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La muerte de la acacia

Cuando la gran acacia de doña Genoveva fue fulminada por un


rayo hubo una cierta conmoción en la ciudad. No la ciudad que
se extendía como un inmenso desierto de miseria más allá de los
cuatro barrios residenciales, n i tampoco en todos esos barrios, sino
en el viejo Prado, donde la gente que se reconocía por su apego a
remotas tradiciones se había venido agrupando después de aban-
donar a la voracidad de los buldozeres sus dignos caserones cons-
truidos alrededor de la iglesia de San Nicolás, último vestigio de
un pasado que sabían ya perdido, pero cuya nostalgia guardaban
vagamente en el fondo del corazón.
Para aquellas personas, la acacia de doña Genoveva era un sím-
bolo y una interrogación. Había sido plantada por ella hacía treinta
años, el día que su esposo, don Federico Caicedo, un hombre de
exasperados ojos azules venido del interior, desapareció con su
perro de la ciudad. Nadie supo por qué se fue cuando parecía ha-
berse instalado definitivamente entre nosotros. Controlaba ya la
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ORIANE, TÍA ORIANE LA MVERTE DE LA ACACIA

dirección de los Molinos Insignares, origen de la inmensa fortuna A la larga aquel perro se volvió la pesadilla del barrio. Los pro-
de doña Genoveva, y había dejado al fin de hablar de las posesio- blemas comenzaron el día que destrozó al sirvientico de las Aycardi
nes de su familia en el Quindío, elevadas en otro tiempo por el rey cuando robaba guayabas en el traspatio de doña Genoveva y hubo
de España a la dignidad de marquesado, según contaba echando que llevarlo al hospital convertido en una masa informe de sangre
una mirada displicente al grueso anillo de oro de su meñique, y gritos. Luego, sin hacer caso a la amenazante barrera de vidrios
donde dos leones erguidos sostenían una divisa en latín que n i un verdes, el perro aprendió a saltar el m u r o del patio atacando a cuan-
brujo podía entender. Pero sobre todo, había dejado de hablar por to ser viviente tuviera la desdicha de encontrarse en su camino.
completo de la forma como en su opinión debían ser tratadas las Encerrados en sus casas, los aterrados vecinos tenían que esperar
mujeres para que se comportaran correctamente. La gente recor- a que llegara don Federico a hacer entrar su perro en razón, armado
daba que el tema pareció extraviarse en su memoria desde la co- de un palo y de un látigo como cualquier domador de circo. Hubo
mentada noche del ladrón. Un cinco de diciembre, a eso de la una protestas y hasta se habló de presentar una queja a la alcaldía, pero
de la mañana, los vecinos de doña Genoveva fueron despertados el proyecto no fue llevado a la práctica en consideración a doña
por varias detonaciones seguidas de gritos viniendo de la casa y Genoveva. Quizás por eso, cuando don Federico y su perro desa-
alguien vio la silueta de un hombre sallar el m u r o del patio y per- parecieron de la ciudad, la gente sintió primero alivio antes que
derse corriendo entre la oscuridad. Se iluminaron los salones y en ganas de interesarse en los chismes que sobre su ausencia corrían.
la terraza pudo distinguirse a don Federico, u n revolveren la mano La verdad es que nadie lamentó realmente la partida de don
del anillo, tronando contra los rateros costeños y la ineficacia de Federico. Era u n hombre largo y huesudo movido por el inquie-
la policía local. La gente se alzó de hombros y no faltó quien recor- tante deseo de someterlo todo a su voluntad, decidido a convertir
dara que hacía una semana había regresado a la ciudad el antiguo el m u n d o entero a sus ideas con un fanatismo que recordaba el de
novio de doña Genoveva. Pero sólo fueron rumores. Nadie pudo
los viejos predicadores que antaño venían de España a sermonear
reconocer en el fugitivo la corpulenta estructura de Daniel Gon-
enfáticamente desde el pulpito de San Nicolás. Las ideas de don
zález, sin contar con que resultaba absurdo imaginarlo i n t r o d u -
Federico, pocas y desarmantes por su simplicidad, giraban todas
ciéndose de semejante modo en la casa de una mujer que dos años
alrededor de un mismo tema, la decadencia moral de la nueva ge-
antes se había negado a desposar. Que estuviera o no al tanto de
neración, y estaban impregnadas del bíblico terror hacia la mujer.
