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Juan Duns Escoto

Juan Duns Escoto (1225/66-1308) es uno de los máximos exponentes de la escolástica


medieval. Reconocido ya por sus propios contemporáneos como un maestro de
extraordinaria agudeza, al punto de merecer el título de Doctor Subtilis, Escoto ha influido
de manera perdurable en el desarrollo del pensamiento filosófico y teológico sucesivo,
tanto dentro como fuera de la orden franciscana.

Índice

1. Vida

2. Obras

2.1. Las obras filosóficas

2.2. Las diversas versiones del comentario a las Sentencias: Lectura,


Reportatio Parisiensis, Ordinatio

2.3. Collationes oxonienses y parisienses

2.4. Quaestiones quodlibetales

3. La controversia entre filósofos y teólogos: naturaleza y valor el pensamiento filosófico


según Duns Escoto

4. El objeto propio del intelecto humano y la univocidad del concepto de ente

5. Metafísica

5.1. La metafísica como ciencia

5.2. Los trascendentales

5.3. Identidad y diferencia: modos intrínsecos y distinción formal

5.4. Sustancia y accidente: la interpretación escotista de las Categorías

5.5. La potencia y lo posible

5.6. Individualidad e individuación


5.7. La teología natural

6. La filosofía de la naturaleza

6.1. Materia, forma y composición hilemórfica

6.2. El lugar

6.3. El tiempo

7. El hombre

7.1. El alma humana y sus potencias

7.2. La actividad intelectual

7.3. La voluntad libre

7.4. La inmortalidad del alma

7.5. La persona

8. La Ética

8.1. El voluntarismo de Duns Escoto

8.2. Las raíces de la bondad moral

8.3. La ley natural

9. Política

10. Bibliografía

10.1. Obras de Duns Escoto

10.1.1. Edición Vaticana

10.1.2. Edición St. Bonaventure

10.1.3. Otras ediciones

10.2. Bibliografía secundaria

10.3. Recursos online


1. Vida

La información que poseemos acerca de su vida es escasa. Además de ser el nombre de


su familia, es muy probable que Duns sea el lugar en el que Juan nació: un pequeño pueblo
escocés cercano a la frontera con Inglaterra. El primer dato biográfico seguro que
poseemos, es el de su ordenación sacerdotal, ocurrida el 17 de marzo de 1291 en la iglesia
de San Andrés en Northampton. Dado que para ser ordenado era necesario tener al menos
25 años de edad, es posible conjeturar que Escoto nació entre 1265 y 1266. No sabemos
exactamente cuando entró a formar parte de la orden franciscana; sin embargo, está
documentado el hecho de que el 26 de julio del 1300, el padre provincial Hugo de Hertipole
pidió al obispo de Lincoln licencias para confesar para 22 Frailes Menores, entre los cuales
se encontraba nuestro autor. Además, Escoto se encontraba en Oxford, en calidad de
bachiller, durante una disputa sostenida por el maestro Felipe Bridlington, ocurrida en el
año académico 1300-1301.

Teniendo en cuenta estos datos, parece razonable concluir que Duns Escoto, tras de
haber ingresado en la orden de los Frailes Menores, realizó sus estudios de filosofía y de
teología en Oxford, hasta obtener el grado correspondiente en el año 1301. Puesto que ese
período formación tenía una duración de 13 años, esta podría haber comenzado en el otoño
de 1288. Es en Oxford, por tanto, que Escoto comenta por primera vez las Sentencias de
Pedro Lombardo, probablemente durante el curso 1298-99; una vez transferido a París, las
comentará una segunda vez en el curso 1302-1303. El 25 de junio de 1303 fue expulsado de
Francia por haberse negado, al igual que otros maestros, a ponerse de parte del rey Felipe el
Hermoso en su disputa con el Papa Bonifacio VIII. Escoto vuelve entonces a Inglaterra, tal
vez a Oxford, aunque en 1304, una vez restablecida la paz entre el rey de Francia y el Papa,
tras la elección de Benedicto IX, lo encontramos otra vez en París. En el otoño de 1307 se
transfiere al studium de Colonia, donde morirá cerca de un año más tarde. Una antigua
tradición dice que la fecha de su muerte fue el 8 de noviembre de 1308. Sepultado en
la Minoritenkirche de Colonia, en su sarcófago es posible leer el siguiente célebre epitafio:

Scotia me genuit Escocia me vio nacer


Anglia me suscepit Inglaterra me acogió
Gallia me docuit Francia fue mi maestra
Colonia me tenet Colonia me retiene consigo

2. Obras
La obra de Escoto consiste mayormente en una colección de diversos materiales,
relacionados sobre todo con su actividad docente, que nuestro autor, debido a la brevedad
de su vida, sólo pudo revisar de manera parcial e incompleta. A esto hay que añadir el
hecho, hoy generalmente aceptado, de que después del año 1300 Escoto revisó algunos de
sus textos juveniles, modificando sensiblemente algunas de sus partes. Por tanto, la
reconstrucción de la cronología de su obra —ya sea absoluta, ya sea relativa— no puede
sino resultar imprecisa e hipotética, si bien los especialistas parecen haber alcanzado un
cierto acuerdo acerca de sus elementos fundamentales.

Hasta mediados del siglo XX, la edición de referencia de los textos Escoto era la
publicada por Luke Wadding en Lyon en 1693, reimpresa en París por el editor Vivès entre
1891 y 1895. A pesar de tratarse una obra fundamental para la historia del escotismo, la
edición Wadding no resultaba plenamente confiable y atribuía a Escoto diversos textos que
más tarde se han revelado espurios. En los primeros decenios del siglo XX, la orden de los
Frailes Menores puso en marcha la elaboración de una edición crítica. A dicho efecto se
constituyó la Comisión escotista, que entre 1950 y 2013 ha publicado el texto de
la Ordinatio y de la Lectura, dando origen a la llamada «edición vaticana». Un segundo
equipo, que comenzó a trabajar en 1997 en el Franciscan Institute de la Saint Bonaventure
University (New York), se ha ocupado, en cambio, de la edición de las obras filosóficas.
Como consecuencia de la complejidad redaccional del material atribuible a Escoto, el
trabajo de edición crítica ha resultado especialmente arduo, y continúa dejando abiertas
numerosas cuestiones, que plantean no pocas dudas.

2.1. Las obras filosóficas

Habitualmente se considera que una serie de comentarios a las obras lógicas de Porfirio
y de Aristóteles corresponden a la primera etapa de la carrera de Escoto (es decir, a los
primeros años del último decenio del siglo XIII). Se trata de las Quaestiones super
Porphyrii Isagoge, las Quaestiones in librum Praedicamentorum; las Quaestiones in I et II
Peri Hermeneias; Octos quaestiones in duos libros Perihermenias; las Quaestiones in
libros Elenchorum. A estos textos corresponden los tomos I y II de la edición St.
Bonaventure, junto con los Theoremata, cuyo origen escotiano aún hoy se discute. Se ha
dudado también de la autenticidad de las Quaestiones super libros de anima [St.
Bonaventure, t. V]; sin embargo el hecho de que la tradición manuscrita, así como también
el teólogo franciscano Adam Wodeham (1298-1358) las atribuyan explícitamente a Escoto,
inclina la balanza a favor de su autenticidad. También en este caso, se trata de un material
que se remonta al último decenio del siglo XIII.
Resulta en cambio más compleja la historia redaccional de las Quaestiones super
Metaphysicam [St. Bonaventure, tt. III-IV]. Los estudiosos concuerdan en atribuir a la fase
juvenil de su carrera solamente los cinco primeros libros; los restantes, en particular los
libros VII-IX, serían el resultado de una importante revisión, realizada por Escoto después
del 1300. Las lecciones sobre Metafísica comprendían también un comentario literal al
texto de Aristóteles, del cual se conserva un vestigio parcial gracias a los Notabilia Scoti
super Metaphysicam, editados por Giorgio Pini en el 2017.

Un escrito de Duns Escoto particularmente logrado es el De primo principio. Se trata de


un breve tratado de teología natural, compuesto probablemente hacia el final de su carrera.
De este texto se han realizado dos ediciones críticas: la de Marianus Muller en 1941 y la de
Wolfgang Kluxen en 1974. Si bien la obra repite gran parte de lo que ya había sido dicho
en el primer libro de la  Ordinatio, el De primo principio tiene un valor filosófico especial,
en cuanto representa la última palabra de Escoto acerca de la existencia y de la naturaleza
de Dios, en cuanto ente infinito.

2.2. Las diversas versiones del comentario a las Sentencias: Lectura, Reportatio

Parisiensis, Ordinatio

El primer testimonio de la enseñanza teológica de Escoto es su versión del Comentario


a las Sentencias, conocida como Lectura, realizada en Oxford probablemente en el curso
1298-99. La obra llega hasta el tercer libro [ed. Vaticana, tt. XVI-XXI]. Del período
parisino poseemos, en cambio, diversas Reportationes, es decir, apuntes que reproducen lo
que el maestro decía en las lecciones. Han llegado hasta nosotros varias versiones de los
comentarios a cada uno de los cuatro libros de las Sentencias: cinco del
primero (Reportatio IA - IB - IC - ID -IE), dos del segundo (Reportatio IIA - IIB), cuatro
del tercero (Reportatio IIIA - IIIB - IIIC - IIID) y dos del cuarto (Reportatio IVA – IVB).
De todo este material, Escoto solo revisó la Reportatio  IA, por lo que se la conoce también
como Reportatio Examinata.

Aunque contamos con diversas ediciones, tanto modernas como recientes, aún no existe
una edición crítica de la Reportatio parisiensis. Las Reportationes IB y IVB fueron
impresas en París respectivamente en los años 1517 y 1518. Luke Wadding había
publicado, bajo el nombre de Reportata Parisiensia, las versiones II-IVA. Sin embargo,
esta edición reproduce, en vez la Reportatio IA, las Additiones Magnae al primer libro,
redactadas por el secretario de Escoto, Guillermo de Alnwick (1270-1333). Recientemente,
el Franciscan Institute ha publicado el texto de la Reportatio Examinata (2004-2008)
acompañado de una traducción inglesa, y una reedición de la Reportatio IV A (2016).
Además de la Lectura y de la Reportatio parisiensis, Escoto se ocupó de la composición
de una Ordinatio, es decir, de una versión del Comentario de las Sentencias revisada por el
autor en orden a su publicación. Nuestro autor comenzó su redacción cuando se encontraba
en Oxford, tomando como base el texto de la Lectura, llegando probablemente a revisar los
dos primeros libros; continuó este trabajo en París, pero sin llegar a terminarlo.
Históricamente, se ha considerado que la Ordinatio es el texto que transmite la expresión
acabada del pensamiento de Escoto; sin embargo, el hecho de que se trate de un texto
revisado directamente por Escoto, no significa que represente siempre su posición más
madura y definitiva. Esta observación adquiere un valor aun mayor si se tiene en cuenta
que, en París, Escoto repensó a fondo sus propias posturas, llegando incluso, en algunos
casos relevantes, a modificarlas de manera significativa.

Otro problema redaccional, que afecta especialmente al segundo libro de la Ordinatio,


reside en el hecho de que Escoto no revisó el texto respetando el orden numérico de las
cuestiones, sino que procedió de manera selectiva, decidiendo concentrarse en algunas
distinciones y dejar de lado otras. Este modo de proceder dio lugar a inevitables lagunas,
que Escoto no llegó jamás a abordar. Después de su muerte, sus seguidores fueron
completando esas lagunas con materiales provenientes, sobre todo, de su enseñanza más
madura. Precisamente con el objetivo de ordenar y fijar el texto de la Ordinatio,
garantizando así la transmisión exacta del pensamiento de Escoto, su secretario, Guillermo
de Alnwick compiló las ya citadas Additiones Magnae. Sin embargo, cuando los expertos
de la Comisión escotista afrontaron la tarea de establecer el texto crítico de la Ordinatio,
decidieron excluir las interpolaciones provenientes de las Additiones porque, en su opinión,
Guillermo no habría sido capaz de reproducir el pensamiento del Maestro sin alterarlo con
elementos propios. Esta exclusión ha sido severamente criticada por otros estudiosos, los
cuales, inclinándose por la fiabilidad del trabajo de Guillermo, han sostenido que, al actuar
de esta manera, la Comisión escotista ha dejado de lado un importantísimo testimonio
directo de la enseñanza de Duns Escoto [Dumont 2001: 767].

2.3. Collationes oxonienses y parisienses

Tradicionalmente se han atribuido a Escoto dos series de Collationes, una oxoniense, de


26 disputas, y otra parisina, de 19, que tratan sobre temas muy diversos entre sí.
Estas Collationes son el testimonio de las discusiones mediante las cuales los estudiantes
franciscanos, bajo la guía de un maestro, afinaban las propias capacidades argumentativas y
adquirían una mayor competencia filosófica. Se trata de un material complejo y claramente
heterogéneo. Tras un análisis atento, se concluye que sólo una parte de
las Collationes refleja el pensamiento de Escoto, mientras que en otros momentos, sus
ideas aparecen más bien como una opinión discutida por otros. Wadding había ya publicado
buena parte de estas Collationes, mezclando sin embargo las dos series. En 2016, Guido
Alliney y Marina Fedeli presentaron una edición crítica de las oxonienses, proponiendo
situarlas cronológicamente en los años 1300-1301. En cuanto a la datación de las parisinas,
no contamos con elementos que nos ayuden a precisar su fecha de composición, más allá
del intervalo 1302-3 y 1304-6, años en que Escoto ejerció la docencia en París.

2.4. Quaestiones quodlibetales

Escoto discutió este grupo de cuestiones en París, en calidad de magister theologiae, en


el otoño de 1306 o en la primavera de 1307. Publicadas en su momento por Wadding, Félix
Alluntis realizó una nueva edición en 1963. Se trata de un material revisado por el Escoto,
testimonio confiable de su enseñanza más madura.

