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VOLTAIRE

Traducción de
María Teresa León

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Clásicos Losada
Primera edición: febrero de 200 5
©Editorial Losada, S A, 2004
Moreno 3362 - 1209 Buenos Aires, Argentina
Viriaro, 20 - 2.8010 Madri_d, España
T +34 914 45 71 65
F +34 914 47 05 73
ww\v.ediroriallosada .com
Distribuido por Editorial Losada, S. L.
Calleja de los Huevos, 1, .2º izda - 33003 Oviedo
Impreso en la Argentina
Título original: Candide ou l'optimisme
Traducción del francés: h1aría Teresa León
Tapa: Peter Tjebbes
Maquetación: Taller dei Sur
Queda hecho d depósito que marca la ley l í 723
Libro de edicióñ argentina
Tirada: 3 .000 ejemplares

V:h;';'.,d~<l~~d:p~•~>emo ¡• ,d . fü::Ai~"' [o,od:-1


2005 164 p.; 18 x 12 cm - (Biblioteca Clásica y
Contemporánea. Clásicos Losada, 686)
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ISBN 950-03-0635-2 1
Traducido por Ma1ía Teresa León

1 Narrativa Francesa. l. León, Maria Teresa. II Título


CDD 843

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Nota sobre la traducción 9

CANDIDO O EL OPTIMISMO 12J

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NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN

Esta versión castellana de Cándido o el optimismo, de


Voltaire, respeta en lo posible el uso de lo~ tiempos verba-
les que, con libertad y osadía, hizo en su época el autor.
También quiere respetar esta versión el empleo de los sig-
nos de puntuación de las ediciones más antiguas y autori-
zadas, puntuación que no siempre concuerda con la que
acepta hoy día la oficialidad de b lengua castellana.
Cándido o el optirnisrno

Traducido del alemán por el doctor Ralph

{Con las adiciones encontradas en el bolsillo del doctor,


cuando murió en M.inden, el Año de Gracia 1759.)
Capítulo I

Cómo fue educado Cándido en un hermoso


castillo y cómo lo echaron de él

Había en la Vestphalia, en el castillo del señor ba-


rón de Thunder-ten-tronckh, un muchacho a quien la
naturaleza había dado las costumbres más dulces. Su
rostro anunciaba su alma. Su juicio era· bastante segu-
ro, su espíritu muy simple; tal vez, por esta razón, le
llamaban Cándido. Los viejos criados de la casa sos-
pechaban que era hijo de la hermana del señor barón
y de un honesto y buen gentilhombre de la vecindad,
con quien la muchacha no quiso casarse nunca, por-
que no había podido probar él más que setenta y un
cuartos,1 y porque el resto de su árbol genealógico se
había perdido por la injuria del tiempo.
El señor barón era uno de los más poderosos seño-
res de la Vestphalia, porque su castiilo tenía una puer-
ta y ventanas. El gran salón estaba adornado con un
tapiz. Todos los perros de sus corrales formaban, si
era necesario, una jauría; los palafreneros eran sus
monteros; el vicario del pueblo, su gran limosnero.
Todos le llamaban Monseñor, y reían cuando contaba
sus historias.
' La señora baronesa, que pesaba alrededor de tres-
cientas cincuenta libras, gozaba por ello de una con-

1 Los cuartos de nobleza representan la totalidad de los antepasa-


dos nobles de una persona, pertenecientes a la misma generación.

13
VOLT AIRE

sideración muy grande y hacía los honores de la casa


con una dignidad que la hacía aún más respetable. Su
hija Cunegunda, de diecisiete años de edad, era arre-
batada de color, fresca, gorda y apetitosa. El hijo del
barón parecía en todo digno de su padre. El preceptor
Pangloss era el oráculo de la casa y el pequeño Cándi-
do escuch::i_ba sus lecciones con toda la buena fe de su
edad y de su carácter.
Pangloss enseñaba la metafísico-teólogo-cosmo-
lo-·nigología. Demostraba2 admirablemente que no
hay efecto sin causa y que en éste, el mejor de los
mundos posibles, el castillo del se_ñor barón era el
más hermoso de los castillos y la señora la mejor de
las baronesas imaginables.
"Está demostrado, decía, que las cosas no pueden
ser de otra manera, ya que, estando hechas para un
fin, todo conduce necesariamente hacia el mejor fin
posible. Notad bien que las narices fueron hechas pa-
ra llevar anteojos, así pues "'tenemos anteojos. Las
piernas fueron visiblemente hechas para ser calzadas,
y tenemos las calzas. Las piedras fueron hechas para
ser talladas y para hacer castillos, por eso monseñor
tiene un hermoso castillo; el barón más grande de la
provincia debe ser el que esté mejor alojado; y los cer-·
dos fueron hechos para ser comidos, y por eso come-
mos puerco todo el año. En consecuencia, los que han
dicho que todo está bien han dicho una tontería; hu-
bieran debido decir qhe todo es lo mejor posible."
Cándido escuchaba atentamente, e inocentemente

2 Voltaire se burla aquí y en toda esta obra de la filosofía de I.eib-·


niz (1646-1716).
CÁNDIDO O EL OPTIMISMO

lo creía; ya que encontraba a la señorita Cunegunda


muy hermosa, aunque no hubiese tenido nunca el
atrevimiento de decírselo. Pensaba que después de la
dicha de haber nacido barón de Thunder-tentronckh,
el segundo grado de la felicidad era ser la señorita Cu-
negunda; el tercero, verla todos los días; y el cuarto,
escuchar al maestro Pangloss, el más gran filósofo de
la provincia, y por tanto de toda la tierra.
Un día, Cunegunda, paseándose cerca dei castíllo,
en el pequeño bosque que llamaban el parque, vio en-
tre la maleza al doctor Pangloss dandb una lección de
física experimental a la camarera de su madre, more-
nita, muy bonita y muy dócil. Como la señorita Cune-
gunda tenía una gran disposición para las ciencias,
observó, sin respirar~ las expeüencias reiteradas de las
que era testigo; y vio con claridad la razón suficiente
del doctor, les efectos y las causas, y se volvió muy
agitada, pensativa, llena de deseos de ser sabia, so·
ñando que ella podría muy bien ser la razón suficien-
te del joven Cándido 5 que también podía ser la suya.
Al regresar hacia el castillo, se encontró con Cán-
dido y enrojeció; Cándido enrojeció también; ella le
dijo buenos días con la voz entrecortada, y Cándido
habló sin saber lo que dedaº Al día siguiente después
de, comer, al levantarse de la mesa, Cunegunda y
Cándido se encontraron detrás de un biombo; Cune-
gunda dejó caer su pañuelo, Cándido lo recogió, ella
le tomó inocentemente la mano, el joven besó ino··
centemente la mano de la muchacha con una vivaci-
dad, una sensibilidad, una gracia muy particular; sus
bocas se encontraron, sus ojos se inflarnaron, sus ro
dillas temblaron, sus manos se extraviaronº El señor
VOlTAIRE

barón de Thunder-ten-tronckh pasó cerca del biom-


bo, y, viendo aquellas causas y aquellos efectos, echó
del castillo a Cándido dándole patadas en el trasero;
Cunegunda se desvaneció; fue abofeteada pot la se-
ñora baronesa cuando volvió en sí; y todo fue cons-
ternación en el más bello y agradable de los castillos
posibles.

1 1

16
Capítulo U
Lo que le sucedió a Cándido entre los Búlgaros

Cándido, expulsado del paraíso terrestre, anduvo


largo tiempo sin saber por dónde, llorando, levantan-
do los ojos al cielo, volviéndolos muchas veces hacia el
más hermoso de los castillos que encerraba a la más
bella de las baronesas; se acostó sin cenar en medio de
los campos entre dos surcos; la nieve caía en gruesos
copos. Cándido, helado, se arrastró al día siguiente
hacia el pueblo más próximo, que se llamaba Vald-
berghoff-trarbk-dikdorff, sin dinero, muriéndose de
hambre y de cansancio. Se detuvo tristemente a la
puerta de una taberna. Dos hombres, vestidos de
azul,3 lo observaron: "Camarada, dijo uno de ellos, he
ahí un muchacho bien formado y que tiene la talla re-
querida." Avanzaron hacia Cándido y le rogaron muy ·1
amablemente que comiese con ellos, "Señores, ies dijo
Cándido con encantadora modestia, me hacéis mucho
honor, pero yo no tengo con qué pagar mi parte. -¡Ah!
Sejior, le dijo uno de los azules, las personas con vues-
tra figura y vuestro mérito no pagan nunca nada: ¿no
tenéis cinco pies y cinco pulgadas de alto? -Sí, Seño-
res, ésa es mi talla, dijo haciendo una reverencia.
-¡Ah!, Señor, sentaos a la mesa; no solamente noso-

3 Cándido fue publicado durante la guerra de los Siete Años,


1756-1763.. Los reclutadores prusianos iban de azul

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VOLTAIRE

tros pagaremos, sino que no consentiremos jamás que


a un hombre así le falte dinero; los hombres estamos f
hechos para socorrernos los unos a los otros. ·-Tenéis '

razón, dijo Cándido; es lo que el señor Pangloss me ha


dicho siempre, y veo que todo es para mejor." Le roga-
ron que aceptara algunos escudos, los tomó y quiso
firmar recibo; no quisieron y se sentaron a la mesa:
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í
1
"¿No amáis tiernamente? ... -¡Oh, sí!, respondió, amo
tiernamente a la señorita Cunegunda. --No, dijo uno f
t
de los señores, os preguntamos si amáis tiernamente al 1
l
rey de los Búlgaros. --·Para nadá, qijo, porque jamás lo
he visto. -¡Cómo!, es el más encantador de los reyes, y 'l
hay que beber a su salud. --Con mucho gusto, Seño- í
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i
res"; y bebe. "Ya es bastante, le dicen, ya sois el apo-
yo, el sostén, el defensor, el héroe de los Búlgaros; t
vuestra fortuna está hecha, y asegurada vuestra glo-
ria." Inmediatamente le ponen en los pies las espuelas,
y lo llevan al regimiento. Lo h;i.cen andar a la derecha,
a la izquierda, alzar la baqueta, 4 bajar la baqueta,
echarse cuerpo a tiena, tirar~ dob_lar el paso, y le dan
treinta bastonazos; al día siguiente hace las maniobras
menos mal, y no recibe más que veinte golpes; al otro
día no le dan más que diez, y sus camaradas lo miran
como a un prodigio.
Cándido, muy asombrado, no acertaba a com-
prender bien por qué era un héroe. Amaneció un día
hermoso de pr;imavera y se fue a pasear, echándose a
andar en línea recta, creyendo que era un privilegio
de la especie humana, tanto como de la especie ani-
mal, el servirse a su antojo de las piernas. No había

4 La baqueta del fusil servía para introducir la pólvora en el cañón.

18
CÁNDIDO O El OPTIMISMO

hecho dos leguas cuando se encontró con otros cua-


.tro héroes de seis pies que lo alcanzan, lo ligan, lo me-
f
'
ten en un calabozo. Le preguntaron jurídicamente
qué era lo que más le gustaba, si ser azotado treinta y
~eis veces por todo el regimiento o recibir de una vez
doce balas de plomo en el cerebro. De nada le valió
t
í
decir que las voluntades son libres, y que no deseaba
1 ni lo uno ni lo otro, tenía que elegir; y se decidió, en
~irtud de un don de Dios que se llama libertad, a pa-
f
t
1
sar treinta y seis veces por los palos; hizo dos pasadas.
l
El regimiento era de dos mil hombres; lo que sumaba
'l cuatro mil golpes que, desde la nuca y el cuello hasta
el culo, le descubrieron los músculos y los nervios.
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f
i Cuando iban a proceder a la tercera pasada, Cándi-
t do, no pudiendo ya más, pidió como gracia que tuvie-
ran la bondad de romperle la cabeza; y obteniendo
ese favor le vendan los ojos y le ponen de rodillas. El
rey de los Búlgaros, pasando en ese momento, se in-
forma del crimen del paciente; y, como era un rey in -
teligente, comprendió, por todo lo que le dijeron de
Cándido, que éste era un joven metafísico, muy igno-
rante de las cosas de este mundo, y le concedió su gra-
cia con una clemencia que será alabada en todos los
periódicos y por todos los siglos. Un bravo cirujano
curó a Cándido en tres semanas con los emolientes
enseñados por Dioscórides. Ya tenía un poco de piel,
y podía caminar, cuando el rey de los Búlgaros libró
batalla al rey de los Ábaros.s

5 Los Ábaros, pueblo escita, representan aquí a los franceses; los


Búlgaros son los prusianos .
Capítulo III
Cómo Cándido se escapó de los Búlgaros,
y lo que le ocurrió

Nada tan hermoso, tan ágil, tan brillante, tan bien


ordenado como aquellos dos ejércitos. Las trompe-
tas, los pífanos, los oboes, los tambores, los cañones,
formaban tal armonía como no la hubo jamás en el
infierno. Los cañones derribaron primero cerca de
seis mil hombres de cada lado; luego la mosquetería
sacó del mejor de los mundos alrededor de nueve o
diez mil bribones que infectaban su superficie. La ba-
yoneta fue también la razón suficiente de la muerte de
algunos millares de hombres. El total podía muy bien
subir a unas treinta mil almas. Cándido, que tembla-
ba como un filósofo, se escondió lo mejor que pudo
dlfrante esta heroica carnicería.
-Al fin, mientras los dos reyes hacían cantar el Te
Deum cada uno en su campo, él tomó la decisión de
irse a razonar a otra parte acerca de los efectos y las
causas. Pasó primero sobre un montón de muertos y
de moribundos, y alcanzó un pueblo vecino, todo ce-
nizas; era una aldea ábara que los Búlgaros habían
quemado, según las leyes del derecho público. Aquí
los ancianos acribillados' a golpes miraban morir a
sus mujeres degolladas, que sostenían sus niños en los
pechos ensangrentados; allá las hijas con el vientre
abierto después de haber saciado los deseos naturales
de algunos héroes rendían su último suspiro; otras, a

2I
VOLTAíRE

medio quemar, gritaban que ies diesen la muerte. Los


sesos estaban esparcidos sobre la tierra entre brazos y
piernas cortadas.
Cándido huyó lo más rápidamente posible a otro
pueblo: éste pertenecía a los Búlgaros, y los héroes
ábaros lo habían tratado igual. Cándido, pasando
siempre sobre miembros palpitantes o a través de rui-
nas, llegó al fin fuera del teatro de la guerra, con algu -
nas pocas provisiones en su saco, y sin olvidar nunca
a la señorita Cunegunda. Las provisiones le faltaron
al llegar a Holanda; pero, habiendo oído decir que en
ese país todo el mundo es rico; y que eran cristianos,
no dudó de que sería tratado tan bien como en el cas-
tillo del señor barón antes de que lo echasen por los
bellos ojos de la señorita Cunegunda.
Pidió limosna a varios graves personajes, que le
respondieron que, si continuaba ejerciendo ese ofi-
cio, lo encerrarían en la casa de corrección para en-
señarle a vivir. •
Se dirigió entonces a un hombre que acababa de
hablar, él solo, una hora seguida sobre la caridad an-
te una gran asamblea. El orador lo miró de reojo y le
dijo: ¿Qué venís a hacer aquí? ¿Estáis por la buena
causa? -No hay efecto sin causa, respondió modes-
tamente Cándido, todo está necesariamente encade-
nado y arret:;lado para lo mejor. Tenían que echarme
del l<fdo de la señorita Cunegunda, tenían que pasar-
me por las baquetas y tengo que pedir el pan hasta
que pueda ganarlo; todo esto no podía ser de otro
modo. -Amigo mío, le dijo el orador~ ¿creéis que el
papa es el anticristo? -No lo había oído nunca decir,
respondió Cándido; pero, séalo o no) a mí me falta el

22
CÁNDIDO O EL OPTIMISMO

pan. --Tú no mereces comerlo, dijo el otro; vete, bri-


bón, vete, miserable, y no te me acerques más en tu
vida." La mujer del orador se había asomado a la
ventana y viendo un hombre que dudaba de que el
papa fuese el anticristo, le volcó sobre la cabeza to-
do un orinal...! i Santo cielo, a qué excesos lleva a las
damas el celo por la religión!
Un hombre que no había sido bautizado, un buen
anabaptista, llamado Jacques, vio la manera cruel e
ignominiosa con que trataban a uno de sus herma-
nos, un ser de dos pies sin plumas, que poseía un al-
ma; y lo llevó a su casa, lo limpió, le dio pan y cerve-
za, le regaló dos florines, y hasta quiso enseñarle a
trabajar en sus fábricas de telas de Persia hechas en
Holanda. Cándido, casi postrándose ante él, le de-
cía: "Ya me decía el maestro P;:ingloss que todo es
para mejor en este mundo, puesto que estoy infinita-
mente más emocionado ante vuestra extremada ge-
nerosidad que ante la dureza de ese señor de abrigo
negro y de su señora esposa.
A la mañana siguiente, paseándose, encontró un
pordiosero cubierto de pústulas, con los ojos muer-
tos, la punta de la nariz comida, la boca torcida, los
dientes negros, de voz gutural, atormentado por una
tos violenta y que escupfa un diente a cada esfuerzo.

23
Capítulo IV
Cómo Cándido encontró a su antiguo
maestro de filosofía) el doctor Pangloss)
y lo que sucedió

Cándido, más conmovido de compasión que de


horror, dio al espantoso pordiosero los dos florines
que había recibido de su honesto anabaptista Jac-
ques. El fantasma lo miró fijamente; vertió algunas
lágrimas, y saltó a su cuello. Cándido, aterrado, re-·
trocede. "¡Ay!, dice el miserable al otro miserable,
¿no reconocéis ya a vuestro querido Pangloss?
--¿Qué es lo que oigo?- ¡Vos, mi querido maestro, en
ese estado horrible! ¿Qué desgracia os ha sucedido?
¿Por qué no estáis más en el más hermoso de los cas-
tillos? ¿Qué ha ocurrido a la señorita Cun.egunda, la
perla de las hijas, la obra maestra de la naturaleza?
-No puedo más", dijo Pangloss. Cándido inmedia··
tamente lo llevó a la barraca del anabaptista donde
le hizo comer un poco de pan; y cuando Pangloss se
repuso: "Y bien, le dijo, ¿y Cunegunda? -Ha muer-
to", contestó el otro. Cándido se desvaneció ante es-
tas palabras; su amigo le volvió ios sentidos con un
poco de mal vinagre que encontró por azar en la ba -
rraca. Cándido reabre los ojos. ¡Cunegunda muerta!
)

¡Ah! el mejor de los mundos, ¿dónde estás? Pero ¿de


qué enfermedad ha muerto? ¿No sería por haberme
visto echar del castillo de su señor padre a punta··
piés? -No, dice Pangloss; la han desventrado los sol-
dados búlgaros después de haber sido violada cuan-
V O U AIRE

to se puede serlo; han roto la cabeza del señor barón


que quiso defenderla; la señora baronesa fue cortada
en pedazos; mi pobre pupila fue tratada exactamen-
te como su hermana; y en cuanto al castillo, no que-
dó piedra sobre piedra, ni un establo, ni un cordero,
ni un pato, ni un árbol; pero hemos sido bien venga-·
dos, porque los ábaros han hecho otro tanto en una
baronía vecina que pertenecía a un señor búlgaro."
Ante este discurso, Cándido volvió a desvanecer-
se; pero, vuelto en sí, y habiendo dicho todo lo que
debía decir, se informó de la causa y el efecto, y de la
razón suficiente que había puesto a Pangloss en tan
triste estado. "¡Ay! dijo el otro, es el amor; el amor~
consolador del género humano, el conservador del
universo, el alma de todos los seres sensibles, el tier-
no amor. -¡Ay!, dijo Cándido, yo he conocido ese
amor, ese soberano de los corazones, esa alma de
nuestra alma; no me ha v~lido nunca más que un be-
so y veinte patadas en el culo. ¿Cómo esta bella cau-
sa ha podido produciros un efecto tan abominable?"
Pangloss le respondió en estos términos: "¡Oh, mi
querido Cándido! Habéis conocido ..a Paquette, esa
línda doncella de nuestra augusta baronesa; he goza-
do en sus brazos las delicias del paraíso, que han
producido luego estos infernales tormentos que co-
mo veis hoy me devoran; ella estaba infectada, tal
, vez esté ya muerta. Paquette había recibido ese pre-
sente de un franciscano muy sabio, que había re-
montado a las fuentes; porque lo había recibido de
una vieja condesa, que lo había recibido de un capi-
tán de caballería, quien se lo debía a una marquesa,
quien lo tenía de un paje, que lo había recibido de un

2.6
CÁNDIDO O El OPTii'vlJSMO

jesuita que, siendo novicio, lo había recibido en lí-


nea recta de uno de los compañeros de Cristóbal Co-
lón. En cuanto a mí, no se lo daré a ninguno, porque
me muero.
-¡Oh Pangloss!, gritó Cándido, ¡he aquí una ex-
traña genealogía! ¿No está el diablo en su origen?
---·Nada de eso, Teplicó el gran hombre; era una cosa
indispensable en el mejor de los mundos, un ingre-
diente necesario: porque, si Colón no hubiese atra-
pado en una isla de América esta enfermedad que en -
venena la fuente de la generación, y' que a menudo
llega hasta a impedir la generación, y que es eviden-·
temente lo opuesto del gran fin de la naturaleza, no
tendríamos ni el chocolate ni la cochinilla; hay tam-
bién que observar que hasta hoy, en nuestro conti-
nente, esta enfermedad es partic:Jlarmente nuestra,
como la controversia. Los Turcos, los Indios, los
Persas, los Chinos, los Siameses, los Japoneses no la
conocen todavía; pero hay una razón suficiente para
que la conozcan a su vez dentro de algunos siglos.
1v1ientras tanto, ha hecho un prodigioso progreso
entre nosotros y sobre todo en esos grandes ejércitos
compuestos de honestos mercenarios bien educados
que deciden ei destino de los Estados; se puede ase-
gurar que, cuando treinta mil hombres combaten en
orden de batalla contra tropas de igual número, hay
alrededor de veinte mil sifilíticos de cada lado.
l

-Lo cual es admirable, dijo Cándido, pero hay que


haceros curar.--¿ Y cómo conseguirlo?, dijo Pangloss;
no tengo un céntimo, are.igo mío; y, en toda la exten~
sión de este globo, no puede uno hacerse sangrar ni la-
• • 1 -
var sm pagar, o sm que a1gmen pague por uno.
VOLTAlRF

Este último discurso determinó a Cándido, que fue


a echarse a los pies de su caritativo anabaptista Jac-
ques, y le hizo una pintura tan conmovedora del esta-
do a que había quedado reducido su amigo que el
buen hombre no dudó en recibir al doctor Pangloss, y
io hizo curar a sus expensas. Pangloss, en la cura, no
perdió más que un ojo y una oreja. Escribía bien y sa-
bía perfectamente la aritmética. El anabaptista Jac-
anes hizo de él su tenedor de líbros. Al cabo de dos
i

meses, obligado a ir a Lisboa por asuntos de suco-


mercio, llevó en su barco a sus dos filósofos. Pangloss
le explicó entonces cómo todo era lo mejor de lo me-
jor. Jacques no opinaba igual. "Forzosamente, decía,
los hombres han corrompido un poco la naturaleza,
ya que no han nacido lobos, y lobos se han vuelto.
Dios no les ha dado ni cañones de a veinticuatro ni
bayonetas, y ellos han hecho bayonetas y cañones pa-
ra destruirse.6 Podría pq,ner en la misma cuenta las
quiebras, y la justicia que se apropia de los bienes de
los quebrados para frustrar a los acreedores. -Todo
esto era indispensable, replicaba el doctor tuerto, y
las desgracias individuales hacen el bien de todos, de
manera que cuanto más desgracias particulares hay,
mejor va todo." Mientras así razonaba, se oscureció
el aire, los vientos soplaron de los cuatro rincones del
mundo, y el barco se vio envuelto en la más horrible
tempestad ante el puerto de lisboa.

6 Entonces se indicaba el calibre por el peso en libras del proyectil.


Capítulo V
Tempestad) naufragio) terremoto y lo que
les sucedió al doctor Pangloss) a Cándido
y al anabaptista Jacques

La mitad de los pasajeros, debilirados, expirando en


las inconcebibles angustias que los balanceos de un
barco producen en los nervios y en todos los humores
del cuerpo agitados en sentido contrario, no tenía ya ni
fuerzas para inquietarse del peligro. La otra mitad lan-
zaba gritos y rezaba oraciones; las velas estaban desga-
rradas, los mástiles rotos, el barco entreabierto. Traba-
jaba el que podía, nadie se oía, nadie mandaba. El
anabaptista ayudaba un poco en la maniobra; estaba
en la cubierta, y un marinero furioso le golpea ruda-
mente, tumbándole en las tablas; pero también él, del
golpe que dio, recibió una violenta sacudida que le hi-
zo caer cabeza abajo fuera del barco. Quedó suspendi-
do y colgado del mástil roto. El buen Jacques corre a
socorrerlo, ayudándolo a levantarse, y del esfuerzo que
hizo cae en el mar ante los ojos del marinero, quien lo
dejó morir sin ni siquiera dignarse mirarlo. Cándido se
acerca, ve a su bienhechor, que reaparece un momento,
y es tragado para siempre. Quiere arrojarse tras él al
mar; pero se lo impide el filósofo Pangloss, demostrán-
dole que la rada de Lisboa estaba hecha expresamente
para que se ahogase ese anabaptista. Mientras estaba
demostrándolo a priori, el barco se abre y todo perece,
salvo Pangloss, Cándido, y ese marinero brutal que ha--
bía ahogado al virtuoso anabaptista; el bribón nadó fe-
VOUAJRE

lizmente hasta la orilla, a donde Pangloss y Cándido


fueron transportados sobre una tabla.
Cuando volvieron en sí, se encaminaron hacia Lis-
boa; les quedaba algún dinero con el que esperaban sal-
varse del hambre, habiéndose salvado de la tormenta.
No bien ponen los pies en la ciudad, llorando la
muerte de su bienhechor, sienten que la tierra tiembla
bajo sus, pies; el mar se alza hirviendo en el puerto, y
destroza los ban:os allí anclados. Torbellinos della-
mas y cenizas cubren las calles y plazas públicas; las
casas se desmoronan, los techos caen sobre los cimien-
tos y los cimientos se desintegran; treinta mil habitan-
tes de toda edad y sexo quedan aplastados bajo las rui-
nas. El marinero decía, silbando y jurando: "Algo
habrá que ganar aquí. --¿Cuál será la razón suficiente
de este fenómeno?, decía Pangloss. -¡He aquí el últi-
mo día del mundo!", gritaba Cándido. El marinero
corre desenfrenado entre. los escombros, afronta la
muerte por hallar dinero, ío halla, lo toma, se embo-
rracha y~ habiendo dormido la borrachera, compra los
favores de la primera muchacha de buena voluntad
que encuentra, entre las ruinas de las casas destruidas
y en medio de moribundos y de muertos. Pangloss
mientras tanto le tiraba de la manga. "Amigó mío, le
decía, esto no está bien, faltáis a la razón universal; no
es éste el momento. -¡Rayos y centellas! respondió el
otro, soy marinero y nacido en Batavia; he pisoteado
cuatro veces el crucifijo en cuatro viajes al Japón;7
¡diste con tu hombre en eso de tu razón universal!"

