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La Carretera de Cormac McCarthy (1)

La Providencia para los cristianos es un “estado” en el que basamos nuestra fe. Dicho de
otro modo ¿es casualidad que los escaners aparezcan milagrosamente hasta tres veces
después de haber sido robados? A los que creemos en un Dios que no da piedras a quien
pide pan, sino que está deseando oir nuestras preocupaciones, estas pinceladas son las que
terminan de convencernos que si se persigue, la vida da segundas y terceras
oportunidades… y hasta cuartas, quintas, sextas… Pero para ello hay que estar muy atento
y dispuesto a subir al tren sin preguntar ni especular.

Después de leer La Carretera, me pregunto ¿existe realmente La Providencia? ¿Está Dios


realmente detrás de La Providencia? ¿Es Dios providente?

Una primera respuesta, un poco atolondrada, me dice… “Para Cormac McCarthy no existe
la Providencia ni Dios”. La medito un poco y me corrijo.

¿Es casualidad lo que ocurre? ¿No deberían -padre e hijo- estar muertos- hace meses…
años? ¿Cómo es posible que los “buenos” y los “malos” aparezcan justo en esos
momentos? La respuesta fácil es: “toma pues claro… Cormac es el dios de esta novela y
puede hacer lo que le da la gana”. Vale. Sí, de acuerdo: Pero ¿por qué lo hace así?

Lo que sí tengo claro es que La Carretera no es un libro recomendable según a quien. Es


probablemente el libro con las escenas más desgarradoras y brutales que jamás haya leído.
De hecho, he estado a punto de dejarlo de leer en un par de ocasiones: el sotano de la casa y
el puchero abandonado. Los que lo habéis leído, ya sabéis a lo que me refiero.

Pero no me cabe la menor duda: la Providencia existe… aunque quizás ni Cormac


McCarthy se lo crea.

Elementos narrativos en La Carretera de Cormac McCarthy: el espacio y el


tiempo (2)

A primera vista me llamaron la atención varias cuestiones que, por evidentes y llamativas,
no dejan de ser sorprendentes:

 No sabemos absolutamente nada de los protagonistas. Sólo sabemos que son un


padre y un hijo. No sabemos cómo se llaman, ni las edades. No sabemos a que se
dedicaba el padre, ni cómo es su aspecto físico. Sólo en un par de ocasiones nos
apunta determinados rasgos: el pelo rubio del niño y la lógica barba del padre -están
semanas enteras sin poder asearse dadas las circunstancias.

 Sin embargo, por el retrato psicológico del padre y por cómo describe el
comportamiento del hijo ante determinadas situaciones, podríamos situar al hombre
alrededor de la cuarentena y al niño entre los 6 y 10 años. Probablemente una edad
intermedia.
 El otro aspecto relevante es que el lector en ningún momento sabe dónde y cuándo
se localiza la acción. Se intuye que son los Estados Unidos por algunos letreros
publicitarios, pero poca cosa más. No sabemos si está yendo desde Nueva York a
Miami o desde Arizona a San Francisco. Ni determina el punto de partida ni
determina el objetivo, y, por supuesto, localiza los pasos intermedios. Tampoco
sabemos si se trata de un futuro cercano o lejano. McCarthy juega con esa ausencia
de tiempo y espacio para acentuar la sensación de desorientación.

Curiosamente, como para poder un poco de cordura en ese universo sin tiempo y espacio
donde apenas tenemos consciencia de cuantas semanas abarca el relato, el padre mantiene
el rumbo de su destino con un viejo y desvencijado mapa. Interesante también la única
reacción de cierta felicidad del padre en toda la novela: el descubrimiento del sextante, un
instrumento que usaban los marinos para saber cuál era su espacio en un mar que les
debería parecer infinito.

Esa ausencia de información permite a McCarthy que nos centremos en lo importante. ¿De
qué nos serviría saber si el niño se llama Michael y tiene 9 años y el padre, médico antes, se
llama John y tiene 43? Probablemente crearía una empatía con el lector que a McCarthy no
le ayudaría a mostrar con tanta contundencia los hechos que describe. Son, en definitiva,
sólo un hombre y su hijo en un espacio y tiempo indeterminados. ¿Sólo eso? En realidad,
somos la humanidad y es nuestro mundo*

* Potente imagen la que crea cuando les sitúa sentados en la orilla del mar y el padre, a
preguntas de su hijo, llega a imaginarse a otro padre y a otro hijo parecidos a ellos dos en la
otra orilla de ese mar. ¿Qué mar? ¿Qué orillas?