3. La controversia entre filósofos y teólogos: naturaleza y valor el pensamiento

filosófico según Duns Escoto

El prólogo del Comentario a las Sentencias, en las versiones de la Lectura y de


la Ordinatio, contienen una disputa ideal entre el filósofo y el teólogo. Si bien ambos parten
de la idea de que el hombre, habiendo sido dotado de naturaleza racional, tiene como fin
natural la consecución de una felicidad perfecta, filósofos y teólogos toman dos actitudes
totalmente diversas, cuando se trata de determinar cómo alcanzar ese fin. Según Escoto, el
filósofo asume como guía la sola razón natural, al punto de excluir a priori cualquier
conocimiento de tipo sobrenatural. De esta manera, el filósofo establece que la felicidad
debe alcanzarse por vía natural, ya que la naturaleza no hace nada por casualidad ni
inútilmente. Por eso, para el filósofo, el hombre encuentra la felicidad perfecta cuando se
dedica a la actividad más noble que es capaz de realizar en esta tierra. Dicha actividad
consiste en la contemplación de la verdad mediante el ejercicio de las ciencias teóricas, en
particular de la metafísica, ciencia que permite al hombre conocer a Dios y a las sustancias
separadas [Ordinatio, prol., I, q. unica, §§ 5-11]. La dimensión sobrenatural, dejada
metódicamente de lado por el filósofo, es en cambio el punto de partida del teólogo, que
alcanza así, de manera inmediata, una posición ventajosa con respecto al primero.
Contando con la luz de la revelación, el teólogo tiene un conocimiento más preciso del
verdadero fin del hombre y es consciente de los límites de la razón natural, de los cuales el
filósofo, al encontrarse circunscrito por ellos, no puede tener noticia.

Para comprender mejor el perfil del filósofo propuesto por Escoto, es necesario tener en
cuenta la condena promulgada por el obispo de París, Étienne Tempier, el 7 de marzo de
1277: en ella se atacaban 219 afirmaciones filosóficas, tomadas de las enseñanzas de los
maestros de artes de la Universidad de París. Es indudable que esos maestros, entre los que
destacan Siger de Bravante y Boecio de Dacia, pretendían construir un saber filosófico que
no estuviera condicionado por la perspectiva de la fe. Sin embargo, ellos no asumían esta
actitud por incredulidad o por falta de respeto hacia la Revelación. Tomando como punto
de partida el principio según el cual, si se acepta practicar la filosofía, es necesario hacerlo
con total honestidad intelectual y hasta sus últimas consecuencias, quieren evitar forzarla,
atribuyéndole conclusiones que, en realidad, derivan subrepticiamente del dato de fe. Así,
sistematizando y radicalizando algunas de las afirmaciones condenadas por Tempier,
Escoto ha caricaturizado la figura del filósofo, presentándolo como un sujeto de mirada
corta y limitada [Boulnois 1999: 37]. Mediante esta operación, Escoto pretende mostrar la
inadecuación y la unilateralidad de la pretensión de usar la sola razón natural dejando
totalmente de lado la dimensión sobrenatural.

El hecho de que presente a los filósofos como defensores de un punto de vista


inadecuado para alcanzar el fin más alto de la vida humana, no significa que Escoto asuma
una actitud contraria a la filosofía, ni que pretenda disminuir el valor de la razón. Se trata
más bien de reconocer que la «verdadera» filosofía no es aquella que el hombre puede
elaborar sin el apoyo de la Revelación, sino más bien gracias a ella: la Revelación, de
hecho, ilumina la razón natural, volviéndola consciente de sus capacidades reales,
ayudándola a descubrir que posee una sublimidad, una dignidad y una apertura a la verdad
que los filósofos antiguos —grandes, pero desprovistos de la Revelación— no podían
siquiera imaginar.

Sobre este particular, Escoto asume una perspectiva claramente diversa de la sostenida,
de manera emblemática, por Tomás de Aquino. El maestro dominico estaba convencido de
que la filosofía practicada por los antiguos, si se continua correctamente, tiene en sí la
capacidad de ampliar los horizontes de la razón humana, disponiendo al hombre a adquirir
verdades cada vez más altas. Además, para Tomás era importante reconocer que algunas
verdades, alcanzables por la sola razón natural, actúan como preámbulos de la fe. Aquello a
lo que Escoto se opone es precisamente a la idea de que la filosofía pueda ejercer ese rol.
Según Escoto, la verdad sobrenatural no puede ser preparada ni estar contenida siquiera
embrionariamente en ninguna de las actividades mediante las cuales el hombre tiende a sus
propios fines naturales, es decir, utilizando únicamente los medios con los que cuenta pro
statu isto y sin contar con la ayuda de la Revelación. Más bien, Escoto insiste en el hecho
que la verdad sobrenatural es la que revela al hombre sus más auténticas potencialidades.

Para explicar en que sentido algo es sobrenatural, Escoto señala que la sobrenaturalidad
no se refiere a la relación entre nuestras facultades y un cierto tipo de forma recibida. En tal
caso, una forma sería “natural” cuando es conforme a la naturaleza del que la recibe. De no
ser así, es “violenta”, si le es contraria, o bien indiferente. La relación natural-sobrenatural
se refiere en cambio a la relación con el agente. En ese caso, es natural la acción que se se
produce en el ámbito de un orden preestablecido, y es sobrenatural cuando el agente no
tiene ninguna relación preestablecida con el receptor y lo supera por naturaleza. Justamente
porque Dios es superior al hombre y no actúa en base a un orden preestablecido, sino por
voluntad pura y libre, todo lo que Dios transmite al hombre es sobrenatural.

Entonces esto permite comprender porqué el hombre accede a su fin más alto sólo
gracias a la voluntad, cuando ésta se encuentra con otra voluntad, la divina, y acepta
libremente cuanto Dios le revela acerca de su fin último. Por tanto, cuando Escoto afirma
que concede a los filósofos precristianos que el conocimiento pleno de Dios y la
bienaventuranza perfecta son los fines «naturales» del hombre, da a estas palabras en un
sentido que resulta completamente desconocido para estos: el hombre posee por naturaleza
una libertad que lo hace capaz —paradójicamente— de trascender su propia naturaleza
limitada y finita, y lo prepara para recibir de Dios un conocimiento y una beatitud mayores
que aquellas que corresponden al orden puramente natural [Ordinatio, prol., I, q. unica, §§
71-76].

4. El objeto propio del intelecto humano y la univocidad del concepto de ente

Al buscar establecer cual es el objeto del intelecto humano, Escoto toma en


consideración dos posibles respuestas. La primera es aquella ofrecida por Tomás de
Aquino, que sostenía que el objeto propio del intelecto es la quiditas rei materialis, es
decir, la naturaleza de las cosas cognoscibles por medio de los sentidos. Según Tomás, todo
cuanto conocemos es fruto del proceso de abstracción de una forma a partir de la materia,
proceso que comienza por los sentidos y pasa a través de los fantasmas. Una segunda
respuesta, que proviene de Enrique de Gante, mantiene que Dios es el primum cognitum,
identificándolo como el fundamento de todo aquello que conocemos.

Según Escoto, para afrontar de manera correcta esta cuestión, en primer lugar, es
necesario distinguir aquello que el intelecto humano es capaz de conocer sí mismo (ex
natura potentiae) de aquello que puede conocer aquí y ahora, en su condición actual (pro
statu isto), en la cual el hombre es sólo —y provisionalmente— un caminante (viator). A la
luz de esta distinción, Escoto afirma que la quiditas rei materialis no es el objeto propio el
intelecto en sí mismo considerado, sino que corresponde a aquello que el intelecto es capaz
de conocer en su condición actual, motivo por el cual necesita de los fantasmas
provenientes de la experiencia sensible. Sin embargo, la quiditas rei materialis no puede
ser el objeto adecuado del intelecto humano en sí mismo considerado porque, de ser así, el
hombre, ni siquiera en el paraíso podría tener a Dios como objeto del pensamiento, desde el
momento en que Dios no es reducible a este tipo de quididad.

Esta reflexión no lleva a Escoto a sostener que Dios sea el objeto del intelecto en sí, en
el sentido intentado por Enrique de Gante: el intelecto humano, en verdad, no piensa a Dios
en cuanto Dios, sino como un cierto tipo ente (sub ratione entis). Por tanto, concluye
Escoto, el objeto propio del intelecto humano es el ente, que se constituye en razón común,
dentro de la cual quedan comprendidos lo que es finito y lo infinito, lo creado y lo increado,
lo sustancial y lo accidental [Ordinatio,  I, d. 3, p. 1, q. 3, §§ 125-130]. Con esta doctrina,
Escoto pretende dar razón de la apertura del intelecto humano al conocimiento de la
totalidad de la realidad: precisamente porque el objeto primero y más adecuado al intelecto
humano es el ente, entonces cualquier ciencia, ya sea que tenga por objeto la realidad
extramental, ya sea que estudie el ente de razón, tiene siempre por objeto algo real, de
modo que el pensamiento resulta invariablemente coextensivo con el ser [Quodlibet  III, §
2].

Respecto a las demás nociones de nuestro intelecto, Escoto atribuye a la noción de ente
un doble primado epistemológico: el «de comunidad», en cuanto solo el concepto de ente
es capaz de abarcar la totalidad de lo real; y el «de virtualidad», porque este incluye
virtualmente la noción de toda la otra realidad, permitiéndonos acceder cognoscitivamente
a todas las cosas [Ordinatio, I, d. 3, p. 1, q. 3, § 151]. A lo largo de su carrera, Escoto
madura la tesis de que la noción de ente, para poder llevar a cabo su propia función
cognoscitiva, debe ser unívoca. Si bien en las obras que se remontan al último decenio del
siglo XIII Escoto no parece haber llegado aún a esa conclusión, a partir de
la  Lectura, comienza a sostener que la noción de ente goza de una univocidad particular,
que no debe confundirse con la física o la metafísica: de ser así, expresaría una cierta
identidad real entre los entes (análoga a aquella que concierne a la especie o al género
próximo de pertenencia), lo cual no se corresponde con la realidad. Para Escoto, la noción
de ente goza más bien de una univocidad de orden lógico-semántico: cuando decimos que
las cosas «son», sin ulteriores especificaciones, utilizamos el término «ser» según un
significado que permanece invariable, incluso cuando cambian los tipos de sujetos del que
lo predicamos. Gracias a esta univocidad, la noción de ente tiene la capacidad de ser el
fundamento del principio de no contradicción, haciendo imposible afirmar una cosa y al
mismo tiempo negarla, respecto de un mismo sujeto.

Por este motivo, Escoto acepta que la analogía es posible a nivel físico y ontológico,
pero no a nivel lógico-semántico. Los conceptos, también cuando se aplican a cosas
diversas, pueden ser solamente unívocos o equívocos: de no ser así, los términos no
tendrían un significado bien definido. En consecuencia, un concepto análogo no sería más
que un concepto ambiguo, como sucede, según Escoto, con la posición de Enrique de
Gante, quien mantenía que, si bien entre el ser de Dios y el de las criaturas no hay ninguna
comunidad real, nuestro intelecto se forma un concepto de ente suficientemente vago como
para poder ser aplicado de manera ambivalente —en este sentido «analógica»— a Dios y a
la criatura. Escoto no acepta este argumento, según el cual se hace depender nuestro
conocimiento de la divinidad de la aplicación a Dios de un concepto inadecuado, por no
decir erróneo. Desde su punto de vista, solo la univocidad semántica de la noción de ente da
un sentido pleno a la analogía real entre los entes, fundando sus identidades, diferencias y
similitudes sobre una unidad conceptual de orden superior.

Para comprender bien esta doctrina, es necesario advertir que Escoto intenta proteger a
la teología de eventuales desviaciones agnósticas, que el abuso de la así llamada «teología
negativa» podría provocar. El noble intento de no equiparar a Dios con el ente creado, que
llevaba a negar la atribución ingenua a Dios de las perfecciones que encontramos en los
entes sensibles, implica también el riesgo de concebir a Dios como una entidad a tal punto
«distante» del pensamiento humano, que en último análisis le resulta inaccesible. En tales
condiciones, todo discurso teológico resulta completamente vano. Por ese motivo, Escoto
concibe la univocidad de la noción de ente como la condición concreta de posibilidad de
que el hombre pueda elevarse al conocimiento de Dios, con los medios de los que ya
dispone pro statu isto, una vez que estos han sido iluminados por la Revelación [Bettoni
1966: 66-67].

5. Metafísica

Las dos tesis recién enunciadas —es decir, que el ente es el objeto propio del intelecto
humano y que la noción de ente es unívoca— constituyen los presupuestos fundamentales
para comprender la posición de Escoto acerca del estatuto científico de la metafísica y de la
determinación de su objeto.

5.1. La metafísica como ciencia

En el libro de la Metafísica [E 1, 1026a18-21], Aristóteles distingue tres ciencias


teóricas: las matemáticas, la física y la que llama ciencia “teológica”, en cuanto que se
ocupa de las cosas más altas y por lo tanto divinas. Por esto, tal ciencia se revela como la
más universal, capaz de estudiar al ente en cuanto ente. Duns Escoto asume esta
tripartición, sin embargo siguiendo la lectura de Avicena, que en el lugar de la teología
colocaba a la metafísica. Las matemáticas, la física y la metafísica son ciencias —como
Escoto explica— “reales”, porque se ocupan de las cosas del mundo y no de nuestros
conceptos, de los cuales se ocupa la lógica. La matemática tiene por objeto los aspectos
cuantitativos de las cosas sensibles, mientras que la física aquellos que derivan de la forma.
La metafísica se distingue de estas dos ciencias porque su objeto no es un tipo particular de
ente, ni se limita a un único nivel de realidad. No sería correcto decir que el objeto de la
metafísica es la sustancia, porque también el ser de los accidentes se cuenta entre los
objetos que indaga el metafísico. Menos aún puede decirse que su objeto sea Dios, puesto
que Dios es más bien aquello de lo que la metafísica pretende demostrar la existencia:
haciendo referencia a los Analíticos segundos, Escoto recuerda que ninguna ciencia puede
tener por objeto aquello que debe demostrar; aquello que se encuentra a la base de una
ciencia o bien es una cosa evidente, o bien un objeto recibido de otra ciencia [Quaestiones
super Metaphysicorum libros Aristotelis, VI, q. 1, §§ 43-50].

Según Escoto, las dos posiciones más autorizadas que tratan acerca del objeto de la
metafísica son la de Averroes y de Avicena. Según el primero de estos autores, la
metafísica continúa el camino iniciado por la física, la cual, partiendo de la experiencia del
movimiento, llega a demostrar la existencia de un primer motor inmóvil. Según Avicena, en
cambio, la metafísica considera algo que la física no se encuentra absolutamente en grado
de tematizar, esto es, el ente en cuanto ente.

