que pisas el freno.
No hace falta ser un experto en automoción para entender las
repercusiones de la oposición de
esas dos fuerzas: desgastamos los frenos y forzamos la transmisión. Al
mismo tiempo, la
resistencia malgasta energía y reduce la eficiencia del combustible. Al
final, el estrés prolongado
desgasta el organismo hasta tal punto que suprime nuestra capacidad de
reparar el cuerpo y
conservar la salud, y acabamos privados de vitalidad y resiliencia.
Si la resiliencia se basa en la gestión eficiente de la energía, es muy
posible que, mientras te
encuentres bajo los efectos del estrés crónico te sientas agotado de mal
humor, enfermo tal vez.
Cuanto más adictos seamos a estos estados de estrés, más nos costará
abrir el corazón, entrar en
él y crear coherencia cardiaca de manera consciente.
Viví una experiencia en una zona rural del estado de Washington que nos
podría servir de
ejemplo. Una noche de noviembre llegué a casa del trabajo, aparqué el
coche como hacía
siempre y eché a andar el camino de cuarenta metros que lleva a mi casa.
La oscuridad era total.
A unos treinta metros de la puerta, a la derecha, oí un siniestro gruñido
procedente de detrás de
unos peñascos. De inmediato, centré el foco de atención en la materia y
me sorprendí a mí
mismo pensando: ¿Qué puede haber acechando en la oscuridad? Empecé
a revisar mi banco de
memoria en busca de algún hecho conocido que me ayudara a predecir el
futuro. ¿Será uno de
mis perros?, me pregunté. Procedí a gritar sus nombres, pero nada me
respondió. Avancé unos
pasos más y el gruñido se tornó más intenso.
Sin pensar ni por un momento en movilizar la energía de mi cuerpo, se
me erizó el vello de la
nuca y se me aceleraron tanto el pulso como la respiración según todos
mis sentidos se aguzaban.
Estaba listo para luchar o huir. Busqué el teléfono móvil y encendí la
linterna para alumbrar la
posible amenaza, pero seguía sin ver el origen del ruido. Procedente de la
oscuridad, el gruñido
continuaba. Retrocedí despacio y por fin corrí hacia el establo, donde
estaban los trabajadores
del rancho resguardando a los caballos para la noche. Echamos mano de
armas y linternas y
regresamos al lugar justo a tiempo de ver a un puma escapando entre las
matas con sus crías.
Seguramente habrás colegido de esta historia que una situación tan
estresante como ésa no
ofrece la oportunidad ideal para abrir el corazón y confiar en lo
desconocido. No es el momento
de retirar la atención del mundo material para concentrarte en las nuevas
posibilidades que te
ofrece la mente. En instantes como ése sólo cabe escapar, esconderse o
luchar. Sin embargo, si
estás perpetuamente instalado en el estado de huida o lucha —aun si no
hubiera puma entre los
arbustos—, hay menos probabilidades de que estés dispuesto a cerrar los
ojos y entrar en tu
interior, porque debes mantener la atención centrada en la supuesta
amenaza que procede de
fuera. Ninguna información nueva puede acceder a tu sistema nervioso
que no sea equivalente a
las emociones que estás experimentando o relevante en relación con
éstas, así que no puedes
programar tu cuerpo para un flamante destino. Así pues, cabe pensar que
cuanto más adicto seas
a las hormonas del estrés en la vida cotidiana, menos probabilidades hay
de que estés dispuesto
a crear, meditar o abrir el corazón y ser vulnerable.

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