7 Parece que los japoneses obligaban a ciertos enemigos o traidores


a profanar así la cruz.

-,º
)
CÁNDIDO O El OPTIMISMO

Algunos trozos de piedra habían herido a Cándi-


do; estaba tendido en la calle y cubierto de escom-
bros. Decía a Pangloss: "¡Ay! procúrame un poco de
vino y de aceite; me muero. -Este temblor de tierra no
es cosa nueva, respondió Pangloss; la ciudad de Lima
sufrió las mismas sacudidas en Améríca el año pasa-
do; a mismas causas, mismos efectos: hay seguramen-
te una capa de azufre bajo tierra, desde Lima hasta
Lisboa. -Nada más probable, dijo Cándido; pero,
por Dios, un poco de aceite y de vino. --¿Cómo, pro-
bable?, replicó el filósofo; sostengo que la cosa está
demostrada." Cándido perdió el conocimiento y Pan-
gloss le trajo un poco de agua de una fuente cercana.
Al día siguiente, habiendo encontrado, metiéndo-
se por entre los escombros, algunas provisiones co-
mestibles, pudieron recuperar un tanto sus fuerzas.
Trabajaron luego como íos demás para aliviar el su-
frimiento de los habitantes que habían escapado de
la muerte, Unos ciudadanos a quienes socorrieron
les ofrecieron una cena tan buena como era posible
en semejante desastre. Es verdad que la comida fue
triste; los comensales rociaron su pan con sus lágri-
mas; pero Pangloss los consoló diciéndoles que las
cosas no podían ser de otro modo: "Porque, dijo, to-
do esto es lo mejor posible. Porque si hay un volcán
en Lisboa, no podía hallarse en otra parte. Porque
no es posible que las cosas no estén en donde están.
Porque todo está bie~."
Un hombrecillo negro, familiars de la Inquisi-
ción, sentado junto a él, tomó cortésmente la pala-

8 Oficial a cargo de las detenciones.


VOLT AIRE

bra y dijo: "Aparentemente el señor no cree en el pe-


cado original porque si todo es lo mejor posible, de-
duce que no ha habido caída ni castigo.
-Pido humildemente perdón a Vueistra Excelen-
cia, respondió Pangloss más cortésmente aún, pues
la caída del hombre y la maldición formaban parte
necesariamente del mejor de los mundos posibles.
-¿El señor no cree entonces en la libertad?, dijo el fa-
miliar. -Vuestra Excelencia me excusará, dijo Pan-
gloss; la libertad puede convivir con la necesidad ab-
soluta; porque era necesario que fuéramos libres; ,
porque, en fin, la voluntad determinada ... " Pan-
gloss estaba en mitad de su frase cuando el familiar
hizo un gesto con la cabeza a su lacayo que le estaba
sirviendo vino de Porto, o de Oporto.

32
Capítulo VI
Córrio hicieron un hern1oso auto de fe para
impedir los terremotos~9 y cómo Cándido
fue azotado

Una vez que el terremoto hubo destruido las tres


cuartas partes de Lisboa, los sabios del país no halla-
ron método más eficaz para impedir la ruina total
que ofrecer al pueblo un hermoso auto de fe; fue de-
cidido por la universidad de Coimbra que el espec-
táculo de algunas personas quemadas a fuego lento,
con gran ceremonial, es un secreto infalible para im-
pedir que la tierra tiemble.
Habían arrestado por consiguiente a un vizcaíno
convicto de haberse casado con su comadre; y a dos
portugueses que al comer un pollo le habían quitado
el lardo; 1º vinieron después de cenar para maniatar al
doctor Pangloss y a su discípulo Cándido, uno por
habet hablado y el otro por haber escuchado con aire
de aprobación: ambos fueron llevados por separado a
ciertos apartamentos extremadamente frescos, en los
que no se es nunca incomodado por el sol; ocho días
después les pusieron a ambos sendos sambenitos,11 y

9 El famoso terremoto de Lisboa, en el que murieron treinta rnil


personas, ocurrió el 10 de noviembre de 1755 . Hubo otro terremoto el
21 de diciembre del mismo año .
10 Habían 'judaizado", se habían comportado como judíos .
11 El sambenito, con forma de escapulario, lleva pintados diablos y
llamas. Lo llevan los condenados a la hoguera . Quien confiesa y se sal
va, lo lleva con las llamas al revés y sin diablos .

.3 .3
VOLTAIRE

adornaron sus cabezas con mitras de papel: la mitra y _J


el sambenito de Cándido llevaban pintados llamas al ·1
revés y diablos sin colas ni garras; pero los diablos de
Pangloss llevaban garras y colas, y las llamas estaban ¡
al derecho. Así ataviados anduvieron en procesión, y !
l
oyeron un sermón muy patético, seguido de una bella
música en fabordón.12 Cándido fue azotado, siguien-
do la cadencia, mientras se cantaba; el vizcaíno y los
dos hombres que no habían querido comer el lardo 1
l
fueron quemados, y Pangloss fue colgado, si bien ello
no es habitual. El mismo día la tierra volvió a temblar ¡
con horrible estruendo. f
Cándido, espantado, turbado, perdido, todo en-
1
sangrentado, palpitante, decíase a sí mismo: "Si éste 1
í
es el mejqr de todos los mundos posibles, ¿cómo se-·
1
rán los otros? Vaya y pase que me hayan azotado, ya
lo he sido por los Búlgaros. Pero ¡oh, mi querido Pan- 1
gloss! ¡el más grande de los filósofos! ¡haberos visto !
colgar sin saber por quér¡Oh, mi querido ahabaptis- 1
ta! ¡el mejor de los hombres! ¡tuvisteis que ahogaros
en el puerto! ¡Oh, señorita Cunegunda! ¡la perla de
las muchachas! ¡tuvieron que abriros el vientre!"
Apenas si podía tenerse en pie, sermoneado, azo-
tado, absuelto y bendecido cuando, al aleíarse, una !
vieja le dirigió la palabra y le dijo: "Ánimo, hijo mío, 1
seguidme." 1

1
1

12 El fa bordón es un contrapunto sobre canto llano usado especial-


mente en la música religiosa .

34
Capítulo VII
Cómo una vieja curó a Cándido y cómo éste
volvió a hallar lo que amaba

Cándido no se animó, pero siguió a la vieja hasta


un cuchitril; la vieja le dio allí una pomada para que
se frotase, y le dejó de comer y beber; mostróle un
pequeño lecho bastante limpio. Juntb al lecho había
un traje completo. "Comed, bebed, dormid, le dijo,
y que Nuestra Señora de Atocha,13 monseñor San
Antonio de Padua y monseñor Santiago de Compos-
tela os guarden: volveré mañana." Cándido aún sor-
prendido de lo que había visto, de lo que había sufri-
do, y r:iás aún de la caridad de la vieja, quiso besarle
la mano. "No es mi mano la que se debe besar, dijo
la vieja; volveré mañana. Frotaos con la pomada, co·
med y dormid."
Cándido, pese a tantas desventuras, comió y dur-
mió. Al día siguiente la vieja le lleva de almorzar,
ausculta su espalda, lo frota ella misma con otra po-
mada; le trae luego de comer; vuelve por la noche, y
le trae de cenar. Al otro día repitió el ceremonial.
"¿Quién sois? le decía Cándido cada vez; ¿quién os
ha inspirado tanta bondad? ¿Cómo puedo daros las
gracias?" La buena mujer no respondí~ nada; volvió
esa noche sin traer la cena. "Venid conmigo, dijo, y

13 "Esta Nuestra Señora es de madera, ilora todos los años el día de


su fiesta, y el pueblo llora también" . (N. de Voltaire)

35
VOLTAIRF

ni una palabra." Lo coge por el brazo y camina por


el campo con él por espacio de un cuarto de milla:
llegan a una casa aislada, rodeada de jardines y ca-
nales. La vieja golpea a una portezuela. Abren; con-
duce a Cándido, por una escalera reservada, hasta
un gabinete dorado, lo deja sobre un sofá de broca-·
do, cierra la puerta y se va. Cándido creía soñar, y
veía toda su vida como un sueño funesto, y el mo-
mento presente come un sueño dichoso.
La vieja reapareció casi enseguida sosteniendo con
dificultad a una mujer temblc>rosa, de majestuoso ta-
lle, brillante de alhajas y cubierta por un velo. "Le-
vantad ese velo", dijo la vieja a Cándido. El joven se
acerca y con una mano levanta tímidamente el velo.
¡Qué instante! ¡Qué sorpresa! Cree ver a la señorita
Cunegunda; y la veía en efecto, era ella. Le faltan las
fuerzas, no puede pronunciar palabra, cae a sus pies.
Cunegunda cae sobre el qnapé. La vieja los colma <le
aguas espirituosas, recobran el sentido, se hablan:
primero, palabras entrecortadas, preguntas y res-
puestas que se cruzan, suspiros, lágrimas, gritos. La
vieja les recomienda que hagan menos ruido y los de-
ja en libertad. "¿Pero sois vos?, le dijo Cándido. ¡Es-
táis viva! Os encuentro en Portugal. Entonces, ¿no os
han violado? ¿No os han abierto el vientre como el fi..
lósofo Pangloss me lo había asegurado? -Así fue, di-
' jo la bella Cunegunda, pero no siempre se muere de
esos dos accidentes. -Pero a vuestro padre y a vuestra
madre ¿los han matado? -Eso sí es verdad, dijo Cune-
gunda llorando. -¿Y vuestro hermano? -A mi herma-
no también lo han matado. -¿Y por qué estáis en Por-
tugal? ¿Y cómo habéis sabido que yo estaba aquí? ¿Y

.3 6
CÁNDIDO O EL OPTIMISMO

por qué extraña aventura me habéis hecho llegar a es-


ta casa? --Todo lo contaré, replicó la dama; pero antes
debéis contarme todo lo que os ha ocurrido, desde
aquel beso inocente que me disteis y las patadas que
recibisteis."
Cándido obedeció con un respeto profundo, y
aunque estaba turbado, aunque su voz era débil y
temblorosa, aunque la espalda le dolía un poco to-
davía, contó de la manera más inocente todo lo que
había sufrido desde el momento de su separación.
Cunegunda levantaba los ojos al cielo; lloró por la
muerte del buen anabaptista y de Pangloss; y des-·
pués habló en estos términos a Cándido, que no per-
día palabra y la devoraba con los ojos .

.3 7
Capítulo VIII
IIistoria de Cunegunda

"Yo estaba en mi cama y dormía profundamente


cuando plugo al cielo enviar a los Búlgaros a nuestro
hermoso castillo de Thunder-ten-tronckh; degollaron
a mi padre y a ini hermano, y cortúon en pedazos a
mi madre. Un Búlgaro grande, de seis pies de altura,
viendo que ante este espectáculo yo había perdído el
conocimiento, se puso a violarme y esto me hizo vol-
ver en mí, recobré mis sentidos, grité, me defendí,
mordí, arañé, quise arrancarle les ojos a ese Búlgaro
ta:J. grande, no sabiendo yo que todo lo que sucedía
en el castillo de mi padre eran cosas corrientes, El ani-
mal me dio una cuchillada en la cadera izquierda,
donde aún llevo la marca. -¡Ah, espero verla!, dijo
inocentemente Cándido. --Ya la veréis, dijo Cunegun-
da; pero continuemos. --Continuad", dijo Cándido.
Ella retomó así el hilo de su historia: "Un capitán
búlgaro entró, me vio toda ensangrentada y el solda-
do que no se molestó. El capitán montó en cólera an-
te el escaso respeto que le testimoniaba ese bruto y lo
mató sobre mi cuerpo. Enseguida) me hizo vendar y
me llevó prisionera de guerra a su cuartel. Yo le lava-
ba las pocas camisas que tenía, le hacía la cocina; él
me encontraba muy bonita, hay que reconocerlo; y
yo no negaré que él estaba bien formado y que tenía
la piel blanca y dulce; pero poco espíritu, poca filo-

39
····~····

VOLT AIRE

soffa: se veía bien que no lo había educado el doctor


.. /
Pangloss. id cabo de tres meses, habiendo perdido.
todo su dinero y habiéndose cansado de mí, me ven-·
<lió a un Judío llamado don Issacar:, que traficaba en.
Holanda y Portugal, y amaba apasionadamente a las
mujeres. Este Judío se apegó mucho a mi persona,
pero no podía conquistarme y le resistí mejor que al
soldado búlgaro. Una persona de honor puede ser.
violada una vez, pero con ello su virtud se afianza.
"El Judío, para domesticarme, me trajo a esta casa
de campo que veis. Yo había creído hasta entonces
que no había sobre la tierra nada tan bello como el
castilio de Thunder-ten-tronckh, pero me desengañé.
"Ei gran inquisidor me vio un día en la misa, me
miró largamente y me hizo decir que tenía que ha-·
blarme de asuntos secretos. Fui conducida a su pala-
cio; le dije de mi nacimiento; él me expuso cuánto
por debajo de mi rango er~a el pertenecer a un Israe-
lita. Hizo que propusieran a don Issacar que me ce-
diese a Monseñor. Don Issacar, que es el banquero
de la corte y hombre de crédito, no quiso cedeL El in·-
quisidor lo amenazó con un auto de fe. En fin, mi Ju-·
dío, temeroso, concluyó el negocio por el cual la ca-
sa y yo perteneceríamos a los dos en común; el Judío
la tendría los lunes, miércoles y el día del sabbat, y el
inquisidor~ los otros días de la semana. Hace seis me-
ses que este acuerdo subsiste. No siempre sin quere-
llas; porque muchas veces ha habido indecisiones, si
la noche del sábado al domingo pertenecía a la ley
antigua o a la nueva. Por mi parte, he resistido hasta
el presente a las dos leyes y creo que por esta razón
siempre fui amada.
CÁNDIDO O El OPTIMISMO

"En fin, para ahuyentar la calamidad de los tem-


blores de tierra, y para intimidar a don Issacar~ le s:om-
plació al señor inquisidor el celebrar un auto de fe. J\1e
hizo el honor de invitarme. Me colocaron en buen si-
tio; sirvieron a las damas refrescos entre la misa y la
ejecución. La verdad es que me estremecí de terror al
ver arder éi los dos Judíos y a ese honesto Vizcaíno que
se había casado con su comadre; pero ¡cuál no fue mi
sorpresa, mi estremecimiento, mi horror, cnando vi,
con un sambenito y bajo una mitra, una figura quepa-
recía la de Pangloss! Me froté los o'jos, miré atenta-
mente, lo vi colgar. .. y caí desmayada. Apenas volví a
mis sentidos os vi despojado y desnudo: fue el colmo
del horror~ de la consternación, del dolor~ de la deses-
peración. En verdad os diré que vuestra piel es aún
más blanca, de una cunación m:is perfecta que la de
mi capitán de los Búlgaros. Al ver esto redoblaron en
mí todos los sentimientos que me postraban, que me
devoraban. Lancé un grito, quise decir: '¡Deteneos,
bárbaros!' Pero me faltó la voz, y mis gritos hubieran
sido inútiles. Cuando os hubieron bien azotado, ..
'¿Cómo es posible, decía yo, que el amable Cándido y
el sabio Pangloss se encuentren en Lisboa, el uno para
recibir cien azotes, el otro pará ser colgado por orden
de monseñor el inquisidor~ de quien yo soy la amada?
Pangloss me engañaba bien cruelmente cuando me de-
cía que todo iba lo mf'.jor del mundo.'
"Agitada, descompuesta, fuera de mí y pronta a
morir de angustia, tenía la cabeza llena de la masa-
cre de mi padre, de mi madre, de mi hermano, de la
insolencia de mi horrible soldado búlgaro, de la cu-
chillada que me dio, de mi servidumbre, de mi oficio
VOLT AIRE

de cocinera, de mi capitán búlgaro, de mi infame


don Issacar~ de mi abominable inquisidor, de la eje-
cución del doctor Pangloss, de aquel gran miserere
cantado en fabordón mientras os azotaban y, sobre
todo, de aquel beso que yo os había dado detrás del
biombo el día que os vi por última vez. Alabé a Dios
que os traía a mí después de tantas pruebas. A mi
vieja le recomendé que os cuidase y os trajese aquí en
cuanto pudiese. Sabe curr:plir muy bien mis órdenes;
he sentido el placer inexpresable de volver a veros,
de escucharos, de hablaros. Debéis tener un hambre
devoradora; yo también siento apetito; comencemos
por comer."
Y aquí los dos se sientan a la mesa; y, después de co-
mer~ vuelven al hermoso diván del que ya hemos habla-
do; y en él estaban cuando el señor don Issacar, uno de
los amos de la casa, llegó. Era el día del sabbat.
Venía a gozar de sus d~rechos y explicar su tierno
amor.

42
Capítulo IX
Lo que les sucedió a Cunegunda y a Cándido,
al gran Inquisidor y a un Judío

Este Issacar era el Hebreo más colérico que se ha


visto en Israel desde el cautiverio de Babilonia. "¡Qué!,
dice, perra de Galilea, ¿no te basta con el señor inquisi-
dor? ¿Hace falta que este sinvergüenza te comparta
conmigo?" Al decir esto, saca un largo puñal que lleva-
ba siempre, y, no creyendo que su adversario llevara ar-·
mas, se arroja sobre Cándido; pero nuestro buen
Vestphaliano había recibido, con el traje completo que
le había dado la vieja, una hermosa espada. Saca la es-
pada, aunque sus costumbres fueran muy dulces, y os
deja tendido al Israelita, rígido y muerto sobre las lo-
sas, a los pies de la bella Cunegunda .
.,
~ \ !' 1 ~. 'l ~ ~
· ¡:Yanta v Irge11., gnto el1a, ¿que va a ser (,e noso-
tros? ¡Un hombre muerto en mi casa! Si la justicia
viene> estamos perdidos. ·-Si no hubiesen ahorcado a
Pangloss, dice Cándido, él nos hubiera dado un buen
consejo en este trance, porque era un gran filósofo.
Faltándonos éi consultemos a la vieja." La vieja era
muy prudente, y comenzaba a decir lo que pensaba,
cuando se abrió otra portezuela. Era una hora des:
pués de la medianoche, se iniciaba el domingo. Ese
día pertenecía a monseñor el inquisidor. Entra y ve al
azotado Cándido espada en mano, un muerto tendi-
do en tierra, Cunegunda aterrada, y la vieja dando
conse1os.

43
-'!!r:oc·, :
VOLTAIRE
Tf· -
. ~"

He aquí lo que en ese momento pasó por la men- :·C:1


te de Cándido y cómo razonó: "Si este santo ~ombre
pide socorro, infaliblemente me hará quemar; po-
l
dría hacer lo mismo con Cunegunda; me ha hecho
azotar sin piedad; es mi rival; yo estoy en tren °de ma-
tar, no debo dudar." Este razonamiento fue claro y
rápido; y, sin dar tiempo al inquisidor a volver de su
sorpresa, lo atraviesa de parte a parte y lo tira junto
al judío. -"Otra de ésas tenemos, dijo Cunegunda;
no hay remisión; estamos excomulgados, llegó nues-
tra última hora. ¿Cómo habéis hecho, nacido tan
dulce, para matar en dos minutos a un judío y a un
prelado? -·Mi bella señorita, respondió Cándido,
cuando se está enamorado, celoso y azotado por la
Inquisición, uno ya no se reconoce."
La vieja, entonces, tomó la palabra y dijo: "Hay
en la cuadra tres caballos andaluces, con sus sillas y
sus bridas. Que el valiente Cándido los prepare. La
señora tiene moyadores14 y diamantes: montemos a
c~ballo inmediatamente, aunque yo sólo pueda sos-
tenerme sobra una nalga, y vámonos a Cádiz; hace el
tiempo más hermoso del mundo, y es un placer gran-
de el viajar en la frescura de la noche."
Inmediatamente Cándido ensilla los tres caba~
llos. Cunegunda, la vieja y él hacen treinta millas de
un tirón. Mientras se alejaban, llega a la casa la San-

14 Mayador~ en la versión original francesa, no figura en ningún dic-


cionario ni tratado de monedas . La mayor paite de las ediciones sustitu-·
yen mayadores por pistolas (cf. la primera frase del capítulo siguiente) .
En realidad parece que mayador era el nombre portugués de ciertos re-
caudadores de impuestos, no el de una moneda.

44
CÁNDíDO O EL OPTIMISMO

ra Hermandad, entierran a monseñor en una hermo-·


sa iglesia y tiran a Issacar en un muladar.
Cándido, Cunegunda y la vieja estaban ya en la
aldea de Avacena, en plena Sierra Morena, hablando
así en una taberna.

45
Capítulo X
En qué estado de angustia Cándido,
Cunegunda y la vieja llegan a Cádiz
y se embarcan

"¿Quién ha podído robarme mis pistolas y mis


diamantes?, decía llorando Cunegimda. ¿De qué vi-·
viremos ahora? ;Cómo
. . .
haremos? ¿Dónde encontra-
remos inquisidores y Judíos que me den otros?
·-·¡Ay!, dice la vieja, yo sospecho del reverendo padre
franciscano que durmió ayer en el mismo albergue
que nosotros en Badajoz; ¡Dios me libre de hacer un
juicio temerario! pero entró dos veces en nuestro
cuarto y se fue mucho antes que nosotras. --¡Ah!, di-
ce Cándido, el buen Pangloss me ha demostrado mu . .
chas veces que los bienes de la tierra son comunes a
todos los hombres, que cada uno tiene igualmente
derecho a ellos. El franciscano debía, siguiendo estos
principios, dejarnos lo necesario para terminar
nuestro viaje. ¿No os queda ya nada, mi bella Cune-
gunda? -Ni un maravedí, dice ella. -¿Qué partido
tomar?, dice Cándido. -Vendamos un caballo, dice
la vieja; yo montaré en la grupa detrás de la señori-
ta, aunque no pueda sostenerme más que sobre una
nalga, y llegaremos a Cádiz,"
Había en el mi,smo hotel un prior de benedicti-
nos; compró el caballo a poco precio. Cándido, Cu-
negunda y la vieja pasaron por Lucena, por Chillas,
por Lebrija y al fin llegaron a Cádiz. Se equipaba
una flota y se reunían tropas para someter a los reve-

47
VOLIAIRE

rendos padres jesuitas del Paraguay,1s a quienes se


acusaba de haber hecho rebelarse una de Sus hordas
contra los reyes de España y Portugal, cerca de la
ciudad dei Santo Sacramento. Cándido; habiendo
servido con los Búlgaros, hizo la maniobra búlgara
ante el general del pequeño ejercito con tanta gracia,
rapidez, destreza, valor y agilidad que le dieron el
mando de una compañía de infantería. Ya es capi-.
tán; se embarca con la señorita Cunegunda, la vieja,
dos criados y los dos caballos andaluces que habían
pertenecido al señor gran inquisidor de Portugal.
Durante la travesía mucho razonaron sobre la fi-
losofía del pobre Pangloss. "Vamos hacia otro uni-
verso, decía Cándido; es en ése sin duda que todo es-
tá bien. Porque hay que confesar que tendríamos
para gemir un poco ante lo que sucede en el nuestro,
físicamente y moralmente. -Yo os quiero con todo el
corazón, decía Cunegunda; pero aún tengo el alma
espantada por lo que he visto, por lo que he pasado.
-Todo irá bien, replicó Cándido; el mar de ese nuevo
mundo ya vale mucho más que los mares de nuestra
Europa; es más tranquilo, los vientos más constan-
tes. Ciertamente es el nuevo mundo el mejor de los
universos posibles. -¡Dios lo quiera!, decía Cune-
gunda; pero he sido en el mío tan horriblemente des-
graciada que mi corazón casi está cerrado a la espe-
ranza. -Vos os quejáis, le dijo la vieja; ¡Ay, no habéis
pasado infortunios como los míos!" Cunegunda ca-

15 Los jesuitas habían fundado una república agrícola, artesanal y


comunitaria con los indios, hacia 1607, que mantuvo a los españoles a
raya hasta 1768 .
CÁNDIDO O El OPTI.MISMO

si se echó a reír y encontró divertido que esa mujer


pretendiese haber sido más desgraciada que ella.
"¡Ay! le dijo, mi amiga, a menos que hayáis sido vio-
lada por dos Búlgaros, que hayáis recibido dos pu-
ñaladas en el vientre, que os hayan destruido dos
castillos, que hayan degollado ante vuestros ojos dos
madres y dos padres, y que hayáis visto a dos de
vuestros amantes azotados en un auto de fe, no creo
que me ganéis; añadid que yo he nacido baronesa,
con setenta y dos cuartos, y que he sido cocinera.
-.Señorita, le contestó la vieja, no 'sabéis cuál es mi
nacimiento; y si os mostrase el trasero no hablaríais
como lo hacéis, y suspenderíais vuestro juicio." Es-·
tas patabras hicieron nacer una gran curiosidad en el
alma de Cunegunda y en la de Cándido. La vieja les
habló en estos términos.