Escoto tiende a situarse en continuidad con la posición de Avicena, si bien le reprocha el


no haber reconocido el influjo de la Revelación, al establecer que el objeto propio de la
metafísica es el ente en cuanto ente. Escoto sostiene que es necesario distinguir la
«metafísica del que está aún en camino» de la metafísica en sí: la primera —que es aquella
en la que se habría entretenido Tomás de Aquino— se configura como un saber limitado a
las naturalezas sensibles, cuyo objeto, por tanto, ha de ser identificado con el ente común de
las criaturas. La segunda, en cambio, es la metafísica de la que el intelecto humano es capaz
en sí mismo, es decir, cuando supera los límites de su condición actual de caminante. Decir
que el objeto de tal saber es el ente en cuanto ente, significa reconocer que ese objeto no se
identifica con el ser creatural, sino que comprende todo aquello que es «ente», por tanto
también a Dios, en la medida en que Dios puede ser llamado «ente». Escoto observa que
este saber es típico de los ángeles y que el hombre podrá poseerlo establemente solamente
tras de la muerte; sin embargo, estimulado por la Revelación, nuestro intelecto puede
elevarse ya en esta vida más allá del ente creado, al punto de concebir a Dios como «ente
infinito».

Partiendo de estas premisas, Escoto atribuye a la metafísica una identidad precisa,


destinada a triunfar en la modernidad: la metafísica es una doctrina general del ente y una
«ciencia trascendental» (scientia trascendens), de la que la teología natural —que
representa su punto más alto— constituye su parte especial. Duns Escoto, por tanto, ha
puesto las bases de la distinción moderna entre Metaphysica generalis y Metaphysica
specialis; además, resulta relativamente sencillo entrever en Duns Escoto el inicio de aquel
planteamiento «onto-teológico» del saber metafísico criticado con tanta aspereza por
Martín Heidegger.

5.2. Los trascendentales

Definida como scientia trascendens, la metafísica se ocupa principalmente de los así


llamados «trascendentales». Una tradición secular, inaugurada por Severino Boecio,
identifica a los trascendentales con aquellas nociones coextensivas con la de ente. Se trata,
en definitiva, de nociones como «uno», «verdad» o «bien», las cuales no significan una
cosa diversa de «ente», si no que lo expresan bajo un determinado aspecto particular.
Tomás de Aquino había ofrecido una rigurosa clasificación de los trascendentales,
estableciendo la siguiente tripartición: 1) aquellos que significan el ente en sí mismo bajo
un aspecto particular (unum y res); 2) aquellos que significan el ente en cuanto distinto de
todo otro ente (aliquid y aliud); 3) aquellos que significan el ente en relación con nuestra
alma: el verum, que es el ente en relación con nuestra inteligencia; y el bonum, que es el
ente en relación con el deseo y la voluntad.

Escoto considera insuficiente este modo de entender los trascendentales.


«Trascendental», en su opinión, no es solamente aquello que es convertible con el ente,
sino todo aquello que no puede ser encuadrado bajo ninguna de las diez categorías
indicadas por Aristóteles. Así, Escoto elabora un catálogo de trascendentales mucho más
rico que el tradicional. El de los trascendentales convertibles con el ente («uno», «verdad»
y «bien») es sólo el primero de tres grupos, el segundo de los cuales está constituido por los
«trascendentales disyuntivos». A diferencia de los que integran el grupo precedente, que
son nociones simples, cada uno de estos nuevos trascendentales está compuesto por una
pareja de nociones, en la que la primera tiene o bien un vínculo de correlación con la
segunda (como en el caso de antecedente/consecuente, causa/causado, excedente/excedido),
o bien de oposición (en acto/en potencia, independiente/dependiente, necesario/posible,
sustancial/accidental, finito/infinito, absoluto/relativo, simple/compuesto, uno/muchos,
idéntico/diverso) [Ordinatio I, d. 8, q. 3, §§ 113-115].

Un tercer grupo está formado por aquello que Escoto llama «perfecciones absolutas». Se
trata de propiedades capaces de volver a cualquier ente que las posea en más noble y
perfecto, en sentido absoluto, que aquel que no las posee. Entre ellas, Escoto enumera el
comprender, el querer, la sabiduría, el amor [De primo principio, c. 3, §§ 53-58]. El
hallazgo de este grupo es uno de los rasgos más originales de la doctrina de Escoto: las
perfecciones absolutas no forman parte de los trascendentales por ser coextensivas con el
ente (primer grupo), o en cuanto propiedades disyuntivamente comunes a todos los entes
(segundo grupo), sino porque representan los niveles más altos de perfección ontológica:
ellas se encuentran o bien solamente en Dios, o en Dios y en algunas criaturas
particularmente nobles.

5.3. Identidad y diferencia: modos intrínsecos y distinción formal

Como hemos dicho anteriormente, a la univocidad del concepto de ente corresponde una
pluralidad de modos y de realizaciones en el plano de la realidad. Si, por tanto, nos
preguntamos «¿de qué modo dos o más entidades difieren entre sí?», podríamos sentirnos
tentados a responder de dos maneras: o bien «realmente», o bien «conceptualmente». Duns
Escoto retiene insuficiente contentarse con estas dos alternativas, dado que el intelecto
capta también otras diferencias, que se encuentran en una especie de zona intermedia entre
la distinción real y la de razón: entre éstas, tienen particular relevancia, para el pensamiento
de nuestro autor, la que se da entre un ente y su modos intrínsecos y la así llamada
«distinción formal».

Según Duns Escoto, nuestra comprensión del ente está siempre asociada a los modos
intrínsecos que determinan el grado ontológico que ese ente posee. Por ejemplo, cuando
pensamos en un blanco intenso, podemos observar que la intensidad no añade ni quita nada
a la blancura en sí y, sin embargo, el blanco no podría darse sin estar vinculado a una cierta
gradualidad, que constituye una especie de «modo intrínseco» de ser blanco. Por tanto, si
bien puede concebirse una cosa prescindiendo de sus modos intrínsecos, resulta claro que
ese concepto sería menos adecuado que el que nos formaríamos, si tomáramos también en
cuenta sus modos intrínsecos. Así, aplicando esta doctrina a la ontología, Escoto atribuye al
ente dos modos intrínsecos fundamentales: el «infinito» y el «finito». Escoto considera, a
su vez, que la necesidad y la eternidad son los modos intrínsecos del ente infinito; la
contingencia, la distinción en acto/en potencia y la existencia, son modos intrínsecos del
ente finito.

La distinción formal sucede, en cambio, cuando dos o más entidades dan origen a una
misma realidad y, sin embargo, no son la misma cosa, como demuestra el hecho de que
cada una de ellas tenga una definición propia, distinta de la de la otra. Así, por ejemplo,
para Escoto el alma no es realmente distinta de sus facultades, y, sin embargo, vemos que la
inteligencia o la voluntad no son la misma cosa que el alma. Entre estas realidades no existe
una mera distinción de razón, caso contrario tendrían una definición idéntica. Por eso, es
necesario afirmar que la inteligencia o la voluntad poseen una identidad extramental propia,
que no coincide en todo con la del alma en la que se encuentran.
Escoto llama «formalidades» (formalitates) a las identidades que se distinguen de este
modo. Es importante, sin embargo, no confundir la noción de «formalidad» con la de
«forma». En realidad, desde la óptica de Escoto, una forma (como, por ejemplo, una
cualidad) se distingue realmente del sujeto en el que se encuentra, mientras que una
formalidad es realmente idéntica con aquél. Se podría decir, en suma, que una formalidad
es una cierta «porción de ser», inseparable del ente o de la esencia en que se encuentra
[Grajewski 1944: 76].

Además de aportar un instrumento indispensable para afrontar con éxito la cuestión


trinitaria, Escoto encomienda a la distinción formal la tarea de justificar la complejidad y
riqueza ontológica de los entes finitos, sin perjudicar su total unidad y singularidad. De
hecho, él la utiliza para dar razón de la relación entre género y diferencia, y entre la esencia
y sus propiedades. En cambio, en lo que se refiere a la relación entre naturaleza común y
diferencia individual, Escoto parece limitarse a reconocer en tal relación algo análogo a la
distinción formal, pero no del todo identificable con ella [↗ 5.6].

5.4. Sustancia y accidente: la interpretación escotista de las Categorías

Aristóteles había establecido que el ente se dice de muchas maneras, distribuidas de


acuerdo a diez géneros fundamentales: el primero y más perfecto es la sustancia, en la cual
se insertan los otros nueve (cualidad, cantidad, relación, lugar, tiempo, posición,
disposición, acción y pasión), denominados tradicionalmente como «accidentes». Si bien
considera que los accidentes son incapaces de subsistir al margen de la sustancia,
Aristóteles no deja de atribuirles un cierto ser, más débil y, en todo caso, irreducible al de la
sustancia.

La reflexión medieval sobre la Eucaristía ha constituido un indudable estímulo a la


reflexión sobre el ser de los accidentes, así como a la profundización de su relación con la
sustancia. Tomás de Aquino observaba que en la Eucaristía, de manera prodigiosa, Dios
permite que los accidentes subsistan sin inherir en la sustancia, arribando así a tres
conclusiones fundamentales: 1) el accidente no se distingue de la sustancia tan solo
conceptualmente, sino que posee un ser propio, que enriquece y perfecciona al ser
sustancial; 2) el ser del accidente es relativo, es decir, está hecho para subsistir en otro; de
hecho, la definición de accidente incluye necesariamente una indicación acerca del sujeto
en el cual inhiere; 3) existe la posibilidad lógica de que el accidente exista sin inherir en la
sustancia, pero tal posibilidad puede realizarse sólo bajo condiciones excepcionales o,
mejor dicho, solo gracias a una intervención milagrosa de Dios.
Escoto toma distancia de esta posición, observando, en primer lugar, que la sustancia
ejerce, en relación con las otras categorías, una causalidad eficiente y una material, pero no
una causalidad formal. De aquí se sigue que la inherencia no forma parte, de por sí, de la
esencia de ninguna de las categorías: cada una de ellas representa un modo de ser primitivo,
irreductible al de las otras, si bien existe un modo más perfecto, que es el propio de la
sustancia. Por tanto, el hecho de que los accidentes inhieran en la sustancia no es, para
Escoto, una necesidad intrínseca, sino, más bien, el efecto de una relación contingente,
establecida por Dios al interno del orden de la creación. Esto significa que cuando, en el
milagro eucarístico, Dios hace subsistir accidentes sin sustancia, Él se limita tan solo ha
modificar una relación extra-esencial y contingente, que no se opone de manera alguna a la
naturaleza intrínseca del accidente.

Escoto distingue netamente entre el modo en que el lógico determina las categorías del
modo en que lo hace el metafísico: para el primero, las categorías son nociones, o, mejor
dicho, los esquemas lógico-semánticos que el intelecto necesita para pensar las cosas; para
el segundo, en cambio, se trata de los géneros más fundamentales en que se articula el ente
finito. Escoto considera un error, por lo demás bastante común, el pretender deducir los
géneros ontológicos a partir de la predicación lógica. La predicación, en verdad, puede ser
sólo de dos tipos: o bien in quid, que es interna a la esencia de la cosa, o bien  in quale, que
hace referencia al modo en que una cosa se predica de otra. Por tanto, si las categorías se
dedujeran de la predicación, existirían sólo dos géneros principales, no diez. Además, según
Escoto, el lógico y el metafísico tienen una actitud muy diversa respecto a las categorías: el
metafísico las asume como datos primigenios de la realidad; el lógico, en cambio, pretende
hacer de la «categoría» una construcción del intelecto con el fin de unificar una pluralidad
de entes reales bajo una noción más general. Por eso, según Escoto, no existe paralelismo
alguno entre el modo en que el intelecto capta en la realidad de los diversos géneros
ontológicos y aquel mediante el cual establece predicados que atribuye a un sujeto [Pini
2002a: 99-202].

5.5. La potencia y lo posible

Algunas de las páginas metafísicamente más densas de la obra de Escoto se encuentran


en las cuestiones 1-2 del noveno libro de las Quaestiones super Metaphysicam, en las que
distingue entre los diversos significados de «potencia» y determina el estatuto ontológico
de lo posible.

La primera distinción fundamental es la que se establece entre potencia en cuanto


principio y en cuanto modo del ente. Según el primer significado, la potencia se configura
como un cierto poder, que puede ser o bien algo pasivo, poseído por la materia, o bien algo
activo, propio de la causa eficiente. Según este último significado, la potencia puede ser
atribuida a Dios como causa eficiente de todos los entes creados. En este caso, es necesario
distinguir la potencia absoluta —según la cual Dios puede crear cualquier ente posible— y
la potencia ordenada, según la cual Dios, habiendo establecido un cierto orden en el
mundo, vincula la posibilidad de que ciertas cosas ocurran a las reglas propias de ese orden.

Escoto aclara que este primer modo de entender la potencia no se corresponde con aquel
más común, según el cual «potencia» es el correlato del término «acto». En este sentido,
Escoto distingue entre potencia metafísica, metafórica y lógica. En primer lugar, Escoto
procura clarificar qué cosa hay que entender por potencia metafórica y potencia lógica, para
después concentrarse en la metafísica. Por «potencia metafórica», Escoto entiende aquella
que encontramos en la matemática o en la geometría. Se la llama así porque no cuenta con
una correspondencia en la realidad. En este sentido, por ejemplo, nosotros podemos
solamente imaginar de qué manera una determinada línea está en potencia respecto al
cuadrado que se construye gracias a ella. La «potencia lógica», en cambio, es aquella que se
funda sobre la no-contradicción de los términos de una proposición posible. Su carácter
fundamental es ser en relación al intelecto y existir en el interior de la proposición. Si bien a
una posibilidad lógica corresponde frecuentemente una posibilidad real, en todo caso, no es
la referencia a esta última la que constituye su razón de ser.