La carretera de Cormac McCarthy: Alegorías (3)

Probablemente esté totalmente equivocado y vea pájaros donde no los hay. Que de tanto
darle vueltas al texto de McCarthy esté llegando a conclusiones erróneas. Es posible. Es
más que probable.

Sin embargo, el texto no creo que sea un ejercicio de visión de futuro ni tan siquiera de
fantaciencia. Creo que es un libro escrito en presente, tomando las realidades de estos
tiempos como punto de partida. ¿Nos escandaliza la presencia de caníbales? ¿Que además
se hayan organizado para desarrollar una actividad cercana a la “ganadería humana”? Nos
horroriza y nos pone en guardia sobre cómo será un posible futuro de caos postnuclear.
Pudiera parecer que esa referencia a Hobbes -el hombre es un lobo para el hombre- es una
exageración planteada por McCarthy. Pero creo que su intención es destacar el desprecio
que podemos llegar a ternos a nosotros mismos cuando se trata ya no sólo de sobrevivir,
sino de obtener y proteger nuestro propio beneficio.

Es cierto, el canibalismo organizado de Mccarthy es horroroso. Nos dibuja un futuro dónde,


practicando la técnica del avestruz, no quisiéramos estar. Sin embargo, el autor no rehuye
esa más que probable realidad futura: cuando no queden alimentos, ¿qué será de nosotros?
Cuándo nuestros bienes queden reducidos a la nada ¿qué será de nosotros? ¿Qué haremos
para no desaparecer consumidos por el hambre? ¿Permitiremos que nuestros hijos también
sufran esa penosa y dolorosa muerte por inanición?

Es la respuesta que aporta McCarthy lo que creo que hace de este libro una aportación de
gran lucidez: ese futuro que tanto nos asusta, es hoy. Y dependera de cual sea la respuesta
individual de cada uno de nosotros, nos situaremos en el bando de los “buenos” o en el de
los “malos”. De los que llevan el fuego o de los que no lo llevan.

Volviendo al apunte en el que digo que el futuro en La Carretera de McCarthy nace


precisamente hoy, parece que su preocupación surja tras comprobar/percibir que nuestra
sociedad esta ocupada y pre-ocupada en que el bienestar obtenido no se altere por nada. Y
si esa “nada” se convierte, por casualidad, en un peligro: procuraremos eliminarlo.

¿El abuelo delira, no rige, nos fastidia las vacaciones, es una sombre de lo que fue y nos
entristece ver cómo su antigua y poderosa fortaleza ahora son pasto de las babas y los
pures? ¿Que el feto, fruto de una violación espantosa, viene con seguras taras mortales?
¿Que la convivencia con ese ser, que antaño fue querido, ahora se ha hecho insorportable,
llegando incluso a convivir con el riesgo de la violencia física?

Todo esos problemas son rápidamente eliminables. Cirujía precisa, pero cirujía no
reversible. Aunque detrás de esas ecuaciones se encuentren personas, curiosamente, con
nombre y apellido, edad y aspecto físico reconocible, para resolver el problema basta con
despejar la variable desconocida: basta con eliminar al hombre.

La solución rápida. Eso es lo importante. No la solución correcta, sino la más rápida. La


que no nos produzca dolor físico. La que no incorpore responsabilidades posteriores. Da
igual si esa decisión acarrea dolor moral, siempre y cuando hayamos eliminado el dolor
físico. Al invertir la importancia de factores entre dolor moral y físico -que es algo que
llevamos haciendo mucho tiempo desde que alguien se inventó el concepto “sociedad del
bienestar”- estamos también modificando la percepción que tenemos nostros respecto a
nuestros prójimos. El dolor moral es superable o no, no lo sabemos, pero no nos importa. El
dolor físico sí que nos horroriza. ¿Cómo enfrentarnos a él?

Ese, creo que es el verdadero canibalismo que plantea McCarthy: ¿de que nos vamos a
horrorizar si hoy ya somos caníbales de nosotros mismos? Usamos a nuestro prójimo en
beneficio propio. Le vemos como una ternera en una granja que podrá aportarnos, cuando
lo precisemos, placer, oportunidades profesionales, o lujo.