aquellos rumores, d o n Federico hizo venir al día siguiente a u n
Conservador en política y católico convencido, d o n Federico ha-
hombre que blindó todas las puertas con candados y complicadas
bía emprendido desde su llegada una campaña contra el laicismo
cerraduras y, después de haber hecho poner trozos de botella ver-
de la ciudad. Con la ayuda del Padre Sixtino, un venerable Savo-
de en el borde superior del m u r o que cercaba el patio, se las inge-
narola que para entonces había perdido el uso de la palabra, for-
nió para conseguir u n salvaje perro lobo al que decidió alimentar
mó la Asociación de ex-alumnos de San José, cuyos miembros
solamente con huesos de sopa y agua de panela buscando así exa-
debían reunirse cada semana y tenían por misión descubrir la co-
cerbar su iracunda agresividad.
rrupción donde quiera que se hallara. Una comisión compuesta
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por los patriarcas de las más ilustres familias era nombrada después transigente disciplina que comenzaba con la misa oída a las seis de
para ir a denunciar a la alcaldía a los dueños de bares, salas de juego la mañana en la iglesia del Carmen y terminaba a las siete en pun-
y casas de perdición. El alcalde, un liberal p r i m o hermano de Da- to de la noche frente a la mesa del comedor, donde tomaba como
niel González, los escuchaba atentamente y les brindaba café tibio única comida dos huevos fritos y cuatro rodajas de tomate. Que
mientras dibujaba conejitos en una hoja de papel. A u n ignorando se alimentara de huevos y tomates desdeñando el sancocho de ga-
lo que el alcalde dibujaba detrás de su escritorio, de espaldas a u n llina que doña Genoveva se hacía servir cada noche era algo que
inmenso retrato del desalmado Santander, los patriarcas termina- nadie podía entender. Confusamente se establecía una relación
ron por sentirse en ridículo y sólo los más decrépitos quedaron entre el abandono del lecho conyugal y la frugalidad de su comi-
para asistir a las reuniones de la asociación. Pero cuando los ex- da, y ante dos hechos tan singulares las opiniones no tardaron en
alumnos de San José comenzaron a inmiscuirse en la vida privada dividirse. Los conservadores hablaron de una vocación religiosa
de la gente criticando en voz alta a quienes se alejaban un poco de frustrada quizás por un padre impío. Los liberales lo tildaban sim-
las normas establecidas, y fueron llegando al escritorio del Padre plemente de huevón. I'ero quien puso punto final a la discusión
Sixtino anónimos de mujeres que denunciaban con nombre pro- fue un pariente suyo llegado ocasionalmente de Cali al contar en
pio a las queridas de sus maridos y de hombres que delataban los una borrachera que la madre de don Federico había abandonado
viejos secretos de sus competidores, cada quien encontró más p r u - su hogar cuando éste tenía apenas siete años para fugarse con un
dente guardar a sus ancianos en la casa descubriendo en un san- incierto cantante de bambucos. La mayor parte de la gente estuvo
tiamén a qué explosivo desenlace podía conducir la iniciativa de entonces de acuerdo en apiadarse de un hombre golpeado por la
don Federico. vida de tan mala manera, y de allí en adelante, cada vez que alguien
Ya entonces su prestigio había decaído pues circulaban serias aludía a sus costumbres extravagantes, lo hacía con una toleran-
dudas sobre su virilidad. N o porque hubiera hecho de la fidelidad cia no exenta de sobrentendidos.