49
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Capítulo XI
Historia de la vieja

"No siempre he tenido los ojos arañados con bor-


des rojizos; mi nariz no ha tocado siempre mi barbi-
lla, no he sido siempre criada. Soy la hija del papa Ur-
bano X y de la princesa de Palestrina.16 Hasta los
catorce años me educaron en un palacio al que todos
los castillos de los barones alemanes hubieran podido
servir de cuadras; y uno de mis trajes valía más que
todas las magnificencias de Vestphalia. Yo crecía en
belleza, en donaire, en talento, en medio de los place-
res, el respeto y las esperanzas. Inspiraba ya el amor;
mis senos se formaban. ¡Ah!, qué senos blancos, fir-
mes, tallados, como los de la Venus de Médicis. ¡Y
qué ojos! ¡Qué párpados! ¡Qué cejas negras! ¡Qué lla-
mas brillaban en mis dos pupilas, y borraban el titilar
de las estrellas!, como me decían los poetas del lugar.
Las mujeres que me vestían y desvestían caían en éx-
tasis mirándome por delante y por detrás, y todos los
hombres hubieran querido hacer otro tanto.
"Fui novia de un príncipe soberano de Massa-Ca-
rrara. ¡qué príncipe!, tan hermoso como yo, lleno de

16 Observemos la extrema discreción del autor; no ha habido hasta


el presente ningún papa llamado Urbano X; teme atribuirle una bastar-
da a un papa conocido . ¡Qué circunspección, qué delicadeza de concien ..
cía! (Nota póstuma del autor. Cabe señalar que Palestrina era propiedad
de los Barberini, que habían dado el papa Urbano VIIL)
VOLTAIRE

dulzura y de gracia, brillante de espíritu y ardiente de


amor. Yo lo amaba como se ama por primera vez, con
idolatría y arrebato. Se prepararon las bodas. Todo
era de un lujo, de una magnificencia e.¿::traordinaria;
todo eran fiestas, corridas, ópera bufa continua, y to-
da Italia hizo para mí sonetos de los que ni uno resul -
tó pasable. Ya alcanzaba yo el momento de mi ftlici-
dad cuando una vieja marquesa, q11e había sido
amante de mi príncipe, lo invitó a tomar el chocolate
con ella. En menos de dos horas murió entre convul-·
siones espantosas. Pero esto no es nada. Mi madre,
desesperada, y mucho menos afligida que yo, quiso
apartarse por algún tiempo de días tan tristes. Tenía
cerca de Gaeta una tierra muy hermosa. Nos embar-·
camos en una galera del lugar, dorada como un altar
de San Pedro de Roma. Pero he aquí que un corsario
de Salé nos embiste y nos aborda. Nuestros soldados
se defendieron como soldados del papa: se pusieron
todos de rodillas, tirando las armas y pidiendo al cor-
sario la absolución in articulo mortis.
"Inmediatamente los despojaron, dejándolos des-
nudos como monos, como así a mi madre y a nuestras
damas de honor y a mí también. Es admirable la rapi-
dez con que esos hombres desnudan a la gente. Pero
lo que me sorprendió fue que a todos nos pusieran el
dedo en un sitio en el que nosotras las mujeres de or-·
dinario no nos dejamos poner más que las cánulas.
Esta ceremonia me pareció extraña: así es como se
juzga todo cuando no se ha salido del propio país.
Pronto supe que era para ver si no habíamos escondí-·
do ahí algún diamante: ello es uso corriente desde
tiempo inmemorial entre las naciones civilizadas que
CÁNDIDO O EL OPT!MJSMO

recorren el mar. Me enteré de que los religiosos caba-


lleros de Malta no dejan nunca de hacerlo cuando
prenden a los Turcos y a las Turcas; es una ley del de-
recho de gentes que jamás ha sido derogada .
. "No os diré hasta qué punto es duro para una
princesa ser llevada como esclava a Marruecos, con
su madre. Podéis imaginaros lo que tuvimos que su-
frir en el barco corsario. Mi madre era aún muy her-
mosa; nuestras damas de honor, nuestras simples
doncellas tenían mas encanto que el que puede en-·
contrarse en África entera. Yo era e.ncantadora, la
belleza, la gracia misma, y era virgen. No lo fui por
largo tiempo: esa flor reservada al bello príncipe de
Massa-Carrara me fue robada por el capitán corsa-
rio, un negro horrible, que además creía hacerme un
gran honor. Verdaderamente la princesa de Palestri-
na y yo tuvimos que ser bien fuertes para resistir a
todo lo que tuvimos que pasar hasta llegar a Ma-
rruecos. Pero dejémoslo; son cosas tan comunes que
no vale la pena hablar de ellas.
"Marruecos, cuando llegamos, nadaba en sangre.
Los cincuenta hijos del emperador Muley-Ismael ha-
bían formado cada cual su partido, lo que producía
cincuenta guerras civiles de negros contra negros, de
negros contra morenos, de morenos contra morenos,
de mulatos contra mulatos. La carnicería era conti-
nua en toda la extensión del imperio.
"Apenas hubimos desembarcado, los negros de
una facción enemiga de la de mi corsario se presenta-
rori a arrebatarle su botín. Después de los diamantes
y el oro, nosotras éramos lo más precioso. Fui testigo
de un combate como no se ve jamás en vuestro clima

53
VOLIAIRE

europeo. Los pueblos septentrionales no tienen la


sangre bastante ardiente. No tienen el hambre de mu-
jeres tan desarrollado como en África. Parecería que
los Europeos tuvieseis leche en las venas; pero es vi-·
triolo, fuego lo que corre por las de los habitantes del
monte Atlas y de los países vecinos. Se combatió con
el furor de los leones, de los tigres y de las serpientes
del campo, para decidir quién nos llevaría. Un Moro
agarró a mi madre por el brazo derecho, el teniente de
mi capitán la retuvo por el brazo izquierdo; un solda-
do moro la agarró por una pierna, uno de los piratas
por la otra. En un momento nuestras muchachas se
encontraron casi todas así tiradas por cuatro solda-
dos. M.i capitán me tenía escondida detrás de él. Em-
puñaba una cimitarra y mataba a todo lo que se opo-
nía a su furia. En fin, vi a todas nuestras Italianas y a
mi madre desgarradas, cortadas, deshechas por los
monstruos que se las disputaban. Mis compañeros
cautivos, quienes los hal5ían cautivado, los soldados,
marineros, negros, morenos, blancos, mulatos y, en
fin, mi capitán, todos fueron muertos y yo quedé mo-
ribunda sobre un montón de muertos. Escenas pare-
cidas ocurrían, como se sabe, en una extensión de
más de trescientas leguas, sin que se dejasen de rezar
las cinco oraóones diarias ordenadás por Mahoma.
"Me desembaracé con mucho esfuerzo de la mu-·
chedumbre de tantos cadáveres sangrientos amonto-
1
nados, y me arrastré bajo un gran naranjo al borde
de un río vecino; caí desmayada de miedo, de can-
sancio, de horror, de desesperación y de hambre.
Pronto mis sentidos postrados se entregaron a un
sueño que más tenía de desvanecimiento que de re-

54
CANDIDO O EL OPTIMISMO

poso. Estaba en ese estado de debilidad e insensibili-


dad, entre la muerte y la vida, cuando sentí que algo
me oprimía y se agitaba sobre mi cuerpo. Abrí los
ojos, vi a un.hombre bianco y de buena cara que sus-
piraba y decía entre dientes: 'O che sciagura d' esse-
re senza coglioni!"'

55
Capítulo XII
Siguen las desgracias de la vieja

"Asombrada y feliz de oír la lengua de mi tierra,


y no menos sorprendida de las palabras que profería
el hombre, le respondí que había desgracias más gra-·
ves que aquellas de las que se quejaba. Le conté en
pocas palabras los horrores que me habían tocado, y
caí desmayada. Me llevó hasta la casa vecina, me hi-
zo poner en el lecho, me hizo dar de comer, me sir-
vió, me consoló, me halagó, me dijo que no había
visto nada tan hermoso como yo y que jamás le ha-
bía faltado tanto lo que nadie podía devolverle. 'Yo
he nacido en Nápoles, me dijo, allí castran a dos o
tres mil niños todos los años; unos se mueren, otros
tienen un<l voz más bella que la de las mujeres, otros
van a gobernar naciones.17 Me hicieron esa opera-·
ción con gran éxito y he sido músico de la capilla de
la señora princesa de Palestrina. -·¡De mi madre!,
grité yo. -¡De vuestra madre!, gritó llorando. Enton-
ces ¿vos seréis la ·princesa que yo eduqué hasta la
edad de seis años, y que prometía ser tan hermosa
como lo sois? -Soy yo misma; mi madre está a cua-
trocientos pasos de aquí, cortada en trozos, bajo un
montón de muertos ... '

17 Carlo Broschi, llamado Farinelli (170 5-1782), célebre castrato,


fue grande de España bajo Fernando VL

57
VOLT AIRE

"Le conté todo lo que me había sucedido; él me


contó sus aventuras y supe cómo había sido enviado
al rey de Marruecos, por una potencia cristiana, pa-
ra concluir con ese monarca un tratado según el cual
le darían la pólvora, los cañones y los barcos para
ayudarle a exterminar el comercio de los otros cris-
tianos. 'Mi misión está cumplida, dijo el honesto eu-
nuco. Me embarcaré en Ceuta y os regresaré a Italia.
Mache sciagura d'essere senza coglioni!'
"Le di las gracias con lágrimas de enternecimien-
to; y en lugar de conducirme a Italia, me condujo a
Argelia y me vendió al reyde esa provincia. Apenas
me vendieron, esa peste que da la vuelta al África, al
Asia, a Europa, se declaró furiosamente en Argelia.
Habéis ya visto los temblores de tierra; pero, Señori-·
ta, ¿habéis tenido alguna vez la peste? -Nunca, con-
testó la baronesa.
"---Si la hubieseis tenido, siguió la vieja, admiti-
ríais que está por encidia de un temblor de tierra. Es
bastante común en África. Me atacó. Figuraos qué
situación para la hija de un papa, a la edad de quin-
ce años, que en tres meses había probado la pobreza
y la esclavitud, había sido violada casi diariamente,
había visto cortar en pedazos a su madre, padecido
el hambre y la guerra y moría apestada en Argelia.
No morí, sin embargo. Pero mi eunuco y el dey, y ca-
si todo el serral.lo de Argel, murieron.
"Cuando pasaron los primeros estragos de esta
horrible peste, vendieron los esclavos del dey. Un co-
merciante me compró y me llevó a Túnez; éste me
vendió a otro comerciante, que me revendió en Trí-
poli, de Trípoli fui revendida a Alejandría, de Ale-
CÁNDJDO O EL OPTIMISMO

e jandría revendida a Esmirna, de Esmirna a Constan-


o tinopla. Al fin, pertenecí a una agá de ienízaros18 oue
~ ~ ..__., ,) J.

pronto fue encargado de ir a defender Azof contra


los Ru~os que la sitiaban.
a "El agá, que era un hombre galante, llevó consi-
go todo su serrallo, y nos alojó en un pequeño fuer-
te sobre las Palus-Meótides, guardado por dos eunu-
l. cos negros y veinte soldados. Matamos una cantidad
prodigiosa de Rusos) pero ellos nos la devolvieron.
'··
' Azof fue puesto a fuego y sangre y no perdonaron ni
a sexo ni edad; quedó sólo nuestro pequeño fuerte y
s los enemigos quisieron rendirnos por hambre. Los
ll veinte jenízaros habían jurado no rendirse. Los ex-
l. tremos del hambre a que se vieron reducidos los lle-
vó a comerse a nuestros dos eunucos, ante el miedo
1- de violar su juramento. Al cabo de algunos días, re-
solvieron comerse a las mujeres.
"Había con nosotros un imán muy piadoso y muy
s compasivo que les hizo un bello sermón con el cual les
é persuadió a no matarnos del todo. 'Cortad solamente
una nalga de cada una de esas damas y tendréis bue-
a na comida; si os hace falta más, aún tendréis otro tan-
,,
>
to dentro de algunos días; el cielo os agradecerá ac-
o ción tan caritativa y seréis socorridos.'
l. "Era muy elocuente; les persuadió. Hicieron esa
operación horrible. El imán nos aplicó el mismo bál-
samo que se a plica a los niños después de ser ~ircun­
a cidados. Nos sentíamos morir~ todas.
1-
"Apenas los jenízaros concluyeron la comida que
e les habíamos procurado, los Rusos llegaron sobre

18 Temible infantería turca .

59
VOLT AIRE

barcazas. No se salvó ni un jenízaro. Los Rusos no


hicieron caso alguno del estado en que estábamos.
Pero en todas partes hay cirujanos franceses: uno de
ellos, que era muy hábil, cuidó de nosotras; nos curó
y me acordaré toda la vida de que, cuando se cerra-
ron mis llagas, me hizo proposiciones. Por lo demás,
nos dijo a todas que nos consoláramos, asegurándo-
nos que en muchos asedios habían sucedido cosas
como ésta y que era la ley de la guerra.
"En cuanto mis compañeras pudieron andar, las
hicieron ir a Moscú. Yo ql!edé con un boyardo que
me hizo jardinera suya, y que me daba veinte fustazos
cada día. Pero siendo este señor sometido al suplicio
de la rueda, al cabo de dos años, con unos treinta bo-
yardos, por alguna intriga de palacio, aproveché esta
aventura, huí, crucé toda Rusia; fui sirvienta mucho
tiempo en una taberna de Riga, después en Rostock,
en Vismar, en Leipsick, en Cassel, en Utrecht, en Ley-
den, en La Haya, en Rotterdam. Envejecí en la mise-
ria y en el oprobio, sin tener más que medio trasero,
recordando siempre que era hija de un papa. Quise
matarme cien veces, pero amaba aún la vida. Esta ri-
dícula debilidad es tal vez una de nuestras incl inacio-
nes más funestas, ya que ¿puede haber nada más ton-
to que el empeñarse en llevar a cuestas un fardo del
que siempre queremos descargarnos? ¿Sentir horror
por· su ser y aferrarse a él? En fin ¿acariciar la serpien-
te que nos devora, hasta que nos coma el corazón?
"En los países que la suerte me ha hecho recorrer
y en las tabernas que he servido, he visto un número
prodigioso de personas que execraban su existencia,
pero solamente he visto doce que hayan puesto fin

60
CANDIDO O El OPTIMISMO

voluntariamente a su miseria: tres negros, cuatro in-


gleses, cuatro Ginebrinos y un profesor alemán de
nombre Robeck. Terminé por ser criada en casa del
judío don Issacar; él me puso cerca de vos, mi bella
Señorita; estoy atada a vuestro destino y me he ocu-
pado más de vuestras aventuras que de las mías. Yo
nunca os habría hablado de mis desgracias si no hu-·
bieseis insistido y si en un barco no fuese costumbre
esto de contar historias para no aburrirse. En fin, Se-·
ñorita, tengo experiencia, conozco el mundo; conce-
deos el placer de pedir a cada pasajer'o que os cuente
su historia; si hay uno solo que no haya maldecido
con frecuencia su vida, que no se haya dicho a sí mis-
mo que era el más desgraciado de los hombres, arro-
jadme de cabeza al mar."

6r
Capítulo XIII
Cómo obligaron a Cándido a separarse de la bella
Cunegunda y de la vieja

. La bella Cunegunda, después de oír la historia de


la vieja, le hizo todas las cortesías debidas a una per-
sona de su rango y mérito. Aceptó la proposición y
pidió a todos los pasajeros que uno por uno le con-
tasen sus aventuras. Cándido y ella convinieron en
que la vieja tenía razón. "Es una lástima, decía Cán-
dido, que el sabio Pangloss haya sido colgado contra
la costumbre en un auto de fe; nos hubiera dicho co-
sas admirables sobre el mal físico y sobre el mal mo-
ral que cubren la tierra y el mar, y yo me sentiría con
bastante fuerza como para atreverme a hacerle res-
petuosamente algunas objeciones."
A medida que contaba cada uno su historia,
avanzaba el navío. Atracaron en Buenos Aires. Cu-
negunda, el capitán Cándido y la vieja fueron a ver
al gobernador, Don Fernando de Ibaraa, y Figueora,
y Mascarenes, y Lampourdos, y Souza. Este señor
tenía el orgullo lógico de un hombre que tantos ape-
llidos llevaba. Hablaba a los otros con el desdén más
noble, levantando la nariz tan alto, alzando , de ma-
nera tan sin piedad la voz, con un tono tan autorita-
rio, afectando una actitud tan altanera que todos los
que le saludaban sentían la tentación de pegarle.
Amaba a las mujeres furiosamente. Cunegunda le
pareció lo más bello que jamás hubiera visto. La pri-
VOLT AIRE

mera cosa que preguntó fue si era la mujer del capi-


tán. El aire con que hizo esta pregunta alarmó a
Cándido: éste no se atrevió a decirle que era su mu-
jer, porque en realidad no lo era; no se atrevió a de-
cirle que era su hermana, porque tampoco lo era y
aunque esta mentira oficiosa había estado muy a la
moda entre los antiguos 19 y, aunque pudiera ser útil
a los modernos, su alma era demasiado pura para
traicionar la verdad. "La Señorita Cunegunda, dijo,
ha de hacerme el honor de casarse conmigo y supli-
co a Vuestra Excelencia que nos case."
Don Fernando de Ibaraa, y Figueora, y Mascare-
nes, y Lampourdos, y Souza, levantando sus bigotes,
sonrió amargamente y ordenó al capitán Cándido
que revistase su compañía. Cándido obedeció y el
gobernador se quedó con la señorita Cunegunda. Le
declaró su pasión, le aseguró que al día siguiente se
casarían por la Iglesia o como sus encantos quisie-
sen. Cunegunda pidió Ún cuarto de hora para medi-
tarlQ, para consultar a la vieja y decidir.
La vieja dijo a Cunegunda: "Señorita, tenéis se-
tenta y dos cuartos, y ni un céntimo; de vos depende
ser la esposa del más grande señor de la América me-
ridional, que tiene unos hermosos bigotes. ¿Por ven-
tura os preciaréis de una fidelidad a toda prueba?
Habéis sido violada por los Búlgaros; un Judío y un
inquisidor han gozado vuestras gracias: la desgracia
tiene sus derechos. Yo confieso que, si me encontra-
se en vuestro lugar, no tendría ningún escrúpulo en
casarme con el gobernador y hacer la fortuna del ca-

19 Abraham y Sarah, Isaac y Rebeca .


CÁNDIDO O EL OPTIMIS:-10

pitán Cándido." Mientras la vieja hablaba con toda


la prudencia que dan los años y la experiencia, vie-
ron entrar un barco pequeño en el puerto; en él ve-·
nían un alcaide y unos alguaciles. He aquí lo que ha-
bía ocurrido.
La vieja había adivinado muy bien que era un
acaudalado fraile franciscano quien había robado el
dinero y las alhajas de Cunegunda en la ciudad de
Badajoz, cuando aquélla huía precipitadamente con
Cándido. Este fraile quiso vender algunas piedras a
un joyero. El joyero reconoció que eian las del gran
inquisidor. El fraile, antes de ser colgado, confesó
que las había robado e indicó las personas y el cami-
no que cogieron. La huida de Cunegunda y Cándido
ya era conocida. Los siguieron hasta Cádiz; envia-
ron, sin perder tiempo, un barco a perseguirlos. El
barco ya estaba en el puerto de Buenos Aires. Se ex-·
tendió la noticia de que un alcaide iba a desembar-
car, y que se perseguía a los asesinos del señor gran
inquisidor. La prudente vieja vio en un instante todo
lo que había que hacer. "No podéis huir, dice a Cu-
negunda, y nada tenéis que temer; no fuisteis vos
quien mató a monseñor; y, por otra parte, el gober-
nador os ama y no admitiría que os maltratasen:
quedaos." Luego corre a Cándido: "Huid, le dice, o
antes de una hora seréis quemado." No había minu-
to que perder; pero ¿cómo separarse de Cunegunda,
y dónde refugiarse? ,
Capítulo XIV
Cómo Cándido y Cacambo fueron acogidos
por los jesuitas del Paraguay

Cándido había llevado consigo desde Cádiz un


criado como se encuentran muchos en las costas de
España y en las colonias. Era un cuarto de español,
nacido de un mestizo en Tucumán; h~bfa sido niño de
coro, sacristán, marinero, fraile, agente, soldado y la-
cayo. Se llamaba Cacambo y quería mucho a su amo,
porque su amo era un hombre muy bueno. Ensilló rá-
pidamente los dos caballos andaluces. "Vamos, amo
mío, sigamos el consejo de la vieja. Partamos y corra·-
mos siu mirar hacia atrás." Cándido lloró: "¡Oh, mi
querida Cunegunda! Tener que abandonaros justa·
mente cuando el señor gobernador iba a celebrar
nuestras bodas. Cunegunda, traída de tan lejos, ¿qué
será de vos? --Será lo que ella pueda, dijo Cacam bo.
Las mujeres no se desalientan nunca; Dios provee; co-
rramos.
"--¿Adónde me llevas? ¿Adónde vamos? ¿Qué hare-
mos sin Cunegunda?, decía Cándido. -Por Santiago de
Compostela, dijp Cacambo, ibais a hacer la guerra a
los jesuitas; ahora la haremos por ellos; conozco bas-
tantes caminos y os llevaré a su reino, estarán encanta -
dos de tener un capitán que hace la maniobra a la búl-
gara; haréis una fortuna prodigiosa; cuando no hay
satisfacción en un mundo se ia encuentra en otro. Es un
gran placer ver y hacer cosas nuevas.
VOLT AIRE

"-Entonces ¿tú ya has estado en Paraguay?, dijo


Cándido. -Verdaderamente sí, dijo Cacambo; yo he s·i-
do cocinero en el colegio de la Asunción y conozco e1 i.
gobierno de Los Padres como conozco las calles de Cá- 1.
diz. Es cosa admirable ese gobierno. El reino tiene ya 1
más de trescientas leguas de diámetro y está dividido ',Í·
1
en treinta provincias. Los Padres tienen todo y el pue- .
blo nada; es la obra maestra de la razón y la justicia.
Para mí no hay Eada más divino que Los Padres, que
aquí hacen la guerra al rey de España y al rey de Portu-
gal y que en Europa los confiesan; que aquí matan a los
españoles y en Madrid los envían al cielo: me encanta;
sigamos; vais a ser el más feliz de los hombres. ¡Qué
placer para Los Padres cuando sepan que les llega un
oficial que sabe hacer la maniobra a la búlgara!"
En cuanto llegaron a la primera barrera, Cacambo
dijo al primer centinela que un capitán quería hablar
con el señor comandante. Fueron a advertírselo alcen-
tinela mayoL Un oficial paraguayo corrió a los pies del
comandante para comunicarle la nueva. Cándido y
Cacambo fueron desarmados primero, luego les quita-
ron sus dos caballos andaluces. Los dos extranjeros pa-
san entre dos filas de soldados; el comandante espera -
ba al final, con el sombrero de tres picos en la cabeza,
arremangada la sotana, la espada al costado, el espon-
tón en la mano. Hizo un gesto; inmediatamente veinti-
cuatro soldados rodean a los recién venidos. Un sar-
gento les dice que esperen, porque el comandante •
no les puede hablar~ que el reverendo padre provin-
cial no permite que ningún Español abra la boca más
que en su presencia, ni que se quede más de tres horas
en el país. "Pero, dijo Cacambo, ¿dónde está el reve- r

68 1
1
CÁNDIDO O EL OPTJMISMO

rendo padre provincial? -Está en la parada, después de


11'.l ber celebrado la misa. resoondió el sarQ:ento. v no
_LJ,.....- / _L L.J .,.1 ,/

podréis besar sus espuelas hasta dentro de tres horas.


-Pero, dijo Cacambo, el señor capitán, que muere de
hambre como yo, no es Español, es Alemán. ¿No po-
dríamos almorzar mientras esperamos a Su Reveren
cia?"
El sargento inmediatamente fue a dar cuenta de es-
tas palabras al comandante: "¡Dios sea loado!) dijo
este señor. Puesto que es Alemán yo puedo hablar con
él. Que lo lleven a mi cenador". Inmediatamente con-
dujeron a Cándido a un lugar cubierto de verde,
c..dornado de columnas de mármol verde y oro y de
enrejados que encerraban loros, colibríes, pájaros
mosca, gallaretas y todas la aves más raras. Un exce-
lente almuerzo esperaba preparado en bandejas de
oro, y mientras los Paraguayos comían el maíz en pla-
tos de madera, en pleno campo, bajo el ardor del sol,
el reverendo padre comandante entró en el cenador.
Era un hombre muy hermoso, joven, de rostro lle-
no, bastante blanco, de buen color, cejas altas, ojos
vivos, orejas rojas, labios encarnados, aire altivo, pe-·
ro de una altivez que no era la de un Español ni la de
un jesuita. Devolvieron a Cándido y a Cacambo las
armas que les habían quitado, y también los dos caba-
llos andaluces. Cacambo, les hizo comer la avena cer-
ca del cenador sin perder1os de vista por temor a cual-
qmer sorpresa.
Cándido besó primero el borde de la sotana del co-
mandante, después se sentaron a la mesa. "Entonces
¿sois Alemán?, le preguntó el jesuita en esa lengua -Sí,
mi Reverendo Padre", dijo Cándido. El uno y el otro,

69
VOL TA!RF

al pronunciar estas palabras, se miraban con extrema-


da sorpresa y una emoción de la cual no eran dueños.
"¿Y de qué región de Alemania sois?, dijo el jesuita.
--De la sucia provincia de Vestphalia, dijo Cándido: he
nacido en el castillo de Thunder-ten-tronckh. -¡Oh cie-
los! ¿Será posible?, gritó el comandante. -¡Qué mila-
gro!, gritó Cándido. -¿Seríais vos?, dijo el comandan-
te. -No es posible-, dijo Cándido. Y los dos se dejan
caer~ se abrazan, vertiendo torrentes de lágrimas. "¡En-
tonces! ¿Seríais vos, mi Reverendo Padre? ¡Vos, el her-·
mano de la bella Cunegunda! ¡Vos, el que fuisteis
muerto por los Búlgaros! ¡Vos, el hijo del señor barón!
¡Vos, jesuita en el Paraguay! Hay que admitir que este
mundo es cosa extraña. ¡Oh, Pangloss! ¡Pangloss! ¡qué
bien os sentiríais si no os hubiesen colgado!"
El comandante hizo retirar los esclavos negros y los
Paraguayos que servían de beber en vasos de cristal de
roca. Dio gracias a Dios y a San Ignacio mil veces; es-·
trechaba entre sus brazos a Cándido; sus rostros esta-
ban llenos de lágrimas. "Más asombrado estaríais, di-·
jo Cándido, más enternecido, más fuera de vos mismo,
si os dijese que la señorita Cunegunda, vuestra herma-
na, que creéis desventrada, goza de buena salud.
-¿Dónde está? -Cerca, en casa del gobernador de Bue-
nos Aires; y yo que venía para haceros la guerra." Ca-
da palabra que pronunciaban en esta larga conversa-
ción, acumulaba prodigio sobre prodigio. Sus almas
volaban íntegras sobre sus lenguas, estaban atentas en
sus oídos y resplandecían en sus ojos. Como eran Ale-
manes, permanecieron largo tiempo en la mesa, espe-
rando al reverendo padre provincial; y el comandante
habló así a su querido Cándido.