La potencia metafísica es, en cambio, aquella que propiamente se opone al acto: así, una
cosa está en potencia en el sentido de que no está en acto y, viceversa, cuando ella está en
acto, significa que no está más en potencia. El ente es «posible», según la potencia
metafísica, de tres modos. En primer lugar, cuando se opone al imposible; según esta
acepción, la noción de posible es convertible con la de ente, desde el momento en que todo
ente, por el simple hecho de no incluir la contradicción, es posible. En segundo lugar, el
posible es aquello que no es necesario. En este sentido, no todo ente es posible, sino tan
solo aquel que puede no ser y es, por tanto, al menos en una cierta manera, defectible. La
tercera acepción, que es la más rigurosa, indica la intrínseca ordenación al acto (ordo ad
actum). Escoto precisa que potencia y acto no son dos nociones simétricas, porque la
noción de potencia resulta siempre relativa a la del acto del cual es potencia. Por su parte, la
noción de acto es absoluta, y puede subsistir sin ninguna referencia a la potencia. Llegados
a este punto, Escoto propone una distinción ulterior, destinada a triunfar, entre potencia
«objetiva» y «subjetiva»: en primer lugar, puede ser considerado «en potencia» un ente que
todavía no existe, pero que llegará al acto después de haber estado en potencia (como el
anticristo, dice Escoto, que todavía no existe, pero que alguna vez existirá); en segundo
lugar, un determinado sujeto, si bien tiene ya un acto propio, está todavía en grado de
recibir nuevos actos que todavía no posee. En el primer caso, el ente está en potencia según
la potencia objetiva, en el segundo, según la potencia subjetiva.
Dado que un ente que se encuentra en potencia según la potencia objetiva no existe aún
y existirá solo en el caso de pasar al acto, es posible preguntarse qué es lo que distingue a
ese ente de la pura nada. Una vez establecido que la potencia objetiva se funda en la esencia
misma del ente posible, Escoto indica dos vías para responder a esta cuestión: es válido
decir que lo posible no es lo mismo que la nada, dado que si bien no existe aún en acto, está
virtualmente contenido en la potencia activa de Dios; por otra parte, se puede considerar
también a la potencia objetiva como aquella relación de razón que el intelecto establece
entre una esencia determinada y su futura presencia en un ente singular.

Esta doctrina despertó, ya entre los contemporáneos de Escoto, un cierto debate


buscando aclarar qué relación existe entre la potencia objetiva de un ente y la potencia
creadora de Dios. Hasta cierto punto, dicho debate ha vuelto a plantearse entre los actuales
estudiosos de la obra de Escoto. Según algunos, Escoto parece reducir inevitablemente la
potencia objetiva a la potencia lógica, al punto que la misma potencia creadora de Dios
parece depender de ésta, dado que Dios puede crear sólo aquello que es lógicamente
posible [Knuuttila 1996: 139]. Otros, en cambio, han resaltado el hecho de que Escoto ha
distinguido suficientemente la potencia metafísica de la lógica, aclarando que la primera, al
contrario que la segunda, es siempre correlativa al acto y secundaria respecto a éste. En este
sentido, toda potencia al ser no puede más que fundarse, en último término, en la infinita
actualidad de Dios [Normore 1996: 161-162].

5.6. Individualidad e individuación

Escoto atribuyó a la sustancia individual una indudable centralidad ontológica. Quien


subsiste de la manera más plena, constituyéndose como «uno» en el sentido más propio del
término, es precisamente el individuo. Por este motivo, Escoto reconoce a la sustancia
individual un triple primado: su ser es superior al de los accidentes, al de la esencia y al de
sus principios, es decir, a la materia y la forma. Escoto sugiere, sin embargo, que un ente,
para ser máximamente uno, no tiene por qué ser también ser máximamente simple, como
pensaban aquellos que sostenían la unidad de la forma sustancial [↗ 6.1]. En efecto, la
simplicidad no es, de por sí, garantía de una mayor perfección ontológica: por ejemplo, en
el interior del compuesto hilemórfico, la materia y la forma son más simples que el
compuesto; sin embargo, el compuesto goza de mayor «unidad» y «entidad», respecto a la
materia y a la forma tomadas singularmente. Escoto subraya que la superioridad ontológica
del individuo consiste, más bien, en su capacidad de unificar completamente en sí mismo
niveles ontológicos diversos, constituyéndose en un todo superior a la suma de sus partes.

Además de ser un ente que es en sí mismo distinto de cualquier otro ente, el individuo es
también una entidad singular, perteneciente a una naturaleza específica que posee en común
con los otros individuos de la misma especie (por ejemplo, Carlos, además de ser un ente
completamente diferente de cualquier otro ente, es también un miembro singular de la
especie humana, lo mismo que Francisco, María, Lucas, etc.). Cuando se considera al
individuo como ejemplar de una determinada especie, entonces se afronta la cuestión de
la individuación. En la época de Escoto, esta cuestión había dado lugar a una «selva de
opiniones», como la definía Petrus Iohannis Olivi (ca1248-1298), de la cual parecía difícil
encontrar un camino de salida. Sin temor a adentrarse en esta «selva», Escoto afronta de
manera estructurada la cuestión de la individuación en la Lectura [II, d. 3, pars 1, qq. 1–7],
en la Ordinatio [II, d. 3, pars 1, qq. 1–7] y en las Quaestiones super Metaphysicam [VII, q.
13]. En cada uno de estos textos, Escoto se detiene, en primer lugar, a mostrar los límites de
cada una de las diversas posiciones corrientes. Él explica que el principio de individuación
no puede consistir ni en la materia y/o en la cantidad, ni en la forma, ni en la existencia
actual, ni tampoco en un conjunto calificado de accidentes, porque todas estas entidades,
por razones diversas, están a su vez sujetas a la individuación, motivo por el cual no pueden
ser su principio. Para llegar a una solución adecuada, Escoto sigue una vía ya intentada por
Enrique de Gante, que sostenía que la individuación consiste en la relación entre la
naturaleza común, comunicable a muchos individuos, y el suppositum, es decir, el
individuo concreto, considerado en su totalidad incomunicable de sustancia y accidentes.

A este respecto, Escoto ve necesario reconocer, en primer término, que la naturaleza


común no es una identidad meramente conceptual, sino real, si bien menos perfecta que la
singular. Según Escoto, si lo único real fuera lo singular, el fundamento con el que
contaríamos para instituir relaciones de semejanza o de contrariedad entre las cosas sería
simplemente arbitraria, puesto que los entes, tomados en su desnuda singularidad, no son ni
semejantes, ni iguales, ni contrarios entre sí. Además, si las naturalezas comunes fueran
simplemente entes de razón, el pensamiento, que se forma siempre a partir de conceptos
supraindividuales y universales, sería estructuralmente incapaz de conocer la realidad. Por
consiguiente, sería imposible decir con propiedad que conocemos algo, ni siquiera las cosas
singulares de las que pretendemos partir. También a nivel físico, a la naturaleza común
debe corresponder un cierto ser real, de otra manera no podría existir ninguna identidad de
especie entre el generado y el generante. Por tanto, desde la óptica de Escoto, cuando se
«aplasta» al individuo bajo el peso de la singularidad, aunque se pretenda defenderlo de una
manera más rica y rigurosa, en realidad se lo piensa de una manera empobrecida e
imprecisa.

Partiendo de estas premisas, Escoto concibe la individuación como una entidad positiva,
es decir, como un grado de ser ulterior que se añade a aquel representado por la naturaleza
común. A lo largo de su carrera Escoto ha dado diversos nombres a esa entidad: differentia
individualis o materialis, forma  o gradus individualis, haecceitas, continentia unitiva,
entitas individualis, ultima realitas entis. Para determinar en qué consiste el principio de
individuación, Escoto se ha apoyado fundamentalmente en dos ideas. En primer lugar, el
principio de individuación deber ser concebido como algo que estructura en positivo al ser
real de la sustancia, pero realizando un aporte que no modifica el contenido de la esencia.
Esto significa que cuando se considera la naturaleza común, así como cuando se considera
el suppositum, se tiene siempre en cuenta a todo el individuo, si bien no según la misma
intensidad ontológica. En segundo lugar, cuando privilegia el uso de términos
como haecceitas, continentia unitiva o ultima realitas entis, Escoto deja claro que la
individuación no debe pensarse como una simple afinación de la esencia, ni como su mero
acabamiento o una intensificación suya. La individuación brinda al suppositum una
contribución ontológica bien distinta de aquella que le da la esencia y que no se reduce a
ella. Este último elemento permite comprender la diferencia entre la doctrina de la
individuación de Escoto y la de Enrique de Gante. Este último consideraba la individuación
como un fenómeno de tipo «negativo»: la subsistencia en el suppositum tenía por objeto
limitar a la esencia, fijando de manera no ulteriormente comunicable el contenido
específico en un sujeto preciso, y convirtiendo a cada individuo en numéricamente distinto
de todos los demás. Escoto sostiene que si las cosas fueran de esta manera, toda la
positividad ontológica se encontraría del lado de la esencia, contradiciendo así el hecho de
que es el individuo, y no la esencia, quien es maxime substantia.

5.7. La teología natural

La teología natural es para Escoto la parte más alta de saber metafísico. Cómo ya
dijimos, se trata de un saber rigurosamente racional que, sin embargo, no puede dejar de ser
iluminado por la Revelación, dado que sólo gracias a ella la razón humana, ya en esta vida,
puede acceder a una noción de ente superior que aquella que el intelecto puede formarse sin
la Revelación. Según Escoto, el reconocimiento de dicha contribución no vuelve superfluo,
sin embargo, el esfuerzo por demostrar la existencia de Dios. En verdad, sólo mediante un
procedimiento a posteriori, que parta de la experiencia, se puede establecer la existencia de
un primer ente infinito, causa primera de todas las cosas. De todas formas, la adopción de
esta perspectiva no coincide exactamente con el modo de proceder a posteriori asumido
por Tomás de Aquino, que pretendía seguir la vía aristotélica, que asciende a Dios a partir
de la experiencia física del movimiento. Escoto prefiere seguir a Avicena y, como Enrique
de Gante, elabora una demostración puramente metafísica de la existencia de Dios
partiendo de la noción de ente, para concluir que existe un primer ente necesario e infinito.

Escoto sostiene que el modo más efectivo de demostrar la existencia de Dios surge del
examen de las relaciones de anterioridad y posterioridad, lo cual lleva a reconocer que,
entre los entes, existen series causales estructuradas que siguen un cierto orden. Cuando
entre dos cosas se establece «una relación de comparación, de manera tal que ésta puede
decirse ya sea del anterior con respecto al posterior, o viceversa» [De primo principio, c. 1,
§ 3], ese orden se presenta como «esencial». En caso contrario, nos encontramos frente a un
orden accidental. Por ejemplo, existe un orden accidental entre el ser del padre y el número
de hijos generados; en cambio, existe un orden esencial entre el ser padre y el ser hijo.

Una vez tomado como punto de partida el orden esencial, Escoto elabora su propio
argumento, que se funda no en aquello que está concretamente en acto, sino en aquello que
es posible: en realidad, el hecho de que un ente se encuentre o no en acto resulta
contingente; en cambio, aquello que es posible, por el hecho mismo de ser posible, y desde
el momento en que no resulta contradictorio pensarlo, tiene un carácter necesario. Por tanto,
Escoto no desarrolla su demostración indagando aquello que ha sido efectivamente
producido, sino que se pregunta si algo resulta producible (effectibilis). En este sentido,
Escoto observa que no se puede producir algo a partir de la nada, y que lo producible no
puede llegar a ser por sí solo. Esto significa que una cosa solo puede llegar a ser gracias a
algo distinto de aquella, que se constituye en su causa. A su vez, esa causa puede ser
causable o incausable. Escoto señala que, desde el momento en que un orden esencial de
causas es posible, debe ser posible también la existencia de un primer agente
incausable, porque al interno de un orden esencial no se puede proceder al infinito. Por
tanto, si puede existir un primer agente incausable, es posible preguntarse si se funda sobre
sí mismo o sobre otro distinto de sí. La posibilidad de un primer agente incausable no
puede fundarse en un agente anterior, pues de serlo así, no sería ya incausable. Tampoco
puede fundarse sobre su misma potencialidad, puesto que aquello que está en potencia, por
definición aún no existe; por tanto, no sería nada aún, pero la nada no tiene la capacidad de
hacer que algo pase de la nada al acto. No queda por tanto más que la una opción: la
posibilidad misma de un primer agente incausable, se funda en el hecho de que aquel
primer incausable se encuentra ya en acto; en consecuencia, si no es contradictorio pensar
en un primer agente como posible, entonces éste deberá existir necesariamente.

Escoto ahonda en su propio razonamiento, observando que, cuando se determina un


orden causal, se determina también su fin. Por esta razón, el primer agente incausable debe
ser también el fin supremo de los diversos entes ordenados. Además, dado que todo aquello
que es finito y causado puede ser superado por otro, el agente primero superará a cualquier
otra naturaleza causada. Por esta razón, concluye Escoto, el ente primero incausado esta
dotado de una triple primacía: según la causa eficiente, la causa final y la eminencia.

El modo de proceder de Escoto parece semejante al propuesto por Anselmo de Aosta


(1033-1109), según el cual si Dios es concebible como un «ser tal, que nada mayor puede
ser concebido» [Anselmo, Proslogion, c. 2], eso implica que debe existir necesariamente.
Escoto admite que mira con simpatía el argumento del Proslogion, aunque afirma que
Anselmo habría cometido el error de sostener que la noción de id quo maius cogitari
nequit es evidente en sí misma, cuando, en realidad, es necesario primero demostrar que tal
ente es posible, que tal posibilidad es pensable de manera no contradictoria y sólo entonces,
«coloreado» en este modo, el argumento anselmiano resulta eficaz.

Después de haber demostrado la existencia de Dios, Escoto demuestra también su


unicidad según la esencia y la infinitud. En cuanto uno e infinito, Dios está también dotado
de absoluta simplicidad. Precisamente al tratar de la infinitud, Escoto se posiciona de un
modo indudablemente original: la infinidad no es simplemente un atributo o una propiedad
predicable de Dios, sino que constituye el constitutivo formal de la esencia divina. En otras
palabras, Dios no es pensable en modo no contradictorio sino, precisamente, en cuanto ente
infinito.

