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Durante la mitad del siglo XI, funcionaba, en un edificio detrás de la Iglesia de Santa
Catalina, el convento. Este había sido fundado por “Doña Maria”, una mujer
adinerada y religiosa sin familia y sin hijos que destinaba su dinero al funcionamiento
del convento. Al lado del templo, podía encontrarse un cristo de madera. El Cristo que
sujetaba la cruz era una figura triste con mirada melancólica, una corona de espinas, una
túnica púrpura y la piel pálida y llena de llagas sanguinolentas. Frente a esta figura, se
inclinaba diariamente la monja Ramira de Santo Domingo, quien pasaba de camino al
convento y siempre miraba con admiración y devoción al Cristo. Y así fue a lo largo de
treinta y dos años, durante los cuales su adoración no cesó ni se disminuyó en ningún
momento. Por el contrario, su fe aumentaba con cada día que pasaba. Es asi que convocó a
Cristo cuando ya estaba convaleciente en la cama de su celda, mientras afuera llovía
furiosamente.
—¡Jesús! ¡Cristo! Ven a mí y muéstrate tal cual eres ante esta pecadora, gritaba la monja.