70
Capítulo XV
Cómo Cándido mató al hermano
e de su querida Cunegunda

"Toda mi vida tendré presente en mi memoria


aquel día horrible en que vi matar a mi padre y a mi
madre, y violar a mi hermana. Una vez retirados los
s Búlgaros no se pudo encontrar a mi hermana adora-·
! ble, y pusieron a mi madre en una carreta, con mi pa -
e dre y conmigo, dos criados y tres niños degollados,
,
e para llevarnos a enterrar a una capilla de jesuitas si-
tuada a dos leguas del castillo de mis padres. Un je-
s suita nos echó agua bendita, horriblemente salada, y
e algunas gotas entraron en mis ojos; el padre se dio
cuenta de que mis párpados se movían un poco; pu-
l· so la mano sobre mi corazón y lo sintió palpitar; me
l·· socorrieron y, al cabo de tres semanas, no me queda-
ban rastros. Ya sabéis, mi querido Cándido, que yo
l- era muy hermoso, y cada día lo era más; así que el re-
l
;. verendo padre Croust, superior de la casa, sintió por
mí la más tierna amistad; me dio el hábito de novicio
l- y, algún tiempo después, fui enviado a Roma. El pa-
l- dre general necesitaba una quinta de jóvenes jesuitas
lS alemanes. Los soberanos del Paraguay reciben el
n menor número posible de jesuitas españoles; les gus-
tan mucho más los extranjeros, de los que se creen
más dueños. Yo fui juzgado por el reverendo padre
:e general apto para trabajar en esta viña. Partimos un
Polaco, un Tirolés y yo. Al llegar me honraron con

71
VOLTAIRE

un subdiaconato y un tenientazgo. Hoy soy coronel


y sacerdote. Recibimos valientemente las fuerzas del
rey de España. Yo os respondo de que serán exco-
mulgadas y vencidas. La Providencia os manda aquí
para ayudarnos. Pero ¿es realmente cierto que mi
querida hermana Cunegunda está cerca de aquí, en
casa del gobernador de Buenos Aites?" Cándido le
aseguró, jurándoselo, que nada era más cierto. Sus
lágrimas comenzaron otra vez a correr.
El barón no podía dejar de abrazar a Cándido. Le
·llamaba su hermano, su salvador. "¡Ah!, quizás, le di-
jo, podamos entrar juntos, querido Cándido, como
vencedores en la ciudad y recobrar a mi hermana Cu-
negunda. -Eso es lo que deseo, respondió Cándido,
porque esperaba casarme con ella y lo espero todavía.
--¡Qué insolente!, contestó el barón. ¡Tendríais la im-
pudencia de casaros con mí hermana que tiene escu-
do de setenta y dos cuartos! ¡Me parecéis demasiado
atrevido al hablarme de plan tan temerario!" Cándi-
do, petrificado ante tal discurso, le respondió: "Mi
Reverendo Padre, todos los cuartos del mundo no son
nada. Yo he sacado a vuestra hermana de los brazos
de un judío y de un inquisidor; dla me debe bastante
y quiere casarse. El maestro Pangloss me ha dicho
siempre que los hombres son iguales y seguramente
me casaré con ella. -¡Eso ya lo veremos, bellaco!", di-
jo el jesuita barón de Thunder-ten-tronckh, y al mis-
mo tiempo le dio en el rostro un golpe de plano con su
espada. Cándido en un instante saca la suya y la hun-
de hasta la empuñadura en el vientre del barón jesui-
ta; pero, al retirarla toda humeante, se puso a llorar.
"¡Ay, Dios mío!, dijo, he matado a mi antiguo maes-

72
CÁNDIDO O El OPTIMISMO

rro, mi amigo, mi cuñado. Soy el mejor hombre del


mundo y ya he matado a tres hombres, entre ellos a
dos sacerdotes."
Cacambo, que hacía de centinela en la puerta del
cenador, corrió. "No nos queda más que vender ca-·
ra nuestra vida, le dijo su amo: seguramente van a
entrar en el cenador y hay que morir con las armas
en la mano." Cacambo, que ya había visto otras mu-
chas, no perdió la cabeza; cogió el hábito de jesuita
que llevaba el barón, lo puso sobre el cuerpo de Cán-
dido, le dio el bonete cuadrado del muerto y le hizo
montar a caballo. Todo esto sucedió en un cerrar y
abrir de ojos. "Galopemos, mi amo. Todo el mundo
os tomará por un jesuita que va a dar órdenes, y po-
dremos pasar las fronteras antes de que corran de-·
trás de nosotros." Y volaba ya al pronunciar estas
palabras, gritando en español: "Paso, paso al reve-·
rendo padre coronel."

73
Capítulo XVI
Lo que les sucedió a los dos viajeros con dos
muchachas~ dos monos y los salvajes llamados
..
ore¡ones

Cándido y su criado pasaron las barreras antes


que nadie en el campo supiera de la muerte del jesui-·
ta alemán. El prudente Cacambo había tenido la
precaución de llenar su saco de pan, @e chocolate, de
jamón, de frutas y algo de vino. Con sus caballos an-
daluces entraron en un país desconocido, donde no
descubrieron camino ninguno. AJ fin, una hermosa
pradera, toda cortada de arroyos, se presentó ante
ellos. Nuestros dos viajeros hacen pastar a sus caba-
llos. Cacambo propone a su amo que coman y le da
el ejemplo. "¿Cómo quieres tú, le decía Cándido,
que coma jamón cuando he matado al hijo del señor
barón y me veo condenado a no ver más en mi vida
a la señorita Cunegunda? ¿Para qué me serviría el
prolongar mis días miserables, si tengo que transcu-
rridos lejos de ella entre remordimientos y desespe-
ración? ¿Y qué dirá el periódico de Trévoux? "20
Hablando así, no dejaba de comer. El sol se es-
condía. Los dos extraviados oyeron unos chillidos
que parecían ser de mujeres. No sabían si los gritos
eran de dolor o de alegría, pero .se levantaron preci··
pitadamente con la inquietud y' la alarma que des-
pierta todo en un país desconocido. Estos clamores

20 Periódico de los jesuitas.

75
VOLTAIRE

provenían de dos muchachas desnudas que ligera-


mente corrian por el borde del prado, mientras dos
monos les mordían las nalgas. Cándido sintió pie-
dad; había aprendido a disparar con los Búlgaros y
era capaz de pegarle a una nuez en un matorral sin
0

tocar las h ojas. Agarra su fusil español de doble dis-


paro, tira, y mata a los dos monos. "¡Dios sea alaba-
do, mi buen Cacambo! He librado a esas dos pobres
criaturas de un gran peligro; y si he cometido peca-
do matando un inquisidor y un jesuita, bien lo he re-
parado salvando lá vida de dos muchachas. Puede
que sean dos señoritas de alta condición, y esta aven-
tura me procure grandes ventajas en este país."
Iba a continuar~ pero su lengua quedó paralizada
cuando vio a las dos muchachas abrazar tiernamente
a los dos monos, cubriendo de lágrimas sus cuerpos y
llenando el aire de gritos dolorosos. "No esperaba
tanta bondad de alma", dijo al fin a Cacc;mbo, el cual
9

le replicó: "Bella obra maestra habéis logrado, amo


mío. Habéis matado a los dos amantes de esas señori-
tas. -¡Sus amantes! ¿Será eso posible? Os reís de mí,
Cacambo; no puedo creerlo. -Mí querido maestro, si-
guió Cacambo, os asombráis siempre de todo. ¿Por
qué encontráis tan extraño que en algunos países los
monos obtengan la atención de las damas? Son un
cuarto de hombre, como yo soy un cuarto Espaüol.
-¡Ah!, siguió Cándido, recuerdo haber oído decir al
maestro Pangloss que ya otras veces han sucedido ac-
cidentes semejantes, y que esas mezclas habian pro-
ducido los egipanes, los faunos, los sátiros que varios
grandes personajes de la antigüedad han visto; pero
yo creía que todo eso eran fábulas. -Ahora ya debéis

J
CÁNDIDO O EL OPTIMISMO

estar convencido, dijo Cacambo, de que es verdad y


ya veis c~mo usan de ella las personas que no han re-
cibido cierta educación; io que temo es que esas da-
mas nos hagan alguna mala faena." .
Estas sólidas reflexiones indujeron a Cándido a
dejar la pradera y a entrar en un bosque. Comió con
Cacambo; y los dos, después de haber maldecido al
inquisidor de Portugal, al gobernador de Buenos Ai-
res y al barón, se durmieron sobre el musgo. Al des-
pertarse sintieron que no podían moverse; la razón
era que durante la noche los Orejones, que habitaban
la región y a quienes las dos damas los habían denun-
ciado, los habían atado con cuerdas de corteza de ár-
bol. Rodeábanles unos cincuenta Orejones todos des-·
nudos, armados de flechas, de mazas y de hachas de
piedra; los unos hacían hervir una gran caldera, los
otros preparaban los asadores y todos gritaban: "¡Es
un jesuita, es un jesuita! ¡Nos vengaremos, haremos
un banquete; comamos jesuita, comamos jesuita!"
"Ya os lo había dicho yo, mi buen maestro, grita-
ba tristemente Cacambo, que esas dos muchachas
nos iban a jugar una mala pasada." Cándido, perci-
biendo el caldero y los asadores, gritó: "Seguramen-
te vamos a ser asados o hervidos. ¡Ah!, ¿qué diría el
maestro Pangloss si viese cómo la pura naturaleza
está hecha? Todo está bien; sea, pero confieso que es
muy cruel haber perdido a la señorita Cunegunda y
ser pinchado en un asador por los Orejones."· Ca-
cambo no perdí,; la cabeza jamás. "No desesperéis
por tan poca cosa, dijo al desconsolado Cándido;
entiendo un poco la jerga de estos pueblos, voy a ha-
blarles. ·-No dejéis, dijo Cándido, de decirles qué co-

77
VOLT AIRE

sa tan inhumana y horrible es cocer a los hombres Y


lo poco cristiano que es hacerlo."
"{' ,..... T• • f""l i 1 ,,. •
Jenores, GlJO \...,acamoo, noy pensa1s que come-
réis a un jesuita: bien hecho; nada más justo que tra-
tar así a los enemigos. En efecto, el derecho natural
nos enseña a matar al prójimo, y así se hace en toda
la i:ierra. Si no usamos el derecho de comerlos es que
tenemos donde encontrar buena comida en otra par-
te; pero vosotros no tenéis los mismos recursos que
nosotros; así es mejor comerse a los enemigos que
abandonar a los cuervos y a las cornejas ese fruto de
la victoria. Pero, Señores, no querréis comeros a
vuestros amigos. Pensáis poner al asador a un jesui- -
ta; y es a vuestro defensor~ el enemigo de vuestros
enemigos, al que vais a asar. En cuanto a mí, he na-
cido en vuestro país; este señor que veis es mi amo y,
lejos de ser jesuita, acaba de matar a un jesuita y lle-
va sus despojos: he aquí el motivo de vuestro error.
Podéis controlar lo que digo: tomad su hábito, lleva-
dlo a la primera barrera del reino de Los Padres; in-
formaos si mi amo no ha matado a un oficial jesuita.
Necesitaréis poco tiempo; podréis siempre comer-
nos si probáis que os he mentido. Pero: si os he dicho
la verdad, ya conocéis demasiado los principios de]
derecho público, las costumbres y las leyes, para no
concedernos la gracia."
Los Orejones encontraron muy razonable este
discurso; dos notables se disputaron el hacer la dili-
gencia e informarse de la verdad; los dos delegados
cumplieron su cometido como gentes de inteligencia
que eran, y pronto volvieron con buenas noticias.
Los Orejones desataron a los dos prisioneros, les
CÁNDIDO O EL OPTll\1ISMO

presentaron toda clase de disculpas, les ofrecieron


sus hijas, les dieron ~·efrescos y los condujeron hasta
los confines de sus Estados, gritando alegremente:
"¡No es un jesuita!, ¡no es un jesuita!"
Cándido no se cansaba de admirar el porqué de
su libertad. "¡Qué pueblo!, decía, ¡qué hombres!
¡qué costumbres! Si no hubiese tenido la suerte de
dar estocada tan grande a través del cuerpo del her-
mano de la señorita Cunegunda, me hubieran comi-
do sin remisión. Pero, en definitiva, la pura natura-
leza es buena, puesto que estas gentes, en vez de
comerme, me han hecho toda clase de honores al en-
terarse de que no soy jesuita."

79
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1
Capítulo XVII _
Llegada de Cándido y su criado al país
de E/dorado y lo que vieron

Cu.ando llegaron a la frontera de los Orejones:


"¿Veis, dijo Cacambo a Cándido, cómo este hemis-
ferio no vale más que el otro? Creedme, volvamos
a Europa por el camino más corto posible. ·-¿Cómo
se vuelve?, dijo Cándido. ¿Y adónde iremos? Si yo
voy a mi país, los Búlgaros y los Ábaros degüellan
a todos; si vuelvo a Portugal, soy hombre quema-
do; si nos quedamos en este país, nos arriesgamos
en todo momento a que nos metan en el asador. Pe-
ro ¿cómo deridirse a dejar la parte del mundo don-·
de vive la señorita Cunegunda?
-Volvamos a Cayena, dijo Cacambo; allí en-
contraremos franceses, que van por todas partes
del mundo y podrán ayudarnos. Dios quizás se
apiade de nosotros."
No era fácil ir a Cayena: aproximadamente
sabían en qué dirección tenían que andar; pero
las montañas, los ríos, los precipicios, los bando-
leros, los salvajes, eran por doquier obstáculos
terribles. Sus caballos murieron de cansancio;
consunlieron todas las provisiones; dural1te un
mes entero se alimentaron con frutos salvajes y,
al fin, se encontraron cerca de un pequeño río,
bordeado de cocoteros, que sostuvieron sus vidas
y sus esperanzas.
Sr
VOLT AIRE

Cacambo, que daba siempre tan buenos con-


sejos como la v:ieja, dijo a Cándido: "No pode-
mos ya más: ya hemos andado demasiado. Veo
una canoa vacía,_ en la orilla; llenémosla de cocos,
tirémonos en la barquita, dejémonos llevar por la
corriente; un río siempre lleva a algún lugar habi-
tado. Si no encontramos nada agradable, encon-
traremos al menos cosas nuevas. ---Vamos, dijo
Cándido. Encomendémonos a la Providencia."
Navegaron durante algunas leguas entre las
márgenes, floridas unas veces, otras veces áridas,
unas veces llanas, otras escarpadas. El río se en-
sanchaba cada vez más y al fin se perdía bajo una
bóveda de espantosas rocas que se levantaban
hasta el cielo. Los dos viajeros tuvieron el valor
de abandonarse a las ondas bajo esta bóveda. El
río, estrechándose en ese lugar, los arrastró con
rapidez y ruido horribles. Al cabo de veinticuatro
horas, volvieron a vú la luz; pero la canoa se es-·
trelló contra los escollos y tuvieron que arrastrar-
se, de roca en roca, durante toda una legua, y al
fin descubrieron un horizonte inmenso bordeado
de montañas inaccesibles. El país estaba cultiva-
do tanto para el placer como para la necesidad;
por todas partes lo útil era agradable. Los cami ·
nos estaban cubiertos o más bien adornados de
coches de una forma y una materia brillante, que
llevaban hombres y mujeres de singular belleza,
velozmente arrastrados por unos grandes corde-
ros rojos que sobrepasaban, en rapidez, a los ca-
ballos más hermosos de Andalucía, de Tetuán o
de Mequínez.
CÁNDIDO O EL OPTIMISMO

[l- "He aquí pese a todo, dijo Cándido, un país


e- que vale más que la Vestphalia." Y echó pie .a tie-·
'.O na con Cacambo, en la primera aldea que encon-
s, tró. Algunos niños del pueblo, cubiertos de b!oca-
la dos de oro desgarrados, jugaban al tejo a la
entrada del pueblo; nuestros dos hombres del otro
1- mundo se divirtieron mirándolos: los tejos eran
0 bastante anchos y redondos, amarillos, rojos y
verdes y lanzaban un brillo singular. Sintieron los
lS viajeros el deseo de recoger alguno; eran oro, eran
s, esmeraldas, rubíes y el más pequeño hubiera podi-·
1- do ser el más grande adorno del trono del Mogol.
.a "Sin duda, dijo Cacambo, estos niños son los hijos
n del rey de este país, que juegan al tejo." El maestro
>r de la aldea apareció en ese rnomento para hacerlos
~l volver a la escuela. "He aquí, dijo Cándido, el pre-
n ceptor de la familia real."
o Los pequeños desarrapados interrumpieron
)-· inmediatamente el juego, dejando en tierra los te-·
jos y todo lo que les había servido para divertirse.
d Cándido los recoge, corre hacia el preceptor y se
o los presenta humildemente, dándole a entender
l- que Sus Altezas Reales habían olvidado su oro y
l; sus piedras preciosas. El maestro del pueblo, son-
[· riendo, las tiró por tierra, miró un momento muy
e sorprendido la cara de Cándido, y siguió su cami-
e no. Los viajeros no dejaron de recoger el oro, los
L, rubíes y ias esmeraldas. "¿Dónde estamos?, gritó
Cándido. Verdaderamente los reyes de este país
tienen que haber educado bien a sus hijos, puesto
[) que desprecian el oro y las piedras preciosas. Ca-
cambo estaba tan sorprendido como Cándido. Se
VOLT AIRE

acercaron, por fin, a la primera casa de la aldea;


estaba construida como un palacio de Europa. Un
gran gentío se amontonaba en las puertas y más
aún ~n la casa. Una música muy agradable se deja-·
ba ofr y un olor delicioso de cocina se hacía sentir.
Cacambo se acercó a la puerta y oyó que hablaban
peruano, que era su lengua materna, porque todo
el mµndo sabe que Cacambo habfa nacido en Tu-
cumán, en una aldea donde únicamente conocían
esa lengua. "Yo serviré de intérprete, dijo a Cándi-
do. Entremos, esto es una taberna."
Inmediatamente dos mozos y dos muchachas
de servicio, vestidos de telas de oro y con los cabe-
11os atados con cintas, los invitaron a sentarse a la
mesa del posadero. Sirvieron cuatro sopas, ador-·
nada cada una con dos papagayos, un cóndor her-
vido que pesaba doscientas libras, dos monos asa-·
dos de un gusto excelente, trescientos colibríes en
un plato y seiscientos $pájaros mosca en otro; unas
salsas exquisitas, dulces deliciosos, todo en fuen-·
tes de una especie de cristal de roca. Los mozos y
las muchachas de servicio vertieron varios licores
hechos con caña de azúcar.
Los comensales eran, en su mayor parte, mer-
caderes y cocheros, todos de una finura extremada,
quienes hicieron algunas preguntas a Cacambo con
la más circunspecta discreción y respondieron a las
suyas de manera satisfactoria.
Cuando concluyó la comida, Cacambo creyó,
así como Cándido, que debía pagar su parte tiran-
do sobre la mesa común dos de las monedas de oro
que había recogido. El patrón y la mujer rieron
r
1
CÁNDIDO O El OPTIMISMO

buen rato a carcajadas. Al fin se repusieron: "Seño-


res, dijo el patrón, bien comprenpemos que sois ex-
tranjeros; no estamos acostumbrados a verlos. Per-
donadnos si nos hemos echado a reír cuando nos
habéis ofrecido pagarnos con las piedras de nues-·
tras carreteras. Sin duda no tenéis moneda del país,
pero no es necesario tenerla para comer dquí. To-
dos los albergues construidos para la comodidad
del comercio están pagados por el gobierno. Aquí
no habéis comido bien porque es una pobre aldea;
pero en todas partes os recibirán· como merecéis
serlo." Cacambo explicaba a Cándido las afirma-
ciones del patrón y Cándido las escuchaba con la
admiración y el mismo desvarío con que su amigo
Cacambo las contaba: "Entonces ¿qué país es éste,
decían el uno y el otro, desconocido en todo el res-·
to de la tierra, donde la naturaleza toda es de una
especie tan diferente de la nuestra? Probablemente
es el país donde todo va bien; porque sin duda ha
de haber países de esta especie. Y diga lo que djga
el maestro Pangloss, muchas veces he visto que to-·
do iba mal en Vestphalia."

85
Capítulo XVIII
Lo que vieron en el país de Eldorado

Cacambo manifestó al patrón toda .su curiosi-·


dad. Éste le dijo: "Soy muy ignorante, y no me
quejo de ello; pero tenemos aquí a un viejo retira-·
do de la corte, que es el hombre mas sabio de todo
el reino y el más comunicativo." Inmediatamente
lleva a Cacambo a ver al viejo. Cándido no desem-
peñaba ya más que un papel secundario y acom-
pañaba a su criado. Entraron en una casa muy
sencilla, pues la puerta sólo era de plata y, dentro,
los revestimientos solamente de oro, pero trabaja-
dos con tanto gusto que los más ricos revestimien -
tos no los eclipsaban. En realidad, la antecámara
estaba solamente incrustada de rubíes y esmeral-
das; pero el orden con que todo estaba colocado
reparaba bien esta sencillez extrema.
El viejo recibió a los dos extranjeros sobre un
sofá acolchado con plumas de colibrí, y les dio li-
cores, presentados en vasos de diamantes; luego,
satisfizo su curiosidad en estos términos:
"Tengo ciento setenta y dos años y he sabido,
por mi difunto padre, caballerizo del rey, de Jas
asombrosas revoluciones del Perú, de las cuales
él fue testigo. El reino donde estamos es la anti-
gua patria de los Incas, que muy ímprudenternen-·
te salieron de él para ir a dominar una parte del
VOLT AIRE

mundo, y que al fin fueron destruidos por los Es-


pañoles.
"Los príncipes de su familia que se quedaron en
~u país natal fueron más sabios; ordenaron, con el
consentimiento de la nación, que ningún habitante
saliese nunca de nuestro pequeño reino; y esto es lo
que nos ha conservado nuestra inocencia y nuestra
felicidad. Los Españoles han tenido un conoci-
miento confuso de este país, lo han llamado El Do·-·
rado, y un Inglés, llamado el caballero Raleigh, se
acercó por aquí, también, hace alrededor de cien
años; pero, como estamos rodeados de rocas ina-
bordables y de precipicios, siempre hemos estado al
abrigo de la rapacidad de las naciones de Europa,
que codician con furor inconcebible nuestras pie-
dras y el fango de nuestra tierra, y que, por tener-
los, nos matarían a todos, hasta el último.;,
La conversación fue larga: se habló sobre la
forma de gobierno, s~obre las costumbres, sobre
las mujeres, sobre los espectáculos públicos, sobre
- !
las artes. Al fin Cándido, que siempre gustaba de
la metafísica, hizo preguntar a Cacambo si en ese
país había una religión.
El viejo enrojeció. un poco. "¿Cómo, dijo, po-
déis dudar de esto? ¿Es que nos tomáis por ingra.-.
tos?" Cacambo preguntó, humilderr1ente, cuál era
la religión de Eldorado. El viejo volvió a enrojecer.
"¿Es que puede haber dos religiones'?, dijo. Noso-
tros, creo yo, tenemos la religión de todo el mun-
do: adoramos a Dios de la tarde a la mañana.
-¿No adoráis más que a un solo Dios?, dijo Ca-
cambo, que servía siempre de intérprete a las du-·
88
CÁNDIDO O El OPTIMISMO

das de Cándido. --Aparentemente, dijo el anciano,


no hay ni dos, ni tres, ni cuatro. Os confieso que
las gentes de vuestro mundo hacen preguntas muy
singulares." Cándido nos~ cansaba de hacer inte-
rrogar al buen anciano, pues quería saber cómo se
rezaba a Dios en Eldorado. "Nosotros no le reza-
mos nunca, dijo el bueno y respetabíe sabio; no te-·
nemos nada que pedirle; nos ha dado todo lo que
necesitamos; se lo agradecemos continuamente."
Cándido sintió curiosidad por ver a los sacerdotes
y preguntó dónde estaban. El buen viejo sonrió.
"Amigos míos, les dijo, todos somos sacerdotes; el
rey y todos los jefes de familia entonan solemne-
mente cánticos de acción de gracias todas las ma-
ñanas y cinco o seis mil músicos los acompañan.
·--¡Ah! ¿entonces no tenéis monjes que enseñen,
que disputen, que gobiernen, que intriguen y ha-
gan quemar a la gente que no sea de su opinión?
--Tendríamos que estar locos, dijo el viejo; aquí to-
dos pensamos igual y no comprendemos qué que-
réis decir con eso de los monjes." Cándido, ante
estas palabras, estaba extasiado y se decía para sí:
"Esto sí que es diferente de la Vestphalia y del cas·-
tillo del señor barón: si nuestro amigo Pangloss
hubiera visto Eldorado, ya no habría dicho que el
castillo de Thunder-ten-tronckh era lo mejor de la
tierra; la verdad es que hay que viajar."
Después de esta larga conversación, el b4en
anciano hizo enganchar seis corderos a una carro-
za y dio doce de sus criados a los dos viajeros pa-
ra que los llevaran a la corte. "Perdonadme, les di-
jo, si mi edad me priva del honor de acompañaros.
VOLTAIRE

El rey os recibirá de modo que no quedaréis des-


contentos y perdonaréis, sin duda, las costumbres
del país si hay alguna que os disguste."
Cá.Qdido y Cacambo montan en la carroza; los
seis corderos volaban, y en menos de cuatro horas
llegaron al palacio del rey, situado en un extremo
de la capital. La puerta tenía doscientos veinte
pies de alto y cien de ancho; es imposible expresar
de qué materia estaba hecha. Se ve bien la superio-
ridad prodigiosa que debía tener sobre esas pie-
dras y sobre esa arena que nosotros llamamos oro
y pedrerías.
Veinte hermosas muchachas de la guardia reci-
bieron a Cándido y a Cacambo cuando descendie
ron de la carroza, los condujeron a los baños, los
vistieron con trajes de una tela de pluma de coli-
brí; después los grandes dignatarios y dignatarias
de la corona los llevaron al apartamento de Su
Majestad por entre dÓs filas, cada una de mil má-
sicos, según el uso corriente. Cuando se acercaron
a la sala del trono, Cacambo preguntó a un gran
oficial cómo debía saludar a Su Majestad, si había
que echarse de rodillas o vientre a tierra; si se po-
nían las manos sobre la cabeza o sobre el trasero;
si se lamía el polvo de la sala; en una palabra, cuál
era la ceremonia. "La costumbre, dijo el gran ofi-
cial, es abrazar al rey y besarle las dos mejillas."
Cándido y Cacambo saltaron al cuello de s'u Ma-
jestad, quien los recibió con toda la gracia imagi-
nable y les rogó gentilmente que comieran con él.
Mientras tanto, les hicieron ver la ciudad, los
edificios públicos, altos hasta las nubes, los merca-
CÁNDIDO O EL OPTIMISMO

