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“CREO, AYUDA A MI POCA FE”

(Mc 9,24)

Quise titular esta reflexión con la súplica que eleva el padre de un muchacho epiléptico al
Señor. Dice Marcos en su versión del Evangelio que el padre gritó: ¡Creo, ayuda mi poca
fe! Otras traducciones expresan: ¡Creo, Señor; pero aumenta mi fe! Al iniciar esta
meditación tomo en mi corazón y en mis labios el grito, quizá angustiado pero lleno de
esperanza y confianza, del padre que presenta a su hijo enfermo al Señor: creo, Señor, creo,
pero aumenta nuestra fe. Creemos, Señor, pero ayúdanos a vivir estos misterios que
meditamos.

En este ejercicio está contemplado también la manera como la gente vive y expresa su fe.
Hice algunas entrevistas y sostuve algunas conversaciones con personas cercanas a la
parroquia, amigos míos de mi pueblo acerca es estas verdades de fe. Es verdaderamente
hermoso contemplar cómo la gente que no ha estudiado teología como nosotros lo hemos
hecho, expresa con amor su fe en Cristo que nos da tales gracias.

I. JESUCRISTO PADECIÓ BAJO EL PODER DE PONCIO PILATO, FUE CRUCIFICADO, MUERTO


Y SEPULTADO

Más que un dato histórico que también es importante, a mi modo de entender y de leer estos
misterios, en este artículo se ve el misterio de la encarnación del Verbo que asume en
totalidad nuestra condición humana. El mismo Dios ha puesto su morada entre nosotros,
hizo parte de una sociedad: el Pueblo de Israel, vivió las costumbres de este pueblo, y
profesó la misma fe en el Dios vivo; vivió la ley a la perfección, que estaba escrita en su
corazón (Jr 31,33), y veneró el Templo que al que consideraba la casa del Padre. Al
perdonar los pecados se reveló como Dios salvador (CEC 594). Esto quizá no lo comprende
mucha gente: que Dios es más humano que cualquiera, sin dejar de ser Dios. Entiendo aquí
el urgente llamado que tenemos de asumir nuestra cultura e historia, sin sentirnos aislados o
indiferentes de la suerte de los demás.
En esta sociedad Jesús se entrega a la muerte. Primero fue juzgado por las autoridades
religiosas; luego por las autoridades civiles. El Evangelio de Juan expresa una cierta
presión política de los sumos sacerdotes sobre Pilato para conseguir que el veredicto sobre
Jesús fuera la muerte: «Si sueltas a ese no eres amigo del Cesar (Jn 19,12)»; así lo traza el
catecismo (596). En esta reflexión, el Catecismo me llevó recordar aquello que mis papás
me enseñaron cuando era niño: “cuando pecas, condenas a Jesús al igual que los judíos”.
Lo que en ese momento no comprendía era mi participación y responsabilidad en la
condena de Jesús. Para expresar mi admiración por esta gran noticia debo tomar las
palabras del apóstol Pablo: «Mi vida está afianzada en la fe del Hijo de Dios, que me amó y
se entregó a sí mismo por mi (Ga 2,20)». Al redescubrir esto, ¡Cuánto le pido a Él que me
ayude a no perder esta conciencia! De esta manera jamás he de olvidar que mi misión
también es entregarme a mi mismo por los hermanos, amando hasta el extremo (Jn13,1).

Al contemplar el juicio de Jesús no dejo de pensar en las victimas de los juicios políticos,
incluso de nuestros señalamientos injustos. No dejo de pensar también en los niños víctimas
de las leyes abortivas, o en ancianos y enfermos conducidos a la muerte por el mal llamado
derecho a morir dignamente: la eutanasia. La Muerte es un problema social que se ve con
tanta normalidad, con mucha naturalidad, que en algunos ambientes políticos y sociales
llega a exigirse como un derecho, pero una realidad que, sin embargo, se quiere camuflar
pues le genera escándalo: la muerte le recuerda al hombre su limitación, y le hace bajar del
cielo del poder y del tener. La muerte de Cristo para muchos es una derrota, pues ven este
proceso biológico, que para nosotros los creyentes es también consecuencia del pecado,
como el fin fracasado de una persona. Por esto nadie quiere morir. En la sociedad
contemporánea la muerte es la frustración de todos los planes humanos, perdiéndose la
esperanza de la vida eterna que comienza desde aquí. Por esto la muerte genera miedo y no
esperanza.

La carta a los Hebreos, contiene una afirmación que nos lleva a contemplar a Dios que
quiso tomar todo lo nuestro, incluso la muerte para redimirla: “Jesús (…) por la gracia de
Dios gustó la muerte para bien de todos (Hb 2, 9)”. ¿Con la muerte deja de ser el Hijo de
Dios? No, en absoluto. Antes bien, asume todo lo nuestro, incluso la muerte, par sembrar en
ella la vida. Este triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte puede es buena noticia para
los cristianos indecisos o para quienes miran la fe de lejos, también para nosotros,
bautizados: morir al pecado, para tratar de hacer que Cristo crezca en cada uno.