Para demostrar este punto, Escoto hace referencia en el De primo principio a la doctrina
de las perfecciones absolutas, aquellas que forman parte de su tercer grupo de
trascendentales [ ↗ 5.2]. Entre estas perfecciones se cuentan la inteligencia, la sabiduría y
la voluntad. Tratándose de perfecciones absolutas, es del todo coherente que ellas sean
poseídas por el primer agente incausable, ya que éste está dotado de la naturaleza más
eminente. Escoto observa que el agente primero, para ser tal, debe ser capaz de actuar per
se. Lógicamente, aquello que actúa per seactúa por un fin, como Aristóteles hizo constar en
la Física. Si obra de este modo, lo hace o bien movido de modo necesario, o bien porque se
da a sí mismo, libremente, el fin que persigue, manifestándose por tanto como un ser
dotado de inteligencia y voluntad. Ahora bien, si algo es causado de modo contingente, su
causa debe actuar de modo voluntario. Con este planteamiento, Duns Escoto modifica de
manera radical el modo de concebir la contingencia: ésta ya no aparece simplemente como
aquello que, falto de necesidad, resulta inestable e imperfecto, sino más bien como un
testimonio de la existencia de una causalidad libre y, por tanto, más perfecta que la natural.
Así, incluso la presencia del mal, que Tomás de Aquino presentaba en la Summa como el
argumento principal contra la existencia de Dios, resulta ahora, para Escoto, un signo que
permite reconocer la soberanía y libertad divinas. De hecho, si Dios obrara por pura
necesidad, las criaturas no podrían más que comportarse de un modo único y
preestablecido; en cambio, el hecho de que los entes finitos puedan orientarse hacia el mal
—y aquí Escoto entiende por «mal» tanto el mal moral como a las imperfecciones de la
naturaleza— quiere decir que Dios ha dejado un cierto «margen de maniobra» al orden
creado, cosas que resultaría completamente impensable si las cosas no hubieran sido
creadas de manera contingente, es decir, por una causa libre.
Si, en consecuencia, Dios debe ser concebido como un agente voluntario, libre e
inteligente, entonces es necesario reconocer también que Dios piensa siempre —de manera
necesaria y distinta— todo ser inteligible. Esta actividad del pensamiento divino es por
naturaleza anterior al inteligible mismo en cuanto pensado. Por tanto, si todo es inteligible,
y si las cosas inteligibles son infinitas en potencia, entonces un intelecto, que las pensase
todas simultáneamente en acto, sería infinito en acto. Y puesto que Dios es precisamente un
intelecto de este tipo, eso significa que es un ente infinito en acto. A este argumento
fundamental, Escoto agrega otras formulaciones que subrayan el contraste entre la infinitud
de Dios y la finitud de las criaturas. Hay un argumento más, de sabor agustiniano, según el
cual el corazón inquieto del hombre está inclinado a amar un bien sumo e infinito, y a odiar
visceralmente el no-ser. Por tanto, es por causa de la infinitud que la voluntad del hombre
no encuentra paz sino en el amor de Dios [De primo principio, c. 4, § 80].

6. La filosofía de la naturaleza

Si bien Escoto no realizó propiamente un comentario a la Física de Aristóteles, sí se


ocupó constantemente de temas de filosofía de la naturaleza, proponiendo algunos
desarrollos originales de la doctrina hilemórfica de Aristóteles. Además, aunque pueda
resultar extraño al lector moderno, Escoto encontró en la investigación teológica sobre los
ángeles un contexto privilegiado para ocuparse de la física. De hecho, entre las preguntas
típicas de la angelología escolástica, destacan las investigaciones sobre el modo en que los
ángeles pueden ocupar un lugar y sobre la dimensión temporal con la que medir su ser y sus
operaciones. Al tratar de resolver estos problemas, Escoto tuvo la oportunidad de repensar a
fondo las doctrinas sobre el lugar y el tiempo heredadas de Aristóteles.

6.1. Materia, forma y composición hilemórfica

Escoto no duda en considerar que todos los cuerpos del mundo sublunar están
compuestos de materia y forma. Por el contrario, le parece más difícil establecer si también
lo están los cuerpos celestiales: en efecto, Escoto encuentra plausibles los argumentos con
los que la filosofía pagana defendía la tesis de la inmaterialidad del cielo; sin embargo, le
parece claro que el relato de la creación contenido en el Génesis induce a creer que el cielo
y la tierra están hechos del mismo «género» material. En cuanto al estatuto ontológico de
las sustancias espirituales, Escoto parece haber sostenido dos opiniones opuestas a lo largo
de su carrera. En las Quaestiones super II et III De anima [q. 15], que se remontan al
primer período de su actividad docente, se alinea con el pensamiento de muchos maestros
franciscanos del siglo XIII, defendiendo la tesis de que incluso los ángeles están
compuestos de materia y forma, utilizando prácticamente los mismos argumentos que
Gonzalo de España (ca1255-1313). Por otra parte, en sus restantes obras, niega que los
ángeles estén dotados de materia, reconociéndoles únicamente una composición de
sustancia y accidentes. De este modo, Escoto se acerca, al menos en este punto, a la
posición de Tomás de Aquino, si bien es probable que, en este particular, la fuente de su
pensamiento sea el maestro franciscano Guillermo de Ware, activo en Inglaterra en el
último decenio del siglo trece.

En lo que respecta a la naturaleza de la materia, Escoto se opone a la tesis de Tomás de


Aquino, según la cual la materia sería, en sí misma, una entidad puramente potencial. Si
esto fuera así, dice Escoto, ésta no podría desempeñar el papel de primer sujeto del devenir
físico, que el mismo Aristóteles le atribuye en la Física. Por lo tanto, la materia debe ser
concebida más bien como una entidad real y positiva, que funda el devenir físico en virtud
de un ser propio, independiente del de la forma. Cuando Escoto analiza en qué sentido la
materia debe considerarse «potencia», utiliza la distinción entre potencia objetiva y
subjetiva [↗ 5.5], argumentando que la materia está en potencia de acuerdo con la potencia
subjetiva, mientras que aquellos, que a la manera de Tomás de Aquino, la consideran un
principio puramente potencial, desprovisto de un ser propio, le atribuyen, erróneamente, la
objetiva.

Coherentemente con esta toma de posición, Escoto afirma que la materia es un ente en
acto. Igual que al tratar de la noción de potencia, Escoto propone también una distinción
para la noción de acto: por una parte tenemos el acto formal, es decir, aquel a través del
cual la sustancia se constituye en un ente específico y bien definido; por otro lado, tenemos
lo que la tradición escotista llamará «acto entitativo», que hace que una entidad llegue a ser
algo concreto, por el simple hecho de ser distinto de su causa. Pues bien, Escoto precisa que
la materia es creada directamente por Dios privada de todo acto formal —y en este sentido
es «pura potencia»— pero dotada de un acto que le permite tener una identidad propia,
independientemente de las perfecciones formales que recibe [Lectura II, d. 12, q.
unica, Reportata Parisiensia II, d. 12, qq. 1-2; Quaestiones super Metaphysicam, VII, q. 5].

Del hecho de que la materia sea una entidad positiva, Escoto deduce otras dos tesis: 1) la
materia es una realidad inteligible en sí misma; el hecho de que nosotros no la captemos en
sí misma, sino solo a través de la forma, no es consecuencia de una imperfección de la
materia, sino de los límites de nuestro intelecto pro statu isto; de hecho, Dios, los ángeles y
los hombres que han alcanzado el Paraíso están en grado de comprender la materia en sí
misma, según su inteligibilidad intrínseca; 2) Dios podría, si lo quisiera, hacer subsistir a la
materia también sin la forma, sin caer en ninguna contradicción.

Escoto no solo toma distancia de la concepción tomista de la materia, sino también de la


de unidad de la forma sustancial. Para Tomás, si dentro del compuesto hilemórfico hubiera
una pluralidad de formas sustanciales, la sustancia ya no se constituiría en una verdadera
unidad, sino que quedaría reducida a un simple agregado. En opinión de Escoto, este
argumento no es válido porque supone la idea errónea de que lo simple es más noble y
ontológicamente más consistente que lo compuesto. Por el contrario, señala Escoto, es
innegable que un elemento, como por ejemplo la materia y la forma tomadas
individualmente, son más simples que el compuesto, y, sin embargo, no pueden ser
llamadas sustancias de la misma manera que el compuesto. Además, Escoto acusa a
aquellos que, como los tomistas, defienden la pura potencialidad de la materia y, al mismo
tiempo, la unidad de la forma sustancial, de perder de vista la genuina naturaleza de la
composición hilemórfica: un compuesto real, para ser verdaderamente tal, debe ser el
resultado de la unión de una cosa con otra (ex aliquo et aliquo). Por lo tanto, la sustancia
compuesta no puede contener un solo acto sustancial.

Según Escoto, lo poco razonable de la tesis tomista acerca de la unidad de la forma


sustancial se descubre también al analizar los fenómenos vitales. De hecho, los vivientes —
las plantas, los animales y el hombre— se caracterizan por la posesión del alma, principio
que les confiere una forma específica de vida. Pues bien, el cuerpo no podría recibir un
alma si no estuviese previamente dotado de una cierta organización y, por lo tanto, de una
cierta identidad, que lo disponen a recibir precisamente esa determinada forma de vida y no
otra. La responsable de esa organización es la forma mixtionis, a la que Escoto parece
reconocer un papel semejante al que hoy, según Efrem Bettoni, atribuiríamos a la
constitución físico-química del organismo [Bettoni 1966: 110-117]. Por lo tanto, más que
ser el resultado de la presencia de una sola forma sustancial, la unidad ontológica del
organismo se identifica, según Escoto, con una unidad de orden concebible como una
«forma del todo», que jerarquiza y orienta hacia un fin unitario una pluralidad de formas
sustanciales parciales. En apoyo de esta visión, Escoto trae a colación el fenómeno de la
corrupción: si existiese una única forma sustancial, en el momento de la muerte el
organismo debería disolverse instantáneamente. Por el contrario, la descomposición de un
cadáver es un fenómeno progresivo y tanto más lento cuanto más compleja era la unidad de
partes de la que ese ente estaba constituido.

6.2. El lugar

En el cuarto libro de Física, Aristóteles da una definición de un lugar que ha llegado a


convertirse en clásica: «primer límite inmóvil de lo que la contiene» [Aristóteles, Física, Δ,
c. 4, 212a20-21]. Si tomamos como ejemplo el agua contenida en un jarrón, el lugar del
agua es la superficie interna del jarrón con el que el agua está en contacto. Desde esta
perspectiva, y debido a que los cuerpos no están ni en el vacío ni en la nada, sino que
siempre hay otro cuerpo que los contiene y circunscribe, todos los cuerpos ocupan un lugar.
Esto da lugar a una cadena de continentes/contenidos, cuyos extremos son dos lugares
naturales fijos: por debajo, la tierra; por encima, la última esfera que, sin estar circunscrita
por nada, envuelve completamente el universo.

Sin embargo, esta definición parece toparse con una dificultad: si pretendemos
establecer el lugar que ocupa una nave anclada a la orilla de un río, no es posible decir que
su lugar sea la superficie del agua que la rodea, puesto que ésta es contigua a la nave pero
no inmóvil; y tampoco parece adecuado decir que lo sea el lecho del río, porque éste es
inmóvil pero no contiguo con ella. En la época de Escoto, a esta dificultad se agregaba otra
proveniente de la angelología. De acuerdo con una consolidada tradición escolástica,
confirmada por los pronunciamientos del obispo de París de 1277, es necesario afirmar que
los ángeles ocupan un lugar, ya que solo Dios puede considerarse capaz de estar en todas
partes. La definición aristotélica, basada en la contigüidad y la circunscripción física, no
puede explicar la localización angélica. Al ser los ángeles sustancias totalmente
incorpóreas, estos no pueden quedar circunscritos por nada.

Las aporías de la definición de lugar contenida en la Física, junto con la necesidad de


elaborar una doctrina del lugar coherente con la posibilidad de asignarle uno a los ángeles,
han dado un impulso decisivo al replanteamiento de la concepción aristotélica del lugar. En
esta línea, Escoto fue un verdadero innovador: mediante una serie de experimentos
mentales basados en la omnipotencia divina, demuestra que Dios podría crear una piedra
que estuviera fuera del universo y, por lo tanto, carente de lugar, sin que esto implique una
contradicción; además, podría aniquilar todo el mundo sublunar, sin que esto obligara al
cielo a achatarse sobre sí mismo [Ordinatio II, d. 2, qq. 1-2, § 231; Quodlibet XI, q. 2, § 7].
Mediante estos argumentos, Escoto intenta demostrar que la naturaleza del lugar no está
constituida esencialmente por la contención material y la «envoltura» física, como afirmaba
Aristóteles: el lugar se revela más bien como algo formal, independiente de la naturaleza o
de la conformación de cuerpos, que está más bien vinculado a la equivalencia determinable
geométricamente entre la superficie del cuerpo continente y la de un cuerpo inmóvil de
referencia. Por ejemplo, en el caso de la nave en el río, el lugar viene dado por la
equivalencia geométrica del área ocupada por el agua que fluye debajo de la nave y la del
río en la que se encuentra, tomando el río como referencia inmóvil. Esto significa que el
lugar ya no es, de por sí, la medida de un cuerpo material, sino la de un espacio formal y
continuo, que se constituye como una condición de posibilidad de las dimensiones y de la
extensión, y se obtiene al abstraer de la cantidad toda cualidad corpórea [Boulnois 1998a:
325-331; Suarez-Nani 2008: 98-111].

De esta manera, Escoto puede establecer de qué modo pueden los ángeles ocupar un
lugar: dado que cada uno de ellos es un ente finito, es posible establecer una equivalencia
entre su potencia —que actúa como «cantidad» intrínseca— y una cierta superficie finita
adecuada a ésta, análogamente a lo establecido en la proposición 35 de los elementos de
Euclides, que establece que «los paralelogramos con la misma base y la misma altura tienen
la misma área». Así, un ángel puede estar presente en un lugar —más que ocuparlo, a la
manera de un cuerpo— o incluso en varios lugares al mismo tiempo, siempre y cuando se
respete la equivalencia con la superficie finita que le corresponde.

6.3. El tiempo

La concepción aristotélica del tiempo se caracteriza por tres elementos fundamentales:


1) el tiempo es una magnitud continua, es decir, es el «número del movimiento según el
antes y después» [Aristóteles, Física,  11, 219b]; 2) hay un vínculo intrínseco entre el
tiempo y el movimiento; 3) la unidad de medida del tiempo es objetiva y cósmica, ya que
está determinada por el movimiento circular del primer móvil.