su divisa n i se expresara de las mujeres como si fueran las hijas Quedaban sin embargo las irreductibles amigas de doña Geno-
mismas de Satanás, de u n conservador podía esperarse, sino por- veva, las únicas en toda la ciudad que trataban de cerca a don Fede-
que al cabo de dos años de m a t r i m o n i o seguía sin descendencia y, rico, para seguir afirmando que era tan sólo un maniático movido
cosa particularmente insólita, las amigas de doña Genoveva habían por una extraña obsesión. Contaban que se portaba como un car-
descubierto que no dormía en su misma habitación. Abandonan- celero impidiendo a su esposa asomarse tan siquiera a la ventana
do la inmensa cama de caoba protegida por u n mosquitero de gasa y rechazando sistemáticamente cuanta invitación recibían. Doña
azul, el juego de tocador de plata comprado en el viaje de bodas y Genoveva sólo podía salir si iba en su compañía a misa de seis,
los gobelinos donde inocentes jovencitas escuchaban arrobadas a vestirse sin el menor asomo de coquetería y leer obras edificantes
unos tocadores de flauta de mirada equívoca, d o n Federico se ha- elegidas por el Padre Sixtino. Tanta docilidad resultaba incompren-
bía instalado en u n cuarto que tenía la sobriedad de una celda de sible de parte de una mujer educada en la más pura rebelión enci-
penitente. Como si fuera poco, su vida estaba regida por una i n - clopédica y además, sobrina carnal de la ya legendaria Genoveva
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Insignares que a los diez y siete años se había vestido un día con el abrir y cerrar de ojos sus admiradons se esfumaron para no vol-
traje y las botas de su hermano, y saltando a u n caballo había apun- ver nunca más. Fue así como la ciudac descubrió que un mal viento
tado con dos revólveres a su consternada familia declarando que había comenzado a soplar en la casade don Federico.
estaba harta de ser mujer, dispuesta a vivir de allí en adelante como Tres años antes Daniel González había decidido frecuentar las
hombre y acribillar a tiros a quien se atreviera a seguirla, antes de veladas musicales organizadas por las familias que vivían cerca de
picar espuelas y meterse monte adentro desapareciendo para siem- la plaza de San Nicolás. Su mal carácter le habría dado una fama
pre de la ciudad. De allí que a nadie le sorprendió saber que doña tal de atravesado, que su primera aparición había provocado un
Genoveva n i siquiera se tomaba la molestia de abrir los libros pres- revuelo de seda y gasas hacia el rincón más alejado de la puerta.
tados por el padre Sixtino y las viejas matronas, las que habían visto La única mujer que permaneció sentida sin dejar de agitar su aba-
crecer más de dos generaciones, recordando que apenas tenía veinte nico de fragancias de sándalo fue dona Genoveva, la única en atre-
años, profetizaban que tarde o temprano u n mal viento soplaría verse a sostener la resabiada mirada ce sus ojos grises y formar con
en la casa de don Federico. él pareja para la cuadrilla. A partir de entonces se les vio conversar
Pasó el tiempo sin que ninguna predicción se realizara. Por sus en voz baja en las reuniones y encontrarse más o menos al azar por
amigas se sabía que doña Genoveva se había convertido en la mujer el camellón a la caída de la tarde, sin que la gente cesara de repetir
más bella de la ciudad. Tanto hablaban de su pelo color miel y de con escepticismo que cuatro golero; en el cielo no hacen necesa-
su piel transparente, pero sobre todo, del terrible ostracismo al que riamente un muerto. Sin embargo ¡e sabía que varias costureras
estaba condenada, que de repente los hombres comenzaron a en- bordaban ya el ajuar de doña Genoveva y sus medidas habían sido
contrarse en el camino que cada mañana recorría para asistir con enviadas a España, donde se confeccionó un vestido de novia que
don Federico a la primera misa de la iglesia del Carmen. Envuel- le serviría para casarse seis meses después con don Federico, por-
tos en la bruma de las seis, cuando el sereno humedecía todavía la que Daniel González rompió el noviazgo, si es que noviazgo hubo,
grama de los jardines, esperaban fingiendo ignorarse unos a otros la misma tarde que la junta directivadel A B C votó contra la deman-
el paso de aquella mujer cubierta por un velo que a duras penas da de admisión presentada por sus primos, sin que el padre de doña
dejaba adivinar su perfil de camafeo, altiva y sin embargo insinuan- Genoveva, entonces presidente de club, moviera un dedo para
te por la ironía que todos creían advertir en el fondo de sus ojos. impedirlo. Por lo menos eso se diríaen la ciudad como explicación
Cosa curiosa, al menos en apariencia, d o n Federico no se mos- de la súbita partida de Daniel González y de su no menos repenti-
traba molesto por el discreto homenaje así rendido a la belleza de na decisión de dedicarse al contrabando de tabaco. Doña Genoveva
su mujer. Algún malhablado tuvo incluso el poco gusto de decla- no juzgó necesario hacer aclaraciones y conociendo la soberbia
rar que a lo mejor le gustaba, comparándolo al perro del hortela- reserva con que protegía su intimidad, nadie tuvo la ocurrencia de
no que exhibía su hueso sin comerlo n i dejarlo comer. Pero u n pedírselas.