;- dos adornados con miles de columnas, las fuentes


:s 1 de agua pura, las fuentes de agua rosa, las de lico-
l res de caña de azúcar~ que corrían continuamente
>S
s
¡ en las grandes plazas, pavimentadas con ciertas
piedras que esparcían un olor parecido al del clavo
o 1
y la canela. Cándido pidió ver el palacio de justicia,
e 1 el parlamento, y le dijeron que no los había, porque
r
¡ ..
l nadie pleiteaba nunca. Quiso saber.si había prisio-
nes, y le contestaron que no. Lo que más le sorpren-
- dió y le causó mayor placer fue el palacio de las
'.)
ciencias, en el cual vio una galería de dos mil pasos
llena de instrumentos de matemática y de física.
Después de haber recorrido cerca de la milési-
ma parte de la ciudad, antes de cenar~ los llevaron
s ante el rey. Cándido se sentó a la mesa, entre Su
Majestad, su criado Cacambo y algunas damas.
s Nunca habían comido mejor y nunca, er.. cena al-
l
guna, se derrochó más ingenio que el que tuvo Su
Majestad en aquella ocasión. Cacambo explicó a
1
Cándido las ocurrencias del rey, las cuales, aun
1
traducidas, conservaban su gracia. De todo lo que

asombraba a Cándido, no fue esto lo que menos le
asombró.
Pasaron un mes en esta hospitalidad. Cándido
no cesaba de decir a Cacambo: "Es verdad, amigo
mío, que el castillo donde nací, lo repito, no vale
lo que el país en que estamos; pero lo cierto es que
la señorita Cunegunda no está aquí y vos tendréis
alguna amante en Europa. Si nos quedamos, sere-
mos sólo como los demás, pero si volvemos a
nuestro mundo con doce corderos cargados con
piedras de Eldorado, seremos más ricos que todos
VOL TAlRE

los reyes juntos, no tendremos que temer a ningún


inquisidor y podremos fácilmente recuperar a la
señorita Cunegunda."
Estas palabras complacieron a Cacambo: tan-
1
to gusta correr, darse importancia ante los suyos, l,.
alardear de lo que uno ha visto en los viajes, que
los dos afortunados resolvieron dejar de serlo y
pedir a Su Majestad licencia.
"Hacéis una tontería, les dijo el rey. Yo sé bien
que mi país es poca cosa; pero cuando se está pa-
sablemente en un lugar; hay que quedarse; por su-
puesto, no tengo el derecho de retener a los ex-
tranjeros~ es una tiranía que no está en nuestras
costumbres, ni en nuestras leyes: todos los hom-
bres son libres; marchaos cuando queráis, pero la
salida es difícil. Es imposible remontar la corrien-
te veloz del río por el que milagrosamente habéis
llegado y que corre bajo bóvedas de roca. Las
montañas que rodean Íni reino tienen diez mil pies
de altura y son rectas como murallas, ocupando
cada una, en anchura, un espacio de más de diez
leguas; no se puede bajar más que por los precipi-
cios. Sin embargo, como verdaderamente queréis
marcharos, voy a dar orden a los encargados de
las máquinas de que hagan una que pueda trans·
portaros cómodamente. Cuando lleguéis a la otra
parte de las montañas, ya nadie podrá acompaña-
ros, porque mis súbditos han hecho voto de no sa-
lir de ellas y son demasiado atinados para romper-
lo. Podéis pedirme lo que queráis. - No pedimos a
Vuestra Majestad, dijo Cacambo, más que algu-
nos corderos cargados de víveres, de guijarros y

92
CÁNDIDO O EL OPTIMISMO

fango del país." El rey rió. "No comprendo, dijo,


por qué gusta a las gente~ de Europa nue~~ro barro
1 amarillo; pero llevaos todo lo que quera1s y gran
bien que os haga." .
l
¡~
Enseguida dio orden a sus ingenieros de hacer
una máquina para izar a esos dos hombres ex-
traordinarios hasta ponerlos fuera de su reino.
Tres mil buenos físicos trabajaron en ella y al cabo
de quince días estaba concluida, y no costó más de
veinte millones de libras esterlinas, moneda del
país. Pusieron en la máquina a Cándido y a Ca-
cambo; también dos grandes corderos rojos ensi-
llados y con riendas para servirles de montura
cuando hubiesen pasado las montañas, veinte cor-
deros con albardas cargados de víveres, treinta
que llevaban los regalos de lo que este país puede
tener de más curioso, cincuenta cargados de oro,
de piedras preciosas y diamantes. El rey abrazó
tiernamente a los dos vagabundos.
Fue un bello espectáculo su partida y la manera
ingeniosa como fueron izados, ellos y las ovejas, a
lo alto de las montañas. Los físicos se despidieron
después de haberlos puesto en lugar seguro, y Cán-
dido no tuvo ya más deseos ni más objetivo que el
de presentar sus corderos a la señorita Cunegunda.
"Ya tenemos, dijo, con qué pagar al gobernador de
Buenos Aires, si la señorita Cunegunda pudiera te-
ner precio. Vayamos hacia Cayyna, embarquémo-
nos, y después veremos qué reino nos podemos
comprar."

93
Capítulo XIX
Lo que les sucedió en Surinam
y cómo Cándido conoc,_ió a lv1artín

La primera jornada de nu~stros dos viajeros


fue bastante agradable. Los alentaba la idea de
verse en posesión de más tesoros de los que juntas
podían reunir Asia, Europa y África·. Cándido, en-
tusiasmado, escribió el nombre de Cunegunda en
los árboles. Al segundo día, dos de sus corderos se
hundieron en ciénagas y fueron tragados con sus
cargas; otros dos corderos, algunos días después,
murieron de fatiga; siete u ocho perecieron de ham-
bre en un desierto; otros, al cabo de pocos días,
cayeron por los precipicios. En fin, después de
cien días de camino, no les quedaban más que dos
corderos. Cándido dijo a Cacambo: "Amigo mío,
ya véis cómo las riquezas del mundo son perecede-
ras; únicamente es sólida la virtud y el placer de
volver a encontrar a la señorita Cunegunda. -Lo
acepto, dijo Cacambo, pero todavía nos quedan
dos corderos con más tesoros de los que tendrá ja-
más el rey de España, y ya veo a lo lejos una aldea
que sospecho sea Sarinam, perteneciente a los Ho-
landeses. Estamos al final de nuestras fatigas y al
comienzo de nuestra felicidad."
Al acercarse a la aldea, encontraron a un negro
tendido en el suelo, sólo con la mitad de su vesti-
menta, esto es, un calzón de tela azul, faltándole al

95
VOLTAIRE

pobre hombre la pierna izquierda y la mano dere-


cha. "¡Ay, Dios mío!, le dijo Cándido en holandés.
¿Qué haces aquí, amigo mío, en este horrible esta-
do en que te veo? -Espero a mi amo el señor Van-
derdendur~ famoso comerciante, respondió el ne-
gro -·¿Y es el señor Vandetdendur~ dijo Cándido,
quien te ha tratado así? -.Sí, señor, dijo el negro,
así es la costumbre. Nos dan un calzón de tela por
todo vestido dos veces al año. Cuando trabajamos
en las azucareras y la muela nos arranca un dedo,
nos cortan la mano; cuando nos queremos esca-·
par, nos cortan la pierna: me he encontrado en
ambos casos. A ese precio coméis azúcar en Euro-
pa. Sin embargo, cuando mi madre me vendió por
diez escudos patagones en las costas de Guinea,
me decía: ".Lvlí querido niño, bendice a nuestros
fetiches, adóralos siempre, ellos te harán vivir fe-
liz; tienes el honor de ser esclavo de nuestros seño-
res blancos y con ello ~haces la fortuna de tu padre
y de tu madre." ¡Ay! no sé si hice su fortuna, pero
ellos no hicieron la mía. Los perros, los monos y
los papagayos son mil veces menos desgraciados
que nosotros. Los fetiches holandeses que me con-
virtieron me dicen todos los domingos que todos,
blancos y negros, somos hijos de Adán. Yo no soy
genealogista, pero si esos predicadores dicen la
verdad, todos so1nos primos nacidos de herma-·
nos. Me confesaréis que no se puede tratar a los
parientes de manera más horrible.
--·¡Oh, Pangloss!, gritó Cándido, tú no habías
adivinado este horror, pero es un hecho y al fin
tendré que renunciar a tu optimismo. -¿Qué es
CÁNDIDO O EL OPTIMJSMO

optimismo?, decía Cacambo. -·¡Ay!, dijo Cándido,


es el delirio de sost~ner que todo está bien cuando
está mal." Y vertía lágrimas mirando a su negro y,
llorando, entró en Surinam.
De lo primero que se informa es de que en el
puerto no hay ningún barco que pueda ir a Buenos
Aires. Se habían dirigido ju~tamente a un patrón
español que se ofreció, en cambio, a hacer con
ellos un negocio honesto. Les dio cita en una ta-·
berna. Cándido y el fiel Cacambo fueron allí a es-·
perarle con sus dos corderos.
Cándido, que tenía el corazón en los labios,
contó al Español todas sus aventuras y le confesó
que quería raptar a la señorita Cunegunda. "Me
cuidaré bien de llevaros a Buenos Aires, dijo el pa·-
trón: me colgarían y a vos también. La bella Cune-
gunda es la amante favorita de monseñor." Fue
como un rayo para Cándido; lloró mucho tiempo;
al fin arrastró aparte a Cacambo: "Te diré, queri··
do amigo, lo que tienes que hacer. Cada uno de
nosotros tiene en los bolsillos cinco o seis millones
en diamantes; tú eres más hábil que yo; vete a Bue·-
nos Aires a buscar a la señorita Cunegunda. Si el
gobernador pone dificultades, le das un millón; si
no cede, le das dos, tú no has matado a ningún in-·
quisidor y nadie dudará de ti. Yo equiparé otro
barco; iré a Venecia a esperarte; es un país libre
donde nada hay que temer 1de Búlgaros, ni de Ába-
ros, ni de judíos, ni de inquisidores." Cacambo
aplaudió esa inteligente resolución. Estaba deses-
perado por tener que separarse de un buen amo,
ya su amigo íntimo; pero el placer de serle útil pu-

97
VOLTAIRE

do con el dolor de abandonarlo. Se abrazaron llo-


rando. Cándido le recomendó que no olvidase a la
buena vieja. Cacambo partió aquei mismo día.
Era un muy buen hombre ese Cacambo.
Cándido se quedó algún tiempo todavía en Su-·
rinam y esperó que otro patrón quisiera llevarlo a..
Italizi a él y a los dos corderos que le quedaban. To-·
mó criados y compró todo lo necesario para un via.,
je tan largo; al fin, el señor Vanderdendur, patrón
de un gran navío, se presentó ante él. "¿Cuánto pe-
dís por llevarme directo a Venecia a mí, a mis gen-·
tes, mi equipaje y los dos corderos que aquí ten-
go?" El patrón pidió diez mil piastras. Cándido no
dudó.
"iüh, oh! se dijo el prudente Vanderdendur;
este extranjero da diez mil piastras así de golpe.
Ha de ser muy rico." Volvió un poco después, rec-
tificó diciendo que no podía zarpar por menos de
veinte mil. "¡Pues bien, las tendréis! dijo Cándido.
-¡Ajá! se dijo para sí el comerciante, este hom-
bre da veinte mil piastras tan fácilmente como
diez mil." Volvió de nuevo y le dijo que no podría
llevarle a Venecia por menos de treinta mil pias-
tras. "Tendréis las treinta mil, respondió Cándido.
·-¡Oh, oh! se dijo otra vez el mercader holandés,
treinta mil piastras no cuestan nada a este hombre;
sin duda sus corderos llevan tesoros inmensos: no
. J

insistamos más; hagámonos p'agar primero las


treinta mil piastras y luego veremos." Cándido
vendió dos diamantes pequeños, de los cuales el
menor valía más de todo lo que pedía el patrón.
Pagó por adelantado. Fueron embarcados los dos
CÁNDIDO O EL OPI!MISMO
lo-'
la corderos. Cándido les seguía en una lancha para
i~,
, akanzar el barco en la rada; el patrón escoge el
la.
momento, se da a la vela, se pone en marcha; el
,U-·
) a
J
.I
viento le favorece. Cándido, perdido y asombra-
do, lo pierde pronto de vista. "¡Ay!, gritó, ésta es
0-·
una jugada digna del Viejo Mundo!" Regresa a la
La-: orilla abrumado de dolor; porque, en definitiva,
:m había perdido tanto como para hacer la fortuna de
>e- veinte monarcas.
TI-· Se encamina hacia la casa del jµez holandés y
n- como estaba un poco turbado, golpea fuertemen-
10
te la puerta. Entra, expone su aventura y grita un
poco más alto de lo conveniente. El juez comenzó
tr; por hacerle pagar diez mil piastras por ei ruido
ie. que había hecho. Después lo escuchó paciente-·
e- mente, le prometió examinar su asunto en cuanto
=le retornase el mercader y se hizo pagar otras diez
o. mil piastras por los gastos de audiencia.
n- Este trámite acabó por desesperar a Cándido.
10 La verdad es que él ya había sufrido desgracias mil
,
la veces más dolorosas; pero la sangre fría del juez y
s- la del patrón que le había robado, encendió su bi-·
o. lis, y lo huadió en una negra melancolía. La mal-
s, dad de los hombres se le presentaba en toda su
f" ,, fealdad; solamente lo alimentaban tristes ideas. Al
lO fin, un barco francés estaba a punto de partir para
lS Burdeos, y como ya no tenía corderos cargados de
.o diamantes que embarcar, tomó un camarote en el
el barco a precio justo, diciendo en la ciudad quepa-
1. garía el pasaje, los alimentos, y daría dos mil pías-·
)S tras a un hombre honesto qee quisiera hacer el
viaje con él, a condición de que este hombre fuese

99
VOLTAIRE

el más asqueado de su propio estado y el más des-


,,.,.,.,,..;,.,
JSl. rln. rite> la _tJJ..
Q.\,....1Q..U\..J' \....!.\...... J.
nrAH;nr;a
V V .11..l'--.l •

Se presentó tal muchedumbre de pretendientes,


que una flota no los habría podido alojar. Cándido,
queriendo elegir entre los mejores, distinguió una
veintena de personas que le parecieron bastante so-·
ciables, y todos pretendían merecer la preferencia.
Las reunió en la taberna y les dio de comer a condi-·
ción de que cada una jurase fielmente que ccntaría
su historia, prometiendo elegir a aquélla que lepa-
reciese la persona más de§dichada y más justifica-·
damente descontenta de su situación, dando a las
demás algunas gratificaciones.
La sesión duró hasta las cuatro de la mañana. e~
Cándido, escuchando todas sus aventuras, recor-·
daba lo que la vieja le había contado yendo hacia
Buenos Aires y la apuesta que le había hecho de
que ninguno había ene! barco a quien no le hubie-
ran sucedido grandes desgracias. Pensaba en Pan-
gloss a cada aventura que le contaban. "A ese Pan-
gloss, decía, le sería difícil demostrar su sistema.
Me gustaría que estuviese aquí. Ciertamente, en
donde todo va bien es en Eldorado y no en el res-·
to de la tierra." Al fin se decidió en favor de un po-·
bre sabio, que durante diez años había trabajado
para los editores de Amsterdam. juzgó que no ha-
bía trabajo en el mundo del que pudiera estarse
más asqueado.
Este sabio, que por otra parte era un buen
hombre, había sido robado pcr su mujer, golpea-
do por su hijo y abandonado por su hija, que se
había hecho raptar por un Portugués. Acababan
roo
CÁNDIDO O EL OPTIMISMO

de privarle de un pequeño empleo con el cual sub-·


/ 1 . / 1 . 1• 1 ' ,; •
sistrn; io persegman 10s premcaaores de ~unnam
porque lo tomaban por un sociniano. Hay que ad-·
mitir que los otros eran por lo menos tan desgra-
ciados como él; pero Cándido esperaba que el sa···
bio le evitaría el aburrimiento durante el viaje.
Todos sus otros rivales encontraron que Cándido
era muy injusto con ellos; pero éste los apaciguó
dando a cada uno cien piastras.

IOI
Capítulo XX
1
-5
1
1
Lo que les sucedió en el mar a Cándido
¡ y a Martín
1

Así es que el viejo .sabio, llamado Martín, se


embarcó para Burdeos con Cándido. Uno y otro
habían visto mucho y sufrido mucho, y aun si el
barco hubiera debido hacer velas· de Surinam al
Japón por el Cabo de Buena Esperanza, habrían
tenido de qué conversar sobre el m2l moral y el
mal físico durante todo el viaje.
Sin embargo, Cándido llevaba una gran venta-
ja sobre Martín, y era la de esperar volver a ver a
la señorita Cunegunda; Martín ya no esperaba na-
da. Además tenía el oro y los diamantes, y aunque
hubiese perdido cien corderos rojos cargados de
los tesoros más grandes de la tierra, aunque siem-·
pre tuviese sobre el corazón la bellaquería del pa-·
trón holandés, sin embargo, cuando pensaba en lo
que le quedaba en los bolsillos y cuando hablaba
de Cunegunda, sobre todo al final de la c01nida, se
inclinaba entonces por el sistema de Pangloss.
"Pero vos, señor Martín, le dijo al sabio ¿qué
pensáis de todo esto? ¿Cuál es vuestra idea sobre
el mal moral y el mal físico? -Señor, respondió
Martín, mis curas me acusan de sociniano;21 pero

21 Lelio y Fausto Socini fueron reformadores religiosos en Siena en el


siglo XVI. Eran adversos al dogma de la Trinidad y la divinidad de Cristo.

103
VOLT AIRE -~~.~."
.-.-.-
.;.•.-•¡'· ·.·.:iF''.
~
::,
-.
-:'' ".
-
-

la verdad es que soy maniqueo. -Os reís de rní, di-


jo Cándido, ya no quedan maniqueos en el mun-· f
do. -Quedo yo, dijo Martín; no sé qué hacer~ pero
no puedo pensar de otra manera. -Tal vez tenéis el
diablo en el cuerpo, dijo Cándido. -Se mezcla tan-·
to en los asuntos del mundo, dijo Martín, que bien
podría estar en mi cuerpo, como está por todas
partes, pero os confieso que al echar una mirada
sobre el globo, o mejor digo sobre el globulillo,
pienso que Dios lo ha abandonado a algún malhe-·
chor, excluyendo siempre a Eldorado. No he visto
ciudad que no desease la ruina de la ciudad vecina,
familia que no pensase exterminar a alguna otra
familia. Por todas partes los débiles execran a los
poderosos, delante de los cuales se arrastran, y los
poderosos los tratan como rebaños de los que se
vende la lana y la carne. Un millón de asesinos
uniformados corre de una parre a otra de Europa,
ejerciendo la muerte y el bandidaje con toda disci--
plina par¡l ganar su pan, porque no hay oficio más
honesto. Y en las ciudades que parecen gozar de la
paz y donde florecen las artes, los hombres son de-
vorados por más deseos, cuidados e inquietudes
que las plagas que debe soportar una ciudad sitia-
da. Las angustias secretas son aún más crueles que
las miserias públicas. En una palabra, he visto tan-
to, sufrido tanto, que soy maniqueo. --·Hay, sin
embargo, cosas buen~s, replicaba Cándido. ---·Pue-
de ser, decía Martín, pero yo no las conozco."
En medio de esta disputa, se oyó un ruido de
cañón. El ruido redobla de momento en momen-
to. Cada uno toma su catalejo. Se divisan dos bar-
CÁNDIDO O H OPTIMISMO

cosque combatían aproximadamente a tres millas


de distancia; el viento llevó a uno y otro tan cerca
del barco francés, que tuvieron el placer de ver el
combate a su~ anchas. Al fin, uno de los barcos
lanzó al otro una andanada tan baja y tan justa
que lo echó a pique. Cándido y Martín distinguie-·
ron un centenar de hombres sobre la cubierta del
barco que se hundía; levantaban las manos al cie-
lo y lanzaban clamores horribles; en un momento
todo lo tragó el mar.
"Y bien, dijo Martín, he aquí cómo se tratan
los hombres los unos a los otros. --Es verdad, di-
jo Cándido, que hay algo de diabólico en este ca-
so." Hablando así, percibió alguna cosa de color
rojo brillante que nadaba junto a su nave. Baja-·
ron la chalupa para ver lo que podía ser: era uno
de sus corderos. Cándido se alegró mucho más de
encontrar ese cordero que lo que le afligió perder
ciento, todos cargados de grandes diamantes de
EldoraQ-Q--=-
El capitán francés vio pronto que el capitán
del barco sumergidor era español y el del sumergi-
do un pirata holandés, precisamente el que había
robado a Cándido. Las riquezas inmensas que ese
malvado había robado fueron enterradas con él en
el mar; y sólo se salvó un cordero. "Ya véis, dijo
Cándido a Martín, que el crimen es a veces casti- ,
gado; ese bribón de patrón holandés ha tenido su
merecido. --Sí, dijo Martín, pero ¿hacía falta que
los pasajeros que estaban en su barco pereciesen
también? Dios ha condenado al bribón, el diablo
ha ahogado a los otros." ·
VOLTAIRE

Entretanto el barco francés y el español conti-


nuaron su ruta y Cándido sus conversaciones con
Martín. Disputaron quince días seguidos, y al ca-
bo de quince días habían progresado tanto como
"
el primero. Pero hablaban, se comunicaban ideas,
se, consolaban. Cándido acariciaba su cordero.
"Puesto que te he encontrado a ti, decía, puedo
también encontrar a Cunegunda."

ro6
;iF
. "1 Capítulo XXI
1
Cándido y 1'v1artín se acercan a las costas
¡ de Francia y razonan
1

Por fin se empiezan a ver las costas de Francia.


"¿Habéis estado alguna vez en Francia, señor
Martín?, dijo Cándido. -Sí, dijo MartÍD, he reco-
rrido varias provincias. Hay unas donde la mitad
de los habitantes son locos, otras donde son de-
masiado astutos, otras donde comúnmente son
bastante dulces y bastante tontos, otras donde son
de espíritu burlón; y, en todas, la ocupación prin-
cipal es el amor, la segunda la maledicencia y la
tercera decir tonterías. -Pero, señor Martín ¿ha-·
béjs visto París? -Sí, he visto París; allá hay de to-
das las especies; es el caos, una prensa en la cual
todo el mundo busca su placer y donde casi ningu-
no lo encuentra, al menos eso me pareció a mí. Es-
tuve poco tiempo y al llegar, unos bribones mero-
baron todo lo que llevaba, en la feria de Saint
Germain. Iv1e tomaron a mí también por un la-
drón y pasé ocho días en la cárcel; después fui co-
rrector de imprenta para ganarme con qué volver
a pie hasta Holanda. He conocido la canalla de los
escritorzuelos, la canalla de los conspiradores y la
canalla jansenista. Diceri que hay gente muy dis-
tinguida en esa ciudad; quisiera creerlo.
- Yo, no tengo ninguna curiosidad por ver
Francia, dijo Cándido; se puede comprender fcícil-·

107
0~"'.'
VOLT AIRE
::·~_'¡::.·
.•

mente que, cuando uno ha pasado un mes en El . . •c.-•

dorado, no se preocupe de ver en la tierra más que


1 - · 0 ..1""\:T 1 1
a ia senonta 1..._,unegunua. voy a esperana a Vene-
""<Y

cia y atravesaremos Francia para ir a Italia. ¿No


me acompañaréis? -·Con mucho gusto, dijo 1Vl:ar···
tín; cuentan que Venecia no es buena más quepa-·
ra los nobles Venecianos, pero que, sin embargo,
allí reciben muy bien a los extranjeros cuando tie·
nen mucho dinero; yo no lo tengo, vos lo tenéis, os
seguiré por doquier. --A propósito, dijo Cándido,
¿creéis que la Tierra ha sido en su origen un mar,
como lo asegura ese libro .tan grande que pertene-
ce al capitán del barco? -Yo nada creo, dijo Mar~·
tín, ni tampoco esos devaneos que nos cuentan
desde hace algún tiempo. ·-Pero ¿con qué fin ha si--
do hecho este mundo?, dijo Cándido. -·Para hacer-
nos rabiar, respondió 1\1artín. -·¿No :as asombra,
continuó Cándido, el amor que esas dos mucha-·
chas del país ~de los Or:ejones sentían por esos dos
monos, de quienes os conté la aventura? ··-Nada de
eso, dijo Martín; no veo nada extraño en esa pa-
sión; he visto tantas cosas extraordinarias que ya
no hay para mí nada extraordinario. -¿Creéis en-
tonces, dijo Cándido, que los hombres siempre se
han destruido como hoy? ¿Que siempre han sido
mentirosos, pícaros, pérfidos, ingratos, bandidos,
débiles, volanderos, cobardes, envidiosos, gloto-
nes, borrachos, avaros, ambiciosos, sanguinarios,
calumniadores, corruptores, fanáticos, hipócritas
y tontos? -¿Creéis, dijo Martín, que los gavibnes
se han comido a los pichones, siempre que los han
encontrado? -Sí, sí, sin duda, dijo Cándido. -Pues
ro8
CÁNDIDO O EL OPT!MlSMO

bien, dijo Martín, si los gavilanes han tenido siem-


pre el mismo carácter, ¿por qué queréis que los
1 hombres cambien el suyo? -·¡Oh!, dijo Cándido,
hay muchas diferencias, porque el libre albe-
drío ... " Y así razonando llegaron a Burdeos.
:~1~~
. ¡
-"·,~- tt·

Capítulo XXII
Lo que les ocurrió en Francia a Cándido
y a J\1artín

Cándido. no se detuvo en Burdeos más que el


tiempo necesario para vender algunas piedras de
Eldorado y para procurarse dos plazas en una dili-
gencia, porque ya no podía prescindir de su filóso-
fo Martín. Le costó mucho separarse de su cordero,
que dejó a la Academia de Ciencias de Burdeos, la
cual propuso como tema del premio de aquel año el
por qué la lana de ese cordero era roja; y el premio
fue adjudicado a un sabio del :Norte que demostró
por A más B, menes C, dividido por Z, que el cor-
dero debía de ser rojo y morir de morriña.
Entretanto, todos los viajeros que encontraba
Cándido en las tabernas del camino le decían:
"Va1nos a París." Este anhelo general le dio en fin
también a él el deseo de ver esa capital; no era mu-
cho desviarse del camino de Venecia.
Entró por el barrio de Saint Marceau y creyó
estar en el más feo pueblo de Vestphalia.
Apenas llegado a la posada enfermó ligeramen-
te a causa de sus fatigas. Como llevaba en el dedo
un diamante enorme y habían visto en su equipaje
una caja prodigiosamente pesada, tuvo enseguida
junto a sí dos médicos que no había pedido, algu-
nos amigos íntimos que no lo dejaron y dos beatas
que le calentaban las cataplasmas. Martín decía:
III
VOLT AIRE

"Recuerdo haber estado enfermo también en París


durante mi primer viaje; era muy pobre: así que no
tuve ni amigos, ni beatos, ni médicos y me curé."
A todo ello, a fuerza de médicos y de sangrías,
la enfermedad de Cándido se puso seria. Un cléri-
go del barrio vino a pedirle con dulzura un billete
para el otro mundo22 pagabie al portador; Cándi-
do no quiso saber de nada. Las devotas le asegura··
ron que era una nueva moda; él les contestó que
no era un hombre a la moda. Martín quiso tirar al
clérigo por la ventana. El clérigo juró que no ente-
rrarían a Cándido. Martín juró que él enterraría al
clérigo si continuaba importunándolos. La quere-
lla se calentó. Martín lo tomó por los hombros y
lo echó rudamente, lo que causó un gran escánda-·
lo, por el que se levantó un acta.
Cándido curó y durante su convalecencia tuvo
buena compañía para comer con él. Jugaban fuerte.
Cándido estaba asombr~ado de que jamás le viniesen
los ases; pero Martín no se asombraba de ello 1

Entre los que le hacían los honores de la ciudad,


había un abate perigurdino, uno de esas gentes apre-·
suradas, siempre alerta, siempre serviciales, desver-
gonzadas, acariciadoras, acomodaticias, que ace-
chan a los extranjeros cuando pasan, les cuentan la
historia escandalosa de la ciudad y les ofrecen place-
res de todo precio. Éste llevó a Cándido y a Martín,
primeramente, a la comedia. Representaban una tra-·
gedia nueva. Cándido se encontró sentado cerca de

2 2 "Billete de confesión', otorgado por los clérigos que habían fir-


mado Ja bula Unigenitus.