Escoto comparte con Aristóteles la idea de que el tiempo es una magnitud continua, pero
relativiza su vínculo con el movimiento y su naturaleza «cósmica». De hecho, según
Escoto, el tiempo no está ligado en sí mismo al movimiento, sino solo dentro de este
universo concreto: en verdad, incluso si no hubiera ningún movimiento cósmico, el tiempo,
al menos a nivel potencial, seguirá siendo una medida válida; además, el tiempo puede
medir también un estado de quietud. Según Escoto, estos casos no podrían explicarse más
que afirmando que las condiciones esenciales que fundan el tiempo son la regularidad, la
uniformidad y, sólo de manera secundaria, la velocidad y el movimiento. Por tanto, hay un
tiempo que está más allá del movimiento y de la medida señalados por el primer móvil, un
tiempo que hace posible medir realidades que no están sujetas al devenir físico, como los
ángeles y el estado de los cuerpos de los bienaventurados en el Paraíso. Al razonar de esta
manera, Escoto separa decisivamente la naturaleza del tiempo de la manera en que un
determinado orden cosmológico pueda estar constituido. Se podría decir que la
temporalidad, en Escoto, pierde la naturaleza «física» que tenía en Aristóteles para adquirir
una «metafísica», ligada más bien a la estructura finita del ente [Boulnois 2001: 184-188].

En cuanto a la naturaleza específica del tiempo angélico, Escoto rechaza tanto la tesis de
que sería discreto como la idea generalizada entre sus contemporáneos de que ese tipo de
tiempo coincidiría con el evo (aevum), entendido como una medida intermedia entre el
tiempo y la eternidad, propia solamente de los ángeles y de las sustancias celestes. Según
Escoto, la diferencia entre el tiempo y el aevum no radica en el hecho de que el evo sea la
medida del tiempo propia de la región más alta del ser. Más bien, la diferencia consiste en
que cuando hablamos de «tiempo» nos referimos a una medida exterior a aquello medido,
en que se verifica un movimiento; el evo es, en cambio, la medida interna de la existencia
de una cosa, capaz de duración incluso en ausencia de movimiento. En este preciso sentido,
el evo mide ciertamente la duración del ángel, pero no solo ésta: retomando una idea ya
presente en Enrique de Gante, Escoto observa que el evo es la medida de toda realidad
estable y permanente, incluidas aquellas pertenecientes al mundo sublunar, como por
ejemplo de los elementos y las sustancias ontológicamente simples, la cuales no cambian,
pero duran, más allá del devenir físico.

7. El hombre

La complejidad que el Escoto atribuye al fenómeno de la vida se incrementa en el caso


del ser humano, que no solo realiza funciones vegetativas y sensitivas, sino también actos
espirituales, como conocer y amar. Esto implica la presencia en él de un alma diferente de
la de todos los demás seres vivos, un alma dotada de inteligencia y voluntad.

7.1. El alma humana y sus potencias

Escoto sostiene sin deja lugar a dudas que el alma humana es al mismo tiempo una
entidad espiritual y una forma capaz de dar vida a un cuerpo. Siendo una en sí misma, el
alma esta también dotada de una pluralidad de potencias, que no se identifican de modo
inmediato con su esencia. Sin embargo, el reconocimiento de esta diferencia no lleva a
Escoto a aceptar la tesis de Tomás de Aquino, según la cual entre la esencia del alma y sus
potencias habría una distinción real: si las cosas fueran así, el alma no sería ya el principio
efectivo de sus propias operaciones, sino sus potencias, concebidas, a su vez, como
accidentes del alma. Buscando evitar este inconveniente, sin reducir esta diferencia a algo
puramente conceptual, Escoto establece una distinción formal entre el alma y sus potencias
[↗ 5.3].

7.2. La actividad intelectual

Lo que distingue al hombre de los demás animales, configurándolo como un animal


específicamente racional, es la presencia de la inteligencia y la voluntad. En cuanto a la
inteligencia, Escoto comparte con Aristóteles la idea de que la característica distintiva de la
actividad intelectual es la inmaterialidad. El Estagirita, precisa, ha tomado el término
«inmaterial» según tres significados diferentes. En primer lugar, inmaterial
significa inorgánico. Un órgano produce un solo tipo particular de conocimiento sensible:
el ojo sólo puede ver; el oído, escuchar, etc.; en cambio, el intelecto los trasciende y los
mide a todos. En un segundo sentido, inmaterial significa privado de extensión. La prueba
fundamental de esta característica es la capacidad, ausente en el conocimiento de tipo no
intelectual, que tiene el intelecto de reflexionar sobre sus propios actos. Por último,
Aristóteles habría considerado inmaterial la manera en que el conocimiento intelectual se
relaciona con su propio objeto: en verdad, nosotros conocemos las cosas por abstracción,
considerando la realidad en universal, prescindiendo del hic et nunc y produciendo el
concepto de ente como razón común a todas las cosas. Esta universalidad nos permite
añadir un plano que podemos definir como «metacognitivo», es decir, que no se limita a la
mera recolección de objetos, sino que está abierto al establecimiento de relaciones y
conexiones entre relaciones: baste pensar en conceptos lógicos como «universal», «género»
y «especie» o la necesidad de hacer valer el principio de no contradicción. Dado que el acto
intelectual inhiere formalmente en nosotros, podemos concluir que nuestra alma es una
forma inmaterial, carente de extensión e inorgánica. Escoto afirma llanamente que ni
siquiera vale la pena discutir con aquellos que niegan estas cosas: el que no es capaz
realizar esta introspección elemental, se encuentra en un estado similar al del animal
[Ordinatio IV, dist. 43, q. 2, §§ 70-91].

Al analizar la operación cognitiva, Escoto considera necesario establecer con exactitud


qué tipo de relación se establece entre el objeto conocido y el sujeto que conoce. Al
intentarlo, se confronta tanto con la doctrina de Enrique de Gante, a quien el objeto se le
aparece como una simple conditio sine qua non de la actividad intelectual, como con
aquellos que atribuyen al objeto una acción causal sobre el intelecto, como sostuvieron
Tomas de Aquino o Godofredo de Fontaines. Tomando distancia de la tesis de Enrique de
Gante, Escoto confirma que el objeto ejerce una acción causal sobre el intelecto, ya que
este último no puede pasar por sí solo de la potencia de conocer el acto cognoscitivo. De
hecho, la actividad intelectual no es en nosotros algo constante y el intelecto está en
potencia con respecto a los diversos objetos de conocimiento. Por esta misma razón,
siguiendo a Aristóteles, parece necesario reconocer que el intelecto está internamente
constituido por dos facultades, el intelecto posible y el intelecto agente, entre los que, según
Escoto, existe, también en este caso, una distinción formal.

Habiendo aclarado este punto, Escoto quiere evitar, sin embargo, una imagen demasiado
pasiva de la adquisición de conocimiento por parte del intelecto. Por esta razón, concibe al
sujeto cognoscente y al objeto conocido como causas eficientes parciales del
conocimiento: en realidad, ni el alma ni el objeto, tomados individualmente, son la causa
total del acto de intelección. Existe, sin embargo, un orden esencial entre ambos, que
permite al alma producir el conocimiento. El conocimiento humano es, por lo tanto, el
efecto de la interdependencia causal de sujeto y objeto, como explica José Antonio Merino:
«el entendimiento […] pasa de la potencia de conocer al acto cognoscitivo mediante un
impulso interno y mediante un estímulo externo que se integran recíprocamente» [Merino
1993: 198].
Retomando la distinción entre la condición actual del homo viator y aquella de la que el
hombre gozará en el Paraíso, Escoto observa que, en esta tierra, el hombre no conoce al
ente directamente en su singularidad, sino que necesita de la mediación de la especie
inteligible, abstraída de las representaciones sensibles (los llamados «fantasmas»). Sin
embargo, Escoto no cree que la abstracción sea la operación que mejor se ajusta a nuestro
intelecto en sí mismo considerado, ya que éste tiene como objeto al ente en cuanto ente, que
debe llegar a ser conocido en su totalidad y en su integridad. Por lo tanto, Escoto sostiene
que aunque la notitia intuitiva del ente singular queda excluida del hombre pro status isto,
ésta debe ser posible en la patria celestial, cuando el intelecto puede ejercer su actividad sin
los condicionamientos y limitaciones que lo caracterizan actualmente.

7.3. La voluntad libre

Si bien es verdad, que por medio del conocimiento el alma humana se muestra ya capaz
de superar la esfera de la simple sensibilidad, es gracias al acto de la voluntad que el
hombre revela por completo su naturaleza racional: es en el querer que el hombre se
muestra libre, y por lo tanto «dueño de sus propios actos» (dominus actuum suorum).

Escoto funda la superioridad de la voluntad sobre todas las demás potencias del alma
precisamente en la libertad. En efecto, gracias a la libertad la voluntad se distingue
radicalmente de lo que obra de modo natural. Porque en la causalidad natural se crea una
relación biunívoca y necesaria entre el efecto producido y la cadena de causas de la que
proviene. En cambio, la voluntad es capaz de dar un nuevo inicio a los eventos, y no se
limita de ningún modo a prolongar las cadenas causales que la han precedido. En verdad,
toda operación orgánica estando unívocamente predeterminada hacia actividades precisas,
mantiene una relación concreta con un determinado genero de objetos. Incluso la
inteligencia, que es más noble que la sensibilidad, se encuentra sujeta a la lógica, en el
sentido de que no es libre de considerar las cosas como diferentes de como se le aparecen,
ni de no reconocer como tal una verdad que está captando. Por el contrario, la voluntad no
está determinada más que por sí misma y su indeterminación se distingue claramente de la
que caracteriza a una tendencia natural: en este último caso, de hecho, la indeterminación
tiene un carácter negativo, porque indica la falta de algo; en la voluntad tiene, en cambio
un, carácter positivo, porque testimonia su independencia de cualquier necesidad física o
gnoseológica. La contraposición entre lo que es natural, y por tanto necesario y
dependiente, y lo que es voluntario, es decir libre y capaz de actuar de modo
verdaderamente independiente, es la razón por la cual Escoto considera la voluntad como
claramente superior, tanto en perfección y como en dignidad, respecto a cualquier otra
facultad humana, incluso el intelecto.
7.4. La inmortalidad del alma

Escoto sostiene sin dudarlo que el destino final del hombre, en cuanto dotado de una
naturaleza espiritual, consiste en algo superior a lo que disfrutamos aquí y ahora, algo que
solo Dios puede ofrecernos como un don sobrenatural y que el hombre es capaz de aceptar
con un acto de completa libertad. Sin embargo, es posible preguntarse si la razón natural,
incluso sin la ayuda de la Revelación, puede demostrar que el alma humana es inmortal.

A diferencia de muchos de sus contemporáneos, incluidos los maestros más


renombrados de su propia orden, Escoto muestra un fuerte escepticismo hacia las pruebas
filosóficas a favor de la inmortalidad del alma. Distingue dos tipos de pruebas: las a
priori y las a posteriori. Escoto llama a priori a los argumentos desarrollados a partir de la
inmaterialidad de los actos espirituales y de la esencia misma del alma; a posteriori son
aquellos que parten de ciertos rasgos existenciales de la vida humana y de la tendencia del
hombre a la felicidad. Los primeros, que gozan de cierta estima por parte de Escoto, se
basan en el siguiente razonamiento: dado que el obrar sigue al ser, si el alma es capaz de
realizar actos inmateriales, su ser debe ser inmaterial, por lo cual ha de poder subsistir
después de la muerte. A pesar de compartir el punto de partida de este razonamiento, es
decir, que el alma humana es una forma que carece de extensión, Escoto sostiene que el
argumento no tiene suficientemente en cuenta la unidad entre el alma y el cuerpo, ni el
hecho de que no experimentamos ningún acto humano como totalmente desvinculado e
independiente del cuerpo.

A las pruebas a posteriori, Escoto atribuye incluso menos valor que a las a priori. El
primer argumento a posterioriapunta a la presencia en el hombre de un deseo natural de
existir para siempre: dado que natura non facit frustra, a este deseo natural debe
corresponder un modo de ser proporcionado del sujeto en el que se encuentra ese deseo.
Escoto observa que con «deseo natural» se pueden entender dos cosas: o bien una
inclinación que no depende de cómo el individuo valora las cosas, o bien un verdadero y
propio deseo, generado en el individuo en virtud de cómo percibe la realidad. Si uno se
atiene al primer significado, cae en una petición de principio: para establecer cómo es una
inclinación, es necesario conocer primero su naturaleza; por lo tanto, el argumento supone
lo que quiere demostrar. Tampoco aquellos que se sirven del segundo significado de «deseo
natural» demuestran nada, porque no hay garantía alguna de que el deseo surja de una
adecuada percepción de la realidad. E incluso si esta percepción fuera correcta, la
inmortalidad humana no quedaría demostrada, puesto que, agrega Escoto, incluso los
animales sienten una repulsión natural ante la muerte, que surge en ellos de la tendencia a
perpetuar la especie; por lo tanto, para explicar filosóficamente el deseo de no morir, es
suficiente la sola necesidad de perpetuar la especie, sin que sea imperioso sostener la
inmortalidad del individuo.

Otro argumento a posteriori se refiere a la relación entre el sujeto agente y la acción


virtuosa que éste puede realizar. De hecho, un hombre puede preferir la muerte a realizar un
acto malvado. Ahora bien, la posibilidad misma esta elección presupone que el valor de la
vida humana va más allá del simple deseo de mantenerse en la vida física. Escoto rechaza
este argumento diciendo que el que hace algo bueno lo hace simplemente porque eso es
bueno, sin pensar en su propia inmortalidad, ni esperando algún tipo de retribución
ultramundana.

El último argumento a posteriori está relacionado con la tendencia humana a la


felicidad. De hecho, ésta no puede consistir en ningún bien terreno, sino en bienes
espirituales y eternos. Si la vida humana no fuera a su vez eterna, tal tendencia resultaría
absurda y el hombre no podría ser feliz. Escoto sostiene que ni siquiera este argumento
tiene valor concluyente porque supone subrepticiamente la verdad de la fe: si no se nos
hubiera revelado la existencia de la beatitud eterna, el hombre no buscaría una felicidad
ultramundana, sino que se esforzaría por ser feliz según aquello que la vida mortal puede
ofrecerle. Como prueba de esto, Escoto aduce que Aristóteles, al no conocer la Revelación,
no habló con claridad acerca de un destino ultramundano del alma; antes bien, cuando en
la Ética habla de la felicidad, la identifica con lo que el hombre puede alcanzar en esta vida
mortal.