buen día los catorce primos hermanos de Daniel González reco- Tampoco Daniel González era hombre que se dejara arrastrar
rrieron las tres cuadras transitadas por doña Genoveva y en u n a ninguna suerte de confidencias. Aquella vez hizo lo mismo que
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de verla se mostraban sorprendidas de que habierdo sido tan es-


haría más tarde, cuando sus primos hermanos pusieron en fuga a
belta en su juventud, hubiera tomado con el tiemfo el abotagado
los admiradores de doña Genoveva, guardar sus propósitos para
aspecto de u n eunuco entrado en años. Ya en los das en que sem-
él solo en un ultrajante hermetismo. Tanto sería el temor que ins-
bró la acacia, doña Genoveva había comenzado sorpresivamente
piraba la mirada cada vez más resabiada y quieta de sus ojos g r i -
a envejecer: su piel se resecaba y sus manos, cubie tas de manchas
ses, que si como contrabandista tenía acceso a los sigilosos caminos
marrones, parecían agrietarse. A nadie se le ocurri) asociar su pre-
que los guajiros abrían en la selva y a su panoplia de filtros y bebe-
maturo ocaso a la ausencia de d o n Federico, quizás porque se sa-
dizos capaces de hacer o deshacer cualquier hechizo, no se encon-
bía que durante u n año, desde su regreso de Cali,no había vuelto
tró persona alguna para mencionar su nombre cuando de repente
a dirigirle la palabra. Según el decir de muchos, lo nás significativo
al perro de don Federico se le dio por cambiar de comportamiento.
era que doña Genoveva se negara a salir a la cali* y olvidando las
Así como había pasado u n año entero ladrando desaforadamente
más elementales prácticas religiosas no se tomara ú siquiera el tra-
desde la puesta del sol hasta su salida, así una buena noche aquel
bajo de ir a misa. Nunca se había creído mayormente en su fe, pero
animal endiablado resolvió dormirse dejando al vecindario la i n -
sí en su sentido de las conveniencias, y u n desafío tan abierto a la
quietud de su silencio. Temiendo que la súbita paz fuera presagio
comunidad sólo podía explicarse si intentaba limiar todo contacto
de desdicha, los vecinos se quedaron desvelados en sus camas a la
con el m u n d o exterior. En realidad, la gente no se equivocaba.
espera de lo que pudiera ocurrir. Pero nada ocurrió. A l otro día, la
Aparte de sus tres amigas íntimas y del Padre Justo, que con sus
sirvienta de doña Genoveva, a quien muchos creían su hermana
ideas liberales había tomado de otra manera el rílevo del difunto
natural, salió a comprar el pan del desayuno y con su habitual laco-
padre Sixtino, m u y pocas personas eran admitidas en su presen-
nismo se limitó a comentar en la tienda que la noche se hizo para
cia. Los representantes de todas las asociaciones piadosas y carita-
dormir. Y siete noches seguidas el perro de don Federico durmió
tivas de la ciudad tenían que hacer frente a la impenetrable y oscura
en u n profundo sueño. Se le volvería a oír vociferar como u n po-
hermana natural, ascendida ya al rango de ama Je llaves, que dis-
seído la tarde misma que doña Genoveva y su marido tomaron el
tribuía parsimoniosamente el dinero destinado 1 la benevolencia.