Repito, McCarthy no oculta que esta realidad postapocalíptica nace de una metáfora sobre
nuestros días, o almenos eso creo yo. Pero, y como conclusión a esta exposición, creo que
McCarhty se ofrece como luz: sé bueno. Lucha por ser bueno, aunque eso sea difícil.
Aunque lleves semanas sin comer. Aunque sean otros quienes intenten destruirte. Y de ahí
la memorable y monumental metáfora que nos devuelve a esos hombres prehistóricos que
lograron sobrevivir: los buenos llevan el fuego.
La carretera de Cormac McCarthy: Los personajes (4)

Sobre el por qué de los personajes me quedo con la sensación de que McCarthy nos plantea
el nacimiento de un nuevo mundo. Algo similar a lo que Terrence Malick -éste con un tono
poético más emotivo y hermoso- plantea con El Nuevo Mundo.

El hombre viejo, el que lleva sobre sus espaldas la herencia de los errores de tantos años de
egoismo, no podrá ser capaz de levantar de nuevo por sí mismo el mundo. Sólo el hombre
limpio, que observa las cosas desde la inocencia de su corazón, podrá convertirse en puntal
donde levantar el nuevo mundo.

En este sentido, en el niño confluye un triángulo casi mágico: la inocencia infantil propia de
su edad, el horror al descubrir de lo que son capaces de hacer los hombres y la seguridad al
saber -gracias al empeño de su padre- que el bien es no comerse al prójimo.

A fuerza de repetirlo una-y-otra-vez es posible que nuestros hijos crezcan pensando que sí
es bueno comerse al prójimo. Lo hemos visto con temas tan dolorosos como el aborto. En
apenas 20 años, lo que aparecía como una monstruosidad genocida y nos recordaba a la
barbarie nazi ahora se nos ha confundido en una realidad legal que muchos aceptan como el
mal menor: acelerar la muerte de indefensos para que nuestra sociedad (aparentemente) se
modernice. Hemos renunciado al bien mayor a cambio de aceptar el mal menor. Esa es la
herencia de los caníbales. Una vez liquidado el feto, porque no comérmelo. O mejor,
porque no creo un feto y luego me lo como. ¿Monstruoso?

Los niños, aún siendo buenos por naturaleza porque aún no han tenido que descodificar el
origen y motivaciones del mal, por osmosis y observación interpretan y repiten los
comportamientos de los mayores. Esta no es una observación revolucionaria. Todos los
especialistas -psiquiatras, psicólogos, pedagogos, etc- así lo afirman: en un porcentaje
altísimo, los niños son lo que han visto hacer a sus padres.

El niño es el Nuevo Mundo. Un mundo donde las calamidades que pertrechamos los
hombres viejos no tendrán espacio a menos que dejemos, de una vez por todas, nuestras
franjas de grises a un lado. O somos buenos o somos malos. Pero no posibilistas.

Ese posibilismo bueno, que es el que encarna el padre, lleva también consigo el cálculo de
las oportunidades, la medición de los riesgos, sin pensar si detrás de ese resultado hay un
ser humano o no. ¿Cómo reacciona el padre cuando descubre la “granja humana” en el
sótano del caserón? Huye. Defiende a su hijo, su posesión más preciada. Pero olvida al
prójimo que sufre.

¿Cuál es la primera respuesta del padre al pobre hombre que les roba en la playa?
Desarmarlo hasta, posiblemente, matarlo de frío. Sobre esta escena valdría la pena
detenerse un instante: el padre toma la decisión de desarmar al ladrón hasta la humillante
desnudez. El hijo apenado por el comportamiento de su padre, parece estar disculpando-
justificando-perdonando al ladrón. Y es el hijo, quien tras mucho insistir, consigue que su
padre vuelva con la ropa del ladrón. No sabemos si habrá sido tarde. No sabremos si habrá
reparado la exagerada reacción. Pero sí sabemos que el hijo, el ser bueno que deberá
reconstruir el Nuevo Mundo, ha conseguido algo que el padre no consiguió con su esposa:
distinguir el bien del mal y reparar el mal hecho.

En la novela de McCarhty tenemos todo el arco que va del blanco al negro. El lado malo,
terminará por devorarse a sí mismo -como termina el pobre desgraciado que se topa con los
protagonistas al inicio de la novela y que después de ser disparado por el padre es devorado
por sus propios compinches. La franja de grises queda representado por el padre que,
muestra una actitud de extraordinaria determinación al querer proteger lo que él sabe que es
la semilla del bien pero que también es capaz de huir de sus responsabilidades con tal de no
exponerse a que su plan fracase. Y el otro extremo, el bien. El que no calcula o mide si lo
que debe decidir es qué hacer con ese prójimo indefenso.

Y dentro de los grises, papel especial para los tonos que pudiendo salvarse moralmente
-transitar del gris a blanco- terminan cediendo. Esa delicada cuerda que termina por
romperse por falta de esperanza: la madre.

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