Frente a una crítica tan severa de las pruebas de la inmortalidad del alma, puede
sorprender que Escoto haya considerado la inmortalidad del alma como una doctrina
plausible, en cualquier caso más probable que la tesis opuesta, según la cual la vida humana
termina con la muerte física. Escoto admite que la inmortalidad del alma es sugerida por su
inmaterialidad, aunque la unidad con el cuerpo nos impide llegar a conclusiones apodícticas
al respecto. Además, Escoto ha reconocido en el hombre la presencia de una aspiración
intrínseca al infinito, que lo empuja desde dentro a tender hacia la totalidad del bien y del
ser.

De todas formas, no hay que olvidar el hecho de que la actitud básica adoptada por
Escoto acerca de la tesis filosófica de la inmortalidad del alma es sustancialmente
desfavorable: no sostiene el carácter plausible de esta tesis para promoverla, sino para
remarcar su falta de rigor. Si se lo somete a un examen detallado, este enfoque resulta
coherente con lo que Escoto había sostenido acerca de la capacidad de la Revelación de
iluminar la razón humana, ampliando su horizonte cognoscitivo ya en la vida presente. Al
adoptar esta perspectiva, Escoto no puede menos que considerar ampliamente superados
todos los argumentos sobre un tema tan importante elaborados independientemente de la
Revelación. En efecto, ningún argumento producido por la sola razón puede anticipar,
siquiera en manera confusa, la noticia del destino eterno que Dios nos ha reservado.

7.5. La persona

La cuestión de la individuación y del desarrollo de la noción de persona constituye uno


de los rasgos más originales del pensamiento filosófico y teológico de la Edad Media. La
definición «clásica» de persona, elaborada por Severino Boecio (480ca-524), dice que la
persona es una «sustancia individual de naturaleza racional» [Boecio, Contra Eutychen et
Nestorium, § 3]. Con esta noción, Boecio enfatiza la superioridad ontológica del individuo
tanto con respecto a la pura naturaleza como con respecto a cualquier tipo de accidente, por
más noble éste que sea. Además, reconoce en los individuos de naturaleza racional (Dios,
los ángeles y los hombres) una dignidad superior, que los hace merecedores de un nombre
especial, precisamente el de «personas». Algunos siglos más tarde, Ricardo de San Víctor
(1110ca-1173) consideró necesario corregir esta definición, que consideraba difícilmente
aplicable a las personas divinas; por ello, estableció que persona es una «existencia
incomunicable de naturaleza intelectual» [Ricardo de san Víctor, De Trinitate, IV, § 22].

Duns Escoto analiza en detalle la noción de persona, sobre todo cuando reflexiona sobre
la posibilidad de la Encarnación. Afirma preferir la definición de Ricardo de San Víctor por
dos razones fundamentales. En primer lugar, porque si la sola individualidad fuera la
característica distintiva de la persona, entonces deberíamos considerar también como
personas a las almas después de la muerte. Sin embargo, dice Escoto, solamente el hombre
completo, dotado de alma y cuerpo, es persona. En segundo lugar, la definición de Ricardo
de San Víctor tendría el mérito de expresar el verdadero carácter distintivo del ser personal,
es decir, la incomunicabilidad. Según Escoto, una cosa puede ser «comunicable» en dos
sentidos: como el universal, que se aplica a múltiples entidades, o como la forma, que
comunica el ser al cuerpo. Así las cosas, cabe afirmar que la divinidad es comunicable en el
primer sentido, el alma, en el segundo, pero la persona, en ninguno de los dos [Ordinatio I,
d. 23, q. único, § 16].

En cuanto incomunicable, la persona es única e irrepetible. Su dignidad deriva de la


independencia y libertad de que goza, a nivel antropológico, con respecto a cualquier otra
persona. Escoto, por tanto, declara que la persona realiza la ultima solitudo: se trata de una
expresión de tipo metafísico, que no tiene nada que ver con la soledad o el aislamiento
psicológico o existencial, sino que indica una condición ontológica precisa, en virtud de la
cual la persona subsiste sin depender del ser de una persona de otra naturaleza
[Ordinatio III, d. 1, q. 1, § 68].
Para explicar mejor esta doctrina, Escoto observa que hay tres tipos de dependencia: la
actual, la actitudinal y la potencial. La actual se verifica cuando una cierta realidad existe
en acto dependiendo de otra. La actitudinal indica la predisposición intrínseca de una cierta
realidad para unirse con el ser de otra. Ahora bien, Escoto explica que la libertad de estas
dos formas de dependencia constituye una característica común a todas las personas, tanto
divinas como creadas. Esto viene confirmado por el hecho de que el alma, separada del
cuerpo tras la muerte, no es una persona, puesto que disfruta de independencia actual —en
cuanto es capaz de subsistir sin el cuerpo— pero no actitudinal: siendo un alma humana, no
puede perder la capacidad de unirse al cuerpo.

De la tercera forma de dependencia, la potencial, sólo está libre la persona divina. De


hecho, esta forma de dependencia es de tipo obediencial y está presente en todas las
criaturas por el hecho de depender radicalmente de Dios, que es la causa total de su ser y su
naturaleza. Precisamente, en virtud de esta dependencia, Dios puede asumir con un acto de
libertad soberana una naturaleza singular intelectual creada, tal como hizo, en efecto, en la
encarnación [Ordinatio III, d. 1, pars 1, q. 1, §§ 50-52].

8. La Ética

La doctrina ética desarrollada por Escoto ha sido frecuentemente considerada como una
forma de voluntarismo y de positivismo moral. De voluntarismo, porque Escoto articula su
propia doctrina a partir de la primacía de la voluntad sobre la inteligencia; de positivismo
moral, porque nuestro autor parece sostener que el fundamento de la distinción entre
acciones buenas y malas no reside en el carácter intrínseco de la acción en sí misma
considerada, sino en la pura voluntad divina, de manera que «bueno» es aquello que Dios
manda hacer y «malo» lo que Dios prohíbe. Un examen cuidadoso de los textos de Escoto
ha llevado a revisar estos juicios, mostrando los límites de la aplicación a la ética escotista
de este tipo de etiquetas.

8.1. El voluntarismo de Duns Escoto

Sin lugar a dudas, Duns Escoto expresa la necesidad de reconocer cierta primacía de la
voluntad sobre el intelecto, fundada en su capacidad de determinarse libremente. Para
Escoto, la voluntad permanece siempre libre, incluso frente a los dictados de la recta razón,
a los que está llamada a prestar su asentimiento. Esto no significa, sin embargo, que Escoto
pretenda desligar la voluntad de la razón, adoptando posiciones irracionalistas. Por el
contrario, él ha afirmado claramente que la inteligencia siempre precede a la voluntad en la
determinación de lo que es bueno y que la voluntad tiene una inclinación intrínseca hacia
aquello que la recta razón le señala como bueno y justo; además, ella no se erigiría en
apetito racional de no ser por la recta razón, que constituye su propia medida [Reportata
Parisiensia, II, d. 25, q. única, § 20].

La necesidad de tomar en serio el carácter libre de la voluntad lleva a Escoto a


distanciarse de una de las ideas más fundamentales de la ética aristotélica, según la cual la
tendencia a la felicidad está tan profundamente arraigada en nosotros que ningún hombre
puede no querer ser feliz. Según Escoto, quien sostiene esta posición razona
sustancialmente de esta manera: el fin último se presenta a la voluntad como el objeto más
perfecto; dado que no es posible encontrar en ese objeto defecto alguno, la voluntad no
consigue ver en él ningún mal; por lo tanto, al no poder reconocer en el fin último ninguna
razón de mal, la voluntad no puede sino quererlo.

Según Escoto, mientras que la primera y la segunda afirmaciones son correctas, la


tercera implica un salto lógico: el hecho de que sea imposible sentir repulsión por la
felicidad no significa que no se pueda sino desearla. Por ejemplo, el hecho de que no
odiemos a alguien o a algo no significa que no podamos sino amarlo. Por lo tanto, Escoto
reconoce la existencia de un espacio entre el querer (velle) y el rechazar (nolle), ocupado
por la falta de adhesión, el non velle, o mejor, la falta de adhesión práctica al bien incluso
en el caso de que la razón lo capte perfectamente [Quodlibet XVI, a. 2, §§ 5-7].

En virtud de estas premisas, Escoto proporciona una explicación antiintelectualista de


la akrasia, es decir, del hecho de que en ciertas circunstancias decidimos hacer el mal
aunque vemos claramente qué es lo bueno que deberíamos realizar. El fundamento de esta
debilidad de la voluntad no se encuentra en la ignorancia, ni en la fuerza abrumadora de
ciertas pasiones. El error, la maldad, el pecado son un testimonio dramático de la naturaleza
de nuestra libertad, que no se encuentra jamás orientada de manera unívoca, a ningún nivel,
al punto de que ni siquiera una cienciaperfecta ni una comprensión adecuada del fin último
logran que su asentimiento al bien sea irrevocable. El núcleo de la ética, por lo tanto, no
está en nuestro adecuado conocimiento del bien moral, sino en el amor y en la dedicación al
bien del que somos capaces [Lectura II, q. 25, q. única, § 37].

La posición recién descrita no puede ser etiquetada de «voluntarismo», si con este


término nos referimos a la defensa de una primacía de la voluntad divorciada del intelecto.
Escoto no deja ningún espacio a posibles formas de vitalismo o irracionalismo. Más bien,
se debe reconocerse que nuestro autor lleva a cabo una «des-naturalización», una «des-
finalización» y una «des-subordinación» de la voluntad con respecto al intelecto [Loiret
2003: 50-283], ciertamente legando una base para que autores posteriores, como Guillermo
de Ockham [↗], construyeran tesis más radicales que la suya.
8.2. Las raíces de la bondad moral

Al buscar definir en qué consiste el bien, Duns Escoto distingue dos tipos de bondad. La
primera es la natural, o bondad primaria, que cada entidad realiza en cuanto perfección
ontológica; esta es la acepción por la que consideramos al bien como trascendental,
coextensivo con el ser. En este sentido, es «bueno» aquello que realiza la potencialidad o la
naturaleza de un cierto sujeto. Existe también una bondad secundaria, que ciertamente
presupone la bondad metafísica, pero que se distingue netamente de ella, que consiste en la
conformidad de cierto acto con la recta razón, conformidad que se realiza plenamente
cuando una serie de circunstancias se encuentran adecuadamente integradas entre sí: esta es
la bondad moral. Para ayudar a entender esta idea, Escoto toma como ejemplo la belleza:
así como la belleza no es una cosa en sí que se agrega al cuerpo, sino el conjunto armonioso
de ciertas características corporales (tamaño, forma, color, etc.), de la misma manera, la
bondad moral es el «decoro» (decor) que un determinado acto adquiere gracias a que la
potencia, el objeto, el fin y las circunstancias (tiempo, lugar, modo, etc.) se dan en él en la
proporción debida [Ordinatio I, d. 17, pars 1, q. 1-2, § 62].

Una vez establecido en qué consiste la bondad moral, Escoto la divide en tres grados: ex
genere, ex circunstantiis o virtuosa, y meritoria. La bondad ex genere atañe a la orientación
hacia un objeto particular; la virtuosa se refiere a la verificación de todas las circunstancias
que concurren en la realización de un acto mediante el cual se persigue un objeto
determinado; la meritoria se alcanza al elegir un determinado acto con la intención precisa
de corresponder al amor de Dios, bajo el impulso de la caridad. Escoto usa el ejemplo de la
limosna. Por la bondad ex genere, decidimos dar una limosna; por la virtuosa, ponemos en
acto todas las circunstancias necesarias para ponerla en práctica; por la meritoria, lo
hacemos para aumentar nuestra amistad con Dios.

Si la bondad se determina según este triple orden, de modo reflejo, algo análogo sucede
al definir la maldad: de hecho, somos malvados cuando nos dirigimos hacia un objeto
inconveniente (por ejemplo, odiar a Dios); cuando hacemos uso de alguna circunstancia
inconveniente (y, desafortunadamente, esto hace que sea malo incluso un acto que versa
sobre un objeto bueno o que produce alguna circunstancia apropiada); finalmente, cuando
nuestras malas acciones empañan nuestra amistad con Dios. Escoto especifica también que
hay una doble relación del mal con respecto al bien: podemos simplemente omitir el bien
que debe hacerse (entonces la oposición al bien es privativa), o realizar algo efectivamente
inapropiado, lo que añade maldad a la mera falta de bien: en ese caso, el acto es
malvado contrarie.
El desarrollo de esta teoría sobre la bondad moral trae aparejadas una serie de
consecuencias muy importantes. En contraste con punto de vista aristotélico, centrado en el
florecimiento del sujeto y su felicidad, Escoto elabora una teoría que no tiene como fin
producir la perfección del sujeto, sino la acción. En otras palabras, la razón por la que se
realiza una acción no es, de modo inmediato, el hecho de que produce la genuina felicidad
del hombre, sino el deseo de conformarse con lo que Dios manda, según la justicia y la
recta razón. Antes que la felicidad, el objetivo ético fundamental es el crecimiento de la
relación de amor con Dios.

Coherentemente con esta perspectiva, Escoto hace uso de la distinción, ya presente en


Anselmo de Aosta, entre la affectio commodi y la affectio iustitiae. La primera es una
inclinación dirigida a satisfacer las diferentes tendencias de nuestra naturaleza; la segunda
nos impulsa a realizar ciertas acciones por el simple hecho de ser justas y, en consecuencia,
encomendadas a nosotros por la voluntad divina. Según Escoto, esta última inclinación es
la que define de modo más adecuado a la voluntad y, por lo tanto, la más noble, ya que se
basa en la pura libertad de realizar la justicia, independientemente de cualquier inclinación
de nuestra naturaleza.