barco en el que debían iniciar su viaje a Cali, porque sin hacer caso
Se sabía incluso que cuando Daniel González iba cada tres meses
de la opinión de los vejados médicos de la ciudad, don Federico
a rendir cuenta de los Molinos Insignares, doña Genoveva lo aten-
había decidido que allí, y sólo allí, su esposa podía hacerse operar
día cubierta de u n velo negro que le llegaba hasia el suelo, las ma-
de las amígdalas.
nos forradas en mitones de encaje.
De la operación de doña Genoveva vendría a hablarse muchos
años después de que don Federico hubiera desaparecido de la ciu- A pesar de su aislamiento, doña Genoveva llevaba la voz can-
dad y Daniel González, abandonando los negocios ilícitos, dirigiera tante en la ciudad. N o sólo sus opiniones, difundidas por las tres
con mano de hierro los Molinos Insignares. Por entonces doña amigas que jugaban todas las tardes canasta con ella, servían de
Genoveva había llegado a la cincuentena y era una mujer redonda punto de referencia y decidían en última instancia sobre lo habido
de mejillas sonrosadas. Las raras personas que tenían el privilegio y lo por haber, sino que gracias a la buena gerencia de Daniel
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González había logrado aumentar considerablemente su patrimo- exigiendo una tardía investigación sobre su paradero y de paso,
nio inviniéndolo en solares que al cabo de treinta años se vendían tratando de difamar a doña Genoveva insidiosamente, todo el
por u n precio cien veces superior al inicial. Además, como el m u n - m u n d o pareció cerrar filas detrás de ella sin vacilación.
do se hacía cada vez más grande y doña Genoveva no parecía esti- Mientras el pariente se limitó a afirmar que según sus averigua-
mar conveniente abandonar la influencia que siempre había ciones don Federico no se hallaba en ningún lugar del planeta, la
ejercido su familia, su abogado, otro p r i m o de Daniel González, gente, acordándose de la acacia con u n estremecimiento, prefirió
había comprado a su nombre u n grueso lote de acciones en uno decirse que nadie desaparece para dejarse encontrar así no más, sin
de los dos periódicos de la ciudad. Así protegida, doña Genoveva contar con que a lo mejor aquel sinvergüenza intentaba sacar plata
podía llevar la existencia que le divertía, recibir a sus amigas, co- refiriendo puros embustes y ya d o n Federico y su anillo estaban
leccionar estampillas de los rincones más insospechados del m u n - enterrados en algún cementerio del Quindío. Pero cuando el pa-
do, y dedicarse al cuidado de sus árboles y pájaros. Por lo que riente contó lo que había sido en realidad la operación de las amíg-
alcanzaba a distinguirse sobre el m u r o erizado de vidrios verdes, dalas asegurando que al volver de la anestesia y descubrirse
un inmenso jardín había crecido alrededor de la casa. Apasionada mutilada como lo fue, doña Genoveva había jurado que se venga-
arbolista, doña Genoveva había hecho traer de España semillas de ría, ahí sí que no quedó ya una sola persona en la ciudad para se-
verdaderas naranjas dulces y mediante complicados injertos había guir interesándose en la suerte que hubiera podido correr don
logrado una variedad de guayabas de carne blanca y azucarada que Federico Caicedo. De cachaco abominable comenzaron a tratarlo
a lo largo de casi dos generaciones habían sido la tentación de los todas las mujeres cada vez que se referían a él haciendo con los
muchachos del vecindario. Si el traspatio de doña Genoveva pare- dedos el maléfico signo del fucú. Hubo algunas que enviaron ramos
cía u n interminable y oscuro laberinto de árboles frutales, el pa- de flores a doña Genoveva sin tarjeta n i mención del remitente, y
tio, donde dos veces al año florecía la acacia en rosa, era recorrido otras que hasta juraron hacer castrar al abogado que se hiciera