II2
CÁNDIDO O EL OPTIMISMO

alguna gente refinada, lo que no le impidió llorar


con ciertas escenas perfectamente representadas.
Uno de los refinados que estaba a su lado le dijo en
u.n entreacto: "Estáis muy equivocado en llorar: esa
actriz es muy mala y el actor que trabaja con ella es
aún peor; la obra es aún peor que los actores; el au-
tor no sabe una palabra de árabe y, sin embargo, la
escena es en Arabia; es además un hombre que no
cree en las ideas innatas:n mañana os traeré veinte li-
bros contra él. ·-Señor, ¿cuántas obras de teatro te·-
néis en Francia?", dijo Cándido, y el'abate le respon-
dió: "Cinco o seis mil. --Son muchas, dijo Cándido,
¿y cuántas son buenas? ·-Quince o dieciséis, replicó
el otro. ·-Son muchas", dijo Martín.
A Cándido le gustó mucho una actriz que ha··
cía de reina Isabel en una tragedia bastante insig-
nifican.te, que se representa algunas veces. "Esta
actriz, decía a Martín, me gusta mucho; tiene un
cierto parecido con la señorita Cunegunda; me
placería saludarla." El abate perigurdino se ofre-
ció para presentársela. Cándido, educado en Ale-
m;;mia, preguntó cuál era la etiqueta y cómo se tra-·
taba en Francia a las reinas de Inglaterra. "Hay
que distinguir, dijo el abate; en las provincias se las
lleva a la taberna; en París, se las respeta cuando
son bellas y se las echa al muladar cuando están
muertas. -·¡Las reinas al muladar!, dijo Cándido.
-Sí, verdaderamente, dijo Martín, el s~ñor abate
tiene razón; yo estaba en París cuando la señorita
Monime pasó, como se dice, de esta vida a la otra;

23 Alusión al pensamiento de Descartes.

113
VOL TAIRE

le rehusaron lo que la gente llama los honores de


la sepultura, es decir, el pudrirse con todos los por-
dioseros del barrio en un horrible cementerio; fue
enterrada, sólo ella de su banda, en un rincón de la
calle Bourgogae; lo que debió darle una pena ho-
rrible, porque pensaba muy noblemente. -Eso es
muy poco fino, dijo Cándido. -¿Qué queréis?, di-
jo Martín. Estas gentes así están hechas. Imagi-
naos todas las contradicciones, todas las incom-
patibilidades posibles, las veréis en el gobierno, en
los tribunales, en las iglesias, en los espectáculos
de esta rara nación. -¿Y es- verdad que en París se
ríe siempre?, dijo Cándido. -Sí, dijo el abate, pero
rabiando, porque se lamentan de todo con gran-
des carcajadas y hasta se ríen cuando hacen las ac-
ciones más detestables.
-¿.Quién es, dijo Cándido, ese cochino que me
habló tan mal de la obr'} con la que lloré tanto y de
los actores que tanto me gustaron? --Es un cualquie-
ra, respondió el abate, que gana su vida hablando
mal de todas las obras y de todos los libros. Odia a
los que triunfan tanto como los eunucos odian a los
que gozan; es una de esas sierpes de la literatura que
se nutren de fango y de veneno; es un foliculario. -¿A
qué llamáis foliculario?, dijo Cándido. --Es, dijo el
abate, un llenahojas, un Freron" .24
Así Cándido, Martín y el perigurdino conver-
1

saban en las escaleras, viendo desfilar la gente al

24 Elie Freron (1718-1776) fue célebre por sus polémicas con los
"philosophes". La palabra foliculano puede haber sido inventada por
Voltaire .

114
CANDIDO O EL OPTEv1IS}.'10

salir de la obra. "Aunque me apremia volver a ver


a la señorita Cunegunda, dijo Cándido, quisiera
comer c'on la señorita Clairon; porque me ha pare-
cido admirable."
El abate no era hombre de acercarse a la seño-
rita Clairon,2s que solamente iba en buenas corn--
pañías. "Ya está comprometida para esta noche,
dijo; pero tendré el honor de llevaros a casa de una
señora de calidad, y allá conoceréis París como si
hubieseis estado en él cuatro años."
Cándido, que por naturaleza en1 curioso, se de-
jó llevar a casa de la señora, al final del barrio St.
Honoré; estaban jugando al faraón;26 doce tristes
puntos tenían cada uno en la mano un pequeño
mazo de naipes, registro cornudo de sus infortu-·
nios. Reinaba un profundo silencio, la palidez cu-
bría la frente de los puntos, la inquietud la del ban-
quero, y la dama de la casa, sentada junto a ese
banquero implacable, miraba con ojos de lince to-
dos los "párolis", todos los " sietelevar" con que
cada jugador marcaba las esquinas de sus naipes;
ella les hacía quitar las marcas con atención severa
pero bien educada, y no se enfadaba nunca, por
miedo de perder sus clientes: la dama se hacía lla-
mar marquesa de Parolignac. Su hija, de quince

25 Mademoiselle Clairon fue la célebre intérprete de las tragedias de


Voltaire.
26 Faraón era un juego de cartas. Los puntos podían apostar a dies-
tra y siniestra . El banquero abría cartas alternadas a siniestra y diestra.
La carta mayor ganaba . El banquero retiraba sencillo pero pagaba do-
ble del otro lado. Hacer "pároli" era apostar el doble de lo apostado la
primera vez. Hacer "sietelevar", multiplicaba la a puesta por siete.

115
VOL TAIRE

años de edad, estaba entre los puntos y advertía


con un guiño las trampas de estas pobres gentes
1 1 1 1 1 1 1 1
que traraoan ae reparar 1as cruewaaes de la suerte.
El abate perigurdino, Cándido y Martín entraron;
nadie se levantó, ni los saludó, ni los miró; todos
estaban profunddmente ocupados con sus naipes.
"La señora baronesa de Thunder-ten-tronckh era
más fina", dijo Cándido.
Mientras tanto, el abate se acercó al oído de la
marquesa, quien hizo gesto de levantarse honran-·
do a Cándido con una graciosa sonrisa y a Martín
con un gesto de cabeza muy noble; hizo dar una si-
lla y un mazo de cartas a Cándido quien perdió
cincuenta mil francos en dos jugadas; después co-·
mieron alegremente y todo el mundo estaba asom-·
brado de que a Cándido no le hubiese impresiona-
do su pérdida. Los lacayos decían entre ellos, en
lenguaje de lacayos: "Debe ser algún lord inglés."
La comida fue como la mayor parte de las co-
midas de París: primero silencío, luego un ruido de
palabras que no se distinguen, después ocurrencias
casi todas insípidas, noticias falsas, malos razona-
mientos, un poco de política y mucha maledicen-
cia; hasta se habló de libros nuevos. "¿Habéis lef-·
do, dijo el abate perigurdino, la novela del señor
Gauchat,27 doctor en teología? ·-Sí, respondió un
convidado, pero no pude terminarla. Hay un mon-
tón de escritos impertinentes, pero todos juntos no
llegan a la impertinencia de Gauchat, doctor en
teología; estoy tan harto de esta inmensidad de li-

27 Gauchat, teólogo adversario de Voltaire.

rr6
CÁNDIDO O EL OPTIMISMO

bros detestables que nos inundan, que me he pues-·


to a apuntar al faraón. -Y de las Misceláneas del
1 ~
1·.... r-r-' _1 -1 _,__
-~ ~-~ .J~:-
arcnimacono l ... Lº ¿que oprna1sr, UIJU e1 aoate.
·"'10 - / - _ ....

-¡Ah, respondió madame de Parolignac, qué indi-


viduo aburrido! ¡De qué modo tan curioso dice lo
que todo el mundo ya sabe! ¡Cómo discute de pesa-·
do lo que no vale la pena ni comentar ligeramente!
¡Cómo se apropia sin gracia de la gracia ajena!
¡Cómo estropea lo que plagia! ¡Cómo me asquea!
Pero no me asqueará más: me basta con haber leí-·
do algunas páginas del archidiácono."
Había en la mesa un hombre culto y de buen
gusto que apoyó lo que decía la marquesa. Luego,
hablaron de tragedias;29 la dama preguntó por qué
algunas tragedias que algunas veces se representa-
ban no se podían leer. El hombre de buen gusto ex-
plicó muy bien cómo una obra podía tener algún
interés y no tener casi ningún mérito; probó en po-
cas palabras que no era bastante poner una o dos
de esas situaciones que se encuentran en todas las
novelas, y que seducen siempre a los espectadores,
sino que lo que hace falta es ser nuevo sin ser ex-
travagante, a menudo sublime y siempre natural;
conocer el corazón humano y hacerlo hablar; ser
un gran poeta sin que ningún personaje de la obra
parezca poeta; saber perfectamente su lengua, ha-
blarla con pureza, con constante armonía, sin que
jamás la rima robe nada al sentido. "El que no ob-·
serve, añadió, todas estas reglas, puede hacer una

28 T. .., otro adversario; era el abate Trublet.


29 Respuesta de Voltaire a los críticos de sus tragedias.

II7
\'OLTAIRE

o dos tragedias aplaudidas en el teatro, pero nun-


ca estará en el rango de los grandes escritores; hay
muy pocas tragedias buenas; unas son idilios en
diálogos bien rimados y escritos; otras son razo-·
'· namientos políticos que dan sueño, o exageracio-·
nes que repelen; otras, sueños de energúmenos, en
estilo bárbaro, afirmaciones interrumpidas, lar-·
gos apóstrofes a ios dioses, porque no se sabe ha-
blar a los hombres, máximas falsas, lugares comu-
nes ampulosos."
Cándido escuchaba estas habladurías con aten-
ción, y se formó una gran idea del que hablaba; y,
como la marquesa había cuidado de colocarlo al la-
do de ella, él se acercó a su oído, y se tomó la liber-
tad de preguntarle quién era ese hombre que habla-
ba tan bien. "Es un sabio, dijo la señora, que no
juega y que el abate me trae algunas veces a comer.
Sabe todo sobre tragedias y libros y ha escrito una
tragedia que fue silbada. y un libro del que no se ha
visto fuera de la tienda de su librero más que el
ejemplar que me dedicó a mí. --¡Qué gran hombre!,
dijo Cándido. Es otro Pangloss."
Entonces, volviéndose hacia él, le dij o: "Señor
¿pensáis sin duda que todo es para mejor en el
mundo físico y en el moral, y que no podía ser de
otra manera? -Yo, Señor, le respondió el sabio, no
pienso nada de eso: yo encuentro que todo entre
nosotros marcha mal; que nadie sabe ni cuál es su
sitio ni cuál su obligación, ni lo que hace, ni lo que
debería hacer, y que excepto la comida, que es bas-·
tante alegre y donde parece haber bastante unión,
todo el resto del tiempo se va en querellas imperti-
118
··'i~

l
::·· 1·
CÁNDIDO O El OPTIMISMO

nentes: jansenistas contra molinistas,30 gentes del


parlamento contra gentes de la iglesia, gente de le--
1 tras contra gente de letras, cortesanas contra cor-
tesanas, financi¡:ros contra el pueblo, mujeres
1
contra maridos, parientes contra parientes; es una
1
guerra eterna."
l
!
Cándido le replicó.: "He visto algo peer. Pero
1 un sabio, que tuvo luego la desgracia de ser colga-
do, me enseñó que todo es una maravilla; éstas son
las sombras de un hermoso cuadro. -Vuestro ahor-
1
cado se burlaba de nosotros, dijo Martín. Vuestras
sombras son manchas horribles. -Son los hombres
1 quienes hacen las manchas, dijo Cándido, y no
1
pueden dejar de hacerlas. -Entonces no es falta su-
1
ya", dijo Martín. La mayor parte de los jugadores,
que no entendían nada de este ]enguaje, bebían; y
Martín razonaba con el sabio, y Cándido contaba
una parte de sus aventuras a la dueña de casa.
1 Después de comer, la marquesa lleyó a Cándido
a su gabinete y le hizo sentarse en un sofá. "Y bien,
dijo ella, ¿amáis todavía apasionadamente a la se-
ñorita Cunegunda de Thunder-ten-tronckh? -Sí,
1
señora", le respondió Cándido. La marquesa le
1
contestó con una tierna sonrisa: "Me respondéis
como un joven de Vestphalia; un Francés hubiera
1
dicho: "Es verdad que amo a la señorita Cunegun-
da, pero al veros, Señora, temo ya no amarla más."
-Ay, Señora, dijo Cándido, contestaré como que-
ráis. -Vuestra pasión por ella, dijo la marquesa, ha
comenzado recogiendo su pañuelo; yo quiero que

30 Apodo de los jesuitas, del español Molina (1535-1601) .

rr9
VOL TAIRE

recojáis mi liga. -Con todo el corazón", dijo Cán-


''T
c.j

dido, recogiéndola. "Pero quiero que me la pongáis


otra vez", dijo la señora, y Cándido se la puso. 1
l
"Véis, le dijo la señora, sois extranjero, a veces ha-
1
go languidecer a mis amantes de París quínce días,
pero a vos me rindo la primera noche, porque hay
que hacer los honores del país a un joven de Vest-
l
phalia." La bella, habiendo visto en las manos del 1
joven extranjero dos enormes diamantes, los elogió l

con tan buena fe que de los dedos de Cándido pasa-


1
ron a los de la marquesa.
Cándido, al regresar con el abate perigurdino,
1
sintió algún remordimiento de haber sido infiel a ¡
la señorita Cunegunda; monseñor el abate com-
prendió su pena; no le correspondía más que una
pequeña parte de las cincuenta mil libras perdidas 1
al juego por Cándido y del valor de dos diaman-· i
tes, a medias dados, a medias arrebatados. Su idea
era aprovechar, cuanto pudiera, las ventajas que el
conocer a Cándido podían procurarle. Le habló
mucho de Cunegunda; y Cándido le dijo que pedi-
ría perdón a la bella, por su infidelidad, en cuanto
la encontrase en VeneCía.
El perigurdino redoblaba su amabilidad, sus
atenciones, y prestaba un tierno interés a todo lo
que Cándido decía, todo lo que hacía, todo lo que
,
quena.
"Entonces,' Señor~ tenéis una cita en Venecia, le
dijo. --Sí, señor abate, dijo Cándido; es indispensa-
ble que vaya a encontrarme con la señorita Cune-
gunda." Entonces, atraído por el placer de hablar
de la que,_amaba, contó, seg~n su costumbre, una
120
CÁNDIDO O EL OPTIMISMO

parte de sus aventuras con aquella ilustre Vestpha-·


liana:
"Supongo, dijo el abate, que la señorita Cune-
gunda es inteligente y que escribe cartas encanta-
dora~·.
·-No he recibido ninguna, dijo Cándido; por-
que, figuraos que habiendo sido expulsado del
castillo por amor a ella, no he podido escribirle;
que poco después me enteré de que estaba muerta,
que luego la encontré y la perdí y que le he envia-·
do un mensajero, a dos mil quinientas leguas de
aquí, de quien espero aún la respuesta."
El abate escuchaba atentamente y parecía un
poco pensativo. Se despidió de los dos extranje·-·
ros, después de abrazarlos tiernamente. Al otro
día Cándido recibió, al despertarse, una carta con-
cebida en estos términos:

Señor, mi queridísimo amante, hace ocho días


que estoy enferma en esta Ciudad; me entero de
que estáis aquí. Volaría a vuestros brazos si pudie-
ra moverme. He sabido de vuestro paso por Bur-
deos; allí he dejado al fiel Cacambo y a la vieja que
deben venir pronto. El gobernador de Buenos Ai-
res se ha quedado con todo~ pero me queda aún
I

vuestro corazón. Venid. Vuestra presencia me de-


volverá la vida o me hará morir de placer.

Esta carta encantadora, esta carta inesperada,


embriagó a Cándido con una alegría indescripti-·
ble. La enfermedad de su querida Cunegunda lo
abrumó de dolor. Dividido entre estos dos sentí-
I2I
VOLT AIRE

mientas, toma su oro y sus diamantes y se hace


conducir con Martín al hotel donde vivía la seño-
rita Cunegunda. Entra temblando de emoción, su
corazón palpita, solloza su voz; quiere abrir las
cortinas del lecho, que le traigan una lámpara.
"Cuidaos muy bien de hacer eso, le dice la donce-
lla, la mataría la luz", y rápidamente cierra las
cortinas. "j\;fi querida Cunegunda, dijo Cándido
llorando, ¿cómo estáis? Si no podéis verme, ha-·
bladme al menos. -No puede hablar", dice la don-
cella. La señora entonces saca de su lecho una ma-
no regordeta que Cándido rocía largo tiempo con
sus lágrimas, y luego llena de diamantes, dejando
además un saco lleno de oro sobre la butaca.
En medio de estos transportes llega un oficial
seguido del abate perigurdino y de una escuadra.
"¿Éstos son entonces, dice, los dos extranjeros
sospechosos?" Los hace detener inmediatamente
y ordena a sus gentes qué los arrastren a la cárcel.
"No es así como tratan a los viajeros en Eldorado,
dice Cándido. --Hoy soy más maniqueo que nun-
ca, dice Martín. -Pero, Señor, ¿dónde nos lleváis?,
dice Cándido. ---A una mazmorra", dice el oficial.
.i\1artín, recobrando su sangre fría, juzgó que
la dama, que pretendía ser Cunegunda, era una tu-
nanta, el señor abate perígurdino un tunante que
había abusado inmediatamente de la inocencia de
Cándido, y el oficial otró tunante del que podrían
fácilmente desembarazarse.
Antes que exponerse al proceso de la justicia,
Cándido, iluminado por' su consejero y además
in1paciente siempre por volver a ver a la verdade-·
122
CÁNDIDO O EL OPTíMISMO

ra Cunegunda, ofrece al oficial tres pequeños dia-


~antDs
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..l.J..J.l.J. _t..IJ..IJl.,..'-JJ.. '-A
llrlfl
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"¡Ah, Señor!, le dice el hombre del bastón de mar-


fil, así hubierais cometido todos los crímenes ima-
ginables, sois el hombre más honesto del mundo;
¡tres diamantes, cada uno de tres mil pistolas!,
¡Señor! Yo me dejaría matar por vos, en vez de lle-
varos a una celda. Ahora detienen a todos los ex-
tranjeros, pero dejadlo en mis maPos, tengo un
hermano en Dieppe, en Normandí~; allá os lleva-
ré y, si tenéis algún diamante que darle, os cuidará
tanto como yo mismo.
-¿Y por qué detienen hoy a todos los extranje-·
ros?", dice Cándido.
El abate perigurdino tomó entonces la palabra
y dijo: "Es porque un pordiosero de la tierra de
Atrebatia31 ha oído decir sandeces; solamente eso
le ha empujado a cometer un parricidio, no como
el de mayo de 1610, sino como aquél de 1594 en
el mes de diciembre, y como otros que se cometie-·
ron en otros años y en otros meses por otros por-
dioseros que habían escuchado decir sandeces."
El oficial entonces explicó de qué se trataba.
"¡Ah, los monstruos!, gritó Cándido. ¡Que haya
tales horrores en un pueblo que baila y canta! ¡Si
pudiera yo salir lo más deprisa posible de este país
donde los monos provocan a los tigres! He visto,
31 En tiempos de César; la tierra de Artois. El atentado a Luis XV, el
5 de enero de 1757, provocó la detención de extranjeros . El culpable,
Damiens, andaba desequilibrado a causa de las querellas entre jansenis-
tas y el clero . En 161 O Ravaillac atentó contra Enrique IV; en 1594 ya Jean
Chite! había atentado contra el mismo rey.

123
VOLT AIRE

osos en mi país, pero no he visto hombres más que


en Eldorado. En nombre de Dios, señor oficial,
llevadme a Venecia, donde he de esperar a la seño-
rita Cunegunda. ··-Sólo puedo llevaros a la Baja
Normandia", dice el oficial. Inmediatamente le
hace quitar los hierros, dice que se equivocó; reti-·
ra a su gente y lleva a Cándido y a Nfartín a Die-·
ppe, dejándoles en manos de su hermano. Había
en la rada un barquito holandés. El normando,
convertido mediante tres diamantes más en el más
servicial de los hombres, eµibarca a Cándido y a
su gente en el barco pronto a levar velas hacia
Portsmouth en Inglaterra. No era éste el camino
de Venecia, pero Cándido creía liberarse del in-
fierno y contaba retomar la ruta hacia Venecia en
la primera ocasión.

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]
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124
Capítulo XXIII ~

Cándido y Martín van a las costas de Inglaterra


y lo que allí ven

. "¡Ah, Pangloss, Pangloss! ¡Ah, Martín, Mar-


tín! ¡Ah, mi querida Cunegunda! ¿Qué mundo es
éste?, decía Cándido a bordo del barco holandés.
-Cosa loca y abominable, respondía Martín.
-Conocéis Inglaterra, ¿son tan locos con10 en
Francia? -Es otra clase de locura, contestó Mar-·
tín. Ya sabéis que estas dos naciones están en gue-
rra por algunos arpendes de nieve hacia el Cana-
dá, y que gastan más en esta guerra que lo que
vale el Canadá todo junto. Deciros si hay más
gentes de atar en un país que en el otro, no me lo
pernliten mis pocas luces. Solamente sé que, en
general, las gentes que vamos a ver son muy atra-
biliarias."
I-Iablando así, atracaron en Portsmouth. Una
multitud cubría la costa y miraba con atención a
un hombre grueso, de rodillas, con los ojos ven-·
dados, sobre la cubierta de uno de los barcos de
la flota; cuatro soldados, de cara al hombre, le
dispararon apaciblemente en el cráneµ tres balas
cada uno y toda la asamblea se retiró muy satis-
fecha. "¿Qué ha sido esto?, dijo Cándido. ¿Qué
demonio ejerce su imperio por todas partes?"
Preguntó quién era el hombre gord9 que ceren10-
niosamente acababan de matar. "Es un almiran-·

125
VOL TAIRE

. y /- 1
te,32 le respon d ieron. --¿ por que matan a un at-
mirante? -Según dicen, porque no ha matado a
bastante gente; libró combate a un almirante
francés y se descubrió que no se había acercado
lo bastante a él. -Pero, dijo Cándido, el almiran-
te francés estaba tan lejos del almirante inglés co-
mo éste lo estaba de aquél. -Eso es incontestable,
le replicaron, pero en este país hay que matar de
cuando en cuando a un almirante para envalen-
tonar a los otros."
Cándido estaba tan aturdido y asombrado con
lo que veía y lo que oía, que ya no quiso bajar a
tierra e hizo trato con el patrón holandés (aunque
éste le robase como el de Surinam), para que lo lle-
vara sin tardar a Venecia.
El patrón arregló todo en dos días. Costearon
Francia; pasaron a la vista de Lisboa, y Cándido se
estremeció. Entraron en ~1 estrecho y en el Medite-
rráneo y, al fin, atracaron en Venecia. "¡Dios sea
loado!, dijo Cándido, abrazando a Martín. Aquí
veré de nuevo a la bella Cunegunda. Cuento con
Cacambo como conmigo mismo. Todo está bien,
todo va bien, todo va lo mejor posible."

32 Se trata del almirante Byng, ejecutado el 14 de marzo de 1757


por su derrota en Menorca contra el francés La Galissoniere . Le faltó co-
raje. Vo!taire intercedió a su favor.