II. JESUCRISTO DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS, AL TERCER DÍA RESUCITÓ DE ENTRE LOS

MUERTOS

Jesús baja a las entrañas de la tierra, al lugar de los muertos. Esto me hace recordar el
Oficio de Lectura del sábado santo, citado también por el catecismo, cuando dice que va a
despertar a los que duermen desde siglos, a Adán de quien se hizo hijo. Entiendo con esto
que fue a anunciar la Buena Nueva de la salvación allí, a los muertos, para que ellos
pudieran contemplar a Dios. Muchas personas entienden por esto que Cristo desciende a
los infiernos a verse con el diablo. Recuerdo que en mi niñez me sobrecogía y no daba a
entender esto del descenso a los infiernos. Me preguntaba: ¿por qué Jesús, siendo Dios, fue
al infierno? ¿Este no es el castigo de los malos? Cuando pregunté a mi Papá por esto, me
dijo que había bajado allí para derrotar al diablo. Cuando me dijo esto empecé a
imaginarme a nuestro Señor peleando a los puños con el diablo, cuya figura era humana,
con cachos y con cola. Algo de cierto tenía esta afirmación de Papá: venció con esto la
muerte y al diablo.

Pero Jesús no baja al lugar de los muertos para quedarse allí. Al contrario, sale de allí,
como lo expresa el número 556 del catecismo, (no encuentro otras palabras para
comprender y explicar) “misteriosamente trascendente en cuanto a la entrada de la
humanidad de Cristo con la gloria de Dios. Esto en verdad es de difícil comprensión. Al
preguntar a algunas personas cercanas a la parroquia en mi pueblo cómo entendían el
misterio de la resurrección, me dieron a creer que Cristo resucitaba pero que el cuerpo no
era ya físico sino un cuerpo espiritual. Esto me lleva a ver la dificultad que hay en la gente
para unificar a la persona, contemplándola como un todo.

Contemplar el misterio de Jesús que desciende a los infiernos y resucita, él mismo, que fue
crucificado y se presentó a los discípulos como tal, me lleva a pensar en tantas personas que
son víctimas de la trata y la esclavitud impuesta por fines económicos, como también en
quienes se dejan envolver en los placeres sexuales. Si ellos descubrieran el valor del
cuerpo, se su cuerpo, mediante el cual son personas en el mundo, si desempolvaran y
contemplaran que la carne que asumió el Verbo empezó a formar parte de la divinidad, y
así también nuestra carne, les ayudaría a revalorar su dignidad de personas.

III. JESUCRISTO SUBIÓ A LOS CIELOS, Y ESTÁ SENTADO A LA DERECHA DE DIOS PADRE
TODOPODEROSO

La humanidad de Jesús está plenamente unida a la divinidad de Dios. Recuerdo algunas


palabras de Ireneo de Lyón, en el Oficio de Lectura de las ferias privilegiadas de adviento;
intentaré parafrasear: Él siendo Dios se hizo hombre, para acostumbrarnos a los hombres a
Dios, y para habituarse Él a los hombres. El contemplar este misterio me lleva a afirmar a
un más mi fe y esperanza de la resurrección. Entiendo este misterio como la prenda que nos
da para que afiancemos nuestra esperanza de vivir con Él eternamente. Esto
verdaderamente es difícil de contemplar en nuestras categorías: nuestra humanidad está en
Dios, y la divinidad de Dios, por Cristo, es posible para nosotros.

IV. DESDE ALLÍ HA DE VENIR A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS


Aunque Cristo con su resurrección triunfó sobre el pecado y la muerte, sobre el diablo,
todavía seguimos soportando los avances y ataques de esta realidad. La buena noticia para
nosotros es que, como Cristo venció, podemos nosotros vencer, no por nuestra fuerza sino
por Él. Lo que entiendo de este misterio es que el reinado de Cristo ya está instaurado, pero
aún no llega a su plenitud, que es lo que todos esperamos. La Iglesia es la continuadora de
la misión de anunciar a todo el mundo esta Buena Nueva de la salvación. Debo confesar
que este misterio no lo entiendo muy bien: tengo algunas lagunas que me urge despejar.
V. CREO EN LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE
Como trazaba anteriormente, la resurrección de Cristo aviva nuestra esperanza de estar
siempre con Él. Podría decir, de estar en Dios plenamente. El discurso de san Pablo en el
Areópago ofrece una luz importante: “pues en él vivimos, nos movemos y existimos, como
han dicho algunos de ustedes: porque somos de su linaje” (Hch17,28). Mis Papás acerca
de esto afirmaban: cuando resucitemos vamos a vivir con Dios. ¡Qué esperanza más
hermosa mijo! Decía mi papá: vamos a ver siempre a Dios, mi mayor tesoro.

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