por garzas de ojos rojos, flamencos y pavos reales, y por una m u l - cargo del proceso. Imaginar que pudiera haber u n proceso era o l -
t i t u d de pájaros en libertad que anidaban en los árboles y comían vidar las expeditivas maneras de Daniel González. Una madruga-
en sus manos. Eso al menos contaban sus amigas. Decían que los da que el pariente regresaba a su hotel fue aporreado salvajemente
pájaros venían a posarse en la mesa donde jugaban canasta y doña por varios desconocidos y cuando se le dio de alta en la clínica
Genoveva sabía descifrar sus silbidos, que volaban por toda la casa consideró más sensato hacer sus maletas decidido a poner pies en
y entraban en bandadas a su cuarto apenas salía el sol. Más a causa polvorosa, no sin antes confiar a u n abogado la misión de conti-
de la historia de los pájaros que de otra cosa, nos habíamos acos- nuar la investigación, asunto que parecía destinado a envejecer
tumbrado a pensar en doña Genoveva como en una persona b o n - honorablemente en la gaveta de algún archivo. Pero justo la no-
dadosa que alejada del m u n d o envejecía con decoro y dignidad. che que el pariente iba a partir, y como si estuviera escrito que las
Por eso, cuando aquel pariente de don Federico que una vez había cosas debían complicarse, una violenta tempestad se desató i n m o -
revelado el chisme del cantante de bambucos volvió a la ciudad vilizando en el puerto a todos los barcos, y fue entonces cuando
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u n rayo carbonizó la hermosa acacia que doña Genoveva había vina caridad, se abaten sobre el animal herido, y a pesar de que no
sembrado treinta años atrás. había nadie más alejado de la debilidad que dcña Genoveva, pa-
Era un viernes, y trece por añadidura. Confusamente la ciudad reció de buen gusto compadecerla y comenzar a refundir la histo-
interpretó la muerte de la acacia como una señal de advertencia, ria de su operación en el más discreto de los ol/idos.
un signo de reprobación enviado por el Cielo ante la complicidad Pero lo que nadie sabía, y la noticia se propagó rápidamente
que entre ella y doña Genoveva se había establecido. Pasada la p'ri- entre la gente que salía de la iglesia, era que el pariente de don Fe-
mera reacción de horror por la injuria de aquella operación incali- derico se había instalado desde las primeras horas de la mañana
ficable, capaz de solidarizar en una sola indignación a las mujeres frente a la casa de doña Genoveva porque se enteró, vaya a decirse
y reducir al silencio a los más procaces de los hombres, fue de re- cómo, de que ese día la acacia, o lo que quedaba de ella, iba a ser
pente necesario hacer frente a la duda planteada por las decla- desenterrada. En un santiamén las personas menos escrupulosas
raciones del pariente de don Federico. Como ya de por sí resultaba siguieron su iniciativa, y a la espera de ver salir el largo tronco cal-
sospechoso que sólo hubiera venido a interesarse en su muerte al cinado y especulando sobre lo que pudiera o no haberse pegado a
cabo de treinta años, la gente, en un primer impulso, decidió ha- las raíces, olvidaron del todo el sermón del Padre Justo. En vano,
cer de aquella demora u n buen argumento para aligerar su con- no obstante, circularon bajo un sol que derretía el asfalto, pen-
ciencia al tiempo que buscaba razones capaces de alejar de doña dientes de lo que hablaban los vecinos, a quienes envidiaban sus
Genoveva toda sospecha. Se recordaron sus obras de caridad y el palcos a la sombra, oyéndoles contar que a eso de las ocho de la
afecto que los pájaros le tenían. Se habló de su generosa conducta mañana, la hermana natural había salido a buscar a u n carretero,
con la hermana natural, del recato expresado a través de su velo y que el hombre había entrado en la casa dejando su muía ama-