El énfasis con el que Escoto presenta la libertad de la acción recta que obra nuestra
voluntad, va de la mano con una cierta relativización del papel de la virtud, que en cambio
es típica de la ética aristotélica. Según este último modelo ético, la virtud representa un
momento crucial para la constitución moral de la persona, ya que ésta se convierte en una
«segunda naturaleza», que facilita al sujeto el realizar de manera espontanea ciertas buenas
acciones. Escoto, por su parte, no niega la existencia de la virtud ni la oportunidad de su
cultivo; sin embargo, prefiere mantener el acento puesto sobre la libertad remarcando que
un sujeto, por vicioso o virtuoso que sea, nunca esta incapacitado para realizar una
determinada acción.

En resumen, no se puede negar que Escoto coloca como regla de la acción recta la
voluntad divina y como objetivo último de la moralidad el crecimiento de la amistad del
hombre con Dios, en lugar de la aspiración a la felicidad o la edificación de un obrar
virtuoso. Sin embargo, sería simplista presentar esta posición como una forma de
positivismo moral de matriz teológico, porque Escoto nunca disocia la voluntad divina de la
recta razón; por el contrario, afirma con claridad que Dios no puede contradecirse, ni puede
ordenar al hombre que haga algo que se opone formalmente a la recta razón: «Dios es aquel
que quiere de la manera más ordenada (Deus est ordinatissime volens)» [Reportata
Parisiensia III d. 7, q. 4, § 4]. Por lo tanto, aunque no hay duda de que Escoto coloca en la
libre voluntad divina el fundamento último de la moralidad del hombre, de ninguna manera
puede decirse que Dios ordena cosa alguna independientemente de la racionalidad
intrínseca de lo que se manda. El carácter peculiar de la ética escotista reside, más bien, en
establecer una brecha considerable entre la naturaleza y la libertad, y por lo tanto entre el
bien moral y el bien natural: en lugar de elaborar una ética basada en la virtud y en la
búsqueda de la verdadera felicidad humana, como había hecho Tomás de Aquino, Escoto
ha ciertamente contribuido al desarrollo de una moral de la ley, que tanta importancia
tendrá en el debate filosófico y teológico de los siglos posteriores.

8.3. La ley natural

Según Duns Escoto, no todos los actos buenos son al mismo tiempo debidos: puesto que
Dios ama al hombre y no quiere imponerle un yugo insoportable sobre sus hombros, no ha
hecho obligatorias todas las acciones buenas y honestas, sino solo aquellas que le permiten
alcanzar su fin más alto, es decir, la amistad con Dios. Por lo tanto, una acción se convierte
en obligatoria solo cuando concuerda con lo que Dios establecido como medio para
alcanzar ese objetivo. En consecuencia, Escoto sostiene que puede haber actos moralmente
indiferentes: son actos que son en sí mismos buenos y honestos, pero que no están
intencionalmente orientados hacia el crecimiento de la amistad con Dios.

Escoto señala que el hecho de que pueda hablarse de la posibilidad de cumplir un deber
implica necesariamente la existencia de una ley. En efecto, existe una ley natural, inscrita
en el corazón de los hombres. Esta ley es certísima y universal en cuanto reconocible por
todos independientemente del tiempo, del lugar o de la cultura a la que pertenezcan. Su
valor y su evidencia no han sufrido cambios, ni siquiera debido a la caída de Adán. Escoto
analiza los dictados de la ley natural partiendo de la reflexión sobre los diez mandamientos.
Como es sabido, estos se dividen en dos tablas: la primera contiene los preceptos relativos
al amor a Dios (los tres primeros mandamientos) y la segunda, los que se centran
principalmente en el amor al prójimo (los siete restantes). Escoto observa que los preceptos
de la primera tabla corresponden a la ley natural en sentido estricto (stricte loquendo): de
hecho, una vez reconocida la existencia de Dios, se deduce de manera necesaria que Dios
debe ser amado por encima de todas las cosas, que nada puede ser venerado por encima de
él y que su nombre no puede ser pronunciado en vano. Con respecto al tercer mandamiento,
en sentido riguroso es de ley natural el rendir culto a Dios, pero no la determinación del día
preciso y de otros elementos particulares vinculados al culto.

Los preceptos de la segunda tabla son parte de la ley natural sólo en un sentido amplio
(large loquendo). Escoto ciertamente reconoce que el amor al prójimo, que anima los
preceptos de la segunda tabla, está estrechamente vinculado al amor a Dios; sin embargo,
no se puede decir que tales preceptos disfruten de la misma evidencia y de la misma
universalidad que los tres primeros ni que alguno de ellos, tomado individualmente, sea una
derivación lógicamente necesaria. Más que en su fuerza lógica intrínseca, el valor de los
preceptos de la segunda tabla radica en su fuerte consonancia con la ley natural entendida
en sentido estricto y en que la experiencia misma confirma su validez: de hecho, resulta
bastante fácil constatar que el incumplimiento de estos preceptos tiene consecuencias
nefastas tanto para la vida de los individuos como de los pueblos.

Se puede decir por tanto que para Escoto no existe sino un único principio verdadero de
la ley natural: amar a Dios. Los preceptos de la segunda tabla valen sólo en cuanto Dios los
ha dispuesto para nuestro bien y en cuanto que nos permiten secundar su voluntad. El hecho
de que tales preceptos no posean la misma necesidad lógica y la misma universalidad de los
contenidos en la primera tabla, se confirma en aquellos casos, atestiguados por las Sagradas
Escrituras, en que Dios parece dispensar a algunos hombres de la observancia de alguno de
ellos. En este punto, Escoto hace referencia a una interpretación de los mandamientos
bastante difundida, que tiene su origen en Bernardo de Claraval [Bernardo de C., De
praecepto et dispensatione, III]. Es interesante notar que, en este punto concreto, el Tomás
de Aquino del Comentario a las Sentencias y las Cuestiones disputadas De malo se acerca
bastante a esta línea de pensamiento. Sin embargo en la Summa Theologiae se separa
firmemente de ella, afirmando que ningún precepto de la ley natural es dispensable, ni
siquiera los de la segunda tabla; por lo tanto, los casos atestiguados por la Biblia no serían,
para Tomás, exenciones a la observancia de un precepto particular, sino situaciones en las
que se encuentra modificada la materia moral misma [Vendemiati 2016: 42-45].

9. Política

Aunque Escoto no ha dedicado un escrito específico a la política, especialmente en el


contexto del comentario al cuarto libro de las Sentencias, ha adoptado algunas posiciones
dignas de ser tomadas en cuenta sobre el origen del poder político y la relación entre la ley
natural y la ley positiva. En primer lugar, Escoto considera que es imposible tratar este
tema sin tener en cuenta el impacto del pecado original sobre la humanidad: en el estado de
inocencia, no habría habido necesidad de establecer la propiedad para garantizar a todos sus
necesidades ni de regular la convivencia por medio de la autoridad y la fuerza para
garantizar la paz. La institución de la ley positiva, después del pecado original, juega así un
papel importante en la promoción de la justicia y de la paz, poniendo así un limite a la
codicia, frenando la violencia y oponiéndose a la pereza de los hombres.

Según Escoto, el núcleo fundamental de toda convivencia es la familia, que nace del
pacto voluntario que contraen los esposos cuando deciden donar su propia vida el uno al
otro, dedicándose a la generación y a la educación de los hijos. Para el bien de los mismos
cónyuges y de la prole, subraya Escoto, el vínculo entre los esposos nu puede ser vago. Por
esto es necesaria la dimensión institucional, representada por el matrimonio, que tiene que
ver también el sacramento. La institución de la familia —y la autoridad paterna que de ella
se desprende— deben ser inscritas directamente en el derecho natural, en particular en los
preceptos de la segunda tabla [Ordinatio IV, dd. 26-33].

Mientras la familia se constituye como una realidad natural, en cambio para Escoto la
institución de la comunidad política y los correspondientes sistemas de gobierno son el
resultado progresivo de un pacto de asociación, cuyo núcleo fundamental es siempre la
familia. De hecho, los diversos pueblos han nacido a partir de las grandes familias
patriarcales: a medida que las relaciones sociales se iban ampliado, el reconocimiento de la
autoridad patriarcal dio paso a la investidura popular. Esta transformación ha sido crucial,
porque implicó el paso de una legitimación de la autoridad vinculada a la posición natural
dentro de la familia, a una basada en un acto de libre elección de los gobernantes por parte
de un pueblo. Sin embargo, si bien Escoto reconoce una cierta génesis histórica de la
autoridad política, no está menos convencido de que el ejercicio de esta autoridad se deriva
directamente de Dios, al igual que viene directamente de Dios la autoridad de la que está
dotada la Iglesia, a la que Dios ha atribuido el derecho-deber de promulgar todas las
medidas que considere necesarias para llevar a cabo su misión evangelizadora.

Desde el momento en que el legislador, utilizando el legítimo poder que le ha sido


conferido, promulga una ley positiva, esta ley es válida y obligatoria. Escoto no deja de
observar que en muchas ocasiones los legisladores promulgan leyes injustas, pero esto no
quita que tales leyes deban ser obedecidas. Un caso significativo al que Escoto aplica esta
tesis es el de la esclavitud. A diferencia de Aristóteles, Escoto no le reconoce ningún
fundamento natural: ésta cae exclusivamente dentro del ámbito del derecho positivo. Escoto
rechaza abiertamente la esclavitud, sosteniendo que la subyugación forzada de un hombre a
otro hombre es inaceptable desde el punto de vista moral. Sin embargo, Escoto sostiene
también que, desde el momento en que la esclavitud se constituye como una relación
jurídicamente válida, establecida sobre la base de las leyes vigentes y sancionada por la
autoridad legítima, debe, en todo caso, ser respetada [Ordinatio IV, d. 36, q. 1, § 4]. Escoto,
por lo tanto, parece sostener que existen vínculos de naturaleza positiva que no pueden ser
transgredidos legítimamente, incluso en el caso de ser contrarios a la ley natural.

Frente a este tipo de posiciones, uno puede preguntarse cómo Escoto puede sostener que
una ley positiva, establecida por hombres, sea de mayor obligatoriedad que ley natural,
cuya fuente es Dios mismo. En realidad, para Escoto una obligación positiva puede superar
a una natural, solo si se trata de uno de los preceptos que forman parte de la ley natural en
sentido amplio, nunca de la ley natural tomada en el sentido estricto. En efecto, retomando
el mencionado caso de la esclavitud, Escoto considera que el precepto de dar a cada uno lo
suyo es un derecho estrictamente natural; esto significa, que la obligatoriedad de respetar
un contrato válido se funda en un precepto más alto que el precepto relativo al respeto de la
libertad del siervo. Análogamente, cuando afirma que un príncipe cristiano tiene el derecho
a quitar la patria potestad a los padres que pretendan educar a sus hijos en contra del culto a
Dios, Escoto no se limita a hacer prevalecer una ley positiva sobre una ley natural, sino que
funda la primacía de esa ley positiva sobre la base de una ley natural más alta, aquella
según la cual es necesario dar culto a Dios [Ordinatio IV, d. 4, pars 4, q. 3].

En cualquier caso, Escoto observa que el respeto de los preceptos de la segunda tabla ha
sido garantizado providencialmente por la Revelación así como por la institución, por parte
de algunos gobernantes, de leyes positivas confirmatorias: Escoto llama así a una serie de
medidas relativas a la unidad e indisolubilidad de la familia, del respeto a la vida del
prójimo, la legítima propiedad de las cosas, etc., medidas que confieren a los preceptos de
ley natural de la segunda tabla la fuerza obligatoria de la ley positiva [Reportata
Parisiensia IV, d. 28, q. única, § 15].

10. Bibliografía

10.1. Obras de Duns Escoto

10.1.1. Edición Vaticana

Opera Omnia, studio et cura Commissionis Scotisticae, 21 voll., Typis Vaticanis, Città


del Vaticano 1950-2015.

10.1.2. Edición St. Bonaventure

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Aristotelis, edited by R. ANDREWS, G. ETZKORN, G. GÁL, R. GREEN,
T. NOONE, and R. WOOD, The Franciscan Institute, St. Bonaventure (N.Y.)
1999 (Opera Philosophica 1).

Quaestiones in libros Perihermenias Aristotelis; Quaestiones Super Librum Elenchorum


Aristotelis, edited by R. ANDREWS, O. BYCHKOV, S. EBBESEN, G. GÁL,
R. GREEN, T. NOONE, R. PLEVANO, A. TRAVER; Theoremata, edited by
M. DREYER, H. MÖHLE, and G. KRIEGER, The Franciscan Institute - The
Catholic University of America Press, St. Bonaventure (N.Y.) - Washington
D.C. 2004 (Opera philosophica 2).
Quaestiones super libros Metaphysicorum Aristotelis, 2 voll., edited by R. ANDREWS,
G. ETZKORN, G. GÁL, R. GREEN, F. KELLY, G. MARCIL, T. NOONE, and
R. WOOD, The Franciscan Institute, St. Bonaventure (N.Y.) 1997 (Opera
Philosophica 3-4).

Quaestiones super secundum et tertium De anima, edited by C. BAZÁN, K. EMERY,


R. GREEN, T. NOONE, R. PLEVANO, A. TRAVER, The Catholic University of
America Press - The Franciscan Institute, St. Bonaventure (N.Y.) -
Washington D.C. 2006 (Opera Philosophica 5).

10.1.3. Otras ediciones

Iohannis Duns Scoti Collationes Oxonienses, a cura di G. ALLINEY e M. FEDELI,


SIMSEL – Edizioni del Galluzzo, Firenze 2016 (Corpus Philosophorum
Medii Aevi. Testi e Studi, 24).

Notabilia super Metaphysicam, ed. G. PINI, Brepols, Turnhout 2017 (Corpus


Christianorum Continuatio Mediaevalis 287).

The Examined Report of the Paris Lecture: Reportatio I-A, Latin Text and English
Translation. 2 voll. by A.B. WOLTER, O. V. BYCHKOV, The Franciscan
Institute, St. Bonaventure (N.Y.) 2004-2008.

Abhandlung über das erste Prinzip / Tractatus de primo principio, Herausgegeben und
Übersetztz von W. KLUXEN, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt
20094.

Tractatus de primo principio, edited by M. MÜLLER, Herder, Freiburg i. Br. 1941.

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«Zeitschrift für katholische Theologie», 110 (1988), pp. 24-65 [Edición
de Scriptum Oxoniense, Liber I, d. 2, q. 1-2; Reportata Parisiensia , Liber I,
d. 3, q. 2; d. 2, q. 3, nn. 63-68].

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