126
Capítulo XXIV
T"'- T\. ' •• 1 11 ,..-.,. .. Í]/

.ue I'aquette y ae111ermano v-irortee

En cuanto llegó a Venecia hizo buscar a Ca-


cambo por todas las tabernas, en todos los cafés,
en casa de todas las mujerzuelas, y no lo encontró.
Mandaba a esperar cada día todos 10s barcos y to-·
das las barcas: ninguna noticia de Cacambo.
"¡Cómo!, le decía a Martín, he tenido tiempo de
pasar de Surinam a Burdeos, de ir de Burdeos a Pa-
rís, de París a Dieppe, de Dieppe a Portsmouth, de
costear Portugal y España, de atravesar todo el
Mediterráneo, de pasar algunos meses en Venecia
¡y la bella Cunegunda no ha ve~ido! ¡He encon-
trado en cambio a una ramera y un abate perigur·
dino, Cunegunda sin duda está muerta, no me
queda sino morir. ¡Ah, más valía haberme queda-
do en el paraíso de Eldorado que regresar a esta
maldita Europa! ¡Qué razón teníais, mi querido
Martín! Todo no es más que ilusión y calamidad."
Y cayó en una melancolía negra y no tmnó
parte alguna en la ópera alfa moda ni en ninguna
otra diversión del carnaval; ninguna mujer le ten-·
taba ya. Martín le dijo: "Sois verdaderamente '
muy simple si creéis que un criado n1estizo, que
tiene en el bolsillo cinco o seis millones, va a ir a
buscar a vuestra amante al fin del mundo para
traérosla a Venecia. Se quedará con ella, si la en-

127
VOL TAIRE

cuentra. Si no la encuentra, cogerá otra. Mi canse-· D


jo es que olvidéis a vuestro criado Cacambo y a
vuestra amante Cunegunda. '' Martín no era un n
buen consuelo. La melancolía de Cándido aumen-· "
tó y lvlartín no cesaba de demostrarle que había t(
poca virtud y poca felicidad sobre la tierra, excep- D
to quizás en Eldorado, donde nadie podía ir. p
Disputando sobre materia tan importante y es- p
perando a Cunegunda, Cándido vio en la plaza de p
San Marcos, a un joven teatino33 que llevaba del n
brazo a una muchacha. El teatino parecía fresco, b
gordo, vigoroso; sus ojos eran brillantes, su aire b
seguro, su rostro altivo, su andar valiente. La mu·- s
chacha era muy bonita y cantaba; miraba amoro- g
samente al tea tino y de cuando en cuando le pelliz-· n
caba sus gruesas mejillas. "Al menos admitiréis, q
dijo Cándido a Martín, que esta gente es feliz. e
f-Iasta ahora no había encontrado i:n toda la tierra e
habitable, a excepción de Eldorado, más que in- 1::
fortunados; pero apuesto que esta muchacha y es- f
te teatino son criaturas muy felices. -Yo apuesto e
que no, dijo Martín. -·No hay más que invitarlos a a
comer, dijo Cándido, y veremos si me equivoco." e
Inmediatamente se acerca a ellos, les saluda y e
les invita a venir a su hostería a comer macarro-
nes, perdices de Lombardía, huevas de esturión y g
a beber vino de }vfontepulciano, Lacryma·-christi, }
de Chipre y de Samas. La señorita enrojeció, el f
teatino aceptó la partida, y la muchacha les siguió, r
e
33 Los teatinos eran una congregación regular fundada en Roma en r
el siglo XVL
I
r28
CANDIDO O EL OPTIMISMO

mirando a Cánd~do 'con ojos de confusión y de


sorpr~sa, oscurec~dos por algunas lágrimas. Ape-·
nas entraron en el cuarto de Cándido, ella le dijo:
"¡Ay, .señor Cándido, no reconocéis ya a Paquet-
tel" A estas palabras, Cándido, que hasta ese mo-
mento no se había fijado en ella, porque no se ocu-
paba más que de Cunegunda, le dijo: "¡Ay, mi
pobr~ niña! ¿Sois vos quien ha puesto al doctor
Pangloss en el estado que lo he visto? -¡Ah, Se-
ñor!, soy yo misma, dice Paquette; veo que ya sa-
béis todo. He sabido de todas las desgracias horri-
bles que sucedieron a todos los de la casa de la
señora baronesa y a la bella Cunegunda. Os juro
que mi destino no ha sido menos triste. Yo era
muy inocente, cuando me visteis. Un franciscano
que era mi confesor n1e sedujo fácilmente. Las
consecuencias fueron horribles; me obligaron a
dejar el castillo un poco más tarde, después que el
barón os echó dándoos patadas en el trasero. Si un
famoso médico no hubiese tenido piedad de mí,
estaría muerta. Fui, durante algún tiempo, por
agradecimiento, la an1ante del médico. Su mujer~
que era celosa a rabiar, todos los días me pegaba
despiadadamente; era una furia. Este médico era
el más feo de los hombres y yo la criatura más des-
graciada, apaleada diariamente a causa de un
hombre a quien no amaba. Vos sabéis, Señor, lo
peligroso que es para una mujer rabiosa' el ser la
mujer de un médico. Un día, cansado del proceder
de su esposa, para curarla de un resfrío~ le sumi-
nistró una 1Iledicina tan eficaz que dos horas des-
pués murió en medio de convulsiones horribles.

129
VOLT AIRE

Los parientes de la mujer intentaron un proceso


criminal; él se escapó y a mí me metieron en la cár-
cel. lvíi inocencia no me habría salvado si no hu-
biese sido bonita. El juez me liberó a condición de
suceder él al médico. Pronto fui suplantada por
una rival, echada sin ninguna recompensa y obli-
gada a continuar este oficio abominable que tan
agradable os parece a los hombres y que para no-
sotras sólo es un abismo de miserias. Vine a Vene-
cia a ejercer mi profesión. ¡Ah, Señor!, si pudieseis
imaginar lo que es estar obligada a acariciar indi-
ferentemente a un viejo comerciante, un abogado,
un monje, un gondolero, un abate; estar expuesta
a todos los insultos, a todas las afrentas; tener a
veces que pedir prestada una falda para ir a que te
la quite un hombre asqueroso; que uno te robe lo
que has ganado con otro; tener que pagar a los ofi-·
dales de justicia y no tener más perspectiva que
una vejez horrible, un h~ospital, un estercolero, sa-
caríais en consecuencia que soy una de las criatu-
ras más desgraciadas del mundo."
Paquette abría así su corazón al buen Cándi-·
do, en un gabinete, en presencia de Martín, quien
decía a Cándido: "Ya véis que he ganado la mitad
de la a puesta."
El hermano Giroflée se había quedado en el
comedor y bebía un trago esperando la comida.
"Pero, dijo Cándido a Paquette, teníais un aire tan
alegre, tan feliz cuando os encontré; cantábais,
acariciábais tan naturalmente al teatino que me
parecíais tan feliz como ahora pretendéis ser in-
fortunada. -·¡Ah, Señor!, dijo Paquette, ésa es otra

13º
C.Á.NDIDO O EL OPTIMISMO

de las miserias del oficio. Ayer me ha robado y


apaleado u:q_ oficial, y hoy tengo que tener buen
humor para complacer a un fraile."
Cándido.,no quiso oír más; admitió que Martín
tenía razón. Se sentaron a la mesa con Paquette y el
teatino; la comida fue bastante alegre y hacia el fi-
nal empezaron a hablar con cierta confianza. "Pa-
dre, dijo Cáµdido al fraile, me parece que gozáis de
un destino que todo el mundo debiera envidiar; la
flor de la salud brilla en vuestro rostro y vuestra fi-
sonomía anuncia la felicidad; tenéis una muchacha
hern1osa para vuestro recreo y parecéis contento de
ser teatino.
-Os aseguro, Señor, dijo el hermano Giroflée,
que ya quisiera yo que todos los teatinos estuviesen
en el fondo del mar. He estado tentado cien veces
de dar fuego al convento y de hacerme Turco. Mis
padres me obligaron a la edad de quince años a en-
dosar este hábito detestable, para dejar más dinero
a mi maldito hermano mayor~ que Dios confunda.
La envidia, la discordia, la rabia, viven en los con-
ventos. Es verdad que he predicado unos sermones
que 1ne han valido un poco de dinero, del cual el
prior me roba la mitad. El resto me sirve para man-
tener a las muchachas; pero cuando por la noche
entro en el monasterio, me rompería la cabeza con-
tra los muros del dormitorio; y todos mis compañe-
ros están en el mismo caso."
Martín se volvió hacia Cándido con su sangre
fría de siempre: '(¡Y bien! ¿No he ganado toda en-
tera la a puesta?" Cándido dio dos mil piastras a
Paquette y mil piastras al padre Giroflée. "Os ase-
VOLTA!RE

guro, dijo, que con esto serán felices. --Yo no lo creo


para nada, dijo lviartín; tal vez con ese dinero les
haréis aún mucho más desgraciados. -Sucederá lo
que suceda, dijo Cándido, pero una cosa me con-
suela, el ver que a veces se vuelve a encontrar gente
que uno no creía volver a encontrar. Pudiera ser que,
habiendo encontrado mi cordero rojo y a Paquette,
encuentre también a Cunegunda. -Deseo, dijo
Martín, que un día ella haga vuestra felicidad; pero
lo dudo mucho. -Sois muy duro, dijo Cándido. -Es
que he vivido mucho, dijo Martín.
-Pero mirad a esos gondoleros, dijo Cándido.
¿No cantan sin cesar? -Pero no los véis en su casa,
con sus mujeres y su chiquillos, dijo Martín. El do-
go tiene sus penas, y los gondoleros las suyas. Es
verdad que, teniendo que elegir, es preferible la
suerte del gondolero a la del dogo; pero la diferen-
cia es tan pequeña que no vale la pena examinarla.
-Se habla, dijo Cánélido, del senador Pococu ··
rante que vive en ese hermoso palacio sobre el
-Brenta y que recibe bastante bien a los extranje-
ros. Se dice que es un hombre que nunca ha tenido
tristezas. -·Me gustaría ver una especie tan rara",
dijo Martín. Cándido hizo inmediatamente pedir
al señor Pococurante permiso para ir a verle al día
siguiente.
Capítulo XXV
Visita al señor Pococurante, noble veneciano

Cándido y Martín fueron en góndola por el


Brenta y llegaron al palacio del noble Pococurante.
Los jardines estaban muy bien arreglados y ador-
nados con bellas estatuas de mármol; el palacio era
una bella obra arquitectónica. El dueño, hombre de
sesenta años, muy rico, recibió muy amablemente a
los dos curiosos, pero fue poco solícito, lo que des-
concertó a Cándido y no disgustó a Martín.
Primeramente, dos bonitas muchachas muy
bien cmnpuestas, sirvieron el chocolate que ha-·
bían hecho muy espumoso. Cándido no pudo
evitar alabarlas por su belleza, su gracia y sus ha-
bili<lades. "Son unas criaturas bastante buenas,

díf o el senador Pococurante; algunas veces las
hago acostarse en mi cama, porque ya estoy can -
sado de las señoras de la ciudad, de sus coquete-
rías, de sus envidias, de sus querellas, de sus hu-
mores, de sus pequeñeces, de su orgullo, de sus
tonterías, y de los sonetos que hay que hacer o
mandar hacer para ellas; pero al fin también estas
. ,;
mueh é,lCh as empiezan a cansarme.
Cándido, después del almuerzo, paseándose
por una larga galería, se sorprendió de la belleza de
los cuadros. Preguntó de qué maestro eran los dos
primeros. "Son de Rafael, dijo el senador; los com-

133
VOLT AIRE

pré muy caros por vanidad hace algunos años; se


dice que son los más bellos que hay en Italia, pero a
mí no me gustan nada: el color está muy oscureci-
do; las figuras no son bastante redondas y no se
destacan bastante; las colgaduras no se parecen na-
da a una tela; en una palabra, digan lo que digan,
yo no encuentro en esto la imitación verdadera de
la naturaleza. Sólo me gustaría un cuadro en el que
yo creyese ver la naturaleza misma; no hay ningu-
no de esa clase. Tengo muchos cuadros, pero ya no
los miro más."
Mientras esperaban la comida, Pococurante se
hizo dar un concierto. Cándido encontró la músi--
ca deliciosa. "Este ruido, dijo Pococurante, puede
divertir media hora; si dura más, cansa a todo el
mundo aunque nadie se atreva a decirlo. La músi-
ca de hoy no es ya más que el arte de ejecutar co-
sas difíciles, y lo que no es más que difícil a la lar-
ga deja de gustar. ·
"Tal vez me gustaría más la ópera, si no hubie-
sen encontrado el secreto de hacer de ella un
monstruo que me asquea. Que vaya quien quiera
a ver esas malas tragedias con música en que las
escenas están concebidas sólo para llegar, sin venir
al caso, a dos o tres canciones ridículas que hacen
valer la garganta de una actriz. Que se desmaye de
placer quien quiera o quien pueda, viendo a un
castrado canturr'.ear el papel de César o de Catón
y pasearse empachado por las tablas; por mí hace
ya tiempo que he renunciado a' esa pobreza que
hoy hace la gloria de Italia y que sus soberanos pa-
gan tan cara." Cándido disputó todavía un poco,

134
CÁNDIDO OH OPTIM!Sl\!O

pero con discreción. Martín fue totalmente del pa-


recer del senador.
Se sentaron a la mesa y, después de una comi-
da excelente, entraron en la biblioteca. Cándido,
vien'do un Homero magníficamente encuaderna-
do, alabó el buen gusto de su ilustrísima. "He aquí
un libro, dijo, que hacía las delicias del gran Pan-
gloss, el mejor filósofo de Alemania." -Pues no
hace las mías, dijo fríamente Pococurante; me hi-
cieron creer una vez que sentía placer al leerlo; pe-·
ro esta repetición constante de combates que to-
dos se parecen, de esos dioses que actúan siempre
para no hacer nada decisivo, esta Helena, que es el
motivo de la guerra y que es apenas una actriz de
la obra; esa Troya asediada y que no llegan a to-
mar, todo me causaba un aburrimiento mortal.
Algunas veces he preguntado a algunos sabios si
se aburrían con esta lectura tanto como yo. Todas
las gentes sinceras me han confesado que el libro
se les caía de las manos, pero que había que tener-
lo siempre en la biblioteca, como un monumento
de la antigüedad y como esas medallas herrum-
brosas que ya no son comerciables.
--¿Vuestra Excelencia no pensará así de Virgi-
lio,?, dijo Cándido. -Admito, dijo Pococurante,
que el segundo, el cuarto y el sexto libros de su
Eneida son excelentes, pero su piadoso Eneas y el
fuerte Cloanto y el amigo Acates y el pequeño As-
canio y el imbécil rey Latino y la burguesa Amata
y la insípida Lavinia, no creo que pueda haber na-
da más frío ni más desagradable. Me gusta más el
Tasso y los aburridísimos cuentos del Ariosto.

I.3 5
VOLT AIRE

·-·fv1e atrevería a preguntaros, Señor, dijo Cándi-


do, ¿no habéis experimentado un gran placer le-
yendo a Horacio? --Tiene máximas, dijo Pococu-
rante, de las que un hombre de mundo puede
aprovecharse y que, estando unidas en versos
enérgicos, se graban más fácilmente en la memo-
ria. Pero me importa muy poco su viaje a Brindi-
si y su descripción de una mala comida y de la riña
de rufianes entre un tal Pupilo, cuyas palabras, se-
gún dice, estaban llenas de pus, y otro cuyas pala-
bras eran de vinagre. No he leído sino asqueado sus
versos groseros contra las viejas y las hechiceras; y
no veo el mérito que tiene el decir a su amigo Me-
cenas que, si lo ponen en el rango de los poetas líri-
cos, tocará los astros con su frente sublime. Los
tontos admiran todo en un autor estimado. Yo sóc
lo leo para mí; no me gusta más que lo hecho para
mi uso. Cándido, a quien habían enseñado a no
juzgar nada por sí mismo: estaba muy asombrado
con lo que oía, y Martín encontraba la manera de
pensar de Pococurante bastante razonable.
"¡Oh, he aquí un Cicerón!, dijo Cándido. Su-
pongo que a este gran hombre nunca os cansaréis de
leerlo . .,...No lo leo nunca, respondió el Veneciano.
¿Qué me importa a mí que haya alegado en favor de
Rabirio o de Cluencio? Tengo ya muchos procesos
que juzgar; me hubieran gustado más sus obras filo-
sóficas; pero cuando he visto que dudaba de todo,
saqué en conclusión que yo sabía tanto como él y
que no necesitaba a nadie para ser un ignorante.
-·¡Ah, he aquí ochenta volúmenes de recopila-
ciones de una academia de ciencias!, gritó Martín;
CÁNDIDO O EL OPTIMISMO

puede que haya algo bueno. -Habría segura1nen-


te, dijo Pococurante, si al menos uno de los auto-
res de ese fárrago hubiese inventado ei arte de ha-
cer alfileres; pero en todos estos libros no hay más
que vanos sistemas y ninguna cosa útil.
-¡Cuántas obras de teatro veo aquí!, dijo Cán-
did0; ¡en italiano, en español, en francés! -Sí, dijo
el senador; hay tres mil y ni tres docenas son bue-·
nas. En cuanto a esta colección de sermones, que
todos juntos no valen una página de Séneca, y a
todos esos gruesos volúmenes de teología, ya com-·
prenderéis que no los abro nunca, ni yo ni nadie."
Martín descubrió estanterías cargadas de li-
bros ingleses. "Imagino, dijo, que a un republica-
no deben gustarle la mayor parte de estos libros
escritos tan libremente. -Sí, respondió Pococuran-
te; es hermoso escribir lo que se piensa, es un pri-
vilegio del hombre. En toda nuestra Italia se escri-
be nada más que lo que no se piensa. Los que
viven en la patria de los Césares y de los Antoni-·
nos no se atreven a tener una idea sin el permiso de
un jacobino. Estaría contento con la libertad que
inspira a los genios ingleses si la pasión y el espíri-
tu de partido no corrompiesen todo lo que esta
preciosa libertad tiene de estimable."
Cándido, encontrando un Milton, le preguntó
si no consideraba a ese autor como a un gran hom-
bre. "¿Quién?, dijo Pococurant'e, ¿ese bárbaro que
hizo un largo comentario del primer capítulo del
Génesis en diez libros de versos duros como la pie-
dra? ¿Ese grosero imitador de los Griegos que des-
figura la creación y que, mientras Moisés represen-

I .3 7
VOLT AIRE

ta el Ser Eterno creando el mundo con la palabra,


hace .tomar al Mesías un gran compás en un arma·
rio del cielo para trazar su obra? ¿Yo, estimar a
aquél. que ha estropeado el infierno y el diablo del
Tasso; que unas veces disfraza a Lucifer de sapo y
otras de pigmeo; que le hace rehacer cien veces los
mismos discursos; que le hace disputar sobre teolo-
gía; que, imitando seriamente la cómica invención
de las armas de fuego del Ariosto, hace que en el
cielo los diablos disparen el cañón? Ni a mí, ni a na-
die en Italia pudieron gustar estas tristes extrava-·
gancias. El matrimonio del petado y de la muerte y
las culebras que el pecado pare, hacen vomitar a to-
do hombre que tenga el gusto un poco delicado, y
su larga descripción de un hospital no es buena más
que para un enterrador. Ese poema oscuro, extraño
y asqueroso~ fue despreciado desde su nacimiento y
yo lo trato hoy como fue tratado en su patria por
sus contemporáneos. Además, yo digo lo que píen-·
so y me preocupa poco que los otros piensen como
yo." Cándido estaba dolorido por estas palabras;
respetaba a Homero y amaba un poco a Milton.
"¡Ay!, dijo por lo bajo a Martín, mucho me temo
que este hombre tenga un soberano desprecio por
nuestros poetas alemanes ......]'Jo importaría mucho
esto, dijo Martín. -¡Oh, qué hombre superior!, de-
cía aún Cándido entre dientes. ¡qué gran genio es
este Pococurc;mte! ¡Nada le gusta!" '
Después de haber pasado así revista a todos
los libros, bajaron al jardín. Cándido alabó todas
las bellezas. "No conozco nada de peor gusto, di-·
jo el dueño: no hemos plantado aquí más que pe-
CANDIDO O EL OPTJMISMO

rifollos; pero mañana mandaré hacer otro de un


dibujo más noble."
Cuando los dos curiosos se despidieron de Su
Excelencia: "Y bien, dijo Cándido a l\1artín, con-
vendréis conmigo en que éste es el más feliz de los
hombres, ya que está por encima de todo lo que
posee. -¿No habéis visto, dijo 11artín, que está
harto de todo lo que posee? Platón ha dicho, hace
ya mucho tiempo, que los mejores estómagos no
son los que rechazan todos los alimentos. -·Pero,
dijo Cándido, ¿no hay placer en crÍticar todo, en
ver sólo defectos donde los otros hombres creen
ver bellezas? -¿Es decir, replicó lv1artín, que puede
haber placer en no tener placer? -¡Pues bien!, dijo
Cándido, el único feliz soy yo cuando vuelva a ver
a la señorita Cunegunda. -Es siempre bueno espe-
rar", dijo lvlartín.
Sin embargo, los días, las semanas pasaban; y
Cacarnbo no volvía y Cándido estaba tan sumido
en su dolor que ni comentó que Paquette y el pa-
dre Giroflée no habían venido ni siquiera a darle
las gracias.

139
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Capítulo XVI
De la comida que hicieron Cándido y Martín
con seis extranjeros y quiénes eran

Una noche que Cándido, seguido de Martín,


fue a sentarse a la mesa con los extranjeros que se
alojaban en el mismo albergue, un hombre de
rostro color de hollín se le acercó por 'detrás y to-·
mándole por el brazo le Jijo: ''"Preparaos pronto
a venir con nosotros, no faltéis." Se vuelve y ve a
Cacambo. Solamente el rostro de Cunegunda po-·
día asombrarlo y cornplacerle n1ás. Estuvo a pun-
to de volverse loco de placer. Abrazó a su querido
amigo. "Está aquí Cunegw1da sin duda, ¿dónde
está? Llévame a ella, que muera de alegría con
ella. ·-·Cunegunda no está aquí, dijo Cacambo, es·-·
tá en Constantinopla. -¡Ay, cielos! ¡En Constan-·
tinopla!, pero, aunque estuviera en China, vuelo
a su encuentro, partarnos. -·Partiremos después
de comer, respondió Cacambo, no puedo deciros
más; soy esclavo, mi dueño me aguarda; tengo
que Ír'a servirle la mesa; no habléis; cenad y estad
preparado."
Cándido, entre la alegría y el dolor~ feliz de ha-
ber vuelto a ver a su fiel agente, asombrado de ver-·
lo esclavo, lleno de ilusión ante la idea de encontrar
a su amante, con el corazón agitado, el espíritu
trastornado, se sentó a la mesa con Martín, que mi-
raba con sangre fría estas aventuras, y junto a seis
VOLT AIRE

extranjeros que habían venido a pasar el carnaval


en Venecia.
Cacambo, que servía de beber a uno de los
extranjeros, se acercó al oído de su amo, hacia el
final de la comida, y le dijo: "Señor~ Vuestra Ma-·
jestad partirá cuando guste, el barco está pron-
to." Habíendo dicho estas palabras, salió. Los
convidados, asombrados, se miraban sin pro-·
nunciar una sola palabra, cuando otro criado
acercándose a su amo, le dijo: "Señor, la silla de
Vuestra Majestad está en Padua y la barca está
pronta." El amo le hizo un gesto y el criado par-
tió. Todos los convidados volvieron a mirarse y la
sorpresa común redobló. Un tercer criado, acer-
cándose a un tercer extranjero, le dijo: "Señor,
creedme, Vuestra Majestad no puede permanecer
aquí más tien1po, voy a prepararlo todo"; y desa-·
.
~

parec10. #

Cándido y 11art:ín no dudaron entonces de


que aquello fuese u!)a mascarada de carnaval. Un
cuarto criado dijo a un cuarto amo: "Su N1ajestad
partirá cuando quiera." Y salió como los otros. El
quinto criado dijo lo mismo al quinto amo. Pero el
sexto habló de otro modo al sexto extranjero, que
estaba al lado de Cándido. Le dijo: "Señor, no
quieren dar ya crédito a Vuestra 1v1ajestad ni a mí
tampoco, esta noche podríamos estar encerrados
vos y ym Me voy a mis negocios. Adiós."
Habiendo desaparecido todos los servidores,
quedaron los seis extranjeros, Cándido y Martín,
en un profundo silencio. Al fin, Cándido lo rom-
pió: "Señores, dijo, ésta es una extraña broma:
CANDIDO O EL OPTIMISMO

¿por qué sois todos reyes? Por mi parte, os confie-


so que ni yo ni Martín lo somos."
El amo de Cacambo tomó entonces gravemen-
te la palabra y dijo en italia,no: "No soy bromista:
me llamo Achmet: III.3 4 Durante varios años he si-·
do gran sultán; destroné a mi hermano; mi sobri-
no n1e destronó a mí; cortaron el cuello a mis visi-·
res; termino rrii vida en. el viejo serrallo; mi
sobrino el gran sultán Mahmud me permite a ve-
ces viajar por mi salud y he venido a pasar el car-
naval en Venecia."
Un hombre joven que estaba junto a Achmet
habló luego y dijo: "Yo me llamo Iván;3s he sido
emperador de todas las Rusias; me destronaron en
la cuna; encerraron a mi padre y a mi madre; me
educaron en la prisión; tengo algunas veces permi·-
so para viajar~ acompañado con los que me guar-
dan, y he venido a pasar el carnaval en Venecia."
El tercero dijo: "Yo soy Carlos Eduardo,36 rey
de Inglaterra; mi padre me ha cedido sus derechos
al trono; he combatido para sostenerlos; arranca-
ron el corazón a ochocientos de mis partidarios y
con él los abofetearon. He estado en la cárcel; voy
a Roma para hacer una visita al rey mi padre, des-
tronado como yo y mi abuelo, y he venido a pasar
el carnaval en Venecia."

34 Achmet lII fue depuesto en 17 30 y murió en 1736


35 El zar lván VI fue derrocado por Isabel, exiliado, apresado y ase-·
sinado en 1764 .
36 Carlos Eduardo, pretendiente al trono, arrestado y expulsado de
Francia por orden de Luis XV en 1748.

143
VOLTAJRE

El cuarto tomó entonces la palabra y dijo: "Yo r:


soy el rey de los Polacos;J7 la suerte de la guerra. V
me ha privado de mis Estados hereditarios; mi pa·-
dre ha sufrido las mismas derrotas; yo me inclino u
ante la Providencia como el sultán Achmet, el em- a
perador Iván, el rey Carlos Eduardo, a quien Dios y
dé larga vida, y he venido a pasar el car na val en n
Venecia." t~
El quinto3s dijo: "También yo soy rey de los d
Polacos; he perdido mi reino dos veces, pero la
Providencia me ha dado otro Estado, en el cual he
hecho más bien que el que todos los reyes de los q
Sármatas juntos hicieron nunca en las orillas del t;
Vístula; yo también me resigno ante la Providen- \
cia y he venido a pasar el carnaval en Venecia." 11
Faltaba que hablase el sexto monarca: "Seño- q
res, dijo, yo no soy tan gran señor como vosotros,
pero, en fin, yo fui rey como cualquier otro. Yo
soy Teodoro;39 me han elegido rey de Córcega; me
llamaban Vuestra lv1_ajestad y ahora casi ni mella-
man Señor. Yo, que hice acuñar moneda, no tengo
hoy ni un céntimo; yo, que tuve dos secretarios de
Estado, tengo hoy apenas un criado; me vi senta-
do en un trono y luego estuve largo tiempo en
Londres prisionero, sobre la paja. Mucho me te-·
mo ser tratado igualmente aquí, aunque haya ve-

37 Augusto III, expulsa do por Federico II en 175 6.


38 Stanislas Leczinski perdió Polonia en 173 3 y obtuvo en cambio
Lorena .
39 Teodoro de Neuhoff, aventurero alemán, rey de Córcega por
unos meses en 1736, encarcelado luego en Londres por deudas.

144
CÁNDIDO O EL OPTIMISMO

nido como Vuestras majestades a pasar el carna··


val en Veneci<L ".
Los cinco reyes escucharon estas palabras con
una noble comp{ilsión. Cada uno dio veinte cequíes
al rey Teodoro para que pudiese comprar vestidos
y camisas. Cándido le obsequió un diamante de dos
mil cequíes. "¿Quién es, decían los cinco reyes, es-
te particular que puede dar cien veces más que ca-
da uno de nosotros, y que lo da?"
En el instante en que salían de la mesa, llega-
ron a la misma hostería cuatro altezas serenísimas
que también habían perdido por la guerra sus Es-·
tados y que venían a pasar el resto del carnaval en
Venecia. Pero Cándido ni se ocupó de estos recién
llegados. Estaba sólo ocupado en ir a buscar a su
querida Cunegunda a Constantinopla.