negro y sus mitones blancos. Se trajo a cuenta la misoginia de d o n rrada junto al portón del patio. Se había vuelto a ver a la hermana
Federico y uno de los eruditos de la ciudad, adelantándose a Freud cuando iba a la tienda a comprar cinco botellas de ron y poco des-
en algunos años, estableció una relación entre el abandono de su pués habían comenzado a oírse los golpes de una pica. Mientras
madre y lo ocurrido más tarde, explicando que una vez perpetra- el carretero seguía cavando, los hombres cuya juventud había trans-
do el crimen, los remordimientos habían obligado a don Federico currido en los días en que la acacia fue sembrada, volvieron a tomar
a huir para alejarse del recuerdo de lo que en cierta forma podía la voz del tiempo para contar los primeros encuentros de doña
considerarse un matricidio. Aunque difícil de comprender, la teoría Genoveva y Daniel González en aquellas olvidadas casas de la plaza
hizo carrera en la ciudad. Cada quien se agarró a ella como pudo, de San Nicolás. Hablaron de don Federico, de su perro y de su
y esa noche hubo largas discusiones en las terrazas apenas los n i - anillo, de los celos que lo llevaron a meter cuchillas verdes en el
ños se retiraron a dormir. Sintiendo en aquella explicación el olor m u r o de su patio, y después de haber evocado otra vez el vejamen
del azufre, el padre Justo resolvió tomar cartas en el asunto, y en la que infligió a su esposa y que dio lugar a su misteriosa desapari-
misa de once del domingo pronunció u n sermón que conmovió a ción, descubrieron asombrados que nada más tenían que referir.
todo el m u n d o al recordar que sólo las fieras, desprovistas de la d i - Nada que no fueran sino vagas suposiciones. Viviendo entre ellos,
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dirigiéndolos incluso, doña Genoveva había permanecido siempre


impenetrable. Con sus árboles y pájaros había formado una cor-
tina de humo para ocultarse a los ojos de la ciudad. A l cabo de todos y amarillo.
esos años nos aparecía de pronto como una deidad enigmática más
allá del bien y del mal, que de vez en cuando nos enviaba de emisa-
rias a sus tres amigas íntimas, pero cuyos designios no nos serían
nunca revelados. El tiempo había jugado en favor de sus secretos
y para intentar comprenderla a esas alturas era ya demasiado tar-
de. Así tuvieron que admitirlo todos los que al final de aquel día
encontraron en el misterio que rodeó el entierro de la acacia u n
nuevo motivo de perplejidad.
Porque, en efecto, llegadas las seis de la tarde apareció u n so-
brino de Daniel González con cuatro policías y u n papel indesci-
frable que puso fuera de circulación al enfurecido pariente de d o n
Federico. Los golpes de la pica no habían dejado de oírse. Con pau-
sas dictadas seguramente para empinar como es debido la botella,
el carretero estuvo cavando hasta bien entrada la noche, pero cuan-
do salió con su cargamento a la neblina de la madrugada ya la calle
estaba desierta y cansados de atisbar detrás de sus cortinas hacía
horas que los vecinos se habían acostado a dormir.
A las reticencias expresadas por la gente al otro día, las amigas
de doña Genoveva respondieron sin inmutarse que cada quien se
deshace de sus árboles como bien le parece. N i de lejos n i de cerca
habían visto al carretero y pocas veces la hermana natural se ha-
bía esmerado tanto en la preparación de las tortas que se servían
cuando terminaba el juego de canasta. Lo único que aquella tarde
había parecido inquietar a doña Genoveva era la forma de plantar
una nueva acacia en el lugar ocupado antes por la anterior y que,
gracias a uno de sus extraños injertos, veríamos crecer detrás del
muro salpicado de vidrios mucho después de que alguien dijera
haber encontrado en el mercado a un carretero vendiendo u n anillo

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