145
Capítulo XXVII
Viaje de CándÍdo a Constantinopla

El fiel Cacambo ya había obtenido del capitán


turco que iba a conducir de nuevo a Constantino-
pla al sultán Achmet, que recibiera a CándiJo y a
Martín a bordo. El uno y el otro se presentaron
después de haberse prosternado ante Su miserable
Alteza. Cándido, mientras caminaban, decía a
Martín: "He aquí seis reyes destronados, con qliie-
nes hemos comido, y entre esos seis reyes hay uno a
quien yo he dado limosna. Fuede que haya otros
príncipes más infortunados. Yo no he perdido más
que cien corderos y vuelvo a los brazos de Cune-
gunda. Mi querido Martín, una vez más, Pangloss
tenía razón: todo está bien. --Así yo lo deseo, dijo
Martín. -·Pero, dijo Cándido, ¡qué inverosímil
aventura hemos tenido en Venecia! Nunca se había
visto ni oído jamás contar que seis reyes destrona-
dos comiesen juntos en una taberna. --Eso no es
más extraordinarío, dijo Martín, que la mayor par-
te de las cosas que nos han sucedido. Es cosa co-
mún que los reyes sean destronados. Y en cuanto al
honor que hemos tenido de comer con ellos, es una
bagatela que no merece nuestra atención."
Apenas subió Cándido al barco, saltó al cuello
de su antiguo criado, de su amigo Cacambo. "Y
bien, le dijo, ¿qué hace Cunegunda? ¿Es siempre

I47
VOLTAIRE

un prodigio de belleza? ¿Todavía me ama? ¿Cómo


está? Tú, sin duda, ¿le has comprado un palacio
en Constantinopia?
---lvli querido amo, respondió Cacambo: Cone-
gunda lava platos en la margen de la Propóntide, en
casa de un príncipe que tiene pocos platos: es escla-
va un ex soberano llamado Ragotski 4 º a quien el
Gran Turco da tres escudos diarios por asilo; pero
no es esto lo más triste; es que ha perdido su belle-
za y se ha puesto horrible. ---·¡Ah! hermosa o fea, di-
jo Cándido, soy hombre honesto y mi deber es
amarla siempre. Pero ¿cómo ha podido verse redu-·
cicla a un estado tan abyecto con los cinco o seis mi-
llones que tú le habías llevado? -Sí, dijo Cacambo,
pero ¿acaso no tuve que dar dos millones al señor
don Fernando de Ibaraa, y Figueora, y Mascarenes,
y Lampourdos, y Souza, gobernador de Buenos Ai-
res, para tener el permiso de recuperar a la señorita
Cunegunda? ¿Y un pirata <!caso no nos ha despoja-
do heroicamente de todo el resto? ¿Y ese mismo pi-
rata no nos ha llevado al cabo de Matapán, a Mi-
los, a Nicaria, a Samos, a Petra, a los Dardanelos, a
Mármara, a Scutari? Cunegunda y la vieja sirven
en casa de ese príncipe del que os he hablado, pero
yo soy esclavo del sultán destronado.-· ¡Qué horri-
bles calamidades encadenadas las unas con las
otras!, dijo Cándido. Pero, después de todo, aún
tengo algunos diamantes y libertaré fácilmente a
Cunegunda. Lástima que se haya vuelto tan fea."

40 Príncipe húngaro apoyado por Luis XV contra los austríacos.


luego, internado en Turquía .
CANDIDO OH OPTIMISMO

Después Volviéndose hacia Martín: "¿Qué pen-


sáis, dijo; quién es más de compadecer, el empera-
dor Achmet, el emperador Iván, el rey Carlos
Eduardo o yo? -No sé nada, dijo Martín; tendría
que estar' en vuestros corazones para saberlo.
-¡Ah!, dijo Cándido, si Pangloss estuviese aquí lo
sabría y nos lo diría. -Yo no sé, dijo Martín, con
qué balanzas vuestro Pangloss habría podido pe-
sar los infortunios de los hombres y apreciar sus
dolores. Todo lo que yo presume es que hay millo-
nes de hombres sobre la tierra cien. veces más dig-·
nos de compasión que el rey Carlos Eduardo, el
emperador Iván y el sultán Achmet. -Eso podría
muy bien ser así", dijo Cándido.
En pocos días llegaron al canal del 1Y1ar Negro.
Cándido empezó por rescatar muy caro a Cacam -
bo, y sin perder tiempo se arrojó sobre una galera,
con sus compañeros, para ir a las costas de la Pro-
póntide a buscar a Cunegunda, por muy fea que
estuviese.
Allí había, entre la chusma, dos forzados que
remaban muy mal y a quienes el cómitre levantino
aplicaba de cuando en cuando algunos vergajazos
sobre los hombros desnudos. Cándido, por un mo-
vimiento natural, los miró más atentamente que a
los otros encarcelados y se acercó piadosamente a
ellos. Algunos rasgos de sus rostros desfigurados le
parecieron tener cierto parecido con Pangloss y con
el desgraciado jesbita, ese barón, ese hermano de la
señorita Cunegunda. Esta idea le emocionó y en -
tristeció. Los miró con más atención todavía. "La
verdad, dijo a Cacambo, si yo no hubiese visto col-

149
VOLTA!RE

gar al maestro Pangloss, si no hubiese tenido la des-


gracia de matar al barón, creería que son ellos los
que reman en esta galera."
Al oír el nombre del barón y de Pangloss, lós dos
forzados lanzaron un gran grito, se detuvieron en su
banco y dejaron caer los remos. El cómitre levantino
corrió hacia ellos y redobló los vergajazos. "¡Dete-
neos, deteneos, Señor!, gritó Cándido. Yo os daré to-
da la plata que queráis. -¿Qué? ¡Es Cándido!, decía
uno de los forzados. -¿Qué? ¡Es Cándido!, decía el
otro. -¿Es un sueño?, dice Cándido. ¿Estoy despier-
to? ¿Estoy en la galera? ¿Es éste el señor barón que
yo he matado? ¿Es aquél el maestro Pangloss que vi
colgar?
-Somos nosotros mismos, nosotros mismos,
contestaron. -¿Qué? ¿Es ése el gran filósofo?, de-
cía Martín. --¡Eh! señor cómitre, dijo Cándido,
¿cuánto dinero queréis como rescate por el señor
de Thunder-ten-tronckh, uño de los primeros ba-
rones del Imperio, y por el señor Pangloss, el más
profundo metafísico de Alemania? --Perro cristia-
no, le contestó el cómitre levantino, puesto que es-
tos dos perros de forzados cristianos son barones
y metafísicos, lo que es sin duda una gran digni-
dad en su país, me darás cincuenta mil cequíes.
·-Los tendréis, Señor; volveos y llevadme como
un rayo a Constantinopla y seréis pagado inme-
diatamente. Pero no, lleva'dme donde la señorita
Cunegunda." El cómitre levantino, ante la prime-·
ra oferta de Cándido, ya había vuelto proa hacia
la ciudad y hacía remar más rápidamente que los
pájaros hienden los aires.
CÁNDIDO O EL OPTIMISMO

Cándido abrazó cien veces al barón y a Pan-


gloss: "¿Y cómo: no os he matado, mi querido ba-
rón? Y mi querido Pangloss, ¿cómo estáis con vi-
da después de haber sido ahorcado? ¿Y por qué
estáis los dos en las galeras turcas? ·-¿Es verdad
que mi hermana querida está en este país?, decía el
barón. --Sí, respondía Cacambo. -Así es que vuel-
vo a ver a mi .querido Cándido", gritaba Pangloss.
Cándido les presentaba a Martín y a Cacambo, se
abrazaban todos, hablaban todos a la vez. La ga-
lera volaba, estaban ya en el puerfo. Hicieron ve-·
nir a un judío a quien Cándido vendió por cin-
cuenta mil cequíes un diamante del valor de cien
mil y que le juró por Abraham que no podía dar
más. Pagó inmediatamente el rescate del barón y
de Pangloss. Éste se tiró a los pies de su salvador y
los bañó de lágrin:.as. El otro agradeció con un
gesto de su cabeza y le prometió devolverle esa
plata en la primera ocasión. "¿Pero será posible,
decía, que mi hermana esté en Turquía? --Nada
más posible, replicó Cacambo, puesto que friega
la vajilla de un príncipe de Transilvania." Hicie-
ron venir inmediatamente a dos judíos. Cándido
vendió más diamantes y, en otra galera, zarparon
todos para ir a libertar a Cunegunda.

151
/
Capítulo XXVIII.
Lo que les sucedió a Cándido, a Cunegunda,
. a Pangloss, a Martín, etc.

"Perdón una vez más, dijo Cándido al barón;


perdón, mi Reverendo Padre, por haberos atrave···
sado el cuerpo de una estocada. --No hablemos
más, dijo el barón; yo fui demasiado brusco, lo
confieso; pero, puesto que queréis saber por qué
azar me habéis visto en galeras, os diré que des-·
pués de que el hermano farmacéutico del colegio
me curó la herida, fui atacado y raptado por una
partida española; me encarcelarün en Buenos Ai-·
res justo cuando mi hermana acababa de partir.
Pedí volver a Roma junto al padre general. Fui
nombrado para ir de capellán a Constantinopla
junto al señor embajador de Francia. No hacía ni
ocho días que había entrado en funciones, cuando
vi al atardecer a un joven icoglán41 muy bien he-·
cho. Hacía mucho calor; el muchacho quería ba-
ñarse; aproveché la ocasión para bañarme tam-
bién. Yo no sabía que fuese un pecado capital para
un cristiano el ser encontrado desnudo junto a un
joven musulmán. Un cadí me hizo dar ci~n azotes
en la planta de los pies y me condenó a galeras. No
creo que jamás se haya cometido una injusticia
más horrible. Pero quisiera saber por qué mi her-

41 Paje de sultán .

153
VOL TAIRE

mana está en la cocina de un soberano de Transil-·


vania refugiado entre los Turcos.
-Y vos, mi querido Pangloss, dijo Cándido,
¿cómo es que os vuelvo a ver? --Es verdad, dijo Pan-
gloss, ya que me habéis visto colgar; yo debía, na-
turalmente, ser quemado; pero ya recordaréis que
llovía con violencia cuando me iban a quemar: la
tormenta fue tan fuerte que no pudieron encender
el fuego; me colgaron, porque no podían hacer otra
cosa; un cirujano compró mi cuerpo: me llevó a su
casa y me disecó. Me hizo primero una incisión
crucial desde el ombligo hasta la clavícula. Jamás
nadie fue peor colgado que yo. El ejecutor de las
grandes obras de la Santa Inquisición, que era sub-
diácono, quemaba a las gentes maravillosamente,
pero no estaba acostumbrado a colgarlas: la cuerda
estaba mojada y se deslizó mal, se enredó; en fin, yo
respiraba aún. La incisión crucial me hizo lanzar
un grito tan grande que mi'cirujano se cayó de es-
paldas y, creyendo que disecaba al diablo, huyó
muerto de miedo y volvió a caer por la escalera al
huir. Al ruido acudió su mujer, de un cuarto vecino,
me vio tendido sobre la mesa con la herida crucial
y tuvo más miedo que su marido; huyó y cayó so--
bre él. Cuando volvieron un poco en sí, oí a la ciru-·
jana que decía al cirujano: "lvli querido, ¿cómo se
os ocurre disecar a un hereje? ¿No sabéis que el dia-
blo está siempre en el cuerpo de esa gente? Voy a
buscar enseguida a un sacerdote para que lo exor··
cice." Me estremecí ante estas palabras y reuní to-
das las fuerzas que me quedaban para gritar: "¡Te-
ned piedad de mí!" Al fin, el barbero portugués se

154
CÁNDIDO O EL OPTIMISMO

sobrepuso; recosió mi piel; su mujer misma me cuí-·


dó y al cabo de quince días estuve en pie. El barbe-
/ ' . 1 • 1 1
ro me encontro un puesto y me mzo iacayo ae un
caballero de Malta que iba a Venecia, pero como
mi amo no tenía 'con qué pagarme, me puse al ser-·
vicio de un mercader veneciano y lo seguí a Cons-·
tantinopla.
"Un día mi fantasía se empeñó en hacerme en-
trar en una mezquita; en ella no había más que un
viejo imán y una joven devota muy bonita que de-
cía sus padrenuestros; su pecho estaba descubierto,
llevaba entre sus dos tetas un bello ramo de tulipa···
nes, de rosas, de anémonas, de ranúnculos, de ja-
cintos y de orejas de oso; dejó caer su ramo; yo lo
recogí y se lo volví a poner con solicitud respetuo-
sa. Tardé tanto en entregárselo, que el imán montó
en cólera y, viendo que yo era cristiano, pidió ayu-·
da. Me llevaron ante el cadí, quien me hizo dar cien
azotes en las plantas de los pies y luego me mandó
a galeras. Me encadenaron, precisamente en la mis-
ma galera y al mismo banco que al señor barón.
Había también en esa galera cuatro muchachos de
Marsella, cinco curas napolitanos y dos frailes de
Corfú, quienes nos dijeron que aventuras como la
nuestra sucedían a diario. El señor barón pretendía
que él había sufrido una injusticia mayor que la
mía; yo pretendía que estaba más permitido poner
flores sobre el pecho de una mujer que estar desnu-·
do con un icoglán. Disputábamos sin cesar y reci-
bíamos veinte vergajazos por dfa, cuando el enca-
denamiento de los hechos de este universo os
condujo a nuestra galera, y nos habéis rescatado.

r55
VOLT AIRE

"-·Y bien, mi querido Pangloss, le dijo Cándi--


do, cuando fuisteis colgado, disecado, molido a
1 1 1 ~ • 1 1 1 L L ·
~
golpes y nu01ste1s remaao en ias galeras ¿uaueis
pensado siempre que todo iba lo mejor del mun-·
do? -.Siempre vuelvo a mi primer sentimiento, di·
jo Pangloss, porque al fin soy filósofo y no me
conviene desdecirme, puesto que Leibniz no podía
equivocarse, y dado que la armonía preestableci-
da es la cosa más bella del mundo como lo es la
plenitud y la materia sutil."
Capítulo XXIX
Cómo Cándido encontró a Cunegunda
y a la vieja

Mientras que Cándido, el barón, Pangloss, lvíar-


tín y Cacambo contaban sus aventuras, razonando
sobre los acontecim.ientos contingentes y no con--
tingentes de este universo, y disputaban sobre los
efectos y las causas, sobre el mal moral y el mal fí-
sico, sobre la libertad y la necesidad, sobre el con-
suelo que puede sentirse en las galeras de Turquía,
atracaron sobre las costas de la Propóntide en la ca··
sa del príncipe de Transilvania. Los primeros obje·-
tos que se presentaron fueron (~unegunda y la vie-
ja, que tendían líenzos a secar sobre cuerdas.
El barón palideció al verlas. El tierno amante
Cándido, viendo a su bella Cunegunda ennegreci-
da, con los ojos inyectados, el pecho seco, las me-·
jillas arrugadas, los brazos rojos y despellejados,
retrocedió tres pasos, muerto de horror, y avanzó
luego para salvar las formas. Ella besó a Cándido
y a su hern1ano; besaron a la vieja y Cándido res-
cató a las dos.
Había una pequeña alquería en la vecindad y la
vieja propuso a Cándido acomodarse allí mientras
esperaban todos un destino mejor. Cunegunda no
sabía que se había afeado, nadie se lo había dicho;
hizo recordar a Cándido sus promesas con un tono
tan enérgico que el buen Cándido no se atrevió a

157
VOLTAIRE

rechazarla. Dijo, pues, al barón que iba a casarse


con su hermana. "No toleraré jamás, dijo el barón,
de
tal bajeza de parte eHa y tal insolencia de la vues-·
tra; esta infamia nunca me podrá ser reprochada:
los hijos de mi hermána ya no podrían entrar en las
asambleas de la nobleza de Alemania. No, jamás
mi hermana se casará sino C0!1 un barón del Impe·-
rio." Cunegunda se arrojó a sus píes y los bañó de
lágrimas; pero él fue inflexible. "Enloquecido se-
ñor, le dijo Cándido: te rescaté de las galeras, pagué
tu rescate, pagué el de tu hermana, que aquí lavaba
los platos; está fea, tengo la bondad de hacerla mi
mujer ¡y tú pretendes oponerte! Te volvería a matar
si obedeciese a mi cólera. --·Puedes matarme otra
vez, dijo el barón, pero no te casarás con mi herma-
na mientras yo esté vivo."
Capítulo XXX
,.-, 1 .,..
Gonctuszon

Cándido, en el fondo de su corazón, no tenía


ninguna gana de casarse con Cunegunda.· Pero la
extremada impertinencia del barón le empujaba a
contraer matrimonio y Cuneguncla le empujaba
tan. vivamente que no podía ya desdecirse. Con·-·
sultó a Pangloss, a Martín y al fiel Cacambo. Pan -
gloss escribió un memorial en el que demostraba
que el barón no tenía ningún derecho sobre su her-·
mana y que ella podía, según todas las leyes del
Imperio, contraer un matrimonio de la mano iz·-·
quierda con Cándido. Martín propuso tirar al ba-
rón al mar; Cacambo decidió que había que devol-
vérselo al cómitre levantino y volverlo a galeras,
después de lo cual se lo enviarían a Roma al padre
general en el primer barco. La solución pareció
muy buena; la vieja la aprobó; no dijeron nada a
la hermana y la cosa fue hecha mediante algún di-·
nero, y así tuvieron el placer de entrampar a un je-
suita y castigar el orgullo de un barón alemán.
Era muy natural, al cabo de tantos desastres,
imaginar que Cándido, casado con su amante y
viviendo con el filósofo Pangloss, el filósofo Mar-
tín, el prudente Cacambo y la vieja, y habiendo
traído tantos diamantes de la antigua patria de los
Incas, llevaría la vida más agrada ble del mundo;

159
VOLT AIRE

pero había sido tan estafado por los judíos que ya


no le quedaba más que su pequeña granja; su mu-·
jer, volviéndose cada día más fea, se hacía cada
día más irritabie e insoportable; la vieja estaba
enferma y de peor humor que Cunegunda. Ca-
cambo, que trabajaba en el huerto y que iba a
vender legumbres a Constantinopla, tenía <lema-·
siado trabajo y maldecía su destino. Pangloss esta-
ba desesperado de no brillar en alguna universidad
alemana. En cuanto a Martín, seguía firmemente
persuadido de que por todas partes se está igual-·
mente rnal, y tomaba las cosas con paciencia.
Cándido, Martín y Pangloss discutían algunas ve-
ces de metafísica y de moral. Con frecuencia se
veía pasar bajo las ventanas de la granja barcos
cargados de efendis, bajaes y cadíes enviados en
exilio a Lewnos, a Mitilene, a Erzerum. Se veía
venir otros cadíes, otros bajaes, otros efendis que
tomaban el puesto de los expulsados y que eran
expulsados luego a su vez. Se veían cabezas empa-
ladas que iban a ser presentadas a la Sublime
Puerta. Estos espectáculos hacían redoblar las di-·
sertaciones y, cuando no se disputaba, el aburri-
rniento era tan grande que la vieja se atrevió a de-
cirles un día: "Yo quisiera saber qué es peor, ¿ser
violada cien veces por los piratas negros, tene.r
una nalga cortada, pasar por la baquetq de los
Búlgaros, ser azotado y ahorcado en un auto de
fe, ser disecado, remar en galeras, sufrir, en fin,
todas las miserias por las que hemos pasado to·-
dos, o bien quedarse aquí sin hacer nada? --Es una
gran pregunta", dijo Cándido.
160
CAND!DO O El OPTIMISMO

Este discurso hizo nacer reflexiones nuevas, y


Martín sacó en conclusión.que el hombre había
nacido para vivir en ia convulsión de ia inquietud
o en el letargo del aburrimiento. Cándido no esta-·
ba de acuerdo, pero tampocó afirmaba nada. Pan-
gloss admitía que había sufrido horriblemente,
pero habiendo sostenido un día que todo iba para
bien lo seguía sosteniendo aunque no lo creía.
Una cosa había acabado de confirmar a Mar-
tín en sus detestables principios, hecho dudar más
que nunca a Cándido y confundido a Pangloss. Y
es que vieron desembarcar en su granja a Paquette
y al hermano Giroflée, ya en la última miseria;
muy pronto se habían comido las tres mil piastras,
se habían separado, vuelto a encontrar, habían re-
ñido, les habían metido en la cárcel, huyeron y, al
fin, el hermano Giroflée se había hecho Turco. Pa-·
quette siguió ejerciendo por todas partes su oficio,
pero ya no ganaba nada. "Yo había previsto, dijo
Martín a Cándido, que gastarían pronto vuestros
regalos y sólo aumentarían su miseria. Habéis re-
bosado de millones de piastras, vos y Cacambo, y
no sois más felices que el hermano Giroflée y Pa-
quette. -·¡Ah, ah! dijo Pangloss a Paquette; ¡el cie·-
lo os ha puesto entre nosotros, mi pobre niña! ¿Sa-
béis que me habéis costado la punta de la nariz, un
ojo y una oreja? ¡Cómo os han puesto! ¡Ah, lo que
es este rnundo ! " Esta nueva aventura les llevó a fi-
losofar n1ás que nunca.
Había en la vecindad un derviche muy famoso,
que pasaba por ser el filósofo más grande de Tur-·
quía; fueron a consultarle; Pangloss tomó la pala-
r6r
VOLT AIRE

bra y le dijo: "Maestro, venimos a rogaros que nos


digáis, ¿por qué. un animal tan extraño como el
hombre ha sido creado? -¿Por qué te metes tú en
eso?, dijo el derv;iche. ¿Es asunto tuyo? -·Pero, mi
Reverendo Padre·, dijo Cándido: hay infinitos ma-
les sobre la tierra. -¿Qué importa, dijo el derviche,
que haya mal o bien? Cuc:indo Su Alteza envía un
bajel a Egipto ¿le.importa que las ratas que están en
el barco estén cómodas o no? --·¿Entonces, qué hay
que hacer?, dijo Pangloss. --Callarte, dijo el dervi-
che. ·-Acaricié la idea, dijo Pangloss, de razonar
con vos sobre los efectos y las causas, sobre el me-
jor de los mundos posibles, el origen del mal, la na-
turaleza del alma y de la armonía preestablecida."
El derviche, ante estas palabras, les dio con la puer-
ta en las narices.
Durante esta conversaóón se esparció la noti-·
cia de que acababan de estrangular en Constanti-
nopla a dos visires del consejo y al muftí y que ha -
bían empalado a varios de sus amigos. Esta
catástrofe hizo mucho ruido durante unas horas
por todas partes.
Pangloss, Cándido y Martín, al volver a la pe-
queña granja, encontraron a un viejo que tomaba
el fresco en su puerta bajo una bóveda de naranjos.
Pangloss, que era tan curioso como razonador~ le
preguntó cómo se llamaba el muftí a quien acaba-
ban de estrangular. "Yo no sé nada, respondió el
buen hombre; nunca he sabido el nombre de nin-·
gún muftí ni de ningún visir. Ignoro completamen-·
te de qué aventura me estáis hablando; supongo
que, en general, los que se mezclan en asuntos pú-
162
CÁNDIDO O EL OPTIMISMO

blicos mueren a veces miserablemente y que se lo


merecen~ vero nunca me informo de lo aue se hace
; .L i

en Constantinopla; me contento con enviar a ven-


der allí los frutos del huerto que yo culti;vo." Ha-
biendo dicho estas palabras, hizo entrar en su casa
a los extranjeros. Sus dos hijas y sus dos hijos les
presentaron varias clases de sorbetes que hacían
ellos mismos, kaimac claveteado con cortezas de ci-
dra dulce, naranjas, limones, limas, piñas, pista-·
cho, café de Moka sin mezclar con el mal café de
Batavia y de las islas. Después de lo cual, las dos hi-
jas del bnen musulmán perfumaron las barbas de
Cándido, de Pangloss y de Martín.
"Debéis tener, dijo Cándido al Turco, una tie-
rra vasta y magnífica. -No tengo más que veinte
arpendes, respondió el Turco; los cultivo con mis
hijos; el trabajo aleja de nosotros tres grandes fila·
les: el aburrimiento, el vicio y la necesidad."
Cándido, volviendo a su granja, hizo profundas
reflexiones sobre las palabras del Turco. Y dijo a
Pangloss y a Martín: "Ese buen viejo me parece que
ha conseguido una suerte mucho más preferible que
la de los seis reyes con los cuales hemos tenido el ho··
hor de cenar. -Las grandezas son muy peligrosas, di-·
jo Pangloss, según dicen todos los filósofos; porque
en definitiva Eglón, rey de los Moabitas, fue asesina .
do por Aod; Absalón fue colgado por los cabellos y
atravesado por tres dardos; el rey Nadab, hijo de Je-·
roboam, fue muerto por Baasa; el rey Ela, por Zam .
bri; Ocozías, por Jehú, Atalía, por Joás; los reyes
Joachim, Jeconías, Sedecías, fueron esclavos. Ya sa-
béis cómo perecieron Creso, Astiajes, Darío, Dioni-
VOLTA!RE

sio de Siracusa, Pirro, Perseo, Aníbal, Yugurta, Ario-


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..... ~....., ............. ,.,&,~.._,, ~

ciano, Ricardo II de Inglaterra, Eduardo II, Enrique


VI, Ricanio III, María Estuardo, Carlos I, los tres
Enriques de Francia, el emperador Enrique IV. Sa-
béis .... -Yo sé, también, dijo Cándido, que debemos
cultivar nuestro huerto. -Tenéis raz:ón, dijo Pan-·
gloss, porque cuando el hombre fue puesto en el jar-
dín del Edén, fue puesto ut operaretur eum, para que
trabajase; lo que prueba que el reposo no es el desti-·
no del hombre. -Trabajemos sin razonar~ dijo Mar-
tín; es el único medio de hacer la vida soportable."
Toda la pequeña sociedad entró en este lauda-
ble designio y cada uno se puso a ejercer sus talen-
tos. El pequeño terreno rindió mucho. Cunegunda
era verdaderamente fea, pero se convirtió en una
excelente pastelera; Paquette bordaba, la vieja tu-·
vo cuidado de la ropa. Ffasta el hermano Giroflée
trabajó; fue un excelente carpintero y hasta se vol-·
vió un hombre honesto. Y Pangloss, algunas ve-
ces, decía a Cándido: "Todos los acontecimientos
están encadenados en el mejor de los mundos po-·
sibles, porque, en fin, si, no os hubiesen echado de
un hermoso castillo a patadas en el trasero por
amor de la señorita Cunegunda, si no hubieseis si-·
do llevado a ia Inquisición, si no hubieseis corrido
a pie la América, si no hubieseis dado una estpca-
da al barón, si no hubieseis perdido vuestros cor-
deros del bello país de Eldorado, no estaríais co-
1niendo aquí estas cidras dulces y estos pistachos.
-Eso está bien dicho, respondió Cándido, pero de-·
bemos cultivar nuestro huerto."
ISBN 950-03-0635-2

1111111' 11
9 789500 306355

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